VIII

El Santo Padre, que finalmente había regresado de Castel Gandolfo, inauguró el Año Mariano con una ceremonia emocionante. Fue a la Plaza España, delante de la columna de la Inmaculada Concepción, a la que incensó y le ofreció un ramillete de orquídeas enviadas desde México. Fue luego a Santa María la Mayor, donde recitó la oración que había compuesto para la ocasión: un decreto de la Sacra Penitenciaría había indicado la cantidad de indulgencias que esta oración confería. Saludó al Santo Pesebre y la Santa Paja, celosamente conservados en un relicario de los reyes de España. El exterior de la basílica estaba iluminado por miles de lámparas parpadeantes. Desde lo alto de la loggia, el Santo Padre dio la bendición urbi et orbi a una multitud inmensa.

El abate, que había acompañado al capellán a esta fiesta, tuvo así la suerte de volver a ver al jefe de la Iglesia. Era la primera vez desde que lo había contemplado en medio de las multitudes del Año Santo. Este rostro expresivo y consumido, en el que los ojos parecían absorber los lentes y en el que la boca parecía retorcerse de inquietud, lo había saturado de respeto y veneración. No se había cansado de mirar a este hombre que asumía la mayor autoridad del mundo, una autoridad que sólo se apoyaba en las cosas del espíritu, es decir, en palabras.

—Al comienzo era el Verbo… El Verbo era todavía y el Verbo sería siempre. Era este Verbo el que había hecho la religión católica y el que continuaría llevándola a través de los siglos. El que había hecho mártires y santos, levantado iglesias y palacios, coronado y depuesto reyes, liberado o sometido pueblos, servido a la paz o a la guerra. La mayoría de los Estados reconocían su importancia, hasta cuando no reconocían su autoridad, pues le enviaban representantes y daban a los que recibían a cambio precedencia sobre los demás. Pero cabía ahora medir los límites de este Verbo. Una parte del mundo lo había rechazado o lo escarnecía, sin que él pudiera como antes provocar cruzadas vengadoras. Pocos días antes de dejar Castel Gandolfo, el papa había recibido al cuerpo diplomático en audiencia solemne: era para agradecer las manifestaciones de simpatía con ocasión del encarcelamiento del Cardenal Wyscynski, primado de Polonia. Ante este nuevo atentado perpetrado al otro lado del telón de acero contra un miembro del Sacro Colegio, el jefe del imperio del Verbo sólo había podido replicar con palabras y ser consolado con palabras.

Hoy había tenido por lo menos el consuelo de ver que no había disminuido el entusiasmo que por él sentía el pueblo romano. Parecía que Pío XII tomaba de nuevo posesión de su capital. A todo lo largo del recorrido y delante de Santa María la Mayor se apretujaban para aclamarlo los antiguos súbditos de los papas. Tal vez había entre ellos algunos de esos terribles comunistas que inquietaban al Santo Padre, aunque su partido hubiera votado la ratificación de los acuerdos de Letrán. Un día como éste parecía demostrar que eran excesivas las precauciones vigentes en los jardines del Vaticano. Pero, con independencia de todo homenaje, los romanos podían saludar en Pío XII al sucesor de quienes, después de los Césares, más habían hecho por la ciudad. La tiara continuaba siendo el timbre del blasón de Roma, como las llaves continuaban siendo sus apoyos. Se habían olvidado de lo mucho que había pesado esta tiara y de las puertas que estas llaves habían cerrado. Sin embargo, una estatua recordaba en el Campo de Flora el auto de fe de Giordano Bruno. Y una inscripción recordaba en la Plaza del Pueblo la ejecución sin juicio de dos carbonarios. La comisión del Año Santo había intentado que se retirara esta inscripción; la del Año Mariano estimaba sin duda que quedaban las cosas suficientemente equilibradas con la placa que, en la Plaza de San Pedro, proclamaba a Pío XII el «salvador de la ciudad».

En realidad, compartía el título, en la gratitud de los romanos, con la Virgen que acababa hoy de glorificar. Pero la Virgen que había salvado a la ciudad no era la Virgen en general, sino una Virgen determinada, la del Divino Amor, que habían trasladado de un barrio a la iglesia de San Ignacio en momentos en que la guerra se acercaba. El abate se sorprendió de ver al Papa dedicar sus devociones en Santa María la Mayor a una Virgen tan específica, a la que llamaban la salvación del pueblo romano. ¿Era acaso el pueblo romano el único que había que salvar en el mundo?. ¿No estaba reduciendo el Santo Padre el alcance de un homenaje que debía dedicar a la Virgen, salvación del universo?. Corría el riesgo de complacer a los empecinados adversarios de los acuerdos de Letrán, para quienes el papa no era más que el limosnero mayor de Italia. El abate pensaba en las otras Vírgenes célebres que reclamaban la piedad de los romanos y hubieran podido retener la atención del papa. La Virgen del Parto no era propia para las circunstancias; la Virgen del Pozo y la Virgen del Pórtico tenían igualmente horizontes limitados; la Virgen de la Salud y la Virgen del Buen Remedio eran tal vez demasiado farmacéuticas. Pero había en San Pedro una Virgen del Socorro y en los Santos Apóstoles una Virgen del Perpetuo Socorro. Y estaban un poco por todas partes la Virgen de los Afligidos y la Virgen de la Gracia, con una competencia mucho más vasta.

El cardenal no quedó muy satisfecho de las ceremonias del 8 de diciembre. Juzgaba absurdo que se incensara a una columna, o, mejor dicho, a una estatua colocada a treinta y cinco metros de altura; juzgaba ridículas las orquídeas de México. Se preguntó si la oración de Pío XII a la Virgen —«eres hermosa, ¡oh María!»—, no resultaba más galante que devota. «¿Para qué hablar a María de su belleza?. María no es Venus». Todavía se mostró más severo con el mensaje que el papa había lanzado por radio a su regreso de Santa María la Mayor y que desleía la oración en un énfasis claudeliano. Se citaba en él un verso de Dante como prueba irrefutable de la belleza de la Virgen. Esta cita, según Su Eminencia, incurría en la imprudencia de recordar el comentario de Renán sobre los sermones de Lacordaire: «Esas payasadas teológicas en las que se prueba la divinidad de Jesucristo con Mahoma y la batalla de Marengo».

Sólo el abate oía estos comentarios. El capellán y el secretario, aunque muy habituados a las libertades del cardenal, se hubieran tapado el rostro. El cardenal distinguía al joven francés con una confianza y un afecto que aumentaban cada día y le hablaba de todo con franqueza absoluta.

—Debemos el Año Mariano a Sor Pascualina —le dijo—. Esta monja alemana que es desde hace treinta años el ama del papa le ha hecho caer poco a poco en una religión de hija de María. Esto no sería nada, si la buena mujer no se empeñara tanto en alimentar los pinzones del Santo Padre, para alegría de los ornitófilos, y en bordar en sus mulas una paloma en lugar de la cruz, para indignación de los encargados de la liturgia. Las llaves de San Pedro están en poder de las faldas. Hace tiempo que una mujer no representaba papel alguno en el Vaticano. Los últimos papas habían cuidado de hacerse servir por hombres. Pío XI trajo consigo a su cocinera, pero pronto tuvo que despedirla para terminar con las intrigas. La hermana Pascualina es una especie de Maintenon con papalina, sin que haya en esto ningún sentido reprobable, desde luego. Tiene sus protegidos y sus cabezas de turco y distribuye el pan, el vino y hasta los capelos. Ha puesto al Canadá en ebullición al hacer que se nombre cardenal al arzobispo de Montreal, conocido de ella, en lugar del arzobispo de Quebec, al que, por tradición, le correspondía el título.

—Cuando el papa me anunció sus proyectos de Año Mariano, yo sabía de dónde le venía la inspiración, esa inspiración que debe pedir siempre al Espíritu Santo. Me invitó a que le expusiera mi opinión. Yo me parapeté para contestarle detrás de la quinta regla inscrita en las Decretales por el bienaventurado papa Gregorio IX: «Hay que decir siempre la verdad, aun a riesgo de provocar un escándalo". Me excusé, pues, de escandalizarlo confesándole que desaprobaba una mariología con la que corría el peligro de dañar al cristianismo. Le señalé además que el Año Mariano exigiría cuanto antes un Año Josefino, pues el padre putativo de Jesús tenía derecho a su parte. Me dejó estupefacto al replicarme que ya había pensado en ello y que haría el año de San José, si Dios le daba bastante vida. Advertí en esto la influencia, no de Sor Pascualina, sino la de los jesuitas, que tienen una oficina debajo de las habitaciones papales y veneran a San José como a uno de los protectores de su compañía. Como el papa me dijera luego que estaba preparando una oración para el Año Mariano, le dije que la Virgen era ya titular de ciento cuarenta y siete oraciones con indulgencias, publicadas en la colección de la Sacra Penitenciaría, mientras que Jesucristo sólo tenía ciento veintiséis. Dios Padre sesenta y cuatro, San José veintiuna y los apóstoles nueve —ni siquiera una por apóstol—, y le recordé las palabras de Inocencio III: No es a la Virgen, sino a los apóstoles a quienes el Señor ha confiado las llaves del reino de los cielos».

—Con un ademán de impaciencia me dijo: «No importa. Hemos proclamado el dogma de la Asunción y no Nos detendremos en tan hermoso camino. Hemos multiplicado Nuestros esfuerzos en todos los terrenos, hemos buscado remedio a todos los males y hemos comprendido que todos Nuestros esfuerzos no significarían nada sin esa auxiliar, María, y que María es el único remedio de cuanto anda mal. El Año Santo Mariano va a ser para la humanidad angustiada una lluvia de indulgencias plenarias, equivalente a la lluvia de rosas prometida por Santa Teresita del Niño Jesús. Por lo demás, no hacemos con esto más que seguir el instinto misterioso de la multitud; es ella la que Nos impone esta exaltación de la Virgen, porque sabe que la Virgen es su mejor abogada en el cielo. Hace poco preguntamos a uno de los efebos que vienen a rezar el rosario con Nos quién era el más ilustre personaje del cielo y el chico Nos contestó sin vacilar: ¡La Virgen!. ¡La Virgen!. ¿Lo oye, señor cardenal?. Comprenda, pues —continuó, cada vez más agitado—, que la Virgen no se manifiesta nunca inútilmente: las apariciones de la Saleta prepararon a las almas para el dogma de la Inmaculada Concepción y las apariciones de Lourdes lo confirmaron; las de Fátima han abierto el camino al dogma de la Asunción; las lágrimas de las Vírgenes sicilianas nos pedían el Año Mariano y, como las Vírgenes calabresas se han puesto a llorar, hay que concluir que se Nos está insistiendo. Proclamaremos, pues, la realeza de María al clausurar el Año Mariano. Pío XI ha hecho a Cristo Rey y Pío XII hará Reina a la Virgen».

—Yo le señalé que, desde hace siglos, «María es invocada como reina del cíelo». «Pero no era reina de la tierra», me replicó. Tenía ganas de preguntarle por qué no la proclamaba Emperadora, ya que estaba en esto. Por lo visto, quiere dejar algo para sus sucesores. Me alegré que la hermana Pascualina interrumpiera la conversación; traía al Santo Padre una taza de tisana y le anunció que le ofrecían, para la recitación del rosario, tres efebos, dos empleados del tranvía y un bombero».

Riéndose, el abate preguntó qué significaba una ceremonia tan rara.

—El Santo Padre no está inspirado únicamente por Sor Pascualina y las Vírgenes que lloran…

—En todo caso, Eminencia, si me permite la observación, esas Vírgenes parecen quitar a Sor Pascualina parte de su mérito o su responsabilidad en el Año Mariano…

—Hijo mío, las Vírgenes que lloran son una especialidad italiana, pero los papas les dejan enjugar sus lágrimas. Una de ellas lloró tanto en Roma en 1527, que quedó con el nombre de Virgen de las Lágrimas. Algunos años antes, las tropas de Lautrec renunciaron al saqueo de Treviglio ante el llanto de otra Virgen. Cuando tropas francesas no menos temibles invadieron los Estados pontificios en 1796, diecinueve Madonas se pusieron a llorar, menear la cabeza y parpadear sobre las murallas de Roma —todavía puedes verlas rodeadas de exvotos—, pero sus lagrimeos, meneos y parpadeos no surtieron efecto en los sans-culottes.

—El Santo Padre, volvamos a él, es una víctima de la metáfora que le designa como Pastor Angelicus en las profecías de Malaquías; olvidémonos de que Mussolini le llamaba Vulpis Angélica. Pío XII quiere justificar a Malaquías por todos los medios y ha imaginado, entre otras cosas, estas reuniones, angélicas y pastorales a un mismo tiempo, en las que los efebos y los humildes rezan en íntimo abrazo con el vicario de Cristo. Lo cómico es que varios cardenales halagan esta manía incurriendo en el mismo angelismo y se hacen pastores de niños, como si ya no hubiera curas en la tierra. Ya sé que Inocencio XI prescribió a los cardenales que explicaran solo el catecismo a los niños en sus propias sedes, pero esto solo duró un verano. El celo de los cardenales en enseñar el catecismo, apropiadamente, durante el rigor de la canícula, disgustó de tal modo a los pequeños catecúmenos, que amenazaron con lapidar a sus maestros y ninguno de los eminentes porporati quiso arriesgarse al martirio.

—Mis colegas son más cuerdos: sólo presiden partidos de ping-pong o de fútbol. El cardenal Ottaviani sólo sale del Santo Oficio con la frente todavía rodeada de rayos, para ir a ver cómo juegan los chiquillos del oratorio de San Pedro. El cardenal Canali sólo abandona su vara de gran penitenciario a la puerta de un patronato del Trastevere; el prosecretario de Estado, monseñor Tardini, que sería cardenal si lo hubiese deseado, saca cuartos a los embajadores para su orfanato. Hubo algo todavía mejor: el cardenal Lercaro, cuando vino de Bolonia, después de su creación en el consistorio del año último, lo hizo con un inocente cortejo de efebos, a los que ha recogido bajo su techo. Lo rodeaban hasta en la gran sala de la cancillería, donde recibía las «visitas de calor» que se hacen a los recién promovidos. Uno de los frescos que decoraban esa sala muestra al papa Paulo III Farnesio con el atavío de sumo sacerdote de los hebreos, con campanillas en el ruedo de su manteo. Cuando pensaba que mi colega Lercaro había instituido en Bolonia el carnaval de los niños, me decía que sólo le faltaban las campanillas.

—Eminencia, ¿no le parece que eso procura al Sacro Colegio un amable aspecto de colegio?. Todos sus colegas no tienen la juventud de usted y se proporcionan así la ilusión de que son jóvenes.

—¿Quién sabe, dolce figlio?. Tal vez tengamos todos la nostalgia de los tiempos en que el Sacro Colegio tenía cardenales de quince años.

—El Santo Padre ha despertado el misticismo, que es una de las bellezas de la Iglesia.

—Tranquilízate: hay en su casa bellas reuniones místicas con proletarios y mozos fornidos y reuniones pragmáticas con graves personajes de los que te hablaré en otra ocasión.