En la Plaza de San Calixto, el magnífico palacio de las congregaciones había sido construido en tiempos de Pío XI, quien no tenía arquitecto favorito pero sí un sobrino encargado de la inspección de las obras. Era un edificio con el sello de un lujo de buen gusto, revelador de una autoridad segura de sí misma. La Congregación de Ritos ocupaba una parte del último piso y tenía por vecinas a las de Sacramentos, Religiosos y Ceremonial, de las que el prefecto de Ritos formaba parte, como los prefectos de otras congregaciones formaban parte de la suya. Aparte las sesiones plenarias, cada cual era el amo en su casa. Esto había permitido al cardenal Belloro negarse enérgicamente a que le instalaran en sus oficinas un reloj registrador, innovación costosa que el conde arquitecto había impuesto a todos los magistrados de la Santa Sede y que había sido por lo menos provechosa para alguno. De esta manera se habían librado de la humillación de registrar su presencia el arzobispo nonagenario que era secretario de Ritos y el jefe del ceremonial pontificio que lo reemplazaba. El personal estaba constituido por unos cien monseñores y religiosos que se distribuían, sin estar obligados a una presencia regular, los departamentos de las cuestiones litúrgicas y de las causas de beatificación y canonización.
El abate no tenía relación alguna con el desarrollo de estas actividades, pero podía ver los testimonios y escudar los ecos. Tenía a su cargo la correspondencia personal del cardenal en la parte francesa y además su jefe\se explayaba con él y otro tanto hacían el capellán y el secretario. Estos dos venerables eclesiásticos no tenían celos del favor del joven. También ellos se habían dejado conquistar por la bondad, rectitud e inocencia del abate; almorzaban y cenaban juntos y los tres se entendían muy bien.
Eran comidas curiosas en las que se discutía si había que permitir a Málaga el uso del vino de Málaga para la misa, a Turquía el del maíz para el pan de los ángeles y a los misioneros de Oceanía el de los cirios de grasa de ballena. ¿Un altar debía tener tres o cinco escalones?. ¿El incienso debía ser macho o hembra?. ¿Podían usar peluca los sacerdotes calvos durante la celebración?. ¿La superiora de las teatinas de Palermo podía llevar el birrete, un privilegio de la superiora de las teatinas de Nápoles?. ¿Se podía acordar a las Bermudas el derecho de celebrar con ornamentos azules las misas de la Virgen, privilegio de España?. ¿Y a las hermanas grises el de lavar los lienzos sagrados?. ¿Y a los padrinos y madrinas portugueses el de ser interrogados y contestar en portugués a las preguntas del bautismo?. ¿Y a los curas peruanos el de erigir altares al aire libre?. ¿Y al capellán del duque de Gállese el de confesar en el oratorio del castillo?. ¿Qué culto correspondía a la Santa Espina de Petilia, en Calabria?. ¿Había razones para modificar la fórmula de bendición de los anillos de San José?. ¿Y la de la tiza que debe trazar los nombres de los reyes magos en la puerta de los buenos cristianos en la Epifanía?. En la fórmula de bendición de los ferrocarriles, ¿no eran de mal augurio las palabras que deseaban a los viajeros un «pronto arribo a la patria celestial»?. En la fórmula de bendición del tocino y del queso, ¿había que conservar las palabras: «Dignaos, Señor Todopoderoso, bendecir esta criatura de queso, esta criatura de tocino», o se echaba a perder con esto todo el poder del Señor?. ¿Había que introducir en el añalejo del año próximo la intención general «Para una solución cristiana de los derechos de la mujer» en febrero o en marzo?. Y la intención misionera «Para la unión de los cristianos en el Malabar», ¿en junio o en julio?. ¿Había que mantener la precedencia de los cofrades de la Tercera Orden de San Francisco respecto a los cofrades del Santísimo Sacramento?. ¿Declarar a San Alberto el Grande patrón de las industrias químicas de Zaragoza, a Nuestra Señora de Chévremont patrona de los deportistas valones, a Santa Bárbara patrona de los sabios atómicos, a San José patrón primario de la diócesis boliviana de Bu-caramanga, a la Virgen del Buen Suceso copatrona de Marajo, en Brasil, y al corazón inmaculado de María patrono secundario de los capuchinos de la India?. ¿Había que aprobar los escritos y las virtudes de tal o cual siervo de Dios, para que se convirtiera en venerable?. ¿Aprobar estos dos milagros de tal o cual venerable, para que se convirtiera en bienaventurado?. ¿Sancionar estos otros dos milagros para que tal o cual bienaventurado se convirtiera en santo?.
El abate seguía con atención especial los problemas que agitaban a sus compatriotas. Los curas parisienses querían adelantar a las once y media la misa de medianoche; la iglesia de Nuestra Señora de Arcachón quería ser elevada a la dignidad de basílica menor; Comblessac, en la diócesis de Rennes, reclamaba como patrón a San Convoion; Marsella presentaba la causa de Jean-Joseph Allemand, Lyon la de Paul Dúchame y Saint-Flour la de Catherine Jarrige.
El asunto de los sacerdotes obreros era a veces tema de conversación en el palacio Belloro, donde era tratado con desagrado. El abate, que, como la mayoría de los franceses, había tomado partido por estos «paracaidistas de Dios», se creía en la obligación de defenderlos.
—¿Qué necesidad hay de sacerdotes obreros?. —decía el capellán—, ¿no somos todos obreros, nosotros, los sacerdotes?. El manípulo que nos ponemos al brazo para celebrar es el símbolo, por su mismo nombre, del «puñado» de oraciones y buenas obras que sembramos y recogemos cada día.
—Añada —decía el secretario—, que, como obreros, nunca nos declaramos en huelga ni hacemos sabotaje.
—Francia siempre cree ser la inventora de todo. Querido don Vittorio, conocemos en Italia desde el siglo XVII el instituto de los píos obreros catequistas rurales, que cuenta todavía con veintisiete profesos.
En esto, el abate no era mejor tratado por el cardenal, quien, sin embargo, rio tenía el menor cariño al Santo Oficio.
—Admito que la Iglesia de Francia sea el «ala motriz de la Iglesia universal», pero es un ala gigante como la del albatros, que le impide caminar. Sólo la Iglesia de Roma tiene el sentido de lo universal, y esto hace de ella el mejor juez para los casos particulares. Sólo ella está en condiciones de saber lo que tendría de peligroso en la esfera internacional una novedad defendible en la esfera nacional. Por tanto, ha hecho bien en embridar el ala motriz, en recortar el ala de gigante. Tiene una experiencia secular de lo que deben ser las bases de la piedad y la fe. Puede parecer retrógrada, pero es que se interesa únicamente en lo eterno. Si se pone vino nuevo en odres viejos, éstos se rompen.
—Eminencia, esos sacerdotes que se visten como obreros para convertir a las masas, ¿no se parecen acaso a los jesuitas que se vestían antes como mandarines para convertir a los chinos?.
—¡Lindo resultado!. Actualmente no hay en China ni mandarines ni jesuitas. No hay siquiera religión.
—Cabe que, si los jesuitas se hubiesen vestido como culíes, el cristianismo chino hubiera sido más sólido.
—Me gustan más como mandarines. La religión es necesariamente una aristocracia, pues eleva al hombre por encima de su condición. Quien la represente no debe descender jamás, porque rebaja al mismo tiempo el ideal que encarna. Los humildes son los primeros en admitir que cada cual haga su oficio.
—La Iglesia es una vieja señora en marcha desde hace veinte siglos y que debe marchar hasta que los siglos terminen. Desconfía de los exaltados, de los oradores callejeros, de los inventores de elixires rejuvenecedores. Está demasiado cargada de paramentos y reliquias para bailar el Ça ira. Está cubierta de joyas, como nuestras Vírgenes, y estas joyas suponen con frecuencia sacrificios de pobres. No es una frase hueca decir que la riqueza de la Iglesia es el patrimonio de esa gente humilde. Se dice que la aman por su caridad, pero la aman sobre todo porque constituye su única riqueza. ¡Qué locura es querer despojarla de cuanto constituye su prestigio!. Para el pueblo no habrá nunca prueba tan hermosa de la existencia de Dios como la mitra de un obispo.\1.