El coche subía por la cuesta del Celio, pero no era para ir a San Gregorio; pasó bajo los arcos de ladrillos que sostienen la bella iglesia de los Santos Juan y Pablo, cuyo rosado ábside, adornado con columnillas blancas, se recortaba entre los pinos. Su Eminencia iba a dar su paseo cotidiano, enfrascado en la lectura del breviario, y el abate lo acompañaba.
El convento de los pasionistas, inmediato a esta iglesia, poseía el más vasto jardín particular de Roma y tres o cuatro cardenales se dedicaban diariamente en él a los mismos ejercicios, en la medida en que el tiempo lo permitía. Otros preferían la villa Doria Pamphili, más distante. Los nobles ancianos protegían así una salud útil para el bien de la Iglesia, con el mismo Santo Padre, que se paseaba a hora fija por los jardines del Vaticano.
El abate preguntó por qué los cardenales no iban a leer sus breviarios a estos jardines.
—Porque, dolce figlio, están por las mañanas en sus congregaciones y los jardines del Vaticano se cierran por las tardes. El Santo Padre quiere estar solo en ellos.
—Pero los cardenales, Eminencia…
—Los cardenales son tratados como los demás. Nadie tiene derecho a asomar las narices en esos momentos; en el palacio del gobernador, las cortinas deben estar corridas y las ventanas cerradas. Los guardias se esconden entre el follaje. Quien ha instaurado este régimen es mi colega el cardenal Canali, presidente de la comisión pontificia para la Ciudad del Vaticano. Obsesionado por el miedo a un atentado, ha hecho de esta ciudad una Bastilla; cuenta con más policías que habitantes. Es la única capital del mundo donde el cuerpo diplomático acreditado no tiene entrada libre, y lo inaudito es que el cardenal somete a la misma inquisición a ciertas embajadas extranjeras cuando las honra con su presencia: multiplica el número de sus sabuesos para que exploren rincones y escondites y den una batida, si hay un jardín. Se diría que desea justificar su título cardenalicio de San Nicolás de la Prisión y sus funciones de gran penitenciario.
—Tal vez se siente obsesionado por los recuerdos de la revolución de 1848, cuando otro Canali, vicegerente de Roma, tuvo que defender los tesoros de la Iglesia, mientras Pío IX permanecía refugiado en Gaeta. Los miembros del Sacro Colegio se habían eclipsado, uno de ellos disfrazado de cazador, el otro de vaquero de la Sabina, dos más de saltimbanquis. Como hay hoy menos seguridades de que el Santo Padre pueda llegar a Gaeta o siquiera al castillo de San Ángel, refugio de los papas en la Edad Media, el cardenal Canali ha hecho excavar refugios inexpugnables. El mundo católico puede dormir en paz. No puede hacer lo propio el Santo Padre. Su existencia se ha convertido en una pesadilla a causa de todas estas precauciones. Desde que los años y los achaques le impiden calmar sus nervios en el caballete instalado en su sala de baño, vive como un alucinado entre la exaltación y el espanto. Tiene deseos locos de mostrarse a las multitudes y un miedo cerval de dejar entre ellas sus mulas. Estuvo a punto de desmayarse el verano último por haberse encontrado durante su paseo con un perro.
—Se habla mucho del progreso del comunismo en Italia. ¿Es eso lo que hace temer por el Santo Padre?.
—Es triste que ese progreso se deba a nuestra preponderancia; Italia no ha hecho todavía su revolución liberal y todo el peso de la nación va a los dos extremos. Cuando conozcas mejor las cosas italianas, verás que las llaves de San Pedro son las llaves de todo: lo mismo del bien que del mal. ¡Felices los países en los que la Iglesia ha hallado su justo lugar!. ¡Y más feliz todavía la Iglesia cuando sabe conservarlo!. Yo dije un día al papa que deberíamos levantar una estatua a vuestro menudo Monsieur Combes, quien, al separar la Iglesia del Estado, salvó lo que quedaba de religión en el país de Voltaire. Si el Vaticano no se mezclara en todo en Italia, viviría más tranquilo y el papa no tendría una voz llorosa al hablar a los embajadores extranjeros de los avances que hace aquí el comunismo.
El titular de los Santos Juan y Pablo era el cardenal Spellman; había sucedido en este título a Pío XII. Había realizado importantes trabajos para devolver a la iglesia sus líneas primitivas y despejar las arcadas del templo de Claudio, próximo al campanil. El abate preguntó a Su Eminencia si era verdad que había sido boxeador.
—Es difícil saber lo que ha sido un norteamericano. Es indudable que el arzobispo de Nueva York recurre con frecuencia a procedimientos que recuerdan el ring, pero es lo que necesitan los pueblos de América. Anda por el mundo, para bendecir a los ejércitos norteamericanos y predicar combinaciones políticas. Es en ese terreno el más poderoso agente de propaganda del Gobierno de los Estados Unidos. Es el presidente del consejo de administración del trust «Dios», que tiene en adelante mayoría norteamericana. ¿No sabes que un sello postal reciente de los Estados Unidos lleva esta admirable leyenda: «We trust in God?». El cardenal Spellman convirtió a los norteamericanos al catolicismo haciendo rezar el rosario en la televisión, organizando misas en un submarino que batió la marca de inmersión o en la estratosfera, desfilando en medio de los pieles rojas católicos o de los caballeros de Colón, caballeros sin caballería no menos empenachados. Para mostrar hasta dónde puede llegar su industria, ha fundado inclusive una asociación norteamericana, de Caballeros de Malta. Es negociante prodigioso, en no menor medida que prodigioso pastor de almas. Sus compatriotas le llaman «el futuro papa». Nosotros le llamamos «el papa norteamericano», porque lo es ya. Es él quien fleta hacia el Tíber los nuevos galeones; los de antes permitieron dorar el techo de Santa María la Mayor; los suyos han dorado de nuevo a la Santa Iglesia Romana por completo.
El jardín de los pasionistas dominaba el más bello distrito de la ciudad: a la izquierda, el Palatino y el Fofo; enfrente, el Coliseo; a la derecha, el follaje de la villa Celimontana y, a lo lejos, los montes Albanos. Las Eminencias peripatéticas habían adoptado una alameda bordeada de carrascas y pedestales. El abate se entretenía viendo cruzar entre los árboles los rojos solideos o los capelos negros de rojas borlas, las sotanas negras con rojas fajas y los breviarios de cuero rojo. Le agradaba comprobar que su cardenal aventajaba a los demás en todo: el prefecto de Ritos era más distinguido que el cardenal arzobispo de San Pedro, más recoleto que el cardenal vicario, más sabio que el cardenal prefecto de seminarios y estudios, cuyos errores señalaba, y más precioso para la Iglesia con sti amplitud de miras que el cardenal secretario del Santo Oficio.
En una pista de tenis que estaba en el otro extremo del jardín, los jóvenes pasionistas tomaban sus recreos, y sus gritos atravesaban los rezos de los venerables paseantes. La sencillez romana hacía que los muchachos no se cohibieran por la vecindad de algunos cardenales y que éstos no pensaran en decirles que se reprimieran. El abate juzgaba indiscreto participar en los juegos mientras su jefe estaba en oración. Pero no tenía que imitar a los secretarios de los otros cardenales, secretarios que, en una alameda inmediata, rezaban igualmente sus oficios; como no era todavía subdiácono, no estaba obligado a estos rezos. Y en cuanto a reemplazar el breviario por Horacio, lo juzgaba tan indiscreto como jugar al tenis.
Iba, pues, a hojear libros piadosos en la biblioteca del convento o a explorar, en la cripta del convento, la casa romana de los Santos Juan y Pablo. Los muros estaban decorados por frescos y el cardenal había contado al joven su divertido descubrimiento. El pasionista que dirigía los trabajos tropezó primeramente con las pinturas que representaban símbolos y escenas cristianos y se enternecía con los Santos Juan y Pablo, cortesanos de Juliano el Apóstata, a quienes éste hizo cortar la cabeza. En otra sala un friso de efebos inquietó un tanto al pasionista, pero decidió que eran ángeles y, como los ángeles no tienen sexo, corrigió el error del artista. En una tercera sala, unas bailarinas con coronas en las manos le parecieron la imagen del cristiano que conquista la corona, según San Pablo. Más lejos, una mujer desnuda sentada a la orilla del mar con una matrona, delante de un desnudo joven, en medio de desnudos chiquillos, lo dejó más perplejo. La iconografía cristiana no proporcionaba solución alguna y el pasionista tuvo que pensar en Tetis y Peleo, Baco y Ariadna u otros horrores. Finalmente, más lejos todavía, una tela le cayó sobre la cabeza: tenía pintado el símbolo de Príapo y tuvo que convenir que los dos gloriosos santos, cortesanos de Juliano el Apóstata, habían sido, en materia de religión, más tolerantes que su emperador.
Los pasionistas, que tenían nombres extraños —el padre Euticio de la Santa Lanza, el padre Onésimo del Santo Costado, el padre Remigio de la Medalla Milagrosa—, se jactaban del nuevo convento que acababan de construir cerca del antiguo.
—¿Son ustedes tantos?. —preguntó el abate al padre Euticio de la Santa Lanza.
—Unos cien.
—¿Y cuántas celdas tenían ustedes en el convento antiguo?.
—Aproximadamente el doble. San Pablo de la Cruz, nuestro ilustre fundador, veía las cosas a lo grande.
—¿Y cuántas celdas hay en el nuevo convento?.
—Poco más o menos otras tantas.
—¿Cuántos son ustedes en Italia?.
—No llegamos a dos mil, pero dirigimos siete revistas, incluido el Eco de San Gabriel de la Virgen de los Siete Dolores, que tira cuarenta mil ejemplares. San Gabriel es nuestro joven santo, muy popular, el «lirio de los Abrazos». Tenemos también a Santa Goretti, la santa de la pureza, canonizada hace tres años en la Plaza de San Pedro, la primera canonización al aire libre.
—¿Cómo se relaciona esta niña con su orden?.
—Había frecuentado una de nuestras iglesias. Nos ha resultado cara, pero nos devuelve ciento por uno.
Tenemos finalmente la Scala Santa, por la que ¡solamente se sube de rodillas: es una fuente inagotable de caridades y gracias!.
—¿Por qué, con esos medios, no son más nutridas sus falanges?.
—Esperamos reclutas de los Estados Unidos. Contamos con la propaganda del cardenal Spellman. Desde luego, es él quien ha pagado el nuevo convento. Más de doscientos millones de liras, nada menos, pero bien empleados. Hay todas las comodidades imaginables. Pueden venir sin miedo los norteamericanos.
—¿No tienen ya un inmenso colegio religioso en el Janículo?.
—Nunca tendrán bastantes. Ése ha costado cuatro millones de dólares y acaba de ser inaugurado por el papa en persona. Es algo consolador ver todos esos colegios religiosos y conventos que se están construyendo en Roma. Sólo sobre la colina de la Virgen del Reposo, que debía llamarse la Virgen del Trabajo —está al lado del Vaticano—, se han erigido unos treinta desde la guerra. No contienen todavía a mucha gente, pero fiemos en la Providencia y no tardarán en llenarse.
El abate dio cuenta de esta conversación al cardenal.
—¡Dios quiera que el padre Euticio de la Santa Lanza no resulte un profeta demasiado bueno!. La Iglesia ha sido siempre una gran constructora y, gracias a ella, los Estados modernos han podido alojar a buena parte de sus servicios, pero mucho me temo que esté construyendo ahora para el prójimo más que en cualquier otra época. El papa se felicitó delante de mí de que Roma tuviera así una «cintura azul», del mismo modo que París tiene una «cintura roja» que no es cardenalicia. Yo le dije que el azul se tiñe de rajo muy fácilmente. Pero no podía decirle que, entretanto, esta «cintura azul» será una «cintura de oro» para su gran protegido, que es arquitecto.
—Sería una historia muy curiosa la de esta amistad y esta protección, que han permitido crear, al mismo tiempo que innumerables conventos, una de las más grandes fortunas de Italia. Los que no han visto nunca al papa y a su protegido creen que son amigos de infancia, cuando el primero puede ser el padre del segundo. Se conocieron en casa de una riquísima duquesa norteamericana; el futuro papa era cardenal y el futuro conde hacía sus cálculos. Fueron calificadas de parlantes las armas que adoptó cuando Pío XII hizo que el rey lo ennobleciera: una nave viento en popa con velas marcadas con una cruz. Su divisa, Con remos y velas, anunciaba que había en la barca de San Pedro, al lado del vicario de Cristo, un intrépido navegante.