V

Los sentidos del joven francés se habían calmado milagrosamente desde que estaba en Roma. La libertad de espíritu del cardenal disipaba las obsesiones que habían provocado los acosos del superior de Ver-salles. Daba al abate la ilusión de que era libre, como la luz de Roma bastaba para que sintiera la ilusión de que era puro. Cuando iba a la gregoriana o volvía de ella, se cruzaba a veces con los seminaristas franceses de la calle Santa Clara, que iban y volvían en fila, escoltados por un espiritino. La vecindad del seminario y del palacio Belloro hacía todavía más agudo el contraste entre la existencia de estos jóvenes y la propia. Los espiritinos, a pesar de un nombre que los relacionaba con el Espíritu Santo, se dedicaban ante todo a deshacer las intrigas de los sulpicianos. Estos últimos, emboscados en San Luis de los Franceses, acechaban las debilidades de sus rivales para apoderarse del lugar. Por ello los espiritinos, al tanto de que el menor escándalo les sería fatal, trataban a sus alumnos con rigor. Lo más que les permitían era detenerse delante de los escaparates del sastre religioso, proveedor de Su Santidad, que ocupaba el piso bajo del seminario. La vista de un solideo morado o rojo y hasta de un solideo blanco era para estos jóvenes, allí, en el umbral de su prisión, un estímulo para soportar su mal con paciencia.

La Iglesia de San Agustín, título del cardenal Bello-ro, estaba cerca de San Luis de los Franceses. El cardenal no iba allí casi nunca, para librarse del ceremonial. Pero quiso conducir al lugar a su querido abate.

—Como ves, tengo relaciones distantes con Francia —le dijo, mostrándole la inscripción de la magnífica fachada.

Llevaba el nombre del cardenal d’Estouteville, legado de Carlos VIII.

—Lo curioso es que también tengo que ver con este personaje por Frascati, que le debe su palacio episcopal. Ha dejado en Italia dos monumentos y dos bastardos. ¡Paz para su alma!. Los cardenales de hoy no tienen ya bastardos, pero tampoco levantan palacios ni iglesias, por lo menos con su propio dinero.

Mostró luego los dos pendones en que estaban pintadas sus armas y las del papa:

—Mi laurel se está desdorando y justifica mi divisa familiar: «Siempre lozano, no siempre dorado».

—Vuestra Eminencia confirma lo primero y desmiente lo segundo —dijo el abate con obsequiosidad—. Pero es una lástima que esa hermosa divisa no figure bajo el blasón.

—La regla, hijo mío, es que las armas de los cardenales no tengan divisas. Eso no impide que casi todos los cardenales carentes de armas adopten una divisa al adoptar un blasón. ¡Y qué blasones!. Los cardenales norteamericanos despliegan en los suyos todas las hierbas de San Juan. Tu compatriota el cardenal Tisserant, decano del Sacro Colegio, enarbola la cruz, la luna y la Biblia, acompañadas de una pieza honorable en la que unos ven la lanzadera del tejedor, evocación del apellido, y otros una jeringa de veterinario, que recordaría la profesión paterna. Yo supongo que los príncipes romanos y los marqueses de baldaquino que forman la comisión heráldica de la corte pontificia se duermen durante las sesiones. De otro modo, no hubieran dejado al mismísimo papa colocar en sus armas una pradera sobre el mar, aunque sea para hacer posar mejor a la paloma de la paz.

El interior de la iglesia, modificado en el siglo XVIII, no respondía a la austera grandeza del frontispicio, pero impresionaba bien por las dimensiones y la claridad. Los bustos barrocos que adornaban las sepulturas formaban a ambos lados una especie de galería. Algunas capillas poseían preciosas pinturas y la nave central se enorgullecía inclusive con un fresco de Rafael, pero la piedad popular se concentraba en una estatua de mármol colocada a la entrada: la Virgen del Parto. Estaba cubierta de joyas, iluminada por los cirios, rodeada de flores. Su triunfo era muy natural en el país de las familias con muchos hijos.

—Los jesuitas están relacionados con los barrenderos —dijo el cardenal—, pero yo lo estoy con las esposas y las madres cristianas. Hay otra razón para que esa Virgen haya elegido esta iglesia: el sarcófago que está allí, en ia capilla a la izquierda del altar, guarda los restos de Santa Mónica.

El abate preguntó dónde estaban los de San Agustín.

—Están en Pavía, en una tumba soberbia, pero, cuando fue abierta a fines del siglo xvn, la autenticidad del contenido pareció sospechosa en extremo. A la Iglesia le gusta hacer de cuando en cuando lo que llama un «reconocimiento de las reliquias»; quiere así fomentar la piedad, reanimar un culto, y esto le juega a veces una mala pasada. Tal fue el caso para el hijo de Santa Mónica. Se originó una controversia que duró casi cincuenta años. Tal vez duraría todavía si el papa Benedicto XIII no la hubiera terminado con una bula prohibiendo que se volviera a hablar del asunto. Pero no por ello se alteró el resultado: todas las reliquias de San Agustín son sospechosas, ya que provienen de la misma fuente, y esto no debe sorprenderte, porque ese gran santo tuvo que ver con todas las herejías. Como yo batallo contra las reliquias dudosas, con el mismo vigor con que el cardenal Baronio batallaba antes contra los santos dudosos, prohibí un dedo de San Agustín que todavía se exhibía en esta iglesia.

En las caídas del arco triunfal, los retratos del papa y del cardenal parecían ilustrar los dos blasones de la fachada. A la derecha del altar mayor, unos frescos que representaban milagros eran la gala de la capilla de San Nicolás de Tolentino.

—Hay que acostumbrarse a los milagros cuando se pertenece a la Congregación de Ritos —dijo el cardenal—, pero los de antaño empequeñecen a ios de hoy. Es un poco lo que dicen de los obispos en los cursos de teología: son los sucesores de los apóstoles, pero sin haber heredado el don de lenguas, el don de inspiración y el don de los milagros. He aquí uno de los más notables de San Nicolás de Tolentino. Era en España, durante una procesión: los agustinos transportaban la estatua de ese santo, que pertenecía a su orden, y se encontraron con los franciscanos, que transportaban el crucifijo. Y se vio, ¡oh estupor!, que la estatua se arrodillaba y que el crucifijo le tendía los brazos. Agustinos y capuchinos emprendieron de nuevo la marcha inundados de júbilo, los unos con una estatua milagrosa y los otros con un milagroso crucifijo. Lamento que no se haya representado aquí otro milagro que el mismo santo obró en una posada. Le sirvieron una perdiz asada, a pesar de que era día de ayuno. Escandalizado, hizo la señal de la cruz sobre la perdiz, que, inmediatamente, recuperó sus alas y salió volando.

—¡Hubiera podido transformarla en carpa! —comentó el abate.

La iglesia estaba atendida por los dignos hermanos del gran taumaturgo que no podía compararse todavía con el padre Cappello. Bautizados oficialmente como ermitaños de San Agustín, habían renunciado al parecer a sus ermitas. Bajitos, rechonchos, tres o cuatro de ellos habían acudido a besar la mano del ilustre visitante y lo seguían ahora a respetuosa distancia, enfundados en sus sotanas negras con capucha. Se mostraron confundidos cuando el cardenal entró en la vasta sacristía, donde había olor de guiso. El visitante indagó cómo iban las reparaciones en curso, se enteró de que las limosnas seguían siendo satisfactorias, dio su autorización para que la Virgen del Parto fuera honrada con nuevas iluminaciones, fue a recitar una oración delante del sarcófago de Santa Mónica y se retiró.

—Se me ha olvidado mostrarte —dijo al abate—, las reliquias de San Trifón y Santa Ninfa, que interesan muchísimo a nuestro capellán.

—Nunca me consolaré —dijo el abate—, de que San Agustín, por el que siento una tierna admiración, no haya tenido más suerte con sus reliquias.

—Si esto puede servirte de consuelo, hijo mío, sabe que Santo Tomás de Aquino no tuvo suerte mejor con las suyas. Murió entre los cistercienses de Fossa-nova, cuando se dirigía de Nápoles al concilio de Lyon. Los dominicanos reclamaron el cuerpo de su gran hombre, pero los cistercienses se empeñaron en guardarlo. Después de un siglo de disputas, el papa Urbano V decidió que el cuerpo fuera entregado a los dominicos y transportado a Toulouse. Pero los cistercienses de Fossanova habían tomado sus precauciones. Habían cortado la cabeza al doctor angélico para conservarla aparte y habían hecho hervir lo demás para sacar la grasa, que todavía muestran en dos bombonas. Sólo entregaron huesos desgrasados y una cabeza apócrifa, y esto hace que el cuerpo del «buey de Sicilia» esté en Italia en la parte soluble y en Francia en su parte sólida, con sendas cabezas en los dos países. Pero ¿hay alguna orden que no tenga un secreto de esta clase?. Los franciscanos de Asís siguen discutiendo si el corazón de San Francisco está en su iglesia titular o en la iglesia de la Porciúncula.

—¿Pero cómo, Eminencia, la ciencia actual no consigue poner fin a discusiones semejantes?.

—Es impotente ante el fenómeno de la ubicuidad. Autenticar las reliquias, honor que mi congregación comparte con la vicaría de Roma y la sacristía del Santo Padre, significa verificar sellos y etiquetas. Nuestra competencia no va más allá. ¡Qué feliz fue Santa Elena, que pudo distinguir la vera cruz de las de los dos ladrones gracias a un muerto que sólo resucitó en la auténtica!. Si fueran retirados de sus relicarios el brazo de San Bartolomé y el brazo de San Blas, que están en la iglesia de los Santos Apóstoles, es muy posible que yo mismo los confundiera. El brazo de Santiago el menor, que está también en esa iglesia, muy orgullosa de sus tres brazos, se parece mucho al de Santiago el mayor, que está en San Crisógono. El brazo de San Pedro Crisólogo en Santa María Traspontina, el brazo de San Espiridión en Santa María de Vallicelle, el brazo de Santa Bárbara en Santa María del Alma, el brazo de San Aurelio en Santa María la Mayor y el brazo de San Gregorio el Grande en San Gregorio Celio no se parecen menos a los seis brazos de santos jesuitas que constituyen el orgullo de la iglesia de Jesús, aunque yo sospecho que los brazos de los santos jesuitas son más largos. Pero hay que respetar todos esos brazos, especialmente los últimos: son ellos los que sostienen a la Iglesia.

—Hubo un tiempo en que, demasiado numerosos, amenazaban, al contrario, con ahogarla en el abrazo de un Briareo titánico. San Andrés tenía hasta diecisiete brazos, San Esteban trece, San Felipe una docena, San Vicente y Santa Teresa sendas decenas. Durante las guerras de religión o la revolución francesa fueron destruidas muchas reliquias extravagantes, y es así como desaparecieron un estornudo del Espíritu Santo, un suspiro que lanzó San José al aserrar madera, las espinas de los pescados multiplicados por Jesucristo, la cola de su asno, los rayos de la estrella de los reyes magos, una pluma del ángel Gabriel y el cirio de Arrás, que ardía sin jamás consumirse. Existen todavía en Italia reliquias igualmente curiosas, pero es inútil que pidas a nuestros vecinos los dominicos de Minerva que te muestren las cenizas de Abraham o la leche de la Virgen, a los servitas de San Marcelo los cuernos de Moisés o los pañales del Niño Jesús, a los canónigos de San Juan de Letrán la vara de Aarón o la columna sobre la que cantó el gallo de San Pedro. Comenzó a hacerse sentir el progreso de las luces: San Juan Bautista tiene sesenta dedos, pero tenía más que un polipero; Santa Juliana tiene cuarenta cabezas, pero tenía más que la hidra de Lerna; Santa Ágata tiene cinco pechos, pero tenía casi tantos como la Diana de Éfeso. Unos cuantos siglos más y los santos tendrán una sola cabeza, dos manos y dos brazos como todo el mundo.

—Eminencia, ¿es que los romanos no veneraban el bastón de Rómulo, los restos de Numa y varias tumbas de Eneas?. ¿Y los griegos dos cabezas de Orfeo, la cáscara del huevo de Leda, un mechón de la cabellera de la Medusa y las sandalias de Elena?.

—Tenemos en la Scala Santa las de Jesucristo, pero, menos afortunados que los romanos con Eneas, no tenemos la seguridad de poseer la tumba de San Pedro.

—¡Cómo!. ¡Eminencia…!.

—Suponemos que la tenemos y eso basta, desde luego. La leyenda tal vez valía más. Según ella, Clemente VIII y el santo cardenal Belarmino la habían divisado por un agujero que hicieron tapar inmediatamente. El descubrimiento que Pío XII ha anunciado con bombos y platillos para la clausura del Año Santo es más el del agujero que el de la sepultura.

—Entonces, la cabeza de San Pedro, que está en el Letrán con la de San Pablo, ¿fue preservada por milagro?.

—Naturalmente, pero esperemos que no se hayan equivocado de etiqueta durante las tribulaciones de los siglos. ¡Cuántas veces fueron robados sus relicarios!. No hemos tenido guerras de religión, pero hemos tenido las visitas de muchos coleccionistas, desde los lansquenetes hasta los sans-culottes, Acepto que muchas veces sólo se llevaron los relicarios, pero todo esto ha provocado cierto desorden en las reliquias.

—Lo que se sabe menos es lo que pasó al día siguiente de la toma de Roma en 1870. Como fueron secularizados muchos conventos, las autoridades italianas hicieron dispersar en ventas públicas sus relicarios, arrebañados todos ellos por judíos hábiles. Las piezas más hermosas fueron a los museos extranjeros; la Santa Sede, que siempre llega tarde, trató de salvar las demás. La Congregación de Ritos, la custodia de la vicaría y la sacristía del Santo Padre se encargaron de recuperarlas poco a poco. Pero al cabo de algunos años, asombrados de que tenían que seguir comprando, el prefecto de Ritos, el custodio de la vicaría y el sacristán del Santo Padre hicieron sus cuentas: advirtieron que habían vuelto a comprar diez veces más reliquias que las vendidas. Los judíos habían encargado copias de los sellos de los antiguos prefectos, custodios y sacristanes y organizado una fábrica de falsos relicarios que, abastecida por los de un cementerio abandonado, hubiera podido renovar toda la provisión de reliquias de la Iglesia universal. Si adviertes que ya en la Edad Media había falsificadores de reliquias y que en tiempos de los merovingios se enterraban con los muertos huesos de animales, comprenderás que tengamos hoy algunas dificultades para orientarnos en este campo de Agramante, donde una gata no reconocería a sus crías.