A las nueve de cada mañana el abate estaba en los bancos de la Universidad Gregoriana. Ésta pertenecía a los jesuitas y el hecho de que el cardenal hubiera sido su discípulo constituía una razón más para que el abate se alegrara de tenerlos finalmente como maestros. La ilustre compañía había desplegado allí su gusto por la magnificencia. En todas partes brillaban los mármoles y los cristales; el aula magna, con casi mil plazas, se parecía muy poco a las oscuras salas donde el joven francés había gemido bajo el yugo de los señores de San Sulpicio. Sin duda, los argentinos no se interesaban únicamente por el Panteón, pues una placa conmemoraba en esta aula el nombre de una generosa argentina.
Estaban representados allí todos los seminarios extranjeros de Roma, con los colores que los diferenciaban con brillantez. Junto a sotanas rojas que no eran llevadas por cardenales, había sotanas moradas que no eran llevadas por obispos y sotanas azules que recordaban a las hijas de María; por otra parte, la mayoría de las sotanas negras lucían fajas multicolores. Este conjunto se adornaba en algunos sitios con el hábito castaño de un capuchino en embrión y el hábito blanco de un joven dominicano arisco, quienes estimaban sin duda insuficientes las lecciones de la facultad antonina o del ateneo angélico. La primacía de los jesuitas se había impuesto hasta en el seminario francés, que les enviaba sus pensionistas. En cambio, Francia proporcionaba algunos profesores y no de los menores, si bien se decía que eran el blanco de los celos. Nadie había olvidado la desgracia del cardenal Billot, lumbrera de esta universidad, quien había tenido que dimitir como profesor y cardenal por su fidelidad a la «Acción Francesa». El abate cuidó de no relacionarse con nadie; sabía que su cardenal apreciaría mucho esta reserva, como garantía de discreción y prueba de adhesión y afecto.
Se felicitó de su «sólida cultura latina», pues los cursos se hacían en latín. La universidad tenía hasta una cátedra de latín moderno. La creación de esta cátedra se debía a un monseñor del Vaticano, latinista furibundo, secretario del papa para los breves a los príncipes. Pretendía hacer del latín una lengua viva, capaz de expresar cualquier cosa; durante la primera lección, el abate necesitó algún tiempo para comprender que, al hablar de clipeis ardentibus, se estaba hablando de platos voladores, pero pronto participó en un debate público en frases ciceronianas sobre la ascensión al Everest.
Sin embargo, una sombra velaba a veces la mirada de los maestros. Hacía poco más de un año se había producido un nuevo escándalo entre ellos: uno de sus colegas había cambiado el Evangelio de Jesucristo por el de Carlos Marx, y los padres, después de haber intentado vanamente que lo encerraran como loco, no pudieron impedir que se pasara al enemigo. Se hubieran consolado más fácilmente de esta pérdida, si no hubiese repercutido tanto afuera, y se dedicaban por todos los medios a corregir el mal efecto. Un día, el abate advirtió un aviso en el cuarto del hermano portero: «El padre Cappello hace saber que sólo recibe en San Ignacio el día tantos de tal a tal hora. Es inútil insistir en que reciba aquí o esperarlo en los pasillos o la calle». ¿Qué significaban estas consultas tan urgentes?. El abate preguntó al hermano portero si se trataba del padre Cappello, el profesor de derecho público eclesiástico. El hermano miró la sotana del abate, para ver si carecía de botones, como la de los jesuitas, y contestó con brusquedad: «Este aviso no es para los alumnos». Esto no hizo más que aumentar la curiosidad del joven.
Conocía bien la iglesia de San Ignacio. Bendecía al cielo por haber puesto en su camino, cuando iba a los jesuitas, la iglesia de su fundador. Partía siempre temprano, para detenerse al paso y decir en ella una oración. Pensaba en 6us camaradas de Versalles, cuya pureza no tenía más sostén que un vaciado de Nuestra Señora de Lourdes, mientras que la suya tenía como apoyo la sepultura de San Luis Gonzaga, protector de la pureza. Esta sepultura de lapislázuli, rodeada de bronces ricamente cincelados, era la gloria de San Ignacio y el abate no se asombraba de lo que el capellán le había dicho, de que antes había allí apariciones de ángeles. No contentos con haber procurado a la pureza un protector, los jesuitas le habían proporcionado un segundo, San Juan Berchmans, cuya sepultura también estaba aquí, y un tercero, San Estanislao Kostka, cuya tumba adornaba otra de sus iglesias. ¡Qué fácil era la pureza en Roma!.
En este atardecer, había unas veinte personas al acecho en la escalinata de la iglesia. La gruesa vendedora que estaba cerca del pórtico de los rosarios y las imágenes, señalaba las distintas calles: «Unas veces llega por aquí y otras por ahí; tan pronto toma esa calleja como pasa por detrás». La expresión afanosa de estas personas no parecía relacionarse con preocupaciones teológicas.
—¿Esperan ustedes al padre Cappello?. —preguntó el abate, que era el único de su especie.
—Desde luego —le contestaron.
—Y, ¿se puede saber por qué?.
—¿No sabe acaso que es un santo?. Hace encontrar los corazones y los objetos perdidos, hace ganar en las carreras y la lotería. Sus milagros son innumerables.
—Yo no sé si es un santo, pero es con certeza un taumaturgo —dijo un hombre de cabello gris y lentes de intelectual—. Me guía en mis trabajos científicos. —Llevó al abate aparte y añadió—: Estoy poniendo a punto un cohete para ir a la luna.
Se oyó de pronto el grito «¡Ahí está!» y el abate vio llegar con paso vivo a su venerable maestro de la gregoriana. ¿Cómo no se le había ocurrido la posibilidad de que fuera un taumaturgo este anciano ascético de ojos febriles?. Se apartó para no atraer la atención del maestro y lo siguió a distancia por la vasta nave.
Desde el fondo de la iglesia corrían en tropel, renqueantes y jadeantes, un grupo de viejas, en dirección al profesor de derecho público eclesiástico. «¡Padre, padre!», gritaban, tratando de besarle la mano. Las rechazó pidiendo silencio y se desprendió de una jovencita que trataba de besarle los pies. Los sacristanes le ayudaban a abrirse paso y avanzaba a través de la gente con los rasgos crispados y la boca desdeñosa. Parecía que había venido contra sus deseos, para cumplir una misión, para obedecer órdenes de arriba, de más arriba que el general de los jesuitas. Se arrodilló primeramente delante del altar de San Luis Gonzaga, luego delante del altar mayor y luego delante del de San Juan Berchmans. Su cortejo lo imitaba con crujidos de huesos. Luego se dirigió a la sacristía, cuya puerta se cerró apenas estuvo dentro.
—¿Ha terminado?. —preguntó el abate al fabricante del cohete interplanetario.
—No ha comenzado. El taumaturgo está descansando de su carrera. Sólo aconseja y confiesa revestido de los ornamentos sagrados, que multiplican sus poderes taumatúrgicos. No hay en Roma taumaturgo más poderoso desde el padre Spolatini, de los franciscanos de San Francisco de la Ribera, cuya alma se elevó prematuramente hacia los astros. El padre Pío, de los mínimos de San Andrés de los Zarzales, no le llega al tobillo. Veo por su acento que es usted extranjero, pero ha tenido que oír hablar de otro padre Pío, el capuchino de las Pullas, famoso «en el mundo entero por sus estigmas, que se mantiene en el aire cuando dice misa y cura a tantos enfermos que han construido un hospital junto a su convento. Pues bien, ha dicho esto: »No comprendo por qué los romanos vienen a pedirme consejos, teniendo como tienen al padre Cappello.
—Sí, exacto —exclamó una vieja en alta voz—. Nuestro Señor se me apareció en la fecha de la preciosísima sangre, y la reseña de la aparición está registrada con el número 36.380 en la vicaría. Se me volvió a aparecer el 31 de octubre, fiesta de Cristo Rey, para ordenarme que pidiera al padre Cappello la dirección del papa. «¿Qué queréis del papa?. Eso sólo me compete a mí», me dijo.
Lo que más asombraba al abate era que entre los fieles del padre Cappello no se contaban sólo iluminados, viejas y chiquillos. «Le debo mi novio», dijo una elegante joven. «Me ha hecho salir bien en los exámenes», afirmó un estudiante.
Se volvió a abrir la puerta y el padre, con una sobrepelliz y una estola morada, avanzó entre la gente. Fue hacia el altar de San Juan Berchmans, a un rincón donde se le había preparado una butaca. Era el lugar de las consultas. Unas consultas rápidas. El fiel se arrodillaba en el mármol junto al taumaturgo, a quien formulaba en un murmullo la petición. El padre escuchaba haciendo amablemente pequeñas señales de la cruz sobre el rostro del pedigüeño o sobre algún objeto que le presentaban: un libro, una carpeta, papeles, una fotografía, un bolso de mano. Decía unas cuantas palabras y esto era todo. Abreviaba, con una bendición enérgica, las exposiciones difusas, pero, aunque fueron tratados así, la visionaria y el astronauta se levantaron radiantes. Después de esto, huyendo del asalto de los entusiastas, el padre se metió en el confesonario que tenía delante. Rodeaba sus accesos un gran cuadrado de bancos, atestados de penitentes y penitentas. Una beata muy decidida cuidaba del orden.
—Estoy esperando desde las seis de la mañana —dijo una joven.
—No es verdad, signorina; está usted ahí sólo desde las tres de la tarde.
—Deberían distribuir números.
—Lo hacíamos, pero la gente los revendía.
—¿Con qué derecho las religiosas pasan delante de todo el mundo?. —preguntó una dama, señalando a dos monjas que se arrodillaban a cada lado del confesonario.
—El padre Cappello es capellán de su orden —explicó la beata.
—Razón de más para que no nos lo quiten en San Ignacio.
—Hay casos urgentes, mi buena señora.
Por la abertura de la cortinilla se veía en la penumbra al taumaturgo pegar su cabeza cana a una de las rejas y apoyar su mano en la otra, donde la otra religiosa la besaba desesperadamente. La joven que esperaba desde las seis de la mañana, como no tenía nada que besar, se puso a llorar; su vecina hizo otro tanto y pronto, de vecina en vecina, hubo diez penitentes sollozando. El abate, que había tenido en un comienzo ganas de reírse, se conmovía ahora al pensar en los secretos y ensueños que allí se maceraban.
En cambio, sintió menos emoción que embarazo al sorprender el secreto de este buen sacerdote que jugaba con las almas sencillas como hubiera jugado con los cubiletes. Después de haber distribuido en otra parte las más altas lecciones del espíritu, distribuía aquí ungüento para las quemaduras. ¿Qué sed de dominación oculta, no satisfecha en la gregoriana, apagaba entre esta pobre gente?. Era uno de los últimos teólogos que justificaban el derecho de la Iglesia de ejercer el «poder de la espada», es decir, el derecho de sancionar o de hacer sancionar el respeto de la doctrina por el empleo de la fuerza. ¿Es que esta pretensión, que olía a Edad Media, no estaba fomentada en él por las escenas en las que participaba regularmente en San Ignacio y que eran dignas de esa época?.
El abate, que iba a retirarse, se escondió detrás de un pilar. Veía a otros dos excelentes padres de la gregoriana que iban hacia el crucero. Tenían la expresión de esos celadores que espían a un grupo sospechoso en un patio de recreo, pero el grupo que acababan de vigilar sólo podía complacerlos, aunque fuera tumultuoso. Cambiaron una mirada a la vez irónica y satis fecha: las acciones de la compañía seguían manteniéndose altas.