Tiene la ventaja de que puede aplicarse al funcionario más cercano, a ti, al mismo gerente de ventas. “Una cultura lacustre, es decir, una cultura llena de lagunas.” Otra vez, como desde hace años, saco la libreta y anoto una frase supuestamente ingeniosa con la esperanza de utilizarla algún día pero con la certeza de que ese día no llegará jamás, si bien ustedes deben tranquilizarse: ésta no será la porfiada historia del escritor que no escribe.
De nuevo en el café, café de estudiantes y familias. Han llegado las consabidas señoras vestidas con esas blusas verdes, amarillas, azules, en compañía de sus niños, que ahora tragan helados ávidamente. Aquella linda señora pide también helados rosados para sus hijitos Alfonsito, Marito y Luisito, quienes cuando llegan se los untan metódicamente en la lengua, en los labios y un poco en el pelo y en las mejillas, aunque mamá se moleste y tenga que decirle al mayorcito que debe aprender a comer porque cómo todo un doctor como va a ser Alfonsito no va a saber comer y quién va a dar el ejemplo a sus hermanitos si no él.
Afuera llueve un poco. Menos. Adentro, el panorama de las mesas desocupadas me tranquiliza y me hace pensar que durante un tiempo no tendré que sentirme molesto como cuando están llenas y los mozos me miran o me parece que me miran furiosos como invitándome a pagar e irme. Otra hermosa madre, alta, se ha levantado y camina ahora decidida hasta la caja moviendo poderosamente las caderas y haciéndome imaginar su vida y su lindo cerebro vacío pero por supuesto feliz. Me resisto a la tentación de trasladarme in mente a su casa y de verla al lado de su marido, a quien tal vez ame o a quien tal vez engañe o a quien tal vez las dos cosas o a quien tal vez ninguna. El mecanismo musical hila interminables arreglos de melodías populares que jamás se interrumpen y que parecen siempre las mismas, en tanto que una vez más el doctor ha llegado y se ha sentado en cualquier mesa, al azar, sin ver a nadie, distraído o haciéndose el distraído. Tapándose la boca con la mano izquierda y la ventana izquierda de la nariz con el dedo gordo de la mano izquierda, como meditabundo, dice que sí cuando entre serio y sonriente el mozo de chaqueta blanca se acerca a él e igual que todas las tardes le pregunta que si café. Él ha discutido otra vez con su esposa y le ha dicho comprende.
—¿Por qué tengo que comprender? —dice ella—. O no puedes o no quieres, para el caso es lo mismo pero el caso es que él sí desea comprender y lucha por comprender por qué cuando puede no quiere y cuando quiere no puede, como dice sangrientamente el chiste popular referente a los jovencitos y los viejitos, sólo que él ni es ya obviamente jovencito ni todavía obviamente viejito sino que hay algo que sencillamente no comprende, ni por qué a veces lo que parece que va a ser deseo se le convierte en repugnancia o en miedo, ni por qué el psiquiatra sabio y doctoral con su corbata de moño tiene que relacionarlo todo con su madre, como si insinuara que él estuviera enamorado de ella (una viejita, ella sí) o dependiera de ella o ella lo dominara o qué, siendo que ella hace tiempo que no vive con él sino muy lejos casada con un hombre que no es su padre y probablemente ni se acuerde de él sino sólo de vez en cuando, cuando por las noches está triste u odiando a su actual marido que no le hace ningún caso y diciéndole lo diferente que pudo haber sido todo si tú fueras de otra manera, mientras enjugándose el sudor él limpia largamente hora tras hora su colección de relojes de oro que no sirven para nada porque en ese lugar no importa que el tiempo pase o sencillamente a él no le importa que pase y apenas le responde en voz baja o con un gruñido que significa que ya lo tiene cansado siempre con lo mismo y lo mismo; de manera que todo lo contrario, ella se encuentra tremendamente lejos, a lo mejor muriendo en este momento, o muerta en este momento y tal vez en este momento venga en camino el telegrama o en casa la criada esté contestando nerviosa el teléfono y diciendo que me lo dirá en cuanto llegue porque en este momento no estoy en casa ni la señora. De manera que mi madre es mi madre, no digo que no.
—¿Pero yo qué voy a hacer?
—Tenemos que hablar. Es nuestro verdadero problema y tenemos que hablar.
—Yo soy mujer.
—Tenemos que ver nuestro problema.
—Hablar no resuelve nada
dice ella levantándose, alcanzando un cigarro, encendiéndolo, sentándose de nuevo, aspirando el humo, exhalándolo azul, viendo interminablemente el techo mientras él siente que no tiene nada más que decir que lo que ya ha dicho tantas veces y una vez más decide irse a la calle, la gran acogedora liberadora. Sale. Hace frío, pero igual no necesita abrigo, camina varias cuadras hasta llegar a la avenida, ocho diez cuadras, son las once de la noche y hace frío si bien no necesita abrigo, camina varias cuadras y se siente cansado y toma un autobús que lleva al centro, en donde se baja y camina una vez más por entre advertencias de bocinas y luces de neón y de vidrieras de tiendas de zapatos, camisas, sombreros, ropa interior, zapatos, ropa interior, ropa interior, camisas, medias, ropa interior que en el cuarto del hotel una mujer se quita con indiferencia, mostrando las piernas, el vientre, los dulces senos que lo atraen dulcemente hacia sí y establecen contacto con él mientras él suavemente se reclina y establece contacto con ellos haciendo lo que tiene que hacer, con placer, empeñado en su hermoso helado rosado, mientras allá lejos alguien una vez más piensa con tristeza en él o tal vez ha muerto en ese momento o está muriendo en ese momento; o mientras fuma alguien desea estar con él mientras él llora de placer sin podérselo explicar mientras él llora con placer sin poderse explicar nada ni querer explicarse nada.