Ganar la calle

Un admirador de la poesía, residente en San Blas, me escribe, con el ánimo de que yo lo transmita a ustedes, que en las raras ocasiones en que viene a la capital suele notar que determinada calle, de muchas o pocas cuadras pero por alguna razón familiar para él, ha cambiado repentinamente de nombre, lo que a veces le acarrea más de una molestia; pero que viéndolo con calma esto no le parece tan mal puesto que se trata de una costumbre, le informan, aceptada ya por el sentir popular, que es lo que importa. De modo que en lugar de quejarse lo que más bien querría sería aportar una idea que al mismo tiempo que se atreve a considerar inédita tiene la ventaja adicional de que, como se dice, convertiría la necesidad en virtud y redundaría en beneficio de nuestra cultura general, haría crecer la responsabilidad cívica y estimularía en forma notable la actividad creadora (y aun la destructora, puesto que la vida, admite con resignación, es el resultado de las fuerzas del Bien y del Mal en perpetua pugna) de la ciudadanía; y que su proposición consiste simplemente y para abreviar en que cuando un poeta publique su primer libro de versos si el libro es bueno ipso facto se ponga su nombre quiéralo él o no a una de nuestras más hermosas y largas avenidas (siempre que no se trate de viaductos ni periféricos, que como se verá después no sólo dificultan la aplicación de su propósito sino que por lo común están muy lejos de tener que ver con nada que pueda ni remotamente traer a la memoria la más pequeña idea de poesía), con la condición de que si cada nuevo libro que publique más tarde resulta inferior al primero y, en su caso, a los posteriores, su nombre se quite a tantas cuadras como la Comisión que se crearía al efecto considerara conveniente; y si reincide, otras tantas; y así una y otra vez hasta que, de no cuidarse, al fin de su vida (entendido que por ley estaría obligado a seguir publicando dentro de determinados periodos[4]) el poeta termine por ver extinguirse su transitoria gloria de este mundo; y que si por otra parte, y en vista de que así como la negligencia acompañada de la ineptitud se hace acreedora al castigo la superación no es menos digna de premio, aparece al mismo tiempo (lo que no es raro) un libro malo de otro poeta primerizo, el nombre de éste se dé a la primera cuadra del extremo contrario de la misma avenida; y que si estimulada por este acto generoso la producción del segundo mejora en los años siguientes su nombre se adjudique a tantas cuadras como cuadras vayan siendo retiradas por el otro lado al del poeta del comienzo brillante, de manera que tanto el castigo como el premio sean lo más justos posible para ambos. Luego, en un arrebato de entusiasmo y como para robustecer sus argumentos, añade que bastaría con imaginar aunque fuera a la ligera las ventajas de este método para comprender el decidido impulso que, aplicado a otras ramas del arte y de la ciencia, imprimiría no sólo al progreso del país sino al del mundo entero, región en la que no tardaría en ser imitado sobre todo si apartándose de las banalidades de la poesía el sistema se ensayara si no con los más serios y trascendentales sí con los más urgentes problemas de la paz o la guerra; y que era de meditarse lo que sucedería si a una gran avenida londinense se le pusiera por un lado el nombre de Mahatma Gandhi en sus comienzos y por el otro el de Lawrence de Arabia en los suyos, o a una de París el de Albert Schweitzer en un extremo y el de Dwight D. Eisenhower en el opuesto y se sustrajeran y añadieran cuadras cada vez que cualquiera de ellos ganara o perdiera una batalla; pero después de reflexionarlo y pensarlo y de volverlo a reflexionar y pensar era más bien pesimista en este campo, razón por la cual preferiría que no hiciéramos caso de su divagación y que volviéramos, antes de despedirse, al terreno mucho más firme y concreto de la creación poética.