Solemnidad y excentricidad

A la memoria del Dr. All, excéntrico

No hace mucho tiempo un grupo de escritores y artistas emprendió en México una batalla contra la solemnidad, batalla que, por supuesto, como muchas batallas perdidas de ahora y de siempre, se ganó en el acto. Los que no eran solemnes (entre los cuales me coloqué aceleradamente) se reían más que nunca en todas partes señalando con el dedo cosas y personas. Los que se creían solemnes declaraban con sonrisa forzada que no lo eran, o por lo menos que sólo lo eran cuando no había que serlo. Como la ambigüedad y la hipocresía ambientes no tienen límites, pronto los primeros encontraron el modo de hacer creer a sus contrincantes que eran de su bando, en tanto que éstos hacían creer a aquellos que les habían creído, que en efecto todo era una broma, y que pertenecían al de ellos. Poco después ya nadie supo a quién representaba ni le importó. Una vez más las palabras o las definiciones ocuparon el lugar de los hechos, se olvidó la esencia de las cosas, y el estado de éstas continuó siendo el mismo. Se olvidó también que cada uno puede defender sus ideas jocosamente o con solemnidad; pero que lo importante son las ideas que se defienden (en caso de que se tenga alguna) y tal vez un poco menos el modo de hacerlo. Se afirma que Cristo nunca se rio, ni mucho menos dijo jamás un chiste. Era un gran solemne. Pero sus ideas son indestructibles o muy difíciles de destruir riéndose simplemente de ellas, quizá por el hecho de que nadie las sigue. Parece que la parte más débil de la lucha contra lo que se llamaba solemnidad fue no contar con algo mejor que ésta, como podremos ver.

Si haberla ganado demasiado pronto fue una razón para perder esta guerra, otra fue imaginar alegremente que el enemigo podía ser derrotado mediante el humorismo, que no es necesariamente lo contrario de la solemnidad. El verdadero humorista pretende hacer pensar, y a veces hasta hacer reír. Pero no se hace ilusiones y sabe que está perdido. Si cree que su causa va a triunfar deja en el acto de ser humorista. Sólo cuando pierde triunfa. La razón es por lo general de quien cree no tenerla. Pero éstas son paradojas fáciles.

Bien. Ya se sabe que si uno repite rápidamente y muchas veces una palabra ésta termina por perder su sentido. Quizá sea esto lo que pasó con el tal concepto de solemnidad. Ahora veo que lo que en realidad se estaba combatiendo era la “falsa” solemnidad que, como todo lo falso, es casi sin duda imperecedera y representa la conformidad con lo establecido, el temor al ridículo, el rechazo de lo que no se conoce, el acatamiento respetuoso de las costumbres, el afán de seguridad, la falta de imaginación.

¿Qué es, pues, planteado de este modo, ser un “falso” solemne? Hay actos solemnes. Comportarse solemnemente sin estar presidiendo un acto solemne no es ser solemne. Es ser tonto. Si te preguntan la hora y contestas con solemnidad que las tres y cuarto (y son las tres y cuarto) no eres solemne. Eres tonto. Pero no es necesario exagerar. Si caminas con solemnidad sin encabezar una procesión del Santo Entierro probablemente eres solemne; pero bien pudiera ser que al mismo tiempo fueras pensando en un buen argumento contra la falsa solemnidad. No hay que fiarse de las apariencias. Como dijo Batres Montúfar:

Si sumerjo en un líquido una caña

y la miro quebrada desde afuera,

entonces digo que la vista engaña

porque sé que la caña estaba entera.

Y para entrar de una vez en el otro extremo del título, yo creo que una actitud válida contra la falsa solemnidad y la tontería no es el simple humorismo sino que, podría ser la excentricidad en todos sus grados, la excentricidad que suele ser solemne y sublime. Anoten, por ejemplo: en el prólogo a los Primeros libros proféticos de William Blake (UNAM, 1961) Agustí Bartra registra que el primer biógrafo del poeta cuenta lo siguiente: “Butt, al visitar un día a los Blake, encontró a los esposos sentados en un pequeño pabellón que se levantaba a un extremo de su jardín y completamente despojados de esos molestos disfraces que han estado de moda desde la Caída. ‘¡Entre usted! —le gritó Blake—; sólo tiene ante sus ojos a Adán y Eva.’ Marido y mujer se disponían a recitar desnudos algunos pasajes del Paraíso perdido de Milton”. Habría que señalar que entre nosotros la mera lectura del Paraíso perdido sería ya bastante excentricidad.

Puestos en plan de recordar excéntricos, vean algunos casos de extravagantes ingleses que aparecieron en una revista Du de hace varios años. Tal vez se decidan ustedes a seguir su ejemplo y den así su propia batalla contra la “falsa” solemnidad:

Edward Lear, fundador del nonsense, se llamaba a sí mismo Lord Procurador de Galimatías y Absurdos, Grande y Magnífico Asno Peripatético y Luminaria Productora de Tonterías. Nació en 1812, el menor de veintiún hermanos. La base de sus disparatadas composiciones consistía en jugar con las palabras y la ortografía inglesas. Lo fascinaban las más fantásticas extravagancias del ingenio verbal, especialmente las combinaciones de sonido y sentido. Sin embargo, aparte de su valor como diversión, todo este absurdo literario representaba para Lear algo más profundo: constituía una válvula de escape para sus conflictos internos, provenientes de sus sufrimientos y tristezas. Por otra parte, tal vez pensaba haber creado la clase de literatura digna de la gran mayoría de los humanos que, con muy pocas excepciones (entre las cuales por supuesto se contaba él) eran todos idiotas.

Francis Henry Egerton, octavo conde de Bridgewater (1756-1829), tampoco sentía ningún amor por el prójimo; pero sí por los libros y los perros. Si alguna vez pedía prestado un libro, lo devolvía en un carruaje especial escoltado por cuatro lacayos vestidos con suntuosas libreas. Asimismo, su carruaje podía verse ocupado exclusivamente por perros calzados tan ricamente como el mismo Egerton, quien cada día usaba un nuevo par de zapatos. Su mesa estaba siempre puesta para una docena de sus perros favoritos. Los zapatos, colocados en esmeradas hileras, le servían para llevar la cuenta de su edad.

Squire Mytton (1796-1894), quien desde su juventud hasta su muerte fue la encarnación de la extravagancia y el disparate, murió por último de alcoholismo crónico, después de haber intentado llevar a su caballo por el mismo camino. En efecto, este caballo fue su más entrañable compañero de bebida, y compartió con él vaso tras vaso de oporto. En cierta ocasión Mytton prendió fuego a su camisón de dormir para curarse un ataque de hipo. Pronto se recuperó de las quemaduras, para morir luego de delirium tremens. (Seguir este ejemplo se recomienda especialmente a los “falsos” solemnes.)

Charles Waterton fue el más grande y el más genial excéntrico de todos. Era un naturalista y taxidermista de primer orden y dueño de un gran talento para subir a los árboles. En el verano pasaba la mayor parte del tiempo en las copas de los más altos de su jardín, en los que durante horas estudiaba las costumbres de los pájaros. Le encantaba rascarse la nuca con los dedos del pie derecho. Entre sus hábitos estaba el de caminar en cuatro patas debajo de la mesa cuando tenía invitados, en tanto ladraba y gruñía como un perro. Cuando decidió dedicarse al estudio de los orangutanes, se encerró a sí mismo en la jaula de un enorme representante de esta especie, a fin de cultivar una relación más estrecha. Fue un amor a primera vista. Los dos se abrazaron y besaron en un rapto de incomparable alegría. Este sabio dormía siempre en el suelo, con un pedazo de tronco por almohada. Se levantaba a las tres y media de la madrugada, permanecía una hora en la capilla de su casa y luego comenzaba su trabajo científico del día.

Johann Heinrich Füssli (1741-1825), es ejemplo del excéntrico que se deleita con todo aquello que pueda acarrearle la reputación entre el público (siempre dispuesto a creer cualquier cosa) de ser singularmente peligroso y malvado. Este hombre pequeño, de cara leonina, llevaba una vida sobria y era dueño de una energía poco común para el trabajo; pero sorprendía a sus visitas presentándose de pronto como un horrible espectro, con el canasto de costura de su esposa en la cabeza.

Volviendo a lo nuestro, quizá sólo existan, pues, dos cosas que puedan poner en ridículo a la “falsa” solemnidad (no vencerla, porque la falsa solemnidad es una tontería y ésta es invencible): la verdadera solemnidad y la excentricidad.

La Rochefoucauld definió la solemnidad como “un recurso del cuerpo para ocultar las fallas de la inteligencia”. Eso está bien. Pero no sé si a base de ser una frase solemne, como casi todo lo que este gran solemne decía.

Lo importante es no ser un falso solemne uno mismo, y dejar que los falsos solemnes se entierren entre sí, y que los que sean auténticos solemnes (“solemne”, dice la Real Academia, falsa solemne a fondo, “en su cuarta acepción significa formal, grave, firme, válido”) lo sean con valentía y verdad. Tal vez en más de alguno de ellos se esconda, sin que hasta ahora lo sepa, un excéntrico en potencia, capaz de mandarse momificar como Jeremy Bentham, cuya momia de cuerpo entero puede verse hoy en una vitrina en la Universidad de Londres; o, como añade la revista citada, el mártir Tomás Moro, quien siempre se consideró un bromista; o como Robert Burton, autor de la Anatomía de la melancolía; o como Laurence Sterne, autor del descabellado Tristram Shandy (que los falsos solemnes no se han atrevido jamás a traducir al español); o, para terminar, como John Stuart Mili, de quien son estas palabras, hoy más vigentes que nunca:

“En estos tiempos, el mero ejemplo de la inconformidad, la mera negativa a doblar la rodilla ante la costumbre, son en sí mismos un servicio. Precisamente a causa de que la tiranía de la opinión pública es tal que para ella la excentricidad es un oprobio, es deseable, para acabar con esa tiranía, que la gente sea excéntrica. La excentricidad ha abundado siempre donde y cuando ha abundado la fuerza de carácter; y la cantidad de excentricidad existente en una sociedad ha sido por lo común proporcional a la cantidad de genio, fuerza mental, y valor moral que esa sociedad contiene. Que tan pocos se atrevan hoy a ser excéntricos constituye el mayor peligro de nuestra época.”