A la memoria de los hermanos Wright
Era un poco tarde ya cuando el funcionario decidió seguir de nuevo el vuelo de la mosca. La mosca, por su parte, como sabiéndose objeto de aquella observación, se esmeró en el programado desarrollo de sus acrobacias zumbando para sus adentros, toda vez que sabía que era una mosca doméstica común y corriente y que entre muchas posibles la del zumbido no era su mejor manera de brillar, al contrario de lo que sucedía con sus evoluciones cada vez más amplias y elegantes en torno del funcionario, quien viéndolas recordaba pálida pero insistentemente y como negándoselo a sí mismo lo que él había tenido que evolucionar alrededor de otros funcionarios para llegar a su actual altura, sin hacer mucho ruido tampoco y quizá con menos gozo y más sobresaltos pero con un poquito de mayor brillo, si brillo podía llamarse sin reticencias lo que lograra alcanzar antes de y durante su ascenso a la cumbre de las oficinas públicas.
Después, venciendo el bochorno de la hora, se acercó a la ventana, la abrió con firmeza, y mediante dos o tres bruscos movimientos del brazo, el antebrazo y la mano derechos hizo salir a la mosca. Fuera, el aire tibio mecía con suavidad las copas de los árboles, en tanto que a lo lejos las últimas nubes doradas se hundían definitivamente en el fondo de la tarde.
De vuelta a su escritorio, agotado por el esfuerzo, oprimió uno de cinco o seis botones y cómodamente reclinado sobre el codo izquierdo merced al hábil mecanismo de la silla giratoria ondulatoria esperó a oír
—¿Mande licenciado?
para ordenar casi al mismo tiempo
—Que venga Carranza,
a quien pronto vio entre serio y sonriente empujando la puerta hacia dentro entrando y volviendo después la espalda delicadamente inclinado sobre el picaporte para cerrarla otra vez con el cuidado necesario a fin de que ésta no hiciera ningún ruido, salvo el mínimo e inevitable clic propio de las cerraduras cuando se cierran y girando enseguida como de costumbre para escuchar
—¿Tienes a mano la nómina C?
y responder
—No tanto como a mano, pero te la puedo traer en cinco minutos; te veo cansadón, ¿qué te pasa?
y regresar en menos de tres con una hoja más ancha que azul, sobre la que el funcionario pasó la mirada de arriba abajo sin entusiasmo para elevarla después hasta el cielo raso, como si quisiera remontarse más allá, más arriba y más lejos, e irse empequeñeciendo hasta perder su corbata y su forma cotidiana y convertirse en una manchita del tamaño de un avión lejanísimo, que es como el de una mosca, y más tarde en un punto más pequeño aún, y volverla finalmente al llamado Carranza, su amigo y colaborador, cuando éste le preguntara intrigado si había algún problema y oírse contestar
—No, dile a la señorita Esperanza que mañana va a venir la señorita Lindbergh por el asunto de la vacante, que le diga que vaya a Personal y que vea a Sarabia. Tú dile a Sarabia que digo yo que la nombre y que la comisione aquí o en donde quiera, que después le explico.