Capítulo IX

El arroz estaba casi hecho. La señora Luisa se quedó en la cocina vigilando los últimos momentos de la cocción, con miedo de que se agarrara. Estaba orgullosa de sus guisos y le hubiera dado un disgusto el que por cambiar unas palabras con Antolín la comida se hubiera estropeado. Cada grano debía estar suelto y casi seco, pero jugoso. Además, ¿por qué no dejarle solo con los chicos? Aun con la puerta cerrada, podía oír cada palabra que se hablaba en la otra habitación. La señora Luisa se sonrió amarga; no parecía que tuvieran mucho que contarse.

En la sala, los cuatro se habían sentado alrededor de la mesa ya puesta. Amelia al lado de su padre, su mano sobre la de él, los dos hermanos enfrente. La tensión interior había hecho brotar en las caras el parecido entre Antolín y Pedro, y entre Amelia y Juan, pero ninguno de ellos lo veía, Amelia dijo:

—¿Qué te parece la casa, papá?

—¿Qué voy a decir? Es sobre poco más o menos lo que me figuraba. Al fin y al cabo, hijita, me conozco muy bien el barrio. Aparte de eso, tu madre y tú tenéis la casa limpia como una taza de plata.

Era mejor y peor de lo que él se había imaginado. Le habían enseñado las alcobas: el cuchitril de Amelia con su cortina por puerta, su cama estrecha, la mesilla de noche, el crucifijo y la pililla de agua bendita. El cuarto de Luisa, también estrecho, también sin ventana, la cama y el armario pequeños, la cómoda incrustada como a la fuerza. El cuarto de los chicos, presuntuoso con su ventana y su cama de matrimonio. Había notado que Pedro tenía dos o tres trajes colgando de ganchos de alambre, y montones de camisas de colores vivos, corbatas y calcetines, todo en un estante, mientras que Juan tenía sólo un baúl cerrado con un candado. Había visto en la cocina el baño de asiento, con la pintura desconchada, el hornillo de coque raquítico y destartalado. Todas las habitaciones estaban enjalbegadas y limpísimas, pero le molestaba no haber visto en ninguna de ellas signos de una vida íntima. Esta habitación en la que estaban, comedor y sala, era la única que tenía algo de carácter, una atmósfera de pobreza decente. Las varias puertas que se abrían en ella dejaban apenas sitio para un aparejador, las sillas y las mesas de pino teñido, pero las mujeres habían intentado decorarla. Dos grabados de una revista flanqueaban la puerta que daba a la escalera. Cuando Antolín los había visto, le habían repelido. Sospechaba que los había escogido Luisa. Siempre había tenido predilección por los cromos dulzones en los aparecían niñas rubias jugando con un gatito o teniendo manojos de flores en las manitas regordetas. Las fotografías ampliadas de los padres de ella habían vuelto, encajadas en los marcos de terciopelo que él mismo había prohibido tantos años hacía. Sobre el aparador se empinaba un jarrón chino lleno de colorines, del que sobresalía un plumón de hierbas secas. Visillos rizados cubrían la parte baja de las vidrieras de las ventanas y las cortinas a ambos lados mostraban un dibujo chillón de rosas, rojo y púrpura. A Antolín le emocionaba y al mismo tiempo le irritaba el esfuerzo clarísimo de Luisa de mantener las apariencias. Nunca había coincidido con sus gustos; tampoco ahora.

Nadie le había contestado. Tras una pausa, Antolín dijo lentamente:

—Lo peor es que no tenéis mucho aire, y el poco que tenéis… Puedo oler a cebolla y ajo fritos… En fin, peores sitios he visto en los barrios bajos de Londres, y allí no tienen nuestro sol, y todo se pone mohoso con la humedad de los días.

Le hubiera gustado contarles cómo era el sótano donde había vivido y dormido durante aquellos meses difíciles en sus principios en Soho, y esperaba que ellos le preguntaran dónde y cómo había vivido en Londres, para poder explicárselo. Pero ninguno dijo nada. Pedro fue el único que replicó secamente:

—Sí, sol tenemos. Es muy sano para las chinches. Cada tres meses tenemos que enjalbegar la casa.

—Querrás decir que tengo que blanquearla yo, que si me empuerco haciéndolo no importa mucho —dijo Juan.

Pedro y Amelia comenzaron a hablar al mismo tiempo:

—Sabes, papá, los otros vecinos… —dijo Amelia.

—Sabes, papá, no tiene remedia… —dijo Pedro. Le pareció que Amelia había comenzado con más tacto que él y se calló, dejándola seguir.

—… Quiero decir que los vecinos son tan sucios y descuidados, sobre todo los de los interiores, que no hay manera de librarse de las chinches. Tienen los nidos en las paredes. Me dan un asco que me hace vomitar.

Antolín le acarició la mano:

—Yo también sé lo que es eso. Cuando era un chiquillo, vivía en una casa igual que ésta y me acuerdo aún de la pelea que mi madre tenía con los bichos.

No era ésta la contestación que Amelia había querido provocar. Miró a Pedro, pidiéndole ayuda, y éste cazó la indicación:

—Sí, para las mujeres es duro. Yo no estoy mucho en casa, casi todo el día en mis asuntos, y Juan no viene hasta muy tarde, pero Amelia tiene que aguantarse en este agujero, y también madre. Ya me he roto la cabeza muchas veces buscando…

Juan abrió la boca, pero es este momento la señora Luisa habló a través de la puerta:

—El arroz está listo. Lo voy a dejar que se repose por dos minutos, y comemos.

Dieron todos un suspiro de desahogo, Amelia y Pedro porque habían tenido miedo de una de las salidas de Juan, Juan porque se había asustado de lo que iba a decir, Antolín porque se le hacía cuesta arriba la conversación y esperaba que la comida despejara la atmósfera. Pedro se levantó y sacó de su cuarto una botella casi llena de amontillado.

—Ven, madre, y bebe antes un vasito de vino con nosotros. —Llenó cinco vasos con el vino color de topacio; y cuando apareció la señora Luisa, todos se levantaron y tomaron sus vasos. Se quedaron quietos por un momento, en un silencio difícil que cada uno esperaba que otro rompiera. Y Antolín esperaba que se produjera el milagro del cariño.

Al fin Pedro brindó:

—¡Salud y pesetas!

—Dios nos dé salud a todos —contestó Amelia con una sonrisa.

Bruscamente Juan dijo:

¡Salud! —Su tono hacía claro que su brindis no era el tradicional haciendo votos por la salud de los presentes, sino el saludo de los luchadores republicanos durante la Guerra Civil. A Antolín se le hizo un nudo en la garganta. Se volvió a su hija:

—Sí, querida, Dios nos dé salud a todos. —Pero cuando levantó su vaso, miró a Juan y repitió despacito—: ¡Salud! —Pedro miró de uno a otro con las cejas fruncidas:

—¿Tú no dices nada, mamá? —preguntó.

—Habría que decir muchas cosas —murmuró la señora Luisa. Pero levantó su vaso y tomó un sorbo de vino. Antolín vio cerca de sus ojos los dedos flacos y espatulados y sintió asco, un asco que le cortó las palabras que iba a pronunciar.

Pedro hizo un esfuerzo más para crear un ambiente de convivencia y alegría, aunque tenía que contenerse para no darle una bofetada a Juan:

—No es un mal vinillo, ¿eh, padre? Bébete otro vasito. Espero que en Inglaterra no te hayan convertido en un borrachín de cerveza. Donde esté el vino… Y, a propósito de Inglaterra, ¿tienes alguno de esos cigarrillos ingleses para nosotros?

—No empecéis a fumar ahora —dijo la señora Luisa—. Voy a traer el arroz. Siéntate, Antolín; y tú, Amelita, ven y ayúdame. ¿Dónde está el vino tinto?

Su tono corriente cambió la atmósfera. Hasta Antolín, en una reacción de sus sentimientos, se sintió agradecido. Y cuando la gran cazuela de barro apareció sobre la mesa, llena hasta el borde de arroz amarillo de azafrán, en el cual los pimientos rojos y los cangrejos de río aparecían incrustados como los radios de una rueda, se sintió conmovido de verdad. Luisa no cabía duda de que se había tomado el trabajo de hacerlo bien; y estuvo a punto de decirle que la vista del arroz le recordaba las buenas cosas de otros tiempos. Pero se conformó con decirlo de una manera indirecta:

—Es curioso, pero la comida y el olor de la comida son las cosas que le hacen a uno pensar más en casa.

Ninguno de los otros se dio cuenta de que ésta era su primera observación personal y que con ello les abría una puerta. Perdieron la ocasión y Antolín se sintió herido. Preguntó:

—Entonces, ¿aún sigue la costumbre de tener arroz el domingo?

—Sólo en días especiales, papá —contestó Amelia.

—Ahora sólo la gente rica puede permitirse ese lujo cada domingo, y los que andan en el estraperlo también, naturalmente —comentó Juan.

Pedro le dirigió una mirada asesina y dijo ligeramente:

—Sí, papá, la comida de hoy es un extraordinario y la tenemos gracias a mis relaciones. El arroz que nos dan en la ración —¡cuándo nos lo dan!— no vale la pena comprarlo. Para lo único que vale es para venderlo y que le den a uno unas perras por ello.

—A ver, déjame que entienda eso, porque de verdad quiero darme cuenta de cómo os las arregláis, y hay cosas que no veo claras. No veo por ejemplo, cómo puede vivir la gente aquí con las raciones, ni tampoco cómo pueden pagar el estraperlo. Un momento, Juan, ya sé lo que vas a decir, y he visto ya mucha gente que parece que tiene la tripa llena. Lo que quiero entender es cómo funciona esto aquí. Daros cuenta de que yo estoy acostumbrado a las raciones que en Inglaterra nos dan cada semana… Así el pan, por ejemplo, podéis comprar, ¿no?, el que os corresponde cada día.

—Sí, se puede comprar, ciento cincuenta gramos para cada uno, y sabe a porquería —dijo Juan.

—No será porque tú lo tienes que comer muy a menudo; tu hermano se encarga de que tengas pan blanco decente en casa —replicó agria la señora Luisa.

—¡Oh, sí!, es un chico muy bueno…

Antolín hizo oídos sordos y continuó:

—Igual que el pan, muchas semanas tenéis una pequeña ración de arroz, o judías, o lentejas, o algo así, ¿no?

—Sí, pero nunca sabemos cuándo, ni cuánto. La mayoría de las veces cien gramos.

—También hay cosas que os dan cada cuatro semanas o algo así, azúcar y jabón. ¿Tengo razón?

La señora Luisa contestó:

—Ahora nos dan cien gramos por cartilla, pero ¡trata de conseguir que te dure un mes! Esto es una cosa que podías habernos traído: jabón.

—Menos de cuatro onzas… —murmuró Antolín—. No me choca que la gente hable más del estraperlo que de las raciones. Pero aún hay otras cosas que no os dan más que allá de pascuas a ramos, y todo de golpe. Mi patrona me lo ha contado. Y esto es lo que menos entiendo. Una familia obrera no puede comprar toda la ración, si es una familia numerosa y de pronto les dan veinte kilos de patatas o de carbón a cada uno. No pueden tener dinero bastante, mucho menos con los jornales que ganan y si han estado defendiéndose con el estraperlo para ir comiendo. Al mismo tiempo, si cogen las raciones, tienen que ir por patatas al mercado negro, sin dinero, o pasar hambre. ¿No es así?

—Pasan hambre —dijo Juan.

—No tienen por qué pasarlo, si no son tontos —replicó Pedro.

—No todos son tan listos como tú.

La animosidad patente entre los dos hermanos obligó a Antolín a guardarse sus propios comentarios. Rápidamente dijo:

—Pedro, tú siempre has tenido buena cabeza para números (era una de las cosas, cuando eras niño, que pensaba que te iban a ayudar a hacer carrera), así que ahora me tienes que explicar este lío.

—No es ningún lío. Supongamos que los periódicos anuncian que van a repartir veinte kilos de patatas en este distrito. Supongamos una familia como la nuestra, cuatro (aunque la mayoría de las familias son mayores, ¡crían como conejos!), con una madre que tiene sentido común. Naturalmente, no puede pagar ochenta kilos de patatas de una vez. Toma dos de las cartillas de racionamiento y se va al mercado. No necesita muchas explicaciones. La mujer del estraperlo coge las dos cartillas y le dice: «No se apure, señora Pilar, otro día será, si no tiene dinero hoy. ¿Qué quiere usted? ¿Diez kilos de patatas sobre esta cartilla? Aquí están. Y un kilo de aceite. ¿Cuántas barras de pan, ha dicho?». Después corta todos los cupones de las cartillas y la señora Pilar vuelve a casa con la cesta llena, sin haber pagado un céntimo por ello. La estraperlista sabe que puede vender a buen precio las patatas.

—Sí, pero esto no le dura mucho a tu señora Pilar, y después ¿qué?

—No se ha acabado la historia aún. El día que reparten la ración, se va con las otras dos cartillas al tendero y se lleva con ella a una amiga que tenga un poco más de dinero que ella. El tendero le da a la señora Pilar sus cuarenta kilos de patatas y a él no le importa de qué bolsillo sale el dinero. La buena amiga la ayuda a llevar las patatas a casa en dos o tres viajes, y si luego resulta que está vendiendo patatas una semana después, de estraperlo, a ella no le importa; la amiga le ha dado algún dinero, al menos lo bastante para poder comprar patatas de estraperlo ella misma, el día que las necesite.

Las dos mujeres aprobaron la explicación y Juan agregó despectivo:

—Así es como funciona la cosa entre los pobres, para que engorden los tiburones.

Antolín comprobó, apenado, que el vicioso sistema formaba una parte tan integrante de sus vidas que carecía de importancia para ellos. ¿Cómo podía esperar que Pedro entendiera su opinión en contra? Porque ya no le cabía la más mínima duda de que Pedro tenía sus «negocios» en el mercado negro. Eusebio no había exagerado, como Antolín creyó en un principio; y las indirectas del padre Santiago no eran exageraciones torcidas. Lo que aún no veía era las emociones internas que Pedro ocultaba bajo su máscara de cinismo —y, seguramente, no podía serlo tanto—. En Londres le hubieran llamado spiv, pero eso no significaba nada, ni menos lo explicaba. Antolín encontraba un consuelo pequeño en el pensamiento de que el problema de una juventud podrida no se limitaba a España, ni a su familia, sino que era un problema internacional. Para no hablar, se dedicó meticulosamente a extraer la carne sonrosada de una pata de cangrejo.

La señora Luisa se lanzó con una voz chillona a un largo discurso sobre la moralidad de las mujeres que se dedicaban al estraperlo. ¡Estas zorras, yéndose a la cama con los policías a la luz del día! ¡Estas chiquillas de dieciséis años paseando con toda desvergüenza sus «tripas de preñadas» por la calle! Para una mujer decente como ella era una tortura tener que tratar con semejante canalla. No era de extrañar que los muchachos hubieran perdido la vergüenza. Cuando comenzó a explicar los riesgos que corría Amelia en aquella vecindad, Antolín la interrumpió:

—Esto me recuerda una cosa que quería preguntarle a Amelia: si no había tratado de trabajar en algo, aunque hubiera sido sólo medio día en alguna cosa ligera. No hubiera ganado mucho, pero hubiera sido una ayuda y la hubiera hecho bien el salir de casa y el tener algo que hacer.

Amelia se echó atrás en la silla, molesta por el repentino ataque.

—¡Pero, papá!, ¿cómo puedes decir eso? —Era la primera vez que él oía aquel tono chillón en ella—. ¡Yo no puedo trabajar en una tienda o en un taller como una cualquiera! Y para trabajo decente, tú sabes que yo no tengo los estudios que debería haber tenido. Todo lo que conozco se lo debo a las buenas Hermanas. Además, simplemente, no soy bastante fuerte para hacer un trabajo diario. Tú te olvidas de que no estoy buena.

—¿Qué dice el doctor?

—Yo no creo en doctores —contestó la señora Luisa—. Además la niña tiene razón en una cosa, yo misma no dejaría a mi hija trabajar entre esas golfas indecentes que una ve en la calle a la salida de los talleres.

—Mi novia es una modista —estalló Juan—, y bien decente. Trabaja para comer y ayuda a su madre; y te voy a decir que es más decente que esas señoritas que quiere imitar Amelia, ¡putillas que se van a bailar con un hábito puesto y hablan mucho de caridades, pero que me cuenten a mí las cochinadas que hacen cuando nadie las ve!

—Juan, no tienes vergüenza. ¿Cómo te atreves?

No le hizo caso:

—Y padre tiene razón. Amelia debería estar trabajando en un oficio decente y así no tendría tantas aprensiones con su salud, ni nos daría la lata para que la tratemos como una princesa.

—Tú eres un bruto, Juan. Todo el mundo sabe que estoy anémica y que tengo el pecho débil. Lo que tú quisieras es arrastrarme a tu nivel, eso, y al de la monada de tu novia…

Pedro cortó en seco:

—No te sulfures, hermanita. Cada uno su gusto, y la chiquita de Juan no está muy mal, sobre todo si la pusieran en buenas ropitas. A nosotros no nos importa de quién se ha enamorado, y en todo caso es bastante inteligente para no metérnosla en casa. —Juan gritó algo, pero Pedro siguió—: Mira, papá, lo único cierto es que Amelia estaría bien trabajando, pero esta vida no es para ella y además no está fuerte. Lo que le hace falta es una vida distinta, y el que trabajara en un taller ahogado y ganara unas pocas pesetas no iba a resolver nada. Lo que tienes que ver es que todos estamos mal situados. Ya me he roto yo los sesos pensando en ello. Lo que nos hace falta es empezar de nuevo, como Dios manda, y en esto tú nos puedes ayudar mucho, ¿no?

Los cuatro miraron a Antolín. Las dos mujeres pensando lo listo que Pedro era, Juan pensando que era un demonio.

Antolín se enfrentó con los ojos de todos ellos, un par tras otro. Pedro, Amelia, Luisa, Juan: mirada fría, mirada avarienta, mirada hostil, mirada de desafío. «Bien —pensó—, ya salió la cuestión a relucir». Bajó sus propios ojos, para que no vieran en ellos el dolor y la ira, y comenzó a recoger con el tenedor unos pocos granos de arroz dispersos en su plato. Si no hubiera vivido en Inglaterra tantos años, hubiera saltado de la silla, hubiera soltado dos puñetazos en la mesa y una blasfemia. Tal vez era lo mejor. Pero, no.

—Ya vamos a hablar de todo, Pedro. Pero, primero, vamos a acabar la comida en paz.

Sin decir una palabra, la señora Luisa se levantó y se marchó a la cocina. Antolín iba a ser mucho más difícil de lo que había esperado. Pedro, con toda su listeza, no le había tocado a fondo. Antolín era un egoísta y era ella quien tendría que tomar la voz cantante; y esto la llenó de entusiasmo. Desenvolvió el queso y las pastas que Pedro había traído; mientras, trataba de recordar las palabras que se había formulado la noche antes. Teresita había dicho que su padre quería ser bueno, pero que estaba rodeado de malos espíritus. Teresita la iba a guiar. La señora Luisa llevó el postre a la mesa, donde los otros la esperaban silenciosos, y dijo:

—Voy a hacer el café. Esperadme hasta que vuelva.

A través de la puerta entreabierta escuchaba las preguntas vacías de Antolín:

—Lo que no he visto que tengáis es un solo libro, ya supongo que habéis tenido que vender los míos, pero ¿es que no leéis nada?

—¡Ah, sí, papá! Yo leo mucho —contestó mimosa Amelia.

—Sí, lee libros de santos que le dan gusto, ¿sabes?; cómo torturaban a las virgencitas, cosas así… —¡Juan, naturalmente!

—Y tú lees folletos de la Revolución Roja que se te indigestan —Amelia volvía a vocear chillona.

Pedro con la voz suave:

—Los libros son un lujo que no nos podemos pagar. Y además, ¿para qué hacen falta? Son pesados de leer. Al menos, el cine… Se ve algo de la vida. Estás un poco atrasado, papá. Por mi parte, las historias de amor no me interesan, y lo que se podría llamar libros serios me ponen de mala uva. No puedes tragarte lo que te cuentan en ellos, o eres tonto. La vida no es así. Todos los libros son mentira y los peores, los que se empeñan en decirte que la vida significa algo.

—¡Oh, Pedro! —interrumpió Amelia—, no hables así. Tenemos que creer en algo, sería horrible si no creyéramos. Hay una vida mejor…

—Mira, eso se lo cuentas a los críos que te arrinconaron el otro día y te pellizcaron el culo. Mala suerte para ellos que no tienes mucho donde pellizcar, pero al menos saben a lo que van y lo que pueden sacar de esta vida, y qué es lo que se puede agarrar. ¡Anda, predícales que sean dulces y suaves!, ¡ilumínales con tus luces, hermanita! Ya vas a oír cosas ricas. No, papá. Nos tienes que tomar por lo que somos. Tu generación no nos ha dejado muchas cosas en que creer, ¿no es verdad? Tú crees en libros, en educación y en pamplinas; nosotros, no. No nos sirve para nada, ni te ha servido de mucho a ti. Para no hacer de tu vida el lío que has hecho.

La señora Luisa pensó que nunca había oído hablar así a Pedro. «Ahora es él el que está metiendo la pata. Debería estar yo allí, pero este café no acaba nunca de cocer».

Amelia trataba de cambiar el rumbo de la conversación:

—No escuches a Pedro, papá, ni él mismo cree lo que dice. Me hubiera gustado que hubieras traído algunos libros; me gusta mucho leer si son libros bonitos. Lo que no me gusta son cosas de horror que le ponen a una los pelos de punta, o suciedades. Lo que pasa es que en las tardes me duele tanto la espalda que me acuesto muy temprano y no puedo leer. No hay luz en el cuarto, y una vela huele muy mal y envicia el aire. Pero una vez que salgamos de este agujero, quiero leer y estudiar muchas cosas. ¿Tú crees, papá, que soy muy tonta?

—No creo que seas tonta, Amelita —dijo Antolín pesadamente—, ninguno de vosotros es tonto. No es eso.

Esta vez el silencio se prolongó hasta que Antolín ofreció cigarrillos a los tres y comenzó a burlarse de Amelia por su negativa horrorizada a aceptar uno. Cuando la señora Luisa trajo el café, la tensión se había aflojado. Pedro se sonreía amablemente, Amelia había puesto de nuevo su mano en el hombro de Antolín; Juan era el único que continuaba hosco.

—Me alegro de que hayas pensado en traer café y azúcar, Antolín. Es una ayuda muy grande. Pedro, ¿no tienes un poquito de coñac para tu padre?

Sirvió el café con una amabilidad que le valió una mirada apreciativa de Pedro. «La vieja está dando coba», se dijo a sí mismo con un poco de inquietud.

—Ahora, Antolín, quisiera preguntarte algo: ¿qué planes tienes para el futuro? Estoy segura de que ya habrás visto que las cosas no pueden continuar como hasta ahora, una vez que has vuelto. Y no creo que vayas a tratar de escaparte de tus obligaciones…

—Mamá…

—Déjame hablar, Amelia, La primera obligación de un hombre es su mujer y sus hijos.

—Pero, mamá, tú sabes muy bien que a papá le habrían fusilado si no se hubiera ido.

—Otros se han quedado y no les ha pasado nada. Aparte de eso, ¿quién le mandó meterse en cosas que no le importaban? Pero, en fin, eso es una vieja historia que no tiene ya solución. La cuestión ahora es: estás aquí, y tienes la obligación de arreglar las cosas.

—Para eso estoy aquí, Luisa, para ver qué es lo que puedo hacer.

—Y ¿qué es lo que tienes que ver? Porque la cosa es muy simple: ni tu hija ni yo podemos seguir viviendo entre estas gentes de barrio bajo. Los chicos son bastante mayores ya para buscárselas como puedan, pero somos Amelia y yo quienes pagamos el pato.

—Sí, papaíto, mamá tiene razón. —Amelia se recostó más pesadamente sobre Antolín—. Las gentes de aquí nos odian, porque saben que somos de otra clase mejor que ellos, aunque no tengamos un céntimo. Cuando vuelvo a casa del rosario, les oigo decir toda clase de porquerías detrás de mí y tengo miedo de los golfos de la vecindad. Ya has oído antes lo que Pedro contaba de ellos. Estuve mala varios días del susto. Además, no podemos decir a ninguna persona que venga a vernos, así que hemos perdido las amistades de todo el mundo. Lo primero que nos hace falta es un piso decente, como decía mamá. Y cuando lo tengamos, yo ya tengo un plan. Si tú pones algo a mi nombre (no mucho, sólo un poquito de dinero), ¡oh, papá, no pongas esa cara!, no pido mucho. ¿Sabes? Con que me dieras diez mil pesetas, tendría bastante. Tú sabes lo que pasa con nosotras, las muchachas: los hombres no las miran si no tienen un céntimo y son decentes. Pero con una dote pequeñita como la que te digo, el futuro no me da miedo. Si a nadie le gusta mi cara, estaría segura e independiente. Puedo estudiar algo, si tú quieres, y encontrar algún trabajo interesante, como tú dices, aunque no me case. Y esto no cuesta mucho, papá.

—Tú hablas como si fueras la única en el mundo —dijo rudamente la señora Luisa—. Antes de que tú pidas tu dote, tu madre tiene algunas cosas que pedir.

—¡Oh, mamá!, pero en eso yo no me meto. Desde luego la primera cosa es encontrar un piso y amueblarlo para que puedas vivir como una señora.

—¿Qué? «¡Cómo una señora!». ¿Es que acaso no lo soy?

—No te enfades, mamá. Esto es lo que quería decir, sólo que no lo has entendido. Claro que quiero que tengas lo tuyo, y quiero que papá ayude a Pedro, y a Juan también, así que no tienes por qué decir que sólo pienso en mí misma.

Antolín hizo un ligero movimiento con la mano y todos se quedaron mirándole:

—Antes de que sigáis, quiero deciros algo. Todo lo que tengo ahorrado son mil libras. No os creáis que he venido del Perú y traigo todas las riquezas del Potosí y una escuadra de galeones cargados de oro detrás de mí.

Con la excepción de Amelia, que ya había hecho sus cálculos cuando había oído esta información por primera vez, los demás se lanzaron a revolver cifras en sus cabezas. Así, fue Amelia quien rompió el silencio con una sonrisa de comprensión:

—Dinos cuánto es en pesetas, papá.

—No tanto. Varía según el cambio. Entre cincuenta y cien mil pesetas.

—¿De manera que tú tienes todo ese dinero y te atreves a estarte repantigado en la silla y preguntarnos qué puedes hacer? No sé qué llamarte, Antolín. ¿Tienes veinte mil duros y dejas a tu mujer en esta miseria? ¡Es una cochina vergüenza!

—¡Pero, entonces somos ricos, papá! —gritó Amelia con el aire de complicidad que desconcertaba a Antolín.

Pedro dijo lentamente:

—No corras, no corras, guapa. Tú y tu madre os hacéis muchas ilusiones. Mil libras no es tanto. No os voy a decir que sea nada, pero padre tiene razón. No es bastante para vivir con ello; es lo bastante para emplearlo en un buen negocio que nos dé de vivir a todos.

—Sí, ésa es mi idea, Pedro. Lo que quiero es ver qué es lo mejor que puedo hacer con mis ahorros, aquí o en Londres, o en ambos sitios, para crear un medio de vida. Naturalmente me gustaría sacaros a las dos, a ti y a Amelia, de aquí, pero primero tengo que encontrar algo que nos asegure la existencia y me dé trabajo.

Pedro se adelantó a su madre y Amelia, que se lanzaban a contestar:

—En eso te puedo ayudar, papá. Tengo algunas cosas entre manos que puedo desarrollar en algo grande si pones tú dinero en ellas. Cosas que dan dinero de verdad, como tú quieres.

Juan no había dicho una palabra por largo rato y los otros le habían olvidado, acostumbrados a sus silencios desdeñosos. Únicamente Antolín le había mirado de vez en cuando. De repente el muchacho exclamó con su voz bronca y profunda, que a veces se convertía en falsete:

—Mira, padre, no seas tonto. Guárdate tu dinero o gástatelo, pero no les dejes tocar ni un céntimo. Si pones aquí un negocio, estás perdido, tú y tu dinero. El juego del capitalismo es una porquería en todo el mundo, pero tal vez puedas jugarlo en Inglaterra con seguridad, no lo sé. Pero aquí, con estos fascistas, no puedes jugar y ganar. Como no seas un cerdo como ellos, y no creo que lo seas. Y no digo más, bastante es que tenga que escuchar aquí sentado.

—¿Escuchar qué, hermanito? —dijo Pedro suavemente.

—Mejor lo sabes que yo. Pero yo me lavo las manos en ello. No quiero nada con el dinero.

—Claro, como eres un hijo de… Stalin, el dinero te tiene sin cuidado.

Juan se echó atrás en la silla y se quedó mirando al vacío. Pedro respiró profundamente, dos veces, y miró a su padre:

—No le hagas caso. Es tan chiquillo que cree que el mundo se va a arreglar en cuanto haya un comisario en cada taller. Como iba a explicarte…

—Lo que tú quieres es que te dé los cuartos —bramó la señora Luisa.

—Cállate, mamá. Aquí nadie ha pedido dinero más que tú y mi hermana. Lo que voy a explicar es esto: tienes razón, papá, completamente. El dinero que tienes no nos lleva a ningún lado si no se emplea en algo. Yo no sé cómo andan los negocios en Inglaterra, pero sé lo que pasa aquí, y francamente, no creo que vayas a sacar nada si te lanzas tú solo. En un par de días te dejan limpio. Si uno no lo ha vivido como lo he vivido yo, le dejan sin camisa. Aun teniendo buenas agarraderas no es fácil. Yo me voy defendiendo…, bueno, porque sé por dónde me ando, y si no saco más de ello, es porque no tengo capital. Ahora es diferente; yo tengo el conocimiento y los amigos, y tú tienes el dinero para emplearlo. Si me dejas que te lo maneje, no vas a quejarte.

—¿En qué clase de negocios piensas?

—De eso ya vamos a hablar más tarde. Yo sé lo que me hago.

A la señora Luisa le habían fallado varios intentos de interrumpir. En aquel momento dijo chillando:

—¡Tú sabes lo que haces! ¡Para ti! La chica y yo podemos reventar, ¿no es eso?

—No seas estúpida, mamá. Si padre pone el dinero, yo miro por el negocio, y tú y él, la chica, y hasta este idiota, podéis arreglároslas entre vosotros como queráis. La mitad de lo que gane es para él y la mitad para mí. Si os quiere llevar en carroza con cuatro caballos blancos y poneros un piso en la calle Alcalá, a mí me tiene sin cuidado. ¡Qué os aproveche!

—Yo no tengo nada en contra, de verdad, Pedrito —declaró Amelia—. Ya sé que eres muy listo; pero tengo que recordarte que mi dote es sagrada.

—¡Y cómo! —gruñó Juan—. Pregúntaselo a las monjas.

—¡Eres un animal!

Pedro apretó los dientes y dijo:

—Tú no puedes abrir la boca sin meter la pata de mala manera. ¡Cállate! A ti, ¿qué te importa si la chica quiere el dinero para comprarse un tío o para comprar el derecho de ser monja? Eso es cuenta suya, y no tienes por qué meterte en ello.

—Tú no te metas en nada. Claro, si te dejan bastante para ti.

Por algún tiempo Antolín estaba discutiendo consigo mismo, mientras escuchaba lo que decía el coro de voces, broncas y chillonas. Al principio le dio lástima de sí mismo. Era claro que para su familia no era más que un hueso que se disputaban, un hueso por el que se peleaban como perros hambrientos. Estaba muerto, y allí estaban ellos peleándose sobre su testamento en el que les dejaba menos de lo que esperaban. Mientras él estaba allí, presente, dispuesto a defenderse contra sus acusaciones; pero no, él no existía, no existía más que su dinero, él era menos real para ellos que el acusado en el banquillo para los jueces. Si intentara contarles sus agonías y sus luchas, las ratas y las cucarachas en la cocina del sótano, los terrores de los bombardeos en la soledad, le contestarían que no era para tanto, que bien había sabido guardarse veinte mil duros. Todos sus remordimientos, todas sus dudas sobre su culpabilidad y responsabilidad habían sido ridiculeces.

De pronto cambió la línea de sus pensamientos. Se estaba portando como un chiquillo a quien le niegan un capricho. La verdad era que la situación era cómica —tremendamente cómica, con un cruel humorismo en ello— porque cada uno de ellos, él mismo incluido, estaba en desacuerdo con los demás. Cada uno estaba desempeñando un papel en la comedia de su propia invención, y lo que resultaba de ello era tragicómico.

Antolín nunca había podido reírse de sí mismo, sus ansias eran demasiado grandes para permitírselo, pero en aquel momento el sentirse cómico le impedía tenerse lástima por más tiempo. Era un choque mental para él.

Instantáneamente vio a aquellos cuatro de una manera distinta. Era verdad que no sentía cariño profundo por ninguno de ellos. Así, ¿por qué habían de sentirlo ellos hacia él? ¿Porque era su padre? Esto no era bastante. Él había adorado a su madre; pero su padre, flojo y melancólico, nunca le había dado ni frío ni calor. Por ejemplo, ¿había algún punto de contacto entre él y Pedro? Lo dudaba, aunque creía que detrás de la explosión de Pedro contra la vieja generación que le había dejado sin nada en qué creer, podía existir un sentimiento más profundo. También podía haber un ansia suprimida de cariño detrás de la rudeza descarada de Juan. Tenía que tener cuidado de no empeorar las cosas con su presencia y con la quimera de su dinero.

Pedro contestaba ahora al último desafío de Juan, hablando para su padre, aunque fingiendo dirigirse a su hermano:

—¡Si me dejan bastante a mí! ¡Idiota! Lo que digo yo es que el dinero tiene que administrarse para que nos dé de vivir a todos, y vivir bien. Y éste es el problema. No te quedes con la idea de que yo creo que padre debería darle a Amelia su dote aquí mismo, ahora, y mudarse a un piso céntrico con las mujeres. Tal vez más tarde, pero ahora, no. No me mires así, madre. ¿Qué te crees que se puede comprar con cien mil pesetas? Tú sabes que la propina sólo por un piso decente sería cinco mil pesetas, por lo menos. Después los muebles y la renta. Después ropa nueva para todos. Bueno, tal vez no para nuestro honrado proletario. Y por último, el mantenerse hasta empezar a ganar dinero. Ahora podéis ir echando la cuenta. Tú no sabes lo que cuestan las cosas aquí, papá; pero puedes hacer cálculos si te digo que una cama de matrimonio, con sus sábanas y mantas, cuesta unas cuatro mil pesetas; y esto, sin que sea muy buena. Si encima de esto le das a la chica su dote, no te queda un céntimo para meterte en negocios, y nos encontraremos igual que ahora.

—Lo que tú estás tratando —dijo ácidamente la señora Luisa— es de coger todos los cuartos, hacer con ellos lo que te dé la gana, y ser el amo y señor de la casa.

—No creo que os haya ido tan mal hasta ahora.

Amelia estaba temblando. El padre Santiago no la había preparado para esto. Ahora veía claro el juego de Pedro. La noche de antes había dicho que cada uno debía tratar de sacar el dinero que pudiera, pero esto había sido sólo porque esperaba que su padre tuviera más que estas mil libras. Y desafortunadamente, ella también creía ahora que no tenía más. En esto Pedro tenía razón: si el dinero se repartía entre los cuatro, no era mucho a lo que tocaban. Pero para una persona… Por eso Pedro quería todo para él. Y su madre, también, se pelearía por ello. Pero ella, Amelia, no se iba a echar atrás. Estaba mejor con su padre que con todos los otros, y ella era la única que iba a hacer buen uso del dinero. Si su padre supiera lo que era de verdad… Sí, esto es lo que tenía que hacer. Si decía la verdad, sería a ella a quien su padre dejaría manejar el dinero.

Juan se anticipó:

—Pedro presume de lo que ha hecho por nosotros, pero yo ya estoy harto de ello. ¿Qué has hecho por nosotros? Restregarnos por la cara que es a ti a quien lo debemos, cada vez que has traído a casa un mendrugo de pan. Estamos viviendo de tus limosnas. ¡Cómo si no fuera ya bastante tener que comer el pan que pagas con dinero de tu asqueroso «negocio»!

Pedro se puso pálido, pero se contuvo. El hijo de zorra iba a estropear todo si no le paraba los pies ahora; más tarde ya arreglarían cuentas.

—No regañemos —dijo con una voz contraída—. Todos hemos tratado de salir adelante lo mejor que podíamos. Y no vas a negar que yo he hecho más que lo mío, no importa de dónde haya venido. Lo que yo he dicho antes es una cosa de sentido común. Si padre tiene dinero y quiere ayudarnos, esto no quiere decir que nos ha tocado el gordo de Navidad. Lo repito, lo único sensato que se puede hacer es lo que yo propongo: usar el dinero para algún negocio que produzca dinero bastante para todos. ¿No estás de acuerdo, papá?

—En principio, sí, pero ¿cuál es tu plan exactamente?

—Cuéntanos los tuyos primero. ¿Piensas quedarte o volverte a Londres?

La precisión de la pregunta no molestó a Antolín, pero sí su tono imperativo. Sin embargo contestó suavemente:

—Aún no lo he decidido. Si no puedo ver la posibilidad de ganarme la vida decentemente aquí, me vuelvo allá.

Esperaba, casi con esperanza, que las mujeres estallaran en recriminaciones. Y en verdad, la señora Luisa y Amelia iban a hacerlo, pero en su ansia de exponer a la vez sus propios planes titubearon demasiado sobre las palabras que iban a decir. Juan, arrastrado sólo por el deseo de arrancar la máscara a su hermano, fue más rápido:

—Si es eso lo que te preocupa, papá, puedes estar tranquilo y hacer negocios con Pedro; en eso de ganarse la vida decentemente es un maestro.

Amelia intervino precipitadamente:

—¡Papá, no te puedes marchar y dejarme sola! Estoy segura de que vas a encontrar algo que te convenga (con tu dinero y la gente que conoces), yo también tengo buenos amigos, y tan pronto como nos mudemos a una casa decente, ya verás… Don Santiago te ayudará a ponerte en relación con gente influyente, él puede mucho…

—Sí, con los fascistas —gritó Juan, mientras la señora Luisa abría la boca desesperadamente sin emitir un sonido.

—Papá, estoy segura de que todo se va a arreglar si lo intentas, pero, claro, no tienes que hacer caso de mis hermanos, que no saben lo que está bien y está mal, y no pueden entender lo que quieres decir con una manera de vivir decente.

—Pero tú sí —gruñó Juan.

—Yo, sí. Yo sé que papá odia la clase de negocios en los que Pedro pondría su dinero. Pero hay otras posibilidades. Pregúntale a Pedro cómo gana ahora su dinero, papá. Lo que tú quieres es decencia, y ésta es una cosa que Pedro no sabe lo que quiere decir.

Pedro se puso en pie, su cara magra amoratada, una esquina de la boca torcida como la boca de un perro dispuesto a morder:

—¡Decencia! Ya me da asco la palabra. ¿Qué queréis? ¿Decencia? Bien. Entonces decid la verdad. Y la verdad es ésta, padre: toma el primer tren y márchate a la frontera. Has venido equivocado. Aquí no hay trabajo para ti, como no sea que quieras morirte de hambre, ni negocios decentes, como no sea que quieras que te revienten.

Se detuvo, encendió un cigarrillo, fue a la ventana y la cerró. Nadie dijo una palabra.

—Mira, papá. Tú has estado dándole vueltas a cómo hemos vivido. Te lo voy a decir. No del dinero que nos has mandado, de eso puedes estar seguro. Hemos vivido, los cuatro, y bastante bien, porque yo he traído dinero a casa. ¿Qué de dónde lo he sacado? De las putas y del estraperlo. Así es como me he ganado la vida y así es como he mantenido a estos tres, vivitos y coleando. Y lo saben. No empieces a gritarme, mamá, tú lo sabes como los otros, como tú, Amelia, como tú, Juan, pedazo de idiota. Y en caso de que no lo sepas, papá, soy miembro de Falange. Sí. No porque me importe un pito el fascismo, al menos ahora, no, sino porque tengo que guardarme las costillas; y también porque ello me ayuda a evitar que esta criatura vaya a la cárcel. ¿Lo ves, papá? Tienen razón en lo que dicen de mí: no sé lo que está bien o lo que está mal, ni lo que es decente o indecente. No sé nada de eso, ni me importa tres puñetas. ¿A quién le importa? Pero si yo no trajera a casa el dinero que gano chuleando y haciendo estraperlo, aquí no tendrían un céntimo más que el jornal de Juan —bastante para comprar la ración de pan— y el dinero que tú nos has mandado cuando te ha dado la gana, ¡ni aún bastante para pagar la casa! Han tenido que comer y la casa se ha pagado todos los meses, todo porque no les ha importado mucho tomar mi dinero indecente y gastarlo. Me pagan insultándome, y con eso se les queda tranquila la conciencia. Así puedes ver que ese concepto de decencia es un poco elástico.

Se detuvo para ver el efecto de sus palabras. Antolín le estaba mirando cara a cara, pero los otros estaban asustados de él. Esto le hizo más furioso. Los hubiera abofeteado:

—Madrecita dulce, con sus buenos pensamientos, y mi hermanita con sus virtudes, no pueden vivir en esta calle porque hay mucho vicio, pero no les importa vivir de él. Lo mismo podían tener una casa de putas y a mí como encargado. Las rameras de Antón Martín al menos hacen algo por el dinero que las pagan.

Voceó por encima de los chillidos de su madre y los sollozos de su hermana:

—Sois cobardes y ruines, las dos, mucho más ruines que las zorras de la calle, sois…

—Pedro —dijo Antolín sin levantar la voz. El desaliento en su cara les hirió a todos. Pedro se arrancó el cigarro de la boca; le quedó allí pegado un trozo de papel de fumar adherido al labio inferior, que se movía con sus palabras:

—Está bien, padre. Quería que supieras la verdad, y la verdad no es decente. Pregúntale a este cara de torta de tu hijo, el gran revolucionario, y te dirá que es el hambre y la miseria y la podre de esta vida lo que arrastra a las mujeres a la calle, todo eso se sabe, pero a mí me llama un chulo de mujerzuelas porque mantengo a todos libres del hambre y de la miseria. Aunque no le importa mucho tragarse la comida que le ponen delante, por haber sido yo bastante tonto y no haberme marchado dejándoles solos. No, Juan, ahora me toca hablar a mí. Y padre me tiene que oír, quiera o no. Tiene que saberlo todo, y las posibilidades que yo he tenido de una vida decente. Papá, ¿tú has pensado a veces en tu propia decencia, no?

—Tal vez.

—No te he dicho lo que a mí me pareces tú y tu historia. Sé lo que me dirías si te preguntara: me dirías que habías seguido tu conciencia en la Guerra Civil, que no te has ensuciado las manos, y que te has ido de España porque no querías que te fusilaran. Todo esto es muy decente. Pero ¿has pensado alguna vez que por mantener tus manos limpias has hecho que las mías se ensucien? Cuando yo era un chiquillo quería que ganara Franco, porque tú y tu gente habíais hecho un lío de mi vida y yo creía que se abría un nuevo futuro. Fue cuando entré en Falange. Al menos no nos decían que cualquier trabajador estúpido tenía mejor derecho a vivir que gente con inteligencia y educación. Pensaba que íbamos a regir el país con inteligencia; sí, admito que era un estúpido creyendo. Hasta creía que nos iba a beneficiar a todos. Me admitieron en Falange, pero nunca me han dejado olvidar que soy el hijo de un rojo. Decían que lo único que quería era chupar. Así lo he hecho. Todos lo hacen. ¿Y qué? No, no quería ser un aprendiz ganando cinco pesetas y tragando mierda en un taller. Madre vendió las pocas cosas que quedaron cuando te marchaste, fue a Auxilio Social y la dejaron que fregara los suelos. ¡Tenía la suerte de que yo estaba en la Falange! Tú estabas en Londres, y nada sabíamos de ti, igual podías estar muerto.

—No podía escribiros entonces, hubiera sido peligroso para vosotros. Y no podía ayudaros con dinero tampoco, yo también las estaba pasando malas —dijo Antolín humildemente, contra su voluntad.

—Pueda ser. De todas las maneras, así estábamos. Amelia interna con las monjas, hasta que fue demasiado vieja y la pusieron en la calle; vino a casa y comenzó a toser en ese cuartucho que llamamos alcoba. No la echo en cara que se halla liado con las monjas, al menos le daban de comer de vez en cuando. Nadie se preocupaba por ella. Madre comenzó con sus espíritus y le traen sin cuidado los vivos; y éste se echó a la calle buscando mendrugos hasta que consiguió trabajo en una fábrica. No me hablaba entonces, porque creía que su padre era un héroe y yo un traidor a la causa. Entonces hice algunas cosillas (un poco de estraperlo, algunos negociejos), pero no saqué mucho de ello porque aún creía lo que las gentes me decían. Por entonces comencé a andar con las chicas (bueno, con las de las esquinas, para que me entiendas, porque las señoritas ni me hubieran mirado a la cara y porque me aburro con alguien como la novia de Juan que sólo le quiere a uno para ir cogidos de las manos) y éstas me enseñaron una porción de cosas útiles. Por ejemplo, lo que hacen muchos hombres «decentes» cuando se van a la cama con ellas. Algunas casadas me enseñaron más aún. Entonces estos tres empezaron a llamarme golfo y vago y degenerado, aunque no hacían ascos al pan blanco que traía, ni a que pagara la renta de la casa. La cuestión es que entonces hice el primo; debería haber dado media vuelta y no volver más, pero me dolía abandonar a madre y a Amelia. Al fin y al cabo era yo «el hombre» de la familia. Cuando me tocó el servicio, tuve la gran suerte; mi capitán me sacó de asistente suyo. El hombre hizo por mi más que nadie en este mundo. Me enseñó cómo presentarme, cómo vestirme y hasta cómo hablar. Si viviera ahora, no me haría falta tu dinero.

—Puesto que estás contando tantas verdades, cuéntale a papá cuáles eran los negocios de tu capitán —interrumpió Juan. Pero Amelia, apaciguada por la versión que Pedro había hecho de su propia historia, dijo:

—Ya le he contado yo a papá lo de la cocaína y ya le he dicho que la culpa es de los viciosos que la compran. El capitán era un hombre muy bueno. No sé lo que hubiera sido de mí si cuando yo estaba mala no nos hubiera mandado azúcar y jamón y no sé cuántas cosas.

Antolín miró de uno a otro:

—¿De verdad te parece tan natural el llamar un hombre muy bueno a alguien que vende cocaína?

—¡Oh, no está bien! —replicó la señora Luisa—, y a mí no me gustaba mucho la cosa cuando Pedro se metió en ello, pero ¿qué se podía hacer? La vida es así ahora. Naturalmente, yo no tomaría eso ni en broma, pero el que Pedro trabajara o no en ello no iba a hacer ninguna diferencia para los que lo toman; y el capitán era un hombre muy bueno y nos ayudó muchísimo.

—¿Amelia?

—Sí, papá, ya sé que estaba mal, pero esto sólo demuestra lo mala que es la gente. ¿Ves? El capitán no lo usaba y Pedro tampoco. No olvides el lado bueno de ello: yo estaba mala de verdad, papá. El doctor dijo que tenía principios de tuberculosis y podía hasta haberme muerto, si no hubiera tenido cuidados. No lo olvides.

—No voy a olvidarlo, Amelia. ¿Qué dices tú, Juan?

Inesperadamente, el muchacho gritó con su voz bronca:

—Que no es mejor ni peor que la mayoría de las granujadas capitalistas, mientras dejan que los trabajadores se mueran de hambre. Esta sociedad está podrida, y cocaína no es peor que una bomba atómica.

Antolín se miró las manos:

—Eres el primero en Madrid a quien he oído mentar la bomba atómica —dijo ligeramente. Después—: Sí, entiendo todo lo que me decís, pero no tenéis razón. No puede aceptarse el ayudar a la gente a envenenarse a sabiendas, como algo que no tiene remedio. Pedro, ¿tu capitán te obligaba a repartir la cocaína?

—Te gustaría que dijera que sí, pero no sería verdad. Me dejó que lo hiciera, porque me quería y porque yo se lo pedí. No hay cuestión, papá. Lo hice y sabía lo que me hacía, y tu familia ha vivido a gusto por ello. A vivido más «decentemente». En lo único en lo que fui un estúpido fue en no ahorrar dinero mientras trabajaba en ello, y en no explotar más al capitán. Si lo hubiera hecho, me creería ahora mucho más decente y más listo. Pero, agua pasada… El capitán se murió y yo me encontré con el apetito despierto para una vida mejor y con esta gente alrededor mío con el apetito despierto también por las buenas cosas. Así que cuando se acabó la cocaína, hice lo que pude. ¿Te hubiera gustado a ti que me hubiera metido a trabajar en una oficina por unos cientos de pesetas al mes?

—Sí.

—Entonces ahora tendrías que visitar a tu hija en un sanatorio de caridad, o llevarla unas flores al cementerio del Este. La verdad, no he sido tan egoísta. He hecho lo que he podido, y tú podías estar contento porque me he echado en las costillas las responsabilidades de un cabeza de familia. Soy un chulo de putas con éxito, y lo sería mucho más si tuviera buena ropa, no creas que no me he dado cuenta de la cara que has puesto cuando has visto mis camisas, pero esto es parte del negocio. Si las rameras fueran de lujo, las camisas serían otras. Aparte de esto, estoy metido en el estraperlo como un revendedor. Sólo que ya estoy harto de esclavizarme por otros y ahora tengo una cosa entre manos, estupenda, que se puede empezar con un poquito de dinero. Estraperlo, claro. Además, puede llevarnos a otras cosas y darnos un montón de dinero a ti y a mí. Dentro de un año te vas a reír cuando pienses en las mil libras con que empezaste, aunque las cosas no son tan buenas como antes; hay demasiada competencia y poco dinero. Pero con mis relaciones…

—No, Pedro. No te rompas la cabeza. En esos negocios yo no me meto.

—Papá, no seas tonto. Te lo repito; déjame manejar el dinero y empezar un negocio serio, la única clase de negocio serio que podemos hacer tú y yo. Vamos a medias en las ganancias, y los riesgos son para mí. Tú puedes sacar a madre y a la hermana de esta vida que odian, y puedes darte buena vida por tu parte. Es la primera vez que se me presenta la suerte de cara desde que se murió el capitán. Hasta ahora no has hecho nunca nada por mí.

Había una seriedad desesperada en la voz de Pedro, y Antolín la apreció. Se le contrajo la garganta. Los cinco estaban tan quietos que el cuarto se llenó con el zumbido furioso de un moscardón atrapado entre los visillos y el cristal de la ventana, y el tictac de un reloj de pared en casa del vecino.

—Lo siento, Pedro, pero no puedo hacer eso. No podemos trabajar juntos, porque no tenemos las mismas ideas. Y ya he oído bastante hoy aquí, para saber que todo eso terminaría en la ruina de todos.

Pedro se sentó. Manoteó en el aire, sacudiendo las palabras confusas de la madre y la hermana, y se inclinó sobre la mesa:

—Si yo fuera tú, papá, lo pensaría mejor. Me parece que tenemos algunas ideas en común, y algunos amigos. Por ejemplo, el coronel Caro, don Tomás. ¡Ah!, y doña Consuelo, ya que insistes en una vida decente.

Antolín se levantó. La sutileza del chantaje le había herido en lo vivo. Se había terminado la historia. Cogió su sombrero del gancho detrás de la puerta.

Amelia corrió hacia él:

—¡Pero, papá!, ¿te vas? ¿Qué te pasa? Contesta, no mires así.

—Sí, Amelia, me voy.

—Es una solución —comenzó la señora Luisa, pero Antolín la miró, y la mujer se calló súbitamente. Tímido, Juan alargó su mano y Antolín se la estrechó:

—Salud, padre —dijo el muchacho—, ya iré a verte.

Pedro no dijo ni una palabra.

Cuando la puerta se cerró tras Antolín, Pedro se levantó y se recostó contra el marco de la ventana dando cara al cuarto bochornoso y a las tres personas asombradas y ansiosas:

—¿Qué, estáis contentos con lo que habéis hecho? ¡Je!, yo soy el hijo pródigo, pero me he quedado sin la ternerita mejor cebada, ¿no es eso lo que creéis? Al menos habéis hecho todo lo posible para que así sea. Sobre todo el niño. ¡Qué orgulloso está de que su papaíto le haya dado la mano y le haya gustado su saludo! Muy interesante, y no hay que olvidarlo. Interesantísimo, hasta es posible que les interese a otros. Y las señoras también… ¡Míralas, qué felices son ahora que su querido esposo y su no menos querido papá se ha convencido de que son las únicas que merecen su generosa ayuda! ¿Y por qué no? A cada mujer le gusta tener un querido viejo; tienen buenas tragaderas y no les importa que un cura o los espíritus se aprovechen.

—Pedro, eres un canalla…

—Cállate, mamaíta. La próxima vez que veas a tu marido del alma, pregúntale qué tal le va con su amigo el coronel Caro y sus putitas. No, no, no te excites, no te voy a contar más. Pregúntaselo y que te lo diga él. Estas cosas son privadas y confidenciales. —Bruscamente cambió el tono de voz—: ¡Hatajo de idiotas!, queríais hundirme, y no os dais cuenta de que sois vosotros los que os habéis echado la tierra encima. Me tiene sin cuidado y me importa tres pitos. Así no tengo que romperme más los cuernos con vosotros.

—¿Qué quieres decir, Pedro? ¿Qué significa todo esto? No te entiendo…

—Claro que no me entiendes, madre. A lo mejor me equivoco y escapáis mejor de lo que parece, tú y la chica. ¡Buena suerte! Pero tenéis que daros prisa, porque de ahora en adelante se os ha acabado el primo que os mantenga, y necesitáis un sustituto con más prisa que la extremaunción.

El moscardón estaba zumbando cerca de la cara de Pedro. Se volvió y lo aplastó de un manotón contra el cristal.

—¿Qué me miráis con ojos de besugo muerto? ¿No os habéis enterado aún? Desde hoy no tenéis un céntimo más de mí. Me voy, y no esperéis que vuelva. ¿Está claro ahora?

Echó a andar, abrió la puerta, y se volvió rápido en su umbral:

—Juan, no te creas que me voy a olvidar de lo que has hecho hoy. ¡Esas las pagas!

Se quedaron oyendo su silbar tenue escaleras abajo.