Capítulo VIII

Pedro sacó un puñado de billetes, los tiró sobre la mesa y comenzó a alisarlos uno a uno. Había comprobado que con las mujeres era una buena táctica tomar su dinero, hacerlo una pelota en la mano y metérselo en el bolsillo descuidadamente, como si fuera sin interés. La colecta de aquella noche había sido buena. Naturalmente, los sábados era la mejor noche, cuando los hombres tienen la paga fresca en el bolsillo y no tienen que preocuparse en madrugar al día siguiente. Incluso ahora, a las tres de la mañana, el negocio iba viento en popa. Cuando pasó por delante de la pastelería de Antón Martín, estaba lleno. El dueño debía de pagar comisión a todas las prostitutas del barrio, porque siempre convencían a sus clientes para que pagaran un bocadillo y algo de beber antes de acostarse con ellos, aunque tuvieran mucha prisa. Y muchas veces después.

Cerca de trescientas pesetas. No estaba mal, teniendo en cuenta que sólo tenía tres chicas trabajando para él. A lo mejor podía cazar a la cuarta. Por otra parte, si el asunto con Puchols salía bien, o si, aún mejor, Consuelo le dejaba entrar en el asunto de la cocaína, las mujeres le iban a estorbar. Todo dependía de si podía ordeñar al viejo o no. Estaba seguro de que podría.

Pedro se sonrió. Tenía gracia que la beata de su hermanita y su curita preferido se convirtieran en sus instrumentos sin quererlo. Ellos eran los que habían arreglado la comida de mañana —no, ¡de hoy!— que iba a ser su oportunidad. ¡Vaya un golpe de suerte que esta misma noche se había enterado al fin de quién era su padre! El viejo hipócrita, con toda su decencia y su honradez, yéndose de juerga a casa de la Tronío, y del bracete con Caro… Le gustaría conocer todos los detalles, pero ya se iba a enterar por la tarde, que iría a ver a Consuelo. Después de su charla con la Pelo de Estopa —una estúpida cría que había abrasado su pelo con agua oxigenada, aunque viejos chochos como don Tomás picaran— era muy tarde para ir allí. Incluso Consuelo le hubiera podido echar a la calle. ¡Tomaba tan en serio el negocio! De todas las maneras, «el tío de Londres» que la Pelo de Estopa le había descrito no podía ser más que su papaíto, y por esto apostaba todo el dinero que había en la mesa. Era una información buena para tenerla escondida en la manga y sacarla a relucir en el momento oportuno. Una cosa era segura: desde que su padre andaba con Caro y su pandilla, ni Amelia, ni su padre Santiago, ni el obispo de Madrid-Alcalá en persona iban a sacar un céntimo de él para la Iglesia para redimir sus pecados, y el idiota de su hermano Juan tampoco iba a sacar tajada con su estúpida historia del trabajo ilegal. Esto era una chiquillada, pero también era arriesgado para todos dejarlo por mucho tiempo. En fin, era un asunto que podía esperar. Aunque nadie sabe.

La cuestión era que su padre, tal como parecía ser en realidad, tenía que estar más dispuesto en meter sus cuartos en un negocio limpio, como el del arroz, que en gastárselo en caridad o en comunismo. Tal vez hasta le dejara a Pedro meterse en cosas más gordas, cuando volviera a Londres; porque ahora no tenía duda de que no se quedaba en España. Adiós, muy buenas; sobre todo si antes de marcharse le dejaba a él establecido. Tendría gracia si el hijo que los otros llamaban golfo y sinvergüenza se convertía en el socio de las granujadas de su padre. Y tenían que aguantarse.

Claro que eran granujadas, no podían ser otra cosa. Costaba trabajo acostumbrarse a la idea de que papá no era una persona decente, sino como los demás, a la caza de lo que se terciara. No era que Pedro lo quisiera más por ello; al contrario, lo quería menos. Lo hacía sentirse idiota por haberse dejado engañar.

Pedro estaba contemplando una escena en la que podía confundir a su hermano, contándole las cerderías de su padre, cuando su hermano se presentó en la habitación. Pedro silbó entre dientes:

—¿Has estado pegando pasquines en los meaderos? Yo creía que a estas horas los niños estaban en la cama.

Juan, mirando el dinero sobre la mesa, replicó:

—Mejor eso que cobrando la contribución.

Pedro metió el dinero en su cartera, muy calmoso, y golpeándola dijo:

—Mientras haya primos como tú que paguen por ello…

Se enzarzaron en una de sus peleas habituales, hablando en voz baja para no despertar a la madre y la hermana, repitiendo mecánicamente insultos ya familiares, odiándose furiosamente en el fondo. Pedro cortó la rociada. En una voz aún más baja, dijo:

—Cállate ya. Me alegro de que hayas venido. Tengo que hablarte seriamente sobre mañana; lo demás puede esperar. Mira, a mí me da lo mismo si has estado pegando letreritos o gastándote los cuartos con una tía para que yo me hinche el bolsillo. Cada loco con su tema. Pero mañana, papaíto viene a comer aquí y tú tienes que tener cuidado de no meter la pata. Tenemos que aparecer como una familia cristiana muy unida, que se quiere mucho, y mostrarle que la única persona indigna que hay aquí es él, que ha abandonado a su mujer y a los pobres chiquitines. Después cada uno puede tratar de sacar lo más que pueda. Y lo que saques, buen provecho te haga.

—Yo no tengo el ansia sin vergüenza que tú tienes.

—Bueno, sacarás menos. Allá tú. Lo único que yo quiero tener seguro es que no nos salgas con unos de tus trucos y le asustes. La hermanita ya sabe mirar por ella, yo voy por lo mío, y no me importa que tú vayas por lo tuyo. Por mí, puedes sacarle mil libras y mandárselas a Stalin como un regalo el día de su cumpleaños. Pero si empiezas a darle tono y a jugar el papel de redentor, te rompo la cara.

—Haré lo que me dé la gana. Ya sé que todos vosotros vais a lo mismo, a pelarle. A robarle.

Sin que ninguno de ellos se enterara, habían ido elevando el tono de voz y la cortina que cerraba el cuartucho donde dormía Amelia se había corrido sin ruido. La muchacha estaba allí, escuchando, mientras Pedro decía despacio y amenazador:

—Tú puedes creer lo que quieras, pero vas a hacer lo que te digo. Si nos estropeas la función, te echo a patadas de aquí. Ya estoy harto de alimentar y proteger a mi hermanito, el comunista.

—Serías capaz de denunciarme.

—Si él no es capaz, lo soy yo —dijo Amelia. Entró en el cuarto andando sobre los pies desnudos, envuelta en una bata vieja, el pelo lleno de rizadores de papel. Se dirigió a Pedro y le tomó del brazo. Asombrado, se quedó mirándola con la boca abierta, y al cabo se echó a reír.

—¡Mírala y aprende, Juanito! Yo te echo a patadas, pero ella te saca los ojos. Mírala a la cara. Hasta la hace parecer más guapa, lo único que la afea son las pajaritas que se ha puesto en el pelo. ¿Para qué son, rica, para conquistar a papaíto mañana?

La cara de Amelia se contrajo como si fuera a llorar, según costumbre, pero se rehízo:

—Una no puede esperar otra cosa de ti. Los hombres… En fin., al menos eres sensato en las cosas que importan, pero Juan es un estúpido criminal y es tiempo que…

En este momento, la señora Luisa abrió la puerta de su alcoba y se enfrentó con sus hijos, los ojos llenos de furia, los labios temblones y la cara tensa y amarilla como de cera. Se quedaron todos en silencio. A través de los tabiques se oyeron ruidos de chirriar de camas, carraspeos, y ronquidos. En el pequeño cuartucho, el calor suave de una madrugada de septiembre oprimía; a través de la ventana entraba sólo el aire denso y podrido del patio. La madre dijo secamente:

—A la cama cada uno. Ahora mismo. Estáis locos, chillando a las cuatro de la mañana, ¡en una casa donde se oye al vecino cuando mea en el orinal! Sabiendo que se dejarían matar por saber algo, y vosotros aquí, gritando lo que a nadie le importa. ¡A la cama, y ni una palabra más! ¿Oís? Y tú, Juanito, no te quedes ahí como un pasmarote, ¡mírame!, mañana te vas a portar decentemente. Tu hermano será lo que tú quieras, pero le tienes que agradecer el pan que te comes. Tu padre ha venido aquí de visita —repitió con una vehemencia amarga, «de visita»—, y no vamos a lavar los trapos sucios delante de él.

—Pero, madre, Pedro dice…

—No me contestes, Juan. A la cama, todos. Ahora mismo.

Precisamente porque cada uno de los tres estaba más o menos asustado de seguir su discusión, por una vez la señora Luisa consiguió imponerse. Los hermanos se metieron en la alcoba donde dormían en la misma cama y se desnudaron rápidamente en un silencio hostil. Amelia empujó a su madre en su pequeña alcoba, con gestos de cariño:

—No te enfríes, mamá. Tienes mucha razón con Juanito. Pero tengo que preguntarte una cosa: me parece que no tenemos bastantes cubiertos. ¿Quieres que pida algunos en el convento? —Por unos cuantos minutos las dos mujeres discutieron cuestiones domésticas, después Amelia dio las buenas noches y se retiró a su cuarto dando un suspiro. De la habitación de los hombres salía el ruido de sus respiraciones, hondo y regular. La señora Luisa apagó la luz. Se estiró en la cama, tumbada boca arriba, y se quedó mirando el punto luminoso, flotante, que la luz había dejado impreso en su retina. Era un fulgor fosforescente que danzaba en la oscuridad, desaparecía por un instante y se encendía de nuevo. La señora Luisa creía firmemente que estas lucecitas vacilantes que brotaban en la obscuridad eran espíritus que trataban de materializarse. Su secreta esperanza era que una noche una de estas lucecitas se convirtiera y tomara la figura de Teresita. Se la imaginaba chiquitina y perfecta, llena de un resplandor interno, como hecha de gasa impalpable, su cabello rubio encendido como un halo de plata. Si Teresita hubiera vivido, ella hubiera tenido su hija de verdad, su hija, la suya. Los otros no eran hijos suyos. Si una pudiera decir siempre lo que piensa…

Mirando la lucecita danzarina, suplicándola como si fuera una audiencia para sus pensamientos, la señora Luisa comenzó a formar frases que hubiera querido decir a sus hijos.

Por años y años se había aguantado su rabia contra ellos y contra el mundo. ¿Es que ella no era nada? Había aguantado a Antolín durante años, había echado hijos al mundo como una vaca, sin saber por qué; había sufrido en silencio un aburrimiento interminable; se había sacrificado por la casa como una esclava; eso, había sido la esclava de su marido y de sus hijos y no había disfrutado de la vida. Cuando se quedó sola y abandonada, no había echado a los chicos a la calle para que se las arreglaran como pudieran, como otras habían hecho. Los había sacado adelante, aguantando por ellos hambre y miseria. Y ahora estaban allí, alrededor de la mesa, gruñéndose unos a otros como perros que se pelean por un hueso, olvidando a la propia madre, como si fuera una perra vieja muriéndose en un rincón. Pero ella también tenía sus derechos; ella era el ama de casa. Tendrían que hacer lo que ella mandara, y el que no estuviera conforme podía tomar la puerta y marcharse.

Les hubiera dicho todo esto y mucho más, pero había aprendido lo que vale tener paciencia. Ya iba a llegar su hora, y entonces…

Se sentía más fuerte que nunca. Estos hijos egoístas que eran para ella como extraños, le habían tenido que obedecer y callarse. Teresita le había ayudado. Si no se hubiera metido por medio, los dos hermanos podían haberse dejado llevar de la mala sangre que llevaban dentro y cometer cualquier bestialidad. Le dio un escalofrío. Era mejor no tener malos pensamientos, porque nunca faltan los espíritus malignos que los conviertan en realidad. Tenía que rechazar una y otra vez la pregunta que le venía sin cesar al pensamiento: si uno de ellos tenía que pagar, ¿cuál de los dos preferiría ella que se salvara? Pedro no era malo, hasta quería guardar las apariencias decentemente mañana. Amelia también. Pero si Teresita viviera en carne y hueso…

Parecía que se le había parado el corazón: la mancha de luz había desaparecido. Estaba sola en la obscuridad, apretándose los ojos con las palmas de la mano para no ver esta negrura insondable. Cuando abrió de nuevo los ojos, dos discos iridiscentes flotaron ante ellos. La señora Luisa respiró profundamente.

Tal vez mañana le llegaría su hora.

Antolín había vuelto. Esto era lo principal. Estaba cansado de rodar por ahí. Los hombres a los cincuenta años comienzan a sentirse viejos; les hace falta una casa donde se sientan seguros. Antolín había vuelto porque le había entrado morriña, y ella había sido una tonta en no verlo la primera vez que habían hablado en la pensión; debía haberle tratado como al muchacho que se escapa de casa y vuelve arrepentido. Seguramente le llamaba su propia sangre y quería pagar lo que había hecho. Si no había mostrado su remordimiento, es porque los hombres son así, tímidos y estúpidos. Y ella tampoco le había dado pie para que se expansionara, porque había dejado que la dominara el rencor. Pero la verdad era que había vuelto por ella. No tenía familia, ni hermanos, ni padres y era ella todo lo que le quedaba; bueno, y los chicos, pero con ellos no podía contar, igual que ella no contaba, y no tardaría mucho en enterarse.

Querría volver a levantar la casa con ella, como debía ser. Pero… ¿vivir juntos, dormir en la misma cama, y tener a los chicos con ellos? No. Esto no estaría bien. El mero pensamiento de tener un hombre en su cama le daba escalofríos. No es que le pasara lo que a una vieja solterona que se asustara al pensamiento de un hombre, porque los hombres tienen siempre deseos ocultos y sucios. Era otra cosa: durante todos los años de matrimonio se había conservado virgen en espíritu, y al fin su contacto con el mundo espiritual la había ennoblecido. Se daba cuenta de que ella era de barro más fino que todos esos y esas que sólo siguen sus groseros placeres materiales. Antolín se daría cuenta y se conformaría al fin. Tendría que aguantarse, si es que quería que le perdonara. ¿Los hijos? En el nuevo piso que Antolín tendría que tomar no habría sitio para ellos. No esperaba que Antolín se gastara una fortuna en un piso grande, todo lo que quería era un piso decente donde se pudiera vivir y donde ella pudiera recibir a sus amigas. Los dos hermanos eran bastante mayores ya para mantenerse ellos solos. No le sería muy difícil convencer a Antolín de que tenía razón en esto. Amelia se casaría ahora, o si no, podría meterse en el convento con una dote decente. Se quedarían solos Antolín y ella, y él tendría que pagar su deuda.

Se imaginaba su futuro hogar, habitación por habitación. La casa de una señora. Antolín estaría fuera casi todo el día, metido en sus negocios. Pondría un cuartito para don Américo y ella. Hablarían con Teresita y dejarían que su espíritu se quedara cerca con ellos. Tenía que preguntarle a don Américo si tenía ella condiciones de médium; estaba segura de que sí. En cualquier caso la tal Conchita no tendría entrada en su casa. La señora Luisa odiaba sus maneras de hablar, tan desvergonzadas. Naturalmente, hasta entonces don Américo no tenía otro médium, pero en cuanto estuviera instalada, sería distinto. Le tapizaría la habitación con terciopelo negro y le pondría una gruesa alfombra, también negra. ¿Negro, o rojo obscuro?

Suavizada por el pensamiento del terciopelo, obscuro y acariciador al tacto, y tratando de amueblar con la imaginación su santuario, la señora Luisa se hundió en el sueño.

La luz y el ruido despertaron temprano a Antolín. Aún no estaba acostumbrado a la luz penetrante de Madrid que pasaba a través de las cortinas. Cada mañana despertaba con la misma sensación de que un rayo del sol le apuñalaba los ojos. Hoy le era imposible volver a conciliar el sueño. De la calle subían las risas y los gritos de gente joven que iban a su excursión dominguera. Por el balcón entraba una brisa fresca que le hizo apelotonarse en la blandura voluptuosa de la cama. Esto no era un domingo londinense. Todo era distinto. En Londres las calles estaban desiertas y muertas a esta hora, aunque había compensaciones. Trató de imaginar lo que Mary estaría haciendo en aquel momento.

Sintiéndose agradablemente travieso, como si estuviera haciendo novillos, Antolín se permitió a sí mismo lanzarse a evocar las mañanas de domingo cuando Mary y él estaban en libertad de quedarse en la cama. Mary se acurrucaba entre las sábanas, muy pegadita a él, pero hacia las diez, echaba mano de toda su energía y como un héroe se levantaba. Se ponía unas zapatillas y una vieja bata y se enfrentaba con la eterna humedad de Londres que parecía filtrarse en los huesos a través de su piel. Era él el que preparaba el desayuno. Las gentes de Madrid se hubieran reído y le hubieran gastado bromas si le hubieran visto. Por algún tiempo se había sentido avergonzado de hacer, como un mariquita, lo que siempre había considerado la obligación de la mujer, pero ahora le agradaba. Estos tontos no sabían lo que se perdían. No era muy agradable meterse en la cocina, hacer té, tostar el pan, cocer los huevos, pero después, cuando todo estaba hecho ¡subir y encontrarse un nidito caliente y dentro de él el cuerpo también caliente de la mujer! No sabían lo delicioso que era verse compensado por unos pocos minutos de molestia con el placer infantil de ella de verse mimada, con todas las bromas y todos los mimos que se prodigaban uno a otro mientras se bebían su té y hacían crujir las tostadas entre los dientes, hasta que las sábanas se llenaban de miguitas que se hincaban traviesas en la piel. Era un buen principio de día. Pero estos maridos chapados a la antigua se quedaban en la cama solos con la cabeza pesada de la noche anterior y terminaban gritando de mal humor: «¿Me traes el café o qué?» —para recibir la respuesta—: «Hijo, ¿no te puedes esperar que me recoja el pelo?».

Tenía que escribir a Mary. No le había escrito más que unas líneas el día siguiente a su llegada. No es que se enfadara por ello, la conocía muy bien. Pero debía contarle lo que había imaginado, para que se divirtiera.

¿Qué iba a contarle de sus problemas que eran también los de ella? No había hablado mucho de ello, primero porque ella nunca había provocado la cuestión, segundo porque siempre tenía él la sensación de que era un lío demasiado grande. Lo único que Mary había hecho había sido empujarle y decidirle a que fuera a Madrid, pero sin argumentar sobre ello.

Mary era una madrecita buena y sabía que era mucho mejor que él se confrontara con la realidad sobre la cual se había hecho tantas ilusiones, que pasarse la vida discutiendo sobre ello.

Aún no se había atrevido a preguntarse a sí mismo si iba a marcharse de Madrid o no. Se sentía derrotado, pero aún en la peor derrota uno se aferra a la más mínima esperanza de que todo saldrá bien al fin. Y no podía, simplemente no podía, sentirse culpable en el sentido del padre Santiago, aunque durante la discusión con él había pensado que lo era.

Antolín se revolvió inquieto en la cama.

El padre Santiago estaba equivocado. Era pecado actuar contra la propia conciencia, pero no era pecado cometer errores humanos. Uno tiene que pagar por sus errores, pero no hay razón para condenarle por ellos. Las doctrinas de la Iglesia no le servían para nada. Pero estas doctrinas le habían hecho aceptar, por un momento, las definiciones del padre Santiago, y habían hecho que otra gente le considerara como un pecador culpable. No creía más en estas ordenanzas, pero tampoco podía olvidarlas. ¿O había algo más que trataba él mismo de ocultarse? Mucho antes de hablar con el padre Santiago, se había sentido culpable; hacía ya años en Londres. No era un hombre religioso. En algún momento de su vida o de su desarrollo mental, su visión de sí mismo se había distorsionado.

¿Y ahora? Tal vez estaba cometiendo otro error diciéndose que él no tenía la culpa.

¿Qué errores eran los suyos? Uno, indudablemente, había sido casarse con Luisa sin un cariño y una compenetración de verdad. Sí, pero este error era el error corriente de gente joven y él había aceptado las consecuencias. Se había dedicado a su casa y a sus hijos. ¿Había sido un error tener hijos? Si lo había sido, era un error bien humano. Sólo que son los hijos los que pagan por ello. Dicen que los hijos son una compensación en un matrimonio sin amor, pero esto no era verdad. No había derecho a considerar a los hijos como una compensación por algo que no se había tenido; pensar así era egoísmo. Él había querido a sus hijos, los había mimado, había concentrado en ellos su ternura sobrante, pero ¿no podía ser también que hubiera tratado de comprar su derecho a exigir que ellos le amaran? Desde luego todo aquello no le había ayudado a conocerlos mejor, a penetrar en ellos, con el resultado de que ahora le eran extranjeros que le miraban como a un extranjero. Cada error llevaba consigo su castigo. Se lanzó a pensar si su propia madre le habría entendido, y si las cosas hubieran sido diferentes si hubiera vivido.

Su participación en la Guerra Civil no había sido un error. Había seguido su credo, sin engañarse a sí mismo ni a otros. En realidad era la única cosa clara y limpia que había hecho. Había tenido razón. Y la Guerra Civil le había arrancado de su vida. Le había arrancado de raíz, de golpe y porrazo. Este era el origen de todas sus tribulaciones.

No, tampoco esto era verdad. ¿Qué raíces le había arrancado la guerra? Cuando la guerra estalló, su casa no tenía raíces profundas; se sentía con unos pocos tentáculos débiles y miserables, escasamente suficientes para evitar que se derrumbara todo. Antes de aquello se había sentido ya desarraigado. Así, ¿qué raíces eran las que había arrancado la guerra? Tenía que dejar de dar vueltas en su cabeza a lo que había ocurrido, sin más excusas y sin más frases hechas. Tenía que resolver la cuestión hoy, hoy sin falta. La guerra no le había quitado nada de lo que no tenía, cuando le había desarraigado de España. Pero, entonces, ¿por qué esta urgencia en volver? ¿Por qué estas noches sin dormir en Londres, devanándose los sesos para encontrar una excusa para volver? Había encontrado una nueva vida en Londres, con una mujer a quien quería y que le quería —ésta era la verdad, él quería a Mary y Mary le quería a él— aunque no estuvieran enamorados como la gente lo entiende. Tenía todo lo que siempre había deseado, una vida libre en un país libre, un cariño que compartir. Podía volver a Inglaterra, cumplir sus obligaciones materiales con Luisa y los chicos y vivir su propia vida con tanta felicidad como pudiera. Pero, entonces, ¿por qué aún se sentía infeliz al pensar en ello?

Era imposible escribir a Mary sobre esto. Le contaría cómo había encontrado las cosas en España y le anunciaría su vuelta a Londres. ¿Y si le dijera que fuera ella la que viniera a España?

Al principio lo pensó como una broma. Tendría gracia ver a Mary en una casa de vecindad. No, no tendría mucha gracia; chocaría con todas las vecinas, sufriría a cada momento. En todo caso sería difícil sacarla de Inglaterra, pero España la destruiría. Se encontraría terriblemente sola aquí, aun con él. Era absurdo pensar en ello. Pero ¿por qué iba a ser peor que su vida solitaria en la pensión de Londres?

Al llegar a este punto, Antolín se dio cuenta de pronto de que las cosas se aclaraban. Había encontrado la raíz rota. Siempre había tenido miedo de la soledad. No es humano ser un solitario, y en Londres era un solitario con Mary, tanto como ella lo sería con él en España. Por esto era por lo que había tenido que volver a España.

Hacía muchos años que había rechazado todas las inclinaciones nacionalistas. Se había considerado un ser humano, ciudadano del mundo, nacido por azar en un punto geográfico, igual que podía haber nacido en otro. Esta actitud suya le había ayudado a aclimatarse en Londres y a no sufrir la nostalgia agresiva de otros refugiados. Aunque le disgustaban algunos aspectos de la vida inglesa, y otros aún le chocaban, había encontrado fácil el encariñarse con el país y con sus gentes tal como eran. Había hecho comparaciones del valor que se daba a la vida humana en los dos países, y se había avergonzado del poco respeto que merecía en su país. Algunas veces pensaba que le hubiera gustado haber nacido inglés. Ahora descubría de golpe que se había estado engañando a sí mismo. Era español y no podía escapar de esta realidad. Había estado echando de menos todo lo que le había formado, lo bueno y lo malo. Claro que sería feliz si pudiera vivir en España con Mary; en España, donde cada ruido, cada olor, cada visión representaban algo para él.

¡Oh!, tampoco esto era verdad. Aquí también era un extranjero solitario. Antolín golpeó desesperadamente la almohada con los puños. Nada parecía ser verdad. No se sentía feliz en España. No en esta España de Franco, tampoco en la España que le había formado tal como era y que había formado a otras gentes tal como eran. La muchacha con los dedos chamuscados… No, no era sólo esto.

Se quedó quieto, boca arriba, agotado por esta tempestad en su cabeza. Y a su mente vacía vino un recuerdo de dos años antes. Mary y él habían ido en autobús al sur de Inglaterra, porque querían conocer la playa de Brighton. Fue hacia fines de mayo. En el camino pasaron un largo trozo de carretera que corría en la falda de un cerro y dominaba, como desde un balcón, una inmensa llanura suavemente ondulada, verde, muy verde, absolutamente inglesa. Los campos moteados con casitas y granjas, arroyuelos azul y plata enroscándose entre la hierba jugosa, las laderas salpicadas de florecillas amarillas y blancas. Vacas canela y blanco, negro y blanco, dispersas por el paisaje, rumiando perezosas, y pajarillos diminutos revoloteando en todas partes: en los campos, en las cercas donde la primavera estaba en flor, y en el cielo bajo y azul pintarrajeado de nubes de algodón. Sin darse cuenta, Antolín había dicho en español, en voz alta: «Tirar una piedra aquí sería una blasfemia». Cuando Mary le miró asombrada, explicó: por un momento había imaginado, sobrepuesta en el paisaje inglés, la llanura pelada de Castilla, la tierra parda cocida de sol, seca y dura, la línea esquelética de los postes del telégrafo, el pajarraco negro y solitario y el perro flacucho que incitaba al viajero a agarrar un terrón y tirárselo. No por brutalidad sino por la necesidad de afirmarse como un ser vivo bajo el cielo sin fondo, frente a la tierra implacable.

Antolín se tiró de la cama y abrió los dos grifos del agua. Su gorgoteo y sus salpicaduras le disiparon el tumulto de ideas que llenaba su cabeza y le dejaron aliviado, pasivo, con un vago deseo físico. Le hubiera gustado ver a Mary sobre el lecho vacío. Había contado los días desde que se separaron. De pronto recordó el contacto de la carne firme, bajo seda, del muslo de la muchacha, la última noche. Había sido un tonto en no acostarse con ella. Se sentía avergonzado y no sabía si era por este pensamiento irremediable o por no haberlo hecho.

Se vistió cuidadosamente, porque le entretenía. Antes de terminar, la doncellita llamó a la puerta y entró con su descaro ingenuo:

—Abajo hay una señora que quiere verle, y ¡guapa que es! Le espera en el comedor.

Su visitante le era completamente extraña. Una mujer hermosa, como la pizpireta muchacha había acentuado. Se levantó y le dijo:

—¿Usted es el señor Antolín, verdad? Naturalmente, usted no sabe quién soy yo. Soy una amiga de Eusebio. Me llamo Conchita, bueno, todo el mundo me llama Conchita, porque esto de María de la Concepción es más largo que un tren de mercancías, ¿no le parece? —Se echó a reír con una risa fresca de un niño travieso y Antolín tuvo que reír con ella.

—¿Y qué puedo hacer por usted o por Eusebio? Pero, no, ya me lo dirá. ¿Ha desayunado usted?

—Sí, aunque para decir la verdad, como si no. Un tazón de agua de castañas y un bollo. Me puedo comer seis desayunos iguales todos los días.

—Bueno, entonces va a desayunar conmigo, aunque me parece que el café aquí no va a ser mucho mejor. Pero espere, todavía me queda un poco de café en mi cuarto y si se lo pido a doña Felisa, vamos a tener café de verdad.

—¿De verdad? ¿De Londres? ¿Verdadero café?

—Verdadero café, se lo juro.

—¡Ay que tío más salao! —Conchita se mordió la lengua y enrojeció—. ¡Qué diablos!, me tiene usted que tomar como soy. No lo puedo remediar, cuando se me viene a la lengua lo suelto, porque si no reviento. La última vez que me invitaron a café de verdad le di al amo de la casa tal beso que su mujer me pellizcó y me hizo un cardenal como un duro. Pero esto hace mucho tiempo.

Antolín tocó el timbre y doña Felisa apareció tan en el acto que era perfectamente claro que estaba aguardando su oportunidad para ver quién era la visitante de Antolín. Entró ostentosamente, con su manojo de llaves en una mano y sus gafas colgando sobre el pecho. Las gafas eran un arma terrible que sabía usar diestramente cuando quería hacerse antipática a alguien.

—Bueno días, don Antolín. ¿Ha llamado? La muchacha le va a traer en seguidita el desayuno. Supongo que es lo que usted quería. Hoy ha madrugado mucho… ¡Ah!, pero ya veo que tiene usted visita. —Se inclinó ligeramente en la dirección de Conchita—. ¿Va a tomar café con usted la señora?

Conchita estalló en risa:

—¡Atiza, «la señora»!

Doña Felisa le miró la cara franca y vivaz, y sonrió:

—Hijita, como quiera. Conste que no he querido ofenderla.

—No, si no me ha ofendido, sólo que me ha hecho reír eso de «la señora».

Antolín, contento de ver que a doña Felisa le había caído en gracia Conchita, hacia la que se sentía responsable, sin saber por qué, explicó a su patrona dónde estaba en su cuarto la preciada lata de café, y le pidió que se la diera a la cocinera para que hiciera un buen café para todos:

—Creo que aún hay para dos tacitas cada uno, incluyéndola a usted, doña Felisa.

—¿Dárselo a la cocinera? ¡Este hombre está loco! Lo voy a hacer yo misma, si no quiere que se lo beba ella y nos dé café del nuestro, que ya sabe a lo que sabe. Espero que no se me haya olvidado cómo hacer café, aunque con estos ladrones de estraperlo pidiendo sesenta pesetas por un kilo, ni yo misma lo puedo tomar; los huéspedes, mala suerte para ellos, pero por lo que pagan no pueden pedir gollerías. Bueno, en un minutito está hecho, don Antolín. Aunque me parece que tiene usted buena compañía…

Cuando doña Felisa salió, Conchita empezó a explicar por qué había venido:

—Ha sido el señor Eusebio que creía…

—Mire, Conchita, deje la historia hasta que hayamos tomado el famoso café. Después prometo no interrumpirla. Además, tengo que confesar que me zumba la cabeza. Ayer no he parado un minuto y me he ido a la cama muy tarde.

—¿Conque de juerguecita? Nadie creería que usted también es de ésos. Todavía está malito el señor.

—Sí, Conchita, muy malito; me hace falta que me cure alguien como usted. —Antolín se interrumpió, sorprendido él mismo de lo que acababa de decir, y miró a Conchita que a su vez le estaba mirando con ojos curiosos y descarados. Era verdad. Se sentía a gusto con ella. Le recordaba a Mary, no en el tipo, pero sí en su aplomo alegre y su piel bajo la que se veía un torrente de vitalidad.

Conchita puso ambos codos sobre la mesa, arqueó cómicamente las cejas y dijo:

—Creía que era usted mucho más viejo, por lo que el señor Eusebio me ha contado; y diferente, muy diferente.

—¡Ay!, mi hijita, tengo cincuenta, que ya es bastante.

—No, me está tomando el pelo.

—No, es el clima inglés. No hay sol y yo tengo la piel como las nalguitas de un niño.

—Usted lo que es, es un tío guasa. Lo que tiene en vez de cincuenta es mucha presunción y mucha cáscara. Conozco un montón de tíos de cincuenta, y los que no son tripudos, chochean ya.

Aquello no era más que un juego que los tenderos saben manejar muy bien, pero Antolín no podía evitar su contento. Hasta pudiera ser que ella lo dijera de verdad, sin saber que estaba atizando una de sus mayores vanidades.

—Me crea o no, Conchita, es la pura verdad. ¿No le ha contado Eusebio que mi chico mayor tiene ya veinticinco?

Sabía ella demasiado del hijo mayor de Antolín, y no para meterse en terreno resbaladizo, exageró la adulación:

—Sí, me lo ha contado, pero eso no quiere decir nada; me apuesto que usted empezó tempranito.

—Ahora me llama un calavera. Aún, si me hubiera encontrado con una criatura como usted… ¿Cuántos años tiene, se puede saber?

—No, señor, no se puede saber. Para servirle, escoja entre veintitrés y cincuenta.

No, Antolín nunca había tenido la gracia del chulín madrileño. Le hubiera gustado seguir el tiroteo de frases que le alegraban y le despejaban la cabeza, pero la lengua se le trababa. Cambió de tema:

—Si la edad es un secreto, guárdelo, pero al menos dígame de qué conoce a mi viejo amigo Eusebio.

La cara de Conchita se le iluminó con una sonrisa:

—Soy su masajista.

Antolín soltó una carcajada. Sólo al diablo se le podía ocurrir la idea de Eusebio sometiéndose a masajes. Conchita afirmó con seriedad burlona:

—Sí, señor, su masajista, aunque no lo crea. Le puedo decir cuántos lunares tiene en el espinazo. Y lo que es mejor aún, su masajista gratis, por capricho. Está ya viejo y seco, pero aún es divertido hacerle cosquillas. —Se puso seria—. Es verdad, aunque parezca cómico. Somos vecinos y el pobre hombre está frito con reumatismo en los riñones. Lo que los médicos llaman lumbago. Y le gusta que yo le dé friegas.

—Entonces, ¿es usted su enfermera?

—Mucho más. Soy una doctora. Sin título, pero doctora de cuerpo entero. ¿Se cree que es otra broma, no? Pero es verdad. Míreme la boca y se convence.

Abrió la boca de par en par y se inclinó a través de la mesa, casi tocando la cara asombrada de Antolín. Después cerro la boca de golpe, se enderezó y dijo:

—¿Qué, lo ha visto?

—Maravilloso, Conchita, maravilloso. Usted es la ruina de dentistas y boticarios.

—Usted está ciego, vamos. ¡Mire!

Volvió a abrir la boca y apuntó con un dedo a su paladar.

—¡De verdad! Yo no veo nada más que unos dientes magníficos y una lengüecita muy limpia.

—¡Y luego dicen que la gente que va al extranjero aprende! Si tuviera ojos en la cara, habría visto que tengo en el paladar la cruz de Caravaca.

Antolín se preguntó desconcertado qué nueva broma se le había ocurrido a la muchacha:

—¿Y qué quiere decir eso? Lo siento, pero no tengo la menor idea de la crucecita esa.

Conchita se irritó un poco:

—Hasta los niños de teta lo saben. Si una nace con la cruz de Caravaca, tiene el don. ¿Tampoco sabe lo que es? ¿Dónde ha ido a la escuela, señor Antolín? Porque en Madrid no ha sido. Tal vez en Londres, donde saben todo lo que no sirve para nada. Mire, si una tiene el don, puede curar a la gente. Un par de besitos si están malos, y un par de lametones si es una herida. Y esto es mejor que el hueso de un santo contra la mordedura de perro rabioso.

Antolín recordaba ahora una superstición semejante entre gente de los pueblos y empezaba a creer, contra su voluntad, que Conchita estaba hablando en serio:

—Entonces, ¿es así como se gana la vida? —La respuesta de ella le confundió de nuevo:

—No sólo esto; también hablo con los espíritus.

Su incredulidad patente la hirió. Quería que se riera con ella, pero no de ella. Mucho más seriamente y con muchos más detalles, le contó su trabajo como curandera y como médium. Le daba detalles esquemáticos de sus enfermos, de sus enfermedades, de sus creencias, pero en ellos existía un fondo de ironía. No quería que la tomara ni por una charlatana sin vergüenza, ni tampoco por una creyente estúpida que explotaba a otros creyentes no menos estúpidos que ella. Quería que le creyera a pesar de la ambigüedad de su profesión (le parecía que debía pensar sobre ella como su marido muerto), porque tarde o temprano tendría que contarle todo lo que ella sabía, y temía, sobre su familia. En aquel mismo momento le costaba trabajo no contarle lo que pensaba de la señora Luisa, que era, extrañamente, su propia mujer.

Antolín no se enteraba de estas subcorrientes en lo que estaba diciendo. Estaba disfrutando enormemente con su voz cálida, viéndola gesticular como un animal joven rebosante de vida, riéndose con sus bromas. Cuando doña Felisa entró, seguida solemnemente por una camarera que llevaba en una bandeja toda la parafernalia, incluso una cafetera de plata cuyo lustre inmaculado denunciaba que acababa de recibirlo para la fiesta, se sintió casi enfadado.

La propia doña Felisa sirvió el café; dijo que no quería perder ni una bocanada «del delicioso aroma». Después se marchó a disfrutar su tacita a solas con una copita de anís, según su propia confesión. Pero cuando Conchita y Antolín se quedaron solos, su alegría sobre el café era mucho menos exuberante, y la brillantez de la charla de ella se evaporó con los últimos sorbos.

—Ahora tengo que contarle a qué he venido —dijo.

Sin darle importancia, Antolín replicó:

—Bueno, ¿qué pasa? —Por el tono, ella se dio cuenta de que no estaba de buen humor para noticias serias, y le daba pena molestarle:

—Nada bueno. Ayer por la mañana, cuando el señor Eusebio vino a casa a cenar, le estaban esperando dos de la secreta y comenzaron a preguntarle cosas sobre usted. Quién era, de qué le conocía, qué había venido a hacer aquí, por qué había ido a verle a la pensión, por qué no estaba usted en su casa, en fin, una porción de cosas. Como es un viejo zorro pensó: «Si ahora me voy a ver a Antolín, estos condenados me van a seguir y me la cargo». Porque, sabe usted, señor Antolín, por cosas más pequeñas que ésta, estos cerdos han roto los huesos a más de uno. Sin hablar de meterlos en la cárcel como primera providencia. Bueno, a lo que iba, era el día para sus friegas, así que vino a casa y me dijo: «Me vas a hacer un favor, Conchita. Mañana vas a ir a ver a mi amigo Antolín tempranito, antes de que se marche de casa, y le vas a contar lo que ha pasado, para que él sepa lo que tiene que hacer. Dile que yo les he contado a estos cabrones que ha venido para asuntos de familia y nada más; pero que no sea tonto, y si ha traído algo que le pueda comprometer, que se deshaga de ello para que no le pillen con las manos en la masa». Y esto es todo.

—¿Qué se creen, que he venido a matar a Franco?

—Yo no sé lo que se creen, pero el señor Eusebio me ha dicho que usted era uno de los nuestros durante la guerra, y que a lo mejor había traído algo de Londres o de París, cartas o listas de no sé qué. Ahora ya está advertido.

Antolín sintió un remordimiento agudo. No, no había traído ningún encargo político. Se sintió pequeñito. Eusebio le había creído algo importante; Conchita le iba a mirar con desprecio. Pero la verdad era que su viaje era completamente inocente, tal vez completamente egoísta. Ni aun la policía de Franco podía verlo con otros ojos —al menos esperaba que así fuera—. Le vino a la cabeza la frase «germ carrier», así en inglés, pero rechazó la idea de que fuera a infectar a sus amigos, de que fuera a ponerles en peligro. No. Se movió siguiendo una oleada lenta de excitación sensual. Cada vez que Conchita se había movido en uno de sus movimientos espontáneos, sus piernas se habían tocado. Estiró las suyas aún más, bajo la mesita estrecha, y preguntó perezosamente:

—¿Usted cree que eso es serio? Supongo que es una rutina policíaca.

—Puede ser mucho más serio de lo que parece. Una vez que se fijan en uno, ya no le dejan en paz. Le podría contar historias, pero no quiero. Supongo que nada va a pasar, si les dice que está aquí para arreglar todo el lío de su familia. A lo mejor se lo creen, con suerte.

—Pero tengo un pasaporte inglés.

—¿Y qué? Con pasaporte inglés o chino, si no les gusta usted, se lo cargan. Es muy fácil decir que se ha escurrido en una cáscara de melón y que se ha roto la coronilla contra el borde de la acera. —Después agregó en voz bajita—: Y al señor Eusebio se lo cargan, seguro.

Pero Antolín estaba determinado a no asustarse. No le impresionaron sus palabras. Lo que estaba mirando era el bailoteo excitante de una crucecita de plata que ella llevaba colgando de una cadenita. La cruz oscilaba libre, exactamente sobre el surco suave de sus pechos, donde ella se había entreabierto el pañuelo. Seguramente la plata, si se tocaba, estaba caliente, caliente de su piel firme y cálida.

Estalló:

—¿Sabe usted que es una hermosa mujer, Conchita?

Conchita ladeó la cabeza y puso ojos picaros:

—¡Anda, Dios! Yo creía que el señor había venido desde Inglaterra para hacer las paces con su mujercita y ahora resulta que lo que quiere es un apaño.

Antolín enrojeció y retiró su pierna a toda prisa.

Conchita se echó a reír:

—No se haga el niño tonto —dijo con tono maternal, lleno de guasa—. ¿Es que se ha creído que no me he dado cuenta de que tenía una pierna pegada a la mía como si la hubiera untado con cola? Gracias a Dios que no lleva usted ligas y no me ha hecho unas carreras en mis medias de seda.

—Entonces…

—Entonces, ¿qué? ¡Tío tonto! Estese quietecito y cállese, si es que quiere que seamos buenos amigos.

Toda la energía que encierran dentro de sí los hombres tímidos estalló de pronto en Antolín. Aprisionó la pierna de Conchita entre las dos suyas y se apoderó de su mano derecha que descansaba sobre la mesa.

—Así que se estaba dando cuenta y no ha dicho nada. Le gusta, ¡vamos!

—¡Qué preguntas! Ni que fuera tonto el hombre. —Se inclinó hacia adelante y le miró a la cara con ojos brillantes de risa. Tenía los labios ligeramente húmedos. Antolín los besó. Una de las cucharillas brincó de un platillo y tintineó sobre el cristal que cubría la mesa que los separaba. Volvieron a sentarse muy erectos y se quedaron mirando:

—Ya la hemos armado —dijo Conchita.

—No se ha armado nada. Los dos estamos ya destetados y si las cosas vienen así, hay que tomarlas como vienen. No he venido aquí en busca de un apaño, y es verdad. Pero me gusta, me gusta más, mucho más que otras mujeres que he conocido. Y si yo le gusto, pues no hace falta más.

—¡Vaya un sermón, padre! Siempre me habían dicho que los tímidos son los peores, pero hasta ahora no me ha gustado ninguno. Hasta ahora. No, no, quietecito, que «bolita de sebo» no va a tardar mucho en venir con sus lentes puestos. A no ser que se haya dormido sobre el café.

—Pero esto no puede quedar así, y usted lo sabe.

En voz baja replicó:

—No, esto se hincha. Bueno, en serio. Yo me voy, que son ya cerca de las diez. Claro que nos tenemos que ver. Esta tarde a las seis, ¿le conviene?

Discutieron tranquilamente el mejor sitio donde podían encontrarse y no hicieron más planes. Cuando doña Felisa vino, sus ojos agudos no notaron más que un poquito de color en las mejillas de su huésped.

Una ancha franja de sol caía sobre la mesa y hacía difícil para Amelia el colocar el espejo en buena posición. En su cuartucho no había ni luz ni sitio para vestirse y a esta hora la sala comedor era suya por completo. Su madre zascandileaba en la cocina y los dos hombres estaban aún roncando. Contrajo los labios con disgusto. Era un ruido asqueroso que iba siempre junto con el olor a hombre que tanto odiaba.

Hoy se le ahuecaba el pelo fácilmente. No lo hacía por vanidad, sino por deber; tenía el deber de hacerse atractiva hoy. Siempre se cuidaba más los domingos. La parábola de las Vírgenes Prudentes y de las Fatuas la había impresionado cuando era aún niña. Una vez le había preguntado al padre Santiago sobre ello —era más fácil preguntarle a él que a la madre superiora—, y el padre le había felicitado por su interpretación de la historia.

¿Por qué le había hecho su madre aquella idiota pregunta? Si quería mucho a su padre, ¡vamos! Le había contestado: «¡Mamá, qué preguntas tienes!». Claro que quería a su padre. Era su obligación. No al hombre que olía a tabaco y a macho, sino al padre que Dios le había dado. Si no le mostraba los sentimientos que él esperaba de ella (y ya se había dado cuenta del hambre que tenía de su cariño, y del miedo de no tenerlo), no podía esperar influenciarle en lo más mínimo.

Tenía las manos frías y pegajosas. Se las frotó con polvos de talco y después se dio colorete en las mejillas. No le iba a durar y no le importaba, prefería aparecer pálida. Los labios eran los que tal vez estaban demasiado pálidos, pero no podía aguantar el sabor y el olor de la barrita de carmín. Seguramente era mucho más distinguido dejarse la piel limpia. Dionisio —se le frunció el entrecejo al pensamiento del novio que la abandonó— solía gruñir por su falta de coquetería, su antipatía por pintarse. La acusaba de no tener instintos femeninos; pero lo que en realidad quería decir es que le faltaban los bajos instintos de la hembra. Era verdad que la coquetería —coquetería inocente— hacía a los hombres más cariñosos y más atentos. Había tenido la prueba con su padre. También una vez lo había probado con el padre Santiago, para vergüenza suya, pero entonces tenía sólo dieciséis años. Las compañeras que flirteaban descaradamente con su consejero espiritual lo habían provocado. Nunca iba a olvidar la rigurosidad del Padre en el confesionario y la caridad y sabiduría con la cual le había mostrado un objetivo mucho más digno que su ambición.

Tenía que darse prisa. El padre Santiago confiaba en su coraje moral hoy, pero necesitaba que la fortaleciera antes con sus palabras. Le hubiera gustado ir a la primera misa, pero la escena repugnante con sus hermanos la noche anterior la había sacudido de tal manera que por la mañana se había dormido.

¿Dónde había puesto la mantilla? Se la colocó cuidadosamente sobre la peineta, bajita, casi invisible —los rizos le caían bien— y prendió los extremos de la prenda sobre su pecho liso. Rosario, Rosario, libro de misa, guantes, su bolsillo nuevo. ¿Estaba bien derecha la costura de sus medias de nylon? Pasó un dedo a lo largo de ellas y acarició furtivamente la piel de sus nuevos zapatos. Cuando se enderezó, sintió un zumbido en los oídos y una sensación de mareo. Le ocurría siempre que se agachaba.

—Me voy a misa, mamá.

—No te entretengas después de la misa. Tienes que ayudarme a preparar la comida. —La señora Luisa entró en la habitación secándose las manos en el delantal—. ¡Oh! Te has vuelto elegante… No te olvides de pedir en el convento los cubiertos. Si les dices que don Santiago quiere que demos buena impresión a tu padre, no te los van a negar. Tu madre le tiene sin cuidado.

—¡Mamá, no empieces otra vez!

—No, no te preocupes, es tarde para que nadie se preocupe de lo que una padece. —La señora Luisa dio media vuelta y cerró la puerta secamente.

A los ojos de Amelia acudieron las lagrimitas tontas que nunca podía evitar. Bajó las escaleras tan deprisa como podía con sus tacones altos. Su madre la odiaba; la había odiado siempre porque ocupaba el sitio que Teresita debía haber tenido. Pero ella no había pedido venir al mundo, había sido la voluntad de Dios obrando a través de sus padres. Había tratado de portarse como una buena hija hasta cuando su madre la martirizaba con sus pullas. Si la buenas Hermanas no se hubieran preocupado de ella, sería peor que una huérfana. El padre Santiago la había llamado una vez «una huérfana espiritual». La había escogido entre las otras y había abierto su alma a un consuelo más alto. ¡Oh, ahora estaba cerca de cometer el pecado de orgullo! Si era menos pecadora que sus hermanos (rechazó la idea de que también lo era menos que sus padres), su responsabilidad era mayor aún. Hoy tenía que ponerla a prueba. En su garganta flaca sentía un latido de sangre.

Cuando se hubo confesado y recibido la absolución por sus pecados veniales, continuó de rodillas.

—Padre, me siento débil, tengo miedo de hoy.

Tiernamente, la voz amada replicó:

—No tengas miedo, hija, los ángeles te acompañan. ¿De qué tienes miedo?

Titubeó:

—No sé qué es lo que mi padre piensa verdaderamente. Usted me dijo que estaba dolido porque éramos extraños para él, pero él es peor que un extraño. Padre, ¿cree usted de verdad que yo puedo influenciarlo?

—Estoy seguro. Ya sabes lo que te he dicho de mi conversación con él. No es malo, es sólo débil. Lleva dentro una chispita de verdadera fe, pero él mismo se pelea contra ella. Si llega a creer que tú también le rechazas, igual que tus hermanos, y, siento decirlo, tu madre, se afianzará en sus errores. Pero si con cariños y mimos le muestras que el equivocado es él, tratará de arrepentirse, que es lo que queremos, ¿no es verdad, hija?

—Sí, Padre, pero si dice que quiere vivir con nosotros, se estropeará todo, porque no habrá más que disgustos y más disgustos, y al final se lavará las manos de nosotros, incluso de mí.

—No me parece a mí que tu padre va a elegir esa forma de enmendar sus yerros. —La voz tras la celosía del confesionario tomó un tono sarcástico—: Tienes mucha razón cuando dices que esto llevaría a más disgustos. Me temo que tus hermanos y, siento decirlo, tu madre, han ido muy lejos en el camino de la perdición para salvar a un hombre que a su vez a perdido el timón y va a la deriva. También —murmuró la voz—, esto podría llevarle a actos de rebeldía. He oído que está muy encariñado con las ideas inglesas y habla demasiado de ellas, dando un mal ejemplo… Pero como decía antes, no creo que vaya a quedarse en Madrid por mucho tiempo. Dudo que haya algo aquí que le retenga y además no podría ajustarse a nuestra manera de vivir. De todas formas se marchará. Pero es nuestro deber, mejor dicho el tuyo, no dejarle marchar hasta que haya cumplido sus obligaciones. Y tú sabes que es el cumplimiento de tu vocación lo que está en la balanza.

—Sí, padre. Estoy deseando comenzar el noviciado. No tengo casa. Pero mi padre me dará la dote, estoy casi segura. Sólo, ¿por qué…? —Tartamudeó y se quedó en silencio.

—Sí, hija. ¿Qué ibas a decir? Dilo, no te dé vergüenza.

—No crea que soy tonta, padre, es sólo que no entiendo por qué ha querido usted que venga a comer con nosotros hoy, si cree que tengo razón con mis miedos. Esta visita puede llevar a…, bueno, usted me entiende. Mi madre quiere que tome un piso… y, naturalmente, que nos saque a todos de este cuchitril, pero…

—Me asombras, hija. Tu padre no pondrá casa con tu madre, tus hermanos y tú, porque no lo lleva dentro. Ya te lo he dicho. Pero no se pude permitir que un hombre siga adoptando una actitud frívola ante los más sagrados lazos. Sólo cuando se enfrente con tu familia, que es la suya, se dará cuenta de que no le van a salvar sus vacilaciones y sus quejas, sino que tiene que resignarse a su suerte y dedicar sus días a trabajar por los suyos. Ya va a enterarse de que cualquier ayuda material a tus hermanos sólo serviría para acelerar su ruina. Aunque los dos están cerca de ella de todas maneras; tal vez tu hermano Pedro no, tiene algo bueno dentro aún. Deja a tu padre, si quiere, poner un piso a tu madre; tal vez abandone así sus prácticas infernales, aunque me temo que… No tiene importancia lo que iba a decir. Aun si la reunión de hoy lleva a una escena que revuelva tus sentimientos, tu padre se sentirá agobiado por el peso de su responsabilidad; posiblemente más que si nada pasa. Va a sentir la necesidad de obrar y entonces se va a dar cuenta de que tú eres la única que simpatiza con él, que le quiere, el único ser humano que es suyo. Y tratará de hacer lo mejor por ti, estoy seguro. Hasta he oído que, pero esto no son más que rumores, sus probabilidades de buenos negocios son muy grandes.

—Una cosa, Padre. ¿Puedo preguntarle una cosa más?

—Sí, hija.

—No sé cómo decirlo, pero creo que mi padre quiere que yo me case. Usted se acordará de que ya una vez me escribió una carta indecente, diciéndome que debía tener un novio y salir y divertirme. Por esto es por lo que me ha comprado estas cosas. Naturalmente, yo me he alegrado mucho de que pensara en mí, y he estado muy cariñosa con él, de verdad, Padre, aunque me parecía raro hacerlo con un hombre que no conozco, aunque sea mi propio padre.

—Termina, hija. ¿Qué es lo que querías preguntar?

—¿No cree usted que se va a enfadar cuando se entere de mis planes?

—¿Le has dicho algo de ellos? ¿Una indirecta o algo?

—No, Padre. Usted me dijo que no lo hiciera. ¿Pero qué va a pasar si pone dinero a mi nombre (y yo creo que puedo convencerle), y después se entera de que lo uso para mi dote en el convento?

—El dinero no puede reclamarlo, si es eso lo que te preocupa. Bueno, Amelia, sé valiente. Hoy no tienes que fallar a la Madre Superiora, ni a mí. Recuerda la corona de espinas del Señor y la corona de flores que a ti te aguarda. Acuérdate también de los años de tu niñez, abandonada y sola. Nada de esto, ni tu juventud, habrá sido en vano, si te conviertes en el instrumento de la salvación de tu padre. Nuestras oraciones te acompañan, nuestra Señora vela por su hija.

Mientras la voz recitaba sonora sobre la cabeza inclinada de la muchacha, un monaguillo cruzó la nave agitando una campanilla que llamaba a misa.