Capítulo VII

Antolín se quedó mirando a su visitante en silencio y disgusto. No le contestó. Al cabo de unos momentos, como el silencio exigiera comentarios, el sacerdote dijo:

—Entiendo perfectamente su reacción. Al fin y al cabo es usted su padre, pero tenga en cuenta que yo soy su padre espiritual. No importa; vamos a dejar esto a un lado y vamos a hablar como hombres.

Antolín no encontraba una respuesta. Si se hubiera dejado llevar por su primer impulso, hubiera agarrado al intruso por los vuelos del manteo y le habría echado violentamente de la habitación. Sabía que esto era imposible. Tenía miedo de cualquier violencia y muchísimo más de un escándalo público como el que se produciría inevitablemente tratándose de un cura. Además, le gustara o no, no podía negar que los hábitos religiosos le producían un respeto innato. Y por último, aunque odiaba la situación que le hacía ridículo a sus propios ojos, le acuciaba la curiosidad por saber la parte que su hija jugaba en este asunto. Así, lo único que hizo fue mirar a la cara de don Santiago e inclinar la cabeza en una forma que podrían tomarse por una conformidad a sus últimas palabras. Don Santiago lo interpretó así y continuó, poniendo en cada frase un énfasis pomposo:

—Creo que éste es un punto en el que ambos estamos de acuerdo, señor Moreno. Usted y yo queremos, no diré la felicidad de Amelia, porque la felicidad de Amelia no es de este mundo, pero sí su bienestar. Usted puede concebir esto primordialmente en términos materiales, yo lo concibo en términos espirituales, que no son incompatibles absolutamente, como podría parecer, sino todo lo contrario, ligados íntimamente como el cuerpo y el alma.

—Aprecio todo lo que usted dice, don Santiago, pero francamente, no veo qué tiene usted que ver en un asunto de familia privado. Por lo que yo sé, nadie ha provocado ningún problema espiritual, o si prefiere llamarlo así, religioso, que guarde relación con ello.

—Pero, mi querido Antolín (y perdone que le llame así: no es que me esté tomando una libertad, es que nuestras posiciones respectivas en el caso nos imponen una cierta intimidad), mi querido Antolín, es absolutamente imposible establecer una línea divisoria entre la vida práctica y la vida espiritual. No voy a violar ningún secreto de confesión si me permito decir que Amelia me ha contado todas y cada una de las trágicas experiencias por las cuales ha pasado su familia. ¡Por Dios!, no me tome por uno de esos curas fanáticos que abundan en nuestro país. Me doy cuenta de las cosas y sé cómo contemporizar. Para mí, usted no es simplemente un hombre que abandonó a su familia, sino un hombre que bajo las circunstancias que no podía cambiar, que eran más fuertes que su voluntad, adoptó una decisión que, esto sí debo dejarlo claro, yo personalmente considero errónea, y como un resultado de ella se vio forzado a abandonar nuestra patria y desprenderse de su familia. De todo lo que ha pasado después, perdone que le diga, yo sé más que usted. Amelia, que es una buena cristiana, no tiene secretos para su confesor, y es un ser humano a quien yo conozco mejor y más íntimamente, estoy convencido de ello, que usted, su propio padre.

—Sí, lo admito, pero lo que yo quiero preguntarle es, exactamente, a qué ha venido a verme. Hasta ahora está usted hablando no sólo de las cosas que se refieren a mi hija y a los secretos que le haya confiado en confesión, sino también a un problema que yo encuentro muy difícil y complicado, el problema de cómo rehacer una familia.

—Exactamente, ése es el problema. Ha puesto usted el dedo en la llaga. Y esto me prueba, don Antolín, que no es usted uno de esos rojos cínicos que existen, sino un hombre de sensibilidad (y hasta me atrevería a decir arrepentido), que quiere reparar el daño hecho. No, no, no se irrite, el daño hecho sin intención, claro. Y aquí es precisamente donde yo tengo una misión que cumplir. Estoy aquí para decirle, como un sacerdote, en nombre de la Caridad Cristiana, que usted tiene el deber de recobrar su puesto como cabeza de su familia, como su mentor y protector. Yo estoy aquí para fortalecerle en sus intenciones. Estoy aquí para, reforzando lo que le pido en nombre de nuestra santa religión, suplicarle por el bien de mi hija espiritual, su hija Amelia, que merece que se le devuelva a su padre carnal, a quien quiere entrañablemente, como usted sabe muy bien, don Antolín.

Si la manera de hablar de don Santiago hubiera sido más sencilla, menos grandilocuente y retorcida, Antolín se habría conmovido. Quería conmoverse, liberar sus emociones comprimidas. Las palabras del sacerdote le habían tocado aun a pesar de la barrera espesa del lenguaje, le habían mostrado claramente el impulso que le había forzado a venir a España: su deseo de recobrar su sitio de jefe de familia y de hacer todo lo que pudiera para su felicidad. Detrás de este deseo reconocía el sentido de deber que le había enseñado por la religión, de la cual este sacerdote ante él era un exponente vivo. Las palabras pomposas y retumbantes tenían un sonido familiar, atrayente y consolador. Le devolvían a sus orígenes. Exactamente como el blando colchón de lana, que en realidad detestaba, pero en el cual se hundía cada noche, en este cuarto frío de hotel, con una sensación de descanso, porque carecía de sentido el enfadarse o el resistir su blanda caricia.

Lo pensó: «Es muy sencillo, he pecado, debo hacer penitencia». La dificultad consistía en que él quería expiar su falta, no ser perdonado; su penitencia tenía sentido únicamente si a través de ella convertía en su bien el mal que había hecho. Tal vez don Santiago le mostraría cómo resolver esta dificultad, si se la explicaba honradamente.

—Mire, Padre —hasta entonces no había usado este título—, este problema es realmente mi problema personal, no el de mi mujer y mis chicos. Déjeme que se lo explique brevemente: yo me marché de España, como hicieron miles como yo, para salvar el pellejo. Todos, todos nos llevamos con nosotros la memoria de todo lo que queríamos, no sólo la mujer, los padres o los hijos sino todo lo que había sido muestra vida hasta entonces: Madrid y sus calles, el aire y el sol… Creo que me entiende. Hemos vivido en países extranjeros por diez años, siempre recordando y siempre enalteciendo nuestros recuerdos. Yo no tengo idea de cómo los otros encontrarían la realidad si volvieran mañana, yo sé solamente lo que la realidad me está mostrando: soy extranjero en un país extranjero. Estoy más solo aquí que nunca he estado en Londres. No puedo explicarlo bien. Naturalmente, hay un vacío de diez años entre medias, y diez años son la cuarta parte de mi vida consciente, sin contar los primeros diez años en los que uno vive en un mundo aparte. No hay duda de que yo he cambiado muchísimo, pero me parece que mi pueblo ha cambiado muchísimo más. Lo encuentro natural y lógico. Mis hijos eran niños y ahora son hombres, mi hija es una mujer. Sólo que, aunque esto lo entiendo, no encuentro manera de penetrar en su pensamiento. De mi mujer prefiero no hablar. Mucho antes de marcharme, no mucho antes de que estallara la Guerra Civil, no existía entre nosotros ese sentimiento que las gentes llaman amor, ni tampoco esa otra cosa que se toma por amor y que nos lleva al matrimonio.

Al cabo de unos segundos, Antolín continuó:

—En resumen, la realidad es que me encuentro cara a cara con cuatro extranjeros que por otro lado son mi mujer y mis hijos. Ni en uno solo de ellos he encontrado el hambre de cariño que me ha traído aquí. Lo único que encuentro en ellos es la convicción de que yo tengo deberes y ellos tienen derechos; que es su derecho no sólo el pedirme que cumpla con mis obligaciones, sino también hacer lo que ellos quieran que haga, porque todo es culpa mía y ahora tengo que pagar.

Don Santiago se estiró rígido en el asiento:

—Están en su derecho, don Antolín, en su derecho. Perdóneme que lo diga así, pero un sacerdote no puede desvirtuar la verdad. La falta es suya. Podemos admitir todas las circunstancias atenuantes que quiera (hace un momento yo mismo las detallé a su favor) pero la verdad desnuda es que el peso de la culpa cae sobre usted y sobre nadie más. Usted se lanzó a la Guerra Civil apoyando a los enemigos de la Fe y el Orden, apoyándolos activamente, fíjese en ello, y esto terminó llevándole a desertar de su país y familia. Si tengo que ser duro, perdóneme, pero no puedo evitarlo. Huyendo cometió usted otro pecado, negándose a confrontarse con las circunstancias de su primera ofensa. Y hasta diría que ha seguido pecando. Hace ya años que el Caudillo hizo un llamamiento a todos los españoles de verdad que tuvieran sus manos limpias, para que volvieran a su país que los necesitaba. En lugar de acudir a este llamamiento, cerró sus oídos y hasta llegó a renegar de su patria y convertirse en un súbdito inglés, el súbdito de un país hereje, donde Dios no existe.

Antolín sintió que la sangre le subía a la cabeza de rabia y vergüenza de haber desnudado lo íntimo de su ser a semejante hombre, con la esperanza simple de que le entendería y le ayudaría en su lucha, como un ser humano, como un cura o como ambas cosas. En lugar de darle pan, le lanzaba a la cara las piedras de la condenación oficial. El consuelo que le quedaba era que el otro le había interrumpido antes de que él se hubiera desnudado por completo. Esto le hacía más fácil encerrarse en sí mismo.

Don Santiago, que tenía de todo, menos de tonto, vio inmediatamente que perdía terreno con Antolín. No era un caso de tratarlo a patadas. Abrió la cara en una amplia sonrisa de camaradería y dijo alegremente:

—No tome a mal mis palabras: me he dejado llevar por el impulso de hacer un sermón, lo cual me atrevo a decir que no es extraño, pero de ninguna manera quería ofenderle. Créame, me hago cargo de todo, me doy cuenta de todas las debilidades humanas, y mi obligación es perdonarlas. Quería únicamente convencerle de su obligación de no dejar que se desmorone un hogar cristiano por culpa suya. Tendrá que tener mucha paciencia y sufrir con resignación; ¡acuérdese de que el timón está en sus manos fuertes, que han de aguantar las debilidades de los demás!

—Mire, don Santiago, para terminar una conversación que, como sabe, yo no he provocado y que se me está haciendo penosa, dígame, concretamente, ¿qué es lo que usted quiere?

—Como antes le dije, mi deseo es verle otra vez en el seno de su familia, construyendo un nuevo hogar que, claro es, no es obra de un día. Concretamente: lo que Amelia quiere y yo le ruego que haga, aunque esté fuera de mi papel, es que vaya usted a su casa y vea allí a los suyos, vea la miseria de su vida, hable abierta y francamente con todos ellos y que (pero esto es sólo nuestra esperanza) al fin se reúnan en un abrazo apretado y se lancen juntos a una nueva vida. Le necesitan, don Antolín. Con la excepción de Amelia, todos los demás miembros de su familia están corriendo riesgos tremendos ante Dios y ante los hombres. No sé si conoce usted lo que pasa, pero es mi deber informarle. Su hijo mayor está encenagado en el vicio, su hijo pequeño envenenado con las teorías fatales de los enemigos de Dios y de nuestro régimen, quiero decir, los comunistas. Y su esposa, siento decirlo, ha tomado un camino aún más peligroso, si cabe. Se abandona a prácticas diabólicas contrarias a las leyes de la Iglesia y del Estado. Don Antolín, los tres están arriesgando la condenación eterna, y el presidio también. Está en sus manos arrancarlos de ese peligro.

El cura hizo una larga pausa y terminó en un tono diferente:

—Pero, en fin, puesto que me pide que sea concreto, le daré este recado concreto de Amelia: me ha pedido que le diga a usted que le esperan en casa mañana a medio día, domingo, para comer todos juntos. En su nombre y en el mío, le ruego que no falte.

Don Santiago se levantó, se sacudió el manteo y tomó el sombrero. En el dintel de la puerta se volvió:

—¿Irá usted? —Con una sonrisa en la cara y una voz suave agregó—: No tenga miedo, a mí no me han invitado. Tampoco hubiera aceptado la invitación.

Antolín se sonrió débilmente y contestó:

—Iré, tarde o temprano tengo que hacerlo.

Acompañó al sacerdote hasta el descansillo y se quedó allí mirando cómo se deslizaba escaleras abajo la enorme sombra proyectada contra la pared, cómo cambiaba grotescamente su forma en cada revuelta, y cómo desaparecía en lo hondo. Cuando Antolín volvió a su cuarto, se encontró el camino cerrado por doña Felisa.

—¡Vaya, vaya, don Antolín, tiene usted visitas serias! —dijo.

Antolín hizo un gesto sin sentido y continuó su camino, pasando ante ella; pero ella le siguió como si no pudiera ser de otra manera, cerró la puerta del cuarto y dijo:

—Al menos, con amigos de esta clase, va usted a tener pocas dificultades con la policía.

Antolín se dejó caer en una silla, mitad enfadado, mitad agradecido de no estar solo, y habló sin tratar de pensar lo que decía:

—Perdóneme, estoy cansadísimo. Pero no es amigo mío, ni yo lo he llamado. Tampoco ha sido una visita agradable. No, absolutamente, no… Pero siéntese, doña Felisa. Aún me queda una gotita de ginebra para usted; ya sé que don Eduardito le hizo tomarle el gusto. A mí también me hace falta.

—Sí, amigo, tiene usted razón. Le calienta a uno, y es un buen desinfectante.

—Parece que no le gustan a usted los curas.

—No. No me gustan. Cuando entran en una casa, entra con ellos la negra. No vaya usted a pensar que soy mala cristiana, don Antolín. Pero nadie me va a convencer a mí que Nuestro Señor Jesucristo necesita estas cucarachas para que seamos buenos cristianos. Lo único que hacen es hacerle perder la fe a una. Usted no sabe… Desde que las cosas han cambiado en España, ellos son los amos. Y Dios le libre de tenerlos por enemigos, porque no le dejan en paz ni aun después de muerto. Le voy a contar una historia para que vea cómo están las cosas hoy. Tengo algunos parientes lejanos, mejor dicho, unos parientes de mi pobre Pepe, que en Gloria esté. Andan muy mal los pobres y viven como Dios quiere, en un agujero de piso en la calle Pacífico. Aunque no debía decirlo, les ayudo de vez en cuando porque el hombre murió; y de esto precisamente es de lo que quería hablarle. Era un buen hombre y trabajaba como un burro. Durante la guerra hizo lo mismo que otros muchos, pero estoy segura de que en su vida hizo daño a una mosca. Cuando la guerra se terminó, se las apañaron para crearse una manera de vivir, él, su mujer y su hija, que es una joya; pero en 1944 enfermó con ese mal que no hay médico que cure, y le llegó su última hora, como nos llegará a todos. El día antes de morirse, dos de esas damas catequistas o como se llamen, dos de esas brujas que siempre andan oliendo las sotanas, se presentaron en su casa y dijeron que debería confesarse y comulgar para que le pudieran dar la extremaunción, porque se estaba muriendo. La mujer y la hija trataron de echarlas porque él estaba oyendo cada palabra que decían —los cuartos son tan pequeños que andan pisándose unos a otros—, pero no había manera de echarlas. El viejo Antonio, que así se llamaba —y Dios le haya dado paz—, se sentó en la cama y les gritó. «Se podían ir a hacer puñetas», dijo, no quería confesarse ni que le untaran los pies con aceite, y si se empeñaban en gastar aceite, que se lo dieran a su mujer, que buena falta le hacía para guisar… Entiéndame bien, don Antolín, no es que yo esté conforme con esta manera de hablar; yo quiero irme de este mundo como Dios manda, con el saco de pecados vacío, y en paz con Él. Pero esto no es excusa para hacer lo que hicieron con el pobre Antonio, porque cada uno tiene sus creencias y el derecho de morirse como le dé la gana.

—¿Y qué pasó?

—La misma tarde tenían a la puerta al cura de la parroquia, echando chispas, diciendo que Antonio había insultado a dos de sus feligresas que trataban de arrancar un alma de las garras de Satanás. Y el enfermo tenía que confesarse y comulgar, dijo, porque se habían acabado los tiempos en que cada uno hacía lo que le daba la gana en España. Y si no lo hacía, se atendrían a las consecuencias. Bueno, el pobre Antonio no se anduvo por las ramas y le trató al cura lo mismo que a sus dos beatas, hasta que se marchó con viento fresco. Toda la vecindad oyó lo que le dijo, porque era julio y estaban de par en par todas las puertas y las ventanas. Al día siguiente se murió tan a gusto, gastando bromas a su mujer, su hija y los amigos hasta el fin. Y ahora viene la parte negra de la historia: la familia reunió todos los papeles del difunto, que también los muertos necesitan papeles y no sabe usted lo que le cuestan a uno, y fueron a arreglar el entierro. Entonces les dijeron que no podían enterrarle porque todos los cementerios de Madrid son ahora tierra consagrada y él había muerto en pecado mortal. Así que usted ve, no había dónde enterrarle, y le dejaron en aquel cuartucho en una caja de pino por cuatro días, don Antolín, cuatro días en julio, que al segundo día no había un vecino que pudiera parar en su casa. Se puede imaginar la que se armó. Pero nadie podía hacer nada, ni nadie sabía qué hacer, porque si protestaban, a lo mejor les metían en la cárcel. En la noche del cuarto día, antes del amanecer, dos vecinos se llevaron la caja escaleras abajo y la plantaron en medio de la calle del Pacífico, en plena vista de todos los que pasaban. Se lo tuvieron que llevar de allí, sabe Dios cómo, aunque fuera en el carro del Quemadero. Créame, don Antolín, yo soy una buena católica como antes le he dicho, pero si a mí me fuerzan a oír una misa dicha por el cura ese, me hago hereje antes… Así va usted a en tender lo que he pensado, cuando he visto al reverendo ese que se le metía en casa. Las cosas no pueden ir muy bien para don Antolín, pensé, si los cuervos acuden. En fin, a su salud, don Antolín y no haga mucho caso de mis cosas. Sólo que mire dónde pone el pie. ¿No era hoy cuando tenía su primera entrevista de negocios en Ricote? ¡Vaya un sitio de postín! Jesús, me voy, que es más que tarde. No debería usted dejarme abrir el grifo, porque ya sabe que cuando me pongo a hablar… ¡Hala!, vístase con su mejor traje inglés; y antes de que salga, ya le voy a dar un buen cepillazo.

Fuera del bar Ricote un ciego vendía billetes de lotería. Antolín se detuvo ante él y se quedó mirándole con una rebeldía furiosa. Se rehízo de su impulso y entró en el bar, resplandeciente de luces y níqueles, abriéndose camino entre la gente hasta que encontró un camarero que le indicó una mesa en el salón del fondo:

—Allí encontrará usted al coronel Caro y sus amigos, señor.

Con una sonrisa Antolín pensó en su propia carrera como maitre en Soho. Tenía su utilidad: ahora mismo le daba todo el aplomo que le hacía falta en un sitio tan descaradamente lujoso como aquél, el cuartel general de los señoritos de Madrid, donde había puesto sus pies. También le hacía fácil clasificar a los concurrentes: juerguistas, {granujas del mercado negro, sablistas, zorras profesionales, jóvenes degenerados con el bolsillo lleno de dinero. No era exactamente el sitio que él hubiera escogido para tratar de negocios; serios, pero tampoco se iba a dejar impresionar, si ésta había sido la idea que había tenido el señor Caro al citarle aquí. ¡Coronel Caro! No tenía que olvidar darle el título de su rango; los oficiales retirados son muy quisquillosos sobre esto.

El coronel, con el botón de la Gran Cruz de María Cristina en la solapa de su americana negra, su panza estrictamente encorsetada, su cara rojiza y blanducha, no muy distinta de la del padre Santiago, estaba bebiendo manzanilla con verdadero gusto. La muchacha acurrucada a su lado exhibía los pechos abundantes bajo una blusilla trasparente y de caderas más abundantes aún bajo una falda ceñida de satín negro que hacía el efecto desagradable de un pellejo de salchicha. Tenía una cara vacía y bobina. «Le gustan bastotas», pensó Antolín.

—¡Vaya, amigo Moreno, ya ha venido! Siéntese, siéntese. Justo a tiempo para beberse un vaso de manzanilla. Esta es Mari Luz. No trate de decirle nada, porque está borracha. No bebe más que porquerías. A mí, deme usted vino, vino andaluz y nada más que vino. Las mujeres que yo he conocido cuando era joven podían tumbar a un tío bajo la mesa con vino, ¿eh? Pero estas niñas peripatéticas de hoy con sus porquerías que huelen y saben a farmacia, no tienen aguante. Todas acaban histéricas y es una lástima. Mírela. No está mal, ¿eh, señor Moreno? —Y dio un azotazo en uno de los muslos de la muchacha.

Mari Luz abrió unos ojos enormes de vaca somnolienta y rompió a reír, mostrando dientes y encías. De pronto se puso seria y gruñó:

—No seas bestia.

El coronel pidió a gritos otro vaso y lo llenó de vino para Antolín; empujó hacia él los platillos de aperitivo, le pidió su opinión sobre el vino, y después se echó hacia atrás en el diván, satisfecho, con su brazo izquierdo abarcando la cintura de la mujer. Ella le dio un beso en la mejilla y canturreó:

—Cachito, dame diez duros.

Su protector se volvió orgullosamente hacia Antolín:

—¿Ve usted lo que decía? Todas las tardes es la misma historia. Tan pronto como se ha bebido tres vasos de veneno, le da el ataque de melancolía y tengo que comprarle una dosis de su medicina. Está bien, chica, llama y que te la traigan.

Mari Luz hizo una seña al camarero que se acercó de medio lado y puso en sus manos temblonas un papelito doblado. Sin disimular ni lo más mínimo, Mari Luz lo desdobló, vertió su contenido en el torso de su mano y sorbió los polvos por la nariz, primero por una ventanilla, después por la otra. Con un suspiro hondo cerró los ojos y se dejó caer hacia atrás en el diván.

—Ahora podemos hablar, señor Moreno, ya he visto por la carta del amigo Bernal que tengo que explicarle las cosas como si fuera un extranjero. Diez años es mucho tiempo. El mismo Bernal está fuera de contacto, pero es buen fulano y le ha puesto en buenas manos. Así que voy a hablar castellano claro; las cartas sobre la mesa, es lo que digo yo. En general tengo suerte con las cartas. —El coronel guiñó un ojo con ostentación—. Los detalles no importan. La situación es ésta: yo le puedo vender todo lo que me mande de Inglaterra. Té de la China o camiones de ocho toneladas. Aquí hace falta de todo. En cuanto a los cuartos, no se preocupe; hay dinero de sobra si se sabe dónde está. El punto es, ¿cómo podemos hacer un buen paquete de pesetas…? No, ¡de libras! Si fueran dólares, mejor, pero para mí las libras son buenas.

—Yo creo que los artículos que puedo ofrecerle se venderían bien aquí. Claro, hay la dificultad de las restricciones de moneda…

—Tonterías, hombre. Ni dificultad ni nada, si uno se conoce los trucos. La dificultad es otra muy distinta: esos ingleses toman las cosas muy en serio, hay que dárselo todo escrito en blanco y negro, tan correcto y tan legal…, aunque a mí no me la pegan. Lo que les interesa son las cuentas claras y en esto soy yo un viejo zorro. Esto ya lo vamos a discutir más tarde. Ahora, vamos a ver, ¿qué trae usted para mí?

—Pues, mi coronel, en primer lugar máquinas, herramientas y aceros especiales. Además me han pedido que tantee el mercado para mandar paños de lana directamente de una de las más grandes fábricas de tejidos: y también automóviles, aunque en este caso no vienen de la fábrica sino de uno de los grandes agentes de Londres.

—Estupendo. Hágase cuenta de que ya está todo vendido. Pero beba, hombre, beba. —Abandonó la cintura de Mari Luz, llenó el vaso de Antolín con el vino dorado, y puso ambos codos sobre la mesa. La muchacha se enderezó con un respingo como si le hubieran interrumpido de pronto su siesta.

—Me parece que nos vamos a entender los dos, señor Moreno. Y tú, pequeña, ¡hala, lárgate de aquí! Esto es para hombres solos.

Mari Luz se estiró como una gata y se marchó, haciendo ondular las caderas. Inmediatamente tres jóvenes que ocupaban una mesa la llamaron. Acudió y se sentó con ellos. El coronel se inclinó solícito hacia Antolín y dijo:

—Ahora podemos hablar libremente, mi querido amigo. Como antes le decía, el punto es, no lo que nos puede ofrecer (no se preocupe, todo está ya vendido) sino… Bueno, aquí es donde tengo que empezar a explicar las cosas, porque ya veo que usted no sabe de la misa la media. Las cosas se están cayendo a pedazos, amigo; a pedazos. Entre usted y yo, le diré que yo sé muy bien lo que está pensando entre bastidores. Bueno, para ahorrarnos palabras y para que no meta usted la pata sin querer, me voy a explicar clarito: lo único que a mí me interesa es ganar dinero y ponerlo donde esté seguro, porque esto el día menos pensado pega un estallido. ¿Me entiende?

—Si le digo la verdad, no del todo.

—Se lo voy a explicar más claro que un libro, amigo Moreno. Todo el mundo me llama el «Coronel», pero esto creo que no hace falta explicarlo. Naturalmente, estamos hablando en confianza, pero el amigo Bernal me dice que puede uno confiar en usted, y Bernal y yo éramos como hermanos que hubieran mamado de la misma leche. Esto de «leche» se me viene a la lengua, porque es lo que a mí me ha hecho hombre. Creo que sabe que yo vengo de buena familia, sangre azul y escudo, mucho presumir, y ni cinco céntimos para mandar a cantar un ciego. Mi padre era un gentilhombre y mi madre camarera de la reina y yo no sé cuántas cosas, y claro, para mí no había más que un camino, el ejército. Naturalmente, en cuanto salí de la academia y me pasé mis dos añitos en Marruecos, mi gente me logró un traslado a Madrid y me metió en el palacio. Cuando Primo de Rivera tomó las riendas en la mano, me hicieron capitán, y así me quedé. Aquéllos sí eran buenos tiempos, amigo, con mis contactos… Imagínese que al viejo Primo se le metió en la cabezota que España iba a ser un emporio, y si cualquier fulano le venía con una nueva idea para negocios (bien entendido, como una aventura patriótica) le daba unos golpecitos en la espalda, le hacía un discurso, y le largaba una Real Orden autorizándole para hacer lo que quisiera: una línea de autobuses, una fábrica de leche condensada, o una colonia de hotelitos baratos. Pero no era tan fácil llegar hasta Primo de Rivera, alguien tenía que arreglar la entrevista. Ese alguien era yo. Sí, señor, el capitán Caro a su servicio, y «caro». Todos estos fabricantes y banqueros venían a verme y yo me encargaba de convencerle al tío Miguelito que el distrito de Guindalera, o el del Puente de los Franceses, estaba pidiendo a gritos una colonia de casas baratas, de esas que se compran a plazos, se hipotecan y se hunden antes de terminar de pagarlas; o que en Asturias, donde hay buenas vacas, hacía falta una fábrica de leche condensada; o en Barcelona, una fábrica nacional de bombillas. En dos patadas la cosa estaba hecha: un Real Decreto, una pública subasta, y una tajadita para mí. ¡Oh, sí!, no me mire con ese asombro; si yo no lo hubiera hecho, lo hubieran hecho otros, y los negocios son los negocios, ¿no le parece? Cuando se acabó la historia de Primo de Rivera, yo me quedé como consejero de un monopolio extranjero que necesitaba buenos padrinos en los centros oficiales. Y cuando la guerra civil estalló, me avisaron a tiempo y desaparecí… Le puedo contar muchas historias, pero lo importante es que todos los negociantes de importancia de España me conocen bien, y, desde luego, mis compañeros de armas. Me hicieron coronel, y aquí me tiene. Yo no he cambiado, Bernal puede decírselo. Ahora, espero que comience usted a entender las cosas.

Antolín estaba confundido. El coronel aludía a chanchullos que no tenían nada que ver con sus modestas ideas de negocio. Había obtenido la representación de varias firmas inglesas porque esperaba ganar algún dinero inmediatamente y más tarde solicitar de la Tesorería que permitieran transferir a España sus ahorros. Después ya vería si podía establecerse en el país como representante de casas inglesas, si es que decidía quedarse en España. No se hacía ilusión alguna sobre el estado de corrupción en que estaba el país, pero esto no tenía nada que ver —al menos así lo creía— con sus intenciones de importar géneros ingleses. Lo que él quería era ganar su comisión; lo que los compradores hicieran con los productores, le tenía sin cuidado. Si el coronel le encontraba compradores, estaba dispuesto a repartir su comisión con él, si esto era lo que el tipo aquel buscaba. Pero ¿era eso? Tanteando el terreno, dijo:

—Sí, comienzo a ver las cosas. Naturalmente, por mi parte no tengo nada en contra de que nos repartamos la comisión en buena armonía.

El coronel se quedó mirando a Antolín con ojos que se habían vuelto fríos y opacos, pero con una cara en la que se mantenía la sonrisa:

—Hombre, eso no se dice. Pero no es éste mi punto. La comisión…, eso son las migajas. No es que yo desprecie las migajas, pero eso no es negocio, amigo Moreno. ¿Qué es lo que vamos a sacar? ¿Cinco por ciento? ¿Diez? Eso es una limosna, una miserable limosna, amigo Moreno. Escuche:

Volvió a llenar los vasos y se acodó en la mesa.

—No pierda de vista esto: la gente está interesada sólo en dos cosas, la primera hacer dinero, la segunda colocar este dinero donde esté seguro. En el extranjero, si puede ser. Aquí no importan los artículos que usted pueda ofrecer, aquí lo que importa es el dinero que se puede sacar de ellos. Le voy a dar un ejemplo en números redondos: imagínese que usted nos ofrece cinturones de cuero, un millón de cinturones de cuero, y viene y me dice: «Si usted compra esta partida, se gana una peseta por cada pieza y el que la compre otra». Esto es hablar de negocios. A nosotros no nos importa si los cinturones vienen de Inglaterra o de China, si son de primera calidad o si badana. Lo que queremos es ganarnos nuestro milloncejo, ¿se entera?

Como un chiquillo de escuela, Antolín preguntó:

—Pero ¿quién a va a comprar un millón de cinturones de cuero?

—¡Ah!, ahí está el busilis del asunto. Si hay un millón de pesetas para mí, y otro millón para otro fulano, ya encontraríamos el truco, no se apure. Seguramente, cambiando el uniforme del ejército y decretando un nuevo modelo de cinturón.

—Lo siento, aún no lo veo claro. Bueno, sí, comprendo que se puede hacer un negocio semejante, aunque me parece un poco, bueno…

—Un poco cínico, ¿no? Sí, hombre, no se asuste en decirlo. Los negocios claros y las cosas hay que llamarlas por su nombre.

—Está bien, vamos a llamarlo cinismo. Supongamos que usted me compra un millón de cinturones. Yo gano mi comisión y usted hace con los cinturones lo que le venga en gana. No veo qué papel juego yo en ello.

—Ahora es mi turno decir las cosas en crudo: en negocios, amigo Moreno, usted no es más que un niño de teta. No se ofenda, es verdad.

—No me ofendo —Antolín estuvo a punto de añadir: «al contrario». Vació su vaso lentamente y dijo—: Pero repito que no veo dónde entro yo en esa combinación.

—¿No lo ve? Pues es muy sencillo, amigo mío. Todo depende del precio. Usted me vende a mí los cinturones a un precio determinado y en la factura pone otro. O si lo prefiere de otra manera, usted me firma un contrato para suministrarme un millón de cinturones —entiéndame que esto es sólo un ejemplo— y después me entrega cien mil. A usted se le paga como si hubiera entregado el millón, y usted se encarga de depositar la diferencia en hermosas libras esterlinas en uno de los bancos de Londres. Y, ¿ahora se entera?

—Esta clase de negocios no se puede hacer con firmas inglesas, señor Caro.

—No se haga el tonto señor Moreno; repito, no se enfade.

—Parece que usted no conoce todos los trámites ingleses para las exportaciones…

—¿Por qué tengo que conocerlos? Leyes, ¿y qué? Si hace falta, se le unta la mano a alguien en el Ministerio que sea importante y lo pueda arreglar. El fabricante va a tener su recibo de haber entregado un millón de cinturones, y así, de la diferencia entre el valor de ello y el valor de cien mil, me parece a mí que puede untar la mano del ministro o del agente de aduanas o de quien sea. A mí no me importa, con tal que no se olvide de nuestra tajada. Nosotros, por nuestra parte, ya nos vamos a encargar de sacarle los cuartos, y en libras, a nuestro gobierno. No se preocupe por eso, las libras no faltan aquí en cuanto se está seguro de que cada uno se va a quedar con algunas.

—Me parece que no nos vamos a entender, señor Caro.

—Claro que nos vamos a entender, no sea niño. Abra los ojos y fíjese lo que está pasando alrededor suyo… Pero, vamos a dejar los negocios y vámonos a cenar. Luego le contaré la historia de un muchacho amigo mío que estuvo en Londres hace seis meses. El granujilla se chupó veinte mil duros, así, sin parpadear. Un muchacho que ha terminado medicina hace tres años y casi está aún con pantalón corto, pero que no tenía en qué caerse.

El coronel silbó al camarero y pagó. Después arrastró del brazo a Antolín y dedicó una sonrisa paternal a Mari Luz y sus ruidosos compañeros.

Cenaron en una taberna pequeña y vieja, donde la mujer del dueño guisaba, según el coronel Caro, como «un ángel»:

—Naturalmente, todo viene del mercado negro. Sin el estraperlo no hay qué comer. —Miró a Antolín de reojo—: Todo esto le parece una canallada, ¿no? Pues se equivoca. La gente se ha acostumbrado y cada uno saca lo que puede. El que no sabe nadar se ahoga, y al fin y al cabo esto es justo. De todas la maneras hay demasiada gente en el mundo y cuantos menos idiotas haya, mejor.

Animado por la buena comida, Antolín inició una protesta:

—Pero si no existieran esos idiotas, como usted les llama…

—No siga, ya sé lo que va a decir, y tiene razón. No nos estaríamos comiendo estos jugosos bistés si no hubiera veinte muertos de hambre. Verdad. ¿Y qué? Si las cosas estuvieran arregladas de otra manera, también nosotros tendríamos hambre, y en lugar de veinte, seríamos veintidós hambrientos, porque tendríamos que repartir estos filetes con los veinte, y no íbamos a tocar a mucho.

—En Inglaterra lo hacen.

—No me cuente historias. En Inglaterra pasa lo mismo que aquí. El que tiene los bolsillos forrados come langosta, y el que tiene un agujero en el bolsillo, pan y margarina. Leo inglés, ¿sabe?, y veo los periódicos todos los días. Y, ¿qué hay allí? Miseria y nada más que miseria. ¿Un racionamiento justo y equitativo? Sí, sí. Ya sé que cada uno tiene su ración cada semana, pero todo el mundo se queja de ellas y los papeles están llenos de historias del mercado negro. La única diferencia entre ellos y nosotros, es que ellos se preocupan de cubrir las apariencias y nosotros no.

—Sí, es verdad que los periódicos ingleses están llenos de historias del mercado negro, pero lo que no es verdad es que todo el mundo viva de ello. No es verdad, como no lo es que todo el mundo robe o mate, aunque haya historias de robos o crímenes en los periódicos de cada día. Lo que pasa en Inglaterra…

—No me dé una conferencian señor Moreno, me quedo con los hechos concretos. Mire usted el muchacho de que le hable antes, el doctorcito de Barcelona; éste es un hecho concreto. Cuando estalló la Guerra Civil, no había terminado la carrera aún, pero se unió a los nuestros y sirvió como médico en el ejército, así que cuando acabó la guerra le dieron su título y en paz. Viene de buena familia, pobres como ratas. Después de la guerra hizo oposiciones y ganó una plaza en una casa de socorro. Y el chico no es tonto; se dijo: «Aquí me muero de hambre, porque esto no da ni para un cocido al día». Y se hizo su plan. Con los ingleses, sí señor, con los ingleses. Recurrió a sus padrinos y consiguió que le mandaran a Oxford para hacer un curso en el uso de anestésicos. En el mismísimo Oxford, y por añadidura, con el encargo de comprar un equipo moderno para la ciudad de Barcelona, porque era una vergüenza que en Barcelona aún estuvieran dando el cloroformo poniéndole al enfermo un algodón en las narices. El muchacho se fue a Oxford y se corrió una juerga. Parece que las inglesitas no hacen ascos a los españoles. Y se trajo un equipo quirúrgico o anestésico, o como diablos lo llamen, y se embolsó cien mil pesetas limpias de polvo y paja.

—Está bien, pero ¿qué tiene eso que ver con los ingleses?

—Todo, mi querido amigo. ¿Cómo cree que podría haberse guardado los cuartos, si no hubiera podido probar documentalmente que se los había gastado en beneficio de la ciudad de Barcelona? Y con una casa inglesa, ¿eh?

Antolín estalló:

—¡Y yo le digo, señor Caro, que no hay una firma decente en Inglaterra que se preste a estos chanchullos!

—Ya lo sé. Precisamente por esto es por lo que usted y yo nos vamos a entender. Para decir la verdad, yo mismo lo he intentado varias veces con casas inglesas y siempre me ha fallado. Pero ¡maldita sea!, ese Carlitos de los demonios encontró la manera de hacerlo, y le salió al pelo. Es muy fácil: primero, Carlitos se fue a una de esas grandes casas que se dedican a estas cosas y escogió los aparatos que quería; después encargó a un agente que se los comprara y se los revendiera. El agente facturó los aparatos a España, con la bendición de todos y una factura legal, naturalmente incluyendo en ella su comisión. Pero además le dio a Carlitos otra factura suya con un precio muchísimo mayor. No sé cuánto le costaría a Carlitos, pero valía la pena pagarlo. El negocio estaba hecho: los fulanos de Barcelona, que estaban en el secreto, obtuvieron sus permisos de exportación de moneda y lo que les dio la gana, con la factura legal, mandaron los cuartos a Londres, y se acabó. Después, con la segunda factura, hicieron las entradas en las cuentas de ayuntamiento, retiraron las pesetas, y el resto se lo puede imaginar. Todo el mundo contento y cada uno con su tajada: el fabricante, el agente, las aduanas, los gordos, y Carlitos, claro. El dinero gastado estaba en regla en todas las cuentas y todo era legal. Así que aquí tiene usted la receta, y así es como nosotros nos podemos llenar los bolsillos. Nosotros, usted y yo.

—Sí —dijo Antolín, haciendo montoncitos con migas sobre el mantel y sin mirar el coronel—, es una granujada impía. Pero yo no soy más que el representante de casas serias de Inglaterra y ninguna de ellas haría facturas duplicadas.

—¡Oh, Dios mío, y que no es usted lento! Déjese de representaciones y haga negocios. A nosotros lo que nos hace falta es un hombre en Inglaterra que sea de confianza y usted está que ni pintiparado. No trate de vendernos cosas con un muestrario; vuélvase a Londres y ponga una oficina de exportación. ¿No quieren aumentar sus exportaciones los ingleses? Y ya va usted a ver qué buenos compradores somos.

—¡Vamos!, lo que usted quiere es que yo juegue la parte del agente que le ayudó tan bien a su amigo el doctor.

—Exacto. Lo que usted nos mande, una vez que esté establecido, o lo que nosotros le compremos, no tiene importancia. Lo importante es que podamos presentarle al Banco de España prueba de que tenemos que mandar tantas libras a Inglaterra. Se las mandamos a usted, y usted nos las pone en una cuentecita allí: nos van a hacer falta el día menos pensado.

A través de toda la conversación, Antolín estaba disfrutando de una satisfacción especial de su experiencia como camarero; le había enseñado a hablar y a pensar en dos planos diferentes; había aprendido cómo mostrar una cara cortés y agradable a gentes que le daban náusea. Había conseguido que el coronel se explicara cínicamente —es muy útil que le tomen a uno por tonto— y al mismo tiempo había podido resolver qué camino tomar. Desde luego, era claro que no iba a hacer negocios con el coronel. Él, Antolín, no era un estafador, no tenía talento para serlo aunque quisiera. Tampoco tenía la imaginación, ni los conocimientos técnicos, para burlar las leyes de dos países. Sobre esta parte del problema no tenía que romperse la cabeza. Si podía hacer negocios normales, los haría, y si no, no. Se negaba a creer que no existieran personas decentes en España. Pero lo malo era que no podía contestar al coronel como se merecía sin crearse un enemigo más. ¿Uno más? Tras la cara blanducha, suave y rojiza del coronel, se le aparecía la cara del padre Santiago. De todas formas, no se sentía muy seguro en la España de Franco con sus antecedentes y con la enemistad de personas de influencia. Ni con un pasaporte inglés ni con diez. Tendría que ganar tiempo; y así, cuando el coronel paró de hablar y se quedó esperando una contestación, Antolín la tenía preparada:

—Sí, algo se podría hacer en la forma que usted piensa, pero necesita un estudio muy minucioso. Desafortunadamente, yo no voy a poder estar aquí más de un mes. Claro que sería muy distinto si yo pudiera volver a Inglaterra con unos cuantos contratos —legales, claro— para las casas que represento; y unos cuantos mandados antes desde aquí justificarían el que me quedara más tiempo. Eso podría ser útil para sus planes.

El coronel se pavoneó satisfecho. El pájaro había caído en la red y en poco tiempo podría poner a cubierto en Londres un buen montón de dinero; lástima que no fuera en Nueva York. No era mala idea la de los contratos; y, ¿por qué no?

—Eso sí es una buena idea, amigo Moreno. Además le ayudaría a establecer el negocio cuando volviera a Londres. Tengo un montón de amigos que le pueden comprar cosas. Gente decente, ¿eh? Además, algo voy a sacar de ello, porque el obtenerles la licencia de importación corre de mi cuenta.

Los dos quedaron silenciosos por un rato. Antolín sentía una satisfacción un poco sardónica ante la idea de que este granuja escurridizo fuera a ayudarle a realizar negocios limpios y conocer personas decentes. Quería ganar algún dinero en Madrid, porque si no, no podía hacer nada por su familia. La sola idea del cuartucho que iba a ver mañana, le daba escalofríos. Si al menos pudiera proporcionarles un cuarto en condiciones para vivir personas… Pensó cuánto tiempo realmente iba a quedarse en Madrid. La proximidad del coronel le ponía nervioso.

El coronel estaba planeando una campaña completa. ¡Ah, sí!, le convenía que Moreno hiciera unos cuantos negocios limpios. Hasta podría permitirse el lujo de obtener todos los permisos y licencias sin cobrar un céntimo. Más tarde, representaría el hombre a amigos que pagarían lo que se les pidiera con tal de tener la posibilidad de hacer lo que él pensaba hacer, sacar dinero de España. Moreno tenía razón. Era lo bastante honrado para no engañarle, demasiado tímido para robarle —y si lo hacía, ¡ya se encargaría él de arreglarle las cuentas!— y tenía bastante de pillo para hacer cualquier chanchullo con cara de santo. Pero iba a tener que acuciarle un poquito.

—Estaba pensando, amigo Moreno, que el hierro hay que marcarlo cuando está caliente. Tengo un amigo que comercia en aceros y máquinas-herramientas, y estoy seguro de que le podemos encontrar esta misma noche en un sitio que yo me sé, y donde se pueden ustedes poner de acuerdo sin dar dos cuartos al pregonero. Vámonos allí; le gustará el sitio. Las muchachas que hay no están mal.

Doña Consuelo recibió al coronel y a su amigo con frases melosas y les introdujo en su sala. A través de la puerta cerrada se oían voces y risas. Antolín, un poco confuso, miraba a su alrededor, tratando de hacerse una idea del tipo de casa que era aquello. En realidad no parecía un burdel del tipo que el coronel con sus bromas gordas le había hecho esperar.

Una habitación ordenada meticulosamente, de aspecto severo. Butacas profundas enfundadas en tela gris claro con una gran «c» bordada en el respaldo. Un reloj de bronce con su juego de candelabros encima de la chimenea. Una rinconera con piezas de porcelana y cristal tallado. Cortinas de terciopelo rojo cayendo en pliegues pesados delante del mirador. En frente de ellos, una mesita de un tipo que estuvo en boga el siglo pasado, cuando aún las Filipinas pertenecían a España: un armazón de bambú con un tablero de teca y en él incrustados los cuadros de un ajedrez, hechos de ébano y nácar. Dos grandes pinturas al óleo en marcos dorados, que parecían más obscuras y polvorientas contra el fondo pardo que cubría la pared. Uno de los cuadros era una marina rebosando olas espumosas, y el otro, una escena idílica en la que figuraba una diligencia descargando sus viajeros en la puerta de una posada, bien provista de mozas frescachonas, gallinas alborotadas y chiquillos con la boca abierta. Un piano de media cola con dos candelabros de plata franqueando el atril. Una gruesa alfombra de dibujo y color ya desvaídos. Un gran candelabro central, casi una araña, con bombillas eléctricas imitando velas. Y la dueña de la casa haciendo juego con la habitación con su traje severo de seda negra y espesa.

El coronel hizo las presentaciones:

—Este es el señor Moreno. Don Antolín Moreno, un buen amigo, nacido y criado en Madrid, pero que se ha convertido en un londinense. Acaba de llegar aquí. Y aquí tiene usted, Moreno, a una vieja y querida amiga, aunque esto de vieja no es en años, fíjese, doña Consuelo de Ordóñez…

Doña Consuelo sirvió unas copitas de jerez y habló animadamente de naderías, mientras estudiaba cada detalle del aspecto y el porte de Antolín. ¿De manera que aquél era el padre de Pedro, y en la compañía del viejo zorro de Caro? Se olía algo detrás de todo aquello. Seguramente que no habían venido sólo para catar sus mujercitas. Tendría que enterarse.

Antes de que doña Consuelo pudiera enderezar la conversación al fin que le interesaba, el coronel le daba todo hecho. ¿Estaba don Tomás en la casa? ¿Sí? Se lo había figurado y por eso había traído a su amigo Moreno. Quería conocer a don Tomás, una cuestión de negocios que seguramente le iba a interesar… No, no. No quería que Consuelo le llamara; al contrario, la idea era hacerse los encontradizos y hablar así en un ambiente amistoso. Lo otro ya vendría después. Lo único que quería de ella era que tuviera la amabilidad de introducir a don Antolín a la juerguecita que tenían. E inclinó la cabeza hacia la puerta a través de la cual llegaba el ruido apagado de las risas.

—Pero, naturalmente, don Alfonso, tratándose de un amigo suyo… Apuren sus copas y vámonos al comedor.

Cuando doña Consuelo les introdujo en «el comedor», Antolín se sonrió secamente para sus adentros: ahora ya no tenía dudas. Bajo la luz cruda había una mesa enorme y sobre ella una batería de botellas y copas. En el fondo, más botellas aparecían alineadas en un aparador tan enorme como la mesa. En el rincón había un piano vertical, barato, y al lado de él un musiquero cuajado de musiquillas de moda. Las sillas alrededor de la mesa estaban dispersas sin orden, a veces dos o tres juntas. A lo largo de las dos paredes laterales, dos largos y hondos sofás se enfrentaban. En uno de ellos, una pareja estaba tan embebida en una exploración mutua, que no parecieron enterarse de la entrada de nuevas personas. En el otro sofá un viejo arrugado y calvo, jugaba a las cartas con cuatro muchachas. Dos de ellas se habían acurrucado contra él en el asiento, dejando sitio para las cartas. Las otras dos se habían sentado en el suelo a sus pies. El aire era caliente y viciado. En el extremo más lejano de la mesa, cerca del aparador, aparecía sentada, y mirando distraídamente una copa llena de vino tinto, una mujer solitaria.

El grupo de muchachas rodeando al viejo saludó con gritos de alegría al coronel. Aprovechando el primer momento de relativo silencio, doña Consuelo hizo un gesto amable hacia Antolín y dijo:

—Este caballero es un amigo de la casa y espero que todas lo recibáis como merece. —Se volvió a Antolín—: Está usted en su casa. Aquí todos son amigos y no hay necesidad de andarse con formalidades.

Hizo una salida llena de dignidad y cerró la puerta tras ella. Una de las muchachas barajó las cartas y dijo:

—¿Quieren ustedes echar una partida?

Sin hacerle caso, el coronel se dirigió al viejo, tan cerca como el corro de muchachas permitía, y dijo:

—Don Tomás, le quiero presentar a un amigo que acaba de llegar de Londres y que quiere ver algo de la vida de Madrid.

Después de cambiar unos cuantos cumplidos, el viejo carraspeó:

—¿De Londres?, ¡caramba, caramba…! Es un paseito. Siéntese con nosotros y beba lo que quiera, escoja lo que más le guste de lo que hay en la mesa. Como ve, me ha pillado en un momento de expansión. La noche del sábado, como decía nuestro gran Jacinto Benavente. Mañana no hay necesidad de madrugar y las fresas hay que cogerlas cuando maduran. No le digo que tome también una de estas chiquillas, porque no son mías. Pero si alguna le gusta, está en libertad de escoger. Ellas encantadas, las pobres. ¿No es verdad, niñas?

Sin esperar permiso las mujeres se habían vuelto ya hacia los recién llegados y les estaban bombardeando con preguntas. ¿No había traído el coronel ningún bombón? ¡Malo! ¿Es verdad que en Londres llueve sin parar? ¿Había traído nylons el amigo coronel? Una de las muchachas, rubia teñida, con ojos negros gachones, se quejó de que a ella le gustaba más la crema de menta que el vino, pero don Tomás no le quería pagar una copita.

—¡Diablo! —exclamó don Tomás—, ¡una copita de menta cuesta seis duros, treinta pesetas, muchacha! Por ese precio te puedes beber una botella entera de manzanilla. Vicios no pago. —Se volvió confidencial a Antolín—: No se deje ablandar, porque se lo comen. Consuelo les da una comisión sobre lo que se bebe y se come y… ¡son capaces de pedirle a usted que las convide a cenar!

—Eso. ¡A cenar! —exclamó otra de las muchachas—. Entre los tres no vais a tocar a mucho.

Como si hubiera sido una señal de ataque, cada uno de los tres hombres se encontró asaltado por una de las mujeres. Al cabo de poco, la cuarta muchacha se separó de ellos y se acercó a un hombre joven que había entrado en la habitación unos momentos antes. La rubia falsificada, claramente la amiguita de don Tomás, saltó sobre sus rodillas huesudas y frotó su cara contra la suya. La muchacha con la voz más chillona y las caderas más exuberantes arrinconó al coronel. Antolín se encontró asimismo empujado al otro extremo del sofá, aislado del resto de grupo por la tercera muchacha que le susurró al oído:

—Por favor, convénzales de que nos conviden a cenar. A usted no le van a decir que no, señor.

A Antolín le chocó el uso del «señor», la urgencia y el secreto de la petición. Por primera vez la miró en detalle; hasta ahora había fijado toda su atención en don Tomás. La cara de la muchacha estaba tan cerca de la suya que no podía verla en su conjunto. Lo que veía era una chispa de luz inmóvil en el anillo dorado de cada una de sus pupilas. A esta distancia reconoció las chispitas de luz como el reflejo de la lámpara pendiente en el centro de la habitación. No se movían, porque los ojos de ella estaban fijos en él. ¿Miedo o hambre?, pensó. Los discos negros de las pupilas estaban apagados. Se le ocurrió a Antolín que eran como ventanillos abiertos en una honda cripta: el cerebro de la muchacha, sus pensamientos, una vida. Todo ello estaba allí dentro, escondido, silencioso. En los pómulos de la muchacha florecía una pelusilla microscópica que retenía partículas de los polvos del tocador. Antolín sintió una contracción desagradable en el estómago.

—¿Por qué crees que si yo se lo pido…? —preguntó.

La muchacha se acercó más a él y murmuró:

—Porque usted es un forastero y no uno de ellos.

Le replicó en otro murmullo:

—¿Tanta falta te hace cenar?

Los ojos de la muchacha se quedaron fijos otra vez, con las chispitas de luz eléctrica reflejadas en los anillos de sus pupilas, mirando en sus ojos, dentro de ellos, desde lo hondo de la cripta obscura, metiéndose en los recovecos de su cráneo, desnudándole.

El coronel Caro levantó la voz sobre el tumulto:

—Bueno, chicas, no ser una peste. Mi amigo y yo hemos cenado ya, y don Tomás ya sabéis que viene aquí bien cenado. Podéis beber lo que queráis; si queréis, podéis comeros unos bocadillos; pero no hay cena. Y no deis más la lata.

La compañía de Antolín se había vuelto para escuchar al coronel y ahora podía contemplar su cabeza. Tenía un cabello negro espeso, orejas pequeñitas con pendientes baratos —unos primas de cristal, de color rubí, colgando de broches de metal dorado— y la piel de la mandíbula y el cuello era tersa, clara y fina, pero no la de una mujer verdaderamente joven. Al volverse, se había quedado con uno de sus muslos oprimiendo el suyo, el brazo derecho flojamente colgado en su hombro. Al oír el veredicto del coronel, el muslo y el brazo adquirieron vida, como si los pensamientos de ella palpitaran a través de ellos: desilusión, desprecio, rabia.

La rubia de ojos negros que estaba sobre los muslos de don Tomás se dio por enterada con su voz chillona y aniñada:

—Está bien, si no nos quieren dar de cenar, éste y yo nos vamos a acostar por un ratito.

Don Tomás estalló en una risita y le dio un azote. La muchacha insistió:

—No hay cena, pues no la hay, mala suerte. Pero si quieres divertirte un ratito como cada sábado, ahora estás a tiempo, porque no quiero ir tarde a casa. Y si no tienes ganas hoy, quédate con estos señores, pero déjame en paz.

El viejo movió un dedo amenazador y gruñó:

—Bueno, bueno, chiquilla, no arañes. Lo único que prueba esto es que cada uno mira por lo suyo. —Se levantó del sofá tan pronto como se pudo quitar a la muchacha de sus rodillas y salió de la habitación con ella. El coronel Caro se quedó mirándoles y dijo:

—¡El viejo cabrito! En fin, amigo Moreno, no se preocupe, siempre queda un consuelo. No va a tardar mucho en volver. Se le acaba pronto el gas.

—¿Y qué con nosotras? —preguntó la muchacha que se había pegado al coronel—. Después de todo…

—¿Qué le parece, don Antolín? Nos podemos marchar si quiere, pero sería una lástima. A don Tomás se le alegra el humor después de…, bueno, de una de sus juerguecitas, y sería una lástima perder la ocasión.

—No tengo nada en contra de esperar —dijo Antolín.

El coronel y su compañía se marcharon sin decir una palabra más. Antolín miró a su alrededor y vio que las otras dos parejas habían desaparecido. Sólo quedaba la mujer solitaria al extremo de la mesa, inmóvil, contemplando su vaso de vino que no había bebido. La muchacha que estaba con él murmuró:

—Supongo que nosotros tendremos que hacer lo mismo que ésos.

—No es necesario —contestó Antolín—, pero conste que no es un desprecio; es simplemente que estoy muerto de cansancio.

La muchacha torció la boca en un gesto amargo y Antolín agregó:

—Lo siento, pero de verdad preferiría quedarme aquí un rato, beber un vaso de vino juntos y charlar. Naturalmente, puedes hacer lo que quieras, no tienes que preocuparte por mí.

La muchacha reaccionó con descaro:

—No, hijo, no. Aquí nadie fuerza a otro, no eres tan bonito como todo eso. De todas maneras, nuestro oficio es así: a unos hombres les gustamos y a otros, no. Claro que tenemos que ganarnos la vida y si no gustamos a un hombre, la cosa no va bien. Porque cada una tiene sus problemas, ¿sabes…? —Y se lanzó a contar una historia romántica.

¿Por quién lo estaba tomando? Antolín se sintió irritado. Lo que estaba diciendo era, palabra por palabra, la misma historia que había oído cien veces a las golfas de Soho tratando de sacar los cuartos a los vejetes de provincia. Debía ser un convenio internacional. Se dio cuenta de pronto de que ni escuchaba, ni oía, lo que la otra contaba.

Estaba cansadísimo. Había sido un día difícil y ni quería pensar en ello. Hacía mucho que no se había acostado con una mujer. Desde que se había despedido de Mary. Rechazó este pensamiento también. El calor del cuerpo de la muchacha llegaba al suyo a través de la tela de falda y pantalón respectivos. No era fea, sólo que la cara resultaba triste. Mañana tenía que comer con los suyos; tal vez debería comprar algo para la comida; pero ¿qué? Nada, mañana era domingo y todas las tiendas estarían cerradas. Aunque no, Madrid no era Londres y seguramente podían comprarse algunas cosas, embutidos, dulces, fruta. Lo mejor sería comprar algo para postre y darles después algo de dinero. Iban a gastar un dinero que no tenían en preparar una comida para él, y los ingredientes tenían que comprarlos de estraperlo. Su mujer tenía una cara amargada. Si la hubiera encontrado en la calle, no la hubiera reconocido. Luisa tenía la cara amarilla, agria, y los ojos fijos de mujer enferma de los ovarios, pero había dicho que estaba bien de salud. ¿Podría acostarse con ella? La idea de ello bastaba para parecerle una indecencia. Con esta chica podría acostarse, si no fuera una persona absolutamente extraña y una prostituta. Desde que fue soldado no había vuelto a acostarse con una prostituta. Esta manía de contar la misma historia de padres inválidos o hermanitas pequeñas cuya inocencia virginal tenían el deber de proteger… ¿Cuál había sido exactamente su versión de la historia? ¿Había dicho algo durante los últimos dos minutos? La repentina llamada del silencio había deshecho la enmarañada madeja de sus pensamientos. Miró a la muchacha y encontró sus ojos fijos en los suyos.

—Está bien, todo es mentira y es mejor que no Mayas escuchado.

La mujer solitaria se levantó al fin de la mesa:

—Me voy. Mala suerte hoy, y la hora que es ya, si alguien viene, viene borracho; y con borrachos no quiero nada.

—¿No te bebes tu vino?

—No. Me sentaría mal con las tripas vacías.

—No sé. Si no alimenta, calienta el cuerpo…

La mujer no replicó. Camino de la puerta tropezó con una cadera en la esquina de la mesa, y el vaso solitario en el otro extremo se echó a temblar, lanzando chispitas rojas contra la luz.

Cuando se cerró la puerta, la muchacha se levantó y se bebió el vaso de vino abandonado. Llenó otro vaso para Antolín, se lo trajo y dijo:

—Toma, bebe. Esta vida es un infierno.

—¿Qué es lo que le pasa?

—Que tiene hambre. Y no es cuento.

Antolín volvió a sentir una contracción en la boca del estómago. Se quedó mirando las manos de la muchacha, en reposo sobre su falda, porque no se atrevía a encontrarse con su mirada. Ella siguió la dirección de los ojos de él y levantó las manos, como mostrándoselas:

—Tampoco esto es cuento.

Las yemas de los dedos estaban roídas por una rejilla de cicatrices. Antolín tomó las manos en las suyas y se quedó mirando las extrañas marcas. En los diez dedos.

—¿Qué te ha pasado en los dedos? Nunca he visto nada semejante.

—¿Quieres ahora mi historia de verdad? Pues vas a tenerla. Ellos me han puesto así. Tú no eres uno de ellos, ¿verdad? —Se contestó a sí misma—: No, no lo eres. Bueno, cuando estalló nuestra guerra, mi hermano estaba en el servicio y era cabo del Cuartel de la Montaña. Mi madre se murió mucho antes, mi padre y yo vivíamos solos. Él trabajaba y yo también; yo tenía un buen trabajo, bordadora de oro fino. Bordaba casullas y estolas y los beatos me pagaban bien. Después del asalto al Cuartel de la Montaña, mi hermano se presentó en casa en mangas de camisa, con un fusil al hombro, y así se marchó a la sierra. No le volvimos a ver más que una vez antes de que quedara fijo en uno de los batallones de la sierra. Y cuando terminó la guerra creímos mi padre y yo que lo habían matado. Yo volví a trabajar, porque para mí siempre había trabajado, me dijeron. Mi padre no. Estaba enfermo. Pero de verdad no podíamos quejarnos. Hasta que una noche, un año después de estallar la guerra europea, la policía se presentó en casa y se llevó a mi padre. Primero le preguntaron dónde estaba escondido mi hermano, y cuando les dijo que no lo sabíamos, ni sabíamos que estuviera vivo, se llevaron a mi padre a culatazos. Yo me fui con ellos y les pedí que le soltaran. Esto pasó en 1940, cuando fusilaban a la gente al día siguiente de detenerlos. Les conté que mi padre y mi hermano hacía muchos años que habían regañado y no se habían vuelto a hablar, y que yo era la única que sabía dónde se escondía mi hermano. Le soltaron y me llevaron en su lugar. Yo no tenía la menor idea de lo que mi hermano había hecho, ni dónde estaba, pero me interrogaron. El jefe de ellos era un alemán a quien llamaban Carlos. Me pegaron, me retorcieron los brazos pero nada les podía decir, porque nada sabía. «Está bien», dijo uno de ellos, «nos vamos a traer a tu padre y le vamos a dar un paseo delante de ti». Entonces, el alemán, Carlos, dijo: «No, a esta fierecilla la domo yo, vosotros tenéis unos métodos muy primitivos». Me puso en todos los dedos una especie de dedales de tela de alambre, con un flexible de la luz atado a ellos. Lo enchufó en la luz y se echó a reír: «¿Con que tu eres bordadora en fino, eh? Pues te voy a dar un tratamiento que vas a bordar más fino aún». Dio a la llave de la luz y los dedales de alambre se pusieron al rojo vivo como los alambres de un hornillo eléctrico, y me abrasaron los dedos. Afortunadamente, me desmayé. Al día siguiente me hizo lo mismo en los pezones.

La muchacha se desabrochó la blusa y sacó un pecho. El pezón esta roído. Se echó a reír con una risita seca que hizo marearse a Antolín, y siguió en su voz grave de contralto, algo ronca:

—A la mañana siguiente me pusieron en la calle. Uno de ellos me dijo: «Le puedes contar a la gente lo que te dé la gana, que te has caído en el fogón o que te has quemado con una sartén llena de aceite, porque también damos el paseo a las buenas mozas». Yo le pregunté: «¿Es que han cogido a mi hermano?».

Se echó a reír: «Anda, no preguntes. Márchate y no te metas en líos». Más tarde mi padre y yo nos enteramos de que mi hermano estaba en Francia y que precisamente entonces nos había escrito una carta que nunca llegó. Me podían haber tratado peor. Después doña Consuelo se encargó de mí. Mi padre cree que aún estoy bordando —agregó con una sonrisa amarga.

Ahora sí, Antolín sentía un impulso de tomarla en sus brazos. Pero para ello hubiera tenido que ser su amante o su marido, o alguien a quien ella quisiera, alguien que tuviera el derecho de abrazarla, de protegerla, de besarla, de hacerla sentirse feliz transmitiéndole su calor humano. Se sentía estúpido, no sabía qué hacer o qué decir. Las palabras que se formaban en su cabeza eran vacías y vanas. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Darle dinero? Lo que ella necesitaba era lo que él no podía darle: consuelo, cariño, un escape de la cripta obscura a una casita llena de sol. Las luces desbordantes del comedor de doña Consuelo debían lanzar más sombras negras dentro de ella.

Los dos estaban sentados en silencio aún, cuando el coronel hizo una pomposa entrada en la habitación escoltando a su compañía:

—¿No ha vuelto aún el viejo? ¡Bravo, es un flamenco! —gritó. Se fijó entonces en el pecho desnudo de la muchacha, que había olvidado abrocharse la blusa, y estalló en una risa babosa—: ¿Es eso todo lo que habéis hecho? —Ella enrojeció dolorosamente y Antolín sintió el deseo de patearle las tripas. Don Tomás llegó en este momento crítico, carraspeando, la cara amoratada. Estaba de buen humor y gritó:

—Vamos a echar un trago. Usted y yo —agregó dirigiéndose a Antolín— nos veremos el lunes y hablaremos de negocios. Don Alfonso me ha contado todo. Pero ahora el que tiene hambre soy yo. —Cacareó—: Qué, chicas, ¿quién quiere cenar conmigo? ¿Eh? Al fin y al cabo la vida no es tan mala como la pintan.