Capítulo VI

El obscuro cuartucho de don Américo estaba casi preparado para la sesión de aquella noche. Había frotado hasta hacerlo brillante el tablero de caoba de la mesa velador dispuesta en el centro, había corrido las cortinas verdes, tan viejas y tan usadas ya que había que tratarlas con tiento para que no se hicieran jirones. Cada vez le costaba un suspiro pensando que no eran, como debían, de terciopelo negro. Había alisado el viejo mantón de Manila que le servía de colcha en el camastro adosado a la pared del fondo, en la especie de nicho que ésta hacía con el tejado; y hasta había limpiado el polvo de los dos enormes baúles en los que guardaba su tesoro: sus libros sobre espiritismo. Se quedó contemplando un momento la única lámpara colgando sobre la mesa, en una anticipación gozosa del momento en que atornillaría allí, en lugar de su vulgaridad de bombilla de luz blanca, la bombilla mágica de luz roja intensa que sumiría en la sombra los rincones del cuarto, ahora desnudos bajo la luz. Bajo esta luz implacable, los alborotados cabellos grises de don Américo aparecían blancos y su traje negro, brillante de roce, gris como las alas de un grajo. Un grajo ya viejo y apolillado, con una nariz como un pico, una barbilla hundida, hombros caídos, y esqueléticas manos con algo de garra en ellas; en cambio los ojos no eran los de un pájaro, sino los de un perro perdiguero, grandes, tristes y luminosos.

Don Américo debía su nombre a la excéntrica imaginación de su padre, un viejo anarquista que rehusó elegir el nombre de su hijo en el santoral. Una de las pequeñas tragedias de su vida había sido el que un día un cura le dijera que, puesto que existía «Nuestra Señora de América», el nombre era cristiano; porque, aunque don Américo se había alejado muchísimo del primitivo anarquismo de su padre, mantenía firmemente su anticlericalismo. Se había criado en todas las ideas que el viejo rebelde había abrazado sin discriminación, simplemente porque eran contra todas las convenciones admitidas: las teorías sociales de Bakunin, vegetarianismo, nudismo, esa rama del «amor libre» que va junto con el más estricto puritanismo, y un ateísmo primitivo que describía a Jesús como el amante y explotador de María Magdalena y culminaba en la exigencia de que las monjas fuera hechas madres, y los curas y frailes capones, ensalzando a la vez la ética del Sermón de la Montaña. Esta mescolanza había convertido a don Américo en un joven tímido, asustado y maravillosamente inocente, en la época en que su padre le inició en el último credo que había adoptado, las doctrinas de un espiritista que se llamaba a sí mismo Allan Kardec.

Este hombre era el autor de cuatro volúmenes enormes en los cuales no sólo demostraba la supervivencia del hombre después de la muerte, sino también la posibilidad para los vivos de encontrar consejeros y guías en este mundo espiritual. Aún mucho más importante para lectores españoles, mostraba que sus doctrinas espiritistas estaban en absoluto de acuerdo con las doctrinas cristianas en general y con las de la Iglesia Católica Apostólica Romana en particular, aunque, naturalmente, los altos dignatarios de la iglesia rehusaban el poner en manos de simples laicos los beneficios de esta merced de Dios. Al principio de este siglo, los escritos de Alian Kardec figuraban en el Index; pero en España se habían tomado tan en serio que algunos católicos fervientes se dedicaron ellos mismos a la tarea de buscar, obtener y destruir, a todo coste, todos los ejemplares posibles. Don Américo aún conservaba —según él «como oro en paño»— los cuatro gruesos volúmenes que habían sido de su padre, y los cuales habían resistido con él todas las vicisitudes de su vida.

Su vida no había sido fácil. Nunca se había forzado a ganar dinero como un «esclavo de la burguesía» o sometido a la disciplina del trabajo, algo para lo que las enseñanzas de su padre no le habían preparado. Su única experiencia práctica de la vida de otras gentes había sido su servicio militar, que le había llevado a Cuba, a toda la miseria y violencia de aquella guerra; lo cual sólo había servido para aumentar su miedo y su odio a toda autoridad establecida. Después de la muerte de su padre, había vivido en miseria y soledad, con una pensión muy reducida y una herencia aún más escasa. Cuando se convirtió en propagandista y sacerdote del espiritismo de Kardec, sus recursos disminuyeron, pero se encontró menos solo, y su fe inquebrantable en la nueva revelación a la cual se había dedicado le sostuvo a través de hambre, insultos y persecución. Se consideraba a sí mismo rico con la posesión de estos dos grandes baúles llenos de folletos y recortes de periódicos, muchos de ellos en idiomas que él no entendía pero que había hecho traducir, todos probando la incontrovertible verdad del espiritismo.

Don Américo tenía discípulos dispuestos a ayudarle, pero como era incapaz de imponerse a alguien, lo único que hacían era evitar que muriera de hambre. Habría podido ganar dinero de sobra si hubiera escuchado las ofertas de algunos tipos que querían comprar su complicidad y la de su médium para lograr los favores de alguna chica guapa o de alguna viuda rica con ayuda de la «guía espiritual». Su mayor gloria y orgullo era que nunca había sucumbido a la tentación. La gente sencilla que veía su existencia austera tenía fe en él, y su confianza le sostenía en momentos críticos de duda. Pero era una tentación.

«Dios sabe que podía vivir como un príncipe» pensaba, mientras contemplaba la luz de la bombilla. «Pero no vendo mi alma, no, aunque vea los peligros que me esperan. ¡Más peligros que nunca!».

Dos veces le habían detenido y los «villanos» de la comisaria le habían dado una paliza. Querían saber qué clase de política se discutía en las sesiones; y se había salvado de algo peor únicamente convenciéndolos de que era un viejo chalado rodeado de unas cuantas mujeres idiotas.

Pero estaba asustado. Tenía miedo de ser perseguido por el clero o por las beatas fanáticas que crecían en la vecindad como los hongos.

Por ejemplo, la hija de la señora Luisa, Amelia. La chica estaba embrujada por el padre confesor y las monjas, mientras que su madre era uno de sus más fieles discípulos. Esto era peligroso, aunque seguramente Amelia no iba a denunciar a su propia madre… Don Américo no la creía capaz de ello; sin embargo cuando se cruzaban en la escalera le trataba con un desprecio altivo. Además —aunque él no quería pensar mal de nadie y sobre todo de los que acudían a él— la señora María había dicho algunas cosas raras sobre la señora Luisa, exactamente como si no creyera en el mundo de los espíritus. A veces se preguntaba por qué venía la señora María a las sesiones, pero mejor era no empezar a dudar. ¡Había tanto espionaje y tanta comadrería…!; de todas formas, alguien en la casa tenía que haber hablado de él a la policía…; ¡tantas almas equivocadas se divierten haciendo daño con odio y malicia…!

Don Américo salió de sus meditaciones y comenzó a desenvolver su preciosa bombilla roja —una simple bombilla de laboratorio fotográfico— de las capas de algodón en que estaba envuelta. Manteniéndola delicadamente en su mano izquierda, tomó un pañuelo en la derecha, se subió trabajosamente a una silla y destornilló de su casquillo la bombilla blanca. Después cambió de mano ambas bombillas con movimientos parecidos a los de un malabarista en una película lenta y atornilló la bombilla roja con más cuidado que si se tratara de una pompa de jabón. Cuando se encontró de nuevo en tierra firme estaba orgulloso de su habilidad manual y encantado del fulgor rojo obscuro.

La bombilla le había costado quince pesetas, dos días de comida. Cuando la vieja se había fundido, no había sabido qué hacer. Le habían dicho, y creía que era verdad, que la gente no vestida con el uniforme de Falange, o al menos con ropa de gente rica, que entraba en una tienda de material fotográfico se hacía inmediatamente sospechosa. Los enemigos del régimen usaban la fotografía para sus fines, tales como la reproducción de sus periódicos clandestinos o la falsificación de sellos; también, todo el mundo sabía que, durante la guerra, los rojos había sacado fotografías de todos los sitios estratégicos del país y habían llevado los negativos a la embajada inglesa. A muchos los habían fusilado por esto. Y don Américo no podía permitirse el lujo de hacerse más sospechoso de lo que era.

De todos los que pudiera imaginarse, había sido Pedrito quien le había sacado del apuro. Se había burlado de él —¡ay, estos jóvenes de hoy!—, pero aquella misma tarde le había traído una bombilla nueva de marca alemana de antes de la guerra. Una bombilla hermosa. Estaba agradecidísimo a Pedro, a pesar de sus bromas sangrientas. Cuando le había preguntado cuánto era, Pedro le había dicho: «Por ser para usted, quince pesetas; para otros, diez. De alguna manera tengo que cobrarme el dinero que le saca a mi vieja».

Un desvergonzado era el muchacho aquel, pero entonces todos los muchachos eran lo mismo. Al menos, Pedro se portaba como un buen hijo. Sin él, su familia estaría muerta de hambre, y si algunas veces la señora Luisa le daba a don Américo una barra de pan con una loncha de jamón dentro, a Pedro se lo debía, y él quedaba agradecido. Al fin y al cabo, lo que cuenta con Dios es la intención.

Don Américo había terminado de colocar simétricamente espaciadas las siete sillas, rodeando la mesa, cuando alguien llamó a la puerta. Abrió, y Conchita entró como una tromba, le golpeó la espalda y gritó:

—¿Qué, abuelo, ya ha preparado el teatro?

Le dio un beso resonante en medio de la frente —era un poquito más bajo que ella— y gorjeó:

—Hay que aprovecharse de la obscuridad, ¿no?

—Estás loca de remate, muchacha —dijo muy serio, aunque agradecido y alegre por dentro—. ¿Cómo te sientes hoy?

—Estupenda, ¿no lo parezco?

Los dos se echaron a reír. La preocupación de don Américo por la salud de Conchita les hacía gracia a los dos; pero él nunca se había recuperado de sus experiencias con sus médiums anteriores, todas ellas neuróticas, pálidas y con ojos de loca, que le mantenían en un terror constante con sus ataques de nervios y sus desmayos cardíacos. La salud desbordante de Conchita era para él una fuente inagotable de asombro y satisfacción. Alta, fuerte, bien construida, bien rellena, rezumando alegría y despreocupación. A don Américo aquellos besitos que le estampaba en la frente le sabían a gloria, aunque fuera un abuso de su estatura. Tenía que admitir que era muy difícil tomarla por una creyente sincera, fuera de los momentos en que estaba en trance. Pero entonces, toda su impudencia ruidosa desaparecía y se volvía absolutamente seria. Se ponía hermosa entonces, con una belleza superhumana. A él no le chocaba. Las santas mártires tampoco habían sido fanáticas de cara amarillenta, sino mujeres hermosas que con su belleza misma habían inflamado a sus bárbaros jueces y los habían forzado a cometer sus horribles bestialidades con ellas.

Lo malo con Conchita era que inspiraba celos y envidia en algunas de las otras mujeres. Él había oído a alguna de ellas decir que su nuevo médium era una zorra que le sorbía los sesos a él, un vejete verde, tonto por añadidura. Don Américo dejó, prudentemente, la puerta abierta desde el momento en que Conchita entró.

Pronto comenzaron a llegar los miembros de su presente círculo. Primero los cuatro que vivían escaleras abajo en la misma casa: La señora María, la señora Luisa y dos viejas solteronas, cuyos nombres verdaderos nadie conocía, como no fuera el cartero, porque todo el mundo las llamaba las «Pensionistas». La señora Carmen, la mujer del tendero del número dos, llegó la última; era aún más gruesa que la señora María, pero mucho más amable, pensó don Américo, suspirando hacia adentro. Les dejo poco tiempo para saludos y cotilleos. Aunque se preocupaba poco de lo que cada una hacía en su vida, siempre tenía algún miedo a las rencillas entre vecinos y su primera preocupación fue colocar a las dos Pensionistas entre la señora María y la señora Luisa. Después cerró la puerta que daba a la escalera, y el ruido seco del pestillo que les aislaba del mundo exterior, juntamente con el misterio de la luz roja que llenaba el cuarto de sombras, hizo a las mujeres bajar instantáneamente la voz.

Entre el borde de la puerta y el suelo apareció un trazo fino de luz blanca, que por momentos adquirió el carácter de un reflector que tratara de perforar las tinieblas. Don Américo estaba armado contra esta invasión. Mientras las seis mujeres se acomodaban en sus sillas, él ajustaba entre el piso y la puerta una tira de vieja alfombra que tenía para este fin. Ahora sí estaban aislados del mundo. No quedó más luz que el resplandor del rojo globo. La atmósfera del cuarto comenzó a espesarse. Las patas de las sillas rasparon las baldosas, crujieron faldas, unas cuantas gargantas carraspearon. Todos esperaban en silencio.

Don Américo dio cuerda a su viejo gramófono, metió en la bocina una bola de trapos viejos y puso el disco en marcha, la aguja del diafragma sobre él. Después se sentó al lado de Conchita. Los siete pusieron sus manos sobre la mesa, sus dedos tocándose, formando «la cadena». La aguja del gramófono se deslizaba en las primeras vueltas del surco, vírgenes de sonido. Producía un susurro tenue ahogado por el ronquido de los engranajes del viejo mecanismo. Disco y aguja estaban ya tan desgastados que las primeras notas de música no eran más que gruñidos inarticulados que la mordaza de trapos en la bocina estrangulaba, pero después un violín sollozando suavemente, acompañado por un órgano lejano, comenzó el Ave María de Gounod.

Alguien dio un hondo suspiro. Un pie chocó contra una de las patas de la mesa. Don Américo ordenó «¡Silencio!» en una voz sepulcral. Todos comenzaban a respirar rápidamente. De pronto Conchita se puso rígida y dejó caer sus brazos a lo largo del cuerpo. Sólo se oía ahora su respirar anhelante. Los otros contenían el aliento hasta que el aire se escapaba en pequeñas explosiones de los pechos oprimidos.

Conchita comenzó a hablar en una voz monótona:

—La veo. Sobre su hombro.

—Pregúntale quién es —dijo suavemente don Américo.

La voz de Conchita se cambió a un falsete de niña:

—Soy Teresita y estoy aquí con mi mamaíta. Sois muy buenos todos por haberme llamado.

La señora Luisa se puso tan tensa que sus músculos y sus articulaciones le comenzaron a doler. Ya conocía el ritual y cómo hacer las preguntas:

—Y, ¿cómo estás tú, hijita? Y, ¿cómo está papá?

La vocecilla que salía de la boca de Conchita canturreó alegremente:

—Soy muy feliz, mamá. Siempre. Claro, vosotros no sabéis cómo es esto y yo no te lo puedo explicar. Anoche estuve con papá, pero él no me vio, estaba durmiendo. Yo sí le vi, claro.

—Y, ¿viste lo que va a hacer, corazoncito mío?

La voz de la chiquilla se apagó:

—Sabes, mamá, aquí… hay tantos espíritus malos y anoche había muchísimos, y no me dejaban preguntar a papá. Sabes, son muy malos y corrían detrás de mí con sus gritos y sus bromas, y así no me dejaron ver bien.

La señora Luisa exclamó:

—Entonces, ¿tú tampoco puedes ayudarme, nena?

—Sí, mamá, voy a ayudarte; sólo que no veo las cosas claramente aún. Papá es bueno, pero hay tantos espíritus malos alrededor de él, que no hacen más que empujarle, que todo lo que he podido ver es que va a pasar algo muy malo si él se deja guiar por ellos, y que tú tienes que apartarte de todo ello, mamá. —La vocecilla se extinguió. El gramófono había llegado al fin del disco y ahora sólo se oía un chirrido sordo e isócrono.

De pronto Conchita gritó en su voz natural, pero medio atragantándose:

—¡Se ha ido! ¡Se ha ido…! ¡Lo veo! Dos hombres matando uno al otro. ¡Le matan, le matan! —Rompió a reír histéricamente.

Don Américo encendió una lámpara de bolsillo y abofeteó los carrillos de Conchita. Corrió después a la cocina, encendió allí la luz y dejó la puerta abierta para que se iluminara la habitación. Conchita estaba sollozando bajo la lámpara roja. La señora Luisa se retorcía las manos y repetía incesantemente: «¡Dios mío, Dios mío…!». La señora Carmen pedía agua con una voz asmática, entrecortada. Las dos Pensionistas se habían cogido las manos y la señora María les estaba hablando:

—No se asusten, no es nada, es lo que yo he estado diciendo siempre, esos dos hermanos van a acabar matándose uno a otro.

Don Américo trataba desesperadamente de calmar a unas y otras, pero nadie le escuchaba. Chancleteó a la fuente de la cocina y comenzó a llenar vasos de agua con manos temblonas.

La señora Luisa protestó:

—¡Pero los espíritus no han dicho nada de mis hijos!

Transfigurada, la señora María se volvió a ella y repitió con un sonsonete horriblemente alegre:

—Se van a matar los dos, ¡los dos! La niña lo ha dicho.

Estas eran las escenas que don Américo temía más, aunque había adquirido una cierta rutina para enfrentarse con ellas. Lo más urgente era cambiar en seguida las bombillas. Sabía por experiencia que las mujeres no se calmarían hasta que la luz blanca les permitiera verse claramente. Sólo que ya no era tan ágil, ni sus ojos tan agudos, como él hubiera querido. Le tomó bastante tiempo subirse a una silla y cambiar las bombillas. Se quemaba los dedos con la bombilla roja, pero soportó heroico el dolor. En sus prisas había olvidado envolverse la mano con el pañuelo antes de tocar la lámpara, y cuando se dio cuenta de que se estaba abrasando, era ya tarde. Lo único que hubiera podido hacer, si no hubiera aguantado la quemadura, era provocar un cortocircuito o dejar caer la lámpara roja sobre la mesa. Se consoló pensando que había mantenido su serenidad y no había olvidado sus conocimientos técnicos en circunstancias peligrosas.

Mientras tanto, Conchita se había recuperado (magnífica muchacha, pensó, ¡otras se hubieran desmayado o hubieran gritado!) y preguntaba ansiosamente qué era lo que había dicho. Nadie contestaba. Don Américo le dio unos golpecitos en un hombro:

—Maravillosa, hija, maravillosa. ¡Has estado maravillosa!

Las otras mujeres no hacían caso del médium. La señora Luisa y la Señora María se habían enfrentado uno con otra, furiosas las dos. La señora Luisa insistía en una voz chillona en que el espíritu de su hijita no había dicho nada sobre los dos hermanos, nada sobre quiénes eran los dos hombres cuya muerte había predicho.

—Y además, no ha sido mi hija quien lo ha dicho, sino Conchita y en su voz propia. Todas lo hemos oído, así que no invente…

—No, no y no —replicó a gritos la señora María—. No estoy sorda ni ciega. Ha sido el espíritu quien ha dicho que sus hijos, su Pedro y su Juan, se van a asesinar el uno al otro. Y no voy a ser yo la que se extrañe, siendo uno de ellos uno de esos granujas de fascistas y el otro uno de esos rojos que andan robando y asesinando. Tomó aliento y se volvió a las dos Pensionistas: ¿Tengo razón? ¿Es verdad o no? Aquí estamos nosotras, ustedes y yo, que no hablamos nunca con los muertos, como la señora Luisa. No se puede jugar con esas cosas, pero tenemos buenos oídos para saber lo que se dice, ¿no?

Una de las hermanas abrió unos ojos enormes, bovinos, y tartamudeó:

—No sé, no sé… La verdad, no sé. Es todo tan difícil. Y además el susto… Me ha dado mucho miedo. Naturalmente, he oído lo de los dos hombres muertos, pero esto nos ha asustado tanto a las dos, a mi hermana y a mí, ¿no es verdad?

La otra hermana afirmó con la cabeza y dejó rodar dos lágrimas por su cara arrugada. La señora Carmen se había tragado, uno tras otro, dos vasos de agua, y se sentía lo bastante fuerte como para intervenir:

—¡Las cosas que pasan, Dios mío, las cosas que pasan! Una familia tan decente, y ahora esta desgracia terrible que les cae encima. ¿Quién lo iba a pensar? —Se volcó sobre la señora Luisa, le puso las manos sobre los hombros y dijo con una simpatía de funeral—: Hay que tener resignación, señora Luisa. ¡Ay, los hijos…! Ya sabe usted cómo son los hijos, nada más que penas. Cuatro tengo yo, y no sé qué hacer con el mayor…

Don Américo consiguió al fin hacerse oír. Golpeó sobre la mesa —no muy enérgicamente, porque quería evitar el más mínimo escándalo sobre sus sesiones y tenía miedo de las habladurías de los otros vecinos— y la disputa de las mujeres se cortó, esperando lo que iba a decir. En el silencio momentáneo, Conchita preguntó quejumbrosa:

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Qué espíritu ha venido y qué es lo que ha dicho?

—Quietos —ordenó don Américo. Como si fuera una respuesta burlona, el gramófono emitió un último chirrido y la cuerda saltó. Don Américo comenzó:

—¡Hermanas! No debemos dejarnos llevar por nuestros impulsos. Todos hemos oído por qué tribulaciones está pasando la señora Luisa, pero no debemos dejarnos llevar por nuestra imaginación. Los espíritus —desde luego me refiero a nuestros amigos, los espíritus buenos— lo que quieren es ayudamos y lo intentan lo mejor que pueden. Teresita nos ha dicho que los espíritus traviesos no le dejaban ver los acontecimientos futuros que se realizarían, de acuerdo con la voluntad de Dios, ni tampoco los pensamientos de la mente del señor Antolín. Conchita, nuestro médium, nos ha dicho con su propia voz que veía dos hombres matándose uno a otro. Pero, primero, no se trataba de un mensaje de nuestra Teresita. Segundo, no sabemos quiénes pueden ser esos hombres. Y tercero, puede haber sido una broma maligna de esos espíritus hostiles que explotaron el momento en que se marchó Teresita para hablar a través de la boca de nuestro médium y sumergirnos en confusión. Creo que deberíamos reunimos el próximo viernes y tratar de obtener otra manifestación de Teresita que nos sirva de guía futura.

Mientras hablaba, don Américo se había ido acercando insensiblemente a la puerta de la escalera, y cuando pronunció las últimas palabras, la abrió de par en par. Este gesto, más que su sermón, impuso la paz entre las mujeres. Hubieran querido reanudar sus argumentos, pero hasta la señora María se daba cuenta de que cada palabra dicha en la escalera sería recogida y comentada por uno u otro de los vecinos. Era demasiado peligroso. Las dos Pensionistas, sin embargo, eran felices. Habían absorbido cada una de las frases altisonantes y estaban agradecidas a que ya no tuviesen que dar su opinión, después de las palabras del maestro; fueron las primeras en desfilar. Las otras tres siguieron después de prodigar los saludos de despedida a don Américo y a Conchita, que aún estaba caída en su silla. Sólo la señora Luisa se retrasó hasta que la señora María llegó al segundo piso y ella se sintió en seguridad. Abrió la boca para hablar, pero lo pensó mejor después de mirar a Conchita y se marchó. Tan pronto como desapareció, Conchita saltó de la silla:

—Yo también me voy, si nadie quiere contarme lo que ha pasado.

—Quédate un poquito más, por favor, chiquilla —suplicó don Américo. Se pasó un pañuelo por la frente, miró a la ampolla que se estaba formando en el dedo índice de su mano derecha, y suspiró—: ¡Estas buenas mujeres…! Ya te voy a contar todo, querida. ¡Es maravilloso que te hayas recobrado tan deprisa!

Y el viejo le relató con exactitud, aunque con adornos y comentarios suyos, lo que había ocurrido en la sesión y sobre todo en la interpretación arbitraria de la señora María:

—¡Ay!, no quiero decir que lo haya hecho de mala fe, entiéndeme bien, muchacha. Pero es triste pensar que todos los resentimientos mezquinos de cada día surgen a la luz, inmediatamente después de las manifestaciones divinas. Porque, sabes, me atrevo a llamarlas divinas. Naturalmente, me doy cuenta de todo y debemos perdonarlas; ninguna de estas pobres mujeres tiene una vida fácil. No hay más que miseria y el camino para guiarnos a la verdad es arduo para estas pobres almas ignorantes…; en fin, nosotros somos los primeros que no debemos criticar. ¡Espérate un momentito!

Don Américo fue a la cocina, sumergió su dedo dolorido en aceite, y volvió con una botellita de aguardiente barato. Llenó dos vasitos:

—Toma, bébete esto, te sentará bien después del tremendo esfuerzo que has hecho.

Se sentó y bebió un sorbito de su vaso:

—No creas que no me deprime a mí también esta pelea contra la ignorancia que llevo toda mi vida. Pero no hay remedio. En este mundo lo único que cuenta es el dinero. Si tuviera un poquito de dinero ahora, las cosas serían muy distintas. Entonces vendrían a las sesiones las señoras de verdad, educadas, inteligentes, mujeres de mundo que no harían escenas como la que hemos presenciado. Y además ayudarían a propagar la luz de la verdad.

Conchita se echó a reír a carcajadas:

—¡Ay, abuelo, abuelito, eres más granuja de lo que se cree la gente! Conque quieres hacer dinero, ¿eh?

Se ofendió:

—No, Conchita, no. No es el dinero lo que me interesa, y tú lo sabes bien. Yo puedo ser feliz en cualquier rincón, soy feliz en este rincón. Pero vivimos en un mundo donde sólo cuentan las apariencias. Mira esta simple bombilla roja. Tú no sabes los trabajos que he pasado para hacerme con ella. Pero ahora imagínate, si yo tuviera una gran sala, como debería tener, aislada de los ruidos del mundo, con cortinajes negros…, ¡qué manifestaciones podríamos tener, tú y yo! Hasta podríamos obtener materializaciones. Tú ya sabes lo que es el ectoplasma. —Don Américo comenzó a recitar los sucedidos más increíbles que había leído en sus recortes y revistas—. Y, sabes, tal vez llegaríamos a lograr una levitación…

A Conchita le daban ganas de vomitar escuchando cómo había médiums que producían ectoplasma a través de los orificios de su cuerpo. Se lo imaginaba todo demasiado vivamente. Si era aquello lo que quería que hiciera ella… Le interrumpió al principio de otra descripción más entusiasta:

—Ahora, dígame la verdad, don Américo. ¿He dicho yo realmente que los dos hermanos se iban a matar uno al otro?

—No, muchacha, no. Tú sólo has dicho que dos hombres se mataban uno a otro y además, nos lo has dicho con tu propia voz. Así que no era un mensaje de Teresita. Y esto es justamente lo que yo quiero decir. En un ambiente diferente y en una atmósfera más favorable, podíamos haber sabido la verdad. —Y don Américo se lanzó de nuevo a sus sueños.

Conchita le miraba, fascinada por la pasión ferviente que ponía en sus fantasías. No se podía hacer nada. Era exactamente igual que las pobres mujerucas que esperaban que ella iba a curar sus enfermedades o las de los suyos, convencidos de que tenía más poder que doctor alguno, por la simple razón de que tenía el dibujo de una cruz en el paladar. La ciega fe del viejo la irritaba, pero al mismo tiempo le admiraba por ello. Esto era lo malo con ella. No tenía fe en nada.

Don Américo seguía dando rienda suelta a su imaginación, pero Conchita ya no le escuchaba. Apenas le oía. Estaba sumergida en sus propios pensamientos. Había una pregunta que se repetía insistentemente en su cabeza. Cuando don Américo se calló e intentó volver a llenar los vasos, Conchita rechazó el aguardiente, miró su reloj y se levantó a toda prisa:

—¡Dios mío, la hora que es! Soy una tonta estándome aquí embobalicada, mientras mi madre está esperando para cenar. ¡De buen humor estará! —Le dijo adiós con toda la efusión y alegría que él esperaba, pero tan pronto como se cerró tras ella la puerta de la buhardilla, cambió la expresión de su cara. Aquella expresión le seguía martillando los sesos: ¿Qué era lo que le había hecho hablar de los dos hombres matándose uno a otro? ¿Por qué lo había dicho? Y, ¿qué significaba todo aquello?

Esta vez no había sido su afán de hacer travesuras como una chiquilla. No. Había sido un impulso repentino que no había podido resistir. Algo o alguien le había hecho decir aquellas palabras sin pensar. Sí, sin pensar. Otras veces había predicho a la señora Luisa toda clase de vagos infortunios, sin más razón que la antipatía que tenía por ella. Pero esta vez había sido diferente. No era ella la que había hablado. ¿Era posible que estuviera jugando un juego peligroso con fuerzas desconocidas? ¿Es que podía haber algo en todo esto del espiritismo?

No lo creía, ni quería creerlo. Todos los hechos de su vida, que tan bien recordaba, estaban allí para desmentirlo.

Conchita nació el día del Armisticio en 1918. La comadrona que asistió a su madre bañó su cuerpecito en un barreño lleno de agua caliente, la envolvió en los innumerables pliegues de mantillas y pañales, la fajó; y cuando ya estaba lista para hacer su entrada en el mundo de los humanos, empapó un copo de algodón en vino manzanilla —el mismo que había fortalecido al padre, a la madre y a la comadre durante el parto— y con él frotó enérgicamente el interior de la boquita de la criatura:

—Esto es para hacerle la boca —dijo.

Posiblemente porque el vino quemó los tiernos tejidos, la criatura comenzó a llorar desesperada, abriendo la boca de par en par. En este mismo momento, la comadrona gritó excitadísima a la madre:

—¡Esta niña tiene el don!

La señora Úrsula, la madre de Conchita, repetía cada vez que contaba la historia que su marido —¡siempre había sido un descreído!— había soltado una blasfemia. Pero ella, la señora Úrsula, todavía empapada de sudor después de sus labores, había sentido correrle a lo largo del espinazo algo que le daba una alegría maravillosa.

—¿Por qué dice usted eso, señora Juana? —preguntó a la comadrona.

—Porque la chiquilla tiene en el paladar la cruz de Caravaca, la más clara y más bonita que he visto en mi vida, y créame que, después de treinta años y de sacar más de mil críos al mundo, sé lo que me digo.

Desde luego: las dos, la señora Úrsula y la comadrona, sabían perfectamente lo que significaba tener en la familia un chiquillo con este signo. No sólo traía suerte y riqueza, sino que también tenía el don de curar. Por ejemplo: la mejor cura contra la mordedura de un perro rabioso era conseguir que uno de esos seres afortunados lamiera las heridas. Si la persona mordida tenía fe, la curación era indudable, y de todas maneras el perro acababa mal, de muerte violenta. La señora Úrsula conocía hechos históricos: en Olvera, un pueblecito donde vivía una de sus primas, un perro de ganado se había vuelto rabioso y había mordido a doce personas. Afortunadamente vivía en Olvera una pobre muchacha semiparalítica, que tenía el don. «Mi prima me contó que la pobrecilla se pasaba el día sentada en una silla baja, cayéndosele la baba todo el día, y que su madre le ponía una cazuela entre las rodillas para que no se manchara el delantal. Y ahora yo le pregunto a usted: ¿Dónde hay otra pobre idiota como ésa que tenga una banqueta preciosa de barras de metal y a la que todo el mundo hace caricias y lleva regalos todos los días y le atiborran de dulces? Bueno, pues todo era porque tenía la cruz de Caravaca que le trajo suerte». La historia seguía: por tener la pobre idiota la cruz de Caravaca, trajo la suerte a Olvera. Y cuando aquel perro se volvió rabioso, lo primero que hicieron los mozos fue acorralarle en un rincón y matarle a palos. Después los doce que habían sido mordidos fueron a ver a la paralítica para que los curara, y como ella y sus padres eran buenos cristianos accedió a lamer las heridas de todos.

«Mi prima cuenta que tenía bastantes babas para lamer al pueblo entero si hubiera hecho falta. Pero es un hecho probado que los doce se curaron y que ninguno se volvió rabioso. Sólo que, como usted sabe, hay muchos descreídos en este mundo. El cura y el doctor armaron un escándalo y dijeron que no estaba rabioso, sino sólo hambriento y muerto de sed por escaparse de su amo y correr hasta el pueblo. Pero me hubiera gustado ver lo que hubiera hecho el doctor con doce rabiosos en el pueblo».

La señora Úrsula repetía —y ninguna vez olvidaba repetirlo con orgullo—, que ella se había dado cuenta en el acto de la importancia del don de la recién nacida. Allí mismo, en la cama, recordó que estas maravillas ocurren siempre cuando en el mundo pasa algo grande. Conchita había nacido el día en que todos los vendedores de periódicos voceaban el extraordinario con el fin de la guerra europea. Y la muchacha idiota del pueblo de su prima había nacido también en un día marcado, el día del desastre de Santiago, en el que España perdió Cuba, sí, es verdad, pero fue uno de sus mayores días de gloria. Y la señora Úrsula, que había aprendido su historia en un convento de monjas, explicó a la admirada comadrona que en Santiago el almirante Cervera había dejado que los americanos hundieran la escuadra entera, sin rendirse, porque dijo que «valía más honra sin barcos, que barcos sin honra». A los americanos les dio tanta vergüenza que muchos de ellos —«así me lo contaba mi abuelo»— se echaron a llorar. Las guerras y los milagros, como el de su hija, siempre vienen juntos.

El padre, la madre, la comadrona y los vecinos celebraron el acontecimiento con una comilona en la que hubo bebida de sobra. Y la reputación de la recién nacida como capaz de realizar curas milagrosas quedó establecida. Antes de que Conchita aprendiera las letras, aprendió que sólo tenía que poner sus manecitas sobre una persona enferma, o lamerle la herida, si se trataba de una herida, para que se realizara una cura milagrosa. Las monjas del colegio al que la mandaron lucharon contra esta creencia suya durante años, y al final la convencieron de que todo aquello era superstición. Pero llegó un día en que unas de las hermanas la llevaron en gran secreto a una celda donde una monja estaba enferma en la cama. Conchita puso sus manos en la cabeza de la monja, como le habían enseñado, y después ella y las monjas rezaron juntas un padrenuestro. Una semana más tarde, la monja enferma bajaba al patio, aún pálida y débil, y quince días después reanudaba su tarea de domar chiquillas de barrio bajo. Sin embargo, las monjas no mostraron mucho agradecimiento. Poco después convencieron a los padres de Conchita de que era hora de que la sacaran del colegio y la pusieran a trabajar, porque —dijeron a su madre— «era ya una mujercita», como si su madre no lo supiera. Conchita estaba convencida de que su madurez física no tenía nada que ver con ello, sino que las monjas querían deshacerse de ella, porque la historia de la cura milagrosa de la monja se había divulgado y se había convertido en una broma entre la comunidad. De todas formas, Conchita se había resentido amargamente entonces, en parte porque le gustaba ir al colegio, y en parte porque le parecía una injusticia que las monjas no hubieran echado a otra de las chicas que hacía ya mucho tiempo que era «una mujercita», a sabiendas de maestras y pupilas.

El padre de Conchita había fallecido cuando ella no tenía más que quince años, dejando a la madre y a la hija con la despensa vacía. En los años entre la muerte de su padre y el matrimonio de ella, el don de Conchita no sólo alivió a muchos, sino que hizo a ella y a su madre independientes de la miseria que ganaban, la una como asistenta y la otra como aprendiza de bordadora. La única dificultad para Conchita era que, a pesar de sus éxitos innegables logrados con algunos de sus tratamientos, no tenía la más mínima fe en la gracia misteriosa de los dibujos de su paladar. Desde un principio se había vuelto escéptica sobre ello, aunque había guardado el secreto. Era la falta o el mérito de las monjas. Conchita había sido una colegiala inteligente y ávida de aprender, que había asimilado cada migaja de conocimiento que las monjas le habían ofrecido, pero el incidente con la monja enferma había destruido su fe en su honestidad, sin devolverle la fe en sus dones. El vacío que esto dejaba en ella lo llenó devorando todos los libros que caían en sus manos.

Cuando se puso en relaciones con un muchacho, entusiasta socialista, que le enseñó a mirar el mundo a través de sus ojos, se aficionó de tal forma a su credo simple que por poco ingresa en el Partido. Bajo su influencia dejó de realizar más curas, porque le daba vergüenza de sí misma. Esto le fue fácil, porque después de casados se establecieron en Lavapiés, donde nadie conocía su reputación y la dejaron en paz.

Al marido de Conchita le fusilaron algunos años después de terminarse la Guerra Civil. En la flor de sus veinticinco años se encontró confrontada con un futuro de negra miseria, junto con su madre que se había ido a vivir con ella. Conchita volvió a sus bordados, y la madre a ser asistenta, sin que esto les salvara de pasar hambre. Hasta que un día, Conchita se encontró en la calle a doña Consuelo —la Tronío—, una vieja cliente de la tienda donde Conchita trabajaba; y doña Consuelo le habló tan cariñosamente que la muchacha volcó sobre ella todas sus miserias.

Doña Consuelo era un oyente experimentado. Cuando Conchita terminó, le dio, sin hacer comentario, un billete de cincuenta pesetas y le explicó, discreta pero secamente, cómo ella misma se ganaba la vida.

—No es que yo quiera empujarte a nada, hija —terminó—, pero eres una persona mayor, independiente, has visto el mundo y eres guapa. Me parece tonto que pases hambre. Los tiempos son malos y no van a mejorar pronto. Los que no saben mirar por ellos se mueren de hambre, mira la realidad de las cosas y ven a verme; en lo que pueda, te ayudaré. No creas que lo hago por todas.

Conchita fue a casa de la Tronío cuando desesperó de la vida. En el taller ganaba nueve pesetas al día; su madre ganaba ocho fregando suelos; juntando sus ganancias no tenían bastante para comprar pan en el mercado negro, cuando se habían terminado su escasa ración de pan malo. Por las noches, la señora Úrsula se quejaba de dolores en los riñones y se le hinchaban las piernas. Necesitaba al menos aspirina. Pero la aspirina, lo mismo que el pan, sólo se podía comprar de estraperlo, porque entonces, en plena guerra en Europa, las medicinas eran aún más escasas que el pan en España. Conchita fue a casa de la Tronío cuando tuvo que pagar la casa, cuando su madre necesitó medicinas, o cuando su estómago vacío necesitaba un remiendo. Siempre salió asqueada de allí; le parecía indecente y falto de sentido tener que hacer el amor sin disfrutar de ello.

La señora Úrsula no sabía nada pero se imaginaba mucho de lo que estaba pasando. En un momento apropiado, cuando Conchita se sentía más asqueada de la vida que nunca, su madre le confesó después de muchas vueltas que había prometido a una vecina que Conchita iba a ayudar a su hijo, un muchacho de diecisiete años, que sufría anemia aguda. La vecina estaba dispuesta a pagar veinticinco pesetas adelantadas.

—Piénsalo, hija, más que lo que ganamos las dos matándonos un día; y sin ningún trabajo para ti. —Si el muchacho se ponía bueno, la madre estaba dispuesta a pagar la enorme suma de cien pesetas.

Cuando Conchita pensaba en aquel su primer caso clínico, se echaba a reír. El muchacho estaba enfermo, porque comía poco y se masturbaba mucho. Le dio tanta lástima y le encontró tan infeliz e ignorante, que tomó a su cargo curarle. Al cabo de una semana devoraba cuanto le ponían en la mesa y pronto revivió con toda la energía de la juventud. Pero el resultado de esta milagrosa cura fue que Conchita se hizo famosa desde la plaza de Antón Martín a la Ronda de Atocha. Y después de toda su propia miseria pasada, ya no tenía la energía de negarse a ayudar a otros. Al menos, se decía a sí misma, ni mentía ni engañaba; lo único que hacía era aconsejar lo mejor que podía, cerrar la boca y dejar que las gentes pensaran lo que quisieran.

Tan pronto como Conchita comenzó a ganar dinero bastante para sus necesidades, suprimió sus visitas al comedor de la Tronío, pero pensó que por lo menos debía ir un día a despedirse. Al fin y al cabo la había salvado de la miseria. Doña Consuelo, disgustada de perder una pupila atractiva, alegre y sensata en quien se podía tener confianza con los clientes más delicados, insistió en una explicación. ¿Es que tenía quien le hiciera una mejor proposición? Conchita, medio azorada, medio irónica, le contó el don que poseía a través de la cruz de Caravaca grabada en su boca. Y vio asombrada que doña Consuelo perdía la cabeza oyéndola, tomaba la lámpara de encima de la mesita y casi se la metía en el gaznate mirando el signo mágico y, una vez cerciorada de su existencia, la invitaba, suplicaba, mejor dicho, a que se convirtiera en su médico de cabecera.

Este fue el punto crítico en la carrera de Conchita. Con doña Consuelo tuvo un éxito fácil y rápido curando sus mareos y náuseas, con el simple uso de su sentido común, obligándole a cortar sus abusos de comida y bebida y a prescindir de su corsé acorazado. A cambio de ello, doña Consuelo la trataba como su confesor y comenzó a recomendarla a sus clientes y amigos. Fue un choque y una desilusión para Conchita encontrar que tantos de aquellos caballeros ilustres y educados creyeran a pies juntillas en sus poderes sobrenaturales, pero no titubeó en aprovecharse lo mejor posible. Sus honorarios alcanzaron cifras fantásticas que le permitían asistir gratis a sus clientes pobres; pero, mucho más importante, sus actividades le dieron una influencia real sobre hombres que tenían en sus manos el poder de vida y muerte. Hasta el momento ya había conseguido sacar de la cárcel a tres obreros que se pudrían como otros cientos de prisioneros políticos, sin saber cuál sería su destino. Había encontrado trabajo para gentes que estaban en la miseria. Podía disponer de las raciones ilimitadas que se ponían a disposición de los oficiales del ejército a precio de coste, y había realizado más de una cura con ellas, porque la enfermedad más corriente era simplemente hambre. Y oía, directamente, secretos privados y públicos que le daban una visión bastante justa de la realidad española.

Lo que había aprendido sobre la gente en este ambiente de corrupción y falsedad la desarrolló en dos direcciones diferentes: su travesura innata, alegre y escéptica, se endureció y se convirtió en cinismo, y su naturaleza impulsiva y cálida se transformó en un deseo decidido y abrasador de aliviar la miseria y los sufrimientos que encontraba entre su propio pueblo. En sus maneras seguía siendo la muchacha vivaracha y alegre de barrios bajos, en su mente una persona seria que perseguía una sabiduría que se le escapaba.

La relación con don Américo había brotado de esta mezcla contradictoria.

Como un veterano de la guerra de Cuba, el viejo tenía derecho a una pensión, pero por años no le habían pagado, y la esperanza de que lo hicieran era más que remota cuando alguien le contó la historia a Conchita:

—Tú que tienes relaciones con la gente alta, podías hacer algo por él. El pobre vive del aire y un día se lo va a llevar —le dijeron.

Al cabo de un par de meses las recomendaciones de un falangista de alta categoría habían obrado el milagro. Don Américo no sólo recibió su pensión, sino también los atrasos de cinco años. Fue su salvación. Pero su entusiasmo por su nueva amiga no era tanto por su ayuda, sino porque le había llevado la alegría de su presencia. Y Conchita se encariño con él porque era cómico, patético y sincero hasta el límite. Asistió a algunas de sus sesiones por pura curiosidad y las preguntas tontas de las mujerucas que asistían a ellas la hicieron reír. Rechazó la doctrina con su lógica sana como un engañabobos, aunque la inquietaban aquellas escenas y se sentía como la aprendicilla que va por primera vez con sus compañeras de taller a la echadora de cartas a ver si le va a salir novio. Había algo que no podía explicarse satisfactoriamente, algo como en sus curas. No podía creer en ello y sin embargo molesta como se sentía por la fe crédula de los que acudían a ella, no podía por menos de verter en sus curas no sólo sus conocimientos rudimentarios de medicina e higiene, sino también toda su voluntad, toda su energía y vitalidad. Ejercía una influencia sobre sus pacientes y lo sabía. Tal vez, después de todo, había algo, aunque su cruz de Caravaca no tenía nada que ver con ello. Nunca se sentía segura.

Ocurrió que la médium de don Américo, una muchacha histérica, se murió de tuberculosis, y el viejo quedó desconsolado. Le parecía que en tanto que no llamara a la puerta de la mansión de los muertos, estaba traicionando su misión en la tierra. Medio en broma, medio por lástima de los sufrimientos del viejo, Conchita se ofreció a probar sus poderes de médium. Fue a la prueba determinada a hacer una comedia y divertirse con las crédulas mujeres. Entonces ni lo pensó. Nadie mejor que ella conocía los secretos de las casas de vecindad del barrio, y nada más fácil que impresionar a don Américo y sus devotas con profecías rotundas que se convirtieron en realidades. Don Américo estaba absolutamente feliz. Jamás había trabajado con un médium como aquél, jamás había obtenido mensajes tan detallados, tan concretos, capaces de convencer a los detractores más empedernidos.

La señora Luisa (de ninguna manera uno de estos detractores, pero difícil de convencer porque sólo los mensajes más íntimos y personales podían satisfacerla) estuvo a pique de desmayarse cuando la voz del espíritu de su Teresita, a quien había perdido a la edad de dos años, le anunció la llegada de Antolín en un futuro próximo. Tenía la seguridad de que no existía un alma viviente con excepción de ella y sus hijos que supiera lo que Antolín había escrito anunciando por primera vez su intención de venir. La señora Luisa había dudado que decidiera el viaje. Ahora, a través del mensaje espiritual, estaba segura de que su marido volvería. También sabía que su venida provocaría disgustos.

Todo había sido una inspiración súbita de Conchita basada en una información fidedigna. Conocía a Pedro de vista, y aquel mismo día le había visto salir de la casa de doña Consuelo, sin que él la viera.

—Supongo que el granuja ese no es uno de sus clientes —había dicho al ama.

—¡Ca!, viene por aquí a lo que cae —le había contestado doña Consuelo—. En este negocio hay que tratarse con toda clase de tipos. Pero tengo que decir que en medio de todo no es un mal muchacho; sólo que, igual que muchos, se ha ido de la mano. Tal vez siente la cabeza cuando su padre venga de Londres. —Y doña Consuelo le contó a Conchita cuanto sabía de la existencia de Antolín y de los detalles de su carta que había oído diez minutos antes.

Aquella tarde, cuando Conchita se enfrentó con la señora Luisa a través del reflejo rojo de la bombilla, le entraron ganas de darle un susto. La vieja bruja —como siempre la llamaba— le era antipática por la manera egoístamente fanática en la cual interpretaba el espiritismo, y porque a su manera de ver era una mujer seca de cuerpo y alma, que no entendía ni se preocupaba de sus hijos, pero presumía de un señorío decadente, como si fuera la única persona decente del barrio. Le parecía a Conchita que el marido de la señora Luisa no era más que un pobre idiota si pensaba en volver a la España de Franco y al refugio de los pechos de aquella tía. Si había escrito de verdad, como doña Consuelo le había explicado, es que no tenía los redaños de quedarse donde estaba. Era fácil predecir su llegada; y si al mismo tiempo predecía disgustos —como inevitablemente los habría— tal vez la señora Luisa se iba a echar a temblar.

Más tarde se alegró de haberlo hecho, aunque sus ideas sobre Antolín habían cambiado bajo la influencia de otro amigo y paciente suyo, el viejo señor Eusebio.

El señor Eusebio era uno de los favoritos de Conchita porque le podía tratar sin hacer paripés. Le había dejado hacer lo que quisiera con su lumbago, no porque creyera lo más mínimo en las virtudes de la cruz de Caravaca, sino porque era una forma de protestar contra el Seguro de Enfermedad instituido por Franco para los trabajadores. Le había gustado el médico que había antes en el barrio, un hombrecillo vivaracho, con las maneras de un dependiente de tienda de comestibles. El señor Eusebio le había puesto el mote del Tenderín por esto, y porque trataba de alimentar a todo el mundo gratis. El Tenderín acostumbraba, después de trepar las escaleras sin fin, a menear la cabeza a su paciente y decir: «Lo que le hace falta es lo que no puedo darle, aire libre y filetes, muchos filetes, y leche, mucha leche y buena. Como las cosas están, poco es lo que puedo hacer. Vamos a ver, ¿qué quiere que le recete? En todo caso pondremos extracto de carne, ¿eh?». Y a continuación escribía las recetas más caras imaginables de tónicos, reconstituyentes y cosas semejantes a expensas del Seguro, y repetía: «Lo que a usted le hace falta, es lo que a todos, cambiar de vida». Posiblemente no era un buen médico, pero ponía toda su voluntad en sus pacientes. Al cabo de un tiempo, sus jefes le llamaron y le recriminaron lo que gastaba en recetas: «El Estado no puede gastar más de dos pesetas y media por enfermo de ese tipo». El Tenderín hizo su ronda de visitas una vez más, contó a todo el mundo exactamente lo que había pasado, y dimitió. Su sucesor era, según la descripción del señor Eusebio, unos de esos muchachos que tienen título porque son algo de Falange, y prescribía aspirina para todo, incluso hernias o sífilis. En consecuencia, el señor Eusebio prefería a Conchita como curandera: «Tampoco puede quitarme los dolores, pero al fin es un placer que le dé a uno friegas una chica guapa, y poder mandar el Seguro a la mierda».

Para Conchita era un descanso el poder charlar con el alegre viejo. Para él no había fuerzas ocultas, ¡no señor! Pero en cambio le contaba todas las complicaciones de la vida, la suya y la de sus amigos. Últimamente lo que le preocupaba más era Antolín y su familia:

—¡Vaya un lío, muchacha! Esto no puede acabar bien. Antolín no sabe o no quiere enterarse en qué nido de víboras va a meterse. Y yo no sé qué hacer.

Conchita resolvió hacer algo sobre ello. En las sesiones se dedicó a mantener a la señora Luisa temblando de miedo, no porque quisiera darle una lección, sino porque quería a través de «Teresita» obligar a la mujer a portarse con Antolín de tal manera que éste se llevara el choque más grande de su vida y tomara el avión siguiente para Londres. Conchita aún se imaginaba a Antolín como un pobre diablo, pero el viejo Eusebio había acabado por transmitirle algo de su cariño y su lástima por su amigo. Se preocupaba cuando le daba por imaginarse a este hombre metido en el mundo de Pedro y doña Consuelo. Se lo tragarían, o lo destruirían sin remedio. Si trataba de poner paz entre Pedro y Juan, acabarían por destruirle. Era como si estuviera jugando con cerillas encendidas en una fábrica de pólvora. Y ella quisiera evitar la explosión.

Pero esta tarde —así pensaba Conchita, parada en el portal de su casa— era ella misma la que había echado más explosivos al fuego. Había hecho las cosas infinitamente peor. ¿Por qué se le habría ocurrido decir algo que ni había pensado? Desde luego, tenía la cabeza llena con Antolín, sus chicos y sus mujeres, y desde luego los «dos hombres» tenían que ver con ellos. Pero ¿quiénes eran ellos? ¿Era posible que ella tuviera también el don de segunda vista? Le entraban ganas de reírse de sólo pensarlo. Nadie mejor que ella conocía estos cuentos. Pero no podía echarse a reír por la idea de matar. Podía convertirse en realidad.

«Dos hombres matando… ¿Pedro y Juan? ¿O Pedro y su padre? ¿O Juan y su padre? Yo qué sé. Yo qué sé lo que he dicho. Y ¿de dónde lo he sacado yo? No he oído ninguna voz, no lo he inventado, me ha salido de dentro. Pero yo no lo he dicho», pensaba obstinadamente. Una puerta dio un portazo detrás de ella, y dio un brinco de susto. «Conchita, eres una idiota». Después en voz alta:

—Tengo que hacer algo sobre esto. Siempre se puede hacer algo.

Cuando se abrió la puerta de su piso, la señora Úrsula estaba sentada a la mesa barajando cartas:

—Cada vez que echo las cartas hoy sale la muerte. Muerte violenta —dijo la señora doña Úrsula con entusiasmo.

—En este pueblo, la muerte violenta está detrás de cada esquina —murmuró Conchita. Después agregó—: Se le revuelven a uno las tripas por ello. Deje las cartas, madre, y vamos a cenar. Una también tiene que vivir.