Capítulo V

La taberna del señor Paco está estratégicamente situada en el Paseo de los Ocho Hilos, en el centro de la parte más industrializada de Madrid. Había sido una cuestión de suerte: cuando treinta años hace, el señor Paco se estableció allí con un tabernucho en una choza de tablas, no podía ni pensar que los tiempos cambiaran así. En aquella época, aquél era un barrio de miseria, en el que los más ricos eran los que como él tenían una casucha de tablas; los más pobres vivían en chozas diminutas construidas con chapas viejas y latas vacías. La mayoría de sus parroquianos eran gitanos y traperos. Su mejor día de negocio era el domingo. Guisaba un gran caldero de callos o caracoles y allí bajaban a merendar las familias de obreros de los cercanos distritos de Embajadores y Lavapiés. Se sentaban después de su paseo, alrededor de las mesas hechas con cuatro tablas —la ilusión de una excursión al campo— en los campos yermos de la «China», llamada así sólo Dios sabe por qué. El nombre del paseo, mejor carretera, era apropiado y evidente: el Paseo de los Ocho Hilos estaba flanqueado por enormes pilones de hierro y de uno a otro se extendían cuatro pares de cables de alta tensión. Las torretas tenían su chapa pintada con una calavera y dos tibias cruzadas, un haz de rayos, y un terrorífico «¡Peligro de Muerte!» que avisaba a las gentes de un riesgo fatal. El viento que, poco o mucho, siempre azotaba la llanura, arrancaba de los cables un gemido constante que reforzaba el aviso y empujaba a los paseantes al otro lado del camino.

En este lado, casi a los pies de la taberna, había una trinchera profunda por la que corrían los trenes de la línea de circunvalación. La línea proporcionaba al señor Paco otro grupo de clientes, al menos durante los primeros años. Los «pescadores» solían llegar a la caída de la tarde y quedarse en la taberna hasta que el dueño los echaba. Los apodaban así, los «pescadores», por la manera especial en que robaban mercancías de los trenes. Esperaban en lo alto del puente sobre la trinchera y dejaban caer sobre los vagones abiertos un gancho de carnicero atado a una cuerda. La pesca era tan excitante como un juego de azar. A veces pescaban fardos que valían una fortuna para ellos, pero mucho más frecuentemente lo único que enganchaban eran cosas absurdas que abandonaban por el campo por no saber qué hacer con ellas. El negocio tenía sus riesgos porque los guardas de los trenes estaban armados con carabinas, aunque se decía que sólo eran capaces de usarlas si los pescadores olvidaban su promesa de untarles la palma de la mano. Hace ya muchos años que desapareció la hermandad de los pescadores; los únicos que ahora mantienen su tradición son los golfillos que se esconden entre los topes de los vagones en la cercana estación de Las Pulgas, viajaban en ellos en lo hondo de la trinchera hasta cerca de la estación del Mediodía donde los trenes se detienen esperando a que les den entrada, y durante el recorrido tiran a la vía bloques de carbón o algún saco de patatas que recogen en la noche recorriendo el camino a pie en sentido inverso. De vez en cuando, un chiquillo es arrollado en la obscuridad por un tren y al amanecer se encuentran sus pedazos entre los raíles.

En el curso de los años la barriada fue creciendo, primero con almacenes, talleres y fábricas, después con casa de vecinos para trabajadores, verdaderas colmenas de celdas apelmazadas. Los traperos y los gitanos desaparecieron. La taberna del señor Paco cambió de apariencia y se convirtió en un verdadero establecimiento que ocupaba la planta baja de una casa de vecindad pequeña que el mismo señor Paco había edificado y de la que era dueño. Era punto de cita de los obreros de las fábricas cercanas que coincidían allí a medio día para comer. Muchos llevaban su propia comida y pedían unos vasos de vino; para otros el señor Paco preparaba cocidos o guisotes en pucheretes individuales. Después del trabajo muchos volvían a beber un vaso antes de ir a casa.

Más que nunca la taberna del señor Paco era el centro de reunión de toda la vecindad. Por su dinero se le consideraba persona respetable, y en verdad las autoridades le tenían en buena estima. Por su discreción; y porque nunca había ocultado su antipatía hacia la policía que tanto le había apestado en los viejos tiempos, a él y a sus clientes, las gentes tenían confianza en él. Para los obreros, la taberna era un refugio seguro. Era rarísimo que por allí apareciera uno de la secreta, y si aparecía por allí, era instantáneamente reconocido y el aviso de su presencia entraba en la taberna antes que él. Se cambiaban todas las conversaciones y el dinero desparecía de las mesas donde se estaba jugando una partida de mus. Los únicos representantes de la ley que aparecían cada día por allí eran una pareja de guardias grises —la policía armada— que iban recorriendo su ronda, que daban los buenos días al entrar, y que preguntaban al señor Paco cómo iban las cosas, se bebían sus vasos de vino y desaparecían sin mirar a los parroquianos.

En la taberna del señor Paco, Juan se reunía diariamente con su instructor político, Ramón, que era cerrajero en un taller cercano de la fábrica en que trabajaba Juan. Se encontraban a la hora de la comida de mediodía, se sentaban a la misma mesa y se repartían una botella de vino. Juan daba sus informes y recibía las consignas del Partido, los sellos del Socorro Rojo y el rollo de ejemplares del Mundo Obrero que había de repartir en la fábrica. Podían charlar libremente sin llamar la atención de nadie.

Aquella mañana siguieron la rutina de siempre: se sentaron en la mesa del rincón, Ramón fue al mostrador por la botella de vino y Juan le dio ostensiblemente su parte en ella, junto con el dinero recogido para el Socorro Rojo.

—Esta vez no es mucho —dijo Ramón, guardándose las monedas.

—La gente tiene miedo de que les cojan con un sello encima.

—Que los rompan.

—Eso es lo que les digo siempre. Pero ya sabes cómo son. A muchos no les importa pagar su cuota, pero el sello dicen que me lo guarde yo.

—El dinero es lo que menos nos importa, aunque tiene su importancia, claro. Lo que importa es que la gente se acostumbre a hacer algo y a correr un riesgo, aunque haya soplones entre ellos.

—Ya lo sé. Pero en mi taller no son así las cosas y la mayor culpa es de Rufo. Siempre está haciendo discursos, y no es que esté mal, lo que pasa es que creen que con escucharle ya han hecho bastante; con eso y con discutir a gritos como él, no hace falta hacer más.

—No es mala persona Rufo, estoy conforme; si no fuera tan emocional… No tiene disciplina absolutamente y le hace falta; eso y una orientación clara.

Juan se arrepintió de haber hablado de Rufo y provocado así las críticas de Ramón que le sonaban de mal augurio para él. Una de las cosas que más temía era que su instructor, y único contacto con el Partido, le acusara de dejarse llevar por las emociones. Sabía que era demasiado sensible y que constantemente tenía que hacer esfuerzos, a veces dificilísimos, para no dejarse llevar por su «sentimentalidad», y esto le hacía demasiado inseguro de sí mismo y vulnerable. Su aprensión no le había engañado; Ramón siguió casi sin pausa:

—Supongo que a todos os ha dado un ataque de sentimentalidad con la venida de tu padre, ¿no? Muchos besitos y abrazos con los ojos llenos de lagrimones, ¿eh?

Juan enrojeció:

—¡A ver si te crees que aún soy un crío!

—Bueno. No hagas caso de mis bromas. Cuéntame lo que ha pasado. No las historias de familia que no nos interesan, sino lo que importa para lo nuestro. ¿A qué ha vuelto tu padre? ¿Y qué sabes de los contactos que tiene aquí?

—A lo que ha venido de verdad, no lo sé. Pero se ha hecho inglés, con un pasaporte inglés de verdad, y esto algo quiere decir. Al menos yo no creo que los ingleses le den un pasaporte a cualquiera, sin que haya una razón para ello, algo así como cuando Franco hizo españoles a todos los alemanes. Y además, mi padre, en lugar de venir a casa, se ha metido en una pensión de postín en la calle de Peligros y se ha traído un montón de ropa. Diga lo que quiera que allí no es más que un simple camarero, la verdad es que ha perdido todas las costumbres proletarias, si es que antes las tenía, que no lo sé.

—Chist. Espera. Acabas de decir dos cosas importantes: la primera, si tu padre tiene de verdad un pasaporte inglés, tienes que andarte con cuidado, porque los imperialistas no dan documentos a nadie que no sea de su absoluta confianza. Segundo, si era camarero, ándate con muchísimo más cuidado aún. Todo el mundo sabe que los camareros están corruptos y acostumbrados a venderse por unas propinas que les dé lo más podrido de la sociedad en que viven. Te apuesto a que la mayoría de los camareros de Madrid son confidentes de la policía, al menos indirectamente. Ninguno de ellos es consciente de su clase.

—No sé. En todo caso, mi padre me dijo que estaba en contacto con los socialistas allá y, creo, en Francia también, porque cuando vino se paró en París.

—Bueno. Lo que tienes que hacer ahora es averiguar con qué grupos trabaja aquí, en Londres y París, y quiénes son sus contactos, españoles e ingleses. —Ramón frunció las cejas, se interrumpió y preguntó bruscamente—: ¿Le has dicho que estás en el Partido?

—Yo no le he dicho nada, pero me figuro que sabe cómo pienso.

—Contéstame sí o no, y no te andes por las ramas. Esto no es una broma. ¿Sabe tu padre que estás en el Partido? ¿Sí o no?

—Puede tener una idea, pero no lo sabe de cierto. En todo caso yo no le he dicho nada.

—Si tú no le has dicho nada, ¿de dónde ha sacado la idea?

Esta era la pregunta que Juan estaba temiendo. Era estrictamente verdad que nunca había dicho a nadie en tales palabras que era un miembro del Partido Comunista, pero se acordaba muy bien de todos los errores que había cometido al principio, cuando todo su empeño era que el Partido le aceptara como miembro. Se acordaba de una carta llena de alusiones que había escrito a su padre, y se acordaba de la contestación de éste, llena de reproches por su imprudencia. En aquel mismo momento le llenaba de vergüenza el que hubiera sido su propio padre —ni aun uno del Partido— quien le diera una lección de cómo portarse en la clandestinidad. Y no era esto todo. Cuando aún no había sido admitido en la célula y todo lo que tenía que hacer era pegar pasquines en los lavatorios o en las farolas de la calle, o distribuir algunos números de Mundo Obrero, había presumido con los suyos y con los extraños de sus hazañas revolucionarias. Sí, se había curado de estas tendencias infantiles —estaba seguro de que nunca había contado nada importante— pero ¿cómo podía dejárselo claro a Ramón sin perder su confianza?

—Mira, Ramón, mi padre debe de figurárselo porque nos pusimos a hablar de la política del Partido Laborista inglés y de su alianza con los imperialistas yanquis contra la Unión Soviética. No estaba de acuerdo conmigo y me dijo: «Entonces tú no eres socialista, esto ya lo veo. ¿Qué diablos eres? ¿Un anarquista?». Naturalmente me enfadé cuando me tomó por uno de esos traidores, y así se lo dije; entonces me dijo: «Pues entonces, si estás haciendo trabajo clandestino, no queda más que un partido con el que trabajes. Si estás metido con los comunistas, me temo que has cometido el mayor disparate de tu vida y no sabes en lo que te has metido».

—Tú eres un estúpido idiota. ¿No te das cuenta de que tu padre es cien veces más inteligente que tú? Te ha sacado las cosas del cuerpo sin que te enteraras. ¿Estás seguro de que no le has contado nada más?

—Seguro, palabra de honor.

Ramón se quedó mirándole y moviendo la cabeza:

—Está bien, vamos a dejar las cosas así. Has cometido una soberana estupidez, esto está claro, y tienes que andarte con cien ojos. Hasta que no sepamos exactamente cómo andas con tu padre, no puedes hacer más trabajo clandestino. Dame todos los periódicos y los sellos.

—¿Qué es lo que voy a hacer entonces? ¿O es que quieres decir que ya no sirvo para nada y me echáis?

—Hombre, no tanto. Pero ¿es que no te das cuenta de que te has ido de la lengua y has armado un lío que puede ser un peligro para todos los camaradas de la célula? Tú mismo te has destruido para lo que hubieras podido ser útil el día de mañana. Lo único que puedes hacer es demostrarnos tu habilidad y buena fe de otra manera: dedícate enteramente a tu padre, nos puede ser útil. Cómo, no lo sé. Pero al menos le puedes sacar dinero para el Partido y te puedes enterar de a qué ha venido aquí y cuáles son sus planes. También nos puede ser útil saber lo que pasa entre los refugiados de Londres. A lo mejor le podemos utilizar para algo práctico, claro es, sin que se entere. Después de todo, si tiene un pasaporte inglés, Franco quiere estar a bien con los ingleses para sacarles dinero y negocios. En fin, ya veremos cómo te portas. No podemos olvidar tampoco que la policía es seguro que le tendrá vigilado y por él os va a vigilar a toda la familia, incluso a ti, claro.

—Me dijo que había traído algunas cartas de presentación para negocios, pero no me ha dicho qué negocios eran y yo no se lo he preguntado.

—Esta es una de las primeras cosas que tienes que averiguar. Y el que no se te haya ocurrido preguntarle en seguida, es la prueba de que la venida de tu papaíto te ha trastornado la cabeza… Bueno. Nos seguiremos reuniendo aquí, si no, a la gente le chocaría; pero no quiero que te pongas en contacto con ninguno de la célula hasta que yo te avise. Y se te encuentras alguno por casualidad, no tienes que dar explicaciones. En todo lo demás sigues como hasta ahora; si quieres hablar en la fábrica acerca de tu padre, hablas, pero acuérdate, sin detalles. Los detalles a nosotros.

Se produjo una agitación en la taberna. Los obreros iban marchándose en pequeños grupos porque faltaban unos pocos minutos para reanudar el trabajo. Sin llamar la atención, Ramón recogió el rollo con Mundo Obrero que Juan había empujado entre la botella y su vaso, y se marchó. Juan se fue un poco después con un grupo de su fábrica. Se alegró de que nadie reparara en él.

A Juan se le dio mal la tarde. Llevaba ya una semana entera sin cambiar el trabajo en su pulidora: una serie interminable de tubos dorados todos en el mismo tamaño. Era un trabajo puerco. Un polvillo impalpable —metal húmedo de ácido— le impregnaba las manos y se le pegaba en la nariz, en la boca y en la garganta. No podía evitar el tragarlo, aunque supiera que le daba malos cólicos. Al menos —se consolaba a sí mismo— aún no escupía o vomitaba sangre como alguno de sus compañeros. No era tísico ni aun estrecho de hombros. Y con mejor comida seguramente ni las tripas le darían guerra. Sí que era verdad que no llevaba muchos años en la fábrica. Juan tenía la categoría de ayudante, bueno para pulir automáticamente, pero no con la experiencia suficiente para otros trabajos de dorador, más interesantes y menos sucios. A veces, esto le molestaba; otras veces se alegraba porque tenía la ventaja —o la desventaja— de dejarle libre la cabeza para pensar. Hoy el monótono trabajo le dejaba libre de compadecerse a sí mismo y de enfurecerse con el resto del mundo.

No lo entendía nadie, y menos su familia. Si Ramón se había equivocado con él, la culpa era de su familia, sobre todo de su padre. Si era verdad que le había sacado las historias del cuerpo con intención, entonces era un traidor al movimiento. No quería creerlo, aunque ya había perdido sus ilusiones sobre su padre, que en tiempos le pareciera un gran revolucionario. Pero ¿qué era lo que su padre había hecho, después de todo? Lo mismo que muchos más: irse a las milicias, llegar a ser oficial en el ejército y quedarse en el frente hasta el fin. Si se había escapado, había sido por suerte y no por coraje. Era típico de él que hubiera ido a Inglaterra, donde habían ido tan pocos. En todo caso, era demasiado que allí hubiera desarrollado una mentalidad tan burguesa que le hubiera llamado idiota por pertenecer al Partido. Debía ser un poco más inteligente que todo eso.

Si Amelia y su madre no entendían sus ideas, tanto mejor. Eran mujeres, y las mujeres nunca aprenden a usar sus sesos. Además, las dos estaban completamente entontecidas con sus creencias, como si tomaran opio. La una con sus espíritus, y la otra con su Sagrado Corazón y sus san no sé qué. Era difícil vivir con ellas y escucharlas. Tampoco valía la pena tratar de convencerlas. Hacía tiempo que había renunciado a educar a Amelia.

Pedro… Pedro era simplemente un granuja. Ni aun era un fascista. No tenía interés en las teorías de su propio movimiento. Lo único que le importaba a él de Falange era tener una tapadera para sus negocios sucios. Si Pedro hubiera creído en algo, aunque fuera en fascismo, Juan le habría entendido mejor y le habría apreciado, al menos como un adversario político. Y no le trataría a él como le trataba, como a un bebé a quien hay que darle la papilla con una cucharita. Pedro no era tonto, pero estaba podrido hasta la médula. Era raro que su padre no lo hubiera visto en seguida. Esto demostraba la razón que tenía Ramón al decir que los camareros están mentalmente corrompidos… Era difícil tener un hermano como Pedro que parecía haberse escapado de una película americana y que no era más que un chulo de zorras. Hace mucho tiempo que debía haber terminado con Pedro, y lo hubiera hecho, si el Partido no le hubiera dicho que tenía que aguantarse y tratar a Pedro como una fuente de información ocasional. Poco más o menos lo mismo que tenía que tratar a su padre en el futuro, aunque por otras razones. Aun su padre no era como Pedro.

La primera vez que Ramón le había explicado la utilidad de tratar a su hermano, se quedó tremendamente extrañado. Entonces era un ingenuo. Ramón le había convencido completamente y sus razonamientos le habían, más que otra cosa, dado una idea clara de la fuerza del Partido y de lo inevitable de una revolución mundial.

Ramón le había explicado cómo funcionaba el proceso revolucionario; cómo gentes al margen de la sociedad, por ejemplo su hermano Pedro, actuaban como fermentos; cómo el mercado negro y la prostitución por hambre activaban la desintegración del orden capitalista y de la moral capitalista. Era como si estuviera viendo desmontar una máquina y volverla a montar pieza a pieza, para que viera cómo funcionaban todos sus engranajes. Ramón le había mostrado que, en su caso concreto, el hecho de que su hermano fuera un falangista, pero no un falangista convencido, hacía segura su casa para guardar en ella material de propaganda, mientras que el hecho de que Pedro fuera un chulo y viviera del mercado negro, daba al partido un arma para el caso de que a Pedro se le ocurriera un día amenazar a Juan con denunciarle.

Era una gran cosa el poder mirar con despego a la propia familia, sin debilidades y sin consideraciones personales. Era una cosa por la que estaba agradecido al Partido. Juan se había enseñado a sí mismo a no preocuparse por la manera de vivir de su hermano, aunque en sus disputas le llamara aún todo lo que se le venía a boca. Claro que no era más que un desahogo. Desde luego, era verdad que ya no se enfadaba ni desesperaba por las cosas que Pedro hacía y que antes le sacaban de quicio. Por el contrario, ahora le daba un placer secreto el saber que Pedro se prostituía cada vez más en un servicio inconsciente a la causa. Pobre Pedro, nunca sacaría provecho de su sacrificio. Después de la revolución soviética en España habría que liquidarlo sin remedio. Tragando saliva, espesa con el polvo metálico, Juan se dijo a sí mismo que no odiaba a su hermano; lo único que le causaba era desprecio y lástima, aunque tuviera que humillarse ante sus aires paternales. Sí, era verdad que de muchacho le odiaba, pero entonces no era más que un chiquillo abandonado de quien nadie se ocupaba. Su madre dejaba a Pedro que hiciera con él lo que quisiera, con tal de que trajera comida a la casa y la dejara a ella hablar con sus espíritus. Pedro era entonces su amo, y le odiaba con una rabia loca. Ahora era diferente. Pedro se creía aún el cabeza de familia, pero a Juan esto le hacía gracia, sabiendo que el gran Pedro no era nada más que un instrumento ciego. Hasta la comida que Pedro traía y que ganaba con sus trucos sucios le ayudaba a mantenerse fuerte y sano a él, a Juan, uno de los que estaban edificando una España nueva.

Juan trató de pensar una frase dialéctica que fuera hermosa de oír, describiendo cómo lo más podrido de una sociedad capitalista protegía su salud personal de la explotación capitalista que estaba sufriendo; pero desistió de ello, porque era mucho más fácil sentir lo que sentía que expresarlo.

Hasta ahora, siempre que Pedro había hecho algunos comentarios jocosos sobre su padre emigrado, había sentido al menos un poquito de ira sentimental. Hasta tal vez había replicado demasiado abiertamente. Pero hoy Ramón le había liberado para siempre de esta actitud inmadura. Tenía razón: se había hecho ilusiones sobre su padre, cuando su padre, en realidad, no sólo había sido incapaz de aprender las lecciones de la Guerra Civil, sino que se había convertido en un reformista piadoso al estilo inglés, lo cual quería decir que se había puesto al servicio del fascismo imperialista, un fascismo que adoptaba su último disfraz.

Naturalmente, ésta era la razón por la que su padre era incapaz de entender los ideales de Juan.

Mira qué bien se había entendido su padre con Pedro, al menos juzgando por lo que Pedro había contado de su entrevista. Desde luego a Pedro no le iba llamando tonto como a él. Igualmente se había dejado engañar con todas las marrullerías de Amelia. Esta había venido a casa dándose aires y presumiendo que de ella dependía lo que su padre iba a hacer. Lo peor era que a lo mejor tenía razón. Una lástima que Amelia nunca quisiera hablar con él, porque si fuera así, ahora seguramente podría ayudarle en su nueva tarea; claro, sin saberlo. No iba a contarle a Amelia que estaba interesado en lo que su padre decía porque el Partido se lo había mandado…

¿Qué hubiera hecho si se hubiera enterado? ¿Contárselo al padre confesor o a la madre superiora? No lo sabía. Sabía muy poco sobre su hermana. Nunca le había preocupado mucho. Mirando atrás, le parecía que aun cuando eran niños habían hecho buenas migas, aunque a veces se habían unido contra el marimandón de Pedro. Más tarde, durante la guerra, claro que todos habían sido evacuados a colonias infantiles distintas. Para Juan había sido un beneficio tener que manejárselas a solas. Le había hecho libre. Pero ¿qué era lo que había ocurrido con Amelia después? ¡Oh, sí! Cuando él comenzaba a trabajar como aprendiz, ella estaba interna en el colegio de monjas.

El entrar de aprendiz de dorador había sido una decisión suya. Nadie le había ayudado a encontrar trabajo, ni nadie se había preocupado por lo que hacía. Pedro y su madre no le hacían caso alguno. Cuando Amelia salió de la escuela, tuvieron la primera bronca. Para Amelia era denigrante tener un hermano que trabajaba en una fábrica y que cada tarde venía vestido con un mono azul que chorreaba mugre. Se daba aires de importancia y sólo podría ser su hermano si dejaba de ser un obrero. La putilla esa, con su novio de cuello planchado y sus aires de señorito… Sí, era verdad que ahora no trataba con su novio, así que algo se había torcido en la relación. O él no era bastante beato para ella, o era ella la que era demasiado beata para él.

Desde luego, se explicaba fácilmente todos sus rezos y todo su poner los ojos en blanco: Amelia estaba histérica y nada más. Había millones de mujeres histéricas. Unas lo pagaban con sus chicos, y otras, que no tenían a nadie con quien desahogarse como Amelia y su madre, se desahogaban con otra cosa. Su hermana siempre había sido muy nerviosa, hasta cuando era chiquitina y se quejaba de que era muy bruto jugando con ella, como si estuviera hecha de barro más fino. El padre, naturalmente, la había mimado mucho entonces, y la madre se enrabietaba con los mimos. Ahora Amelia despreciaba a unos y otros y estaba convencida de que era superior a los demás. A lo mejor terminaba como una monja, con visiones y llagas milagrosas, muy pálida y muy estirada en la cama, adorada por una turba de bobalicones. Juan no creía que un hombre pudiera hacer carrera de ella, aunque esto era lo que realmente necesitaba. Tal vez si el novio que había tenido se hubiera acostado con ella, y le hubiera dado unas tortas bien dadas, y la hubiera dejado con un crío… Pero no lo había hecho; y ella seguía esperando al príncipe. ¡Nada de obreros para la señorita Amelia! Tampoco a un obrero le serviría una señorita ñoña. Lo que su padre había encontrado en ella, no podía ni imaginarlo. Ni aun su propia madre lo entendería, conociéndola como la conocía.

No parecía que el padre y la madre se hubieran entendido. Claro que si él fuera diferente, menos bragazas, cogería una estaca y le sacaría los espíritus del cuerpo. Bueno, también había razones de clase para lo de su madre. En esto tenía razón Ramón. Ahora, la venida de su padre había empeorado las cosas con su madre y con su hermana. Amelia estaba más presumida que nunca. Seguramente soñaba con devolver al padre al seno de la Santa Madre Iglesia, junto con todas sus libras, y así ganarse una vida cómoda aquí y la gloria eterna por añadidura. Su madre, durante las tres últimas noches, había estado regruñendo y hablando sola. Esto había comenzado desde el día en que fue a ver al padre y algo de lo que había rumiado no había escapado a sus oídos: quería saber a través de los espíritus qué era lo que iba a hacer con ella aquel hombre que ni se había dignado venir a verlos en casa. Parecía que madre tuviera miedo de que se interpusiera entre ella y sus amigos fantasmas.

Ramón había ayudado a Juan a entender las razones detrás de la manía de su madre, que había empezado en la época en que de pronto se había aviejado, como si hubiera terminado de ser mujer. Estas razones formaban parte de un proceso lógico: el desarrollo del espiritismo en la España de Franco, entre la clase media hambrienta y la aún más pobre clase obrera, constituía un síntoma y un factor real de desintegración del poder de la Iglesia. (Esto era Ramón en su mejor momento como pensador, y Juan se sentía orgulloso de poder reproducir en su mente el diagnóstico). Mucha gente había perdido su fe religiosa cuando había visto el comportamiento de la Iglesia después de la victoria de Franco. Los creyentes más sinceros no podían soportar la idea de una religión impuesta por la fuerza, en nombre de la que se cometían toda clase de sacrilegios y se desarrollaba una hipocresía blasfema. Pero muchos de ellos tenían la necesidad de creer en algo sobrenatural, necesitaban un consuelo a su desamparo. El espiritismo o cualquiera otra fe llenaba este abismo.

Lo malo de ello era que el espiritismo, igual que la Iglesia, entontecía al proletariado e impedía ver la realidad revolucionaria; les hacía creer en fuerzas sobrenaturales en lugar de tener fe en su propia fuerza. Como un opio para las mujeres de los trabajadores, era peligroso. Como una ayuda al derrumbamiento del poder clerical, era estupendo. Juan se quedó dudando sobre el caso de su madre. Desde luego era para ella como una droga, pero por otra parte, nunca había entendido, ni entendería, de ideas revolucionarias, ni tampoco había tenido ninguna inclinación a la beatería. No, esto era una manera equivocada, personal, de ver la cosa. Lo que Ramón había dicho era que lo que había que tener en cuenta con el espiritismo de su madre y el fanatismo de su hermana era que ambas cosas las convertían en delatoras potenciales. Los fanáticos religiosos cuentan todo a su confesor, los espiritistas todo lo cuentan en el círculo de iniciados, es decir, en el círculo de comadres de ambos sexos. Ramón insistía, y con razón, en que su madre y su hermana eran mucho más peligrosas para su trabajo como un miembro del movimiento ilegal que su hermano falangista, y le repetía que nunca debía dejarles conocer el más mínimo detalle de su labor.

Algunas veces Juan necesitaba echar mano de todo su entusiasmo y disciplina para no mandar a paseo a Ramón, cuando le apestaba con sus discursos sobre las «tácticas en el hogar». Como su hermano era un falangista cínico y un estraperlista barato, su casa era estupenda para guardar material de propaganda clandestina; como su madre y su hermana eran dos fanáticas y dos parlanchinas, había que evitar que tuvieran la sospecha más remota: ¿cómo podía él combinar las dos cosas en un piso donde estaban como piojos en costura, dándose pisotones unos a otros cuando se movían y oyendo al vecino de al lado cuando se les ocurría mear en el orinal? Hay muchas cosas muy fáciles de decir, pero en la práctica no son tan sencillas. Además, si todo era lo contrario de lo que parecía ser, entonces Franco era la mejor ayuda para el comunismo.

Una vez se lo había dicho así a Ramón y Ramón se le había quedado mirando muy serio y le había contestado fríamente:

—¡Ah! No te quepa ninguna duda que Franco en el poder es mucho más útil para el Partido que un reformista como Indalecio Prieto. —Se había animado con su teoría y había seguido con el sermón—: Con un gobierno socialista-reformista en España, perderíamos uno de nuestros mejores puntos de propaganda, es decir, el poder presentar al mundo cómo el gobierno más reaccionario y el Vaticano se ponen de acuerdo con los así llamados poderes democráticos y ministros socialistas, para mantener el fascismo en España. —No le había sonado muy claro a Juan y aún le sonaba falso, pero la verdad era que él no estaba educado teóricamente como Ramón, que había estado en el extranjero. Y Ramón no había duda de que estaba en lo cierto, porque lo que él decía era lo que las cabezas del Partido habían aprobado. ¿Qué diría su padre de estas cosas? Seguramente le chocarían.

Pero tendría gracia ver a Ramón manejándoselas en lugar suyo. Es mucho más fácil dar órdenes y explicar teorías leninistas–estalinistas que vivir en casa con un falangista estraperlista, una fanática religiosa y una espiritista, y convertir todo ello en beneficio para el Partido.

Quedaba sólo una hora para terminar el trabajo. Juan se había envuelto en sus pensamientos, absorto en su monólogo silencioso, y las bromas y las conversaciones de sus compañeros habían sonado en sus oídos como un zumbido lejano. No había cesado ni un momento de trabajar. Paró y fue como si el ruido del taller se desbordara en un rugido. Rufo gritó a través de la nave:

—¿Y qué pasa? ¿Te han prometido un aumento? —Se volvió a sus vecinos—: Estos grandes revolucionarios son los primeros en gritar como locos, y también los primeros en echar los hígados por la boca trabajando para el amo. Estos chupones no son valientes para contestarle al capataz.

Juan, con un esfuerzo, se mantuvo callado. Estaba obedeciendo las órdenes de Ramón, pero le hubiera gustado ver a Ramón aquí, en sus zapatos, teniendo que tragarse los insultos de un bravucón. «Un buen chico, pero demasiado emocional». Ramón y sus frases rebuscadas… Bien, si Juan manejaba inteligentemente a su padre, el Partido vería que valía para algo más que la venta de sellos y periódicos, y hasta podría llegar el día en que podría decirle a Ramón lo que pensaba de su visión mezquina y de la estrechez de su juicio.

Hubiera querido contestar con una broma insultante y que los demás se rieran a costa de Rufo y no de él. Pero tenía la cabeza vacía y no acudían las palabras; en lo único que podía pensar era en los minutos interminables que faltaban aún.

Cuando sonó la sirena de la fábrica, Juan cambió rápidamente sus ropas por las de calle, se lavó deprisa y corriendo la cara y las manos en un cubo y se marchó a toda velocidad, haciendo oídos sordos a las bromas y las risas. «Buena disciplina» —pensó amargamente—, aunque sin saber muy bien lo que esto significaba.

Subió la cuesta del portillo de Embajadores pensando adonde iría. No se decidía si ir a buscar a su chica o no. Estaba deprimido y de mal humor, y tenía miedo de que se enzarzaran en una de sus querellas interminables. Pero con alguien tenía que hablar y desahogarse; e ir a casa directamente, ni pensarlo. No tenía amigos. Al final decidió que iría a buscarla como siempre y siguió lentamente cuesta arriba, hacia el centro de la ciudad. Tenía dos horas por delante. Lucía tenía veladas.

Trabajaba Lucía en un taller de modista de la calle de Atocha. Para una modistilla joven era una buena colocación —no una casa de modas, sino uno de esos talleres anónimos, pero bien establecidos, a los que nunca falta trabajo porque cubren las exigencias de una clientela y una vecindad especiales.

La propietaria, doña Rosa, había sido ella misma una modista sin más ambiciones que casarse, pero su novio desapareció unos días antes de la boda y la dejó preñada de dos meses. Rosita —como la llamaban entonces— no se atrevió a presentarse ante la maestra y las compañeras del taller, después del plantón y cuando el cuerpo comenzaba a redondearse demasiado. Junto con su madre se mudaron a un distrito de Madrid donde nadie las conocía. Las dos mujeres, vestidas de luto riguroso, alquilaron un pisito en una callejuela detrás de la plaza del Progreso; para sus nuevos vecinos, Rosita era una viuda joven, cuyo marido había fallecido tres meses después de la boda. Era una buena modista, y pronto comenzó a tener clientes entre las familias más pobres, particularmente después del nacimiento de su hijo, cuando las mujeres más viejas se sintieron atraídas por un sentimiento de simpatía y solidaridad. En el curso de veinte años había creado un buen negocio y se había establecido en una calle céntrica, con un taller que daba trabajo a doce muchachas.

Doña Rosa, actualmente un poquito más de cuarenta, era una mujer reposada, serena, con un garbo discreto. Ella misma era su mejor modelo, gracias a su figura alta y delgada. Sus clientes eran las mujeres y las hijas de empleados modestos y comerciantes pequeños, mujeres que se peleaban por ser elegantes a la moda, pero que no podían comprar más que materiales baratos. El mérito especial de doña Rosa, y su mayor fuente de ingresos, era que podía atreverse a enseñar a sus clientes las últimas revistas de moda de París y cortar el modelo más complicado de que pudieran encapricharse sus ilusionadas clientes, de la tela menos apropiada para ello, sin perder la nota de originalidad y sin hacer ridícula a la compradora. En el taller, doña Rosa dejaba a un lado su seriedad profesional y se convertía en una especie de madre alegre y tolerante con una caterva de hijas traviesas. Había un resto de nostalgia en su impulso de compartir sus bromas y sus secretillos; cuando le pedían consejo, una timidez secreta le hacía titubear y por eso su consejo era aún más apreciado. Algunas veces parecía como si doña Rosa prefiriera las más ruidosas y alegres de sus asistentes, pero sin parecerlo, protegía contra sus bromas a la tímida Lucía, hija única, igual que ella misma, de una viuda pobre.

Lucía no había cumplido aún los dieciocho años; era menuda y delgada, piel dorada y ojos y pelo castaño obscuro. Sus facciones eran corrientes, sin expresión o distinción especial que la destacara de los miles de muchachas de su tipo que llenan las calles de Madrid. Lo único tal vez que la hacía sobresalir era que no se maquillaba. Esta negativa insólita a hacerse más atractiva, como las otras lo intentaban, junto con su seriedad y sus movimientos tranquilos le habían valido el mote de «María la Sosa», un mote en verdad no merecido. Su trabajo no era el más adecuado para hacerla más viva: costuras interminables o el hilvanar de las piezas que componían cada prenda. La oficiala de su grupo la había privado del placer de hacer adornos como a otras «aprendizas adelantadas» confiaba, porque decía que le faltaba gracia para ello. En un sentido no lo lamentaba. La misma monotonía del trabajo dejaba su fantasía en libertad completa. Porque en realidad Lucía pensaba mucho y seriamente, aunque sus conocimientos, fuera de su trabajo, eran escasos y expresar en palabras su pensamiento le costara un verdadero esfuerzo.

Esta tarde Lucía estaba impaciente y hasta sentía tener que velar dos horas, a pesar de que lo que ganaba en estas dos horas era lo único de que podía disponer para sus gastos menudos; el jornal se lo daba íntegro a su madre, y no era mucho. Pero hoy, lo que quería era ver a Juan y oír de él la entrevista con su padre. El hombre de Inglaterra era para ella una figura misteriosa y atractiva. Tenía la esperanza de llegar a conocerle; y hasta era posible que tuviera el valor de preguntarle todas las cosas que a ella se le ocurrían sobre aquel país.

Las mujerucas de su casa solían hablar de Inglaterra como si fuera un estercolero lleno de pecados, feo y raro, habitado por herejes, chalados y mujeres perdidas. Pero las películas inglesas que Lucía había visto —y a ella le gustaban las películas sobre la vida de otras gentes como Qué verde era mi valle, una película que aburrió a sus amigas— le habían dado de Inglaterra una visión muy distinta. Las gentes parecían exactamente como las de Madrid. Las cosas que le atraían eran precisamente las cosas que encontraba raras. Por ejemplo, en el noticiario que ella había visto sobre la boda de la princesa, parecía como si las muchachas inglesas pudieran vestirse como les diera la gana, sin que pareciera que seguían una moda. Era una clase de libertad que a ella le gustaría tener. Aquí, si una no llevaba el mismo escote que las otras y no se preocupaba de pendientes y broches como las demás, la llamaban aburrida y estúpida y decían que vestía como una paleta recién llegada del pueblo. Pero a ella no le gustaba llevar un montón de pulseras y colgantes. A algunas les sentaba bien, pero la mayoría de las chicas estarían mucho mejor sin toda la bisutería de que se mostraban tan orgullosas; sin las pestañas pintadas; y sin pintarse las uñas de color sangre de toro. Si ella fuera una muchacha inglesa, vestiría como se le antojara y nadie le tomaría el pelo. Al menos, ella imaginaba que así era en Inglaterra, pero le gustaría preguntarle al señor Antolín sobre ello. Y además sobre la ropa negra. En las películas no había visto ninguna muchacha vestida de luto, ni mujer alguna que llevara medias negras, a pesar de la guerra. Su madre le había hecho llevar luto tres años por la muerte de su padre. En un sentido hacía las cosas más fáciles, porque no había que preocuparse de combinar los colores que se ponía una; de todas las maneras ella no entendía mucho las ropas que hacen juego. Pero era tan aburrido y tan estúpido el ir siempre vestida de negro por el qué dirán los vecinos…

Había otra cosa sobre Inglaterra. En algunas de las películas, parecía que cada familia tenía su casita con un jardín y muchas flores. Si era así, el tiempo no podía ser tan malo en Inglaterra como contaban. Las casitas eran muy alegres, y las mujeres podían tumbarse al sol en el jardín de atrás y mirar a los niños jugar con arena, y los maridos les ayudaban a tener la casa limpia. Las mujeres eran mucho más libres y hacían un montón de cosas que ninguna mujer, ni aun en Madrid, se atrevería a hacer; además hablaban con sus maridos de todo. El padre de Juan tenía que conocer todo esto y tal vez no le importara contarle cómo era de verdad la vida en Inglaterra.

Las casitas de las colonias de obreros de las afueras de Madrid no se parecían en nada a las casitas inglesas. No sabía si le gustaría tener una para Juan y ella, cuando se casaran, pero en todo caso era tonto soñar con ello. Aún les tomaría años el poderse casar, y para entonces no sería muy fácil encontrar ni una casa, ni un piso, donde meterse. Claro que no podían quedarse con su madre que no tenía más que una simple alcoba sin ventanas. Ni tampoco con la madre de Juan, ¡gracias a Dios! Tal vez, en unos años podían ahorrar bastante para alquilar un pisito donde la alcoba tuviera una ventana. Pero lo más importante era tener salud hasta entonces, y Lucia estaba preocupada con Juan. Siempre andaba malucho del estómago y a veces escupía verde, según decía él, del polvillo maldito del metal. Le hacía falta también crecer un poco más, no había derecho a que con los hombros que tenía fuera tan enclenque. Menos mal que no tenía que velar como ella; si no, no lo aguantaría. ¿Qué pasaría si se convirtieran en realidad los sueños de Juan sobre una España soviética y tuviera que trabajar como un estajanovista, catorce horas al día? No quería ni pensarlo. Además, no le parecía bien que no le quedara a nadie un poquito de tiempo para ser feliz. ¿No decían que querían cambiar el mundo para que todo el mundo lo fuera?

Estas mujeres inglesas en sus jardincitos parecían felices. Sería maravilloso vivir en una de estas casitas, tener una habitación para el niño, pintada como la de ellos con dibujos de Walt Disney, con patos y conejos y ratoncitos Pérez, y un marido que viene por la tarde a casa, se sienta al lado de la chimenea y le cuenta todo a su mujer, y le pide su opinión sobre sus problemas. En una de las películas, la mujer —y era la mujer de un simple obrero, pero con muchas cosas preciosas en la casa— tenía un cuarto sólo para el niño, todo él pintado con conejitos. A Lucia le había recordado aquella película de Walt Disney en la que los conejitos pintaban huevos de Pascua, metiendo el culito en pintura, sentándose un momento sobre cada huevo y dejando allí estampado un corazoncito rosa. Nunca se había atrevido a hablar a Juan de esto, pero seguramente el señor Antolín entendería lo que quería decir, porque él vivía en Londres. Sólo que, primero, tenía que convencer a Juan de que la llevara a ver a su padre. ¿Era ya la hora de recoger?

Las otras muchachas estaban recogiendo ya, pero su atención estaba más concentrada en el balcón abierto donde una de las aprendizas estaba mirando al desfile diario de novios. En aquel momento gritó:

—¡Aquí está Patas Largas! —Un muchacho alto, delgado como un alambre, estaba recostado contra la pared de enfrente, encendiendo un cigarrillo con aire de aburrimiento. Una de las muchachas se asomó al balcón, cosquilleó a la otra aprendiza en las costillas y dijo:

—Y ahí está tu gorila. ¿Sabes? Entre una jirafa y un gorila me quedo con la jirafa, ¡qué los gorilas están llenos de piojos! Una de las ayudantas empujó a un lado a las dos muchachas y dijo:

—No os peguéis, ¡aquí está mi taponcito! —Su novio era un muchacho gordo y bajito que parecía un tentetieso. Sus movimientos eran tan absurdos como los de un muñeco. Su novia trataba todos los días de anunciar su llegada para anticiparse a las bromas de las demás.

La más traviesa de las dos aprendizas saludó a una nueva víctima:

—Mirad al filósofo. ¡Se ha tragado un hueso de pavo y se le ha atragantado en el gañote!

Se amontonaron todas las muchachas en el balcón y sus carcajadas hicieron que Lucía se pusiera roja. Hubiera querido escapar, pero intentarlo hubiera servido sólo de pretexto para bromas más pesadas; se forzó a reír como las otras y a unirse a ellas en el balcón. Era verdad, Juan parecía un alma en pena. Se había recostado contra una columna del portal de enfrente, con los brazos caídos, las rodillas dobladas, un cigarrillo colgando de los labios, como un muñeco de trapo al que se le escapa el serrín.

Una de las muchachas en primera fila, dijo:

—Yo sé lo que le hace falta a tu Juanito, Lucía: que le den bomba como a un neumático. Llévatelo al garaje de Atocha, dan aire gratis.

La nueva tempestad de risas se cortó con la llegada de doña Rosa. Dio unas palmadas y dijo:

—A ver si os calláis. ¡Hala, coged vuestras cosas, y ya os estáis largando con vuestros novios! Aquí no quiero jaleo y ya han dado las ocho.

Se desbandaron como gorriones, con un revoleo de faldas y gorjeos indignados. Así, en bandada chillando, empujándose, riendo, surgieron en el portal y se dispersaron cada una en busca de su cada uno. Las dos aprendicillas, las dos más jóvenes que recogían los alfileres caídos en el suelo y hacían los recados, brincaron en la calle, agarradas del brazo, burlándose a gritos de las parejas, para disimular su infantilidad que les hacía seguir sin importancia a los ojos de los muchachos. La oficiala, a quien las otras llamaban la Solterona, jugó seriamente su papel tragicómico de cada noche: se quedó en el quicio del portal, como esperando al novio retrasado, hasta que todas las parejas se dispersaron.

Juan saludó a Lucía con un corto «¡Hola!». Ella preguntó:

—¿Qué te pasa? ¿Estás de mal humor?

—No me pasa nada —contestó él, displicente. Echaron a andar sin decir palabra, hasta que la muchacha comenzó a enfadarse:

—Bueno, ¿qué pasa? Después de trabajar todo el día no tiene maldita la gracia encontrarse con caras agrias. Y no me parece que yo te haya hecho algo.

A Juan le hubiera gustado estrellarse con alguien para echar fuera su resentimiento, pero le parecía injusto hacerlo con la muchacha. Además, también necesitaba alguien que le consolara:

—No te enfades, rica. Estoy un poco cabreado y tienes que dejar que me calme.

—Está bien. Cuéntame qué te pasa.

—No me pasa nada.

—No seas tonto. Si no quieres contarme nada ¿cómo te puedo ayudar? ¿O quieres que te cuente un cuento?

—Si empiezas a burlarte de mí…

—No me burlo. Tú eres el que tiene que no ser tonto y contarme qué es lo que pasa.

—Bueno… ¿sabes…? ¡Oh, las mujeres no entendéis de estas cosas! Si fueras un hombre…, pero al fin y al cabo no eres más que una chiquilla, aunque yo te quiera un poquito. No te preocupes, ya se me va a pasar.

Lucía se sintió herida y contestó bruscamente:

—Cuéntaselo a tu papaíto, o si no a tu hermanito, que es muy listo.

—Mi hermano es un sinvergüenza y mi padre, un no sé qué.

—Pero, Juanito, si necesitas un hombre de experiencia a quien hablar… Anda, cuéntame algo de tu padre. ¿Cómo es? ¿Se va a quedar con vosotros, se vuelve a Londres, o qué?

—Ni Dios sabe lo que va a hacer. Tiene los bolsillos bien forrados y ahora que está aquí, nos mira como si fuéramos bichos raros. O como si fuéramos chiquillos, todos, incluso mi madre, y sólo él fuera el que sabe qué hacer en la vida.

—Bueno, pero ¿qué te ha dicho?

—Nada. Me preguntó si trabajaba y si tenía novia.

—Le dijiste que sí, ¿no?

—Claro. Y se echó a reír.

—Llévame a verle, Juanito.

—¿Para qué? ¿Para que tenga algo más de que reírse?

—No, tonto: porque quiero conocerle. A lo mejor no es tan malo como le pintas.

—A mí no me importa llevarte, pero si te echa un sermón, allá tú.

—Entonces ¿te ha echado un sermón?

—¿Uno? ¡Catorce! Que tenía que ser un buen chico y mirar por mi madre y mi hermana; que tenía que aprender bien un oficio; que no debía meterme en líos; que tenía que dejar de ser un comunista y convertirme en un burgués orondo como él, para ganar dinero y poder echar sermones a otros.

—¡Oh!, todo eso lo dices porque estás de mal humor.

—No, no es cuento. Es simplemente que mi padre viene de un país donde parece que atan los perros con longaniza y no entiende lo que estamos pasando aquí. He tratado de explicárselo, me ha escuchado sin decir palabra, y cuando he terminado me ha dicho muy fresco: «Bien. ¿Y tú crees que todo eso se arregla haciendo lo que tú quieres?».

—¿Qué le contestaste?

—Le contesté lo que otro le hubiera dicho: «¿Qué es lo que yo quiero? ¿Qué quiere decir con eso?». Me contestó: «Bueno, lo que estás haciendo gritando, y excitándote como haces, chillando “¡Muera Franco!” en la calle o repartiendo el Mundo Obrero impreso en papel retrete». Y a renglón seguido me encasquetó otro sermón que sonaba muy bien pero que maldito lo que nos puede ayudar conforme están las cosas. Que la gente joven como yo tenía que empezar a aprender desde la a, aprender cómo leer y escribir, como si fuéramos analfabetos, y aprender a hablar, como si fuéramos mudos. Naturalmente, me enfadé y le solté unas cuantas verdades. Pero el viejo es testarudo, está enamorado de Inglaterra y de su movimiento laborista, y cree que allí están cambiando el mundo, justamente porque la gente ahora no tiene que pagar al dentista y a los chicos los rellenan con vasos de leche en la escuela. ¡Cómo si todo eso no fuera un enjuague! No son tan estúpidos como parecen esos ingleses; los amos, digo. No pueden seguir explotando a los obreros como en los viejos tiempos, y están haciendo lo que Lenin dijo que harían, convertir a los trabajadores en burgueses con una casita, un jardincito, leche gratis para los críos y de propina la comadrona, si hace falta.

—A mí no me parece tan mal —dijo tímidamente Lucía.

—Claro que no. ¿Cómo va a parecerte mal? Esto es lo que pasa con vosotras, las mujeres. En cuanto os dan una limosna ya estáis contentas, aunque los amos saquen millones. A vosotras no os importa. Te llevarías muy bien con mi padre.

—A lo mejor. A mí me gustaría tener mi casita y bastante para vivir. Estar segura de que a los chicos no les iba a faltar de nada y que cuando llegáramos a viejos no nos íbamos a morir de hambre.

—¡Bien pueden hacerlo! ¡Con tal que el pueblo no exija sus derechos!

Juan había replicado con una amargura tan violenta que por un rato ambos anduvieron en silencio. Después Lucía dijo en una voz suave:

—Dejando a un lado todas esas cosas, ¿qué es lo que tu padre va a hacer con tu familia?

—Ya te lo he dicho, no lo sé. Le pregunté y me contestó que no iba a ir a vivir con nosotros, por lo menos ahora; tal vez más tarde. Le pregunté si iba a volver a Inglaterra, y me dijo que no lo sabía. Le pregunté sobre nosotros, y me dijo que todos éramos ya mayores, con nuestra propia vida y no le necesitábamos. Lo único que me ha dicho es que tratará de ayudarnos lo mejor que pueda, se quede aquí o no, pero a condición de que lo merezcamos. Y yo me pregunto: ¿qué es lo que quiere decir con «que lo merezcamos»? Fíjate, cuando me dijo esto, le dije yo: «Tú sabes que estoy en el movimiento clandestino, ¿me vas a ayudar?». En lugar de contestarme «sí» o «no», me replicó: «¿Cómo quieres que te ayude?». Lo único que se me ocurrió contestarle fue que podía comprar algunas estampas del Socorro Rojo y, ¿sabes lo que me contestó?

—Me lo imagino.

—No puedes imaginártelo. Me contestó que eso era un timo.

Ya estaban otra vez metidos en política. Lucía pensaba que el señor Antolín era un poco duro en lo que decía, pero había mucho de verdad en ello. Cada sábado Juan le hacía pagar un par de pesetas a cambio de los papelitos aquellos. Sabía que la moneda se usaba para cigarrillos y otras cosas que proporcionaran un poco de placer a los comunistas en prisión. Por esto valía la pena sacrificarse, pero le hubiera gustado más que los regalos hubieran ido a todos los presos y no a unos cuantos elegidos. Claro que esto no podía decírselo a Juan, que la llamaría estúpida. Cambió la conversación:

—Y, ¿qué dice tu madre sobre todo eso? Tu padre, me refiero.

—¡Oh!, ella está muy contenta y mi hermana también. Bueno, para decir la verdad, Amelia está más contenta que mi madre, porque cree que su papaíto la quiere como a las niñas de sus ojos y la va a llevar a Londres o le va a poner un piso en Madrid con coche, piano y una doncella. Mi madre cree que mi padre ha traído dinero y que las cosas van a marchar bien; pero no sé, al mismo tiempo está preocupada y cree que van a pasar no sé qué catástrofes. Se lo han dicho los espíritus. Lo que no sé es si a lo mejor no está convencida de que la catástrofe va a ser para otros y todo el dinero para ella…

—No seas bestia, Juan.

—No lo soy. Mira, a mi madre le tiene sin cuidado mi padre y a él le pasa lo mismo. Mi madre nos ha contado yo no sé cuántas veces, que ya muchos años antes de que él se marchara no podían llevarse juntos. Lo único que pasa ahora es que el viejo ha vuelto con dinerito, y mi madre espera volver a la vieja vida y ser el ama de la casa, con toda la moneda que le haga falta y mi padre haciendo lo que le dé la gana, sin que la moleste a ella. Pero me parece que se va a tirar una plancha; ya verás, al final el único que va a salir ganando es Pedro.

—¿Pedro? ¿Por qué? Yo diría que es el último que puede sacar un céntimo de tu padre.

—No estoy tan seguro. Mi padre dice que va a tratar de hacer algunos negocios y aquí no hay más negocio que el estraperlo. En esto, mi querido hermanito es el amo, y si el viejo no abre bien los ojos, Pedro le va a dejar pelado. Yo no voy a meterme en ello, allá se las arreglen los dos.

—Con tu enfado todas las cosas las ves negras. Eso es lo que pasa.

—Bueno, sí, estoy de mal humor, pero por otras razones. El que mi padre haya venido no es más que más complicaciones para mí. El Partido está preocupado con él, aunque yo no sé qué es lo que creen, que es un espía de la policía o algo así; en todo caso es a mí a quien echan la culpa, como si fuera culpa mía tener un padre que vive en Inglaterra.

—Pero ¿tú no les has explicado…?

—Claro, pero como si no. El hecho es que mi padre no es de los nuestros. Es un socialista o al menos es lo que él se llama, y en esto el Partido tiene razón, los socialistas son los peores.

—Pero ¿no están haciendo buenas cosas en Inglaterra?

—Precisamente por eso.

Lucía se alegró de que estuvieran a la puerta de su casa. Era muy difícil contestar y más difícil aún decir lo que a ella le parecía. Se echó a reír, dio un codazo a Juan en las costillas y dijo:

—¿Ves qué tontos somos? Ya hemos llegado a casa y en todo el camino no hemos hablado más que de política, como si no hubiera otras cosas en el mundo. ¿Cuándo me vas a llevar al cine?

Se quedaron un rato en el rincón más obscuro del portal hablando bajito, muy apretados uno al otro. Se despidieron con un beso furtivo, después de asegurarse de que no estaba mirando ninguna vecina curiosa. Juan se marchó deprisa. Eran más de las nueve y tenía hambre.

Se sentía mejor. Se había quitado de encima algo de su resentimiento contra su padre y contra el Partido. A lo mejor no era una mala idea poner juntos a Lucía y al viejo. A todos los viejos les atraen las chiquitas, pensó, sintiéndose un hombre de mundo cínicamente superior. Ya en vena, comenzó a considerar la manera de echar una zancadilla a Ramón. Sería más importante que Ramón y hasta podía llegar a ser el que le diera órdenes, si su padre estuviera mezclado en algo gordo y lo descubriera él. Si así fuera, no iba a hacer la tontería de contárselo a Ramón; le diría simplemente que se trataba de una cosa muy seria y se negaría a hablar, como no fuera con alguien de los de arriba.

En medio de todo no había sido un mal día; lo único que faltaba para terminarlo bien era que Pedro hubiera traído para una cena decente.

En la esquina de la calle del Amparo alguien llamó a Juan, sin que él se enterara, hasta que una mano le tomó violentamente del brazo y le hizo dar un respingo:

—¿Estás sordo, tú? —El de la secreta no esperó la respuesta, sino que continuó—: ¿Llevas armas?

Pasaba tan a menudo cuando volvía a casa de noche que levantó en alto los brazos en un movimiento automático y dejó que el detective le palpara el cuerpo y las piernas.

—¿Dónde vas?

—A casa.

—¿Dónde vives?

—Aquí en el diecisiete.

Juan sentía pesar en sus espaldas la mirada del detective y de los dos guardias armados de carabinas que le acompañaban. No se atrevió a volver la cabeza. Sólo cuando entró en el portal, miró con el rabillo del ojo. Allí estaban, en medio de la calle, mirándole.