Capítulo IV

Una vez más Antolín se encontraba en la calle de Alcalá, andando sin rumbo fijo, simplemente porque sentía la necesidad física de andar, sumergido en sus pensamientos y ajeno a las gentes que se codeaban con él. Era una sensación desagradable. Había deambulado demasiado por Madrid durante estos días, pero, verdaderamente, ¿qué otra cosa podía hacer? Todo era mucho más de lo que había imaginado antes de salir de Londres. Tenía que volver a pensar sobre cada cosa una y otra vez. Al menos había comenzado a entender algo: que se había engañado a sí mismo cuando pensó que podía enfrentarse con todas las complicaciones que surgieran. Lo había creído entonces, pero ahora comprendía que lo único que había hecho era aferrarse a una creencia secreta, oculta por sus razonamientos, de que todas las dificultades iban a desvanecerse milagrosamente en el momento en que se encontrara cara a cara con los suyos. Este milagro no se había producido. En sus primeros encuentros con su familia no había tenido ninguna inspiración venida de lo alto, ni se habían desenmarañado sus sentimientos, ni había tomado resolución alguna. Las entrevistas le habían dejado una sensación cada vez mayor de disgusto, asombro y cansancio. Seguían siendo extraños unos a otros; su mujer y él, él y sus hijos. ¿Qué es lo que podía hacer que no empeorara las cosas? Tampoco estaba seguro de querer hacer algo. No, esto no era verdad. Era claro que era él el que tenía que contener firmemente sus reacciones. El problema era que aún no entendía lo que sus propias reacciones significaban; muchísimo menos las reacciones de los demás hacia él.

Su mujer se había presentado vestida de negro, con una especie de luto barato, al que había intentado prestar elegancia encasquetándose una vieja mantilla de encaje, herencia de su madre —si no le engañaba la memoria—. Cuando llegó a la pensión parecía un figurón de otro siglo que andaba con pasos de conspirador de tragedia. Se había detenido dramática en el umbral de la puerta, doña Felisa discretamente tras ella, había abierto los brazos en cruz y había gritado: «¡Antolín!». Después se había colgado a su cuello y le había llenado la cara de besos explosivos y húmedos. Se la había quitado de encima lo mejor que pudo y había dado con la puerta en las narices a doña Felisa. Si la había herido, lo sentía mucho; no era su intención, era simplemente que no quería tener que presentar a su mujer. Después se habían sentado, Luisa en la silla, en el borde de la cama él, y se habían quedado silenciosos por unos cuantos largos segundos. Al fin Luisa dijo:

—¡Gracias a Dios que has vuelto! ¿Por qué no has venido derecho a casa? Aquél es tu sitio, ¿sabes?

Había dado unas excusas vagas y verbosas, esperando que más o menos coincidieran con las excusas que Eusebio hubiera hecho en su nombre:

—No me atreví antes de conocer un poquito más de la situación aquí. En Londres se cuentan muchas historias sobre la policía de Franco, y al fin y al cabo yo me peleé contra ellos durante la guerra. Me han contado que todo el que viene aquí está vigilado especialmente hasta que conocen a fondo con quién se pone en contacto y si ha venido, o no, por razones políticas. Y además, he hecho algunos arreglos en Inglaterra que me pueden ayudar a montar un negocio aquí si me quedo…

—¿Cómo, si te quedas? Pero ¿es que no has vuelto para siempre?

Si se hubiera dejado llevar por su primer impulso, hubiera dicho: «No». Le había repugnado el acento melodramático de su pregunta, en la que no había huella de calor humano. Ahora se preguntaba a sí mismo si él le había mostrado este calor humano de cuya falta en ella se quejaba. Seguramente no —dentro de él había sentido una frialdad de hielo—. La mujer huesuda con su cara quejumbrosa y los ojos llorones, de pupilas dilatadas, no era la Luisa que él había conocido, ninguna de las Luisas que había conocido. Ni la muchacha alegre de cuerpo vivaracho que había cortejado y con la que se casó, ni la madre de sus hijos, cansada, ensimismada, pero serena, de quien se había despedido diez años antes; ni tampoco la Luisa que se había imaginado en el destierro, madura, maternal, ennoblecida por la pena, confiada en que un día se reunirían de nuevo y se reharía su hogar. La mujer que había visto era una extranjera para él.

No, esto no era verdad. Era injusto y mentía. Era él el que se había convertido en un extranjero para ella. Él había estado pensando en Mary y le asustaba la idea de tener que compartir noche tras noche el mismo lecho con esta extranjera, irritante, sin atracciones, y tener que aceptar y devolver caricias mentidas que ninguno de ellos quería más.

Todo hubiera sido mucho más fácil si hubiera sentido en Luisa el cariño y simpatía que algunas mujeres desarrollan hacia sus maridos cuando las relaciones físicas se terminan. Quisiera tener el consuelo que sólo puede dar una madre. Ni aun cuando su madre murió sintió esta falta. Estaba recién casado entonces, y el cariño de una madre no le parecía más que un inconveniente en su nueva vida. Ahora, veinticinco años más tarde, se encontraba aquí, frente a frente con una desconocida que le preguntaba, con un cálculo en su mente que él no podía penetrar, si pensaba quedarse en España o no, mientras él echaba de menos un cariño materno.

Había soslayado la pregunta:

—Ya tendremos tiempo de discutir de esto. Como te estaba diciendo, quiero ver si puedo empezar un negocio aquí, pero una de las cosas que no puedo hacer para ello es dar mis señas como la calle del Amparo. Ya entiendes cómo sonaría esto. Comprendo que vosotros no teníais más remedio que meteros allí, pero… las cosas son así.

Recordando ahora su contestación se daba cuenta exactamente del egoísmo y hasta de la brutalidad de ello. Curiosamente a Luisa no pareció importarle mucho. En cambio preguntó:

—Sí, me doy cuenta de ello, pero dime, ¿qué vas a hacer? ¿Poner una tienda?

—¿Una tienda?

—Claro, una tienda. No sé qué ideas tienes en la cabeza, pero como dices que quieres montar un negocio, supongo que quieres montar una tienda. Es la única manera de ganar dinero en estos tiempos, a no ser que te metas en el mercado negro. Me imagino que has ahorrado bastante dinero. La gente dice que en Inglaterra se gana mucho y que no hay en qué gastárselo, porque la vida es más aburrida que aquí. Así que tienes que haber ahorrado algo, a no ser que te lo hayas gastado en zorras. Pero tú nunca fuiste de ésos.

El rumbo que tomaba la conversación le desconcertaba: en los primeros minutos del encuentro ya estaban discutiendo intereses. Había imaginado que se abrazarían y que se besarían, hasta que se echarían a llorar abrazados. Hubiera entendido largos silencios. Le hubiera parecido natural si ella, la madre, hubiera comenzado a hablar de los hijos, de cómo eran, de cómo se habían desarrollado, de lo que hacían cada día, de los dolores y las alegrías que le habían causado en estos años, y hasta si le hubiera reprochado amargamente el que les dejara solos por tantos años. Pero lo único que ocurría era que tenía curiosidad por saber cuánto había ahorrado, ¡lo mismo que a Eusebio sólo le interesaban los camareros ingleses! Ni aún le había dado tiempo a contestar, sino que había seguido exponiendo sus propias ideas:

—Claro es, si tienes dinero, lo primero que tenemos que hacer es mudarnos de casa. Tú mismo dices que no es nuestro sitio; para mí es imposible seguir un día más entre toda aquella canalla. Al fin y al cabo una se ha criado como una señorita. Además tienes que pensar en tu hija. La pobrecilla está siempre a punto de morirse de vergüenza. En toda la vecindad no hay una muchacha decente con la que pueda tener amistad. Tampoco creo que te sea muy difícil volver al banco, ahora que hablarás inglés como un inglés de verdad. Entonces podríamos vivir en un barrio decente.

Contestó —ahora le parecía que estúpidamente— en un tono sarcástico:

—Entonces tú crees que deberíamos tomar un pisito decente, comprar unos sombreritos para la chica y para ti, mandar a los chicos a la universidad, y yo meterme en el banco como un empleado respetable. Tú pareces olvidarte de que ya tengo cincuenta años y los bancos no quieren viejos.

—Pero con el inglés que tú sabes…

—Mi inglés es bueno para colocarme de portero en un hotel o para ser lo que era en Londres: un camarero.

—Entonces no sé lo que quieres decir. ¿Qué es lo que piensas hacer? Y, ¿qué es lo que piensas hacer con nosotros?, que es lo más importante.

Había dado rienda suelta a su irritación:

—Que, ¿qué es lo que voy a hacer contigo? Lo mismo podría preguntar: qué vas a hacer tú conmigo. Imagínate que hubiera vuelto sin un céntimo en el bolsillo e inútil para trabajar, ¿qué hubierais hecho conmigo?

Había sido el único momento de emoción espontánea que había sentido en ella. Dijo:

—Bueno… Hubieras venido a casa y lo que hubiera sido de uno, hubiera sido de todos. —Pero el momento pasó, y su expresión había cambiado—: Naturalmente, no sé qué hubieran dicho los chicos, porque mantener una boca inútil más no les parecería una broma.

Había replicado displicente, aunque ahora veía la injusticia de su actitud. Lo que dijo fue:

—No tengáis miedo, no he vuelto a pediros un cacho de pan y aún puedo trabajar. —Había seguido otro silencio, ninguno de ellos sabiendo qué decir. Al final, él comenzó a explicar lenta y cuidadosamente—: Mira, hay muchas clases de negocios que no significan poner una tienda. Tengo amigos en Inglaterra que quieren hacer negocios con España y vender aquí sus cosas. Algunas casas inglesas me han dado su representación y me han dado también cartas de presentación…

Le interrumpió alegre y rápida:

—¡Ah!, entonces lo que tú quieres es meterte a negociar en el estraperlo. Esto mismo es lo que estaba yo diciendo, que aquí no hay más que dos maneras de ganar dinero, o poner una tienda, o negociar en el mercado negro.

—¡Pero, mujer, no entiendes! No se trata de negocios sucios, sino de verdaderos negocios.

—¡Bueno, bueno, allá tú!, pero no me cuentes historias, una no es tonta… Haz lo que quieras, pero hazlo pronto. Sólo que, si piensas meterte en negocios, no olvides que Pedrito puede ayudarte mucho. Se sabe todos los trucos y aquí todo se arregla con dinero. Y no me digas que no lo tienes. No hay más que mirar dónde has venido a meterte, porque te da vergüenza de que somos unos pobres. En la calle de Peligros, con un balcón en la calle… Lo menos cien pesetas diarias. ¡Y una tiene que escarbar para reunir cinco pesetas si quiere comprar unos huesos para hacer un caldo a tu hija!

No la había contestado. Le dio dos billetes de cien pesetas y, con la cara colorada, el broche de plata que había comprado para ella en Londres. Se despidieron con una espontaneidad mentida, después de decirse el uno al otro que ella vendría a ver si necesita algo y que él arreglaría las cosas para ellos en cuanto se normalizara.

La siguiente visita fue la de Amelia. Se acordaba de ella como de una niñita mimada que sabía que era la preferida de su padre y que prometía convertirse en una mujercita atractiva y simpática. Cuando entró en el cuarto, su primera reacción había sido de lástima. Una cara pequeña, pálida, toda ojos, un pecho plano, la boca, caídos los labios y apretados en un gesto amargo. No cabía duda de que estaba enferma. Llevaba un traje liso con un cordón retorcido en lugar de cinturón; se acordaba vagamente de estas cosas, pero le pareció reconocer el color morado y el cordón del hábito de los nazarenos.

Puso una cara dolorosa, casi un gesto agrio, y dijo:

—¡Hola, papá! —Y se echó a llorar sobre su hombro por un largo rato. Cuando los dos se calmaron, se sentó enfrente de él, con las rodillas apretadas, sus manos juntas sobre las rodillas—: Al fin Dios me ha escuchado. Has vuelto y nos sacarás de esta miseria. Ahora soy feliz, porque todo se va a arreglar. ¿Verdad, papá?

Se azoró un poco, pero replicó:

—Sí, hijita, sí; todo se va a arreglar, no te apures más. Pero, cuéntame primero sobre ti. Tus cartas no decían mucho, ¿sabes? Naturalmente, es muy difícil escribir lo que realmente uno piensa… Cuéntame, ¿qué haces? Supongo que tienes novio…

Se le contrajeron las manos y respondió en una voz como un hilo:

—No deberías hablar así, papá, no tengo novio. Hubo un muchacho que se hubiera querido casar conmigo, pero como vivimos así, no volvió. No hablemos de eso, papá. Ya me vas a entender mejor, aunque tú también seas un hombre; y los hombres… —la frase quedo cortada en el aire.

Le dijo unas cuantas palabras cariñosas, de las que no quería ni acordarse, porque le parecía que había hablado como un tío viejo que trata de aconsejar a su sobrinilla. En cuanto pudo, desvió la conversación:

—Y ese traje que llevas, ¿qué quiere decir? ¿Es que has hecho un voto? Porque es un hábito, ¿no?

—Sí. Lo he llevado los dos últimos años.

—Y, ¿por qué?

—Me temo, papá, que no puedo decírtelo. Son cosas sagradas. Todo lo que puedo decir es que Dios me ha concedido lo que le pedí. No te rías, por favor. Ya sé que la mayoría de los hombres sois unos descreídos, pero, gracias a Dios, cada vez más se arrepienten cada día.

—No me vas a decir que los hombres llevan también hábito.

—¡Oh, sí, papá! Y muchos de ellos. Y hay muchas hermandades y cofradías de hombres. Es maravilloso y un gran consuelo en los tiempos que corremos.

No sabía qué pensar. Le parecía simultáneamente sincera y afectada, dengosa y ferviente. Aunque odiaba su manera de hablar y sospechaba de dónde venía su piedad, comprendía que para ella era un refugio y un consuelo. No podía herirla diciéndole lo que se le venía a la boca.

Así, no contestó. Ella no se enteró de la pausa y siguió impulsiva:

—Ahora, papá, cuéntame algo sobre Londres. Es una ciudad muy grande y muy fea, ¿no? ¿Es verdad que las bombas la han destruido por completo? Tú sabes, yo no lo creo porque he oído decir a otros que la gente allí vive muy bien. Y es verdad que aquí las cosas mejores y más caras que compra la gente rica vienen de Londres. Me gustaría verlo. ¡Prométeme que me vas a llevar un día!

—¿Te gustaría venir conmigo?

—Claro, ¿con quién iba a ir si no sé hablar inglés como tú? El año que viene por ejemplo, cuando ya tengamos un piso nuevo y todo esté arreglado, nos vamos allí, por el verano, ¿quieres?

—Pero, chiquilla, ¿tú crees que ir a Londres de veraneo es como ir a Alicante o a la playa de Valencia? Ir a Londres cuesta un montón de dinero.

—Sí, me lo imagino, y por eso estoy tan contenta de que hayas vuelto rico.

—¿Quién te ha dicho que soy rico? Acuérdate de que no era más que un camarero allí.

—¡Oh, papá! Me tomas por tonta. ¡Cómo si no supiera lo que son los camareros! Aquí en Madrid los hay que ganan miles al mes y las hijas llevan sombrero. Los camareros tienen buenas propinas y ganan mucho dinero con otras cosas. Cuando Pedro estaba aún en lo de la cocaína…

—¿Qué?…

—Anda, ¿no te lo ha contado mamá? Cuando Pedro hizo su servicio en aviación, el capitán le sacó de asistente, porque tiene buena figura y sabe vestirse y tiene mejor educación que los quintos idiotas que vienen de los pueblos. Bueno, pues el capitán vendía cocaína a los camareros y ellos la volvían a vender y ganaban un montón de dinero. Pedro les llevaba los sobrecitos, que yo misma los he visto, y su capitán le vistió como un señorito para que le dejaran entrar en los sitios de postín, que es donde hay negocio.

Antolín se había asombrado. Ni la explosión del señor Eusebio le había preparado para esto. Lo peor aún era que la muchacha, en toda su simplicidad, lo aceptaba y hablaba de ello como de una cosa normal, una cosa de cada día. Le habló con tanto cuidado como a una sonámbula a quien se teme despertar bruscamente:

—Pero ¿tú sabes lo que es la cocaína?

—Claro que lo sé. Pedro me lo ha explicado muchas veces. Es un polvo blanco y las gentes se lo toman igual que en el tiempo de nuestros abuelos tomaban rapé, sorbiéndolo por las narices. Sólo que no les hace estornudar, les hace ver cosas bonitas. Es únicamente para los ricos porque cuesta muy caro. Pedro me dijo también que cuando la gente se acostumbra a ello ya no se pueden quitar el vicio y entonces es cuando pagan lo que se les pida. Así es como se hizo rico el capitán. Pedro me contó también que cuando se toma por mucho tiempo, la gente se vuelve loca y muere. Pero, esto les pasa sólo a los perdidos, borrachos y jugadores y mujeres malas, así que no importa, porque no es mucho lo que se pierde. Si te digo la verdad, cuando Pedro repartía los papelillos con los polvos era más decente que ahora, que desde que murió el capitán anda en el estraperlo y explotando a las golfas de Antón Martín. Y esto sí es indecente, papá.

Hablaba con los ojos bajos y sólo al final del discurso le miró cara a cara con una sonrisa tímida, como si quisiera decirle que no debía disgustarse por estas cosas.

Ni siquiera intentó discutir con ella. Pero ahora, cuando estaba reconstruyendo en su mente esta conversación, enfocándola, analizando su propio papel en ella, pensaba si su abstención no había sido más que pura cobardía. Estaba dispuesto a admitirse a sí mismo que no era cobardía; pero no veía otra solución que paciencia y silencio hasta que no conociera las cosas a fondo.

En Soho había visto algo del negocio de drogas y mariguana. Sabía las medidas que la policía tomaba contra ello en Inglaterra y otros países, conocía el rigor de la ley y la reacción pública. La sociedad española debía estar bien podrida si podía ocurrir que un capitán en servicio activo se atreviera a usar a su propio asistente como distribuidor, sin miedo a la cárcel o al escándalo. Donde nadie parecía tener un sentido de lo bueno o lo malo, él no tenía derecho de acusar a su hija por su conformidad ciega, ni a su hijo por su complicidad activa. Tal vez si fueran otras personas, habría pensado de manera distinta… pero esto era otra cosa. Tenía que entender a los suyos tal como eran.

Podía imaginar cómo había ocurrido. Seguro que el muchacho no había comprendido de qué se trataba, la primera vez que el capitán le había mandado con sus sobrecitos de veneno; y después, cuando ya se le habían abierto los ojos, ya estaba metido en ello sin remedio. Si el muchacho había tenido escrúpulos (como él pensaba, sin mucha esperanza), al fin y al cabo no era más que un soldado bajo la disciplina del ejército y el hijo de un rojo en exilio. No debía de haberle sido difícil a aquel granuja de capitán el hacerle su esclavo.

Antolín tenía un sentimiento de culpabilidad, aunque no pudiera decidir dentro de sí qué era lo que había hecho mal. Si se hubiera quedado en el país después de la victoria de Franco, le hubieran fusilado o estaría en la cárcel; a lo mejor sería uno de esos infortunados en «libertad condicional» que no tenían derecho a una vida normal, ni la posibilidad de proteger a su familia contra la miseria.

Cuando estaba escuchando a Amelia, había sentido esta sombra de culpa. Era lo que había hecho posible para él el contener sus reacciones, dejar caer la cuestión y dar un nuevo giro a la conversación.

—Bueno. Vamos a dejar esas historias. Hay más cosas que quiero contarte. No te hagas muchas ilusiones, no soy rico. He ahorrado un poquillo y nada más, tal vez lo bastante para poder empezar algo aquí.

—¿Cuánto has ahorrado, papá?

—Psch. Unas mil libras. Pero, claro, tú no sabes cuánto es eso…

La muchacha levantó los ojos, miró unos momentos al techo y le mostró una cara sonriente:

—Claro que lo sé, tonto. Hay gente que te pagará ciento diez y hasta ciento cuarenta pesetas por cada libra, así que, ya ves, ¡tienes veinte mil duros, cien mil pesetas! ¡Eres rico, papá!

Se enfureció consigo. Ahora no habría quién le sacara a la muchacha sus sueños de la cabeza. Contestó fríamente:

—No te das cuenta que no tengo las mil libras en el bolsillo, sino en un banco en Londres. Y en Inglaterra no le dejan a uno sacar el dinero sin una buena razón.

Amelia se echó a reír:

—Tú eres tonto, papá. Eso te lo arregla Pedro en veinticuatro horas. Cuando quieras, díselo y verás. Yo no sé exactamente cómo lo hacen, pero la gente que compra dólares o libras no se preocupa porque el dinero esté fuera; precisamente lo que ellos quieren es el dinero fuera de España, por si acaso las cosas se tuercen aquí. Y todo el mundo dice que esto va a reventar el día menos pensado.

—¡Oh, bien! —sobre todo quería cortar su entusiasmo especulativo que le asustaba—, ya veré lo que hago. Pero no tienes que ir contando esto a todo el mundo. Prométeme en serio que no dirás nada a tus hermanos, ni aun a tu misma madre. Yo no debería habértelo dicho a ti tampoco. Quería haberos dado una sorpresa.

Amelia se entusiasmó con la sugestión. Eran cómplices de un secreto y esto les enseñaría a su madre y a sus hermanos a no tratarla como una niña tonta con la cabeza llena de fantasías. Como si no hubiera ella sabido siempre que papá volvería como un hombre rico, como todos los que van a otras tierras y vuelven. Rebosaba alegría. Seguro que tenía más de mil libras.

—No me lo quieres decir, papá, ¡eres muy malo!

De todas maneras le guardaría el secreto, pero eso sí, tenía derecho a decirle lo que tenía que hacer.

Pretendió dejarse convencer y seguirla el juego como si no se diera cuenta de su avaricia. Después le dio un billete de cien pesetas, un reloj de pulsera y tres pares de medias de nylon que había comprado para ella. Le gastó una broma:

—Me temo que vas a tener que regalar las medias a tus amiguitas, porque claro es que no puedes ponértelas llevando el hábito.

—¡Oh, papá, qué tonto eres! Lo primero, no tengo amiguitas. Y además (ahora ya te lo puedo decir), mi voto era llevar el hábito hasta que volvieras tú. ¿Lo entiendes ahora? Claro que no lo voy a tirar como un trapo viejo. Mañana me voy a confesar y comulgar porque mi voto se ha cumplido, y después me lo quitaré. Las Madres estarán muy contentas, ¡han rezado tanto por mí y por ti también…! Lo malo es que no sé qué voy a ponerme. Ya te he dicho que hace dos años que llevo el hábito, y mis vestidos viejos están apolillados. De todas las maneras, viejos y malos. Y ya sabes que no puedo comprarme nada nuevo.

Al día siguiente por la tarde se fue con ella de compras, mitad divertido por su honda concentración en sus necesidades, mitad emocionado por sus muestras de cariño. Era agradable verla sin el hábito y con la expresión de mártir borrada de la cara. La hubiera llevado a un doctor, pero no creía que en realidad tuviera algo. Lo que necesitaba era aire —¿qué era lo que podía él hacer por tener un piso, con la cuestión de las casas tal como estaba en Madrid?— y necesitaba también algo que la distrajera. No quería hacerse muchas ilusiones sobre su cariño hacia él. Pero esperaba y creía que el lazo tradicional de afecto entre padre e hija le ayudaría a conocerla rápidamente. Sí, le preocupaban sus pretensiones de señorita y su beatería afectada cuando hablaba de sus creencias religiosas; le preocupaba aún más el no poder penetrar en sus pensamientos; pero encontraba excusas para todo ello: era claro que no estaba bien. Había sufrido bajo la miseria sórdida de la casa de la vecindad con el resentimiento intenso e irracional de un niño. La falta de comprensión de su madre la había llevado a los brazos de las monjas, al refugio de la Iglesia. La actitud irresponsable, desvergonzada y cínica de Pedro, la había forzado a agarrarse a un conjunto rígido de leyes morales y sociales digeridas a medias.

En Pedro prefería no pensar.

Sus explicaciones de los trazos que le disgustaban en su hija eran demasiado superficiales y bien lo entendía así; la razón era que en el fondo se sentía agradecido por las migajas de ternura que le había prodigado. No quería pensar sobre las entrevistas con sus hijos.

El recuerdo del sermón que le había echado doña Felisa dos días antes le escocía aún. Al final de la cena se había sentado a su mesa y le había preguntado cómo se encontraba Madrid después de tantos años. No era difícil darse cuenta de lo que quería bajo su charloteo inocuo. Tenía curiosidad sobre las dos mujeres que le había visitado en la mañana y, ¿por qué no explayarse con ella? Era una mujer que rebosaba cariño y sentido común y sabía por el amigo inglés a quien ella llamaba don Eduardito que era discreta y dispuesta a ayudar hasta en situaciones difíciles. Quiso saber qué le parecería su actitud a alguien completamente extraño pero capaz de simpatía.

Contestó la pregunta con unas cuantas frases cortas —aún había visto muy poco de Madrid, aún estaba muy confuso por sus nuevas impresiones para dar una opinión…— y se lanzó de cabeza al tema que les interesaba a ella y a él. Contó a doña Felisa que aquella mañana había tenido sus primeras entrevistas con su mujer y con su hija y que estaba aún muy preocupado con ellas para pensar en otras cosas. Su intención era provocar así preguntas de la buena señora que le facilitaran el contarle su historia; pero lo que doña Felisa replicó le dejó sorprendido, porque era una prueba de que había sentido algunas de sus dificultades.

—Naturalmente que me he dado cuenta que eran familia suya —había dicho—, porque en un negocio como éste tiene una que saber en seguida a qué negocio vienen los, y sobre todo las, visitantes. Pero debo decir que no se me había ocurrido que fueran su mujer y su hija. ¡Vamos!, no lo parecen, no sé por qué. Y… ahora puede usted decirme que no me meta en lo que no me importa, como siempre hago sin poderlo remediar, pero me parece a mí que no se lleva usted muy bien con la familia. No se apure, casos así los he visto a montones. Desde la maldita guerra y aún mucho antes, siempre ha habido familias divididas porque hay muchas maneras de pensar y cado uno piensa como quiere o como puede. Hasta ha habido hermanos que se han matado unos a otros por si debía mandar Franco o Negrín…

La interrumpió aquí. Con él no se trataba de nada político, sino de un problema puramente personal. En los años que había estado fuera se había creado una nueva forma de vivir, se había habituado a nuevas costumbres y maneras, había creado un hogar y hasta, como ella ya sabía, había adoptado otra nacionalidad. Pero, naturalmente, durante todos estos años no había dejado de sentir la nostalgia de su vida anterior, de su mujer y de sus chicos y del país donde había nacido y se había criado. Había llegado a un punto donde le parecía que no podía seguir adelante sin decidir definitivamente a cuál de los dos mundos pertenecía. Sí, ya sabía lo que la gente dice: que es el deber de uno no renegar de su país o de los suyos en ningún caso. Pero la realidad no era tan sencilla. Si uno siente que su propio país se ha convertido en un país extraño, su familia en un grupo de extranjeros y que ambos le son hostiles, el sacrificarse uno mismo a una obligación abstracta y el sacrificar a otros era completamente estéril. Y si uno cree que ha encontrado nuevos cariños es mucho más difícil aún sacrificarse inútilmente y rechazarlos. En pocas palabras contó a doña Felisa lo que le había traído a Madrid: su ansia de hacerse las cosas claras a sí mismo, su ansia de decidir a qué mundo pertenecía. Y la verdad era que sus primeras entrevistas no le habían aclarado nada.

Doña Felisa le contestó con una historia:

—Sí, hijito, si es que no le molesta que le llame así, le entiendo perfectamente. Lo ha puesto usted más claro que el agua. No es que yo crea que le puedo decir lo que pienso tan claramente, pero le voy a decir algo a mi manera, porque me parece que es usted una persona decente. Verá: mi pobre Pepe, que Dios tenga en Gloria, tenía un amigo que se hartó de vivir malamente aquí y se marchó a Buenos Aires, donde se quedó por veinte años y se hizo rico. Le escribía a mi Pepe contándole las ganas que tenía de volver; y al fin un día se presentó en su pueblo con todo su dinero. No sabe usted cómo le recibieron, hasta con cohetes, y poco después, la de todos: se casó en la chica más guapa del lugar. No crea usted que era viejo, sólo un hombre maduro. En la luna de miel se quedaron aquí, en su casa, y nos contó todos sus planes, para su mujer, para los chicos que iban a venir, las reformas que iba a hacer en el pueblo. Mi marido, que era un poco socarrón, el pobre, le decía «amén» a todo y meneaba la cabeza. Y, ¿qué le parece? Antes de que se pasara un año, nuestro amigo se presentó aquí una mañana y nos dijo si podía quedarse a dormir aquella noche, porque al día siguiente cogía el tren para Barcelona y allí el barco para Buenos Aires. Mi marido le preguntó: «Y tu mujer, ¿no viene contigo?». El hombre dijo: No. No congeniamos. No nos entendemos uno al otro, no tenemos nada que hablar. Lo único, peleas; peleas con la mujer, con su madre, con el pueblo entero. Y te juro, Pepe, que no es mi culpa. Como marido valgo tanto como cualquier hombre y mi mujer no puede quejarse. En cuanto a lo demás, la tengo como si fuera una princesa. Y he hecho más por el pueblo que ninguno de los gobiernos en los últimos mil años: les he arreglado la iglesia que era una ruina, les he construido una escuela, les he comprado unos prados para que los más pobres tengan un trocito de tierra suya, pero aún sigo siendo «el Indiano» para ellos. Nadie me trata, todos me tienen miedo y todos me odian. No porque les haya hecho nada malo, sino precisamente por lo contrario, porque les he hecho unos cuantos beneficios; porque he vuelto con dinero a restregárselo por los morros, como dicen ellos. Y, bien sabe Dios, que la verdad es, y esto lo contaba casi con lágrimas en los ojos, «que yo había vuelto para encontrar paz y cariño y para hacer feliz a tanta gente como pudiera en la aldea». Mi Pepe le contestó: «Eso ya me lo temía yo, pero no he querido decirte nada, por no quitarte las ilusiones y porque podía haberte salido bien, de lo que me hubiera alegrado mucho. Pero la verdad es que tú debías haberte dado cuenta de que ya no perteneces a esta tierra. Tus raíces ya no están aquí. Y sobre todo, debías haberte dado cuenta de que nadie quiere que otro sea su protector y su amo, simplemente porque tiene montones de dinero».

Antolín había protestado. Su caso era distinto. Lo primero, él se había marchado de España a la fuerza, y a la fuerza había abandonado a la familia, si no quería que lo mataran o lo metieran en presidio; así que le habían desarraigado contra su voluntad. Lo segundo, no había vuelto rico, ni pensando en meterse a protector de nadie.

—Podrá no ser lo mismo por lo que toca al dinero, pero por lo demás, me parece que el caso le viene como un guante. Usted ha vuelto para encontrar paz y cariño, pero al mismo tiempo queriendo cambiar a la gente para que se lo den como usted quiere que se lo den.

—No, no, doña Felisa, al contrario. No me entienda mal si le digo que en Londres tengo todo el cariño y toda la paz que necesito.

—Pero entonces, hombre de Dios, ¿a qué diablos ha vuelto? ¿A revolver las cosas y provocar odios?

Una vez más había fracasado con sus explicaciones; ante los otros y ante sí mismo. No podía dar una contestación concreta a doña Felisa. Podía haberle dicho que había vuelto a España para encontrar una justificación de su vida en Inglaterra; pero ni aun esto; sería una verdad a medias. Después de tanto pensar, aún era incapaz de explicar el impulso que le había llevado a España.

Este largo paseo que estaba dando sin rumbo —¿dónde estaba ahora?— se le apareció de pronto como una huida. Trataba de escapar de la parte de sí mismo que le había forzado a venir a Madrid, que había destruido su paz en Londres, y que le atormentaba con exigencias confusas que no entendía.

Para hacer más rotundos sus pensamientos, exclamó en alta voz y en inglés: «You want to run away fromyourself», Antolín. Quieres huir de ti mismo, Antolín.

Hacía unos momentos que un chiquillo, menudo y sucio, vestido con unos pantaloncillos sujetos con una cuerda y una camisa emporcada a la que faltan todos los botones, trotaba pegado a los talones de Antolín. Ahora, al sonido de las palabras extranjeras, la carilla se le iluminó, el chiquillo dio unos pasos rápidos y tiró a Antolín de la chaqueta:

—Míster, míster, deme una peseta. ¡Hambre, mucha hambre!

Antolín volvió a la realidad con un sobresalto. ¿Dónde diablos estaba? ¿Cuánto hacía que había dejado la calle de Alcalá? Se encontraba en medio de una carretera polvorienta que se extendía entre hileras de casuchas y trozos de tierras baldías llenas de ortigas y cardos. Miró al chiquillo que se había entregado a una pantomima desenfrenada, frotándose el estómago moreno con una mano y llevándose una comida invisible a la boca con la otra. Era una prueba de la viveza del monillo aquel que hubiera reconocido como inglesas sus palabras…

Antolín metió la mano en el bolsillo en busca de una peseta y decidió no desilusionar el orgullo del chiquillo por su capacidad de conocer a un inglés, a un míster. Así, le preguntó en un español lento y teatral, lleno de infinitivos y falto de artículos: Tú, ¿para qué querer peseta? ¿Dónde vivir?

—Para madre, míster. Y para pan, míster.

El chiquillo se empinó y echó su carilla hacia atrás con el gesto indudable de confiarle un secreto. Cuando Antolín se agachó, le grito en su oreja: «¡Viva la República!».

Como en respuesta surgieron otros gritos del más cercano solar. El chiquillo chilló:

—Estoy aquí, madre. ¡He cogido un míster!

Una mujeruca greñuda surgió a través del campo, avanzando con el andar torpe de un pato de una mujer en los últimos meses de preñez. Miró al extranjero con los ojos llenos de esperanza y cuando regaño al chiquillo, su voz no sonó muy convincente:

—¿Dónde andas tú, golfo? ¿No te da vergüenza de andar por ahí lleno de mierda y molestando a este caballero?

Antolín continuó su farsa lingüística:

—¡Oh, no molestar a mí el chico! ¿Usted ser la madre? Mí querer dar al niño una peseta para dulces.

Tomó ella la moneda de la mano de Antolín, casi violentamente:

—¿Para dulces? ¡Para pan, señor, para pan!, que es lo que más falta nos hace. Somos cuatro, y mi marido sin trabajo.

—Diga usted que es mentira, míster. Está en la cárcel. Padre está en la cárcel, pero madre tiene miedo de decírselo a usted porque cree que es un soplón. No le ha oído hablar inglis como yo.

La mujer le dio un pescozón:

—¡Cállate, condenado!

—No me callo, y no me da la gana, y usted es tonta. Es un míster, y lo sé yo. Llévale a casa, madre, que vea cómo vivimos.

Antolín se dio cuenta, con disgusto, de que el momento de abandonar su juego infantil había pasado. Tragó saliva, porque se le había formado un nudo en la garganta. Ahora, ¿qué es lo que se le ocurriría decir a un inglés, tal como ellos se le figuraban?

—¡Oh, sí, señora! Mí gustar mucho ver su casa. Mí ser amigo de su República.

La mujer echó a andar de nuevo hacia el campo desolado, dejando atrás al chiquillo y a Antolín, que por un momento dudó si seguirla o no. En la dirección que había tomado no se veía nada más que un llano de tierra arenosa, que rebrillaba amarilla bajo el sol poniente. Pero después de unos momentos se encontró en el borde de una zanja honda que era invisible desde la carretera. Parecía una cantera abandonada o la excavación para los cimientos de una casa que nunca llegó a construirse. La ancha rampa que conducía al fondo había sido sin duda usada por camiones pesados. En algunos sitios las paredes verticales estaban cortadas en escalones para evitar su derrumbamiento. El fondo de la excavación era ahora una especie de patio de casa de vecindad: cuatro chiquillos medio en cueros se revolcaban jugando, otras dos mujerucas cosían al sol sentadas en sillas bajas, parloteando entre ellas, y unos cuantos trapos se secaban colgados de una cuerda. La parte más alta de la pared tenía orificios, cuatro puertas cubiertas con cortinas de sacos. El guía de Antolín se dirigió a una de estas aberturas, diciendo rápidamente a las otras mujeres:

—No os asustéis, el señor es de confianza. Es uno de esos místers chalaos, que quiere ver cómo vivimos, para luego escribirlo en los papeles.

Instantáneamente las mujeres y los chiquillos rodearon a Antolín, empujándole a través de la «puerta» de la casa de la preñada. Era un cuarto sin ventanas excavado directamente en la arenisca. La única luz era la que entraba por la puerta y el reflejo que producía en el techo, un mosaico temblón de latas viejas y trozos de chapa. Donde el moho no había roído el metal, estaba pulido como un espejo que brillaba con un fulgor plomizo. Antolín identificó viejas latas de gasolina y anuncios con el esmalte saltado, entre trozos de origen desconocido acoplados unos a otros y clavados con gruesos clavos de hierro.

La mujer señaló al techo:

—Los hemos clavado ahí porque cuando llueve, el agua se cala y gotea encima; pero usted no sabe el trabajo que cuesta sacar brillo sólo con arena. Se echa el bofe.

La cueva estaba amueblada: un par de camastros, una mesa de pino, un viejo baúl, unos cajones de madera, un despertador barato lleno de abolladuras, y un pequeño hornillo de barro donde cocía algo en un puchero colocado sobre unas brasas. Antolín sentía el piso blando bajo sus pies. Miró hacia abajo y vio que estaba cubierto de tiras y trozos de alfombra y estera, cosidos unos a otros por alguien con un vivo instinto de colores y dibujo. La mujer había seguido su mirada y explicó orgullosa:

—Eso es para la humedad, míster. Debajo hemos puesto paja, para que el agua no pase. Usted no lo creerá, lo que cuestan estos retales de alfombra, y eso que son sólo cachos viejos de los que antes se tiraban a la basura.

Antolín salió al «patio». Le parecía que el techo de la cueva iba a caérsele encima. Como si la mujer le adivinara el pensamiento, dijo:

—A eso es a lo que tenemos más miedo, a la humedad. Le dan a una unos dolores en los huesos…, y a veces se hunden las cuevas. El invierno pasado, no, el otro, un cerro entero que había al lado del puente se hundió y enterró a las gentes que vivían allí en las cuevas. Hubo algunos muertos.

—Anda, madre, muchos más; más de veinte, que los conté yo —chilló el chiquillo que a toda costa quería recuperar su papel principal de descubridor del míster. Por algunos minutos él y las tres mujeres soltaron un torrente de palabras amontonando detalles macabros de la catástrofe. Antolín escuchaba apenas; tenía la vista fija en los cuatro cajones de madera, uno al lado de cada puerta, a los que se había intentado dar forma de macetas. En la tierra negra de que estaban llenos, crecían geranios flacos que parecían querer sacar sus flores por encima de las paredes del foso a fuerza de estirar el cuello de sus tallos. Sus flores rojas resaltaban violentamente contra la pared amarilla.

Pero cada una de las mujeres reclamaba ahora su atención para que escuchara su historia. El inglés tenía que enterarse bien de cómo era su vida:

Al marido de la primera le habían fusilado al terminarse la guerra porque era un comunista; tenía un chiquillo. El marido de la segunda había estado preso muchos años porque era el secretario de un grupo de la C.N.T. en su fábrica; después, cuando le habían soltado, le habían desterrado a un pueblecito de Andalucía donde se estaba muriendo de hambre porque no podía protestar contra el jornal de miseria que le daban, si no quería que le volvieran a encerrar. El marido de la tercera, la madre del chiquillo que le había arrastrado allí, había sido detenido una noche en aquella misma cueva hacía tres años y aún estaba en la cárcel, sin que aún supiera por qué. No había hecho nada malo, decía su mujer, pero era un socialista y se había peleado en la Guerra Civil como todos. Tenía tres chicos.

Antolín no pudo evitar el mirar al vientre de la mujer. Se dio cuenta ella y comenzó a enrollar entre los dedos una esquina del delantal:

—Ya sé lo que está usted pensando, míster. Pero yo soy una mujer honrada, no una mujer mala. ¿Qué puede una hacer cuando no hay nada que dar a los chicos? Pero no era por vicio, no señor. —Se puso las manos sobre el vientre—: Lo peor es que antes de que pasara esto las cosas no eran tan malas. Pero ni para ser ramera tiene una suerte ya. Un descuido, y ahora ya no tiene una ni las pocas pesetas que le daban. Porque a los hombres ya no les gusto así.

—¿Cómo puede usted…? —Se corrigió instantáneamente y continuó en su papel de inglés de comedia—: ¿Cómo usted poder vivir aquí? ¿Cómo venir vivir aquí?

Otra vez las mujeres rompieron a hablar a la vez: al final de la Guerra Civil muchísimas familias se encontraron sin un techo sobre sus cabezas. Habían acampado al aire libre, bajo mantas enganchadas a cuatro palos que les protegieran de la lluvia. Pero el hombre que poseía estas tierras y que era un tío muy rico que estaba edificando casas allí cuando estalló la guerra, apareció un día y mandó unas cuadrillas de hombres con picos y palas que se pusieran a hacer las cuevas en las zanjas y en las caleras. A lo primero, creyeron que les quería hacer una caridad y bien agradecidos estaban. Les había dicho que aquellos que quisieran vivir en las cuevas podrían hacerlo, pero que los otros se tenían que marchar porque no estaba dispuesto a aguantar aquello en sus tierras. Habían echado a suertes «como los gitanos», a ver a quiénes les tocaba quedarse, porque todos querían, y eran muchísimos más que las cuevas. Pero luego resultó que tenían que pagar renta. No mucho, cinco pesetas al mes. Y buena renta que sacaba de todos, lo menos quinientas pesetas, y encima de todo «aún tenían que estarle agradecidos, porque aquello era mejor que no tener casa».

Antolín quería echar a correr. No pudo pensar en nada, más que en vaciar sus bolsillos y repartir un puñado de dinero entre las tres mujeres. Le ardía la cara. Puso otra peseta en las manitas del granujilla que le miraba con sus enormes ojos muy abiertos, y escapó rampa arriba.

Cuando se encontró de nuevo en la carretera, se detuvo y trató de orientarse. Hacia el Este, lejos de la ciudad, la alta cúpula de un edificio aislado se encendía en llamas bajo los últimos rayos sesgados del sol. En la cima de la cúpula, contra el cielo azul obscuro, surgía una figura envuelta en púrpuras y negros de crepúsculo. Antolín reconoció el edificio. Era la capilla del Cementerio del Este y la figura sobre la cúpula era el Ángel de la Muerte. Pensó: «La muerte que reina en estos campos se arropa en llamas del Infierno».

Ayudó a sacar a Antolín de su depresión el tener que volver a la ciudad y para ello pelearse por un sitio en el tranvía de las Ventas. Esto le hizo pensar en las multitudes de Londres. ¿Cómo se portarían, si vivieran en el miedo al hambre, o la cárcel, o con cuevas húmedas como su único hogar? ¿Se estarían quietos y ordenados en sus colas, aguardando pacientes, como habían hecho hasta en los años de los bombardeos, o se lanzarían ellos también al asalto de los autobuses, gritando, luchando a manotones y patadas?

Cuando llegó a la Puerta del Sol era casi de noche, y las farolas, los cafés y los anuncios luminosos lucían ya. Todo era tal como Antolín lo recordaba de otros tiempos: gentes paseándose en la hora perezosa entre el fin del trabajo y la cena, conversaciones a gritos, alegría ruidosa, tiroteo de bromas y piropos, un zumbido constante de miles de voces que ahogaba el ruido del tráfico. Antolín era feliz. Se dejó arrastrar en una ola de reconocimiento y recuerdos. También él sentía la comezón de mirar cada cara bonita y charlotear con un amigo. Igual que una mariposa, siguió fascinado hacia las luces brillantes, hacia las puertas abiertas del Bar Sol.

Pidió un vermú y acercó a sí uno de los platillos con gambas que se alineaban en el mostrador. Un camarero llenaba vasos de cerveza del grifo, con movimientos diestros, sin pausa. Se veía que era un maestro en el arte de tirar cerveza, y la espuma blanca subía lentamente en cada vaso, exactamente a la misma altura con la misma presión.

—Esto es algo que hacemos mejor que los ingleses —pensó Antolín, cascando entre sus dedos el caparazón rojo de una gamba.

Le invadieron un orgullo y una alegría infantiles.