Pedro estaba «estirando» su cerveza. Era un robo pagar tres pesetas con veinte céntimos por un vaso de cerveza, y mala. Mejor se la daban a él por una peseta en Antón Martín. Pero si se quiere algo, hay que mantener las apariencias. La verdad era que se sentía irritado. Se daba cuenta de que aquél no era su sitio, que estaba fuera de su ambiente, y aunque adoptara una actitud descarada hacia el camarero, un viejo reumático y lacrimoso, o hacia los ocupantes de las mesas vecinas, tenía la sensación de que todos le estaban mirando, hasta los transeúntes que pasaban por la acera delante de la terraza del café.
Pero aquel día Pedro se estaba jugando todo. Estaba harto de ser un chulo de prostitutas baratas y un agente de seguridad o de tercera clase en el mercado negro. Se creía a sí mismo con un físico lo bastante atractivo para conquistar zorras ricas y hasta de las «decentes» con dinero y con ganas de disfrutar de su cuerpo. Se consideraba también inteligente de sobra para no tener que conformarse con las migajas del negocio y además correr el riesgo. Lo que le faltaba era «clase». Y le faltaba clase, porque todavía no había conseguido hacerse con unos pocos billetes de los grandes. En cuanto los tuviera, aquella vida se había acabado para él. Y precisamente aquella tarde se iba a revolver la situación. Todos los indicios eran favorables. La venida de su padre…, un pobrecito hombre con muchas decencias en la cabeza y muchos romanticismos, a quien no costaría trabajo sacarle las libras del bolsillo…
Se había entretenido durante la entrevista. Había escuchado un chorro de buenos consejos; y no cabía duda que el viejo se había sentido muy feliz cuando él le había explicado sus planes para desarrollar un negocio decente y ganar dinero. Y a su vez le había confesado que traía de Inglaterra algunas representaciones y que esperaba, si volvía allá, poder llevarse algunos negocios semejantes. Aquello era pan comido. El viejo se sentía culpable de haber abandonado a los hijos por la chaladura suya de echarse a la calle cuando aquello, y ahora quería remediarlo, hacer penitencia.
No cabía duda que tenía dinero. Las ropas que llevaba, y lo que él había visto en el cuarto de la pensión, no se lo pagaban ni los ricos de Madrid. La pensión lo menos le costaba sus buenos quince duros diarios. ¡La calle de Peligros, pegadita a la Puerta del Sol, y una casa de calidad! Con la tía gorda aquella, el ama de la pensión; tratándole como un hijo adoptivo… Lo único de lo que tenía que tener cuidado era de no asustar al viejo. De hoy en adelante, todos los negocios, ¡decentes!
Este había sido su primer golpe de buena suerte… En realidad esto no era verdad. El primer golpe de buena suerte lo había tenido un mes antes, haciendo amistad con el tipo que estaba esperando. No era ningún idiota el señor Puchols, pero al fin y al cabo no era más que un paleto valenciano. ¡Ahora que el tío era listo! Cuando se acabó la guerra, no tenía más que la cabaña y el cacho de arrozal que le devolvieron los de Franco porque siempre había sido muy amigo del cura. Y ahora el tío ladrón seguramente no se dejaba ahorcar por veinte mil duros. Lo único bueno que tenía era que no estaba contento. En medio de todo tenía razón. Le pasaba lo que a él: otros se llevaban la tajada grande y a Puchols le dejaban las sobras. Si las cosas se arreglaban hoy, la tajada grande se la iban a comer a medias, el arrocero y él. Y como pudiera, la mayor parte iba a ser para Pedro.
Allí estaba el señor Puchols; con su traje de domingo de paño gordo que a lo mejor era arreglado de un traje de su abuelo; su panza ya más que incipiente y sus redondeces blanduchas de levantino que comienza a ser viejo y que el sol no ha conseguido secar. Todo muy respetable. El señor Puchols ya no fumaba más que cigarros puros, y la cadena del reloj era de oro. Cuando venía a la capital, se dejaba afeitar todas las mañanas la barba negra, tupida, que se le quedaba azuleando en la cara morena. La cara, un pan redondo que daba ganas de abofetear. Y en el pan, dos agujeros a punzón con dos chispas de granuja dentro, y una nariz que parecía el pegote que los chicos ponen como nariz a sus muñecos de barro. El pelo hacía años que se había despedido, y la calva, cuando se quitaba el sombrero, aparecía desnuda y roja como el trasero de un recién nacido.
Pedro estaba pensando que en todo hay categorías. Él podría ser un golfo y un chulo y un estraperlista, y todo lo que quisieran llamarle, pero al lado de aquel tío él era más virginal que la Purísima Concepción. El pensamiento de su virginidad le hizo tanta gracia que le llenó la cara de una sonrisa espontánea, la cual el señor Puchols consideró dedicada exclusivamente a él.
Se estrecharon las manos, se preguntaron por la salud; el señor Puchols dio unas palmaditas feroces que obligaron al camarero a olvidar sus reumas. E iniciaron su negocio, una vez que las dos cañas de cerveza, rebosantes de espuma, estuvieron sobre el mármol del velador.
—Bueno, muchacho —comenzó el señor Puchols—, vamos a ver si nos entendemos.
—Por mí está todo hecho. Usted es el que tiene la palabra y…, bueno, lo vamos a llamar «el artículo», porque a nadie le importa. De lo demás no tiene usted que preocuparse. Usted me deja un vagón o dos en la estación, y del resto me encargo yo. Como yo le dije el primer día, la única cuestión es que tenga usted confianza o no. Porque, como usted sabe, yo no tengo dinero. Pero hasta en esto de la confianza usted ya conoce mis garantías. Si yo me quedo con «el artículo» y no le pago, pues usted ya sabe a quién ir a contarle que yo le he robado un vagón de arroz —bueno, «del artículo»— y ya sabe usted que esta gente no gasta bromas. Hasta que hagamos unos cuantos negocios, que después usted no se apure, que en este asunto el que más puede es el que se lleva el gato al agua.
—Bueno, muchacho, yo no tengo nada que decir. Un negocio es un negocio, y tiene uno que arriesgar algo. El vagón de arroz lo vas a tener, y a mí no me interesa cómo te las compones. Pagarme ya me pagarás. Todavía no se me ha escapado nadie sin pagarme. Pero yo estoy harto de tratar con granujas y de que me exploten. Si tratamos como personas decentes, yo ya te he dicho que vamos a medias. Todo menos dejar que unos sinvergüenzas se hinchen con el trabajo mío y el tuyo. Tú no sabes lo que es cada viajecito de éstos. Desde Valencia aquí viene uno con la cartera abierta, sembrando dinero, para luego no sacar nada en limpio.
—Pero, bueno, a usted el arroz se lo pagan, ¡bien pagado!
—Sí, bien pagado, pero los gastos, a mis costillas. Claro, vosotros, la gente de Madrid, no sabéis lo que es esto. Te voy a contar dónde llega la frescura de esta gente para que te des cuenta. Yo me hago con el arroz…
—Habíamos quedado en llamarlo «el artículo».
—No me apaño, y da lo mismo. Es un secreto a voces. El que quiera escuchar, que escuche. Como iba diciendo, yo me hago con el arroz —que buen dinero me cuesta—, y les digo a los del Sindicato que tengo lo que sea, digamos veinte vagones. Y ellos me mandan la orden oficial de mandar esos veinte vagones a Madrid. Y aunque tú no lo creas, muchacho, entonces es cuando empieza mi calvario. Me voy con la orden a la estación y le digo al jefe de tráfico que me hacen falta veinte vagones. Se me pone a silbar y a mirar al techo. «¿Y de dónde se cree usted que vamos a sacar veinte vagones?». Le digo (pero esto lo hice sólo la primera vez): «Aquí tienen ustedes la orden para mandar veinte vagones de arroz a Madrid y es una orden oficial, así que verá usted de dónde los saca». Y el hombre me dice: «Pues dígale usted al Sindicato que no tenemos vagones y que nos los den ellos». Y yo, como un tonto, me fui al Sindicato y se lo dije. Y el tío allí en Valencia se me quedó mirando muy serio y me dijo: «Mire usted, señor Puchols, a mí no me venga usted con cuentos. El arroz se le paga a usted en Madrid. Y usted se las compone como pueda para llevarlo. Por tren, por camión o por aeroplano. Mientras el arroz no esté allí, usted no cobra. Y además, usted ha declarado que tiene veinte vagones de arroz, y el Sindicato le ha dado la orden de entregarlo. Si no lo hace, se atiene usted a las consecuencias. No me creo que se vaya usted a convertir en un enemigo del régimen como esos agricultores que se empeñan en esconder su cosecha».
—No, cara dura no les falta.
—Sí, señor, cara dura. Y desvergüenza. Me vuelvo al tío aquel de la estación y le digo: «Bueno, y eso de los vagones, ¿cómo lo podemos arreglar?». Y se me pone a silbar otra vez y a mirar el techo, y me dice con toda frescura: «¡San Dinerito, señor Puchols, San Dinerito!». Para acabar pronto: cinco duros por vagón, y los veinte vagones en el muelle de Valencia. Pero no había acabado, hijo. Cargo mis vagones (¡qué sólo Dios sabe el dinero y el trabajo que me costó poner el arroz en ellos!) y me dice un factor más lleno de hollín que un maquinista: «Conque, para Madrid, ¿eh?». Le digo: «Sí, en el primer tren». Y se me pone a silbar también: «Pues entonces se va a pudrir el arroz. Porque hay lo menos doscientos vagones esperando y las máquinas que hay no son capaces ni de llevarse veinte de cada vez». Claro que ya me había aprendido mi leccioncita, y le dije: «Bueno, déjate de silbar y… ¿cuánto?». Me contesta con toda la cara dura: «Un durito para los enganchadores no estará mal». «¿Cuántos son?». «Dos. Y yo, que tengo que dar la salida». Tonto de mí, meto la mano en el bolsillo, sintiéndome generoso, y le doy cinco duros. Se me queda mirando, se pone a silbar otra vez, y me dice: «Pero no, es por vagón». Y me tuve que sacudir trescientas pesetas que me sentaron como trescientas puñaladas. En medio de todo el hombre fue decente. Se guardó los cuartos y me dijo: «Usted es nuevo en estos líos, señor Puchols» —porque a mí me conoce todo el mundo— «y me va usted a perdonar que le dé un consejo. Dele usted cinco duros al guarda de mercancías para que le deje ir en el furgón hasta Madrid. Y cada vez que llegue usted a un sitio donde empiezan a enganchar y desenganchar vagones, dele usted un poco de grasa a las ruedas, porque si no, se le van a quedar a usted los veinte vagones en una vía muerta hasta el día del Juicio». Y éste es el negocio, hijito. Con cada tren, a Madrid en el furgón, sentado en la tabla que llego con los huesos molidos, y soltando duros en el camino, como si tuviera un agujero en el bolsillo, para que no me hagan una charranada.
—Sí, entiendo todas estas cosas, señor Puchols, pero al fin y al cabo usted saca su buen dinero —dijo con sorna Pedro que, aunque estaba en el secreto, se divertía mucho con la indignación moral del valenciano.
—Hasta ahora me han pagado. Hasta que un día me hagan una mala jugada y me dejen colgado con unos miles de duros. Porque la cosa no es tan simple como parece. Y te voy a seguir contando, hijo, mi primera experiencia, para que te des cuenta de cómo es toda esta gentuza… Cuando llegaron mis veinte vagones a Madrid, me fui a cobrar. Me pusieron el «visto bueno» y me dieron la orden de pago. Tantos miles de kilos de arroz, a cinco pesetas, tantas pesetas. Y le digo al señor aquel tan serio: «Pero, bueno, esto no es lo tratado». Y me dice: «¡Ah, yo no sé nada! Allá usted con quien haya tratado. El precio de tasa son cinco pesetas, y cinco pesetas el kilo se le pagan, y en paz».
—Y, ¿qué había sido lo tratado, señor Puchols?
—Pues allí estaba la broma, hijo. Que los de Valencia me habían dicho: «Usted no haga caso de esto de las cinco pesetas. Usted nos busca aunque sea un millón de kilos de arroz, cuanto más, mejor, y nosotros se lo pagamos a tres pesetas el kilo sobre la tasa y los gastos». Me volví a Valencia, con las tripas que te puedes imaginar. Me fui a buscar a quien me había propuesto el negocio, y cuando me desahogué, me dice lo que ya me habían dicho muchas veces: «Pero, hombre, señor Puchols, usted es tonto. Claro que ni el Sindicato, ni nadie oficial, le van a pagar a usted más de las cinco pesetas. Las tres pesetitas de propina se las van a dar los peces gordos que se llevan el arroz. ¿O es que cree usted que el Sindicato se lo reparte a los tenderos de Madrid?». Y el hombre me dio unas señas, las que tú conoces, y allí me pagan las tres pesetas y los gastos, sin chistar. Bueno, a veces pagan lo que les da la gana, porque de repente al Gobierno le da por repartir una ración de arroz, y entonces el señor Puchols se tiene que sacrificar en unos miles de kilos y darse por contento.
Por la mente de Pedro cruzó un pensamiento alarmante: había estado escuchando las explicaciones de Puchols para penetrar en el detalle de lo que sólo conocía en líneas generales, en el caso del arroz. ¿Cómo iba a pagar este tío bandido la mitad? ¿Mitad de qué? ¿De la diferencia entre las ocho pesetas que le pagaban a él y los precios del mercado negro? ¿O la diferencia entre el precio de tasa y el que el público pagaba de estraperlo?
A su pregunta directa, Puchols contestó con una sonrisa de zorro viejo:
—Esas cosas no se preguntan, muchacho. Yo te pongo el arroz al mismo precio que me lo pagan a mí. Tú lo vendes y nos repartimos la diferencia.
—Pues sigue la cosa sin estar clara, señor Puchols. Al precio que le pagan a usted, ¿quién? ¿El Sindicato o el Sindicato y los otros juntos?
—Pues claro que a lo que me pagan todos juntos. Ocho pesetas.
Pedro tuvo un arranque de valentía:
—Lo siento, señor Puchols, no me conviene. Eso no es mitad, sino la mitad de las sobras. Y para vivir de sobras, estoy viviendo bien como vivo.
El señor Puchols pensó que el mocito aquel sabía lo que tenía entre manos, y que no servía con él el hacer papeles maternales ni de dignidad ofendida. Los dos sabían que Puchols no iba a ser un tonto que renunciara a la venta segura y a los buenos negocios que hacía con el general «Bomba», y arriesgara la pérdida de protección oficial para comprometerse con un don nadie y acabar un buen día en la cárcel, con una multa que le arruinara. El plan que tenía era el mismo que otros como él seguían: cuando les pedían veinte vagones, meter veinticinco, y negociar por su cuenta estos cinco sobrantes. Ni el general «Bomba», que era el amo del arroz, ni el general «Judías Pintas», ni los otros, se oponían a esto, sino que hacían la vista gorda. Al fin y al cabo, de alguna manera los pobres traficantes como Puchols tenían que resarcirse de la pérdida que les producía el que de pronto tuvieran que dar cien toneladas para raciones a precio de tasa…
La dificultad para vender estos vagones de sobra era que había que tratar con agentes que fueran decentes en cumplir lo que prometían o a quienes se tuviera siempre bajo el pie y se les pudiera reventar si le engañaban a uno, o se veía uno en un apuro. Los agentes de importancia costaban muy caro y nunca se podía hacer nada contra ellos. Un agente insignificante, un principiante como este muchacho, era mucho más seguro, aunque hubiera que pagarle un poco más. Le sobraba a él —al señor Puchols— influencia para meterle en la cárcel, y hasta para que desapareciera si le hacía una trastada. En fin de cuentas no era más que el hijo de un rojo, que se había metido a ladrón. Por otra parte, el chico era listo, entendía el negocio, y prometía. Ya había oído él hablar del asunto de la cocaína; y nunca se había podido enterar a fondo, porque al condenado muchacho no había quien le sacara una palabra del cuerpo.
Paralelamente, Pedro pensaba que acababa de cometer una tontería soltándole su ultimátum a Puchols. Si le fallaba aquello, tendría que seguir trampeando como estaba. Y sabe Dios cuándo se le terciaría otra ocasión de entrar en el negocio en grande. En fin, la cosa estaba hecha y no tenía remedio, y no iba a ser él el que empezara el regateo. Siempre le quedaba la posibilidad de sacarle al «viejo» las libras que pudiera.
El primero que rompió el silencio fue Puchols:
—Se me está ocurriendo otra cosa: para que veas, muchacho, que quiero ayudarte. Y así, ninguno perdemos nada. Como he dicho hoy y como tú sabes, el arroz a mí me lo pagan a ocho pesetas, y los gastos. Yo te dejo el arroz en Madrid a crédito y libre de gastos, y tú me lo pagas a diez pesetas. Y lo que ganes, que Dios te lo aumente.
Pedro hizo rápidamente sus cálculos: él no arriesgaba nada y se podía ganar, sin trabajo, un par de miles de pesetas en cada vagón de arroz. Sin embargo, regateó hábilmente. De una manera terminante replicó al señor Puchols:
—A nueve pesetas se lo pago. Más no. Al fin y al cabo, si me pillan a mí un día ya sé qué me van a decir: que he robado los vagones.
El señor Puchols alargó su mano derecha a Pedro:
—Trato hecho, muchacho. No vamos a perder más tiempo en discusiones por una peseta más o menos. Y ahora te vienes a comer conmigo.
El señor Puchols sabía hacer las cosas en grande. Habían tenido una comida espléndida, hasta langosta con una salsa espesa que llamaban «a la americana». Pedro no recordaba haber comido langosta en su vida, y nunca había pensado que los americanos pudieran comer langosta, si no se las mandaban desde Santander o Vigo que, como todo el mundo sabe, son los únicos sitios en el mundo donde hay langostas. Se sentía repleto y un poquito mareado por el cambio de vino. No entendía él muy bien aquellas mezclas. Posiblemente el señor Puchols tampoco: porque Pedro no era tonto; había visto que el maitre d’hôtel con su levita de faldones largos le había indicado «al señor» lo bien que estaría un vino tal y cual —él no había escogido más que una fecha— con el marisco y después un Burdeos con el «châteaubriand». Tampoco sabía él qué era esto de «châteaubriand», pero aunque tuviera un nombre muy raro debía de ser lo que los franceses llamaban a las buenas tajadas magras de carne de vaca joven. No se acordaba él de haber comido en su vida una carne tan jugosa y unas zanahorias doraditas como si las hubieran barnizado de amarillo. Y al final ¡un licor! El cara dura de la levita había propuesto algo que él no sabía lo que era, pero que sabía a menta y estaba espeso como el jarabe de los boticarios. Entraba solo. Ahora, que luego le subía a uno un calorcillo del estómago y empezaba uno a mirar con ganas los escotes de las tías que había alrededor. Aquella tarde se iba de juerga.
Empezó a repasar en su cabeza todos sus cariños repartidos alrededor de Antón Martín. En cuanto empezara a vender vagones de arroz, se acabaron aquellas guarras. Lo que a él le convenía era una fulana como la que estaba dos mesas más allá, que se dedicara a engaritar viejos como el que aquélla tenía a su lado haciendo el primo.
Puchols le sacó de sus meditaciones:
—Qué, ¿te ha gustado la comida, muchacho?
—De primera.
—Tú no habías comido nunca así, ¿verdad?
Le invadió una oleada de orgullo. ¿Qué se creía el viejo aquel? ¿Qué le iba a achicar? Y dijo:
—¡Puah!, docenas de veces. Cuando yo estaba con el capitán, usted no sabe los festines que me he dado, mejores que esto; y no es despreciar. Usted no sabe las veces que yo he comido en el Ritz, con camareros con calzón corto y medias coloradas, que parecían grandes de España.
El viejo no se creyó una palabra de aquello. Pero no cabía duda de que en lo de la cocaína que había oído contar debía haber un fondo de verdad. Y nunca se sabe. Valencia es un puerto. Él conocía muchas gentes con una barquita que no les daba miedo ir a Marruecos por tabaco, o a donde fuera, si había unos billetes grandes por medio y no había que pescar caballas para ganarse un mal vivir. Así replicó:
—Bueno, cuéntame tus aventuras con el capitán ese.
Pedro se sintió apreciado. Ya le iba a enseñar él a Puchols lo que eran los negocios, y no andar cargando sacos de arroz…
—Mi capitán no era más que un capitán de aviación (el pobre se ha muerto ya y por eso yo ando malamente) pero era uno de los grandes. Me contó una vez que había enseñado toda España a los pilotos alemanes que nos mandaron de allá. Porque él era un piloto. Y cuando Franco ganó la guerra, pues a él le preguntaron qué quería. Pero aquello era el puerto de arrebatacapas. Los peces más gordos se habían llevado todo y hasta estaban peleándose entre ellos porque ya quedaban pocas cosas que repartir. Mi capitán tuvo una idea. Había sido un juerguista que se conocía todos los rincones de Madrid y todas las zorras de lujo…
Se interrumpió Pedro. Todavía no se le habían olvidado las recomendaciones de su capitán cuando trabajaban en aquel asunto. Un día le había dicho que, como se le ocurriera mentar lo que llevaba en los bolsillos o se marchara de la lengua, se podía contar entre los difuntos. Y aquello no era broma. Hubo una muchachita a quien le preguntaron una vez sus amigos de dónde sacaba los polvos, y se le ocurrió decir que se los proporcionaba un amiguito capitán. A la pobre la enterraron al día siguiente con más agujeros que un colador. Decían que habían sido los rojos, porque siempre andaba liada con falangistas, pero él —Pedro— no era tonto. Y ahora, por muy borracho que estuviera, no le iba a contar a Puchols la historia, y a lo mejor encontrarse con un susto detrás de la esquina. Además, aquél era un asunto que, en cuanto tuviera un poco de dinero, sabía cómo trabajarlo. Y no a medias.
Puchols le estaba mirando, esperando la continuación. El camarero volvió a llenar las copas con licor. Pedro tomó un sorbo. Ahora no se lo bebería de golpe como antes. Y prosiguió:
—Pues hay poco que contar. A mi capitán se le ocurrió que nadie había pensado en los gabanes de pieles y todo el mundo tenía mucho dinero en el bolsillo. Él conocía mucha gente y sobre todo muchas putas de postín; si le dejaban el monopolio, era un buen negocio. Le mandaban las pieles de Barcelona y aquí no se vendía un mal cuello de piel que no pasara por sus manos. Era uno de los negocios más decentes que había; ¡hasta vendíamos al comercio! Pero el negocio grande, claro, estaba con las golfas. Le daban coba al primo de turno y le convencían para que les comprara un gabán de pieles de contrabando que era una ganga. La combinación era muy simple: arreglaban una comida, iba mi capitán, y después aparecía yo con el gabán. Un gabán, verdad, que valía los cuartos, hasta diez y quince mil duros. Cuando se había cerrado el trato, al cabo de unos días o unas semanas, recogíamos el gabán a la chiquita y le dábamos el cambiazo por uno que valía dos mil pesetas. Aquello era la comisión de la muchacha, y el gabán de verdad servía para pescar otro primo. Aparte de esto, mi capitán tenía el negocio de la piel, hasta las suelas de los zapateros remendones. El que quería un permiso para traer suelas de afuera, tenía que acudir a mi capitán, y así, todo. El resto se lo puede usted imaginar. Entonces era cuando me daba la gran vida, porque del truco del gabán de pieles me encargaba yo y siempre andaban convidándome las chicas.
Puchols se sintió defraudado. ¿Qué le importaba a él el negocio de pieles y cueros? Pero puso cara amable. El golfo aquel tenía más cáscara que lo que él hubiera creído, pero ¿qué más daba? Tarde o temprano le sacaría la historia del cuerpo: la historia de la cocaína.
Tenía toda la paciencia de un viejo campesino.
La mujer conocida entre sus íntimos como la Tronío era para el mundo exterior doña Consuelo, una señora viuda todavía de buen ver, con dinero de sobra y un gran círculo de amistades influyentes. La portera de la casa donde vivía explicaba, a todo el que quería escucharla, que doña Consuelo era una «real señora», muy devota y muy amiga de hacer caridades. Si ella quisiera, podría codearse con la alta aristocracia; pero «desde la muerte de su difunto». —Dios le tenga en la Gloria— prefería una vida quieta en casita a las diversiones de su clase. Y en casa se estaba todo el tiempo, aunque muchos y buenos amigos venían a visitarla. Todos «gentes de postín, incluso curas». Era verdad que había malas lenguas que la llamaban la Tronío, pero era porque nunca faltaban envidiosos. «Ya sabe usted cómo es la gente, señor».
De esta descripción y de una amplia lista de caridades de doña Consuelo, no había quien sacara a la portera, aunque el preguntón le pusiera en las manos un billete de banco. Sabía bien lo que se hacía. Tenía todas las propinas que le daba la gana, de gentes que no intentaban sonsacarla, sino que se abalanzaban escalera arriba, algunas veces hasta sin darse por entendido que ella estuviera, por lo menos al entrar.
En realidad la Tronío era dueña de un negocio para el que rechazaba cualquier título dudoso: cada tarde recibía a unos cuantos amigos y amigas que se reunían en su comedor, una amplia y confortable habitación, y merendaban, bebían y charlaban un rato. A veces, ella misma afirmaba que era una bienhechora de la humanidad: «Porque la verdad es», solía decir, «que hay tantas mujercitas, pobres chicas, que no tienen el dinero bastante para dar de comer a sus chicos, y a la vez tantos señorones que se aburren en casa, como ostras, con una mujer seca como un espárrago, y que quieren pasar un ratito distraído y tener alguien con quien charlar que al menos tenga una cara agradable. Pero claro es que son gentes de posición que todo el mundo conoce, y no pueden hacer lo que quieren, porque la gente comenzaría a murmurar; mientras que aquí, en casa, están a gusto y seguros contra habladurías».
En su casa se encontraban hombres y mujeres, y pasaban un buen rato sin meter mucho ruido, porque ella no toleraba lo que pudiera oler a escándalo. Claro que ella tenía también que vivir, y era lógico que sus huéspedes pagaran la merienda y por lo que quisieran beber. Y si alguno de ellos quería tener una conversación privada, y se retiraba al fondo de la casa con su compañía, era muy justo que pagara por el uso de una habitación que después había que limpiar.
Pedro tenía el derecho de entrada libre en la casa. Doña Consuelo tenía una debilidad por el muchacho, desde la primera vez que apareció allí hacía tres años, como el ordenanza del capitán, cuando ella le guio en sus primeros pasos en el «negocio». Hasta podría decirse que Pedro era hechura suya; y no era su falta si no había conseguido más de él. ¡Si sólo le hubiera hecho caso y no le hubiera dado por vestirse tan vulgarmente! La irritaba, y muchas veces se lo había dicho en su cara. Pero en esto, pensaba, Pedrito era un tonto, como si Dios le hubiera negado el talento de saber llevar ropa. Y el chico era fino y esbelto, con buenos hombros y caderas estrechas. Era una lástima que no supiera sacar partido de ello. Tenía la frescura que se necesitaba, pero era que simplemente no le daba la gana. A veces le parecía que le gustaba presumir de mal gusto sólo por demostrar su independencia, ¡el idiota! Pero aun siendo como era, le había proporcionado algunas muchachas guapas, exactamente lo que a ella le hacía falta para poner un toque de novedad en las reuniones.
Esto era esencial: nadie mejor que ella sabía lo exigentes que son los hombres. Tan pronto como se les presentaba a una mujer, y hablaban con ella una decena de veces, comenzaban a quejarse de que estaban hartos de encontrarse siempre con las mismas caras. Sí, algunas veces las cosas ocurrían de otra manera y un hombre se encaprichaba de verdad. Entonces la pareja desaparecía de la reunión, al menos mientras le duraba el arrebato. Pero esto no era malo del todo, más bien una ventaja, pues los dos, ella y él, se sentían agradecidos y dispuestos a hacer algo, si el caso se terciaba. Aunque una de las cosas de que doña Consuelo estaba orgullosa era que todos sus huéspedes estaban dispuestos a hacer algo por ella.
Cuando Pedro llegó, temprano aún en la tarde, pellizcó la barbilla a la doncellita que abrió la puerta y se metió de rondón en el comedor. Pero se encontró con doña Consuelo, como siempre vestida de gran señora con su vestido largo de seda negra, que le cerró el paso y le miró severa:
—Escucha, Pedrito. Te he dicho cien veces que no quiero verte por aquí a la hora del negocio. Excepto si me traes a alguien.
—No seas una estropeaplatos, Consuelo. Sólo por una vez. Y hoy es mi gran día. Estoy dispuesto a gastarme un montón de dinero en tu casa. ¿A quién tienes ahí?
—Está sólo el viejo don Tomás con algunas de las muchachas. Está jugando al papaíto con ellas. Es muy temprano… pero, aun así, no quiero que te metas ahí, por lo menos hasta que no se marche el viejo o se lleve a la cama a una de las chicas. Si tienes ganas de esperar, vente conmigo a mi despacho y charlamos un rato.
El cuartito, con un buró de persianas, un sofá y pocas cosas más, era sencillo y estaba limpio. La Tronío invitó a Pedro a sentarse y a que bebiera lo que quisiera de una colección de botellas en una rinconera. Después preguntó:
—Ahora cuéntame, ¿por qué es hoy tu gran día?
Pedro contó a grandes rasgos su entrevista con Puchols y lo que su nuevo negocio prometía. Terminó su historia diciendo:
—La primera persona en que he pensado has sido tú, si la cosa te interesa.
—No seas chiquillo, Pedrito. Si hubiera sido otra cosa, no digo que no, pero no me puedo imaginar el verme convertida en un negociante de arroz o un tendero de comestibles. ¿Te lo imaginas tú?
—No era eso lo que quería decir, Consuelo. Es que el negocio tiene unos cuantos problemas y a ti te sería fácil ayudarme a salir de ellos.
—Si lo que intentas es pedirme un préstamo, ¡ni un céntimo!
—No es eso. Déjame explicarme. Cuando el viejo zorro ese me mande uno o dos vagones de arroz, el problema es dónde almacenarlo. Tú ya sabes lo que pasa con estas cosas. Si ahora voy a mi jefe y le cuento la cosa, lo va a querer él y a mí me va a usar como el chico de los recados; y lo mismo me va a pasar con otro cualquiera de los almacenistas a quien hable. Lo que yo necesito es un novato en el mercado que aún no tenga contactos, o alguien que esté dispuesto a meter un poco de dinero para alquilar un sitio. Naturalmente, dándole su tanto. Y así, yo he pensado que podías hablar a uno de tus amiguitos y ponerle de buen humor, de manera que se sintiera protector de un joven que se lo merece; y tú te ganabas una comisión, Consuelo.
La Tronío se echó a reír:
—Te estás desarrollando, chiquito. Lo único que te falta ahora es un guardarropa nuevo, aprender a vestirte, y buenas maneras. Seriamente, tu idea no es mala, y me atrevo a decir que una puede encontrar alguien que lo tome. Pero ¿te has mirado al espejo? Mírate, y te vas a encontrar con la figura de un perfecto chulo de barrios bajos. Tal como estás, no puedes entrar en ningún sitio decente, ni puedo presentarte, sobre todo a alguien que salga fiador tuyo, que es lo que quieres. La gente no es tan ciega como tú te crees.
Pedro se sintió profundamente ofendido por la crueldad de la Tronío.
—La verdad es, Consuelo, que uno no puede contar contigo para nada. Es la segunda vez que te pido un favor y que me eches una mano, y simplemente no te da la gana, cuando sería tan fácil para ti hacerlo. Lo único que a ti te interesa es que te traiga virgencitas para tu comedor. Al menos eres franca: para ti yo no soy más que un chulo indecente; y nada más. Pero me queda un consuelo y es que, para mí, tú no eres más que el ama de una casa de zorras; ¡y nada más!
Siempre ocurría lo mismo con él y otra gente; todos querían explotarle y que les sacara las castañas del fuego. Hasta su propia familia. Tenía a la familia alimentada —¡y bien alimentada!— pero su madre y los dos hermanos se avergonzaban de él y le trataban como a un perro sarnoso. Sin las buenas cosas que él llevaba a casa, Amelita estaría en un sanatorio por tísica; y sin él, su hermano estaría en la cárcel, por idiota, y su madre pidiendo limosna en una esquina y vendiendo castañas asadas, si alguien le prestaba un anafre y dinero para carbón. ¿Y su padre? Había venido de Inglaterra con los aires y las gracias de un lord inglés, le había dado palmaditas en el hombro y le había predicado que aprendiera a ser decente y honrado como él. Al fin y al cabo, ¡qué podía esperar de un hombre que les había dejado pasar hambre, sin más socorro que lentejas de caridad, sopas de agua y pan de serrín, sin que se le pasara por la cabeza un pensamiento para ellos! Esta mañana había sido generoso y había dado a Pedro un billete de cien pesetas «para que se lo gastara con los amigos»… y menos mal que no le había dicho que lo metiera en la cartilla de ahorros. Y ahora ¡esta vieja zorra con más consejos! Estaba harto de que le tratara como un primo.
A lo primero, oyendo el tono y las palabras insultantes, doña Consuelo se había puesto seria. Ahora, después de que él había mantenido un largo silencio provocativo, comenzó a sonreírse y dijo:
—Escucha. No seas estúpido; y otra vez no chilles. Lo que te estoy diciendo es por tu bien. Y como comprenderás, no voy a sacar un céntimo de ello. Lo que a ti te pasa es que te falta clase…
—No tienes que restregármelo por la cara, ya lo sé. Pero ¿quién tiene la culpa?
—Tú, y nadie más que tú. Puedo adivinar lo que estás pensando, porque es lo mismo que lo que yo pensaba en tiempos. Tú crees que si te falta clase es porque no has nacido en buenos pañales y no te presentaron en bandeja de plata. Mira, hijito: cuando yo empecé, estaba peor que tú. Al menos tú has ido a una buena escuela una vez, y has vivido en una familia decente. Yo era una chiquilla de Lavapiés, la hija de un padre desconocido, con un trapo delante y otro detrás y más hambre que el perro de un ciego. Tan pronto como comencé a trabajar en la profesión, vi claramente lo que me iba a pasar. Mientras tuviera mi cara y mi cuerpecito, algún ama de casa sacaría dinero de mí. Y cuando ya no lo tuviera o me pegaran algo, al hospital. O a venderme por tres pesetas en una esquina. Entonces yo era guapita y me sobraban los hombres que se gastaran un duro conmigo y me llevaran a donde se me antojaba. Lo primerito que hice fue comprarme ropa buena, pero ¡buena!, y después me dije: «Ahora te tienes que quitar de encima ese tipo de zorra barata que tienes, y tienes que aprender a hablar y a moverte, a saludar a la gente y a comer macarrones con tenedor y no con los dedos». Y si me preguntas, creo que lo único con gracia que he hecho en mi vida ha sido enseñarme a mí misma cómo ser una señora.
Hizo una pausa y después continuó:
—Y tú estás en el mismo caso. Si hubieras aprendido buenas maneras de tu capitán cuando el pobre vivía aún, no estarías como estás y no pensarías en convertirte en un negociante de arroz de contrabando, ¡idiota! Estarías en Chicote como en tu casa y tendrías los bolsillos repletos de billetes. No vayas a contarme que te has atrevido a entrar una sola vez en Chicote desde que se murió el capitán. ¿Eh? Di la verdad. Sabes tan bien como yo que te echarían de allí, si te presentaras con esa cara y ese tipo; y si se te ocurriera protestar, irías a la comisaría de cabeza, aunque seas de Falange. Tómalo como te dé la gana, hijito, ¡pero apestas!
El sermón de la vieja prostituta, rematado con la brutalidad de la última frase, hirió a Pedro, pero lo aceptó como uno acepta el comentario de quien es de la misma categoría. Le hizo pensar en vez de gritar, lo que le chocó profundamente. Si el viejo Puchols, o su padre o su hermano, le hubieran dicho algo semejante, habría gritado furioso. Pero había que admitir que aquella mujer tenía una larga experiencia de la vida que él acababa sólo de comenzar, y que ambos pertenecían al mismo mundo, aunque estuvieran en los dos extremos de la escala.
Lo que le asombraba era notar que no sentía envidia del éxito material de la Tronío, como no la sentía del éxito de Puchols. Era verdad que tenía ganas de tener la cartera llena de billetes, como Consuelo había dicho. Y sin embargo, ni ella ni Puchols, con todo su dinero, le impresionaban más que las golfas que le pagaban la ropa —¡la verdad era que la ropa era el gusto de ellas y no el suyo, y Consuelo debía entender esto!— y le daban dinero cuando estaba «limpio». La gente que le daba envidia, una envidia que le enfurecía, eran tipos como el señor Eusebio, aquel viejo idiota que toda su vida se la había pasado como un pobretón; su hermano menor, que no era más que un broncista, un oficio en el que los pulmones se pudren; y hasta su mismo padre, aquel extranjero que vestía mejor que él, sabía cómo hablar, le daba cien pesetas para convidar a los amigos, y no era más que un camarero. Todos ellos tenían algo que Pedro echaba de menos. Poseían un secreto que él no conocía. Vivían una vida que él no podía entender. Y no había duda de que se divertían con cosas que él no podía compartir.
¿Sus diversiones? Sus diversiones eran: meterse en la cama con una mujer, por negocio y no por gusto; tirarse de la cama asqueado; esperar por el dinero y, si no se lo daban, exigirlo; ir a un baile y buscar una muchacha que pareciera un buen asunto, bailar con ella, tratar de excitarla, y al final conquistarla como una recluta futura de la Tronío. Su única diversión verdadera era meterse en el cine y tragarse unas películas de gangsters o de cowboys le entusiasmaban y le hacían soñar con ser el héroe que rescata a la muchacha inocente de los bandidos. Aunque después él mismo se llamaba idiota…
Recordaba aún sus años de colegio y su orgullo en ser el primero de la clase. Y ahora no le servía nada decirse a sí mismo que el aprender, el querer ser algo, era para los pobres inocentones como él había sido, o para los que desde chiquillos están empeñados en ser algo en el mundo, los que ellos llamaban en la escuela los lamerones. Lavapiés es un mundo pequeño, y muchos de sus viejos compañeros de colegio se cruzaban con él cada día; siempre le tomaban el pelo recordándole qué buen estudiante era, qué chiquillo más modoso. Se enfurecía y se defendía contra sus insinuaciones, protestando con frases salpicadas de blasfemias para probarles que a él siempre le habían tenido sin cuidado sus maestros, los curas, sus libros.
Y la verdad era —¿por qué no admitírselo a sí mismo?— que sentía una envidia loca hacia todos los que habían podido seguir aprendiendo. Le desesperaba y amargaba el recuerdo de que la Guerra Civil le había arrancado de la escuela y le había colocado en una colonia de niños evacuados donde el profesor explicaba las teorías de Lenin y en aritmética les planteaba problemas tales como: cuál era la velocidad de los aviones que Rusia había mandado a España; o cuál era la capacidad del barco que trajo de Rusia latas de conserva al puerto de Alicante.
En la colonia había comido mucho de aquella carne en conserva. Se acordaba de que una vez había hecho el ridículo por causa de aquellas latas. A uno de los chicos se le había metido en la cabeza que la carne esa era carne de mono con mucho pimentón y pimienta para que no supiera a mono. Y Pedro sostuvo acaloradamente que no podía ser, porque en Rusia no había monos, no podía haberlos en un país que siempre estaba nevado. Acabaron pegándose. Lo que más le dolió no fue que el otro chico le venciera en la pelea, sino que el maestro después le llamara ignorante, delante de todos, y tratara de convencerle de que en Rusia existía de todo, incluso monos. Mucho más tarde leyó en algún libro que efectivamente había monos en algunas partes de Rusia. Pero nunca perdonó a su maestro. Y Rusia ya nunca podría ser para él un gran país, mucho menos «el País de la Revolución».
Después de todo aquello, se afilió alegremente a Falange al fin de la guerra. Entonces creía en ello; y también era una especie de venganza contra los otros. Contra el padre que había desaparecido y los había dejado en la miseria, después de tanto mimarlos; contra su madre que no sabía más que repetir su letanía de lamentos contra los hombres, pero que no había sabido retener a su padre y mantenerle alejado de una guerra en la que no se le había perdido nada, en la que, mejor dicho, había perdido todo; contra su hermana que, tan pronto como se encontraron solos y con hambre, se había agarrado como una garrapata a las faldas de las monjas, porque le daban unos mendrugos y unas sopas y la protegían de la porquería de la vida diaria; y contra su hermano que se sentía el defensor del padre desertor y de Rusia, con monos y todo, a expensas de Pedro; ¡vaya frescura la del niño! Despreciaba a Pedro por haberse hecho falangista, ¡cómo si esto no le sirviera a él como una tapadera para sus planes idiotas! Para todos, Juanito era un trabajador decente y Pedro era un golfo sinvergüenza; pero era él, Pedro, el que ganaba la comida para el obrero decente, al precio de sus «granujadas» y sus «desvergüenzas». Se acordaba de la historia de la vieja prostituta a quien la policía llevaba detenida y, cuando un transeúnte comentó: «La han detenido por su oficio», replicó: «Sí, señor, ¡a mucha honra! Una zorra, pero muy decente».
Las cosas que la Tronío le había dicho, le escocían como una quemadura. Las verdades siempre duelen. Pero si estaba donde estaba, y era lo que era, tenía que tragarse sus críticas que no eran más que un consejo honrado y sincero entre gentes de la misma casta que quieren hacer y tener las mismas cosas. Si no fuera tan vieja, hubiera podido meterse en la cama con ella y hacerla disfrutar tanto como hacía disfrutar a las otras. Bueno, era una idea tonta. Bien mirado, la Tronío le había dado un consejo de madre. A veces hasta le llamaba «hijito». No le importaba. Si quería seguir viviendo la vida que estaba viviendo, y vivirla con éxito, necesitaba una madrecita, tan cínica como él, que cuidara de su hijito. La señora Luisa no iba a ayudarle, reconcomida y agria como era, trágica, y enamorada de los espíritus de los difuntos. Prefería una madre como Consuelo. Una mujer que se había acostado con tantos hombres que había terminado por volverse sabia y nunca perdía la cabeza. Una mujer que se las había arreglado para vivir con comodidad y lujo, en un tiempo en el que pocas gentes llevaban una vida que valiera la pena y que, haciendo lo que le daba la gana, estaba protegida y segura del respeto de todos, aunque no fuera más que en apariencia. Y sobre todo, una mujer que le entendía.
Pedro se había quedado por largo tiempo contemplando la botella vacía. La Tronío le miraba desde su butaca, seria la cara rematada por la amplia frente, la sombra levísima de una sonrisa en la comisura de los labios prietos. Esperaba la reacción de Pedro a sabiendas de que no era para ella una cuestión indiferente. Cuando sonó el timbre de la puerta, se levantó sin prisa y abandonó el cuarto por unos momentos para recibir al visitante y encender las luces del comedor, donde don Tomás parecía hallarse a gusto. Tan pronto como volvió a entrar en la habitación, Pedro levantó la cabeza:
—Entonces, Tronío, ¿qué crees tú que debería hacer?
Se rio y se dejó caer en la butaca. Después dijo:
—Me río, porque es una cosa tan simple. Tú te vas a reír también cuando te diga lo que estaba pensando —se calló y miró por el balcón entreabierto la luz que se moría. ¡Qué serena estaba la tarde! Se volvió a Pedro:
—Me has pedido que te ayude, y estoy dispuesta a ayudarte, pero con la condición de que tienes que hacer lo que yo te diga. Hazte por lo menos con dos mil pesetas y, cuando las tengas, vente por aquí una mañana. Nos vamos a ir de compras y yo soy la mamá que va a comprar al niño el primer traje de hombre con pantalones largos. Te voy a llevar a uno de los mejores sastres de Madrid y te voy a vestir de pies a cabeza. Pero sin protestar: te tienes que poner cada cosa que yo elija, y tienes que portarte como yo te diga. Y entonces, cuando tengas una funda nueva, hablaremos. Tal vez, entonces, te deje meter la cuchara en la olla.
Pedro dio un respingo al comprender el sentido oculto de la última frase. La Tronío había sido uno de los mejores clientes del capitán y cuando éste murió, siguió recibiendo sin interrupción la cocaína que revendía a sus clientes. Pedro había intentado varias veces averiguar su procedencia, pero siempre había fracasado. Y cada vez que había intentado convencerla de que le dejara ser un vendedor, le había contestado con la misma frase: «Y, ¿a quién puedes tú vendérselo, hijito? ¿A las putillas de Antón Martín? ¡Pero si las pobres no ganan ni para comerse una chuleta de cordero!».
Le sería fácil sacarle los cuartos a su padre para hacerse con el equipo. Y no le importaba dejarse llevar por Consuelo. Mucho le apreciaba cuando se tomaba tanto trabajo por él… Aquello podía ser su escape del cuchitril de la calle del Amparo, que olía a ajo frito y a sudor agrio. Y él quería vivir como viven las personas. Otros que no eran mejor que él, sino mucho peor, lo hacían.
—Te cojo la palabra, Tronío. De una manera u otra me voy a hacer con las pesetas, aunque sea sacándolas de debajo de las piedras. Y entonces vas a ser mi mamaíta.
A la Tronío le asaltó una oleada de cariño. Nunca había tenido una casa ni una familia propias. Tampoco había experimentado el amor, ni aun la pasión carnal a través de un chulo, porque siempre había tenido tanto miedo de volver a su miseria de niña, tanta ansia de liberarse, que nunca se había entregado. Era ridículo, pero los ojos se le llenaban de agua y las entrañas se le estremecían de compasión, por sí misma y por el muchacho. Se levantó y le abrazó. Se besaron, madre e hijo, hijo y madre, unidos por el deseo de posesión mutua, agarrándose el uno al otro, desesperadamente, sin pensar, sin saber, arrastrados en una corriente cálida. Perdieron el equilibrio y cayeron juntos sobre el diván. Se separaron uno del otro sin una palabra. La Tronío no le acompañó.
Pedro cerró tras de sí cuidadosamente, y olvidó en el recibimiento pellizcar la barbilla de la doncellita picara.
Tenía el sentimiento de haber cometido un pecado.