Capítulo II

A poco de comenzar la guerra le hicieron camarero. Subió los doce escalones que separaban la cocina del salón y penetró en un nuevo mundo. No más olor a grasa agria, ni más cucarachas, ni más ratas, ni más dormir sobre un jergón en un nicho como una tumba. La guerra reclamaba hombres y había sitio para todos. Claro es que el dueño del restaurante, el griego, se había aprovechado de sus condiciones. Era un refugiado, un sin patria, y bastante hacía con pagarle la mitad de lo que hubiera debido pagar a un camarero. Y aún debía estar agradecido Antolín.

Lo estaba. Aparte de su tacañería, el hombre era un buen maestro en su oficio, tal vez un poco cínico, y no le ocultó los secretos del negocio. Un camarero —decía a veces— tiene que ser ciego, sordomudo e inmutable aunque le llamen hijo de zorra. Su negocio es la propina. Las gentes normales cuentan la propina en moneda de cobre. Los que la cuentan en moneda de plata o en billetes de banco son los otros. Hay que halagarles la vanidad o limpiarles la baba de sus borracheras. Lo demás no importaba. El griego había sido carnicero en su país y gustaba intercalar en sus consejos ejemplos rotundos: «Atender al peor cliente es mucho más fácil que destripar un cerdo. Los dos, el cerdo y el cliente, tienen las tripas llenas de mierda, pero al cliente no hay que sacársela con las manos».

Con la guerra, el restaurante hizo más negocio que nunca y las gentes no se preocupaban de su dinero. Lo único duro era la gente misma, los bombardeos, el servicio nocturno de guardia contra incendios dos veces por semana, la dificultad de las comunicaciones en las noches, la tragedia diaria de los muertos y los vivos, los hogares y los seres queridos perdidos de la noche a la mañana. No le faltaba mucho a él, porque estaba solo. Por la misma razón, a veces, le deprimía profundamente. Si le pasaba algo, si moría, se moriría como un perro perdido en la calle. Vivía en una pensión, en un cuarto diminuto, pero allí no había calor humano. Eran diez o doce huéspedes, nunca lo supo exactamente, todos aislados entre sí, todos desconocidos. La única criada era una moza estúpida, casi incapaz de hablar su propio idioma, y la dueña era una vieja virago que regía el establecimiento igual que un sargento a un pelotón de fusilamiento. El desayuno se servía entre las ocho y las ocho y media; querer desayunar antes o después era pretender lo imposible. Muchas veces se había quedado sin el desayuno por haber estado de guardia toda la noche. No se preocupaba mucho por ello, porque en el restaurante siempre había algo que comer. Pero le daban lástima los huéspedes ingleses que marchaban al trabajo sin esta comida, la más importante del día para muchos de ellos.

El idioma lo había aprendido por fuerza. Primero en la cocina, donde todos gritaban en la impunidad de su ignorancia, hasta que aprendió a usar las mismas blasfemias y juramentos tan profusamente como los otros. Después en el salón —«escuela de buenas maneras»—, con el menú aprendido de memoria y el inglés presuntuoso de los clientes, jóvenes inexpertos o viejos provincianos jugando al papel de gran señor con las prostitutas del barrio. Había conservado su vieja afición a leer, y la literatura inagotable era su refugio y su mejor profesor de inglés. Era verdad que nunca pudo quitarse el acento ni llegar a pronunciar algunos sonidos absurdos del idioma, pero al cabo de dos años no encontraba dificultades para entenderse con la gente.

De vez en cuando tenía un encuentro ocasional con una mujer y satisfacía sus exigencias físicas. La tensión y la fatiga de la guerra y los bombardeos constantes no le pedían mucho.

—De eso no se le quitan a uno las ganas, aunque lluevan bombas. Y con lo que dicen que son los ingleses, me figuro que te habrás hinchado —interrumpió Eusebio.

—¿Qué te crees tú que son los ingleses? —replicó Antolín.

—Hombre, todo el mundo sabe que son muy fríos y que las mujeres siempre están hambrientas. —Eusebio se inclinó sobre la mesa guiñando un ojo pícaro, dispuesto a escuchar todas las aventuras amorosas que Antolín quisiera contar o inventar—. Y con ese tipo que tienes tú aún…

Antolín se quedó silencioso. Veía claramente la invitación de Eusebio y volvía de golpe a su cabeza el recuerdo de las conversaciones entre españoles. ¿Cómo explicar a Eusebio que las cosas allí eran tan diferentes y en el fondo tan iguales? A los ingleses les gustaban las mujeres igual que a los españoles. Reveía las parejas en la ciudad a obscuras, sentadas en los bancos de los parques o incrustadas en los quicios de las puertas, haciéndose el amor. Sí, eran diferentes. Tal vez le daban más importancia que nosotros. ¿O era menos? Pero ¿qué tenía esto que ver ahora? No había citado a Eusebio para contarle historias de las prostitutas del Soho. Así, le contestó bruscamente:

—En Londres, como en Madrid, las mujeres se quedan preñadas y no por obra y gracia del Espíritu Santo.

—Sí, claro… —Eusebio se sentía defraudado. No cabía duda de que Antolín se había vuelto muy serio. Se le habría contagiado de los ingleses, que todos ellos tienen cara de palo. Agregó—: Bueno, guárdate tus secretos y sigue con tu cuento.

Él, como todos, había creído que a las veinticuatro horas del colapso de Alemania, el régimen de Franco habría dejado de existir, y que en muy pocos días se encontraría en España. La esquina de Dean Street estaba más animada que nunca. Ya no era sólo el punto de cita de los camareros y los músicos sin trabajo que esperan diariamente el azar de un banquete o una fiesta donde poder ganar unos chelines.

—Tú no puedes hacerte idea de lo que era aquello. Porque había gentes en todas partes, la mayoría refugiados como nosotros. Italianos de los que se escaparon de Mussolini, que llevaban más de veinte años allí; gentes de Alemania, de Austria, de todos los países con los que Hitler se había metido; franceses que habían escapado de Francia como pudieron; hasta indios y negros que nadie sabía de dónde habían salido. Como todos los restaurantes de Londres están por allí, porque aquello es como la Puerta del Sol de Madrid, para que me entiendas, en cuanto teníamos un rato libre nos escapábamos allí a charlar y a hacer planes.

Interrumpió Eusebio:

—Lo que no entiendo muy bien es eso de que todos se habían metido a camareros. ¿Es que no hay camareros ingleses en Inglaterra?

La interrupción irritó por segunda vez a Antolín. ¿Qué le importaba a Eusebio si había o no camareros ingleses? Lo que él quería explicarle era la alegría desbordada de todos, los planes fantásticos, el desengaño tremendo que vendría después. No sólo iban a volver a España los españoles, a Italia los italianos, y cada uno a su país, es que iban a reformar el mundo reformando cada uno de ellos el mundo que conocía. En España se proclamaría de nuevo la República, y esta vez sí que iba a ser una República revolucionaria. Todos exponían sus ideas, y algunos iban más allá: volverían a ser comandantes de brigada, los nombrarían gobernadores civiles. Sacaban a relucir sus méritos durante la Guerra Civil, su puesto en los partidos o en las agrupaciones, la experiencia que habían adquirido en Inglaterra. ¡Pero a Eusebio sólo le interesaba si había camareros ingleses o no!

—A los ingleses no les gusta mucho el oficio. Además, la mayoría de ellos estaban movilizados.

—Sí, claro, ya me había olvidado. Tú sabes, hasta mucho después de estallar la guerra, no nos dejaban saber nada de los ingleses. Los periódicos no contaban más que lo que los alemanes querían. Bueno, no los leíamos casi nadie. Los ingleses y los americanos publicaban un periódico que lo regalaban en la embajada, pero al que se atrevía a pedirlo le daban una paliza que le baldaban, si no le pasaba algo peor. Toda esta gentuza de Franco estaba segura de que los alemanes iban a ganar la guerra, y yo no sé si por lo del periódico o por otra cosa, un día apedrearon la embajada y rompieron todos los cristales. Pero estabas hablando de los camareros y a lo que iba: cuando empezaron a dejarnos ver películas inglesas, yo me acuerdo que vi una en la que el ama de casa se quejaba de que no podía encontrar una criada; y supongo que lo mismo pasaba con los camareros.

Antolín continuó, resignado, con su historia:

Cuando acabó la guerra, se le agudizó el deseo de volver a reunirse con su mujer y sus hijos y reanudar la vida. No sabía mucho de ellos. Sabía que se habían salvado del desastre y conocía sus señas. No se atrevió a escribirles durante los años que duró la contienda, porque le advirtieron que recibir entonces una carta de Francia o de Inglaterra era arriesgar una visita de la policía y a veces males mucho mayores. Después comenzó a escribir, muy cuidadosamente, cartas sencillas que no decían más que que estaba vivo y que esperaba verlos un día. Le contestaron con cartas semejantes. Tuvo la sorpresa de las fotografías de los chicos que ya se habían convertido en hombres y a quienes no hubiera reconocido; Amelia era una mujercita frágil en la que no podía recordar la chiquilla regordeta que había visto por última vez en 1937. Las cartas venían encabezadas con una cruz y terminaban con exclamaciones, «¡Franco, Franco, Franco! ¡Arriba España!». Sabía que se obligaba a la gente a poner sus señas en los sobres y que todas las cartas al extranjero pasaban por una censura secreta. No le chocaba que los que escribían se sometieran a la hipocresía de la cruz y el grito de Falange. Todo aquello no tenía importancia. En unas semanas habría terminado todo. Tenía bastantes ahorros y comenzaría una nueva vida en España.

Había pensado muchas veces en cómo estaría Luisa, su mujer, pero no había conseguido que le mandaran un retrato. Debía estar aviejada. Eran de la misma edad, ella unos meses más joven, había pasado a través de diez años de guerra y privaciones, y las mujeres envejecen pronto en España. No se hacía ilusiones sobre ello: cuando regresara, reharían la casa y se seguirían aguantando el uno al otro, como lo habían hecho durante muchos años. Lo importante eran los chicos. Aún eran jóvenes y podría encauzárseles en la vida.

Eusebio cortó su discurso:

—Pues, chico, ya has tardado bastante en decidirte a venir.

—Mire, Eusebio, si me interrumpe a cada momento, no voy a terminar nunca la historia. Si hubiera venido antes y estuviera en mi casa y todo estuviera arreglado, pues no estaríamos aquí ni usted ni yo.

—Bueno, bueno, no te sulfures. Es que uno quiere comprender las cosas.

Antolín tuvo la sensación de que Eusebio se estaba aburriendo y que lo único que le interesaba y esperaba de él era la narración de aventuras exóticas y hechos fantásticos. La cosa no tenía remedio y había que seguir. En todo caso, aunque Eusebio no se interesara, le serviría para lo que él quería conocer.

Poco a poco, en la correspondencia con su mujer y sus hijos, fueron surgiendo puntos ciegos que no entendía. La mujer no hacía más que repetir una y otra vez las penalidades que había pasado y estaba pasando, aunque ya no fuera muy claro, para sacar adelante a sus hijos, siempre con unas reflexiones finales sobre «la falta que hacía un hombre en aquella casa». Cada carta de Amelia estaba llena de historias de las buenas madres, de la bondad de Dios, de su misericordia, de lo santo que era el padre tal o el padre cual; el traje tan bonito que le habían puesto al Niño Jesús o a san Estanislao de Kostka. Y cómo todo el mundo era muy malo con ella. Los chicos escribían poco. Al principio, Juanito le escribía largas cartas llenas de alusiones, frases con doble sentido y descripciones crípticas, como si estuviera encerrado en un trabajo misterioso y secreto. En una de ellas incluyó un ejemplar impreso de Mundo Obrero. Cuando Antolín le contestó aconsejándole que no cometiera más tonterías como aquélla, el chico tuvo palabras de reproche y hasta se atrevió a escribir a su padre que se había convertido en «un burgués capitalista». Desde entonces las cartas se espaciaron más y más. Del mayor, hacía ya muchos meses que no recibía carta. Su madre eludía sus preguntas concretas. Le preocupaba la actitud del chico. Desde el principio se había erigido en una especie de consejero de su padre. La última carta, a la cual había replicado agriamente, había sido en la ocasión en que Franco proclamó al mundo entero que todos los emigrados españoles que no fueran ladrones o asesinos podían volver a España. Pedro le había mandado un recorte donde aparecía el decreto de amnistía, diciéndole: «Ahora tienes la ocasión de volver a casa. Y no te preocupes. Tengo muy buenos amigos y en cuanto te presentes en el Consulado, me escribes, que de lo demás me encargo yo. Las cosas aquí están muy malas, pero sólo para los tontos». Seguía una serie de consideraciones cínicas sobre la vida en España, donde los «tontos» se morían de hambre y las gentes inteligentes —como él— vivían en un paraíso.

Sí. Al terminarse la guerra Antolín estaba dispuesto a volver a España en el momento en el que el dictador desapareciera. No le importaba mucho si el sucesor era un rey o un gobierno republicano de derechas. Se daba cuenta de la política de los vencedores, cuya división era ya clara. Como un soviet no quería volver a España. Y a la vez comprendía que un Gobierno apoyado por los restantes aliados no podía ser más que un gobierno de compromiso, en el que la Iglesia, la aristocracia y la industria tuvieran asegurados sus privilegios. Tenía la convicción de que una solución semejante sería aceptada por los españoles como una transición necesaria para evitar otra guerra civil y como una liberación del dictador. Pero cuando los gobiernos aliados se desentendieron de mandar un ultimátum a Franco, su entusiasmo por volver a España se enfrió.

A través de las cartas había surgido también el problema de su matrimonio. No sólo a través de las cartas, sino a través de su vida con Mary.

—Bueno, tú, corta el chorro. ¿Quién es Mary? —Eusebio meneó sabiamente la cabeza y agregó—: Charché la fam. Conque te has liado, ¿eh?

—Pero, hombre, Eusebio, ¿no puede usted callarse?

—No, hijo, no. Está bien. Tú tienes la palabra y cualquiera te la corta. Pero si quieres que yo me dé cuenta de todo este lío, explícate un poco. ¿Quién es Mary? Y me callo.

En el restaurante del griego, como en la mayoría de los restaurantes de Soho, los camareros preparaban el servicio del comedor entre la nueve y las once para el almuerzo que comenzaba a servirse a las doce. Y en esta hora de intervalo se escapaban en dos turnos de media hora, a comer un bocadillo y tomar una taza de té o una cerveza, porque la comida no la tenían hasta después de las tres, que se cerraba el restaurante.

Antolín tenía la costumbre de ir a una casa de té en Wardour Street, donde preparaban bocadillos decentes y frescos. Se acostumbró a la misma mesa y a la misma camarera, sin reparar nunca en ella. Un día le recibió con la frase ritual: «It’s a lovely day!» —«¡Vaya un día hermoso!»—, y él contestó sin pensar: «And you’re lovely today» —«Y usted está hermosa hoy»—. Pensando que todo aquello era casi una incorrección agregó: «Como siempre». Se rio la mujer enseñando unos dientes magníficos: «Hoy está usted de broma». Se quedó mirándola. Verdaderamente era hermosa a su manera. Nadie hubiera dicho que era una belleza, ni que cumpliría ya los treinta, pero tenía una cara fresca, una boca alegre y algo pecadora, unos ojos traviesos, un pelo lujurioso color cobre, una naricilla respingona y una barbilla en la cual, cuando se reía, se acentuaba el hoyuelo y hacía juego con uno más en cada mejilla. Por lo demás, no era el tipo clásico inglés; era más bien bajita, un poquito más baja que él, que en Inglaterra se sentía pequeño, y llenita de carnes. La mujer siguió bromeando mientras le servía, y como a él le gustaba, le preguntó si quería ir al cine una tarde. Pasó todo sencillamente. Fueron al cine una tarde que llovía, y después él la acompañó hasta su casa. Habían pasado una tarde agradable, hablando de su trabajo, charlando de mil cosas sin importancia, con las manos entrelazadas en el cine, el brazo de él ceñido a su cintura, sin ir más allá ninguno de los dos. Cuando llegaron al portal, Mary dijo: «¿Quieres subir? Tengo dos huevos y un poco de queso y puedes comer algo, porque a la hora que es te quedas sin cenar».

—Usted sabe cómo son estas cosas, Eusebio. Mary es muy simpática y muy alegre y hemos vivido juntos muy felices hasta ahora.

—Sí, ya sé cómo pasan estas cosas. Cuando yo tenía mis treinta años, ¡si tú supieras! Claro que la parienta nunca se enteró, pero conocí yo una chica…

—Bueno, no se líe usted ahora a contarme sus amores de cuando joven.

—No, no. Sigue con los tuyos. No quiero que protestes otra vez. Esto ya me va gustando un poco más. Todavía te sientes gallito. Ahora sigue. Os liasteis, ¿y qué?

—Pues, nada más, Eusebio. La verdad es que no sé cómo explicarlo. Usted sabe que yo he vivido con Luisa quince años y que nuestro matrimonio ha sido como todos: que se enamora uno de una mujer que le parece la más bonita del mundo, y que se casa, y que después amanece uno una mañana con una mujer al lado que es como las otras, salvo que es la mujer de uno y las otras no lo son. Mientras dura la cara bonita y la alegría de la luna de miel, todo está bien. Después vienen los partos, la falta de dinero, el mal humor y… usted ya me entiende. Se aburre uno, perdiz cansa. Uno se ha equivocado y no quedan más que dos soluciones: hacer una granujada y marcharse, o conformarse y hacer una escapada cuando se tercia, sin dar dos cuartos al pregonero. Naturalmente, la mujer se va haciendo más y más el ama de casa y más y más vieja. Y cada día uno pinta menos y se aburre más. Nos decimos, así es la vida, y lo tomamos lo mejor que podemos. Ya no le quedan a uno ni fuerzas para ser granuja. —Antolín se animó—: Pero la vida no es así, Eusebio. Yo también me lo creía igual que usted se lo cree aún. Y es que en este país, de las mujeres no sabemos más que lo que nos enseñan las que se venden por un duro y las que nos obligan a casarnos porque no hay manera de tumbarlas en la hierba.

—¡Atiza! Tú te has enamorado. Y eso no tiene más cura que el cura. Cásate con tu Mary, y ya me lo vas a decir.

—No es eso, Eusebio. Es otra cosa muy distinta y, me doy cuenta, muy difícil de explicar. Yo no estoy enamorado de Mary ni creo que ella lo esté de mí. Ni nos hace falta casarnos. Lo que pasa es que vivimos muy felices. Los dos somos ya un poco viejos y ni hacemos locuras ni nos dan ataques de fiebre. Nos entendemos, nos perdonamos el uno al otro y no pedimos mucho más. Es una cuestión de comprensión. Yo nunca he comprendido a mi mujer, ni ella me ha comprendido a mí. Nos gustamos, nos podíamos acostar juntos, y se acabó. La vida no es sólo acostarse juntos, Eusebio.

El señor Eusebio apoyó los codos sobre la mesa y se quedó mirando a Antolín:

—Bueno, mira, te voy a decir lo que me sale de dentro porque si no, se me indigesta. A ti te han cambiado en esa Inglaterra de los demonios que voy a acabar por creer que tienen razón los curas, que es una tierra de herejes, aunque a mí no me importen mucho los curas, ni les haya hecho nunca ascos a unas buenas tetas y un buen trasero. A ti te han vuelto la cabeza con todas esas cosas modernas de que el hombre y la mujer son dos seres iguales. Y en esto, aunque yo haya sido toda mi vida un revolucionario de los viejos, de los de Pablo Iglesias, sigo creyendo que la mujer tiene su sitio en la cocina y limpiando la mierda a los chicos; y el hombre a ganarlo. Bien, si se tercia una chapuza y tiene ganas de ello, tiene derecho a divertirse, que para eso es el amo. Pero sin olvidar sus obligaciones. Aunque tú lo niegues, a ti te pasa lo mismo. Y si no, ¿por qué luis vuelto tú a España? Porque no has venido a visitar a la mujer y los chicos y a contarles que estás liado con esa Mary. Yo no te voy a aconsejar, porque ya soy viejo y me doy cuenta de muchas cosas, pero si tú has venido aquí es porque no tienes la conciencia muy tranquila. Y si no tienes la conciencia tranquila, es porque no tienes razón, por mucho que te empeñes.

—Todo lo que usted dice está muy bien, pero no es mi caso. Ya le he dicho que no estoy enamorado; y le digo también que todo eso que usted me dice, lo veo y lo siento yo, aunque de otra manera. Lo veo como una responsabilidad, pero no como un principio de vida. La vida no es así, ni puede ser así, porque entonces es demasiado miserable. Si por el hecho de que yo me casara hace veinticinco años, he contraído la obligación de ser infeliz a sabiendas y hacer felices a otros, sin escape posible, entonces la vida es demasiado estúpida.

—Pero entonces, ¿a qué has venido?

—Creo, honradamente, que aún no lo sé. Creo que he venido a tratar de encontrarme otra vez a mí mismo.

—A ti te ha trastornado la guerra.

—No, Eusebio, déjeme explicarlo de otra manera. Yo he vivido aquí como usted y como todos. Fui a la escuela y empecé a trabajar como chico en un banco, lo mismo que otros empiezan como aprendices de carpinteros. Me convertí en un empleado, me casé, y se acabó. Pero claro es que a mí me pasó lo que a todos, incluso a usted. Todos soñamos. Cuando yo comencé a trabajar en el banco, pensaba que un día llegaría a ser por lo menos uno de los directores; cuando me casé, que mi mujer era la mejor de todas las mujeres, que iba a crear una casa maravillosa para ella, un verdadero palacio, y cada año nos iba a traer más felicidad y prosperidad. Y aprendí muy pronto que en el banco nunca sería un director y que mi casa nunca sería un palacio y nunca estaría llena de alegría. En el banco, cuanto más viejo me hacía, más claro veía que no iba a ser más que uno del rebaño, porque me faltaba el talento para especulaciones bancarias y para ser un lameculos; que lo único que podía ser era un esclavo del miedo a que me pongan en la calle y pierda mis cuarenta duros. No me habría hecho daño si sólo me hubiera enterado de lo que era ilusión y lo que no. Pero cuanto más viejo, menos veía para qué estaba trabajando como un burro. Para mi mujer yo no era más que el que la había librado de quedarse soltera. Secretamente, seguro que pensaba que el mayor idiota era su marido precisamente por haberse casado con ella. No creo que me tuviera mucho cariño. Claro que era también mi culpa: tampoco yo la quería bastante. Pero esto no hacía más fácil la cosa. Mientras los chicos eran pequeños, los podía mimar, pero más tarde los criaba ella y no la gustaba que interviniera mucho. Total, que yo no sabía adonde iba. No sabía para qué sirve la vida ni para qué servía yo en la vida.

—Tut, tut, tut. Tienes la cabeza llena de pájaros. No es que te vaya a negar que a todos nos ha pasado lo mismo. A todos nos da la fiebre y nos hacemos muchas ilusiones, hasta que llega un día (y cuanto antes llegue, mejor), en que se da uno cuenta que no vale la pena devanarse los sesos. La vida es así. El que nace para ochavo, nunca llega a cuarto.

—Puede que tenga usted razón, Eusebio, pero déjeme preguntar una cosa: ¿por qué, cuando estalló la guerra aquí, le dio a usted la chaladura de coger un fusil y marcharse usted al frente, hasta que le tuvieron que traer a casa casi a la fuerza?

—Hombre, tú preguntas algo que ya me he preguntado yo muchas veces en todos estos años. Lo primero, porque como te he dicho antes, yo era de los de Pablo Iglesias y se me hubiera caído la cara de vergüenza quedándome en casa el 18 de julio. Luego por una porción de cosas más: porque les tengo tirria a los curas y a los generales, y a todos los tíos que le explotan a uno, y me dije entonces: «Ahora va de veras y vamos a acabar con todos ellos, los vamos a echar a patadas como en Rusia y vamos a arreglar la casa como nos dé la gana».

—Y entonces, claro, si hubiéramos ganado la guerra, como el arreglar la casa para usted es tener el cocido diario, la mujer limpiando el trasero de los chicos y usted acostándose con la que se tercie sin escándalo, la República hubiera tenido que ser una reunión de padres de familia barbudos distribuyéndose las buenas paridoras para mujer y las putas más bonitas como queridas.

—Tú eres un bárbaro. Lo que yo quería con la República era decencia, sí señor, decencia, que es lo que hoy no hay. No la tienes tú con tanta presunción con tu Londres, no la tiene tu mujer, ni la tienen tus chicos, que aquella casa es un infierno. Tu mujer va para bruja, tu chica para beata y tus chicos, el uno para chulo falangista y el otro no es más que un chalado que cree que todos vamos a ir detrás de un tractor en una granja soviética de la que naturalmente él va a ser el camarada responsable.

El viejo se había excitado hasta la furia, y sus últimas frases se habían podido oír en el último rincón del comedor. Antolín se sintió avergonzado y aturdido. Había perdido la costumbre de oír hablar a la gente a gritos. Estaba acostumbrado a que las gentes discutieran dándose razones y argumentos. Le asustaban además las consecuencias que pudiera provocar una explosión semejante en un sitio como la España de Franco, donde hasta las paredes escuchaban. Y sobre todo le descorazonaba la actitud del viejo amigo que ni aun trataba de comprender sus argumentos —o al menos así le parecía—, sino solamente quería desahogar su propia impotencia. Peor aún: nada de aquello le extrañaba y, curiosamente, esta falta de extrañeza por su parte era lo que le asombraba más. ¿Había cambiado tanto que encontraba aquello como natural en sus propios compatriotas y a la vez tan ajeno a él?

Eusebio, ahora, se había quedado con los ojos apagados y movía la cabeza dubitativo:

—En fin, vamos a dejar a un lado estas cosas que no hacen más que criar mala sangre. En todo caso tú sabes que, aunque a veces no tengamos las mismas opiniones, cuando te haga falta un amigo para lo que te haga falta, aquí está Eusebio. Y perdona lo que he dicho de tu familia, pero es que se me ha escapado, porque a veces pierde uno la cabeza. Cuéntame cuáles son tus proyectos y no hagas caso de lo que yo diga. Que uno no ha salido en su vida de este cochino agujero y al fin y al cabo tú has andado un poco por el mundo y no eres tonto.

Le invadió a Antolín una ternura súbita por el viejo. Siguió hablando, ahora con la voz quieta, con la disciplina que sobre ella había adquirido en Inglaterra y de que ahora se daba cuenta:

—Lo que yo quiero es conocer a los míos.

—Pues eso es sencillo, te vas a tu casa y lo ves.

—No lo creo así. Si me presento en la casa, ya sé lo que va a ocurrir. Nos vamos a mentir unos a otros, nos vamos a dar unos abrazos y unos besos y se nos van a caer unas lágrimas. Seguramente alguna comilona para celebrarlo. Y después, nos vamos a encontrar unos frente a otros, desconocidos completos. Lo que yo quiero que usted haga es ir a casa y decirle a mi mujer y a mis chicos que estoy en Madrid, y que quiero verlos. Les explica que yo no he querido ir a casa por no llamar la atención de las gentes y por no tener inconvenientes con la policía, ni ellos ni yo. Claro que la policía sabe que estoy en Madrid, pero al fin y al cabo yo no soy para ellos más que un súbdito inglés que antes era uno de los emigrados de la República y hasta ahora no tiene contactos por aquí. El visado para venir me lo han dado después de comprobar que yo no figuro en las listas de las gentes que a ellos les interesa echar mano.

—Antes de que sigas, dime, ¿por qué te has hecho súbdito inglés?

—Bueno…, hay muchas razones para ello que ahora no vienen a cuento. Una es que de verdad yo no me he fiado, ni me fiaré nunca, de estas amnistías de Franco y no quería que me entrampillaran aquí. Ya sé que al que vuelve con pasaporte español ya no le dejan salir aunque quiera.

—Entonces, ¿tú piensas en volverte a marchar?

—No lo sé. En todo caso, quiero tener la puerta abierta; y con mi pasaporte inglés, mientras no me mezcle en alguna cuestión política, nadie puede decirme una palabra. En fin, esto no importa mucho ahora, aunque esté bien que usted sepa para lo que les diga a la mujer y los chicos. Precisamente, que como no quiero llamar la atención, prefiero que vengan a verme y resolver lo que vamos a hacer. Pero que no vengan a verme juntos. Lo mejor es que venga mi mujer, si quiere con la chica, y que luego vengan los muchachos, juntos o separados; y charlaremos un rato. Después de todo, si digo la verdad, me da un poquito de miedo presentarme allí.

—Esto de que te dé miedo, lo comprendo porque esta mañana a mí se me ha arrugado el ombligo y me temo que he metido la pata. —Azorado, Eusebio contó a Antolín su visita de aquella mañana y el escándalo del que había sido testigo—. Claro, tú —continuó— ya tienes que haber perdido la costumbre de esas cosas. Y si yo mismo me he asustado, me imagino lo que te pasaría a ti; así que no te preocupes. Voy a hablar a tu mujer y le voy a contar un cuento de miedo para que no se extrañe de que no vayas allí y para que venga a verte donde tú digas.

Antolín le dio las señas de la pensión y acordaron que esperaría allí a los suyos cada mañana. Después, Antolín dijo:

—Esto ya está arreglado, y como ya se nos han calmado los nervios a los dos, explíqueme algo de lo que antes decía sobre mi familia. No me voy a asustar de nada, porque ya he venido preparado para lo peor, aunque es fácil que usted haya exagerado. ¿Qué es lo que hace mi mujer para que la llame bruja? ¿Y qué disparates están haciendo los chicos?

—Mira, mira. Es un cuento muy largo y no nos vamos a enredar ahora. No es que yo me niegue a decirte lo que pienso, porque hasta a ellos mismos se lo he dicho en la cara más de una vez y creo que están un poco enfadados conmigo. Tú los ves primero y luego te enteras, o te iré enterando yo de las cosas.

Se veía claramente que el viejo rehusaba meterse en explicaciones. Antolín se conformó, cansado él mismo.

Salieron de la vieja taberna y en seguida se separaron. Sin darse cuenta, Antolín se fue Carrera de San Jerónimo abajo, camino del Prado. Iba vacío de pensamientos, y por una vez le era grata la soledad, porque nadie le forzaba a pensar.

Se sorprendía a sí mismo de repente: había a su alrededor murmullo de fuentes disparadas a lo alto, rompiéndose en gotas iridiscentes.

Liberada por el sol, subía frescura de hierba recién regada. En su camino hojas secas formaban remolinos juguetones y bajo las suelas de sus zapatos crujía la arena fina.

Siguió en línea recta por el paseo bajo los árboles, sin mirar, sin ver mucho, rozándose con gentes que iban y venían, cazando a veces un destello de color del niño jugando con la arena, de la rosa tardía de septiembre que nadie aún había robado en el jardín.