Con la automática puntualidad del que tiene que trabajar cada día, Lucía despertó a las siete y media de la mañana, la mente embotada por el pesado sueño. Se incorporó sobresaltada al encontrarse en un lecho extraño, medio vestida, rodeada de las formas borrosas de una habitación desconocida, mucho más grande y ventilada que su propia alcoba sin ventana. De la habitación de al lado llegaba el olor a leche cocida, un tintineo de cucharillas y el sonido de voces hablando bajito. El recuerdo de todo lo ocurrido el día anterior la sobresaltó de pronto. Apretó los puños contra su boca. Juanito estaba muerto y ella se había dormido. Le había abandonado por dormir. Como si le pidiera perdón, Lucía comenzó a murmurar el nombre de Juanito. Conchita la oyó y entró en la habitación. Por un rato no hizo más que acariciar los cabellos revueltos de la muchacha, después comenzó a dirigirle palabras de consuelo.
Bruscamente Lucía se sentó de nuevo en la cama:
—¿Por qué me ha dejado dormir? ¿Dónde está el señor Antolín?
—Está aquí. Le hemos sacado sin que le pasara nada.
—Tengo que hablar con él. Él ha visto a Juanito. Me tiene que decir si las balas le han hecho mucho daño.
Con los pies descalzos Lucía corrió a la otra habitación y echó sus brazos flacos al cuello de Antolín. Este nunca llegó a saber si sus mejillas estaban húmedas de sus lágrimas o de las de la chiquilla. Sentía que todo lo que hubiera querido amar en su hijo estaba vivo en ella y confiado a él; pero no supo cómo expresarlo. Pensó en un gatito que Mary había llevado una vez en casa; siempre le enternecía la confianza con la cual el animalillo se acurrucaba en el hueco de su mano. Por la primera vez desde que había visto el cadáver de Juan, habló de ello naturalmente y con ternura, sin la fría indiferencia que tanto había chocado a Conchita. Lucía escuchaba callada. Antolín estaba agradecido de que no siguiera la costumbre de las mujeres españolas, que tienen que mostrar su pena con alaridos, como si a los muertos les enfadaran los sentimientos menos ruidosos.
Comenzaron a discutir lo que cada uno de ellos tenía que hacer inmediatamente. Antolín tenía que ver a Luisa y hablar a su médico lo antes posible. Conchita se ofreció a ir con él:
—Si alguien puede hacer carrera de ella, soy yo —dijo—. Ahora que don Américo está muerto, soy la única persona a la que querrá tener cerca. Yo sé lo que le hace falta. —Antolín aceptó con gusto. La idea de tener que discutir la situación con Amelia, a solas con ella y con sus ideas, le preocupaba. Eusebio se encargó de todo lo necesario para el funeral y el entierro. En el banco sabían que sufría un fuerte ataque de lumbago y no les chocaría que faltara un día más. Con el dinero que Antolín le dio, esperaba allanar cualquier dificultad, aunque temía «que hubiera pegas con los documentos oficiales». Una vez arreglado esto, Antolín se volvió a Lucía y tomó su mano:
—¿Sabes, chiquita, que tengo que marcharme el jueves? No me dejan estar ni un día más. Y no voy a volver.
Esperó ver cómo reaccionaba. Lucía se quedó mirándole asustada. No podía creer que Antolín fuera a desaparecer de su vida. Era como si él, también, fuera a morirse. En sus sueños sobre el futuro de Juanito y ella, Antolín había llenado el sitio que su padre había abandonado siendo ella una niña. En su primer encuentro con él se había sentido como en su propia casa, y mucho más segura de su amor por Juan que antes. Con su madre nunca podía hablar de lo que sentía: si Antolín se marchaba para siempre, se quedaría simplemente sola. Y Juan muerto.
—Lucía —dijo Antolín—, ¿quisieras venir conmigo a Londres?
Vio humedecerse sus ojos y se equivocó. Agregó a toda prisa:
—No te asustes, chiquita. Si prefieres quedarte en casa, no hagas caso de lo que he dicho. Sólo que por un momento he pensado…
—¡Pero, padre —dijo tartamudeando—, si lo que quiero es marcharme contigo! Con toda mi alma. —No se dio cuenta de que le había llamado «padre», pero para Antolín la palabra tuvo un sentido solemne.
Eusebio les hizo volver a la realidad. Sí, todo eso estaba muy bien, y sería muy bueno para la muchacha y para Antolín, si los dos se iban a Londres. Pero creer que podía llevársela así como así era una tontería. Se iban a pasar meses antes de que tuviera los documentos necesarios: el certificado de nacimiento, la fe de bautismo, el certificado de no ser una mendiga, el del servicio en Auxilio Social, bueno, éste no, porque aún no tenía dieciocho años; pero sí el certificado de defunción de su padre, el consentimiento de la madre, el del cura de la parroquia… Los ojos de Lucía se agrandaban más y más escuchándole. Si no podía marcharse con el señor Antolín, nunca podría marcharse, porque nunca podría reunir tantos papeles. Pero Conchita cortó la palabra a Eusebio:
—Eusebio, no sea idiota. Naturalmente, cuando un obrero pide un pasaporte le crece la barba siete veces antes de que lo tenga. Ya sé en quién está pensando, pero el marido de la señora Encarna era sólo un peón caminero y no creo que en Francia se haya hecho rico. Pero aquí, si se tiene un buen padrino y un poco de grasa para untar las ruedas, le dan el pasaporte en veinticuatro horas. Lo que tú necesitas, Antolín, es al coronel Caro. No te creas que ayer te ha sacado de Gobernación por mi cara bonita. Ni por la tuya. Él quiere sacar tajada de ti, y nada más. Es lo suyo. Y tú, ya lo verás, vas a tener que recurrir a él antes de marcharte. Así que le pides que te arregle el pasaporte de Lucía, va a estar encantado. No te lo va a regalar, no te creas, y hasta puede ser que te dé un pasaporte con otro nombre, pero no hay que ser exigentes.
Antolín arrugó el entrecejo. Bastante humillación era tener que deber su libertad, y tal vez la vida, a las granujerías del coronel Caro. Pero pedirle un favor más y pagar en la moneda que Caro exigiría… Conchita adivinó las dudas de Antolín y le gruñó enérgica:
—Mira, si quieres sacar a Lucía de la mierda, tienes que llenarte las manos de mierda. Ya eres bastante viejo para saber esas cosas. Además, no tienes que hacer en Inglaterra lo que Caro te diga, que ya te va a decir, sino prometerle. Una vez que estés allí…
Esta idea de engañar a un granuja no le atraía a Antolín, pero Conchita, al fin, le hizo avergonzarse de sus reparos. Sí, se agarraría a Caro, si ésta era la única manera de tener rápidamente el pasaporte para Lucía, pero primero quería hablar con su madre. Insistió en esto, aunque Conchita y Eusebio lo consideraban una formalidad que no corría prisa, y pidió a Lucía que llevara a su madre a la pensión al mediodía. Tan pronto como diera su conformidad, vería a Caro. No quería llevarse a Lucía como si fuera una huérfana desamparada. La muchacha aprobó; se sentía segura con él precisamente porque se daba cuenta de lo que ella pensaba antes de que abriera la boca para decirlo.
—¿Creéis que la policía estará vigilando la pensión para seguirme?
Los otros, más prácticos en las andanzas de la policía, no lo creían así. Irónicamente, la forma en que Antolín había sido detenido y liberado le libraba de la curiosidad de los de escaleras abajo, a quienes hubiera gustado exhibirse poniéndole a disposición de los de arriba con algún fundamento. Y Pepe, el buen amigo de Caro, ya habría hecho seguro que nadie pudiera inculparle o sospechar de él.
Antolín no quería dejar a Lucía sola; tuvo ella que asegurarle que no se preocupara. Se iba a ir derecha a casa a hablar con su madre y después iba a ir al taller a hablar a doña Rosa:
—Me quiere mucho. Siempre me defendía cuando las otras chicas me tomaban el pelo —dijo Lucía seriamente. Antolín se maravillaba de su conformidad con la muerte, hasta que recordó que esto, también, era parte de la herencia de su generación.
—No le des más vueltas —dijo Conchita—. Lo que tenga que pasar, va a pasar de todas formas. ¡Hala, vete!, que tenemos que hacer muchas cosas. —Y se le llevó con ella, antes de que comenzará a dar más explicaciones.
La señora Luisa estaba aún en la cama cuando llegaron a la casa. Amelia saludó a Conchita fríamente y dijo que el doctor había visto a su madre la noche de antes y le había puesto una inyección. Volvería ahora, de un momento a otro. Su madre había querido levantarse temprano y vestirse; pero cuando Amelia le había dicho que el doctor iba a venir, se había vuelto de cara a la pared sin decir una palabra, y se había quedado en la cama.
Los tres entraron en la diminuta alcoba. Antolín preguntó: ¿Te encuentras mejor, Luisa? La mujer le miró con ojos hostiles pero que ya no estaban faltos de expresión. Conchita se sentó a los pies de la cama y dijo:
—¿A mí tampoco me quiere hablar, señora Luisa?
Por vez primera, Luisa abrió los labios. Estaban secos y agrietados y casi tan sin color como la piel apergaminada de su cara. Movió la lengua con dificultad antes de formular la frase:
—¡Échalos, Conchita!
Antolín y Amelia salieron de puntillas de la alcoba y se sentaron a la mesa del comedor, tan cerca de la cerrada puerta que oían cada palabra que se hablaba dentro, aunque la conversación era en voz baja.
La señora Luisa dijo:
—Son dos asesinos. Ella es la peor, pero él es el que ha traído la muerte. Lo dijo Teresita. Te lo dijo a ti y me lo has dicho a mí. Dos hombres muertos. ¿Me entiendes, Conchita, verdad? ¿Tú sientes también que los dos están aquí, no? Teresita y don Américo. Tenemos que hablar con ellos. Teresita ha estado todo el tiempo sentada al lado de mi hombro, pero no me habla. Tienes que ayudarme, Conchita.
—La voy a ayudar, señora Luisa, pero primero tiene que rehacerse. Estoy segura de que esto es lo que Teresita y don Américo quieren que haga. Mientras usted esté así, ellos no pueden hablar conmigo. ¿No se acuerda de que yo sola no puedo ponerme en comunicación con los espíritus? Siempre era don Américo quien tenía que invocarlos, y entonces yo era una especie de teléfono para ellos. Ahora es usted quien los llama y ellos hablarán a través de mí. Pero tiene que ponerse fuerte antes, si no, no pueden oírla bien. Escuche, señora Luisa, el doctor está al llegar. Tiene que hacer lo que él le diga para ponerse buena pronto, y entonces vamos a hacer grandes cosas, ya verá.
—Tienes razón, Conchita, tengo que ponerme bien; quieren hablar conmigo y no contigo. Tú no eres mala, Conchita. Yo creía que sí lo eras, pero don Américo siempre me decía que eras muy buena. Quédate aquí conmigo. Ellos quieren que te quedes. Están aquí, siento el pelo de Teresita rozándome la cara…
La conversación seguía detrás de la puerta. Amelia se tomó la cabeza con las dos manos y murmuró:
—Pero esto es pecado, padre. Yo no quiero ser un cómplice en ello. Tienes que encontrar a alguien que se quede con mamá, yo no puedo. Yo ya he hecho todo lo que podía. He llamado a un buen doctor, no el del seguro, y me he quedado toda la noche en vela. No puedo hacer más.
—¿De verdad, Amelia?
Había abandonado todas las posibilidades de hacerse atractiva y se había peinado el pelo partido en medio, caído en dos capas lisas sin huellas de un rizo. Le hacía su cara pequeña mucho más larga y huesuda. Se parecía mucho más a su madre. Cara de cirio, pensó Antolín. Sí, ella también había sufrido y él lo sabía, pero este sufrimiento no la acercaba más a él. El doctor llegó oportunamente para evitarle el decir las duras palabras que se le venían a la boca y que ya no podía contener más.
El doctor era un ejemplar completo de médico de cabecera bonachón, alrededor de los cincuenta, con los ojillos burlones de un campesino en la cara seria. Escuchó las cuidadosas explicaciones que Antolín le dio sobre los revueltos acontecimientos que habían provocado la caída de Luisa, sin hacer gesto alguno. Después dijo con energía:
—Así que usted ha estado fuera diez años y se tiene que marchar dentro de dos días. Su hija se quiere meter de cabeza en el convento. Y su mujer es una espiritista ferviente. Bueno, esto me da una idea de las cosas. No creo que necesite estar delante mientras la reconozco. —Se metió en la alcoba. Antolín no quería escuchar a través de la puerta, ni sentarse frente a frente de Amelia en un silencio hostil o en una conversación artificial. Se fue a la cocina y se asomó a la ventana, mirando al fondo del patio, escuchando los gritos de las vecinas. Cuando el doctor salió de la alcoba, seguido de Conchita, había aprendido un sinfín de cosas sobre la vecindad.
—Está muchísimo mejor hoy, al parecer gracias a esta joven que parece ejercer una gran influencia sobre ella —dijo el doctor—. El factor humano. Bueno, no encuentro nada que esté básicamente dañado en su señora. No hay lesión cerebral. Bueno, dicho de otra manera: no hay signos de una lesión, de un ataque al cerebro o de un principio de locura. Sí, tiene unas obsesiones, pero ¿quién no las tiene? Si todo el que tiene obsesiones estuviera loco, el mundo sería un manicomio. Aunque yo crea que lo es. De todas las maneras, está en un estado de nervios peligroso, como cualquiera lo llamaría, y lo que necesita es llevar una vida quieta, sin choques ni rozamientos, y tener alguien con la paciencia de un santo, que se ocupe de ella. Así, se calmará y volverá a la normalidad, hablando como un médico. Quisiera que alguien la reconociera el hígado, pero eso puede esperar hasta que esté mejor. Lo malo ahora es que esto le puede llevar meses antes de que esté en condiciones de volver a hacer una vida normal, y mientras tanto no se la puede dejar sola. No estoy a favor de un sanatorio, donde podría volverse contra la gente de allí, un riesgo que no podemos tomar. No, tendría que ser alguien que viviera con ella y que la cuidara con mucho tacto. Y me temo que no hay nadie en la familia que se pueda encargar de ello, excepto esta joven, su hija…
Se fijó en el movimiento de protesta de Amelia y continuó fríamente:
—¡Oh, no tenga miedo, señorita!, usted está fuera del caso por la fobia que su madre la tiene. Porque ésta es la situación, señor Moreno: si su mujer tiene que convivir con su hija, yo no respondo de las consecuencias, las consecuencias clínicas, claro, las únicas en que puedo meterme. Y puesto que me ha pedido que le hable con franqueza, le diré que tampoco le haría mucho bien a la enferma que usted se quedara con ella. No digo que le tenga fobia, pero no le falta mucho. En todo caso usted no puede quedarse aquí; pero, francamente, aun en los pocos días que esté en Madrid, debo pedirle para bien de ella, que no trate de verla. Lo que necesita su señora es calma, buena comida, aire fresco —olió apreciativamente—, una cosa que no hay aquí, y sobre todo que la cuide con cariño alguien a quien ella quiera. Le puedo recetar un calmante, mejor dicho, ya lo he hecho, pero no le puedo buscar una persona así. Siento ser tan brusco. Y ya puestos a decir, hasta le diría que usted y su hija necesitan un poco del mismo tratamiento, como un preventivo… No hace falta que yo vuelva, a no ser que tenga una recaída aguda. Buenos días. Y buena suerte.
Amelia habló inmediatamente:
—Ya has oído lo que ha dicho el médico. No es culpa mía, pero yo no puedo hacerme responsable de ella.
—Ya lo he oído, no hace falta que lo restriegues por la cara. Tú no puedes cuidarla cariñosamente.
—¿Sabes? Hay algunos conventos de monjas donde toman señoras así, como mamá. No cuesta mucho y miran por ellas con mucho cariño. El padre Santiago puede encontrar un sitio para mamá hoy mismo.
—No quiero nada del padre Santiago. Ya he tenido bastante. Y no me parece que tu madre fuera muy feliz entre monjas. Iba a oler a azufre.
Conchita, que hasta entonces no había dicho ni una palabra, se adelantó y dijo:
—No te preocupes, Antolín, Todo está arreglado. Luisa se viene a vivir conmigo.
—Dios las junta —murmuró Amelia y se metió en su cuchitril, donde se puso a empaquetar sus ropas.
—¿Contigo? ¿Qué es lo que quieres decir, Conchita?
—Con mi madre y conmigo. La casa es muy grande, como ya has visto. Hay un cuarto atrás con una ventana muy hermosa, y yo siempre digo que es un crimen que nadie lo aproveche. Yo ando siempre por ahí y mi madre odia el estar sola en la casa; le gusta zascandilear y tener con quien hablar, así que se va a sentir feliz si puede ocuparse de la señora Luisa y hacerla vivir a gusto. Mi madre tiene la paciencia de un santo y la piel de un elefante, así es que no importa que la señora Luisa tenga sus arrebatos. Y además estoy yo, que es quien la va a curar. Quiero decir, quien le va a hacer estarse quieta y sentirse feliz. El doctor es menos tonto que otros muchos, pero él no sabe la medicina que necesita, y yo sí. Y como ahora es a mí a quien quiere a su lado, las cosas están pintiparadas.
—Pero, Conchita, ¡siempre has dicho que no podías ni verla! Ya sé que eres capaz de hacer todo por ella por lástima, ahora que las cosas son así, pero no es una cuestión de días, sino de mucho tiempo.
—Sí, siempre he pensado que no podía aguantarla, pero esto no quiere decir nada. Es como cuando tiene una un chico llorón que le ataca a una los nervios y le hace estallar y pegar gritos, hasta que una mira al pobre crío y se lo come a besos porque no puede evitar el quererle, viendo la confianza que tiene en una… Déjame hacerlo, Antolín —dijo en voz baja—. También mucho de lo que ha pasado es culpa mía. No debía haber bromeado con cosas que son más serias que yo. Tú sabes lo que quiero decir. La cuestión es que ahora puedo ayudarla, y por lo tanto tengo que hacerlo, ¿sabes? Y no es por ti tampoco, es por mí.
Antolín miró a Conchita, después a Amelia, que les estaba contemplando desde la puerta de su cuarto. Se sentía muy humilde. Conchita seguía charlando animadamente, explicando cómo se iba a llevar a la señora Luisa a su casa dentro de una hora, que no le hacía falta convencer ni a su madre ni a la enferma, que ya iba a encontrar en seguida quién alquilara y pagara una buena prima por él. A Amelia no le hacía falta, tendría bastante que hacer con rezar por los pobres pecadores (esto lo recalcó Conchita para que la muchacha se enterara bien), pero a Luisa le vendría bien para la renta, y era la única que tenía el derecho de cobrarla. En esto, cortó el chorro de palabras: la sombra de Pedro estaba presente en el cuarto. En el silencio así provocado, Amelia se acercó a su padre como para despedirse de él.
Antolín no la dejó hablar. Le pidió fríamente que se quedara una hora, o lo que hiciera falta, mientras Conchita iba a casa a informar a su madre de su resolución.
Cuando Conchita volviera, podría irse al convento con la conciencia tranquila, si es que podía. Y con esta frase final Antolín dijo adiós sin énfasis. Se sentía conmovido, era porque se despedía de un hogar y de una hija que sólo habían existido en sus sueños de nostalgia, pero no porque no volviera a ver jamás a su hija. Amelia volvió a meterse en su alcoba. Tomó el crucifijo de la pared y lo besó. Antolín la vio arrodillarse, mientras él vacilaba ante la puerta cerrada del dormitorio de Luisa.
En el estrecho patio, la portera les detuvo a él y a Conchita:
—¿Y qué ha dicho el doctor? —preguntó con curiosidad ávida.
Conchita siguió andando con un encogimiento de hombros, pero Antolín contestó cortésmente:
—Nada, que no es nada serio más que el choque, y esto es natural. ¿Puede usted decirme cuál es la botica más próxima? Tengo que ir allí a que me despachen en seguida una receta.
La señora Paca lo acompañó hasta la calle y allí le explicó minuciosamente la dirección. Era en dirección contraria a donde quería ir, pero su excusa ahora no tenía remedio. La portera se quedó en el quicio de la puerta, esperando su regreso, y él se marchó calle abajo, consciente de sus miradas vigilantes. Se encontró al fin en una calle que no conocía, yendo en una dirección que no sabía dónde le llevaba, mientras las viejas casas que había conocido en su niñez desaparecían de su vista. Era como si Luisa y sus amigos que vivían allí no existieran más; era como si hubiera atravesado una frontera.
El día estaba nublado. Un cielo gris ocultaba el sol y en cada esquina el viento le lanzaba polvo a la cara. Entre las nuevas fábricas de las Rondas, lejos de la muchedumbre y de las calles alegres de la ciudad, se paró y miró a su alrededor. Vio, con un gesto de alivio, que no había policías armados, camisas azules o chulos de pretendida elegancia. Sólo unos cuantos obreros en mono azul. Tardó mucho tiempo en encontrar un taxi, y se pasó todo el camino en él mirando saltar los números en el contador, uno tras otro, la mente vacía.
De vuelta a la fonda, apenas tuvo tiempo de tomar un baño frío que le despejara la cabeza de la noche en vela antes de que llegaran Lucía y su madre, ambas vestidas de luto. La madre era una mujercita pequeña, tímida y simple, que parecía apagada y vieja, aunque no debía de tener más de cuarenta años. Cuando vio el comedor se sintió tan infeliz y azorada que exclamó:
—No, ahí no podemos entrar, ¡con los señores! —Antolín dejó a su elección escoger otro sitio donde pudieran comer, la señora Juana sugirió que fueran al café donde su marido y ella habían comido el día de la boda, hacía diecinueve años.
—¡Un café tan bonito!, don Antolín; y le daban a una un bistec muy grande con patatas fritas, por sólo dos pesetas…
Pero cuando llegaron al café aquel, la mujer se asustó y se deshizo en excusas. Los camareros llevaban frac, las mesas estaban cubiertas con manteles, y puestas con una profusión de cubiertos que parecían de plata. No, aquél no era ya un sitio para gentes como ella, y le iba a costar una fortuna… Ella no sabía… Don Antolín tenía que haber visto el otro café, el viejo… Antolín tuvo que usar todo su tacto y paciencia para convencerla de que se sentara y se calmara, pero al mismo tiempo todas sus exclamaciones y protestas habían disipado la seriedad del objeto de la reunión. Lucía habló poco. Sólo cuando Antolín hablaba se animaba, bajo la esperanza.
Fue fácil para Antolín el que la señora Juana diera su conformidad a sus planes. Patéticamente fácil, le parecía. Dijo, tímidamente, que ella quería lo mejor para su hija y que lo mejor era que saliera de toda esta miseria. No volvería a verla, pero esto lo sobrellevaría, aunque Lucía era todo lo que le quedaba.
—Los viejos tenemos que dejar que los jóvenes sigan su suerte, ¿no es verdad, don Antolín? —Se animó de pronto y dijo, mirando con ojos redondos y brillantes como los de un pájaro—: Y, ¡a lo mejor encuentra un inglés que quiera casarse con ella! —Lucía no pudo evitar el sonreírse de la inocente tontería de su madre, y Antolín le acarició una mano.
Era mucho menos fácil que la señora Juana fijara su atención en las cosas prácticas: en los papeles que tendría que firmar, y en los trámites que tendrían que completar, en el caso de que fuera imposible lograr el pasaporte de Lucía antes de que saliera Antolín. Se negaba a creer que Antolín podía fallar en dejar todo perfectamente arreglado. ¿No era la voluntad de Dios que Lucía encontrara un protector, precisamente cuando había perdido a su novio? Naturalmente, lo mejor para la chica era irse con Antolín, porque entonces nada le podía pasar en el avión, ¡cómo si la mera presencia de Antolín garantizara la seguridad del vuelo! Antolín se sonreía un poco forzado, pero se sentía más ligero de espíritu.
El coronel Caro estaba sentado a su mesa favorita en absorta contemplación de media botella de manzanilla y un plato lleno de gambas, cuando llegó Antolín. El coronel tenía su buen humor habitual y rechazó las gracias repetidas de Antolín:
—¡Ah, no empecemos otra vez, don Antolín! Ha sido para mí una alegría sacarle ayer del apuro y no me importa que nos bebamos una botella juntos para celebrarlo, pero no me dé más las gracias. Me alegro que me haya llamado hoy aquí, porque yo mismo quería llamarle. Tengo algo para usted. —Sacó del bolsillo de la americana un abultado sobre—: He pensado que esto le iba a venir bien en este momento y con las cosas que han pasado.
Antolín abrió el sobre y vio un macizo fajo de billetes de banco. Suavemente el coronel dijo:
—He puesto diez mil pesetas ahí. No me dé las gracias, ni diga nada. Cuando llegue a Londres, hace un cheque a nombre de alguien que ya le voy a decir, y quedamos en paz. He pensado que sería tonto que tuviera que cambiar sus cheques autorizados y conformarse con el cambio oficial, sesenta y siete pesetas la libra, ¡qué es un puro robo! Yo le doy ciento, que es un poquito mejor. Naturalmente, no voy a decir que esto lo hago únicamente como un favor. Yo también tengo que vivir. Mi cliente está dispuesto a pagar la cotización más alta del mercado negro, con tal de estar seguro de que puede poner este huevecillo en su nido en Londres, pero espero que estará conforme en que me ha ganado la diferencia. Como ve, entre amigos todo se arregla bien.
Antolín vio que Caro le ponía en un aprieto: al admitir el pequeño negocio le daba pie a Caro para intentar un chantaje jovial en el futuro para operaciones similares, y esto no iba a ser muy agradable en Inglaterra. Rechazarlo era quijotesco y hasta peligroso. Antolín necesitaba la ayuda de Caro para los documentos de Lucía y a la vez su apoyo constante, mientras él y ella no salieran de España. Y aún quedaban dos días. Tan fácil como había sido para el coronel sacarle de las manos de la policía secreta, era volver a ponerle en las mismas manos. Y aunque Antolín había hecho buen uso de su pasaporte inglés cuando le detuvieron, sabía perfectamente que no había hecho más que desempeñar un papel que le había salido bien. En el mismo pasaporte una hoja escrita con rebuscado lenguaje oficial hacía saber que un súbdito naturalizado no podía contar con la protección de los representantes británicos dentro del país del que antes había sido ciudadano. Antolín recordó con pesar el consejo atrevido de Conchita, de que podía hacer promesas y olvidarlas después. Si tomaba el dinero, tendría que pagar por ello y tal vez en más de un sentido. Desde luego tenía que tomarlo, y lo peor era que en aquel momento realmente lo necesitaba y por ello no podía ni siquiera sentirse víctima de un truco hábil. Pero ¿qué otra cosa podía esperar que enredarse un poco más, precisamente ahora cuando creía encontrase libre?
Dio las gracias al coronel, no efusivamente, sino con las maneras de quien realiza un negocio, y dijo:
—Estoy seguro que aún podría ayudarme en otro problema, coronel.
—Naturalmente, lo que sea. Los problemas son el pan mío de cada día. Y el vino, también. ¿Quiere usted más pesetas? Todas las que quiera, y encantado de ayudarle. Al mismo precio.
Dando de lado la invitación, Antolín le explicó su deseo de llevarse con él a la que había sido la prometida de su hijo, hasta que se le pasaran el choque y la pena. Pensó que era mucho mejor no mostrar su gran interés en el asunto.
—Es muy poco tiempo, lo sé, pero he visto bastante de su influencia para creer que tal vez no le sería imposible arreglar que le dieran un pasaporte a la chica mañana. Como sabe, estoy obligado a marcharme en el avión del jueves y no creo que hiciera bien en quedarme aquí unos días más, después de lo ocurrido. ¿Cuál es su opinión?
—Le voy a ser completamente franco, amigo Moreno. El amigo Pepe me ha hecho a mí personalmente responsable, cuando firmó su libertad, de que se marchara en el avión del jueves. No sé si se ha dado cuenta de que hasta le han retirado la vigilancia, porque le hice ver que no podía tenerle vigilado mientras hacía negocios conmigo. Pero Pepe no puede hacer más, sin que las cosas se compliquen para los dos, él y yo. Los tres, claro, los tres. Así que tiene que abandonar la idea de quedarse aquí un día más; sería peligroso.
Antolín asistió. Lo que el otro había dicho, ya lo sabía él.
—En cuanto a lo de la chiquilla, esto no le va a retener aquí. Vamos a ver: una modistilla, diecisiete años, sin pasado político… Amigo, si todos los problemas fueran así… Diga a la chica que vaya mañana a la oficina de pasaportes a las, vamos a ver, a las once y media. Ya me voy a ocupar yo de que le den todo lo que le haga falta. Ahora, la cuestión del visado inglés, eso es cuenta suya. Y no se olvide de que tenga un asiento en el avión. Esta semana no hay muchos viajeros y no le va a ser difícil (si lo es, ya sabe cómo manejar las cosas). Los empleados saben arreglárselas, untándoles la mano a tiempo… ¡Ah, sí, se me olvidaba!: dígale a la chica que tiene que dar una buena propina al que le dé el pasaporte. Bueno, ella no va a saber cómo hacerlo. Las mujeres son idiotas para estas cosas y las chiquillas más aún. Si la madre no es tampoco el tipo, y por lo que me han contado no lo es, busque a otra mujer que acompañe a la chica y que firme como si fuera su madre. Nadie se va a preocupar de la firma, de todas maneras. Además, esta propina no es lo único que le va a costar los cuartos. Si me da quinientas pesetas… Bueno, esto está bien, gracias. Y es barato, ¿eh? Por otro no lo haría por menos de ochocientas.
El coronel Caro tomó la nueva botella y llenó su vaso; después espero a que Antolín llenara el suyo:
—Si yo fuera usted —dijo lentamente—, no me sentiría tan desdeñoso de nuestro sistema. Al fin y al cabo, funciona. Todo lo que se necesita es saber cómo y con qué. Los engranajes están un poco roñosos, pero se les engrasa. ¿Cómo íbamos a vivir, si nadie quisiera ganarse unas pesetas extra? Usted puede hablar de dictadura y de lo que le dé la gana, pero la verdad es que la peor dictadura es la de la gente que no vive ni deja vivir a los demás… Bueno, creo que estamos de acuerdo en todo. Este es el nombre de la persona a la que tiene que hacer el cheque en Londres. Con otro no me fiaría, pero ya sé que usted es una persona decente.
Si Antolín hubiera vuelto a su habitación en la pensión se hubiera dormido instantáneamente por puro cansancio, pero la excitación le mantenía en pie. Desde Ricote se marchó directamente a la oficina de las líneas aéreas. Seguía teniendo suerte. Alguien había anulado su pasaje y Lucía podía tener un asiento en el avión. De allí corrió al Consulado Británico y se aseguró de que darían a la muchacha un visado por tres meses a la presentación del pasaporte. Después, andando como un autómata, volvió a las calles sórdidas de Lavapiés, que había dejado en la mañana pensando que nunca volvería a verlas, y se presentó en casa de Lucía. Las encontró, a ella y a su madre, preparando un pequeño paquete de ropas para el viaje de la muchacha. Escucharon sus buenas noticias sin extrañarse: era natural que al señor Antolín le saliera todo bien. Estaba así dispuesto. La preocupación mayor de la señora Juana era que lo único que podía llevar era una vieja maleta de cartón, pero Lucía escuchó atenta las instrucciones que Antolín le dio para la mañana siguiente. Desde luego, a la oficina de pasaportes no podía ir con su madre, porque se asustaría terriblemente; iría con doña Rosa, que se había ofrecido a ayudarla en lo que necesitara.
—Está arreglado un traje negro de ella para mí —dijo Lucía con un orgullo infantil—. A Juanito no le va a importar si le digo adiós con mis trapitos viejos. Lo más que diría es que soy una anticuada preocupándome por estas cosas. Pero lo que está bien hecho, está bien hecho. ¿No le parece?
Antolín dejó a ambas muy ocupadas con sus preparaciones, prometiendo a Lucía que iría a esperarlas a ella y a su escolta a la puerta del Consulado a mediodía, y corrió a la casa de Conchita en la siguiente bocacalle. Allí encontró sola a la señora Úrsula, moviendo cuidadosamente el contenido de un puchero sobre el fogón. Luisa había comido una cena ligera y había dormido muy tranquila; ya se le notaba que estaba mucho mejor. Había hablado horas enteras con Conchita, y le había hecho mucho bien:
—¿Sabe usted, señor Antolín? Mi hija tiene el don. Es maravilloso. En cuanto los toca, la gente se pone buena. Bueno, algunas veces tarda semanas, pero todos mejoran. Tan pronto como nació ya sabía yo que tenía la gracia de curar, y la comadrona me enseño que tenía la cruz de Caravaca en la boca… —Antolín se escapó mientras la buena mujer seguía narrando la historia. Le arrastraban los pies, pero no se atrevió a tomar un taxi; era capaz de quedarse dormido y no despertarse.
En la pensión, Eusebio estaba esperándolo, metido en conversación con doña Felisa, que desapareció tan pronto como miró la cara agotada de Antolín. Las primeras palabras que Eusebio dijo atravesaron la niebla espesa que cegaba el cerebro de Antolín:
—Mañana puedes tener el entierro a la hora que quieras.
¡El entierro! Hoy había andado de cabeza con los vivos y con él mismo. Mañana tenía que enterrar el cuerpo de su hijo. Era importante para Lucía; tal vez para él también. No lo sabía.
Eusebio estaba muy excitado porque no había tenido ninguna de las dificultades que había imaginado. La autopsia estaba hecha, todos los papeles en manos de la funeraria, que habían sido muy atentos. Lo único que habían dicho era que no se podía hacer el entierro a través de las calles. Por orden de la policía, el cadáver había sido llevado inmediatamente después de la autopsia al depósito del cementerio, y desde allí había que llevarlo a la sepultura. No se admitirían más que miembros de la familia y amigos íntimos, y no se toleraría ninguna demostración.
—Espero que no te importe que no hagamos un velatorio esta noche —dijo Eusebio ansioso—. Ya le hemos velado anoche y hay un límite a lo que el cuerpo puede aguantar. En la funeraria estaban un poco preocupados con esto, pero ya está arreglado. La caja es muy decente. Así que si llamas ahora a la funeraria y fijas la hora del entierro, todo está hecho. Estos cerdos están asustados porque como el chico fue asesinado por los falangistas, tienen miedo de que si se hace un entierro como Dios manda, la gente hable de ello. Esta es la razón.
—Sí, ésta es la razón —repitió Antolín—, tienen miedo del escándalo. —Se fue al teléfono en el pasillo y dijo a la funeraria que la familia quería reunirse en el cementerio a las cinco de la tarde. Mientras hablaba, estaba pensando por qué Eusebio creía que a él le iba a importar mucho que no se hiciera un entierro por la ciudad en la forma tradicional. ¿Es que debería sentirlo? Confirmó a la funeraria todas las instrucciones de Eusebio. Colgó el teléfono y se reunió con su amigo. Le contó a grandes rasgos su entrevista con el coronel Caro.
Eusebio se lanzó en una gran explicación de la actitud de estos «perros que insultan a los ingleses en la radio cada noche» y después tenían miedo de complicaciones con Inglaterra, cuando pasaba algo como lo de Juanito y alguien como él tenía un pasaporte inglés. «Porque, ¿sabes?, lo que a ellos les interesa es vender sus naranjas y sus cebollas y el mineral de hierro». Antolín se tambaleaba en la silla como si estuviera bebido. Exactamente en el momento preciso, doña Felisa entró con un vaso de leche caliente y le forzó a tragarlo. Después se lo llevó escaleras arriba a su cuarto y le empujó suavemente sobre la cama. Piadosamente hizo la señal de la cruz sobre él antes de bajar a reunirse con Eusebio y reanudar la conversación sobre su lumbago y sobre las penas de Antolín. Antolín se durmió mientras la luz dorada del atardecer bañaba la habitación. La neblina había desaparecido y el sol descendía en su esplendor de oro y púrpura.
Se despertó tarde. Sentía los huesos tan vacíos como su cerebro. Por alguna razón que no conocía, no pudo quedarse en la blanda cama, sino que se tiró de ella con pánico. Se vistió, con escrupulosidad inconsciente, con su traje más obscuro; cuando trató de escoger una corbata recordó que todo el mundo se extrañaría si se ponía una corbata que no fuera negra. Torpemente, comenzaba a funcionar su cabeza. Tendría que comprar una corbata negra antes de ir a buscar a Lucía al Consulado, si no, podría ofenderla. Se asomó por un rato al balcón y se quedó mirando la calle, quieta a esta hora, limpia, llena de los arabescos negros que en el asfalto había dejado el riego matinal. Tan pronto como el sol disipara la neblina mañanera de otoño, el agua se evaporaría y el polvo volvería a apoderarse de la calle.
En la fachada de la casa de enfrente pendía a tiras un cartel de propaganda oficial. Parecía que no hubiera sido el viento sino dedos humanos llenos de ira los que le hubieran arrancado los pedazos. Pasaron dos monjas. Antolín las vio de espaldas; los vuelos pesados de las faldas eran pompas sólidas de viento negro. ¿Qué era lo que decían las gentes? ¡Ah, sí! Tres monjas de cara eran buena suerte, de espaldas desgracia. Se imaginó la cara enfermiza de Amelia encuadrada en una cofia, una monja vieja a cada lado. La Madre Superiora se le parecía en su imaginación preocupada y cariñosa, como si el fervor de sus compañeras no cuajara con su temperamento suave. Tal vez él debería haber tratado de hablar con la Madre Superiora y llevarse consigo un recuerdo mejor que este sabor amargo que llenaba su boca cada vez que pensaba en su hija. Ahora era muy tarde para ello. Amelia, y Pedro, estaban ahora enterrados en su propio mundo, en el que él no quería penetrar.
Antolín quería imaginarse a Juan. Buceaba en su memoria, tratando de reunir los recuerdos dispersos. Le recordaba vivamente como un granujilla viniendo a casa de la escuela, hambriento y vivaracho como un gorrión. Se acordaba de un chiquillo, flaco, de huesos frágiles, asustándose del agua fría del río y lanzándose de pronto en el remanso más hondo con un chillido agudo. Lo que no podía recordar eran las cosas que el chico le había preguntado o las respuestas que él había dado. Tal vez, nunca habían hablado mucho los dos. Durante sus años en el frente no había visto a los hijos más que una vez que le dieron un permiso muy corto al principio de la guerra. Después se dispersaron en las escuelas para evacuados. Los había perdido antes de conocerlos y de que ellos le conocieran a él, si es que es posible conocer a alguien. No era él solo: demasiados chiquillos se habían convertido en hombres sin conocer a sus padres.
El cuerpo mal alimentado, joven, con tres agujeros negros, iba a ir hoy a la tierra. ¿Cuál es el sentido de todo esto? Le parecía a Antolín que se estaba portando como esas gentes que han sufrido una amputación y de pronto se interesan tanto por el miembro perdido que todo se les vuelve preocuparse de que nadie lo profane.
Una llamada a la puerta le sobresaltó. La doncellita trataba de componer una cara muy seria en lugar de su carilla traviesa, para no herirle en sus sentimientos. ¡Con lo que él hubiera agradecido ver su sonrisa alegre!
No fue ella, sino doña Felisa, quien le trajo el café. Puso la bandeja sobre la mesilla de noche y le tocó la manga con su mano llena de morcillitas:
—¿Puedo hacer algo, don Antolín? Ya sabe que lo haría con mucho gusto.
—Doña Felisa, ha hecho usted más de lo que debía. Cualquiera otra patrona me hubiera puesto en la calle por todas las molestias que he causado.
Se encaramó a la cama sin hacer y, ya sentada allí, dejó descansar las manos sobre la falda. Tenía las piernas muy cortas y los pies se balanceaban en el aire, encajados en zapatos ridículamente pequeños.
—Bueno, mire, amigo, no puedo dejarle que se reconcoma a solas. Como ya le he dicho, yo soy ya una vieja simple y una metomentodo, pero puede tener confianza conmigo. Si no tiene ganas de hablarme, lo entiendo. Pero si yo fuera usted, no me estaría aquí solo, hoy sobre todo. Ese buen amigo suyo, el señor Eusebio, me ha contado una porción de cosas que no sabía. Espero que no le importe. Yo soy una cotorra, pero sé callar los secretos de los amigos.
—Si ya sé que es usted una buena amiga. Es fácil hablar con usted… ¿Sabe que me llevo a la muchachita joven conmigo a Londres? La novia de mi hijo muerto.
—Me lo ha dicho el señor Eusebio, y creo que es estupendo para los dos. Nunca he entendido por qué se quedan aquí los jóvenes si pueden marcharse. Cuando yo era muchacha, miles y miles se marchaban a ultramar y se hacían una vida allí. Hoy se quedan aquí y la mayoría de ellos se convierten en unos amargados. Así que me alegro de que la muchacha tenga el coraje de marcharse, ahora que tiene la ocasión, antes de que el mundo se le caiga encima.
—¡Pero, señora Felisa! Usted misma no puede querer que todos los jóvenes se marchen de aquí.
—No sé, no sé. Tal vez los mejores, si consiguen salir adelante y no se desesperan, es mejor que se queden. Lo que a mí no me gusta es la gente pudriéndose de asco. No importa dónde esté uno, con tal de que se encuentre a gusto por dentro; y esto es lo que es más difícil en este pobre país que Dios ha dejado de su mano.
—Entonces, ¿usted no cree que es malo para la gente que se marchen del sitio en que nacieron y se han criado? ¿No cree que es una deserción y que a cualquier parte que vayan, no sirven para nada?
Ella sacudió la almohada y dijo resueltamente:
—No, no lo creo así. Lo que es malo es que la gente ande dando vueltas, que es lo que hacen aquí la mayoría. Todo el mundo tiene que hacer lo que le toca en este mundo, eso se lo digo yo, y no importa dónde lo haga. Esto es lo que a mí me parece.
Pensativo, Antolín dijo, como si estuviera hablando solo:
—Me hace usted acordarme de una vieja señora que conozco en Londres. Es la madre de un gran amigo mío, un refugiado de Alemania o Austria, no me acuerdo. Algunas veces la llevaba al restaurante donde yo estaba de camarero, y siempre charlábamos un rato, ella y yo. Es una viejecita menudita y arrugada, con los ojos más cariñosos y las manos más chiquitas que he visto en mi vida, y puede reírse con tanta alegría como una chiquilla. Lo más grande de ella es que le hace a uno sentirse en casa en cuanto le habla, sea donde sea, aun en un restaurante donde uno no es más que un camarero. Uno sabe que le es simpático y que agradece cualquier cosa que se haga por ella. Le hace a uno sentirse contento y bueno. Y nunca piensa en sí misma. Sabe usted, doña Felisa, perdió su casa cuando ya era muy vieja y no siempre le va muy bien en Inglaterra, pero se enfada si uno le dice que lo siente mucho. Yo le pregunté una vez si no echaba de menos su tierra y sus amigos, y me regañó como a un chiquillo travieso. Me dijo que, claro, los echaba de menos, pero que ahora era muy feliz allí porque todo el mundo era muy bueno con ella, y había echado raíces nuevas y vivía con las personas a quienes más quería. Empezó a contarme las cosas interesantes que había visto en Inglaterra y a hablarme de las flores que su hijo había plantado en el jardín para ella. Le digo, doña Felisa, que acabó avergonzándome de que yo fuera mucho más joven que ella y me sintiera perdido. Tengo que tratar de verla cuando vuelva. Se va a alegrar si le digo que me quedo en Inglaterra para siempre. Pero no creo que pueda aprender su secreto. Ella lo tiene dentro y la mayoría de nosotros, no. Seguramente nos sentimos perdidos porque nos falta su bondad y su fe en la vida.
Doña Felisa replicó dulcemente:
—Claro que no conozco a la vieja señora esa, pero seguramente ella no se siente perdida porque no piensa en sí misma, sino en otros. Esto no se puede aprender, pero uno puede intentarlo. Es una pelea el tratar de ser bueno, tal como están las cosas, pero al fin y al cabo no valdría la pena estar aquí si no se peleara uno. Pelearse por lo que debe ser, esto es lo que quiero decir, y lo que Dios quiere que hagamos. Sólo que cada uno lo hace conforme a lo que es. Usted también tendrá que hacerlo a su manera. Tal vez no por bondad, vaya usted a saber.
Antolín se movió del marco de la puerta:
—Es usted un buen predicador, doña Felisa. Pero ahora, si no se enfada, voy a bajar a desayunar. Tengo por delante un mal día y tengo que pelearme con ello, como usted dice, a mi manera.
El taxi dejó a los cuatro, Antolín, Lucía, Conchita y Eusebio, a la puerta del depósito. Era un edificio bajo, sin adornos, construido con cemento, que se destacaba en un océano de sepulturas en las que abundaba el mármol. Estaba en la sección de los ricos, la más próxima a la puerta del cementerio, exhibiendo toda una jerarquía de bustos patricios encajados en guirnaldas floridas, ángeles llorones y matronas abundosas petrificadas. Sobre los epitafios dorados, los rosales sin flor y los crisantemos pelados por el viento, hacían guardia los cipreses como centinelas sombríos.
Un pequeño grupo de hombres esperaba a la puerta del depósito. Dos de ellos, flanqueando la puerta, eran claramente agentes de policía. Los otros eran desconocidos para Antolín. El más alto y fornido avanzó hacia él, siguiéndole otros dos más jóvenes; mal vestidos de negro.
—Usted es el padre de Juan, ¿no? —dijo, y extendió su mano—. Le acompaño en el sentimiento. Ha sido una mala faena. Yo soy Rufo… ¡Oh, sí!, ya veo que no le ha hablado de mí. —Rufo se encogió de hombros—: No importa. Yo era su compañero en el taller. Bueno, nos peleábamos como perro y gato, pero yo era su mejor amigo. Estos dos también son compañeros, buenos chicos. Hemos venido para enseñar a éstos que sus compañeros no le olvidan.
Se estrecharon las manos todos, cruzando palabras tímidas. Cuando vio Rufo a las dos mujeres, se sorprendió y les hizo una cortesía torpe. En lo que él creía ser voz baja, preguntó a Eusebio:
—¿Usted también es de la familia?
—Sólo un amigo de la familia —contestó Eusebio.
—¡Ah, bueno, no importa! Lo que cuenta son los amigos de verdad.
Con los dos detectives siguiéndoles a distancia discreta, entraron en el mortuorio. La funeraria había hecho bien su trabajo: la losa desnuda de piedra había quedado convertida en un catafalco cubierto de negro y rodeado por seis cirios. Sobre la tapa del ataúd descansaban dos coronas, con las cintas muy planchadas para que se pudieran leer las dedicatorias, una de un desconsolado padre, otra de Lucía. Antolín se sorprendió a sí mismo, sonriéndose al leer las pomposas inscripciones puestas al gusto de Eusebio. Un ramo de una docena de enormes crisantemos, cruelmente atados en un mazo, descansaba al pie del ataúd:
—Esto es de nosotros, de los compañeros de la fábrica. No hemos podido encontrar nada mejor —dijo Rufo orgullosamente, señalando el ramo con un dedo enorme.
De alguna puerta en el fondo surgió un sacerdote con un libro en sus manos, seguido de un sacristán que llevaba un hisopo de agua bendita. El cura miró interrogante a Antolín, que inclinó su cabeza y comenzó a canturrear las fórmulas latinas. Después tomó el hisopo con movimientos automáticos, casi como un prestidigitador, y roció la caja con agua bendita. Las gotas caídas sobre la tapa sonaron con un ritmo rápido y pesado, como el de los primeros goterones de una tormenta. Eusebio puso un billete doblado en la mano dispuesta del sacristán, y el cura y su acólito desaparecieron tan silenciosamente como habían venido. Los mozos de la funeraria tomaron el ataúd y lo llevaron a la carroza que esperaba a la puerta. Comenzaron la larga marcha a través del paisaje de sepulturas. Dos caballos viejos tiraban de la carroza a un trote cansino, los autos seguían en primera, sus frenos chirriando quejumbrosos de tiempo en tiempo.
Antolín miraba a Lucía, sentada enfrente de él con la cabeza reposando en el hombro de Conchita. El sencillo velo negro sobre su cabeza le cubría los ojos como las tocas de una viuda. La hacía parecer como una muñeca vestida con un traje regional; las piernas enfundadas en medias negras eran flacas como las de un muchacho. Una vez que estuvieran en Inglaterra tenía que explicarle que ya no era necesario llevar el interminable luto español. Nadie creería allí que había olvidado al difunto si no iba vestida fúnebremente.
¿Lo entendería? Antolín estaba asaltado de dudas. Había decidido llevarse a Lucía con él, siguiendo un impulso y por la simpatía mutua y profunda que entre ellos había surgido y que era para él como un bálsamo. Ahora, se dijo a sí mismo, no tenía que olvidar que carecía de derecho a esperar algo de ella. Sería un error fatal que tratara de moldearla de acuerdo con sus ilusiones. No era un sustituto de los hijos que había perdido, sino una persona independiente, a quien podía y quería ayudar a crearse una vida fuera de las negras sombras de España. Era posible que encontrara que los pensamientos dentro de aquella cabecita estaban muy lejos de ser lo que él quería que fueran, pero desde luego él tenía ganas de oírla hablar francamente de sí misma, tal como era. Mientras la gente no habla con franqueza, es fácil creer que uno los entiende. Sin embargo, Antolín sabía que él necesitaba hablar a aquellos hacia quienes sentía cariño, y aceptar el riesgo humano y eterno de incomprensión a través de las palabras.
Estaba deseando hablar a Mary. ¿Le gustaría Lucia? ¿O le disgustaría la forma arriesgada en la que había adquirido una nueva responsabilidad, precisamente cuando había fallado tan dolorosamente a sus viejas responsabilidades?
La única carta que había recibido de Mary estaba llena de detalles de su vida diaria, pero de reticencias sobre ella misma. Era una carta cariñosa que no comprometía a nada. Se veía claramente que no quería pesar en sus decisiones; únicamente decía que esperaba volver a verle pronto. Bien, le iba a ver.
Como las fotografías de anuncio de una película, así veía escenas de los cortos e interminables días pasados en Madrid: los muchachos del mercado negro; los golfillos escarbando en busca de comida entre los pies de la gente sentada en un café; la muchacha del burdel mostrándole sus dedos torturados; la cara enérgica del cura reclamando su vuelta a la gracia; el gesto de su hijo mayor explicando las leyes cínicas de los que estaban dispuestos a tener una vida fácil; los ojos fanáticos de su mujer y su hija, las dos hambrientas de un Dios y de una esperanza que no estaban dispuestas a compartir con nadie; los ojos abiertos del viejo espiritista en el depósito; el ataúd de su hijo, cuya cara no podía recordar claramente, aunque reveía las heridas fratricidas en su cuerpo en su exacta situación anatómica; los hombros recios de este Rufo que venía en el coche detrás de ellos; y una masa de facciones confusas de todos los policías. No había que buscar explicación a estas visiones. Después Antolín se veía a sí mismo, no en posturas fijas como los otros, sino en un movimiento lleno de dudas y vacilaciones, asintiendo cuando debería haber luchado, desamparado ante acontecimientos que su presencia había ayudado a provocar, arrastrado por impulsos repentinos de piedad y de conmiseración, consigo mismo, moviéndose en rumbo desconocido. Pensó si alguna vez llegaría a ser diferente, y rogó por ello.
Lucía habló de pronto:
—Quiero verle por última vez.
—Ya le vas a ver —replicó Conchita, sin mover la cabeza.
La muchacha volvió a sumergirse en sus pensamientos confusos. No estaba muy segura de querer ver a Juan otra vez muerto en la caja. A lo mejor le quedaba para siempre el recuerdo de su cara muerta en lugar del recuerdo de sus facciones vivas, y se estremecía. Las muchachas en el taller habían dicho que no debía de quererle mucho, porque no había llorado bastante delante de ellas. Antes decían que él no debía de quererla mucho, porque le decía pocos piropos. Era verdad que a él no le gustaba mucho usar la palabra «amor», pero ¡había querido tanto que ella le quisiera! Cada vez que le dejaba que le diera un beso era como un chiquillo con una barra de chocolate en la mano, asustado de comérsela por ser tan raro y precioso.
Si le dejaban verle antes de cerrar la caja, no iba a mirarle a la boca.
Estaba bien que el velo le tapara los ojos; los sentía hinchados y escocidos. Doña Rosa le había regalado el velo. Había llorado un poquito y la había besado como una madre, no como su propia madre, sino como besan las madres en la películas. Las chicas la habían mimado mucho, pero era porque querían oír mucho más de lo que había pasado y porque querían que les enviara cartas desde Inglaterra. ¿Qué es lo que había pasado? Habían matado a Juanito. Los falangistas lo habían matado porque Pedro lo había denunciado. Pedro era un asesino. Si el señor Antolín no la hubiera querido, ella se hubiera muerto, porque no podía luchar como otros, como Conchita que era fuerte y que se reía con una boca llena de dientes blancos. Lucía se imaginaba a ella misma descansando en un ataúd blanco, mucho más bonita que en vida, y veía a todos los vecinos consolando a su madre. ¿Qué pasa si una se muere? Si el alma de Juanito ahora podía verla, tenía que estar muy enfadado y triste porque no podía pensar en él todo el tiempo. Mañana, en el avión, preguntaría al señor Antolín qué es lo que él creía que pasaba a la gente cuando estaba muerta. Él se lo diría, y no se enfadaría porque ella no lo supiera a pesar de lo que le habían enseñado las monjas. El señor Antolín no era como los demás. Se lo diría. Pero ¿cómo le iba a llamar desde ahora? Él no le había dicho que pudiera seguir llamándole padre, pero «señor Antolín» sonaba muy raro y muy serio. «¿Tío Antolín…, padre…, papá…?».
Era raro, olía como nadie que ella conociera. Ahora mismo, en el taxi cerrado, lo notaba otra vez. Debía de ser porque había venido de Inglaterra. Cuando venían los del pueblo, también olían distinto que los que estaban en casa, pero el olor era familiar. Era terrible marcharse a un sitio donde hasta le gente olía diferente. Pero él tenía los ojos bonitos y la quería mucho; tampoco le importaba que le hiciera preguntas tontas, así que no tenía importancia que fuera tan extraño. Era lo mismo que había dicho a Juanito antes de ver a su padre por primera vez. Y ahora ella iba a conocer al padre de Juanito, iba a conocerle de verdad, y Juanito no le conocería nunca. En toda la eternidad. La eternidad era como una escalera de caracol. Se imaginaba subiendo escalón a escalón, vuelta tras vuelta, hasta que se asustaba del espacio que había a sus pies y trataba de recordar las oraciones que le habían enseñado las monjas en el único año que fue a la escuela. A través del velo siguió mirando a Antolín.
Conchita estaba sentada rígida, con su brazo izquierdo tras las estrechas espaldas de Lucía. Estaba agotada después de pelearse durante horas con las preguntas insistentes de la señora Luisa sobre sus espíritus guía. Teresita y don Américo, don Américo y Teresita. Cuando Conchita había intentado darle un mensaje de Juan, había vuelto la cabeza, pero al menos había llorado un poco. Es decir, sabía lo que había ocurrido, pero no quería darse por enterada. Al nombre de Pedro había puesto ojos vacíos, con miedo asomado al fondo. ¡Pobre mujer! Conchita pensó qué era lo que Antolín había encontrado en ella para casarse. Naturalmente, él era tan viejo como Luisa, y Luisa podía haber sido bonita cuando tenía los años de Lucía. Pero Antolín no parecía fijarse mucho en esas cosas; si no, se hubiera acostado con ella. Era más guapa que ninguna de ellas. ¡Oh!, ¿qué sacaba ahora de pensar en ello? Al fin y al cabo, ¿para qué servía aquello? Hasta podía regalar a alguien su juego blanco. Tonterías, no lo iba a hacer. Aún había otros hombres, y ya no se estremecía si la tocaba Antolín. Su penitencia sería cuidar de Luisa. Si se hubiera acostado con Antolín, no se hubiera atrevido a hacerlo, pero según habían pasado las cosas, se atrevía a todo, hasta a hablar del espíritu de Juanito antes de que el pobre chico estuviera enterrado.
Aquella mañana, cuando le había dado el mensaje de todos los miércoles, Consuelo tenía un aspecto horrible, pero no parecía desesperada. Esa le iba a dar al traidor de Pedro algo mejor que lo que iba a recibir de él. Y seguiría contándole a Conchita mucho más de lo que imaginaba. Muchas informaciones salían mientras los dedos de Conchita frotaban el sitio que dolía a alguien. Pero las cosas que Conchita adivinaba —la voz que había en ella—, eran más verdad que las cosas que la gente pudiera contarle. Ahora sabía que Antolín se olvidaría de ella, porque tenía que ser así, no porque él quisiera. Era como debía ser. Se quedaría con su Mary, ya no servía para peleas. El fulano aquel, Rufo, era distinto. Ese no era de los que ponían el otro carrillo tan fácilmente. ¿No era su marido quien había mencionado a Rufo como a un buen amigo? Rufo era uno de los suyos, de ella. A ése no le importaba enseñarles los dientes a los dos policías que iban con ellos. Si alguna vez necesitaba que se hiciera algo, recurriría a él. Ya se iba a acordar de ella, eso no lo dudaba. Tal vez iba a hablar con él en cuanto Pedro dejara de esconderse detrás de las faldas de doña Consuelo.
Sólo que los hombres son brutos. No Antolín, pero éste ya no contaba. Los hombres matan fácilmente, como si la vida no valiera nada. Y ella odiaba la muerte. Una vez que una empieza algo, es como una cadena. Juanito había sido un eslabón en una cadena. Don Américo, que era un santo, no podía oír hablar de violencia. La odiaba, y por eso se había muerto de susto como un pájaro. Si ella tuviera un hijo, no querría ni que matara, ni que se lo mataran. ¿Cuándo se acabaría la matanza? Ni Dios podía contestar a esta pregunta, porque era él el que había hecho a los hombres y los había dejado libres.
Eusebio cabeceaba en un rincón.
En el segundo coche, Rufo dijo a los otros dos:
—El míster ese no es tan malo. Ni tan siquiera ha mirado a los dos cerdos de espías que nos han mandado. ¡Maldita sea! ¿Por qué los tenían que mandar? ¿Creen que íbamos a venir en procesión gritando «¡Muera Franco!»? ¿No es que no hubiera estado bonito, para que nos fusilaran como al pobre Juanito, el idiota, Dios le perdone? Porque, naturalmente, esto ha sido culpa suya. Yo se lo decía todos los días de su puñetera vida y él seguía emperrado con su comunismo. Yo no sé qué les pasa a estos comunistas, que cada uno de ellos va por el mundo como si fuera el papa o el mismo Stalin, sabiendo todo mejor que nadie. Y ahora míralos, ni uno de esos hijos de zorra ha venido al entierro. Han sido capaces de dejar que lo enterraran como a un perro muerto en la calle, antes que asomar la jeta y que se la vea la policía.
—No creo que sea tan estúpido por su parte, Rufo —dijo uno de los otros—. Los dos soplones esos nos tienen ahora anotados en su cuadernito con todos los pelos y señales.
—¿Y qué? ¿Te ha entrado cagalera? Eso no es nada. Saben que trabajaba en el mismo taller que nosotros, y todos esos soplones maricas que hay en la oficina les van a contar que estábamos más unidos que una pandilla de ladrones. Así que hubiera sido mucho peor que nadie hubiera venido. Entonces sí que se hubieran olido algo. Lo único que me preocupaba era mi genio. No sabía si iba a poder tener la boca cerrada.
—¡Sí que ha sido asombroso! —dijo el más joven.
—No conoces tú a tu Rufo. Una cosa es ser un macho y mostrárselo a ésos, y otra cosa es armar un lío cuando no le va a aprovechar a nadie. Tengo ganas de enterrar a unos cuantos de esos canallas de fascistas, pero no quiero que me entierren a mí como un criminal, a escondidas, como vamos a enterrar hoy a ese pobre primo. ¿No me has visto ir a uno de los polis y darle fuerte la mano, acompañarle en el sentimiento y preguntarle quién era de la familia? ¿Por qué te crees que lo he hecho? Porque ahora se creen que soy un medio idiota del que no tienen que volverse a preocupar… Pero hay una cosa que no me voy a olvidar, es la cara de la mala bestia que mató a Juanito, y un día me lo voy a cargar. Pero nada de políticas, ¿eh? Yo tengo mis trucos para esas cosas. Por ejemplo, un día pasas al lado del fulano que quieres sacudir y le pisas fuerte los callos. Después le dices «usted dispense», con cara de conejo asustado, y te apuesto lo que quieras a que comienza a llamarte cosas feas. Y ya le tienes a punto. Le puedes romper los dientes o lo que te dé la gana. Si te llevan a la policía no pueden hacerte nada. Tienes testigos de que le has pisado sin querer, de que le has dado tus excusas como un chico bien educado, y que él te ha llamado hijo de puta. Así hay que hacer las cosas.
Rufo respiró hondo y continuó:
—¿Os habéis fijado en las mujeres? La pequeña es exactamente el tipo para un chalado romántico como Juanito, Dios le perdone, pero le falta carne en los huesos. Pero la otra… La otra es algo serio. Lo que me gustaría es charlar un rato con el padre. Es uno de los nuestros, aunque no lo parece, y me gustaría preguntarle qué es lo que andan haciendo en Londres los laboristas, dándose la lengua con la pandilla de Franco, mientras aquí estamos arriesgando el pellejo y comiendo mierda. Bueno, ahora les puede contar, cuando vuelva, quién ha matado a su hijo y preguntarles qué les parece…
Siguió perorando sobre las posibilidades de la liberación de España, de los dos, de Franco y de los comunistas, en otra guerra internacional, cuando la comitiva se detuvo: un empleado recogía el certificado de enterramiento. La carroza y el séquito siguieron a paso lento entre hileras de montones de tierra sin lápidas ni señal alguna, hasta que al fin se detuvo frente al campo abierto: Rufo se apeó del coche y exclamó:
—¡Caray, nos han traído al fin del mundo!
Estaban en el extremo más apartado del cementerio, donde hasta el camino de grava desaparecía. A derecha e izquierda se extendían hileras de tumbas nuevas, cubiertas a medias por terrones con tufos de hierba basta y medio reseca, entre los cuales pequeños ramos de flores marchitas y alguna que otra simple cruz parecían ahogarse. En la cuesta que se elevaba ante ellos, había una partida de sepultureros trabajando a pares en la apertura de nuevas fosas. Grandes tallos de cardos, grises y erizados, se mecían crujiendo bajo el viento. Pero la tierra que se apilaba a los lados de las nuevas tumbas no era seca como la de la superficie, sino húmeda, rica en jugos, que parecía respirar con vida bajo el sol.
Un sepulturero le enseñó el camino, una estrecha vereda cuesta arriba. Antolín, Eusebio, Rufo y uno de sus compañeros cogieron el ataúd a hombros. No era pesado, pero tuvieron que detenerse varias veces para cambiar de sitio y repartir el peso sobre sus hombros. Conchita, Lucía y el otro obrero seguían en silencio. Al borde de una sepultura abierta esperaban los sepultureros. Se quitaron las gorras y ayudaron a dejar el ataúd en el borde del hoyo, sobre las cuerdas preparadas para el descenso. El empleado de la funeraria se adelantó con una llave en la mano:
—¿Quieren ustedes verle?
—Sí —replicó Antolín.
El hombre se arrodilló y levantó la tapa de la fúnebre caja. Habían envuelto el cuerpo en una sábana y le habían cubierto el pecho hasta la mitad del pecho. Bajo la capucha formada por la sábana, la cara parecía la de un monje tallado en marfil, ascética, llena de paz. Rufo murmuró unas blasfemias. Uno de los sepultureros, llevando una esportilla con cal viva, tocó el brazo de Antolín:
—¿Le ponemos un poco?
Antolín se quedó mirándole sin comprender, hasta que recordó que algunas gentes creían en el efecto de la cal para evitar a sus muertos la humillación de los gusanos.
—No —dijo. Sería odioso abrasar las flores. Se inclinó, cogió un puñado de tierra y lo dejó caer en el sudario cerca de los pies. Los demás siguieron su ejemplo. Rufo, todavía murmurando maldiciones, cogió un terrón gordo y lo besó estrepitosamente. A su espalda un sepulturero susurró a su colega:
—¡Un ratón de iglesia!
El hombre de la funeraria cerró la tapa. Los sepultureros balancearon el ataúd por sus asas sobre la boca de la sepultura y dejaron correr lentamente las cuerdas para que descendiera de nivel.
—Es el tercero —dijo el capataz a Antolín en un murmuro confidencial—. Bueno, el tercero empezando a contar desde el fondo. Será el cuarto, contando desde arriba. —El ataúd había desaparecido en el hoyo, los sepultureros recobraron las cuerdas y comenzaron a echar con palas la tierra pedregosa. Se detuvieron cuando la caja quedó apenas cubierta. Los asistentes continuaban allí, sin decidirse a marchar, hasta que el capataz se volvió otra vez a Antolín con un bisbiseo obsequioso:
—La capa de ladrillos la pondremos más tarde.
Echaron a andar, los últimos Antolín y Lucía, ésta colgada de su brazo. Rufo se quedó atrás, inmóvil, hasta que los otros se alejaron bastante. Entonces puso una mano pesada en el hombro del sepulturero que le había llamado ratón de iglesia:
—Le puedes dar gracias al muerto. Si no fuera por respeto a él y a la familia, te saltaba los morros. ¡El ratón de sacristía lo serás tú!
—Perdone, amigo —dijo el otro—. Si lo toma así, está bien. Pero aquí viene toda clase de gente y ésa es una clase que yo no puedo tragar. No digo los que se quedan aquí, pero algunos de los otros… ¡Choque esos cinco! —se estrecharon las manos solemnemente y después se limpiaron las manchas de barro de los dedos.
Al pie de la cuesta, Antolín tomó a Lucía por el codo y la ayudó a salvar los terrones pegajosos que se adherían a la suela de los zapatos. A su izquierda cavadores invisibles seguían lanzando paletadas de tierra del fondo de las nuevas tumbas. De pronto Lucía se opuso a la presión de la mano de Antolín que la guiaba, y se quedó mirando a un informe montón no lejos de ellos. Parecía un montón de huesos grises, carcomidos y astillados.
—¿Es que están vaciando las tumbas viejas, padre?
—¡Oh, no! Esto es tierra nueva.
—Pero eso son huesos, ¡mira!
Se acercaron desasosegados al montón. Antolín recordó con un estremecimiento que, cada diez años, los restos de las gentes que no podían pagar por la sepultura eran extraídos para dejar el sitio a los recién llegados; y aquella parte del cementerio era la zona de los pobres, ocho muertos que no tenían nada que ver entre sí, amontonados uno sobre otro.
Lucía repitió:
—¡Pero, son huesos!
Un viejo sepulturero surgió del hoyo más próximo, puso sus manos en la cruz del mango de su pala como un viejo pastor descansando en su cayado, y dijo con una amplia sonrisa:
—No se asuste, señorita, eso no son huesos.
—Pero ¿qué son entonces?
—¡Bah!, una cuantas raíces rotas. Es un trabajito sacarlas de la tierra, dicen que aquí había en viejos tiempos un bosque muy grande, y yo creo que tienen razón. Cuando empezamos a ahondar de verdad, nos tropezamos con estas raíces y tenemos que romperlas una a una. Pero no se vaya a creer que están muertas, ¡ca! Yo siempre digo que si las dejáramos dentro, en un dos por tres se llenaba esto de árboles creciendo. Mire usted —dijo echando a un lado las raíces resecas y retorcidas del tope del montón y descubrió las del fondo, donde el sol y el aire no se habían llevado aún los últimos restos de humedad. Manojillos de fibras blanquecinas surgían aquí y allá de las decrépitas y martirizadas raíces, se extendían sobre la tierra obscura como flecos de seda y parecían agarrarse a ella con la tenacidad de un niño de teta al pecho de su madre—. Si las metiéramos dentro, donde no está agria la tierra, y si les lloviera encima tres días, las nuevas raíces comenzarían a crecer —terminó diciendo el hombre de la pala.
Middle Lodge
Eaton Hastings, Berks
Inglaterra