Capítulo XIII

A la caída del sol surgió de la tierra un viento agrio que sopló a través del llano hasta las afueras de la ciudad; allí se dedicó a barrer el polvo del otoño, a lo largo de las calles. Era un aire frío, pero un aliento tibio salía del empedrado sobre el que el sol había caído a largo de un día sin nubes.

Cuando Juan salió del calor sofocante de su taller, enderezó sus hombros huesudos. Durante todo el día se había sentido mitad caliente, mitad frío, la frente ardiendo, los sobacos húmedos con sudor, las manos y los pies helados. «Cuando acabe con Ramón y recoja a Lucía, nos vamos a ir a comer un bocadillo antes de ir a ver a mi padre», decía, tratando de convencerse a sí mismo de que los escalofríos que le corrían por el espinazo eran la consecuencia de un almuerzo escaso.

Juan andaba deprisa, incorporado a la pandilla alegre que capitaneaba Rufo; pocas veces iba con ellos porque nunca podía replicar a sus bromas. Pero hoy se había agregado al grupo a la hora de la comida porque le daba una buena excusa para no acercarse a la mesa de Ramón, de acuerdo con las instrucciones de éste y su propia inclinación. Al mismo tiempo, Juan sentía un interés súbito en lo que hacía el sindicato clandestino al que pertenecía Rufo, un grupo hacia el que siempre había sentido desprecio. No veía claramente por qué había cambiado de opinión, pero tenía una idea vaga de que su padre aprobaría la U.G.T. ilegal por las mismas razones por las que no estaba conforme con la organización comunista; y quería estar mejor enterado.

De pronto Rufo se detuvo y dijo:

—Mirad a esos dos señoritos en el rincón. ¿Qué creéis que están haciendo?

Juan vio dos falangistas jóvenes, medio ocultos en un rincón del almacén y al parecer en una animada conversación. Era raro ver a esos «camisa azul» en el barrio de fábricas y talleres, particularmente a una hora que las calles estaban llenas de obreros saliendo del trabajo. Juan esperaba que Rufo no se dedicara como siempre a incitar a los falangistas. El robusto soldador no tenía miedo y era provocador hasta un punto que Juan envidiaba, pero que calificaba como falta de disciplina revolucionaria. Si los dos falangistas se daban por aludidos, tendría que escaparse de la bronca. Menos que nunca podía esta tarde permitirse el lujo de hacerse notar. Sería una cobardía a los ojos de Rufo, pero no había otra solución. Ramón esperaba que los camaradas obraran con prudencia y se reservaran para cosas mayores que broncas callejeras.

El par de falangistas se hicieron los sordos a la broma de Rufo y el mozallón siguió andando con un encogimiento de hombros. Juan se sintió tan aliviado que no volvió a preocuparse de ellos. Bastante tenía con pensar las cosas que iba a decirle a Ramón. Durante las horas de trabajo, de pie, puliendo los malditos tubos dorados, sus pensamientos habían sido confusos alternativamente por miedo y por excitación, y no podía concentrarse en ellos.

Sentía aún miedo en la boca del estómago cuando pensaba en lo que podía haber pasado si Pedro le hubiera denunciado a la policía y ésta hubiera registrado su habitación mientras todos los papeles del Partido estaban allí. Naturalmente, no tenía listas de nombres, pero aun así, la policía hubiera pensado que Juan tenía que ver con la distribución del material de propaganda y que por lo tanto conocía a mucha gente. Le hubieran torturado para sacarle los nombres. Sí, hubiera intentado desmayarse o arrancarse la lengua con los dientes o hacer algo; una de las cosas que no podía imaginar era el dolor insoportable. Pero aunque resistiera, Ramón no le habría perdonado nunca; la falta de precauciones era peor que una traición. La policía hubiera encontrado en seguida la relación con su padre y hubieran hecho una teoría de una conspiración con la ayuda del extranjero. Hubieran cogido a mucha gente en una redada. Su padre seguramente habría escapado con su pasaporte inglés, pero los otros… Lucía…, seguramente su madre, ya mezclada en el caso contra el viejo don Américo… Las palmas de las manos de Juan estaban húmedas de sudor frío. Se las frotó contra la americana, pero no logró que se quedaran secas.

Todo esto no tenía ni pies ni cabeza. Pedro había tenido razón en quemar los papeles y no cabía duda de que se había portado decentemente. Después de todo no era capaz de denunciarle; se había enfurecido con Amelia por su denuncia del viejo espiritista y la había llamado cosas.

Le asaltaba una ola de simpatía por Amelia. Desde luego sus creencias estaban equivocadas, pero al menos creía en algo tan fuertemente que obraba con arreglo a sus creencias, y ni aún tratándose de su madre se desviaba de su fe. Claro que su padre no podía entender esta actitud. Para un reformista transigente como él era, predicar dulzura y tolerancia era muy simple; pero en una batalla no puede admitirse esta tolerancia. Si él, Juan, iba a contarle a Ramón la historia de la relación entre su padre y el coronel Caro, sacrificaba sus sentimientos personales, pero obraba rectamente en principio.

Juan, en este momento, admitió que no le agradaba la idea de mencionar, para que el Partido supiera, los tratos entre su padre y Caro. Al fin y al cabo no estaba enterado de cuál era la relación entre ellos. Y su padre no había duda que trataba de ser decente, aunque fuera en una línea burguesa. Ramón, inmediatamente, saltaría a conclusiones falsas. Tal vez era mejor no decirle nada, al menos aquella noche. Había cosas más importantes que comunicar, por ejemplo, que la policía había hecho una investigación sobre su padre. Todo lo que tuviera que ver con la seguridad era la mayor importancia; indudablemente era un deber primordial de Juan el mantener a Ramón al corriente de los detalles más insignificantes que guardaran relación con ello. Pero no de las sospechas de Lucía acerca de Pedro; esto ya se había demostrado que era una tontería; si no, ahora mismo no sería él libre de ver a Ramón. Pero la detención del viejo don Américo y la parte de Amelia en ello, esto sí eran cosas que Ramón quería siempre saber, porque eran útiles para la propaganda.

Además estaba por medio el plan descabellado de Lucía de irse a Inglaterra, la verdadera razón por la que Juan quería hablar aquella noche con Ramón, antes de encontrarse con su padre. Sin la aprobación del Partido él no podía marcharse de España, hubiera sido una deserción.

¿Qué iba a decir Ramón sobre esto? Podía decir que Juan no estaba aún en condiciones de ir al extranjero, porque la vida fácil de una democracia capitalista le corrompería. Una vez había dicho lo mismo de un muchacho que había escapado a Francia y había abandonado el Partido en cuanto llegó allí.

La idea de que el Partido podría no aprobar su ida a Inglaterra daba a Juan un sensación de vértigo. Tenía en la boca el sabor del polvillo venenoso del metal. Hasta este momento no se había dado cuenta de las esperanzas que este futuro había despertado en él. Vivir sin miedo, sin hambre, sin humillación…

Juan resolvió que no le contaría a Ramón quién había pensado primero en este plan; nunca le agradaba mentar a Lucía en sus conversaciones con él. Lo único que podía interesar al Partido era la posibilidad de introducir a uno de sus miembros en Inglaterra, donde pudiera decir a sus futuros compañeros de trabajo lo que era la vida de los obreros de España y el crimen que los poderes imperialistas cometían apoyando a Franco y su pandilla. En Inglaterra dejaban hablar a todo el mundo en público, hasta a los fascistas. Juan se veía dirigiéndose a una enorme multitud, escuchaba párrafos de su propio discurso, párrafos hermosos y emocionantes. Naturalmente, tendría que aprender inglés primero, pero esto no le asustaba.

—¿Estás sordo, chico? —gritó Rufo, dándole una palmada en la espalda que le hizo brincar—. Vente con nosotros a tomar un vaso, a ver si te despiertas.

Juan vio asombrado que estaban frente a la puerta de una taberna a la entrada de la calle de Embajadores. Había andado mecánicamente con el grupo, respondiendo mecánicamente a las preguntas que se le habían hecho de vez en cuando, y no se había dado cuenta de haber llegado hasta allí.

—No puedo, chico. Mi novia me está esperando —mintió. Ojalá fuera verdad que no tuviera que ver a Ramón antes de encontrarse con Lucía a las ocho, cuando saliera del trabajo.

—Bueno, sal corriendo. Pero si no quieres que te dé calabazas, cambia la cara. Tienes una cara como si hubieras regañado con la suegra.

Mientras todo el grupo seguía en tropel a Rufo, que había entrado en la taberna, Juan se dio cuenta, con el rabillo del ojo, de que los dos falangistas a quienes Rufo había insultado les habían alcanzado. «Van detrás de Rufo», pensó, dudando a la vez si no debería entrar en la taberna y avisarle. Reconoció la cara de uno de los «camisa azul», un chulo de la Centuria de Lavapiés, que tenía fama de saber manejar la navaja. Pero si alguien trataba de decir a Rufo que tuviera cuidado, lo único que conseguía era que éste le replicara de mala manera que no necesitaba niñeras. Al mismo tiempo se iba haciendo tarde. Juan tenía que pescar a Ramón antes de que éste comenzara su partida de mus. Acuciado por la hora, se apresuró calle arriba.

Era completamente contra la regla el ir a la taberna donde Ramón todos los días pasaba un par de horas después del trabajo, antes de hacer las cosas del Partido. Por casualidad Juan le había visto allí una tarde y Ramón se había enfadado mucho. Le había dicho que mientras estaba en la taberna, nunca hablaba a alguien que estuviera en contacto con el Partido. Si alguno de los camaradas aparecía por allí, se hacía el desentendido, porque era de la mayor importancia que le conocieran como un fulano de buen humor que iba allí a jugar al mus o a discutir de toros o de fútbol y a quien la política repugnaba. Durante años había tenido mucho cuidado en no rozarse con nadie que pudiera tener cuestiones con la política. El tabernero estaba dispuesto en cualquier momento a garantizarle como un parroquiano inofensivo. Allí, en la vieja taberna, bajo la mirada de cristal de las cabezas de toros que adornaban las paredes, Ramón discutía los méritos de los matadores pasados y presentes con el tabernero y cambiaba las bromas de ritual con los compañeros de la partida diaria de mus, acciones ejemplares en un ciudadano, en la opinión de la policía.

Juan apretó el paso, un poco corto el aliento. El pecho le había molestado durante todo el día. Una vez que estuviera en Inglaterra, no iba a meterse en otro taller donde tuviera que tragar el polvillo del metal. Allí necesitaban obreros inteligentes, seguramente podría ir a una escuela o tal vez podría hacer algo en lo que a él le gustaba más, arreglar relojes. Esto le gustaba a Lucía.

¡Qué larga era la maldita cuesta! No tenía necesidad de correr tanto. Si no había calculado mal, estaría en la taberna antes de que llegara Ramón, cuyo taller estaba más lejos que el suyo. Aún sería mejor si se hacía el encontradizo con Ramón en la calle. Se enfadaría mucho menos. Lo más importante era convencerle desde el principio de que tenía motivos de verdad para aparecer así en el terreno prohibido. Una vez más, el muchacho repasó su cadena de argumentos: la investigación de la policía sobre su padre, la detención de don Américo, el plan de ir a Inglaterra. ¿Lo de su padre y el coronel Caro? No. Tuvo un momento de rebeldía: ¡Qué se vaya Ramón a la mierda!

Juan llegó al último trozo de la calle de Embajadores donde la cuesta termina y la calle está a nivel. Desde allí veía la taberna. Las aceras estaban llenas de gente. Si pasaba la taberna y después se paraba a encender un cigarrillo, nadie se fijaría en él, pero él podría ver si Ramón estaba dentro o venía por la calle. Las puertas de la taberna estaban abiertas de par en par. Podía ver la gente dentro, y Ramón aún no había llegado.

Tal vez lo mejor era desistir de hablar con Ramón y resolver las cosas como a él le pareciera mejor, con Partido o sin Partido. Se detuvo y miró por encima del hombro. Sí, allí venía Ramón, andando a zancadas. ¡Estaba sano el animal! No se le cortaba el aliento como a él. Aún tenía tiempo, Ramón no le había visto todavía. Juan se volvió, abriéndose paso hacia la puerta de la taberna, pasándola y yendo a cruzarse con Ramón.

De pronto, sin saber cómo, se encontró cara a cara con los falangistas que habían estado a la puerta del taller y de la taberna donde había entrado Rufo. Uno de ellos, el chulo, miró a Juan a través de párpados entornados y llevó una mano al bolsillo de atrás del pantalón.

Fue como una explosión en el cerebro de Juan: era a él a quien habían seguido, no a Rufo. ¡Pedro! Ramón se dirigía hacia él con cara furiosa. Iba a hablarle, y los dos cerdos falangistas iban a verlo. Se iba a convertir en un delator… ¡Tienes que hacer algo! ¡Ahora mismo! Lo importante es Ramón. ¡Avísale! ¡Distráeles la atención! ¡Corre!

Juan se dirigió a los falangistas en tres zancadas y gritó tan fuerte como lo permitía su voz chillona:

—¡Soplones! ¡Hijos de zorra!

Se volvió y echó a correr a través de la calle. La gente se dispersaba a su paso. Los dos falangistas corrieron tras él, el más viejo sacando su pistola. Juan estaba a punto de volver a la esquina de la calle de la Encomienda, cuando la pistola sonó. Dos balas se perdieron, dos le hirieron en la espalda, la quinta le rompió el espinazo. Cayó de bruces y la sangre se extendió rápidamente sobre el asfalto polvoriento.

Los dos falangistas se inclinaron sobre Juan y le volvieron sobre la espalda. Una pareja de la policía armada se abrió paso a través de la gente que se arremolinaba, y dejaron un espacio libre alrededor del charco de sangre que se extendía lento. Algunas gentes se alejaban deprisa, asustadas o murmurando agriamente, pero otros aumentaban el corro de caras curiosas.

El pistolero falangista registró los bolsillos del muchacho muerto. No había en ellos más que la tarjeta del seguro y unas cuantas fotografías de una muchacha.

—A don Antonio no le va a gustar esto —murmuró el otro falangista—. Ahora no podemos sacar nada en limpio de él.

—Uno menos —dijo desdeñoso su camarada. Se volvió a los guardias—. Tan muerto como mi abuelo. Nos ha atacado ahí. Bueno, vamos a arreglar esto. Ustedes se encargan de que le recojan y nosotros vamos a dar cuenta a la comisaría.

En la taberna, al otro lado de la calle, Ramón se dejó caer en la banqueta arrimada a la mesa de costumbre, bajo la cabeza de un toro retinto, con cuernos de puntas blancas. Alrededor de los labios se le marcaba una línea verdosa.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el tabernero detrás del mostrador.

—No lo sé. He oído unos tiros y me parece que alguno se la ha ganado por primo.

—Eso pasa por meterse en lo que no le importa a uno —dijo el tabernero—. ¿Qué va a ser, Ramón? ¿Lo de siempre?

—Sí, lo de siempre.

Mucho antes de las nueve, Antolín estaba en el café Lisboa. No esperaba que Juan y Lucía fueran más temprano, pero necesitaba descansar. Desde el mediodía no había parado ni un momento. No le importaba el ruido ensordecedor que le rodeaba; hasta lo encontraba sedante porque le dejaba a solas consigo mismo sin sentirse solo.

Desde que había comenzado la mañana con sus visitas y sus despedidas, pesaba sobre él un sentimiento de finalidad que al mismo tiempo le vigorizaba. Como si no pudiera permitirse más el lujo de titubear, había resuelto todos los problemas prácticos con que se había enfrentado con rapidez y éxito. Había obtenido un largo pedido de herramientas y aceros de don Tomás y a través de él había visto a dos posibles compradores más, comerciantes normales que no habían tratado de mezclarle en combinaciones sucias como el coronel Caro. Y se había ganado las simpatías de este granuja escurridizo, sin tener que mover un dedo: don Tomás había pedido al coronel que se encargara de obtener las licencias de importación para él a un precio fabuloso. Había reservado un asiento en el avión del jueves por la tarde —el inglés, no el español—, aunque al principio esto parecía imposible. Había revisado sus cuentas y visto que aún le quedaba bastante del dinero que le habían permitido sacar en Inglaterra, para dejar a Luisa y Juan, al menos hasta que pudiera mandar más dinero a Luisa desde Inglaterra y arreglar la manera de que Juan saliera de España. Lo que le quedaba por hacer era ponerse de acuerdo con Juan para que no tuviera necesidad de una correspondencia que pudiera ser peligrosa. En los tres días que le quedaban por estar en España, no esperaba tener dificultades con las autoridades de Franco, con tal de que se callara la boca y guardara su odio furioso. Al menos, durante el día, no había visto ningún signo de que le vigilaran, y cuando había ido a la fonda poco después de mediodía, doña Felisa le había dicho que no había habido nuevas investigaciones.

Estaba preparado para la marcha.

Después de la puesta de sol, en la hora azul de la tarde, había estado bajo las bóvedas de la plaza de la Armería, asomado a los balcones de piedra, contemplando el campo de batalla de diez años antes. Había mirado obscurecerse el cielo encendido y se había emborrachado con el olor seco de sol de la arena, la tierra y las hojas muertas, mientras el viento cortante de la sierra le azotaba la piel con mil alfileres. Había sido su despedida. Eran cosas que siempre había echado de menos en el aire espeso y húmedo de Inglaterra: los colores puros, el aire de cristal, el olor picante de los jardines y las piedras de Madrid. Volvería a echarlos de menos, seguramente, pero su nostalgia estaba muerta ya. Este, al menos, era uno de los fantasmas que no volverían.

Ahora se sentía impaciente por volver a Londres. Había rendido tributo al pasado, ahora quería enfrentarse con el futuro. Se lanzó a pensar si más tarde, en el momento de la despedida definitiva, la ruptura total con Luisa, Pedro y Amelia le dolería; y tuvo que confesarse que no lo creía. Sentía pena, lástima, piedad, pero no dolor ni remordimiento. Era estimulante, en una manera extraña, el haberse arrancado todas las pretensiones y todas las ilusiones mantenidas tanto tiempo. Había roto el capullo de las tradiciones establecidas en las relaciones humanas que se le dan a uno hechas.

Si dejaba España por Inglaterra, no era para volver como un emigrado que se acoge a un asilo, tampoco como un sin patria, sino como un emigrante que sabe lo que hace y por qué. No podría acusar a la suerte o al destino de los contratiempos futuros. Si se llevaba a Juan y a Lucía en su nueva vida no era por un sentido convencional de obligación, sino porque los quería tener al lado suyo; aceptaba de antemano el riesgo y la responsabilidad. Si le pedía a Mary que se quedara con él era porque creía en los lazos que les unían, no porque quisiera una mujer agradable en su vida. Hiciera lo que hiciera en el futuro, sería su propia voluntad y libre decisión.

«¿Libre decisión?». La arrogancia del pensamiento sacudió a Antolín. Había creído siempre, y aún creía, que la vida da al ser humano tanto margen para decidir libremente como sitio queda libre entre los dos topes de dos vagones de ferrocarril. Una vez había visto a un enganchador aplastado entre dos topes; los vagones se habían movido una fracción de tiempo más rápido que el hombre.

Su error repentino le hizo pensar en Mary. Tal vez le había pasado algo mientras él no estaba allí. Tal vez se había cansado de esperar a un hombre absorto en sus propios problemas. Sabía muy bien que a ella no le importaba el estar casada o no, pero podía sentir el que él aceptara tan egoístamente su sacrificio. Era imposible para ella adivinar que en aquel mismo momento ya estaba pensando en ella como si fuera su mujer, y no como su querida. Tal vez, calladamente, despreciaba el que él fuera un extranjero. O tal vez era culpa suya si no había acertado a mostrarle que su sentir hacia ella era amor. El mismo no lo había sabido hasta que su momentáneo capricho por Conchita le había enseñado otra cosa. Por último, ¿no podría ser que le disgustara su regreso a Inglaterra, considerando que desertaba de su puesto entre su propia gente? Antolín tenía una idea de que Mary, que odiaba intensamente a Franco, deseaba secretamente que su amante trabajara en el movimiento ilegal en España, si es que tenía que ir a España. ¡Sabía tan poco de lo que ella realmente pensaba! Se había contentado con su paciencia serena, con su presencia alegre. Se avergonzaba al pensar ahora cómo se había dejado llevar, envuelto en una neblina de sus propias emociones.

Comenzó a componer en su cabeza largas explicaciones que daría a Mary, todas con un espíritu de humildad inconsciente. Lucía tuvo que hablarle dos veces: «¡Señor Antolín!», antes de que se diera cuenta de que estaba allí.

—¡Hola, Lucía! Has venido temprano. ¿Dónde está Juanito?

—Señor Antolín —dijo la muchacha entrecortada—, no ha venido a buscarme. Tiene que haberle pasado algo.

—Siéntate, muchacha, no te alarmes tanto. Supongo que a Juan le habrán entretenido en alguna parte y vendrá aquí directamente, aunque está mal en él que te haya dejado esperando. —Antolín no creía sus propias palabras. La cara de Lucía le contaba claramente la espera ansiosa, la esperanza sin esperanza, y su miedo se le transmitió. La muchacha se sentó sin relajar la tensión, dispuesta a saltar de la silla en un momento.

—No te apures tanto, chiquilla. A lo mejor ha tenido que velar.

—No. Están cortos de trabajo, según me ha dicho.

—Entonces habrá tenido que hablar con alguien y no se ha dado cuenta de la hora. ¿Cuánto tiempo has estado esperando? —Miró al reloj; eran las nueve menos cuarto.

—Le he esperado hasta y media. Juan es siempre muy puntual, señor Antolín. Y hoy sabía que yo estaba preocupada por él y por Pedro; no me hubiera dejado esperar tanto. Estoy segura de que le ha pasado algo. Vámonos, tenemos que encontrarle.

—Primero bébete esto —y empujó hacia ella una taza de café y encendió un cigarrillo para calmarse él mismo. Lucía se bebió de golpe el café, mirando a Antolín por encima del borde de la taza.

—No se ha puesto malo ni le ha pasado nada en el taller. Uno de los muchachos que trabajan con él en el taller pasó con su novia mientras yo estaba esperando, y le pregunté Me dijo que había salido con Rufo y que entonces estaba bien. Pero, señor Antolín, él no tiene amistad con Rufo y su pandilla, y no se ha quedado con ellos. Sé que quería ver al hombre del Partido con el que trabaja. No me lo dijo así ayer, pero estoy segura de ello. Siempre sé cuándo está preocupado con cosas del Partido. Sabe usted, anoche estábamos hablando de Inglaterra, cuando le dejamos a usted, y estaba muy contento. Me dijo una porción de tonterías, bueno, de piropos, y esto no lo hace a menudo. —Lucía se enjuagó los ojos, pero las lágrimas siguieron cayendo a lo largo de su cara.

—Escucha, nena. Si Juan estaba tan contento con la idea, ¿por qué crees que estaba preocupado y quería hablar con alguien del Partido, como tú dices?

—Porque de pronto se calló y puso lo que yo llamo la cara de la importancia. Yo le tomé el pelo por ello, siento haberlo hecho, y me contestó algo que yo no entendí bien, ni creo que él quisiera que yo entendiera, pero todo era sobre que si él cambiaba de chaqueta, y que había que tener fe, y una porción de cosas así. Y ahora estoy segura de que lo que quería decir es que necesitaba primero tener el permiso del Partido. Yo me enfadé y le dije que no quería que fuera como Amelia con su padre confesor, y entonces se enfadó y me dijo si prefería que él fuera como Pedro. Naturalmente le dije que no, sino que quiero que sea como es, y que nunca lo es más que algunas veces cuando está conmigo. Tuvimos una bronca.

—A lo mejor aún le dura el enfado.

Cándidamente, Lucía levantó su carilla:

—Pero, claro que hicimos las paces, señor Antolín. El que regañemos así no tiene importancia. Yo sé lo que realmente quiere decir, y sabe que yo lo sé. No fue más que estaba nervioso porque estaba excitado, y además porque Pedro le había dado un susto. Pero ahora conmigo no son nervios. Yo sé que algo ha salido mal, precisamente ahora, cuando las cosas parecía que iban a salir bien, ¿sabe?

«Sí, lo sé», pensó Antolín, pero siguió tratando de calmarla:

—No lo veas todo tan negro, Lucía. Vamos a esperar aquí un ratito más, hasta las nueve y media, si Juan quería ver de verdad a ese hombre. ¿Tú le conoces?

—Juanito nunca me ha dicho cómo se llama, pero me dijo que sabía dónde encontrarle entre las seis y media y las ocho, y que los otros no lo sabían. Juanito estaba muy orgulloso de ello.

—Entonces pueden estar hablando y hablando, y se le ha pasado la cita con nosotros.

Lucía, exasperada, exclamó:

—Usted no quiere creerme, pero yo sé lo que estoy diciendo. Nadie conoce a Juanito mejor que yo y estoy segura de que no me hubiera dejado plantada. Simplemente, no; ni por ese tío, ni por otro. Señor Antolín, y si Pedro, después de todo, al fin hubiera ido a la policía… y Juanito va a buscar a ese hombre, y la policía les ha cogido a los dos…, le van a pegar y a martirizar. Lo hacen siempre…

El murmuro casi inaudible de sus palabras era peor que el llanto. Antolín se acordó del espiritista que había muerto a manos de la policía y oía sus propias palabras a don Santiago: «Los asesinos de sus hermanos…». Se odiaba a sí mismo por su sequedad de corazón que le permitía pensar en otra cosa que en el muchacho, su hijo, cogido en la maquinaria asesina. Porque le habían cogido, de eso no tenía duda.

Un camarero pasó al lado de la mesa; Antolín le llamó y pago los dos cafés. Lucía se había levantado y estaba en la calle antes de que terminara. El viento sutil obligó a Antolín a abrocharse la americana, pero cuando tomó la mano de Lucía estaba ardiendo.

—Pero ¿dónde vamos a ir a buscarle, Lucía? No puedo ir a preguntar a la policía, creo.

Ella se detuvo a pensar:

—La señora Luisa sabrá dónde está Pedro ahora y entonces usted va a buscarle; y él tiene que decirle lo que ha hecho. Usted puede obligarle a que lo diga. O tal vez la señora Luisa ha oído algo.

—Bueno. Vamos allí primero.

Antolín sabía que iba a caer en las manos de la policía en el cuarto de Luisa, si los miedos de Lucía eran verdad. Pero en todo caso no iba a escapar de ellos, hiciera lo que hiciera. No había mucho que escoger. Sólo podía decidir el hacer lo que no tenía miedo de evitar. Lo mismo que el enganchador entre los topes.

—Puede haberle pasado un accidente en la calle, Lucía, y entonces ya lo habrán sabido en casa de Luisa por la Casa de Socorro —dijo débilmente. Un accidente les parecía una alternativa mucho menos terrible, y comenzaron a discutir su posibilidad como si creyeran en ello, hasta que llegaron a la calle del Amparo.

En el portal dijo a Lucía:

—Quédate aquí hasta que yo baje. —¿Por qué arriesgar la libertad de ella si la policía estaba escaleras arriba? Ella asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Antolín subió la interminable escalera con pies pesados como plomo.

A su llamada a la puerta, ésta fue abierta por un hombre bajo y rechoncho con el sombrero encasquetado en la coronilla. Desde luego, a Juan le habían detenido; no había duda. Entonces vio a Luisa hecha un ovillo en una silla, Amelia recostada sobre la mesa, y una expresión en sus caras que le impulsó a cruzar instantáneamente a su lado:

—¿Qué ha pasado?

—¡Eh, un momento, un momento! —dijo el agente, tirándole de la manga—. Usted, ¿quién es, si se puede saber?

—¡Papá! —gritó Amelia rompiendo a sollozar.

—¡Ah, vamos!, ¿tú eres el papaíto? —preguntó el gordinflón—. Me alegro de que aparezcas. La vieja es sordomuda y la chica poco menos. —Se volvió la solapa de la americana y mostró la chapa de policía—: Policía Secreta, supongo que sabes lo que es, ¿no?

Un segundo policía, también con el sombrero encasquetado, pero tan flaco y amarillo que parecía que le habían escogido para compensar a su colega, apareció en la puerta de la alcoba del muchacho:

—Aquí no hay nada: Lo que yo te he dicho, una plancha.

—Tú te callas. —El primer agente se dirigió a Antolín en su mejor tono oficial—: ¿Así que usted es el padre de Juan Moreno?

—Sí, señor. ¿Por qué?

—¡Oh, nada! Es que tenemos al chico ahí, a la vuelta, en el depósito, y nos hace falta alguien que le identifique. Usted nos sirve de primera para el caso.

—En el depósito. —No era una pregunta. Los sollozos de Amelia aumentaron de volumen. Luisa no se movió.

—Sí, allí. —El agente encogió los hombros exageradamente—. Parece que su chico era un rojo y esta tarde ha atacado a varios camaradas de Falange en la calle. Con una pistola. Y se ha encontrado lo que buscaba.

—No tenía pistola.

—Eso lo dice usted, claro. Usted no vive aquí, me han dicho… En fin, nosotros tenemos órdenes de hacer un registro aquí y llevarnos a alguien que lo identifique. Tiene la tarjeta del seguro, pero hay que hacer las cosas en regla. Si usted quiere saber algo más, pregúntele al comisario.

Cerró el cuarto de los muchachos y se guardó la llave en el bolsillo.

—Puede usted cuidar de las mujeres mientras terminamos —dijo—. Les hace falta. —Y con el otro policía comenzó a vaciar el contenido del aparador en el suelo, separando cada trozo de papel que aparecía. Los papeles formaban un montoncito ridículo.

—Amelia…

Se dejó caer sobre el hombro de Antolín y sollozó:

—¡Dios se apiade de su alma!…

—Dios se apiade de todos nosotros —murmuró Antolín—. Dios nos enseñe a apiadarnos de los otros.

Los agentes estaban descolgando los cromos de la pared y arrancándolos de los marcos.

—Gente limpia, no hay chinches —dijo el hombrecillo con aprobación—. Vamos a ver que hay en la cocina.

Sobre la cabeza inclinada de Amelia, Antolín los veía vaciando latas sobre la mesa de la cocina: harina, judías blancas, pimentón.

—Tú, no lo mezcles —dijo el gordo.

Luisa seguía sentada en su silla, sus labios moviéndose sin emitir un sonido, los ojos vacíos. Antolín le tocó un hombro. Hizo un movimiento huyéndole y volvió a su inmovilidad.

—¡Luisa!

Su mirada se fijó mucho más atrás de su cara.

—Amelia, ¿qué podemos hacer para ayudar a tu madre?

Los dos agentes volvieron a la sala:

—Sabe, está exactamente igual que cuando hemos venido. ¡Chalada! Ni se ha enterado de lo que hemos dicho —explicó el agente. El otro, el flaco, se había metido en la alcoba de Amelia, tirando las ropas, rasgando los colchones en busca de papeles escondidos.

—¿Es verdad lo que dice este hombre? Entonces, no está así por lo de Juan.

Amelia jugueteó con la medallita de oro que llevaba en la garganta:

—Es verdad, papá. Así estaba esta mañana cuando yo he venido. Los vecinos dicen que está así desde que se enteró de lo de don Américo. —Se santiguó—. Mamá no me ha dicho ni una sola palabra desde que estoy aquí. Yo creo que está hablando con los espíritus todo el tiempo.

La muchacha se encontró con la mirada de Antolín y se puso púrpura. Torpemente comenzó a defenderse contra un reproche no hecho. Le gustaría consolar a su madre, pero su madre no quería los consuelos de la Fe. Su madre se había puesto en contra suya, porque se había formado una idea injusta de ella; tampoco había escuchado a los agentes cuando le contaron «la terrible cosa que había pasado a Juanito».

Todo esto le dijo Amelia con una voz de llanto, pero al mismo tiempo como si su madre estuviera a kilómetros de distancia, como si Juan no fuera más que un conocido de la familia. Antolín no pudo aguantar más y la interrumpió:

—El pobre, debe de haberse sentido miserable entre todos vosotros. Pero ahora es tu madre la que necesita ayuda. ¿No puedes…? —Quería decir: «¿No puedes pensar en ella, en lugar de pensar en ti?».

Pero entonces pensó que él mismo no era mucho mejor que su hija. Él tampoco había querido lo bastante a ninguno de ellos como para ser capaz de romper la pared que les separaba. Había comenzado muy tarde a pensar en dar a Juan la compañía que necesitaba.

Antolín se acercó de nuevo a Luisa, pero la mirada vacía de ésta le hizo retroceder. Se volvió desesperadamente a Amelia:

—Ya veo que esos hombres están terminando de deshacer la casa. Me van a llevar con ellos, y no tengo la menor idea de cuándo, o de si voy a volver. Aquí tienes trescientas pesetas. Tienes que ocuparte de tu madre. Llama a un médico. Si puedes, pide un colchón prestado a un vecino. Ya veo que han destruido las camas.

—Pero, papá, yo quiero dormir esta noche en el convento. Le he dicho a la Madre Superiora que iba a ir.

—Sí, entiendo perfectamente por qué no quieres estar aquí, pero tienes que quedarte. Si tu madre no te habla, tienes que aguantarte. Ya sabes por qué. Está enferma, tú también lo estás. Y yo —agregó para sí, precisamente cuando el jovial agente se dirigía a él y decía:

—Qué, ¿estamos listos? Pues vámonos.

Luisa no dio señal de haber oído. Amelia se metió en su cubículo, corrió la cortina y comenzó a rezar.

En las escaleras no encontraron a nadie, pero la casa zumbaba como un avispero tras las puertas mal cerradas. Antolín se apresuró en el portal delante de los dos agentes y pasó ante Lucía sin volver la cabeza. Esta había iniciado un paso hacia adelante y se detuvo en el sitio cuando vio su cara. El agente gordo no hizo caso de ella, pero el flaco, a despecho de su cara taciturna, dijo:

—Qué, ¿te ha plantado el novio esta noche, guapa? No te apures. Si te hace falta un hombre, me avisas.

A su espalda, Antolín oyó el taconeo de Lucía sobre las baldosas de la acera. En el patio, la señora Paca, la portera, levantó la voz:

—Yo no creo que el chico tuviera una pistola, pero una no puede fiarse. Dicen que le han convertido en un colador. Trece balines de ametralladora…

—A la tía esa la debían nombrar pregonero —gruñó el agente chiquitín—. ¿Qué te parece? ¡Trece tiros, nada menos! Naturalmente, tenían que ser trece para que ella estuviera contenta… Feliciano, tú te vas a la comisaría y das el parte. Sin novedad… El depósito no está lejos, señor Moreno, después tendremos que ir a la comisaría también. ¿Usted estaba en el extranjero, no? Entonces no sabía mucho sobre el chico, y esto es mejor para usted ahora. Mejor no saber nada en estas cosas. —Siguió charloteando hasta que llegaron al depósito.

En la portería del depósito un guardia y un ordenanza jugaban a las cartas. El agente les saludó como a viejos amigos. Después de cambiar unas cuantas bromas, el ordenanza se enfundó una blusa blanca y tomó un manojo de llaves. Tuvieron que ir a lo largo de un pasillo abovedado lleno de ecos. El ordenanza abrió la puerta:

—Esta noche no tenemos muchos huéspedes.

Estaban en una sala construida enteramente de piedra. El techo estaba abovedado, a lo largo de las paredes se alineaban mesas de piedra, el piso se inclinaba suavemente hacia un sumidero central. Aunque bien ventilado, el cuarto estaba frío como una cueva, impregnado del olor dulzón de la muerte, que a pesar de su sutileza no conseguía anular el fuerte olor a desinfectantes. Sólo cuatro de las mesas de piedra estaban ocupadas: una sábana blanca cubría un cuerpo, los otros tres estaban completamente desnudos, cada uno con un tarjetón cuadrado con un número sobre el pecho, y un montón de ropas en el suelo a los pies de la mesa.

Juan descansaba en la piedra entre los otros dos cuerpos desnudos. Tenía tres manchas obscuras: dos a la izquierda bajo el hombro, la otra justamente bajo el esternón. Tres bocas de labios púrpura. Antolín miró en silencio.

Había visto muchos cadáveres durante los bombardeos de Londres y no sentía miedo ni repugnancia. Sólo se sentía vacío. Su cerebro era un hueco dolorido entre paredes de hueso. Esto era Juan, su hijo. La cara serena sin distorsión de dolor, la piel joven y tirante, muy blanca. Sólo el cuello, la cara y las manos estaban obscuros de aire y sol. ¿De qué color eran exactamente sus ojos? Los párpados estaban cerrados. Había sido delgado y con el pecho estrecho. Aún no había terminado de crecer.

Antolín miró estúpidamente las tres heridas por las que la vida se había derramado igual que el vino de un barril a través de la canilla abierta. Anduvo hasta la cabecera de la mesa por su lado izquierdo y besó la frente de Juan. Sólo cuando vio caer una gota en el pecho liso, hundido, se dio cuenta de que estaba llorando. Volvió la cabeza y usó un pañuelo ruidosamente.

El agente preguntó:

—Bueno, ¿qué? ¿Es su hijo?

—Sí.

—¡Hum! Anímese, hombre. Lo siento.

El ordenanza carraspeó. Antolín se volvió hacia él:

—¿Se le podría tapar?

—Desde luego. Le vamos a poner una sábana encima, ahora que ya sabemos quién es. —Miró el dinero que Antolín ponía en sus manos y dio las gracias efusivamente.

La mirada de Antolín fue de su hijo al cuerpo que reposaba a la izquierda. Era el cuerpo de un hombre viejo y frágil, con una piel desecada como un cuero antiguo. Sus ojos estaban abiertos de par en par y sus labios dilatados en una sonrisa desconcertante. No tenía herida ni lesión aparente y parecía menos muerto que el muchacho.

El ordenanza dijo:

—Este es el espiritista, señor. Le trajeron aquí esta mañana.

—Un pobre viejo chalado que creía en los fantasmas —aclaró el agente.

—Bueno, aquí los fantasmas no van a venir a visitarle. Se iban a asustar —comentó el ordenanza.

—Esto tiene gracia —dijo el agente—. El viejo que está ahí vivía en la misma casa que su familia. En la buhardilla, encima de ellos. Algunas gentes dirían que la casa tiene mala suerte, pero yo no soy supersticioso. A esto lo llamo yo una coincidencia. Pero le hace a uno pensar, ¿no es verdad? El viejo loco murió anoche en nuestra comisaría. De miedo, según me han dicho.

«Así que éste es don Américo, que murió porque Amelia y el cura le denunciaron, pensó Antolín. Es verdad que no le han pegado. Se murió de susto…, esto es peor aún».

Pensó en la parte que le tocaba en la muerte de aquellos dos que estaban allí, exponiendo sin defensa la desnudez de sus cuerpos. Su venida había desatado las fuerzas que habían aplastado a su hijo y al inofensivo viejo.

El agente le tocó el brazo. Antolín se retiró y echó a andar sonámbulo.

—Sí, tenemos que marcharnos. ¿Supongo que se puede arreglar un funeral?

—Desde luego, pagándolo, claro —contestó el ordenanza.

La noticia del tiroteo en la calle Embajadores se extendió rápidamente, aumentada y distorsionada en oleadas amplias que inundaban los bares llenos y las calles llenas de vecinos. En cuartuchos innumerables, partidarios de uno u otro de los grupos antifranquistas quemaban a toda prisa hojas de propaganda, y volvían sus bolsillos en busca de papeles comprometedores olvidados, o buscaban escondites más recónditos para las armas prohibidas. Muy pocos habían conocido a Juan, muchísimos menos sabían quién era y por qué o por quién había sido muerto. La historia que la mayoría de las gentes había oído decía que era obra de un delatador, que uno o más miembros de un comité ilegal habían sido muertos en una redada, y que la policía iba a hacer un copo en el barrio. En la atmósfera de desconfianza general, florecían por igual la cobardía y el valor. Al cabo de una hora, familias enteras se encontraron rodeadas por una pared de silencio, bien porque sus vecinos sabían que eran amigos de los elementos en el poder o porque sus vecinos sabían que eran adversarios al régimen. Hasta los grupos de vecinos en las calles y en los patios se deshacían, divididos por sus simpatías y sus miedos.

En la calle del Amparo y sus alrededores las noticias se aproximaban más a la verdad; muchos habían visto a los agentes venir e irse. El señor Eusebio supo por su mujer, que lo había oído de la portera, que algo había pasado al hijo más joven de Antolín y al mismo Antolín. Estaba en la cama, torturado por el lumbago, pero se tiró de ella sin hacer caso de las lamentaciones de su mujer:

—Mira, tú sabes que yo no me meto en políticas porque no sirvo para ello, pero un amigo es un amigo, y estos cerdos no van a conseguir que me olvide de ello —gruñó. Pero cuando iba cojeando calle abajo, hacia el número 17, titubeó: no estaba muy seguro de poder hacer algo sin meterse en la boca del lobo. Un corro había formado un amplio espacio ante el portal; y dentro, en el patio, sonaban voces chillonas.

Lucía, recostada contra la pared, llorando sin ruido y sin consuelo, reconoció al viejo Eusebio y se echó en sus brazos:

—Han matado a Juanito… Dicen que le han matado a tiros…

Eusebio estaba preparado para la noticia, apretó contra sí a la muchacha y se la llevó lejos de la peligrosa zona vacía vigilada por ojos invisibles. La consoló con palabras simples, convencionales, pero las mejores que se le ocurrían.

—Puede que no sea verdad, chiquilla. Tú sabes lo que es la gente cuando comienza a hablar. Es verdad que ha habido unos tiros hacia Progreso, pero… —No pudo terminar la mentira.

Lucía no hacía caso de sus torpes esfuerzos. Al cabo de unos minutos encontró energía para hilvanar las palabras, desde un rincón de su mente que no lloraba por Juan pero temía por el padre de Juan.

—La policía estaba arriba y se llevaron al señor Antolín hace un rato. Cuando pasó delante de mí en la puerta no me habló. La señora Paca dice que se le han llevado para… identificar… —La palabra se le quedó atascada en la garganta.

—Bueno, entonces ya sé lo que tenemos que hacer —dijo Eusebio resueltamente—. Tú no puedes ir a la policía y preguntar lo que ha pasado, porque si vas, te quedas allí. Maldita la falta que les hace saber que eras la novia de Juan. Y yo tampoco puedo ir, porque a mí me tienen en la lista negra. Pero Conchita puede ir. A ésa no la asustan ni todos los diablos del infierno, y además conoce al comisario. Vente conmigo y cuéntale todo lo que hayas oído. Tú no quieres ir a casa, ¿verdad? Yo le voy a decir a tu madre dónde estás. Así puedes llorar en paz, yo no te voy a regañar porque llores. —Carraspeó—: ¡Así Dios castigue a esos asesinos! ¡Hala, vente, chiquita, y sé valiente!

Conchita se puso inmediatamente en acción. Besó a Lucía y la dejó en los brazos de la asombrada señora Úrsula. Empujó al señor Eusebio en la mecedora y metió a puñadas un almohadón entre el respaldo y su dolorida espalda:

—Tú te cuidas de ellos, madre. Se están aquí hasta que yo vuelva. Si es verdad que han matado a Juanito… He oído decir que había sido a un anarquista, pero si ha sido a Juanito, entonces ya sé quién está detrás de ello y alguno va a pagarlas, como yo me llamo Conchita. Y me voy a traer conmigo a Antolín. Don Carlos hará lo que yo le diga. Ese no se atreve a plantarse delante de mí y del fantasma de don Américo. ¡Ojalá que Antolín no haya metido la pata! No se da cuenta de que esto no es Inglaterra. Y sabe Dios lo que les habrá contado. ¡Me tengo que dar prisa! —Dio un portazo y bajó de tres en tres la escalera, como un muchacho.

Iba pensando: «Eso es. Tenía que pasar. Pedro ha matado a Juan. Y si no me doy prisa le van a matar a Antolín».

Conchita no estuvo más de cinco minutos en la comisaría. Don Carlos estaba libre de servicio, su sustituto se había entendido con Antolín cuando le habían llevado allí. Conchita escuchó la historia de labios del agente Ángel que estaba encantado de ser útil a una curandera.

—Es un tipo que habla como un madrileño, el fulano ese, pero que se porta como un inglés —dijo Ángel con una admiración innegable. Al parecer, Antolín no había perdido la cabeza sino simplemente había pedido una explicación de lo que llamaba el asesinato de su hijo, y la inmediata notificación al cónsul inglés de que estaba detenido. El comisario de guardia no sabía qué hacer. Tenía miedo de detener a un individuo que llevaba en el bolsillo un pasaporte inglés y tratarle como hubiera tratado a un español. Por otra parte, el informe del tiroteo dejaba sin aclarar las ramificaciones del caso, aunque era claro el interés que tenía en él el grupo de Falange del distrito. El comisario había llamado a la Dirección General de Seguridad en Gobernación, y había dado un suspiro de alivio cuando le dijeron allí que les enviara al detenido. Hacía una media hora que se habían llevado a Antolín al sombrío y viejo edificio de la Puerta del Sol Y esto era todo lo que Ángel tenía que contar.

Era lo bastante para hacer salir a Conchita al galope. Antolín no sería el primer preso político a quien le dan dos tiros en el sótano. Y ella no conocía a ninguno de los mandamás allí. No empezarían con él en seguida, pero no había tiempo que perder. ¿Quién tenía vara alta allí? Desde luego, el coronel Caro. Esto quería decir doña Consuelo, que tenía bien sujeto al coronel. Doña Consuelo quería también decir Pedro, y Pedro era Caín. Era un cobarde capaz de salirse con su cobardía. Conchita corrió a casa de la Tronío, sin hacer caso, por una vez, de la rociada de piropos con que la saludaban los hombres a quienes apartaba de su paso.

Conchita estaba hablando a la doncella en el recibidor de doña Consuelo, cuando el mismo Pedro salió de una de las habitaciones interiores, las manos en los bolsillos, el aspecto satisfecho.

—¡Vaya un honor! Me alegro de encontrarte al fin, Conchita. Estás más guapa que nunca, y yo siempre he dicho que eres un cachito de gloria. ¡Pasa, pasa! —Y abrió para ella la puerta del comedor.

Conchita cerró la puerta y se recostó contra ella, enfrentando a Pedro, aunque el tener que hablar a este hombre le cegaba de furia.

—Yo le conozco —dijo trabajosamente. Él la interrumpió:

—Pues claro que sí; nos hemos cruzado en la calle cientos de veces, pero nunca te has dignado a mirarme, mala suerte para mí.

—Yo le conozco. Usted es el asesino que ha denunciado a su propio hermano. Ya puede estar contento, ya le han asesinado.

El primer movimiento de Pedro fue de miedo. Arrastró a Conchita a la sala, mirando por encima del hombro si alguien les había oído. La doncellita había desaparecido. En el cuarto con todas las butacas enfundadas se encaró con ella:

—No hables así. Yo no he denunciado a nadie. ¿Y qué es eso de un asesinato? —Su desafío le sonaba a falso en sus propios oídos, pero no se atrevía a preguntar abiertamente.

—A Juan le han matado en la calle Embajadores hace unas horas.

—Entonces esos idiotas han tirado contra él a pesar… —Se le escapó de la boca sin poder remediarlo y antes de que se diera cuenta de lo que implicaba. Comenzó a temblar.

—Luego tú sabes quién ha sido —dijo Conchita, saltando al tuteo despectivo.

Pedro tartamudeó en busca de palabras:

—Sé que la Centuria andaba tras él… Don Antonio me dijo… Yo he tratado de protegerle.

—¡Mentira! Has sido tú quien les ha puesto tras él.

—¡Yo, no!

—¡No seas estúpido, Pedro! —dijo Consuelo desde la puerta. Entró en el cuarto andando pesadamente, la cara descompuesta, el cuerpo encorvado—. Os he oído, a ti y a Conchita. Claro que has sido tú. Y sé cuándo: ayer, antes de venir aquí. Pero tú no querías que le mataran, ¿no es verdad?

—Consuelo, te juro que yo no he dicho nada de él a la policía. Yo no he querido nunca que le hicieran nada, aunque él siempre me ha odiado. ¡No me mires así, Consuelito! —La voz subió de tono y de pronto sonó igual que la de Juan.

—No a la policía, a esos carniceros de falangistas —dijo Conchita—. Y ahora tienes a tu padre en Gobernación. Le han detenido porque es el padre de Juan y no un falangista como tú, asesino.

—No dejes que me insulte esa mujer, Consuelo. ¡Miente!

La Tronío no dio muestras de haber oído.

—¿Sabe la gente que lo ha hecho Pedro? —preguntó.

Conchita la miró penetrante:

—Aún no, pero lo van a saber pronto. No es tan difícil juntar los trozos de una historia que algunos ya conocen. Yo misma, por ejemplo.

—No debe saberse. Es un asesino, pero no quiero que también a él le maten. Si saben que es un delator, cualquier noche le dan lo suyo. Y tú cierras la boca, Pedro. Esta misma mañana cuando has vuelto me has contado a mí más de lo que crees; y no lo he olvidado.

Pedro la miró de lado, lívido aún, pero menos asustado. Le estaba protegiendo, la vieja zorra. Esto era también una suerte para su padre. Si a Juan le habían matado, había sido por su propia tontería. Pero si se sabía, le iban a cazar como un conejo. Había que dejar a Consuelo que se encargara de este mal bicho, la Conchita.

Consuelo dejó caer sus huesos doloridos en un sillón hondo y blando y dijo:

—Supongo que no has venido aquí sólo para decirle a Pedro lo que pensabas de él. ¿Qué es lo que quieres?

—Quiero sacar a Antolín de allí.

Pedro silbó bajito. Vamos, ¿conque ésas tenemos? El viejo tenía gusto y suerte. Al provocativo silbido, Conchita saltó como una fiera, pero antes de que alcanzara a Pedro, Consuelo se interpuso:

—Márchate, Pedro. Adentro. Es mejor que nadie te vea esta noche. Y si no puedes aguantar el contemplarte la cara, tapas los espejos.

Esperó hasta oír a Pedro cerrar la puerta de la alcoba, después se sentó de nuevo y dijo resignadamente:

—No te quedes ahí de pie, Conchita. Tómalo con calma. No voy a gastar el tiempo, sé lo que significa un hombre en las manos de la Gobernación. Y tú sabes que yo tampoco los quiero. Te quiero a ti y quiero que estés de mi lado. Y tampoco quiero que les pase algo a Pedro o a su padre. ¿Es que te interesas por Antolín Moreno?

—Si hay que decirlo, sí.

—¿Y él se interesa por ti?

—No. Pero ¿qué importa eso?

—Depende. Estas cosas pueden ser un infierno, ¿sabes? Tú entiendes por qué voy a ayudarte.

—Sí. Usted no quiere que yo le cuente a la gente lo que sé de Pedro, porque tiene miedo por su pellejo. No me puedo imaginar por qué se preocupa por esa rata de alcantarilla, pero eso es cuenta suya. Es un trato: yo me tapo la boca, y usted saca libre a Antolín. Ahora mismo, antes de que empiecen con él.

—¿Qué quieres que haga?

—Llámele al coronel Caro para que lo arregle. El puede hacerlo, si le da la gana. Antolín no tiene ningún interés para la policía, la verdad es que no está mezclado en nada, pero una vez que empiecen con él… Y esto no puede pasar, ¡ea!

—¡Tienes razón!

Consuelo salió al recibimiento y Conchita la oyó llamar al teléfono tres o cuatro veces. Después oyó trozos de una conversación que sonaba muy imperativa del lado de Consuelo. Cuando volvió dijo:

—He conseguido cogerle y dentro de un minuto estará aquí. Déjale por mi cuenta.

El minuto fue largo, y Conchita no podía estarse quieta. Zascandileaba por el cuarto, manoseaba las cortinas, los candelabros, la funda del piano. Hubiera sido mejor poder hablar o chillar, pero Conchita no quería herir a doña Consuelo. Tenía lástima por ella como nunca la había tenido. La mujer, aviejada ya, que estaba caída en el sillón, era una extraña; y la manera en que la había oído hablar, seca, rotundamente decente, atormentada, era una cosa impresionante. Conchita la dejó a solas en su propio infierno y no dijo ni una palabra sobre Pedro. El silencio era cada vez más pesado, cargado de todas las cosas que ninguna de las dos mujeres decían.

Al fin el coronel Caro entró en la habitación, la cara roja, amable, un poquito borracho. Consuelo le puso una botella de manzanilla al alcance de la mano y le explicó la situación con frases suaves: Moreno estaba detenido en Gobernación por un error estúpido. A su chico menor lo habían matado en una de esas broncas callejeras, y al comisario de Lavapiés, un idiota, no se le había ocurrido otra cosa que consultar a Gobernación. Naturalmente, había que sacar a Moreno de allí, antes de que los guardias de noche le dieran una paliza. Sería una lástima que echaran a perder un negocio que había comenzado tan bien, «tú, Alfonsito, lo sabes mejor que yo». No había ningún peligro en meterse por medio. Moreno no estaba mezclado en nada, sabía muy bien dónde le apretaba el zapato, ¿no es verdad, Conchita?

El coronel guiñó un ojo a Conchita, llenó su vaso y se echó a reír:

—Sí, hijita, sí, lo que queráis. Cuando una mujer guapa quiere algo, mejor dicho, dos mujeres guapas… Vaya un fulano con suerte, ¿eh, Conchita? En fin, me alegro de que en medio de todo tenga la sangre caliente. No, claro que no, no voy a dejar que quede mal mi amigo de Londres. Y como tú dices muy bien, Consuelo, tenemos que sacarle antes de que le pongan morado a golpes y comiencen a contar cosas en los periódicos. Vamos a ver, ¿quién está de guardia hoy? ¿Marcelino Rojas? No, está en Barcelona. Debe ser Pepe. Es un viejo amigo, uno de los buenos. Te lo voy a traer mañana por la noche, Consuelo. Le gustan altas y delgadas. No es mi gusto, pero supongo que es porque es bajito y gordo. Pero trata de encontrar algo bueno para él, quieres… Bueno, voy a ver si le pesco.

Salió del cuarto dejando la puerta abierta. Le oyeron comenzar una larga conversación por teléfono, cargada de alusiones:

—Sí, chico, sí, puedes creerme. Todo eso es un lío… ¿El chico? Bueno, un imbécil. Nuestros camaradas del Movimiento no le querían mucho y hasta creo que tenían razón, pero inofensivo. Un pez chico, nada que te pueda interesar… Eso, exactamente. Mejor no seguir con ello, ya sabes lo que pasa con la prensa extranjera en cuando pueden agarrarse a algo… El hombre es un hombre de negocios, honrado si los hay, o yo no haría negocios con él… Nada de chuflas con la honradez, que a mí me toca algo… No, no te puedo dar parte en este asunto, pero tengo otra cosa buena para ti. Te lo voy a contar cuando vaya… Exactamente lo que yo creo. Un pasaporte inglés no es una broma… Te prometo que no vas a tener dificultades con el jefe. Al contrario. Tienes rojos de sobra a quienes echar mano… De acuerdo, ahora mismito voy. Y gracias, viejo.

El coronel volvió muy satisfecho, llenó su vaso y recibió las gracias efusivas de las dos mujeres. Cuando la puerta se cerró tras él, la Tronío dijo:

—Está hecho; pero ahora es cuenta tuya el que tu hombre no se meta en más líos, al menos mientras esté aquí. No quiero que se hable de política en mi casa. Desde luego, Moreno no va a querer quedarse de dormida, de manera que llévatele en cuanto puedas.

—Ya sé lo que quiere decir, doña Consuelo. No tendría maldita la gracia dejar a Antolín soltarse el pelo, estando el coronel aquí, Pedro en la puerta de al lado y el pobre chico en el depósito.

La Tronío se encogió de hombros; el timbre de la puerta le dio una excusa para salir y dejar sola a Conchita. Y Conchita pasó media hora sola, una media hora interminable concentrada en hacer planes para Antolín, a quien se imaginaba caído y desamparado. Cuando el coronel y doña Consuelo entraron conduciendo a Antolín, lo primero que a ella le chocó fue su tranquilidad. Se sintió terriblemente avergonzada. Le besó en las dos mejillas porque el coronel lo empujó en sus brazos, con la boca abierta de par en par con una sonrisa y frases pomposas: «Tenía que dar las gracias a quien se las merecía más que nadie». Pero lo que ella no pudo hacer fue dar rienda suelta a su júbilo. Parecía que ahora todo era una tontería sin sentido. Ahora que había ganado su batalla, le flaqueaban las piernas.

Antolín hizo todos los cumplimientos debidos a Conchita, a doña Consuelo y al coronel Caro, bebió un vaso de vino con ellos, y asintió, sin comentarios, a las observaciones alegres del coronel acerca de los errores de los subalternos ignorantes. Nadie mencionó a Juan, nadie preguntó a Antolín cuáles habían sido sus experiencias durante su detención, y él no habló de ello tampoco. Las pausas en la conversación comenzaron a hacerse más y más largas. El tintineo del piano en el comedor les tenía inquietos en sus asientos. Antolín, por último, resolvió la situación. Dijo:

—Me va a tener que perdonar, doña Consuelo. Estoy muy cansado y sé que les estoy aburriendo. No se preocupe por mí, señor Caro. Espero que pase aún un buen rato. Y muchas gracias otra vez. Nos vamos a ver mañana, pero ahora no sé de qué tiempo voy a disponer, como comprenderá.

—¿Han ido muy mal las cosas? —preguntó Conchita en cuanto estuvieron en la calle.

—¿La policía? No muy mal. No les he dejado el tiempo bastante para acoquinarme, Conchita. Bueno, me han amenazado, me han prometido cosas, la eterna historia, pero ellos mismos no sabían qué hacer contigo, ni lo que querían sacar de mí. Supongo que hubieran querido descubrir un gran complot, con Juanito y yo como cabecillas, para que así su asesinato no pareciera tan bárbaro. No saben nada sobre él y no sabían qué pensar de mí. Así que no soy ni un mártir.

—Tienes una manera de hablar tan rara, Antolín. Como si no te importara lo que hubiera podido pasarte —dijo Conchita de mal humor.

—No te enfades conmigo, querida. Creo que me pasa lo mismo que a cualquiera después de una operación cuando aún no se ha ido el cloroformo. Puedo hablar y decir cosas, pero aún no las siento.

—Pero tienes que contarme más, yo quiero saberlo. Mientras estabas allí, me entraban sudores de sangre. Estos asesinos…, don Américo y Juan, uno tras otro… No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo con lo que ha pasado. ¡Tú no eres como esos ingleses que tienen sangre de besugo en las venas, Antolín!

Antolín se sonrió, aunque sólo con los labios.

—A lo mejor se me ha pasado el vicio de los ingleses, lo que ellos llaman understatement, quitar importancia a las cosas, pretender que nada es tan serio como parece.

—¡A la mierda las costumbres inglesas! Háblame, Antolín. Sé humano, chilla, blasfema, es mejor para ti.

Él se paró bajo una farola y la miró a la cara:

—Déjame tomar aliento, Conchita. Ya no va a durar mucho, porque me tengo que ir el jueves. Ese oficial de la policía, el amigo del alma de Caro, me ha dejado en libertad con la condición de que no voy a retrasar el viaje. A cambio de ello, me ha prometido avivar todos los trámites sobre Juan, la autopsia y el certificado de defunción, para que pueda asistir al entierro de mi hijo. No creo que pueda hacer mucho más. Tal vez encuentre a alguien que se ocupe de Luisa; creo que no puede recuperarse y que su cabeza se va. Yo ya no existo para ella. Y, posiblemente (sí, esto es algo que quería hablar contigo), posiblemente podamos hacer algo por Lucía. ¿Dónde está la chiquilla ahora? Cuando yo subí a la casa, la dejé en el portal.

—Está con mi madre y con Eusebio. Me la trajo a casa y allí están esperándonos. La he prometido que ibas a volver conmigo, sabía que lo iba a conseguir. Pero de verdad es a Eusebio a quien le debes las gracias. Vino y me contó todo justamente a tiempo. Si no lo hubiera hecho, yo no hubiera sabido una palabra y después hubiera sido muy tarde para hacer algo.

—Has venido a tiempo, porque tú eres tú. Lo sé, aunque no haya dicho una palabra. Es extraño cómo todas la cosas coinciden, hasta Caro y esa pobre mujer que tiene la casa de citas. Pero, volviendo a Lucía: ¿Tú crees que debería llevármela a Londres conmigo? ¿Sería una buena cosa para ella?

—¡Oh, Antolín, eso es la solución! He estado pensando en la chiquilla. Está realmente desconsolada; quería de verdad a Juan y no va a poder sobreponerse a su pérdida, si se queda aquí donde todo el mundo sabe que era la novia del que mataron los falangistas. Tú sabes cómo es la gente, la van a huir como si tuviera la peste y no va a poder tener amigos ni hablar con nadie. Su madre es una buena persona, pero es completamente estúpida, y a Lucía no le queda nadie más. Llévatela a Londres. Es decir, si quieres tenerla contigo. No la dejes sola aquí.

—Quería habérmelos llevado a ella y a Juanito, y quería llevármela a ella más que a Juanito, Dios me perdone.

—¿Y tu Mary? ¿No le va a importar tener una chica española?

—No lo creo.

—Entonces todo está arreglado y me alegro por la muchacha. Te quiere.

Después de una larga pausa, cuando ya llegaban a la plaza de Antón Martín, Antolín preguntó:

—¿Tú no crees que es un error arrancarla de sus raíces? La chica tiene aquí lo suyo.

—No digas tonterías, Antolín. Todos tenemos las raíces rotas. Lo nuestro, ¿qué es lo nuestro? La mayoría de la gente joven daría cualquier cosa por marcharse a América. Saben que aquí no tienen esperanza. Y para Lucia menos, como te he dicho.

—¿Quisieras venirte conmigo, Conchita?

—¡Por los clavos de Cristo, a ver si te crees que me vas a llevar a mí también! Además, a tu Mary no le iba a gustar ni un pelo. Yo estoy bien donde estoy. De verdad, me quiero quedar aquí y hacer un montón de cosas que no he hecho antes porque… Bueno, me quiero quedar aquí y hacerle pasar las de Caín al don Carlos, por lo del pobre don Américo… y hay algunos otros a los que quiero dar una lección. No creas que todo el mundo tiene miedo de los cerdos que están en lo alto; hay muchos que no les importa lo que les pase, con tal de poder hacer algo que valga la pena. Yo no voy a ser un buen miembro del movimiento ilegal. No puedo aguantar a esas mujerucas con pantalones que no pueden pensar en nada más que en las reglas de su partido. Pero tengo algunos buenos amigos que trabajaban con mi marido. Sí, no pongas esa cara, he tenido un marido y le quería mucho. Era un socialista y le fusilaron, pero aún no se me ha olvidado nada de lo que me enseñó.

—Tienes que tener cuidado, Conchita.

—Ya lo voy a tener, no te preocupes. No estoy cansada de la vida. Sólo que ya no puedo seguir haciendo tonterías. Y yo no soy como tú, no me puedo estar quieta. Si tú te quedaras aquí, íbamos a estar regañando a cada momento. Así que es mejor como es, ¿no? Yo me quedo aquí, que es mi sitio, y tú te vas al tuyo.

—Ahora eres tú quien está diciendo tonterías. Si me quedara en España, tendría que hacer algo que valiera la pena, como tú dices, en lugar de armar líos sin hacer nada. Conchita, en el depósito, don Américo estaba al lado de Juan.

—Dios los tenga en su gloria y nos ayude a nosotros a castigar a sus asesinos.

—¿Tú crees en Dios, Conchita?

—Claro que sí. ¿Qué te crees tú? ¿Tú no crees?

—Sí, pero ya no puedo rezarle; eso lo he perdido.

—A Él le tiene sin cuidado. Déjate de dar vueltas a la cabeza, Antolín. Ya estamos en casa. Ten cuidado con el escalón.

Lucía se había quedado dormida en su silla y no se despertó cuando llegaron Conchita y Antolín.

—La he dado tres aspirinas en el café —dijo doña Úrsula.

El viejo Eusebio palmeó la espalda de Antolín y retorció las manos de Conchita. Tenía los ojos llenos de agua y se reía. Pero no hablaron aún. Entre los dos hombres levantaron a la muchacha de la silla y la llevaron a la alcoba de Conchita. Pesaba muy poco. Conchita le quitó los zapatos y le echó una manta encima. Lucía se movió y balbuceó unas palabras, pero siguió dormida. La señora Úrsula se marchó a la cama después de dar y dar vueltas alrededor de Antolín y su hija. Se quedaron solos Eusebio, Conchita y Antolín, bebiendo café puro y hablando en voz baja, hablando de sus esperanzas sin esperanza para España, del miedo que llenaba el mundo, de los jóvenes, de lo que ellos habían sido y de lo que podían haber sido los que ya no estaban. A veces se quedaban en silencio, agotados pero demasiado sacudidos aún para poder dormir. Antolín pensó entonces en las caras serenas y quietas del depósito. ¡Oh, sí! Estaba bien velar con ellos y no dejarles solos en la larga noche.

Los gorriones comenzaban a piar en la calle y a través de las cortinas se filtraba una luz fría, clara como un cristal.