—Estoy muerta —dijo la Tronío, abriendo la cremallera del lado izquierdo de su traje negro de seda y desenganchando los corchetes del corsé en el sitio donde éste apretaba directamente su estómago. Pedro, tumbado en la butaca con aires de señor y dueño, contestó perezosamente:
—¿Por qué no te quitas todo de una vez? Con el tipo que tienes, aún puedes permitirte el lujo.
—Gracias por el cumplido. Puedo ser tan tonta como para dejarte aquí, pero no para tragarme cuentos. —Al mismo tiempo pensó que era agradable tener a alguien en la alcoba con quien hablar—. Parece que estás muy contento, Pedrito. ¿Cómo han ido las cosas en casa? —Consuelo se dejó caer sobre el sofá—. Tengo media hora libre. Gracias a Dios que han dejado de bailar y alborotar, pero no me puedo quedar más aquí. Hay un tipo con el que tengo que hablar en cuanto acabe con la chica. ¡Negocios!
—¿Quién es? —Desde luego, el tío de la cocaína, pensó Pedro, pero no lo dijo.
—Te gustaría conocerle, ¿no? —Le miró seriamente—: ¡Y que no te pille yo tratando de sonsacar a las chicas para saber quién es! Aunque las pobres no saben mucho y poco te pueden decir. Tal vez te lo diga yo un día, pero sólo cuando estés metido en menos líos que ahora.
Pedro hizo un gesto de malhumor, pero interiormente se sintió halagado. Podía esperar ahora que ella no le dejara escapar. Estaba en la alcoba como en casa, con toda la noche por delante. Más tarde sería ella la que le contaría sus secretos, uno por uno, para sujetarle mejor. Siempre ocurría lo mismo con las mujeres. No era un sacrificio, le gustaba estar con ella.
—Bueno, ¿qué? ¿Has hecho las paces con tu madre, como te dije?
Pedro sonrió:
—La cosa ha tenido gracia, Consuelo. Tenías razón. Todo ha salido a pedir de boca. No han tenido los redaños de echarme, y mi hermano está suave como un cordero, como un cordero esquilado. —Era una lástima que no pudiera contarle la historia verdadera. La hubiera apreciado de veras.
Al regreso a casa, había comprado medio kilo de ternera en fiambre —un montón de dinero, pero valía la pena— y había entrado como si nada hubiera pasado. Las dos mujeres estaban sentadas muy tiesas y calladas. Había tenido la impresión de que su llegada les era un alivio, aunque sólo le miraron. Desenvolvió la carne en fiambre bajo sus narices, con unas cuantas frases amables, y se encerró en el cuarto de Juan y el suyo. Tuvo que pelearse un poco con las bisagras para poder abril el viejo baúl, una forma más práctica de abrirlo que forzando el candado. Juan era mucho más estúpido que lo que él había creído: tenía allí una colección completa de Mundo Obrero, un buen paquete de folletos de propaganda y pliegos enteros de sellos del Socorro Rojo; tenía libros de Lenin y otros de su tipo, con títulos tales como La revolución y el Estado. ¡Cómo si Juan pudiera entender lo que decían!
El deshacerse de los libros había sido un trabajito. Los papeles los quemó fácilmente en la hornilla de la cocina. Las páginas de papel seda se disolvían en humo y dejaban sólo cenizas negras que revoloteaban y se deshacían. Pero los libros eran una maldición. Después que ardían las pastas, sus hojas apretadas se churruscaban por los bordes, se rizaban, y se quedaban intactas en el centro. Tenía que removerlas constantemente con un hierro y era el cuento de nunca acabar. La cocina se había llenado de humo, un humo picante que se metía en los ojos y hacía llorar, pero no se atrevió a abrir la ventana del patio.
Cuando aún estaba en la quema, llegó Juan. Hubiera sido estúpido convertir la cosa en secreto. Amelia y su madre le habían visto sacar el montón de papeles, aunque no habían dicho una palabra; el baúl estaba abierto con las bisagras colgando; la casa estaba llena de olor a papel quemado. Pedro desató un ataque directo antes de que Juan pronunciara el insulto que tenía en la punta de la lengua:
—Te estoy haciendo una limpieza, Juan. Si les da la gana de registrar la casa, como van a hacer cualquier día de la manera que vas, te meten en un lío, y a madre también. Y encima hubieras dicho que tenía yo la culpa, no creas que no sé lo que piensas. Pero no te asustes, no te voy a denunciar. Sólo que no quiero que te pesquen con todo esto aquí y diciendo que es culpa mía.
Al final de su discursito, Pedro se había sentido noble y contento consigo mismo. Aún estaba orgulloso de su actitud, y le hubiera gustado contar la historia a Consuelo. Pero lo mejor de todo ello era su verdad estricta: en realidad él no quería que le ocurriera nada a su hermano, creía que tener todo aquel material comprometedor en la casa era pura locura, y no era su intención denunciar a Juan. La información que había dado a don Antonio era un cuento de niños que a lo más que llevaría sería a unos cuantos cachetes y si acaso a unos meses de cárcel para Juan. E indudablemente, el mismo Juan tenía remordimientos: en vez de estallar ante la brusca libertad con la que Pedro había dispuesto de sus cosas, se había callado y había puesto la cara de un chico a quien se sorprende tirando una piedra a un farol.
Pedro encendió un cigarrillo y dijo a Consuelo:
—También he tenido suerte. Me estaba aburriendo allí, todo el mundo callado y yo sin saber cómo marcharme. Hasta que un poco antes de la diez llamaron a la puerta y se nos metieron dentro dos viejas solteronas que viven allí; nos extrañó, porque nunca visitan a ningún vecino, excepto cuando van a una de esas sesiones espiritistas que la tienen chalada a mi madre. Parecían dos conejos asustados. Me tuve que echar a reír, porque al entrar con sus pasitos cortos comenzaron a fruncir el hocico como te digo, como dos conejos asustados Mi madre se levantó como si la trajeran un regalo y dijo: «¡Ay, estoy tan contenta de que hayan venido a buscarme! Supongo que don Américo me está esperando». Tú sabes quién es don Américo, ¿no, Consuelo? El viejo chalado que habla con los espíritus y que mi madre cree que es más santo que el Santo Padre.
»Bueno, cuando mi madre mentó su nombre, una de las solteronas, la que es un poquito menos estúpida que la otra, dijo: “¿Entonces ya está usted enterada, señora Luisa?” Las dos dieron unos grititos y la que hablaba para las dos se volvió a la otra: “Ya lo ves, hermanita, no está enterada… Señora Luisa, la policía ha venido y se ha llevado preso a don Américo ahora mismo. Así que yo le dije a mi hermana que seguro que usted no sabía nada, y mire cuánta razón tenía. ¡Ay!, estamos tan asustadas, pero todo saldrá bien. El señor mira por los suyos. ¡Un hombre tan bueno y tan inteligente!” Y con esto los dos conejos desaparecieron.
»Tenías que haber visto a mi madre; se había quedado blanca como la pared y temblando como si tuviera azogue. De pronto estiró un brazo y se quedó apuntando a Amelia. Al principio no sabía lo que quería decir, pero cuando miré la cara de mi hermanita, me di cuenta. Aparte de que mi madre lo dejó claro de golpe cuando comenzó a chillar como una loca, diciendo que Amelia era una soplo na, una espía de los curas que había denunciado a don Américo, que quería perder a su madre…, yo no sé cuántas cosas más. Creo que en aquel momento estaba loca de verdad, volviendo los ojos y echando espuma por la boca. Pero tenía razón, la chica ha debido decir o hacer algo, porque no se atrevió a negarlo y sólo se puso a lloriquear y a rezar entre dientes. Al fin no pude aguantarlo más, le di un par de bofetadas a mi madre, como para que se le quitara el ataque, y la arranqué de Amelia. De verdad, creo que si no hubiera estado allí, pasa algo serio, creo que la estrangula. Juan estaba allí como un muñeco de palo sin decir palabra, y yo no sé cómo, se nos coló en el cuarto la señora María, una vieja bruja que es la vecina más cotilla que tenemos. Me tuve que encargar de meter a mi madre en la cama, echar a la tía bruja y decirle a Amelia lo que pensaba de ella (el hombre, don Américo, aunque está loco de remate, no es mala persona), y mandarla también a la cama. Le dejé a Juan de guardia y me vine aquí. Como ves, las cosas se han vuelto a mi favor. Les he dado una lección a todos y ya se van a guardar de llamarme cosas —terminó Pedro alegremente.
—Tú siempre sabes cómo sacar partido de las cosas —dijo Consuelo. Se levantó del diván y puso una mano en un hombro de Pedro, quien frotó una mejilla contra ella, como Consuelo esperaba—. Eres un poco bestia… ¿Qué piensas de tu madre?
—¿Qué voy a pensar? ¿Qué se ha vuelto loca? No lo creo. En todo caso no me dan frío ni calor todos ellos. Aunque la verdad es, Consuelito, que en el fondo estoy contento de que me hayas hecho volver. A mi padre no le va a gustar la historia cuando se entere, sobre todo el papelito de Amelia. Qué, ¿te vas a tener tu conferencia de negocios? —Consuelo asintió—. Entonces te espero. En la cama.
—A lo mejor estoy muy cansada.
—No te apures, ya te voy a despabilar. —La miró gachonamente a través de las pestañas.
Consuelo se echó a reír:
—Mira, chico, no enseñes a tu abuela a hacer hijos, y menos a una zorra vieja como yo. No se me ocurría dejarte a ti que me despabilaras como dices, pero no me importa si lo intentas. A lo mejor te queda algo por aprender y te puedo enseñar una o dos cosas, chiquillo.
Le complacía el halago, y le hacía sentirse menos vieja y gastada el estar tan segura de sí misma con el mozo. No tenía miedo de encapricharse, al menos físicamente. Si Pedro creía que iba a ser el chulito de una jamona con dinero, estaba equivocado. Hacía mucho tiempo que había aprendido a disfrutar todo el placer que su cuerpo pudiera darle, sin dejarse dominar. Lo contrario hubiera sido su ruina. Y en el caso de Pedro hubiera sido fatal el darle la ilusión de que él podía dominarla, un truco que era el mejor con la mayoría de los hombres. Pedro necesitaba unas riendas firmes, porque le faltaba conciencia y era capaz de explotar la debilidad más pequeña. A través de toda su larga conferencia con el traficante de drogas, Consuelo estaba disfrutando de antemano la excitación del juego peligroso a que se iba a lanzar con Pedro. Cuando al fin se dirigió a su alcoba, se iba repitiendo: «no debe saber nunca por qué le quiero; no debe saber lo contenta que estoy de tener a alguien en esa cama enorme, tan odiosa cuando está vacía, no debe saber que quiero tener alguien a quien mimar».
Estaba sentado en la cama, recostada la espalda contra un montón de almohadas, los ojos brillándole abiertos con ansia bajo la media luz rosa. Mientras Consuelo se recogía el pelo y se desnudaba con gestos reposados, en lo hondo de su mente trataba de recordar algo —no una persona— que la vista de Pedro le sugería. Le vino a la cabeza más tarde, cuando estaba ya medio dormida, exhausta e indefensa. Uno de los más extraños clientes de su establecimiento, un pintor fracasado que tenía la costumbre de hacer discursos llenos de sabiduría bárbara, la había llevado una vez al Museo del Prado casi a la fuerza para que viera los goyas, lo que le iba a enseñar, según dijo, «algo sobre putería». Y en aquella visita, en algún sitio del museo, había visto un cuadro con la figura de un niño, un pájaro y un gato agazapado en la sombra, un gato con ojos redondos llenos de ansia, dispuesto a saltar y matar. Pedro se parecía al gato, pero ahora, dormido, parecía mucho más el niño.
Le echó de la cama despiadadamente a las ocho de la mañana, a pesar de sus quejas y sus protestas, y le hizo llamar a su padre y arreglar el desayunar juntos. Pedro se dio cuenta rápidamente de que su juventud no le había hecho el amo y señor después de su noche juntos, contrariamente a lo que había esperado. Podía jugar con él tanto y tan bien como él había jugado con ella, o mejor; le había impresionado, y le había hecho parecer un novato, a sabiendas de lo que hacía y riéndose de él. Ahora, en la mañana, había vuelto a ser la amiga enérgica y maternal.
Si éste era su gusto, a él no le importaba. Creía ver claro a través de sus trucos: lo que quería era tener un animalito joven para jugar con él, y quería retenerle. ¿Por qué no, si les convenía a los dos? Consuelo podía seguir en la creencia de que era la más fuerte porque no se había hecho dependiente de sus habilidades amatorias, y así podía negarse a pagar por ello. Pero ahora él sabía que era dependiente de su presencia allí, al alcance de la mano, alguien a quien regañar, acariciar y mandar. Esto devolvió a Pedro su convencimiento de que era tan sentimental como cualquier otra zorra, aunque la sentimentalidad no llegara a la cama.
Pisó la calle sintiéndose el amo del mundo. De una manera o de otra, todo le estaba saliendo a pedir de boca. Había que ver cómo había resultado lo de Juan. Cuando pensó en Amelia, denunciando al inofensivo viejo loco y sacando a su madre de quicio, se felicitaba a sí mismo por lo que había hecho él. No le resultaba muy claro por qué tenía ahora que presentarse a su padre y hacerse el arrepentido, pero Consuelo había insistido en ello. Tal vez era una buena idea mostrarle que sabía manejárselas solo. Además, el dinero que le sacara a su padre por las buenas o por las malas, no tenía nada que ver con Consuelo. Hasta podía no decirle lo que sacara, y quedarse con algo en reserva, que siempre le vendría bien. En fin, pasara lo que pasara, ya se iba ella a cuidar de él. Lo del arroz lo iba a tratar como una chapuza y se iba a deshacer de las chicas; el dinero que sacaba de ellas era una miseria, y Consuelo quería que terminara de una vez con la gentuza. Tal vez, seguramente, encontraría una muchacha que pudiera amaestrar a su gusto. Consuelo no estaba mal, pero era vieja y se veía lo que era. Era menos vieja en la cama que vestida, pero cuando se le tocaba la carne, se tocaba carne vieja, y muy pronto sería un aburrimiento tener que aguantarle el que le mostrara a uno lo joven que era. Una lástima no poder casarse con ella. Hubieran hecho una pareja ideal para el negocio, y no había razón para que no hubiera salido bien. Ella era rica, y él sería rico a través de ella. Entonces sí que se iba a reír de su padre. Bueno, ahora mismo se podía reír de él; es por lo que iba a ser tan fácil manejar al viejo, o jugando el papel del hijo pródigo, o apretándole las clavijas. Tendría gracia asustarle. Consuelo no quería realmente que Pedro usara los medios que a ella misma se le habían ocurrido, pero esto era en su afán de ser buena chica; la consecuencia de leer novelones románticos. Seguro de la superioridad de su masculina inteligencia, Pedro meneó la cabeza y comenzó a silbar. Lo que silbaba era una musiquilla que había hecho furor en Madrid por algunos años, y al principio no se dio cuenta de ello. Pero de pronto, el humor de la letra aplicada a su situación le hizo reír:
Tengo una vaca lechera
no es una vaca cualquiera
Pedro siguió silbando la cancioncilla durante todo el camino hasta la calle Peligros, como si fuera un canto de batalla desvergonzado, y su boca estaba aún contraída de silbar cuando entró en el comedor donde le esperaba su padre:
—Buenos días, Pedro. Siéntate. Ahí tienes café. Supongo que has venido a verme porque quieres algo.
El tono de Antolín y su cara impasible arrancaron a Pedro de su satisfacción íntima. En lugar de ella, sintió un deseo enorme de humillar a este hombre que era su padre. ¡Despacito!
—Sí, papá, quiero algo; quiero que no pienses muy mal de mí. Es por lo que he querido verte lo primerito en la mañana.
Silencio. ¿Había exagerado el tono?
—Ayer me dejé llevar por mi genio y dije un montón de cosas que no era mi intención decir, pero es que lo que los otros dijeron de mí me sacó de mis casillas. No creas que soy un cínico sinvergüenza. Es verdad que estoy metido en algunos líos y en cosas de esas que tú llamas negocios sucios, pero no creas que a mí me gusta. Tengo que agarrarme a lo que puedo, para poder ayudar en casa. Y ahora, de lo que yo te estaría agradecido es de que me echaras una mano y me ayudaras a hacer algo mejor. —¡Esto tenía que sonarle bien al viejo!
—He oído, Pedro, que le has dicho a tu madre que no ibas a ayudarla más y que en adelante ibas a vivir por tu cuenta. Más aún, me han dicho que ayer por la tarde te marchaste de la casa definitivamente.
—¿Quién te lo ha dicho? Quiero decir, ¿quién te ha contado ese cuento?
—¿Es mentira?
—Claro que lo es, y quien te lo haya contado, lo único que quiere es ponerte en contra mía. A la hora de cenar estaba allí, como siempre. Y buena suerte que estaba. Les hizo falta un hombre en la casa. —Esto era lo que había que darle al viejo hipócrita, repantigado allí y serio como una piedra, sin preguntar lo que cualquier padre decente hubiera preguntado—. Mamá tuvo un ataque de nervios porque la policía vino a buscar a su brujo queridísimo, supongo que sabes quién es, el viejo espiritista que vive en las buhardillas; y resultó que había sido Amelia quien le había denunciado. Bueno, no sé quién fue a la policía, si ella, el padre confesor o la reverenda madre superiora, pero en todo caso era una vergüenza. Tuve un trabajito evitando que madre estrangulara a Amelia y que ésta se marchara huida a la calle a medianoche, por no poder mirarnos a la cara.
—¿Quieres decir que la policía ha arrestado al viejo espiritista que vive en vuestra casa, y tu madre le echa la culpa a Amelia?
—Sí, papá, eso mismo. —¡Vaya!, parece que esto le anima un poco, pensó Pedro triunfante—. Y lo de Amelia es verdad, ni siquiera intentó negarlo. No la hubiera creído nadie, con la cara que tenía. Ni tú la hubieras creído. Parecía el retrato de Judas.
—¿Y Juan?
—¿Qué pasa con Juan? Allí plantado como un muñeco, y nada más. No puede enfrentarse con una crisis; cuando las cosas salen mal, es a mí a quien deja cargar con el mochuelo.
—Quería decir, ¿cómo has quedado con Juan después de vuestra bronca?
Antolín titubeó, pensando si debía decir más o no. La visita de Pedro le repugnaba, porque veía que era una comedia fríamente calculada y encontraba la mirada de Pedro, la mirada del gato que se había comido al canario, infinitamente peor que su cinismo del día antes. Pero Antolín se había impuesto la tarea de suavizar la tensión entre sus dos hijos —de intentarlo al menos— y se daba cuenta de que no debía dejarse llevar por su disgusto y repugnancia. Sin embargo, ¿qué podía decir que impresionara a uno que no creía en nada, ni en nadie, más que en sí mismo?
Antolín hubiera querido apelar a la decencia común, al cariño, al conocimiento de que algunas cosas son crímenes, aunque no se hagan más que con el pensamiento; pero sabía que las palabras no tenían significado alguno para Pedro y tampoco podía invocar una ley más alta, porque Pedro y el mundo de Pedro no tenían nada en común con las ideas cristianas de bueno y malo que aún sobrevivían en él, Antolín, a despecho de su antagonismo con la Iglesia y sus enseñanzas.
«¿Qué le puedo decir?, pensaba Antolín. No puedo llegar a sus raíces, que están enterradas en lodo. Si le pregunto si realmente ha pensado en denunciar a su hermano a la policía, lo negará rotundamente. Pero ahora le creo, como creo esa historia de Amelia. Odio, miedo, cobardía. No sé qué hacer».
Los ojos agudos de Pedro se habían dado cuenta del titubeo de su padre. Al viejo le había contado algo, pero no estaba muy seguro del terreno que pisaba. Pedro esperó lo bastante para aumentar la inseguridad de Antolín, y después dijo despreocupadamente:
—Nos llevamos igual. No somos exactamente amigos, pero el chico me da lástima. Está sacando las castañas del fuego a otros. ¿Tú sabes que tenía en casa toda una biblioteca comunista? Yo ya me lo sospechaba y anoche precisamente miré en su baúl y allí me lo encontré. Lo quemé todo, claro. No tiene derecho a exponernos a un lío a los demás. Me creía que me iba a saltar al cuello, cuando me pescó quemando las cosas, pero se portó como un cordero manso. Creo que en el fondo me está agradecido por tener la valentía de hacer algo para lo que le ha faltado el valor, y así se le ha aliviado el miedo. Sabe muy bien que va a tener un disgusto un día con su manera idiota de hablar y está asustado. Pero es un irresponsable y no piensa en las consecuencias.
Antolín pensó en las palabras de Conchita: «Pedro es peor que veneno». Pero lo que acababa de contar con su tono de superioridad era indudablemente verdad, al menos en la apariencia.
—Has hecho bien, Pedro. Pero en lo sucesivo, tú y Juan deberías ir por caminos que no se cruzasen. Tenéis muy poco en común, y cuando entre hermanos hay mala sangre, las cosas no acaban bien. Cuando oí que te habías marchado de casa y que ibas a vivir por tu cuenta, me pareció una buena solución. Por lo que toca a tu madre y tu hermana, creo que puedo encargarme de que tengan lo bastante para vivir.
—Es agradable oír que quieres hacer algo por ellas, después de lo que han pasado por estar tú fuera. Y ahora, ¿qué, conmigo? ¿Me vas a ayudar? Unos pocos miles me bastan para empezar.
—No, Pedro.
—¿Así que te lavas las manos en cuanto a mí, después de ver en lo que estoy metido por culpa tuya?
—No creo que sea mi culpa el que vivas así.
—No creas que te vas a escapar tan fácilmente. Mira, si yo fuera tú, le sacudiría a mi hijo mayor cuatro mil pesetas, cuatro mil miserables pesetas, y daría gracias a Dios por escapar a tan poco precio.
—No, Pedro. Tú te has hecho tu manera de vivir y es una manera de vivir que yo odio.
—¿Así que me odias?
—¡Oh, no, a ti no! Odio las cosas que haces y las cosas en que crees.
—Yo soy más decente que tú y más franco. Yo te digo en la cara que es a ti a quien odio, y no las cosas en que crees. —Pedro se había puesto pálido como su padre. En la comisura de los labios, al lado izquierdo, un músculo diminuto temblaba afeándole el gesto—. Pero ya me he cansado de tanta monserga. Quiero que me des dinero. ¿Está claro?
—Perfectamente claro. No quiero dártelo.
—Me parece que vas a cambiar de opinión si te digo que el cónsul inglés no se va a poner muy contento cuando sepa que estás liado con Alfonso Caro en contrabando de moneda. Al pájaro ese le conocen de sobra allí. Al menos lo bastante para saber a qué atenerse con el agente inglés del señor Caro, el señor…, no, no el señor: mister Moreno.
—Eres un estúpido, Pedro. Yo no soy un agente de Caro. Puedes ir al consulado inglés y contarles lo que te venga en gana. A mí no me va a perjudicar.
Pedro le creyó, instantáneamente, sin duda alguna. Su padre decía la verdad. Se sintió ofendido. Si Consuelo hubiera estado allí en aquel momento, la hubiera molido a golpes; ella era la que tenía la culpa, con sus consejos diabólicos y su información incompleta, de que él hubiera hecho el ridículo, hubiera perdido la última carta, dando a su padre un arma en contra suya… ¡Ah, pero se las iba a pagar, la vieja zorra! No era él el que iba a pagar los vidrios rotos y cargar con las consecuencias porque su padre hubiera resultado triunfante.
Los dos hombres se levantaron de las sillas y se enfrentaron a través de la estrecha mesita:
—Se acabó —dijo Antolín.
—Te va a pesar.
—Ya me pesa, ya.
Pedro remoloneaba, buscando la última frase que hiriera. Al final lo único que hizo fue dar un portazo.
Lo primero que la señora Úrsula dijo a su hija Conchita el lunes por la mañana fue que la policía había arrestado a don Américo.
—Todo el mundo está hablando de ello. Dicen que el padre Santiago tuyo ayer por la tarde una larga conversación con el comisario, todo sobre don Américo, y que por la tarde, después de cenar, vinieron por él.
Conchita saltó de la cama hecha una furia. Le era muy fácil imaginar la realidad de las cosas, don Santiago y Amelia, y la pelea de la familia por el dinero de Antolín. Don Américo le había dicho alguna vez que tenía miedo de que Amelia hablara de él a su padre confesor; después había insistido en creer que la muchacha no le denunciaría para no mezclar a su madre; pero Conchita había sentido la duda del viejo oculta tras su optimismo. Ahora estaba convencida de que Amelia había puesto al cura tras las huellas de don Américo porque quería quitarse de encima a un competidor en el dinero de su padre, es decir, a su madre. Por una vez, Conchita tuvo lástima de la señora Luisa. También iba a ser un poco duro para Antolín, cuando supiera lo que en realidad era su hija. Se le pasaría, como se le iban pasando todas las cosas de su familia. Pero la señora Luisa, traicionada por su hija, con el anuncio helado de una muerte aún detrás de sus oídos, sin la voz consoladora de su Teresita… Conchita renegó de sus bromas y la estremeció un escalofrío sin saber por qué.
No tenía miedo por don Américo, pero estaba realmente enfadada, El pobre viejo estaba más loco que una cabra loca, pero no hacía daño a nadie y hasta ayudaba a muchos a su manera. Conchita no creía en espíritus y muchísimo menos en espíritus que acuden a contestar preguntas idiotas, pero si hay gentes que se sienten más felices creyendo, mejor para ellos. Y don Américo creía cada palabra que salía de su boca. Era la única persona que Conchita conocía incapaz de decir una mentira o de hacer algo que él no creyera bien hecho. Antolín se le parecía un poco en esto, pero no estaba chalado, y era menos valiente que el viejo. ¡Pobre don Américo! Iba a salir de la cárcel con más huesos y pellejo que nunca. La última vez, Conchita se había encargado de cebarle para que se repusiera; ahora volvería a hacerlo. ¡Si no le sacudían mucho! Cuando recordaba los cardenales que trajo cuando le detuvieron la última vez, se le subía la sangre a la cabeza. Para un viejecillo frágil como él, unos cuantos cachetes eran peor que un par de costillas rotas para un muchachote fuerte. No dudaba de que le pondrían en libertad en seguida; no podían acusarle de nada. Pero iba a asegurarse metiéndole a don Carlos, el comisario, un susto de miedo. Le iba a decir que, como no soltara a don Américo inmediatamente, iba a dejar que de sus pedruscos se ocuparan las tijeras y las pinzas del cirujano.
El pensamiento de don Carlos hizo reír a Conchita.
Cada vez que le daba un ataque, la mandaba llamar. Siempre le decía que se dejara ver por un especialista, pero tenía un miedo mortal a que le dijeran que había que operarle, y prefería sus métodos más suaves. ¡El idiota! Lo único que hacía eran unos cuantos pases con sus manos, ponerle a dieta e hincharle de cerveza para que meara, que era lo que pedía a gritos. Podía ocurrir que un día la piedra fuera muy gorda y la cerveza la hiciera reventar, pero a Conchita no le preocupaba mucho que un comisario de policía diera un estallido. Por ella podían reventar todos, sin quedar uno, y cuanto antes, mejor. Para lo único que le servía don Carlos era para ayudar a través de él a que algún pobre diablo escapara de las caricias de la policía. De otra manera no hubiera seguido tratándole. Ahora se alegraba de que creyera que era ella la única persona capaz de aliviar sus dolores.
Conchita acabó de vestirse, se pintó los labios, se abrasó la garganta con la pócima que su madre llamaba café con leche, y repiqueteó con sus tacones altos escaleras abajo. Era muy temprano para ver a don Carlos, pero los guardias la conocían y la dejarían ver a don Américo. Esto le iba a alegrar el alma.
El comisario, rendido de sueño y estragado de la noche en vela, recibió a Conchita como una bocanada de aire fresco:
—¿Qué te trae por aquí, preciosa?
—¡Anda mi madre! Y yo que creía que usted no madrugaba. Es una lástima, porque me hubiera gustado decirle al tisiquín ese que se queda de servicio de noche lo que pienso de él, y ahora se ha marchado ya. Pero me alegro de que esté usted aquí. ¿Sabe que han detenido a don Américo?
—¿Qué don Américo? ¿Y qué tienes tú que ver con él?
—¡No me diga que no sabe quién es don Américo, después de haberle tenido de huésped dos veces! El viejo espiritista de la calle Amparo. Hasta los chicos le conocen. Es el hombre más bueno que existe, aunque tenga desalquilado el piso cuarto. Y a esto es a lo que he venido. Su suplente le ha arrestado anoche y yo vengo por él. Es una vergüenza tener al viejo encerrado.
—Pero ¿qué tienes tú que ver con don Américo?
—¿No sabe usted que soy su médium? ¡Y luego dicen que la policía lo sabe todo!
El comisario se puso verde y tartamudeó:
—¿Su médium? ¿Tú?
—Sí, yo. ¿O se había usted creído que Dios me había dado sólo el don de curarle a usted cuando se le atasca un ladrillo en el caño de la orina? Sí, soy su médium, y anoche, si no hubiera tenido que hacer otra cosa más importante —Dios me perdone la mentira, pensó—, sus esbirros me hubieran pescado en su cuarto hablando con los espíritus y podían haberme detenido. Siento que no haya sido así, porque entonces hubiera armado una buena aquí.
Don Carlos estaba sentado con la cabeza caída. Le tomó unos momentos hasta que se forzó a levantar la vista y decir roncamente:
—Don Américo se murió anoche.
—¿Qué? ¿Qué está muerto?
Conchita se enderezó sobre el abrumado comisario y le agarró por los hombros:
—¿Conque se murió anoche? Le mataron a palos, ¿no? La última vez le pegaron, esta vez le han asesinado. ¿Quién estaba aquí anoche, usted o la quisquilla anémica? ¿Quién tiene la culpa?
Ni por un momento se le ocurrió a don Carlos llamar a los guardias y detener o echar a la calle a la muchacha. Tenía miedo de ella, ahora muchísimo más miedo desde que sabía que podía ponerse en contacto con los espíritus, con el espíritu del hombre que había matado él.
—Conchita, estaba yo, pero no soy responsable de su muerte. Ya sabes cómo pasan estas cosas: una persona muy importante nos dio la información contra don Américo y yo no podía evadirme de cumplir con mi deber…
—¡Una persona muy importante! Una cucaracha de las gordas, el don Santiago, ya lo sé. Y usted no podía decirle que no, porque…
Y Conchita soltó a chorro lo que pensaba del comisario, de la policía, del régimen de Franco, y de las gentes que no tenían los redaños de quitárselos de encima; de los curas, los frailes, monjas y muchachas histéricas enamoradas de sotanas.
—Y ahora, la verdad. ¿De qué ha muerto? Y no olvide que si no me dice la verdad, me la va a decir él.
El comisario se santiguó:
—No le hemos matado, nadie le ha puesto la mano encima, y esto es el Evangelio, te lo juro por la Cruz. En aquel momento bendecía secretamente al supersticioso subalterno que le permitía decirlo sin perjurio. —El viejo se asustó de algunos jóvenes falangistas, un poco brutos, y se murió como un pájaro. Te lo juro, se murió de susto como un pajarito.
La pena agarrotó la garganta de Conchita. Mientras el comisario contaba lo ocurrido en la pasada noche, retocando cuidadosamente con detalles la brutal orgía de los falangistas, Conchita veía a su viejo amigo entrampillado, tiritando en su desnudez y su pena, escapando a su otro mundo de una crueldad que no podía concebir.
El comisario remató en su mejor estilo oficial:
—Ahora comprenderás, Conchita, que estoy limpio de culpa. Lamento infinito todo lo que ha ocurrido, pero la verdad es que el hombre era un delincuente y teníamos que tomar nuestras medidas. Algunas cosas que has dicho antes, cuando estabas tan excitada, es mejor que las olvidemos los dos, tú y yo.
Le miró como asombrada de su existencia. Su furia ciega se había disuelto y ahora sólo la consumía un odio profundo:
—Usted no le va a olvidar hasta el día en que se muera, don Carlos.
Cuando se hubo marchado, el comisario enterró entre sus manos su dolorida cabeza. Debía haber mandado a Conchita a presidio. Pero era la única que podía quitarle los dolores que tanto le aterraban. Ahora mismo una de aquellas piedras infernales se le estaba formando en las entrañas y dentro de unas pocas semanas tendría que llamarla. No había nadie como ella. Dio un quejido: era terrible saber que la muchacha poseía poderes ocultos y podía comunicarse con el alma de los muertos. ¿Con la del viejo espiritista, o tal vez con algo más poderoso capaz de intervenir con los vivos? El comisario decidió ofrecer una vela a… ¿A quién? No se le ocurría qué santo podría interceder más efectivamente contra el gris fantasma del viejo.
Siempre es lo mejor encender una vela a Dios y otra al Diablo, pensó, sin ironía. Telefonearía inmediatamente a don Santiago y le daría cuenta de la muerte de don Américo. A esta hora el cura estaría en su casa desayunando después de la misa de nueve. Y mientras marcaba el número de la casa del cura, el comisario comenzó a pensar cómo podría hacer las paces con Conchita.
Don Santiago colgó pensativo el receptor. En muchos sentidos era la mejor solución que el viejo hereje hubiera muerto por causas naturales que no podían interpretarse como un martirio. Sus creyentes femeninos se sentirían desamparados y volverían al seno de la Iglesia o, al menos, se conformarían con supersticiones menos dañinas. Un foco de creencias revolucionarias había desaparecido. La madre de Amelia molestaría muy poco en el futuro. Hasta aquí las cosas estaban muy bien. Pero Amelia, que en aquel mismo momento estaba esperando en su sala, presentaba un problema: las salvajes acusaciones de su madre sobre la detención del espiritista las había tomado demasiado a pecho; si llegaba a oír de la muerte del viejo en la comisaria, tendría miedo de que la culparan de ello y podría hasta permitirse el lujo de una histérica justificación de sí misma, precisamente en aquel momento crítico de la entrevista con su padre aquella misma mañana.
Por otro lado, pensaba don Santiago, discutiendo consigo, sería mucho más peligroso para Amelia y su estado de ánimo si lo oyera a través de las cotillerías de vecindad. Sobre esto no se hacía ilusiones: ahora mismo, su visita a don Carlos (que no había tratado de hacer secreta, bien lo sabía Dios) se estaba discutiendo sin duda en cada casa del barrio. Un tipo de gente que él conocía muy bien estaba llamando cosas feas a Amelia en aquel mismo momento. ¡Era inaguantable! Don Santiago no tenía paciencia para estas gentuzas que creían una traición el que se recurriera a la policía para impedir que los malhechores siguieran haciendo de las suyas. En su opinión, esta actitud era una herencia de la era liberal con toda su perversión de los valores morales; pero no podía dejar de reconocer que esta actitud tenía una gran influencia con gentes que eran católicos leales en todo lo demás, pero que habían estado sometidos a la convivencia con ateos. Por ejemplo, Amelia a veces se sentía atacada por un sentimiento de culpabilidad cuando seguía el buen camino y las gentes a su alrededor la trataban como a una leprosa. Un caso como éste de don Américo podía lanzarla a dudas dolorosas, a no ser que él, don Santiago, la guiara en los primeros pasos.
Sí, tenía que darle la noticia él mismo. El cura suspiró y sacudió sus hombros macizos. Preveía un noviciado difícil para Amelia, con alternativas de humillación y misticismo barato, hasta que su sensibilidad caprichosa se transformara en devoción pura. La próxima hora podía comenzar el proceso, o hacerlo fracasar. Comparado con esto, el éxito final de la cuestión financiera con Antolín Moreno era secundario. Una vez tomada su decisión, entró en la sala.
Media hora más tarde, don Santiago sabía que su esfuerzo educativo había comenzado bien. Amelia había pasado a través de las diferentes etapas del horror, el miedo, la duda, el arrepentimiento y la sumisión humilde. La había visto débil y sin esperanza, aterrorizada de que él pudiera retirarle su atención si se refugiaba en el llanto; fue entonces cuando comenzó a consolarla, hablándole de los detalles prácticos relacionados con su ingreso en el convento. Le hubiera gustado poder llevarla en aquel momento a la madre superiora, pero tenían antes que resolver la cuestión con su padre. En el camino hasta la pensión de Antolín, don Santiago habló a la muchacha sobre las flores en la Capilla de la Virgen y el dibujo de los bordados de las nuevas sabanillas para el altar. Amelia aún andaba con pasos vacilantes, como si acabara de levantarse de la cama después de una enfermedad. Ella estaba tan agradecida al cura por tratarla como a una de las hermanas de la comunidad que se sentía vergonzosamente feliz. Nunca se había sentido hija suya espiritual —pensaba—, tanto como en aquel momento en que iba a enfrentarse con su padre carnal.
Antolín estaba aún sentado a la mesa donde había desayunado con Pedro cuando la camarera apareció con su hija y don Santiago. No hizo ningún gesto de sorpresa. Tenía que pasar así, las cosas aclarándose una tras otra.
El cura comenzó a perorar sobre el lastimoso resultado de la reunión familiar del día anterior, sobre los frutos envenenados del abandono de los principios morales y sobre las dificultades que asaltan al alma de una muchachita en vecindades indeseables. Antolín no dio signos de conformidad o desagrado. Miraba a su hija. Si las acusaciones de Pedro eran verdad, debía de ser muy infeliz. Parecía cambiada. Vagaba en su cara la sombra de una belleza anémica. Si hubiera mirado a Antolín, éste hubiera querido acariciarle una mano. Pero sus ojos no hacían más que seguir cada movimiento de don Santiago.
En la primera pausa que don Santiago hizo en su torrente de frases, Antolín preguntó:
—¿Ha venido usted a decirme que Amelia quiere hacerse monja?
Recuperándose de su sorpresa, el cura contestó con un tono tan seco como el de Antolín:
—Sí, señor Moreno. Amelia tiene esa vocación.
—¿Sabes lo que vas a hacer, Amelia?
—Sí, papá. Es mi mayor deseo. —Titubeó, miró a don Santiago, después a Antolín y agregó—: ¡Por favor, dame tu consentimiento!
Le pareció a Antolín que él y los otros dos estaban representando una escena de teatro con frases artificiales y voces fingidas. ¿Qué era lo que tocaba decir ahora?
—Bien, es tu propia vida, Amelia. Siento que no puedo ayudarte a vivirla… No, esto no está bien dicho. Si tú lo quieres y es mi consentimiento lo que necesitas, yo te lo doy, Amelia.
Por un momento la muchacha sintió el impulso de lanzarse a su padre como tantas veces había hecho de niña, segura de una caricia y un mimo. De pronto se sintió avergonzada. No pensó que lo que él hubiera querido era que ella le besara.
—Te estaré eternamente agradecida, papá, y te tendré presente cada día en mis oraciones —murmuró.
Don Santiago carraspeó. Encontraba el ambiente demasiado tenso. Antolín era muchísimo menos susceptible a su influencia que en su primer encuentro.
—Como consejero espiritual de Amelia —comenzó con su voz más untuosa— le doy mis gracias más sinceras, don Antolín. Usted no lo cree así, pero se le tendrá en cuenta que no puso un obstáculo a su hija en el camino de la gracia. Espero que de la misma manera estará dispuesto a resolver con espíritu de cooperación los problemas prácticos que quedan.
—No lo entiendo, don Santiago. ¿Tengo que firmar algún documento como padre de Amelia? Me choca que tenga yo que ver en ello, pero estoy dispuesto.
—No es eso precisamente, don Antolín. Francamente, aunque su consentimiento es agradable, si lo hubiera negado no habría sido un problema difícil de resolver. No, la cuestión es otra. No sé si usted tiene la más mínima idea de la organización interna, mejor dicho la organización doméstica, de una comunidad religiosa. A no ser que quiera usted que Amelia entre en el convento con las manos vacías…
—… Sí, tiene que llevar una dote —completó Antolín—. No tiene usted necesidad de andar con rodeos, don Santiago. Sé algo de cómo es la vida de una monja que entra en el convento con las manos vacías, como usted dice. Mi madre me solía contar historias de una tía suya que vivió y murió como criada para todo en su convento.
—Encuentro molesto el tono en que habla, señor Moreno.
—Lo siento, don Santiago. Pero, en fin, supongo que sabrá perdonarlo cuando le diga que estoy dispuesto a pagar la dote de Amelia, si lo que usted pide está a mi alcance. Y quiero que entienda por qué lo hago. Amelia no ha tenido una vida feliz. Yo no creo que haya sido completamente falta mía, repito, no creo que sea sólo mi falta, pero lo es en cierta medida. Sé que Amelia no es cariñosa hacia los demás, es envidiosa y estrecha de pensamiento, pero tampoco creo que sea falta suya. Algo mío está escondido en el fondo de ella, en sus cualidades buenas y en las malas, y aquí es donde sé más que usted, don Santiago. Es mi única ventaja, pero me ayuda a entenderla un poquito. Me parece que ella quisiera ser buena y feliz, pero porque no consigue lo que quiere (tal como es, no puede conseguirlo), echa la culpa a los demás. No puedo negar que sea hija mía… Bueno, me doy cuenta de que no la ayudaría el ser una criada de convento. Por todo ello me parece que lo mejor que puedo hacer por ella, por su bien, no, por el bien de su alma, es darle el dinero. ¿Cuánto es el precio corriente, don Santiago? No lo ponga muy caro, porque tengo poco dinero aquí y todo lo que tengo en Inglaterra son unos modestos ahorros, Y también, porque quisiera que me dejara algo para los otros miembros de mi familia.
—Puesto que toma usted esta actitud, señor Moreno… Una cantidad adecuada sería diez mil pesetas. Un cheque sobre su banco de Londres sería bastante. La comunidad tiene una casa en Irlanda. En fin, para evitar regateos, yo diría que hiciera un cheque por cien libras.
—Lo cual es exactamente diez mil pesetas al precio del mercado negro, ¿no? Bueno, un momento. Voy por mi libro de cheques que está en mi cuarto.
Don Santiago esperó con cara imperturbable, mientras Amelia le contemplaba fascinada, sin atreverse a hablar.
Antolín volvió con el cheque relleno, firmado y cruzado:
—Lo he hecho a nombre de Amelia, pero quisiera tener un recibo suyo como guardián. Supongo que se ocupará de cumplir todos los requisitos necesarios para cobrarlo por ella.
Cuando hubieron cambiado de mano los dos trozos de papel, Amelia tartamudeó unas cuantas palabras confusas e hizo un tímido movimiento hacia su padre. Antolín no se dio cuenta. Estaba mirando al cura que no daba muestras de que la visita se hubiera terminado. El silencio se hizo opresivo, la doncellita abrió la puerta y la volvió a cerrar a toda prisa. En la calle de Peligros sonó la bocina de un coche.
No. Don Santiago no estaba satisfecho. No era únicamente que él había estado dispuesto a sostener una batalla y se sentía tontamente ridículo de que las cosas se hubieran solucionado sin tropiezo. Tampoco estaba irritado por el tono hostil de Antolín; era una hostilidad que había esperado. Lo que le molestaba y le hacía quedarse allí, testarudo, era la presunción de Antolín de que la cuestión de la dote de Amelia era una cuestión puramente financiera, puramente material. Sorprendiéndose él mismo de la idea, don Santiago veía que hubiera querido que Antolín se diera cuenta de que él, el cura, había pedido el dinero porque quería evitar que a Amelia el embrutecimiento del trabajo doméstico la hubiera arrastrado a otra rebeldía fútil. Sí, por el bien de su alma, como su padre había dicho tan arrogantemente. Era este desprendimiento desdeñoso de Antolín lo que había herido más a don Santiago.
Cuando había planteado la visita, el cura siempre había previsto que Antolín accedería a dar a Amelia una dote como un acto de restitución, como una penitencia. Nunca había pensado otra cosa sino que el que un sentido de culpabilidad, de pecado, cada vez mayor en Antolín, más tarde o más temprano le llevaría arrepentido al confesonario. En su primera entrevista los ojos expertos del cura habían visto la inseguridad de Antolín y su nostalgia por la fe, que habían arraigado en su infancia. Hoy le encontraba diferente, lejano, mucho más seguro de sí, como si hubiera encontrado una fuente de fuerza independiente. Dejarle así le parecía a don Santiago una derrota. Se enfrentó con el desafío:
—Don Antolín, las cosas no pueden darse así por terminadas. He oído que se va de Madrid dentro de poco. No sé vaya con rencor dentro.
Antolín contestó con tono cansado:
—¿Qué más quiere? ¿No es bastante que haya dado mi consentimiento y el dinero?
—No, no es bastante, don Antolín. Me temo que ha endurecido su corazón y cerrado su entendimiento. Es posible que encuentre el peso de su responsabilidad demasiado grande al ver lo que los pecados del padre han hecho a los hijos.
Hubiera seguido hablando, pero Antolín saltó de la silla, la cara tensa:
—¡No, don Santiago, no! Yo he hecho cosas que siento, pero no lo que usted llama mis pecados. Y esas cosas tengo yo que entenderme con ellas, yo solo. Usted no tiene derecho a hablarme a mí de responsabilidades, ningún derecho. Este país es lo que usted y sus amigos han hecho de él, un sitio donde cada acción buena se envenena y donde toda mala acción crece con sus bendiciones. Sé lo que son mis hijos y sé lo que podían haber sido. Que no me vaya con rencor, me dice. ¿Puede decirme qué significa el rencor para usted? ¿Cuál es el espíritu que alimenta y cría delatores fanáticos como esta hija mía, su hija espiritual?
—¡Papá!
—Le prohíbo que moleste la paz de espíritu de su hija con sus insultos, señor Moreno.
Antolín bajó la voz:
—¿Llama usted un insulto el que yo le recuerde que usted ha enseñado a mi hija a espiar a su propia madre y a ayudarle a usted a entregar a un pobre viejo inofensivo a las manos de la tortura?
—Está usted equivocando las cosas. Déjeme explicarle…
—Luego era verdad —murmuró Antolín—. Tenía aún la esperanza de que lo negaría.
Don Santiago replicó con dignidad:
—No tengo por qué negar lo que considero una acción justa, pero no puedo tolerar su presentación falsa de los hechos. Su hija no espía a nadie. Su conciencia le impide ignorar el mal, y estoy orgulloso de haberla enseñado así. —-Amelia se había tapado los oídos y cerrado los ojos; el cura puso suavemente una mano en su cuello—. Un viejo, de ninguna manera inofensivo, sino un seductor de mentes de mujeres locas fue detenido como un ofensor contra las leyes de Dios y los hombres. Yo mismo pedí su detención, era mi deber. Pero quiero que acepte mi palabra de sacerdote de que no murió torturado. Murió de repente, de un ataque al corazón…, sin arrepentirse, siento decirlo. ¿Qué le pasa, don Antolín?
La cara de Antolín estaba lívida. Miró del cura a Amelia y de ésta a aquél, y dijo en una voz casi inaudible:
—¡Márchense, por favor! No sabía que el viejo había muerto en las manos de la policía. ¡Qué Dios les perdone! ¡A los dos! ¡Pero márchense! Es lo mejor.
Don Santiago se levantó sin emoción y tomó del brazo a la muchacha que temblaba. Antolín seguía en la misma voz baja:
—¿Sabe? Todos somos los guardianes de nuestros hermanos, pero aquí todos se convierten en sus asesinos.
La puerta se cerró tras ellos. Antolín se sentó y escuchó la sangre que le golpeaba en las sienes, hasta que su cabeza se despejó.
Tenía muchas cosas que arreglar aquel día. Pensar en ellas le hacía recobrar su aplomo: hacer negocios con don Tomás, arreglar la cuestión del dinero para Luisa —¡pobre Luisa!— y por la tarde encontrarse con Lucía y Juanito. Antolín sonrió al pensamiento de Lucía. Seguro que Mary la tomaría cariño.