Capítulo XI

La calle estaba llena de oro en polvo, la luz de un atardecer lleno de cobres; el aire inmóvil. Conchita estaba en la esquina, sonriendo, embebida en las truhanerías de un puñado de gorriones, cuando Antolín vino hacia ella. La veía como si estuviera en un escenario, sola y completa: las líneas firmes de su cuerpo, el esguince de su cabeza, la mirada absorta de sus ojos brillantes. Le dio un placer inmenso encontrarla tan hermosa, dolor saber que él nunca podría compartir su alegría de vivir. Conchita se volvió, sorprendió su mirar, y habría borrado su sonrisa si no hubiera estado convencida del hambre que él tenía de su alegría. Mentalmente maldijo a toda su familia, sobre todo a la mujer con quien estaba casado. Antolín la tomó del brazo, no como un amante sino como un amigo cariñoso. A su contacto ella se arrimó a él como un gato ronrón. Un escalofrío suave le corrió por la piel, sin meterse dentro, sólo a flor de piel.

—Vamos a algún sitio donde podamos charlar —dijo.

—¡Pobrecito mío! ¿Tan malo ha sido hoy?

Le pareció natural que ella estuviera enterada de sus dificultades y no se le ocurrió preguntar qué quería decir.

—Sí, muy malo, pero al menos comienzo a ver claro lo que debo hacer. Lo siento, guapa; podíamos haber sido muy felices juntos, pero me temo que en lugar de ello vas a tener que oír mis lamentaciones.

—Y, ¿por qué en lugar de ello? Naturalmente que vamos a ser felices, en cuanto te quites de encima el mal humor.

—Eso quisiera yo que fuera, sólo mal humor que tan fácil sería quitármelo.

—¡Ah!, ya te voy a quitar lo que sea, no te apures. Precisamente es para lo que me pinto sola. Espérate que empiece a curarte. Un besito no basta cuando la enfermedad es grave, pero hay otros remedios. Siguió charloteando provocativa, mientras le llevaba a una quieta calleja. Iban cuesta abajo, pero le parecía que le iba ayudando a subir a una montaña. «¡Pobrecillo! —iba pensando—, la verdad es que ya no es un muchacho». Su mente le decía que tenía que darle tiempo a recuperarse de la amarga impresión de su querella doméstica, pero sus instintos se rebelaban contra este desperdicio de tiempo. La vida es tan corta, y ella se estremecía de impaciencias.

—Vamos a entrar aquí, es un buen rincón para enamorados, si es que eso te sirve de algo. —Sacudió la cabeza y entró en el café sin esperar su respuesta.

El gran salón fue en sus tiempos el sitio favorito de una generación que hoy eran abuelos ya chocheando o simplemente no existían más. Entonces se reunían allí, convenían negocios a través de interminables regateos, discutían de política, criticaban a sus vecinos, y las llamaradas del gas dispersas en el bosque de columnas les parecía el último avance de la ciencia. Hoy, los únicos clientes eran dos parejas de enamorados, cada una de ellas resguardada en un rincón obscuro, y tan ajenas al mundo exterior como náufragos en una isla del Pacífico. Los viejos camareros sabían muy bien que encender las luces, y disolver la neblina que allí reinaba y que era la mayor atracción del café, era cometer un grave delito. La media luz suavizaba las volutas de escayola, los espejos de marco dorado, los frescos de doncellas griegas exhibiéndose al abrigo de mármoles y laureles; al mismo tiempo ocultaba la capa de polvo que se extendía sobre todo, y mucho más espesa sobre el gran piano de cola, solitario, privado hasta de su banqueta redonda de terciopelo. Sólo el mármol de los veladores brillaba por su blancura inmaculada; uno de los viejos camareros iba de uno en otro acariciándolos suavemente con un paño húmedo, fantasma silencioso en sus zapatillas de orillo que eran caricia para sus pies planos. El salón olía a leche cocida y agria, como chambra de madre harta de hijos, y a polvo de terciopelo roído de polilla.

Antolín resistió la ligera presión con la cual Conchita le llevaba hacia uno de estos rincones obscuros, y escogió una mesa tras la amplia ventana. Conchita se vio obligada a sentarse frente a él, con la luz, ahora ámbar, de la tarde, hiriéndole los ojos. Se consoló pensando que en pocos minutos sería obscuro.

El camarero interrumpió su caricia a los mármoles, fue en silencio hasta una de las columnas y escondió el paño húmedo en el interior de una esfera de metal pulido. Después se acercó a ellos, sin prisa y sin detenerse. Cuando Antolín se vio libre de él, se volvió a Conchita y cogió firmemente sus manos entre las suyas:

—Chiquita mía, me voy.

—Ya sabía que te ibas a marchar pronto. Lo sabía esta mañana. No, antes. Pero esto no nos importa hoy, ¿verdad? Esta noche no te vas a ir.

—No, no esta noche, pero probablemente el jueves.

—Cuatro noches son mejor que ninguna.

—Me temo, Conchita, que va a ser ninguna.

—Mucho has cambiado desde esta mañana.

—Tal vez.

—Pero yo no. ¿Es que ya no te gusto?

Antes de terminar la frase estaba arrepentida. En lugar de la respuesta que había pedido, él la miró con una ternura desprovista de deseo que le hizo latir furiosamente el corazón. Las palmas de las manos se le cubrieron de sudor, y se escapó violentamente de las manos de él antes de que tocara su piel ahora fría y desagradable. Si él estaba helado, lo único que podía derretirle era su carne y su sangre calientes. Se inclinó hacia adelante, despacito, hasta que su piel recibió —¿o emitió?— una oleada de calor ondulante que le decía mejor que nada cuán próxima estaba a él. Le miraba a las manos: ahora iba a tocarla. No era posible que siguiera tan ajeno a ella. Tenía que contenerse ella con toda su voluntad para no echarse sobre él, diciéndose furiosamente que todo se iba a perder si no tenía paciencia suficiente para esperar sus reacciones. Pero Antolín no se movió; estaba perdido en sus pensamientos, insensible a su proximidad.

Tengo que hacer que me vea con mis ropitas blancas —pensó Conchita—, y sintió unas tentaciones locas de reírse. Le divertía el pensamiento de que hoy su ropa interior —la mejor que tenía— se aliaba a su urgencia de acostarse con él, cuando otras veces su virtud —y acentuó mentalmente la palabra— se había salvado porque sabía que sus braguitas no estaban muy limpias. Pero tenía que reírse sola de esta broma contra sí misma, porque Antolín nunca podría compartirla con ella. Mucho más serena ya, decidió hacerle hablar, lanzándose ella a hablar abiertamente:

—No tomes muy a pecho la bronca con tu familia. La gente es lo que es, y no lo que nosotros queremos que sea; y tus chicos no serían muy diferentes, aunque hubieras estado siempre con ellos.

Una vez más, el hecho de que ella conociera lo que había pasado no le chocó.

—No estoy muy seguro de que tengas razón —contestó él—. Sí, tengo que admitir que es una vieja debilidad mía el esperar que la gente sea conforme a como yo me los imagino. Creo que es una especie de egoísmo. Pero de todas maneras, mis chicos no son esto o lo otro, sino una mezcla de diferentes cualidades, buenas y malas, igual que somos todos. Si yo hubiera podido estar con ellos, y si hubiera podido ayudarles, lo cual son dos cualidades importantes, seguramente hubieran desarrollado más fuertemente otras cualidades mejores. Pero, aunque hubiera estado aquí, no hubiera podido llevar una vida normal, así que es tontería pensar en lo que podría haber pasado. La cosa no tiene remedio, al menos por lo pasado. Lo que es peor, es que tal vez tampoco lo tiene para el futuro, no mientras la vida en España sea lo que es.

Su voz resignada la enfureció. Conchita se encrespó:

—No tengo nada que ver con tus chicos, así que no lo sé. Otros no han tenido padre, y sin embargo no han hecho tonterías, ni se han torcido así. Lo que a ti te pasa es que no ves a dos dedos de tus narices. —¡No me ves a mí!, pensó—. Tú serás muy cariñoso y muy decente y todo lo que quieras, pero te apuesto que no conoces nada sobre la gente, la gente tal como de verdad es. —Quería gritarle: «Ahora mismo no te das cuenta de las ganas que tengo de estar en la cama contigo, idiota»—. Por ejemplo, ¿sabes que tu mujer nunca ha querido a ninguno de vosotros, con excepción de la niña que se le murió hace veinte años? Tú eres su marido, pero eso no lo sabías.

Lentamente, Antolín dejó de mirar al cielo limpio a través de los cristales y consideró todo lo que su explosión significaba. Veía mucho más que lo que Conchita, en su rabia, le hubiera creído capaz. Adivinó que estaba celosa de todos los que llenaban su mente, porque le quería exclusivamente para ella. Esto le hizo hablarle con dulzura, aunque al mismo tiempo se daba cuenta, con un sentido de desamparo, de que Conchita estaba mezclada en la sórdida tela de araña de intrigas que le rodeaba.

—Y, ¿cómo estás tú enterada de eso, Conchita? Yo creía que tú no conocías a Luisa.

Se lanzó de cabeza, con desafío desesperado:

—Claro que la conozco. Soy el médium del grupo suyo, ¿no te lo he dicho esta mañana? Tu mujer cree que se pone en comunicación con Teresita a través de mí, y esto es lo único que la preocupa en el mundo. Sé lo que es, la vieja bruja; mucho antes de que vinieras me ha preguntado todo lo que había que preguntar sobre ti, aunque ni tú ni los chicos la importáis un bledo… No, esto no es verdad, siente algo de cariño por Pedro, el chulo ese, ¡qué es un flamenco! El otro día, cuando yo estaba en trance, dije algo sobre los dos hermanos (se odian, y los dos son violentos), y tengo que decir que ella se asustó terriblemente. Y esta tarde don Américo, el espiritista, quería que diera una sesión especial porque tu mujer estaba muy preocupada con lo que Pedro iba a hacer en su furia, y necesitaba la voz de Teresita para saber qué partido tomar. Le dije que no podía ir, que tenía otras cosas mejores que hacer esta tarde. —Conchita se calló de golpe, tragó saliva y puso cara contrita—: No pongas esa cara, no es culpa tuya, estas cosas tenían que pasar de todas formas.

—¿Así que has sido tú quien dio a Luisa el mensaje de los espíritus de que me hablaba Juan? Lo siento, lo siento mucho.

—Lo siento, lo siento, ¿qué quieres decir con «lo siento»? ¿Tú crees que está mal que trate de decir la verdad a la gente en la única forma en que pueden entenderla? He tratado de ayudaros a todos vosotros y ahora estás ahí, mirándome con los ojos de un juez. ¿Y qué sabes tú? Tú no nos entiendes nada. Tú no tienes la menor idea de lo que la vida es aquí; y eso está muy bien para ti, puedes sentarte tranquilamente y decir que todos somos unos sinvergüenzas y que tú eres la única persona decente, y la prueba de ello es que has venido a arreglar todas las cosas para tu familia. ¿Y a eso lo llamas decencia? ¡A la mierda, tú y tu decencia! —Su voz se había vuelto estridente y ronca al mismo tiempo, las palabras le salían en una cascada de ruidos como grava que descarga un camión. Antolín pensó: «Lo que quiere es que yo la grite, pero no puedo». El viejo camarero cabeceaba al lado del mostrador, imperturbable. Las dos parejas seguían sus cuchicheos.

—Te voy a decir por qué has venido aquí. Allí no eras feliz y te faltaba el coraje para enfrentarte solo con la vida. Ahora tampoco lo tienes para enfrentarte con la vida aquí, y te vuelves allá corriendo. Contigo será siempre lo mismo. Siempre me lo he figurado así, desde la primera vez que Eusebio me habló de ti. Pero no importa cómo eres, me importa que me he enamorado de ti. ¡Oh, sí!, lo puedo decir, no tengo necesidad de decirme mentiras más o menos bonitas. Y tú ¿qué? Tú no te dejas llevar por tu impulso, porque tienes miedo de enamorarte, y así, lo único que puedes decirme es: «Lo siento, pero ¡no eres bastante buena para mí!». ¿Por qué no puedes ser humano, igual que lo somos los demás, y por qué tienes que hacer a todo el mundo infeliz porque tú no puedes ser feliz?

«¡Oh, Dios! —pensó Conchita—, estoy diciendo cosas que no quiero decir, sólo porque quiero que me diga que no tengo razón, y ahora me va a odiar».

—Conchita, no sigas hiriéndome e hiriéndote —dijo Antolín, sintiéndose muy viejo y muy cansado—. La mitad de lo que dices es verdad, la otra mitad no lo es, y creo que te das cuenta de ello. Sé mucho más sobre mí mismo que lo que tú crees. No soy un héroe, pero tampoco soy un granuja. Soy simplemente un estúpido, siempre pensando demasiado sobre lo que debería ser para salir de mis dificultades. Seguramente es verdad que he tratado de huir de una cosa o la otra. De la soledad, creo. ¡Cómo si le fuera posible a alguien el poder evitar estar solo! Tal vez ya no huya más, porque ahora me parece que lo que he estado haciendo ha sido correr dando vueltas en círculos. Lo último que he intentado ha sido volver a mi juventud viniendo hoy aquí, y naturalmente, era una estupidez sin sentido. Debía haberlo sabido, pero no lo he visto. Cuando me gustaste tanto esta mañana, era lo mismo. Tienes que perdonarme.

Conchita se quedó quieta en la silla, las manos caídas y abiertas sobre el regazo. Era el fin. Confusamente se despedía de algo que no había llegado a poseer. Levantó los párpados pesados. No tenía por qué replicar. Era una hora de verdad, y esta verdad la compartían los dos.

Antolín comenzó a hablar de lo que había ocurrido durante el día, como una cosa sin importancia, los ojos otra vez en el trozo de cielo límpido que se veía sobre los tejados de enfrente, el cielo azul luminoso por el que había suspirado en las tardes grises de Inglaterra. Cuando llegó a la visita de Juan y Lucía, se le animó la voz. Terminó:

—Sobre los otros no me hago ilusiones. No han tenido parte en mi vida y yo no he tenido parte en la suya, porque en realidad ninguno queremos. Todo lo demás es mentira. Les ayudaré cuando pueda, pero no me voy a destruir yo mismo por algo en que no creo. Ya me he engañado bastante a mí mismo. La situación aquí es la que es, muchísimo peor que mi propio fracaso. Es el fracaso de todos nosotros. Esto no me quita de encima el sentimiento de culpa y de responsabilidad, pero lo cambia, aunque aún no sepa exactamente cómo… Lo mejor que puedo hacer por Luisa y la chica es hacerlas independientes una de otra y de mí. Y esto es cuestión sólo de dinero. Pedro está fuera de mi alcance y nada puedo hacer. Pero Juanito no es un caso sin esperanza. Me necesita. He visto que ha estado tragando las frases de sus amigos políticos, como una droga, porque se sentía perdido. Se engaña a sí mismo, es capaz de creer todo, es arrogante y agresivo, todo lo que quieras, pero al menos tiene una especie de ley y de decencia y no se ha convertido en un colaborador del sistema canalla de Falange. Y su novia es, exactamente, lo que hubiera querido que mis chicos fueran, buena y decente. Así la única cosa útil que puedo hacer es dar a estos dos una nueva posibilidad en un país distinto. Tan pronto como vuelva a Londres, voy a tratar de encontrar un trabajo para Juan. Seguramente no le van a dar el pasaporte, pero no creo que le importe pasar la frontera ilegalmente; hasta le hará bien, porque se creerá un héroe. Y una vez que haya salido de esta selva salvaje, aprenderá que uno puede trabajar por una sociedad mejor sin necesidad de pisotear seres humanos. Si le puedo ayudar, aunque no sea más que un poquito, será una gran ayuda para mí mismo.

Se interrumpió y se quedó mirando a Conchita, sin verla en la penumbra de la tarde y en su ensimismamiento.

—Me quedaría en Madrid, si creyera que podía hacer algo que valiera la pena en uno de los grupos ilegales que creyeran en, ¡bueno!, en lo que llamamos la libertad. Me sentiría menos inútil. Porque es ahora cuando me doy cuenta de que la única razón por la que debía haber venido era ésta, hacer algo en la lucha contra Franco, sólo que para eso me faltan los redaños. Y ahora, ahora estoy fichado y lo único que conseguiría sería poner a la policía en la pista de otros… O tal vez esto es otra excusa. En todo caso, ni sé por dónde empezar, ni daría pie con bola en esta maraña… Ahora, dime, ¿qué es todo eso sobre Pedro queriendo denunciar a Juan y esas amenazas de violencia? Parece que tú crees que Pedro es capaz de cualquier granujada. No me entra mucho en la cabeza, pero supongo que conforme están las cosas debemos hacer algo. Y tú conoces más de ello que yo, puesto que has tratado de avisar a Luisa; sí, me doy cuenta de que conforme están las cosas no tienes ninguna culpa; tenías que disfrazar la verdad, o lo que tú creías la verdad, si querías hacer algo práctico. Cuando lo contaste me enfadé en el momento, tonto de mí. Pero ¡la cosa es tan estúpida! ¿Me quieres ayudar, Conchita?

Conchita había escuchado el interminable monólogo manteniendo en la cara la sombra de una sonrisa. ¡Qué desamparado estaba, y cómo trataba de entender, el pobre! Le contestó con un punto de su vieja alegría desvergonzada:

—Después de todo no has cambiado mucho, chico. Desde luego, nadie cambia. Sí, hombre, voy a tratar de sacarte de este lío. Al menos sé cómo entendérmelas con Pedro, a través de doña Consuelo. Ya sabes de quién hablo, anoche estuviste allí. No abras la boca como un bobo, tonto. Sí, tengo amigos en todas partes y me cuentan cosas. Hasta que no habías querido acostarte con una chica guapa, ¡la pobre!, antes de que empezaras a decirme cosas. ¡Se conoce que quieres que te pongan una coronita de santo! ¡Y no pongas esa cara, que te veo muy bien aunque esté obscuro! Claro que conozco la casa de doña Consuelo y hasta me he acostado, algunos años antes, con sus mejores clientes. Pero ahora es una de mis enfermas, y cree en mis dones a cierra ojos; y es una lástima que tú no creas, porque te haría bien. Así es cómo sé todo lo que hay que saber de Pedro. Es un canallita, pero doña Consuelo sabe manejarle. Voy a hacer que le meta un susto en el cuerpo que deje en paz a Juan. —Agregó—: ¡Si no es demasiado tarde! —Y en un rincón de su cabeza su mente repitió: «Demasiado tarde». Tras una pausa preguntó—: ¿Y qué va a ser de ti, Antolín?

—¡Ah!, no me voy a sentir infeliz, si es eso lo que quieres decir. Me volveré a Londres y seguiré viviendo allí. No creas que voy a volver a lo mismo, esto nunca pasa. Tú dices que no he cambiado, pero al menos he aprendido algo. He estado aquí y he visto que no es tan fácil como parece encontrarse a sí mismo. Así que voy a volver a Londres, pero no voy a seguir viviendo como un turista o como un refugiado. No sé si entiendes lo que quiero decir…

—Sí, sí, te entiendo.

—Tal vez me entiendes. Mira, hay muchas cosas en las que tienes razón, Conchita, pero no es verdad que en Londres fuera infeliz. Lo era a medias, mitad feliz, mitad miserable, porque siempre estaba pensando si no me sentiría menos solo entre gente que hablara mi lengua. Esto se acabó. Claro que voy a ser toda mi vida un extranjero en Inglaterra; pero aquí también soy extranjero, y esta clase de soledad es peor y me hiere mucho más, porque me hiere en la propia carne. En Londres me espera una mujer. Se llama Mary y la quiero más que a nadie en el mundo.

Prosiguió:

—¡La cosa tiene gracia! Ahora mismo, cuando sé que Mary nunca podrá derretirme los huesos de gusto como tú podrías hacerlo, la echo de menos enormemente. Cuando tú dices algo, entiendo exactamente lo que quieres decir; cuando ella me habla, hay veces que no la entiendo, y lo mismo le ocurre a ella conmigo. Sin embargo no importa, quisiera que los dos nos hiciéramos viejos juntos. Tiene gracia —repitió con un sonsonete infantil—, me siento como si estuviera casado con Mary y hubiera sido tu querido. Contigo es eso, una aventura disparatada, con ella una cosa hermosa y serena. Y a pesar de todo estoy encerrado conmigo a solas. ¿Quién fue el que dijo que todos los chicos españoles tienen que aprender: «Solo estás y solo te quedarás»? ¿Fue García Lorca?

Conchita no pudo contener la risa ante su pedantería, aunque le dolían las entrañas:

—No sé, querido, pero es verdad. ¿Y no lo sabías? No tienes remedio. Me hubiera gustado que te hubieras acostado conmigo, aunque ni aún sé si te apañas bien para esas cosas o no, y es una lástima que se te haya pasado el capricho por mí. No creo que en cuatro noches nos hubiéramos tirado los muebles a la cabeza, a no ser que te hubiera dado la manía de hablar todo el tiempo de los problemas de la vida. Aún me sigues gustando, si quieres saberlo, pero ya se me va a pasar el arrechucho. La próxima vez que vaya al cine, me voy a dar un atestón de llorar y me voy a creer que soy la hermosa heroína con el corazón roto en cachitos. Ahora mismo casi me siento feliz, porque has dicho que tu Mary no te puede volver los huesos agua y yo sí podría. Algo es algo. ¿Qué? ¿No admiras lo bien educadita que estoy y las cosas finas que estoy diciendo, en lugar de decir lo que se me viene a la boca, que no es muy fino? Escucha. —Soltó una palabrota, y otra, en un chorro furioso, suspiró y dijo—: Ahora me siento mejor. Di que nos traigan algo de beber, Antolín.

Llamó al viejo camarero y pidió dos coñacs. Ella se bebió el suyo a sorbitos. Estaba tan obscuro que él apenas podía verle la cara. Una de las parejas se había marchado, la otra estaba sumergida en las sombras del vacío salón. De pronto se encendió la luz eléctrica, las bombillas desnudas, absurdas, en la caduca elegancia de los candelabros. Conchita y Antolín quedaron momentáneamente cegados por la luz. Esto les dio tiempo a componer el gesto.

—¡A tu salud, Antolín!

—¡A la tuya, Conchita!

Se rio ella y enrojeció vivamente:

—Lo que no tiene remedio no se cura. No te preocupes por mí, estoy fuertota y me sobran los amigos; y aún no soy vieja ni fea, ¿verdad? Lo único que siento en este momento es que no he ido esta noche a casa de don Américo. A lo mejor aún voy. Y ahora escucha a tu amiga Conchita, que sabe más de la vida que tú: arregla las cosas con tu familia antes de marcharte, y después no vuelvas a pensar más en ello; seguir rompiéndote la cabeza ni les beneficia a ellos ni a ti. Pedro es lo que es, porque se pasa la vida tratando de ser lo que no es, y cuando le salen las cosas mal, la emprende con los demás, y en esto se parece algo a ti, aunque es mucho peor. Déjale solo, que tiene más veneno que una víbora. Acabará siendo rico si es que vive bastante para ello. En cuanto a Juan…, es verdad que es un niño llorón que necesita que su papá le dé unos buenos azotes, pero si yo estuviera en tu lugar, me daría miedo el tratar de convertirle en algo distinto. Yo soy de las que creen que hay que cambiar las cosas, Dios sabe que hace falta un buen cambio, pero una vez que empiezas a meterte a redentor, no sabes en qué terminas. Deja a tu hija que se meta en el convento aunque te den ganas de vomitar; ésa va a ser una buena monja, y es preferible a que ande toda su vida oliendo cirios en sacristías. Y tu mujer es feliz con sus espíritus, así que déjala en paz con ellos. ¿Por qué no dejar a la gente que haga lo que quiera si no hacen daño más que a ellos mismos? Mañana vamos a tener una sesión en casa de don Américo y la señora Luisa va a tener el mensaje de su Teresita. Te juro que voy a ser un almíbar con ella y se va a quedar feliz. Y esto es todo, ¿no? Tú agarras el avión el jueves y desapareces, cuanto antes mejor. Es una tontería tuya no tener miedo de la policía. Y si yo te digo con lo que me gustaría que te quedaras… Pero ahora no empieces a tener remordimientos en cuanto a mí, porque no te lo voy a agradecer. Si quieres me das un par de besos en la calle, te prometo que no voy a llorar. ¡Hala, vámonos, Antolín!

Detuvieron a don Américo a las nueve y media, una hora temprana para una detención política. En general, la policía prefería esperar hasta después de medianoche, cuando no había peligro de que la gente se enterara y hubiera demostraciones hostiles. Pero en este caso, el comisario personalmente había organizado el procedimiento, después de su conversación con don Santiago. Habían decidido escoger un momento para la detención en el que aún no hubiera comenzado la sesión, pero tan inmediato a ello que los miembros del grupo se llevaran el gran susto y la impresión de que se habían librado por casualidad. En aquel momento no era oportuno detener a ninguna de las mujeres espiritistas. (Don Santiago pensaba que era mucho mejor no volver histérica a Amelia, y complicar sus planes con Antolín, arrestando a la señora Luisa).

El comisario había seguido sin dificultad las sugerencias del cura. Le estaba muy agradecido por haber llamado su atención sobre estos puntos. Le confesó que su colega más joven había tenido muy poco tacto en las dos detenciones previas de don Américo y había revuelto las cosas lastimosamente. Claro que hasta un grupito insignificante de viejas supersticiosas puede convertirse en el foco de actividades políticas peligrosas, en una vecindad de una clase tan baja como aquélla, pero por el momento el grupo se dispersaría solo, en cuanto desapareciera el viejo. Prometió a don Santiago encargarse él mismo de todo, aunque esto significaba que otro se iba a aprovechar de la butaca que le habían regalado para ir al teatro aquella noche.

En las horas dormilonas de la tarde, antes de que comenzaran los casos de rutina de cada día, el comisario estudió el expediente. Era un poco extraño que se hubiera libertado ambas veces a don Américo sin más que una reprimenda, pero por otra parte esto mismo podía ser una bendición si don Santiago hacía llegar al Ministerio de Gobernación su prontitud y eficacia en resolver definitivamente el caso. No le vendría mal una recomendación entre los peces gordos; al fin y al cabo, él se merecía algo mejor que una comisaría de barrio, aunque estaba allí mucho mejor que en el ejército. Hasta era una lástima que el espiritismo no fuera políticamente peligroso; aunque tal vez lo era. El viejo chocho, don Américo, parecía estar chalado, pero era un fanático. Sus andanzas eran un ataque insidioso contra los verdaderos cimientos de un Estado Cristiano, como don Santiago había indicado muy bien, pero también eran una afrenta, un desafío descarado, a las leyes de la Nueva España. No debería tomar esto a la ligera por que el viejo aparecía ridículo y miserable ante él. El comisario suspiró complacido; estos jovencitos de hoy, como su colega, no sirven para estas cosas. Hay que tener más sutileza. Se regodeaba de antemano ante la idea del interrogatorio, que iba a ser divertido. Más divertido que la comedia a que su mujer le había intentado llevar aquella noche. Algunas de las historias que había oído sobre médiums y espíritus eran increíbles. No había duda de que existían gentes con poderes extraños, de Dios o del Diablo. El comisario se santiguó furtivamente. Cuando dio sus instrucciones para la detención, recalcó al agente que debía traer todos los papeles que encontrara en el cuarto de don Américo, menos libros corrientes.

Don Américo aceptó estoicamente su detención. Era un alivio pensar que la sesión con la señora Luisa no podía verificarse. La negativa de Conchita a venir, que tanto le había disgustado, era claramente un acto providencial de un guía más alto. Pensó tiernamente en la muchacha. Era también de buen agüero que el agente que vino a buscarle era el mismo que le había arrestado las otras veces y le había tratado decentemente. Entró llamando «abuelo» a don Américo, le preguntó con una risa bonachona si había cenado ya, y le aconsejó que se llevara una manta, una muda y una toalla.

—Mientras hace la maleta, voy a recoger los papeles —terminó el agente.

Don Américo sintió un escalofrío en la caja del pecho. Nunca se habían preocupado por sus papeles. Pero rápidamente se dijo a sí mismo que nada sería una prueba mejor de su buena causa que sus folletos y sus recortes.

—Todo está en esos baúles, pero ¡por Dios!, tenga cuidado con los papeles, son únicos.

Gruñendo ante la cantidad, el agente sacó del primer baúl los rimeros de folletos cuidadosamente atados y abrió la tapa del segundo.

—¡Por favor! No toque el paquetito que está encima; yo lo sacaré.

—¿Qué es? ¿Tiene armas escondidas, o qué? No me toque, o le ato codo con codo. —Fue a la puerta y llamó a los dos guardias armados que había traído con él, más por su propia protección si la gente se alborotaba que porque temiera una rebelión del viejo—. Ustedes dos se están aquí y no dejan a este tipo que se acerque a mí. Déjenle que empaquete sus cosas, que le van a hacer falta, pero no le dejen que se mezcle en el registro que estoy haciendo.

Con mucho cuidado, porque nunca sabe uno si puede tropezarse con una bomba, el agente desenvolvió la bombilla roja y la mantuvo en alto contra la luz.

—¡Ah, vamos!, esto es para cuando se viste de brujo, ¿eh?

Dejó la bombilla sobre la mesa. La bombilla comenzó a rodar lentamente hacia el borde, trazando una curva elegante, y se estrelló contra los baldosines. Don Américo, impotente entre los dos fornidos guardias, exhaló un quejido suave.

—No llore, abuelo, de todas maneras ya no le va a servir de nada —gruñó el agente—. Creo que voy a dejar aquí estos mamotretos sucios, ya pesa bastante lo que tenemos aquí. Paco, ven aquí, tú cargas con esto.

Cerró con un golpazo la tapa del baúl, vacío ahora, con la excepción de la obra de Allan Kardec. El golpazo regocijó el alma de don Américo: ¡los libros del maestro se habían salvado una vez más de las manos de los vándalos! Enderezó lo mejor que pudo sus encorvadas espaldas y bajó las escaleras erecto, pasando ante la puerta cerrada de la señora Luisa, cruzándose con la asombrada María, desdeñando las puertas entreabiertas con ojos curiosos tras la rendija, atravesando el patio donde la portera esperaba con los brazos en jarras. La gente en la calle se detenía y miraba al viejo espantapájaros y su séquito de policías cargados de papeles. Detrás de él, la casa comenzó a zumbar como una colmena en alarma.

Le llevaron directamente a la sala–tribunal de la comisaría: una tarima con una mesa y un sillón de brazos, bajo ella una mesa para el secretario, unos bancos a lo largo de la paredes, un retrato del caudillo presidiendo la escena. Al cabo de un ratito entró el comisario y se entronó en su sillón. Un policía se sentó en la mesa baja y preparó papel y pluma. Uno a uno, atraídos por el rumor de que algo interesante ocurría, fueron apareciendo policías y guardias, arrimándose a las paredes, sentándose en los bancos.

El interrogatorio comenzó con las formalidades de costumbre. Después, el comisario preguntó:

—¿A qué se dedica usted?

—Bien, señor, no tengo ocupación. A mi edad no hay quien le dé a uno trabajo, hasta para los jóvenes es difícil en estos tiempos.

—Aquí no ha venido a hacer comentarios. ¡Hum!, escriba, sin profesión. Y entonces, ¿de qué vive?

—Nunca faltan buenas almas que le ayuden a uno…

—Vamos, vive de la limosna.

—No, señor.

—Sí, ya veo la cosa. Usted tiene buenos amigos que le ayudan a vivir, pero no toma limosna. Le pagan por sus brujerías, ¿no? Claro, en este mundo de idiotas no faltan. ¿Supongo que sabe usted por qué se le ha detenido?

El comisario, mientras, había estado hojeando distraídamente algunas de las revistas que el agente había colocado sobre la mesa. En aquel momento, sin esperar la respuesta de don Américo a su última pregunta, levantó en alto una de las revistas en papel couché, y mostró la fotografía de una mujer desnuda tumbada en una pradera:

—El viejo tiene buen gusto, ¿no? —Se sonrió paternal correspondiendo a las risitas del auditorio, y siguió mirando a través de la revista, hasta que encontró la figura de un hombre desnudo—: Esto ya es más serio, abuelo. Claro que ya sabemos que hay viejos cerdos que andan tras las muchachitas y los muchachitos…

—Señor, eso es una publicación muy seria, una revista de nudismo, y no hay nada indecente en ello.

—La próxima vez abre usted la boca cuando le pregunten, y si no, se va a ganar una bofetada que se va a quedar sin dientes, si es que le queda alguno, ¡tío cerdo! —El comisario alargó la revista al secretario—: Archive eso con los autos, Ángel, y ponga una nota: «Al detenido se le encontró en posesión de literatura pornográfica». —Tomó un cuaderno lleno de recortes de periódicos pegados en sus páginas—: Muy interesante. De manera que usted colecciona recortes de periódicos extranjeros, en francés, en inglés… Este no sé en qué lengua… ¿Ruso? No, está en letras cristianas. Bien, ya lo veremos más despacio. Y esto, ¿qué es? ¡Ah!, si mi memoria no me engaña, uno de esos folletos venenosos del tiempo de la república roja. Anarquista. Muy peligroso con todas sus ínfulas de cultura. Esto se va poniendo cada vez más serio. Empujó los papeles a un lado y se repantigó en la silla, juntando sus manos en un gesto de magistrado meticuloso con las apariencias.

—De fuente que nos merece la más absoluta confianza, hemos recibido información al efecto de que usted se dedica a practicar espiritismo y otras formas de brujería, violando así las leyes de la Nación, y que se gana la vida de una manera fraudulenta, engañando a gentes sencillas y estafando como puede. ¿Tiene algo que decir en contra de esta acusación?

—Mire, usía, es verdad que practico el espiritismo, pero permítame decir que esto no tiene nada que ver con brujerías. Es pura ciencia. Hasta diría que es una ciencia sagrada, aunque la gente ignorante diga que es una ciencia infernal. Así ha probado Allan Kardec, y hasta hoy nadie se ha atrevido a refutar sus pruebas, que la evocación de los que están más allá, y el contacto con el otro mundo, no es contrario a la fe cristiana, sino de hecho admitido y probado por las mismas Sagradas Escrituras. Claro está que es lógico que los curas no quieran aceptar estas verdades que pondrían en peligro las ventajas que obtienen con su oficio, pero una vez que…

—Pare, pare, vamos por partes; cuando empieza a hablar, es como un caballo desbocado. Primero —el comisario se dirigió al secretario—, anote, Ángel, que el acusado se ha hecho a sí mismo culpable de insulto a los organismos de la seguridad del Estado. ¡La poca vergüenza de llamarnos un hatajo de ignorantes! Segundo, escriba que el detenido ha insultado a los ministros de nuestra sagrada religión. Con que los curas son granujas, ¿eh?

—¡Pero, señor, yo no he dicho nada de eso…!

—Bueno, entonces es que estamos sordos todos. En fin, vamos por partes: ¿usted mantiene, entonces, que puede ver a los muertos?

—Desgraciadamente, señor, yo mismo nunca he presenciado un caso de materialización, pero su señoría encontrará pruebas fotográficas de ello en esas revistas y esos recortes que tiene en su mano. Lo único que yo puedo afirmar por mi propia experiencia es que es posible hacer contacto con el mundo espiritual.

—Sí, con uno de esos veladores que bailan colgados de alambres, ¿no?

Sin desanimarse, don Américo continuó:

—Existen manifestaciones tangibles. La materialización del ectoplasma es un hecho comprobado, y el fenómeno de levitación…

—¡Calle todas esas tonterías! Esto no es un hospital, ni nosotros somos un grupo de estudiantes de medicina para que se líe a soltarnos palabrotas que sabe Dios lo que quieren decir. Al pan, pan, y al vino, vino. Usted sostiene que ha hablado con los muertos, ¿sí o no?

—Sí, señor. Y eso es la verdad absoluta.

—Bien. ¿Has escrito eso, Ángel? El detenido alega que habla con los muertos… Y, claro, como hay gentes que se tragan esa historia, usted se dedica a sacarles los cuartos.

—Nunca he pedido honorarios.

—No, nunca pide honorarios, toma lo que le dan; y si no le dan nada, hace lo que la Compañía de Teléfonos, corta la comunicación. Todo esto es muy claro y nos vamos entendiendo. Para los fines de sus prácticas espiritistas, da sesiones en su cuarto a las que acuden diversas personas, ¿no es así?

—Sí señor.

—Muy bien. Durante esas sesiones usted habla con los muertos y al mismo tiempo discute ideas subversivas, distribuye folletos y, supongo, da instrucciones. No, no, cállese, ya hablará después. Ángel, escriba que el detenido declara que en su casa realiza mítines clandestinos durante los cuales se distribuye propaganda contra el régimen…

—¡No, no! Eso no es verdad.

—¡Cállese! ¿Dónde íbamos…?, contra el régimen, utilizando publicaciones de origen sospechoso. El detenido estaba en posesión de grandes cantidades de literatura ilegal, mucha de ella en idiomas extranjeros, incluyendo también fotografías pornográficas. ¿Está ya? Ahora queremos los nombres de todos lo que asisten a esas sesiones. Vaya dictándolos despacio, sin olvidar uno, ¿entiende?

Don Américo irguió la cabeza. Parecía un pájaro, una corneja vieja empapada de lluvia, pero sus ojos brillantes se enfrentaron con los del comisario serenamente:

—Nunca denunciaré a gente que comparte mi fe, a sabiendas que por ello sufrirían persecución. Si usted quiere un mártir, aquí me tiene. Estoy en sus manos.

—Pero, hombre, ¡usted se ha creído que esto es un drama de Calderón! Y no hay quien le haga callar. Menos historias, déjese de cuentos y vamos al grano, o le vamos a sacudir las costillas.

El agente rechoncho que había hecho la detención habló desde el banco donde estaba tumbado a medias, las manos en los bolsillos:

—Si me permite usía que diga algo —el comisario asintió la cabeza—; cuando estaba registrando la habitación del detenido, el viejo se asustó mucho cuando encontré una bombilla roja que tenía escondida entre sus papelotes. Seguramente tiene algo que ver con propaganda clandestina o con espionaje. No he podido traerla porque se rompió, pero lo encontrará escrito en el parte. —Y se golpeó el bolsillo vacío, descaradamente.

Su superior se quedó mirándole:

—Debería habérmelo dicho inmediatamente. Haga una nota de ello. Ángel… Ahora vamos a ver: ¿va usted a confesar para qué era la bombilla y darnos los nombres de sus cómplices? Porque aún estoy esperando.

Don Américo había vuelto sus ojos asombrados hacia el agente y los había retirado inmediatamente, avergonzado de la estulticia del otro. Después su cara se llenó de una paz lejana. No oyó lo que el comisario acababa de decirle.

—Lleváoslo al sótano y dadle una paliza —dijo el comisario con un gesto de disgusto—. Pero no seáis brutos, no se os vaya a quedar en las manos.

Cuando se quedó a solas en el cuarto con su secretario, el comisario se encogió de hombros y se levantó del sillón. Las minutas del interrogatorio iban a ser interesantes; pero no estaba contento. Se paseó arriba y abajo en la tarima, tomó unos cuantos periódicos de la mesa y los volvió a dejar. El secretario seguía aún sentado en su mesa, hojeando las revistas de nudismo. Para su gusto no había bastantes, ni había bastantes fotos en ellas. Tomó otro paquete y siguió hojeando. De pronto levantó la cabeza y dijo:

—Mire usted estas fotos, ¿o las ha visto ya? A lo mejor hay algo de verdad en estas brujerías.

—No seas idiota, Ángel. Eso no son más que fotografías con truco, como las películas en las que el protagonista sube por las paredes o se transparenta. ¿No ha visto El fantasma va al Oeste?

—Puede que tenga razón —dijo Ángel insistente—, pero hay algo en el fondo de todas esas historias, yo mismo he visto en mi vida cosas más raras.

—¿Qué cosas?

—Bueno… Muchas veces, cuando la gente se muere, da mala suerte a los que les han quitado de en medio. Le puedo contar historias que…

—No me las cuentes. Ya veo que te ha entrado miedo, así que vete al sótano y diles que le dejen en paz al viejo. De todas formas ya tenemos bastante contra él.

Antes de que el comisario terminara de hablar, Ángel había desparecido del cuarto. Dos minutos después volvía, rebosando de satisfacción por todos sus poros:

—¡Gracias a Dios que he llegado a tiempo! —El comisario se hizo el desentendido; no quería que el otro se diera cuenta de su secreta satisfacción. En el fondo de su corazón creía tan firmemente en el mal de ojo y en los poderes infernales como en las dotes milagrosas de la curandera que cuidaba de las piedras que se formaban en su vejiga. Pero nunca lo hubiera admitido delante de sus subordinados, muchísimo menos ante don Santiago. Cuando Ángel comenzó a contar historias de muertes misteriosas y signos de mala suerte, el comisario hizo unos cuantos comentarios cuidadosamente escogidos para mostrar a su subordinado que él estaba por encima de todas estas supersticiones populares, dignas de gente baja; pero eso, formulándolos de manera que no pudieran causar ofensa a los poderes ocultos.

En los sótanos, los dos guardias se abotonaban lentamente la guerrera. Uno de ellos movió la cabeza en dirección a don Américo tirado a la larga en las tablas del camastro y con la cara iluminada por una paz interior, y murmuró:

—Me alegro de que no le hayamos tenido que sacudir. El viejo chocho está para que le tiren a la lata de la basura. Si le sacudo con un dedo, le mato. A mí, no. Dame uno de esos flamencos presumidos. A ésos sí que es un gusto romperles las costillas, pero a un pobre espantapájaros como éste, no sólo no se divierte uno, es que da pena.

La comisaría comenzaba a animarse: borrachos escandalosos, bronquistas, putas recogidas en redada por salir antes de la hora. Los calabozos se iban llenando. Y el comisario se aburría terriblemente. El quedarse de guardia un domingo era un sacrificio mucho mayor de lo que había imaginado. ¡Todo por la influencia de don Santiago con el ministro de estado! Además, desde que Ángel había hecho sus comentarios sobre las cosas que atraen la mala suerte sobre uno, no se había atrevido a tocar las malditas revistas, a pesar de las tías guapas que había en ellas. Así, cuando hacia las dos y media se presentó un grupo bullicioso en el salón de actos, la diversión fue bien acogida.

Aparecieron tres jóvenes, casi muchachos, vestidos con el uniforme de oficiales de Falange, empujando ante ellos a un muchacho y a cuatro mujeres, una de ellas, a todas luces, una vieja bruja asmática y fondona, y las otras tres, tres prostitutas hermosotas y desgarradas. Los párpados del muchacho estaban hinchados y rojos, la boca ensangrentada y los codos atados a la espalda con bramante. Se mantenía callado, con un gesto de furia en los labios contraídos, pero las mujeres chillaban súplicas y blasfemias en una mezcolanza de gritos que parecía dirigir la vieja. Al menos, en blasfemias no la ganaba ninguna de las otras.

El comisario acogió afectuosamente a los falangistas y se dio prisa en encaramarse a su trono. Se frotó las manos y se quedó mirando al grupo. En cualquier otra ocasión le hubiera molestado la interferencia de Falange en cuestiones que legítimamente pertenecían a su departamento, pero la cosa prometía ser divertida:

—Parece que han hecho ustedes una limpia —dijo.

El más alto de los tres señoritos se adelantó hacia la tarima:

—La verdad es que nos ha reventado la noche. Verá usted: nos habíamos tomado unos vasos en casa de Pepe y decidimos irnos de juerga un rato con las chicas. Hay que confesar que no están mal. Así que nos fuimos a buscarlas a…, bueno, al colegio, y comenzamos a armarla a gusto. Hasta que a mi amigo y a mí nos dio ganas de bajar al sótano y soltar un poco de vino que teníamos de sobra en el cuerpo. Y allí nos encontramos con este pájaro de manos a boca. Usted no lo va a creer, pero con toda la cara de monago que tiene el Angelito, es una buena pieza. Hace ya tiempo que le teníamos echado el ojo, pero de pronto desapareció; más tarde nos enteramos que era uno del grupo que dio una paliza a dos camaradas hace dos o tres noches. Así que se puede imaginar el alegrón que nos dio el pescarle allí a solas y calentarle un poco el cuerpo. Después comenzamos unas cuantas averiguaciones, y resultó que estaba escondido en la casa con la ayuda de la vieja bruja, de las muchachas, o de todas juntas. Eso es lo de menos. Lo peor es que la casa resultó un avispero. Hay un armario lleno de periódicos de los rojos, pasquines, sellos de cotización, en fin, la Biblia. Puede usted mandar a alguien que recoja todo en el Centro, donde hemos mandado a un camarada con ello. Había también una pistola, pero no les da la gana decir quién es el propietario.

—Entonces, ¿quieren ustedes que nos hagamos cargo de ellos?

—Aún no. Primero van a cantar; después se los vamos a dejar y puede mandarlos mañana al «hotel».

—Si quieren, los pueden mandar al sótano.

—¿Para qué? Aquí se está a gusto. ¿Hay alguien interesante abajo?

—¡Puaf!, no. Un viejo chalado que es un espiritista y un poco revolucionario. ¡Aunque le gustan las chicas bien formaditas!

El comisario contó la historia con adornos y les mostró las fotos de nudismo. Mientras ellos se entusiasmaban con las fotografías, escamoteó de su alcance el resto del material cogido, dándole un gran alivio a Ángel.

—Mándenos al viejo —dijo el falangista.

Por un momento el comisario pensó si esto no era demasiado contra su dignidad de jefe allí, pero también pensó que era imposible negarse a una petición semejante sin provocar sospechas o un comentario adverso. Por añadidura se le ocurrió que estos calaveras atraerían sobre ellos la mala suerte que pudiera traer el maltratar al viejo brujo, como él le llamaba. Dio orden de que subieran a don Américo y de que nadie les molestara hasta nueva orden.

Los guardias trajeron a don Américo, que parecía más frágil aún, perdido en sus ropas demasiado grandes, ahora arrugadas por su estancia sobre el camastro de tablas.

—Bueno, les dejo a ustedes, señores —dijo el comisario, y Ángel se levantó deprisa de su asiento.

—Quédese a ver la función. De todas formas nos podía dejar unas cuantas buenas varas de fresno, no muy gordas, porque éstas tienen la piel fina.

Lo falangistas escogieron de un haz las varas que restallaban mejor cuando las sacudían en el aire. Una de las muchachas dio un grito. El más joven de los falangistas, un muchacho flacucho con labio rojos y carnosos y ojos de almendra, avanzó hacia ella, una vara en la mano. La muchacha se calló en medio del grito, los ojos redondos de miedo.

—¡Hala, deprisa, a desnudarse! —gritó el más alto, que hacía de jefe.

Cortó la cuerda que ataba los codos del muchacho, quien hasta ahora no había dicho palabra.

—Tú también, ¡en cueros ahora mismo!

Don Américo se había acurrucado en un banco, empequeñeciéndose. Su mirada iba de uno a otro de los jóvenes verdugos, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. El tercer falangista, indudablemente el más insignificante del trío, le sacudió por las solapas de la americana:

—¿Estás sordo, tú? ¡A desnudarse!

—¡Va a hacer una buena pareja con la vieja! —dijo el jefe sonriéndose—. ¿Qué, aún no os habéis desnudado? —Hablaba bajito, pero las cuatro mujeres, el muchacho callado y el mismo don Américo se arrancaron la ropa a toda prisa. Era mucho más fácil que resistirse a ello. Los tres señoritos comenzaron a golpear las carnes desnudas que se les ponían por delante, con acompañamiento de risotadas, gritos y pataleos. De las tablas del piso se elevaban nubes de polvo. Con verdugones rojos en las espaldas y en las nalgas, las víctimas buscaban refugio bajo los bancos o en los rincones. A don Américo le habían olvidado. Había comprimido su cuerpecillo flaco y ceniciento en el hueco estrecho dejado entre la tarima y la pared del fondo, y allí estaba acurrucado sobre sus rodillas.

Hubo una pausa en el jaleo y el jefe gritó:

—Y ahora, ¡a cantar la verdad o empezamos de nuevo! ¿Quién ha escondido a este rojo indecente? ¿De quién es la pistola? ¿Quién ha puesto los papeles en el armario?

Sollozos, gritos, latigazos, balbuceos, confesiones ininteligibles; más gritos, más latigazos, más confesiones. El muchacho, arrinconado, vomitaba maldiciones, las palabras puntuadas por el restallido de la vara.

—Bueno, ya está bien. Uno también se cansa —dijo el jefe de los falangistas—. Diga a su gente que los meta en los calabozos. —Mientras los guardias les rodeaban, el falangista más joven gritó—: Poned al chico con la vieja, ¡a lo mejor la viola! —La boca amarga la tenía ahora entreabierta y húmeda.

El comisario descendió de la tarima bromeando, y sus ojos se fijaron en don Américo:

—Ahora, ¿qué vamos a hacer con este saco de huesos? ¡Hala, levántate! —Le empujó en las costillas con la punta del pie izquierdo, pero no rudamente.

El falangista más joven se acercó y restalló su vara sobre la espalda curvada del viejo. Don Américo se estremeció pero no se movió. El falangista tiró de un brazo y le sacó al centro de la habitación. Allí, bajo la luz violenta de la bombilla desnuda, le enderezó y le miró a la cara. Después abrió las manos y le soltó. El viejo cayó de espaldas.

Don Américo, su vieja piel seca arrugada en los huesos del cuerpo, estirada donde los huesos sobresalían, se quedó allí, en medio del salón, sus brazos abiertos, los pies juntos. La cara suave.

—La diñó —dijo el falangista, y se golpeó las manos una contra la otra, como si la piel de don Américo se las hubiera dejado llenas de polvo. El comisario se había vuelto de espaldas, Ángel había desaparecido del cuarto. Se marcharon todos sin más comentarios. El cadáver quedó allí, solo, bajo la luz cruel que inundaba la habitación. Al cabo de un rato, Ángel, el policía, abrió la puerta despacio, sin ruido, y entró dando puntillas. Con la mano puesta en la boca se quedó mirando fascinado a don Américo. Después, con pasos torpes, se acercó a él y se quedó a sus pies. De pronto avanzó, se inclinó, y cerró los ojos abiertos con las yemas de sus pulgares. Cruzó las manos hambrientas sobre el pecho del cadáver. Se santiguó.

Los párpados de don Américo se abrían de nuevo, despacio, despacito. Cuando los dos guardias vinieron para llevársele, los ojos estaban abiertos en una interrogación muda.