Pedro bajó las escaleras pisando fuerte y silbando a pleno pulmón, porque quería que le oyeran y creyeran que nada de lo que hicieran, nada de lo que habían hecho, le importaba. Pero le importaba. Le importaba tanto que le temblaban las manos.
Les iba a dar una lección. Sobre todo a Juan. Cuando pensaba en Juan, le cegaba los ojos una nube roja y le llenaba los oídos un ruido de agua desbordada y un tintineo metálico. Iba a poner a Juan donde tuviera tiempo de sobra para pensar en la vida.
A la vuelta de la esquina estaba la Delegación Política de Falange. Don Antonio, el jefe de la centuria a la que pertenecía Pedro, estaría trabajando en su oficina, aunque era domingo, y estaría solo. Con don Antonio lo único que había que hacer era demostrar humildad, celo falangista y adulación. Pedro hizo un esfuerzo para poner cara de circunstancias y entró.
El hombre, ya maduro y con tipo de oficinista, levantó la vista de sus papeles, se quitó las gafas y comenzó a limpiar los cristales con un pañuelo de seda.
—¡Arriba España! ¿Tiene usted un momentito libre, don Antonio?
—¡Arriba España! Caramba, Pedro Moreno, ¿eh? —don Antonio se ajustó las gafas en su flaca nariz y miró al recién llegado con ojos saltones de miope—: ¡Hum! Vamos a ver. Domingo y a estas horas… Esto quiere decir que viene usted a pedirme un favor.
—Quería hablarle sobre mi hermano, don Antonio.
—¡Otra vez! Esto no puede seguir así. Sí, me doy cuenta de que es un muchacho testarudo y estúpido, y que es su hermano, pero hasta mi paciencia tiene un límite. La Causa es lo primero de todo, y ese crío está dando un mal ejemplo con sus provocaciones. Si no hubiera sido por usted, hace mucho tiempo que le habría sentado la mano firme… Y ahora, ¿qué pasa? No me diga que ha tenido una bronca con nuestros muchachos como la última vez, porque entonces yo no intervengo más para salvarle de la paliza que se merece. No sería justo para los camaradas.
Don Antonio se estiró el cuello y la pechera de la camisa azul oscuro y miró con reproche el traje de paisano de Pedro; le gustaba que sus muchachos llevaran el uniforme aun cuando no estuvieran de servicio; esto enseñaba al populacho cuál era su sitio. Este Moreno no era de los más activos. Listo, sí, pero trabajar para el partido, poco.
—Esta vez es mucho más serio, don Antonio; por eso he venido con tanta prisa. Ahora me doy cuenta de que tenía usted razón, al chico debía habérsele enseñado hace tiempo lo que es disciplina. Confieso que le he protegido, porque pensaba que es sólo un crío y que no es complemente su culpa. Pero como usted dice muy bien, hay cosas que están por encima de la familia.
—Me alegro que se dé cuenta de su error, Moreno. Le honra y compensa por ciertas flojezas. No, no diga nada, ya sé que en el fondo de su corazón es leal a la Causa, pero debería haber atendido a tiempo mis consejos. Muchas veces he dicho que a los árboles hay que enderezarlos cuando aún son jóvenes, y su hermano es un árbol que está creciendo torcido. Influencias tempranas, tal vez su padre… y también la agitación perniciosa que hay en las fábricas y que aún no hemos podido desarraigar…
—Exactamente, don Antonio. Nunca he podido convencer a mi hermano. Hasta creo que me odia porque estoy en el Glorioso Movimiento, y orgulloso de ello. Por un tiempo creía que dejaría de hacer más chiquilladas, como esas peleas con nuestros camaradas, viendo que con su bondad le había salvado usted de un severo castigo y a mí de una vergüenza. Si ahora fuera una cosa semejante, con una buena paliza se arreglaría todo. Pero, como usted decía, los rojos no cesan en su agitación en los talleres. Es un chorro de veneno que lo infecta todo, y por eso es por lo que he venido, don Antonio. Me temo que se han apoderado del muchacho, cuerpo y alma. Concretamente, tengo razones para creer que ahora está trabajando con una célula comunista.
—Eso ya es más serio, y ya sabe lo que significa: exige nuestra intervención inmediata.
—Sí señor, eso es lo que me temo. Desde luego, usted es el mejor juez, pero tal vez debería explicarle antes lo que me ha hecho sospechar. Sabe usted, los últimos días me he dado cuenta de que estaba muy nervioso y se asustaba de lo más mínimo, como si ocultara algo. Anoche vino a casa muy tarde y le vi que sacaba una nota de su bolsillo y la leía cuando creía que no le estaba mirando. No tenía ocasión de hacer un registro hasta que no se marchara hoy, hace un rato. Pero no podía abrir el baúl donde tiene todas sus cosas porque en estos últimos días le ha puesto un candado, otra cosa que me ha hecho sospechar. Pero me encontré un trozo de papel en el suelo, con la mala suerte de que mi madre lo recogió y lo tiró a la lumbre sin que yo pudiera apoderarme de él, junto con otra basura del cuarto. Pero pude leer unas palabras por encima de su hombro, y decía, no creo que me equivoque, algo como «lunes por la tarde», y «conferencia preparatoria». No es una prueba completa, claro, pero…
Don Antonio saltó agitadísimo de su asiento y se arrancó las gafas de la cara:
—¿Qué más prueba quiere usted? Con los antecedentes del chico, eso no puede significar más que una cosa. Esto es importantísimo y ha hecho usted muy bien en venir a verme en seguida. Esto es uno de los eslabones que necesitamos en la cadena de la organización ilegal que queremos destruir, ¡no cabe duda! Hasta nos puede llevar a descubrir a los jefes comunistas culpables de la organización de esos criminales atentados que sufren continuamente nuestros camaradas en las afueras. Hay que obrar inmediatamente. ¿Dónde está ahora su hermano? Voy a mandar una escuadra volante.
En el labio superior, bajo las ventanillas de la nariz, le rebrillaban gotitas de sudor.
—Si esto nos da una pista, no me arrepiento de mi pasada blandura —murmuró.
—Juan se ha marchado de paseo con su novia y no volverá hasta la noche. No sé dónde han ido, claro. Si puedo dar una opinión, aunque, claro, usted no necesita ninguna opinión mía…
—¡Hable, hable, muchacho! Ha probado su lealtad a la Causa viniendo a verme y no crea que no estimo esto. Las circunstancias son serias y tenemos que obrar con precauciones. —Se secó el sudor de la cara.
—¿No sería mejor el vigilarle mañana por la tarde? Estoy completamente seguro de que le dan órdenes en la fábrica (en el barrio no tienen ningún contacto, como usted sabe bien) y mañana no creo que venga a casa hasta después del mitin, o lo que sea. No creo que él tenga ningún papel importante, y aunque le detuviéramos, no sacaríamos nada de él porque no creo que con lo idiota que es, nadie se confíe para darle parte en los verdaderos secretos. Para lo que le usarán será para sacar las castañas del fuego, pero en lo que sí tiene usted razón es en que puede ser un eslabón que nos guíe a otros más altos; y esto es precisamente lo que usted quiere.
—¡Hum…! Hoy tendría que recurrir a la policía y lo echarían todo a perder como siempre, y lo que yo quiero es que esto no salga de nosotros hasta que averigüemos todo… Sí, no es una mala idea, yo mismo estaba pensando algo parecido, porque no es más que un mocoso. ¡Ah!, pero usted me responde con ese baúl cerrado, hasta mañana por la tarde.
—Desde luego, don Antonio.
—Bien. —Don Antonio se quedó mirando los ojos sin expresión de Pedro—: Me supongo que usted no querrá figurar en nada de esto.
—No, señor.
—Bueno. Entonces no mencionaré a nadie su iniciativa de hoy, pero ya me encargaré yo de que sus camaradas no tengan más dudas sobre su patriotismo y su cooperación. En estos días de desmoralización, no puede culparse a nadie de lo que hagan otros miembros de su familia. Si no se interpone en la acción de la justicia, claro.
—Sí, señor.
—Mañana se presenta usted aquí a las seis. De uniforme. Se quedará de guardia aquí. Y voy a pasar por alto que últimamente ha abandonado mucho sus deberes para con nosotros. Nada más. ¡Arriba España!
Pedro saludó, giró militarmente sobre sus tacones y abandonó la habitación. Cuando llegó a la calle, tenía las rodillas flojas, un sentimiento que le molestaba y le avergonzaba. Se alegraba de que nadie le hubiera visto entrar en Falange y que ahora las calles estuvieran abrasando de sol y desiertas. Echó a andar rápidamente, las manos en los bolsillos. Comenzaba a aclarársele el cerebro.
Había manejado la cosa con habilidad, sí, señor. Ni mucho, ni poco. No habría un registro por sorpresa aquella noche, sino simplemente una detención y un registro mañana. Los vecinos no podían pensar en que tuviera que ver con la visita de su padre. Si Juan se figuraba quién le había denunciado… Bien, le tenía sin cuidado. Si Juan quería ser un mártir, lo iba a ser, pero sin mucha gloria. Le estaba bien empleado por presumir; seguro que en el baúl, tan cuidadosamente cerrado, no había más que unos cuantos folletos y unos cuantos sellos del Socorro Rojo que a nadie le importaban mucho. Pedro había mirado ya algunas veces, él mismo, porque un candado, ¿para qué sirve un candado?
Sin embargo tal vez sería mejor no dejarles que encontraran nada en el registro de mañana. Así no podían llevarle ante los tribunales; no, él no quería que la cosa llegara a tanto, demasiado escándalo. A Juan le dejarían «en conserva» unos cuantos meses, lo que le sentaría bien, y la cosa no pasaría a mayores. Naturalmente, se ganaría unos cuantos trastazos de la escuadra, y después en la comisaría, pero no iba a morirse por eso. Al menos, si no encontraban nada en sus bolsillos. Sí, iba a ser necesario vaciar el baúl.
Pero ¿cómo podía volver a la casa después de haber voceado que no iba a volver más? Era un poco ridículo. No, muy sencillo; tenía que volver por sus cosas. Mañana por la mañana, cuando Juan se hubiera ido a trabajar, su madre en la compra y Amelia en la cama o en la iglesia, sería muy fácil. Después don Antonio podría hacer su gran investigación, todo lo que sacaría en limpio sería un rapapolvo de la policía. El viejo chocho estaba tan orgulloso de su historial como un miembro fundador de Falange, como un «camisa vieja», con altos ideales y métodos superiores en la cruzada contra los rojos, que no se le ocurriría llamar a la policía hasta el último momento. Y a la policía no le haría maldita la gracia, los peces chicos no le importaban. La verdad era —pensó Pedro— que había manejado bien al viejo idiota.
De pronto pensó si una vez que la policía detuviera a Juan no tratarían de hacer investigaciones sobre su padre. Le entró un sudor de miedo. Esto no se le había ocurrido y podía ser catastrófico. No, no era catastrófico. Su padre no estaba mezclado en nada, aunque fueran claras sus simpatías; además tenía amistad con gente como el coronel Caro, lo que quería decir que la policía no tenía ningún interés en meterse con él. Pasara lo que pasara sobre el particular, en un sentido u otro, tendría que enterarse por don Antonio de ello y tendría que darle coba. No le había gustado mucho lo que había dicho sobre su apatía hacia el partido. Si la policía se ponía desagradable, tendría que recurrir a los padrinos. Conocía más de un policía que se interesaba en un poco de negocio práctico más que en andar tras los rojos. Tal vez esto le sirviera para hacer las paces con su padre.
Si lo supieran, le llamarían delator. Este pensamiento atizó de nuevo su furia. La culpa era de este estúpido crío; toda la culpa, la culpa de todo. ¿Qué le importaba si le daban una paliza que le reventaban? En lugar de arriesgar su posición en Falange, debía haber ido a don Antonio semanas antes de la llegada de su padre y haber tenido el campo libre.
Si le señalaban como un delator, no iba a tener seguro el pellejo en cuanto se hiciera de noche. Por un momento le asustó la idea de que ahora estaba en las manos de don Antonio, pero se le pasó el miedo. El viejo falangista se callaría por la cuenta que le tenía. Además, había prometido que se callaría y Pedro le consideraba uno de esos fanáticos testarudos que cumplen su palabra. No, el verdadero peligro estaba en que él mismo se dejara ir de la lengua. Ni aun a Consuelo podía confiar su secreto.
En aquel mismo instante, Pedro se sorprendió del camino que llevaba. Iba derecho a casa de Consuelo, sin haberlo pensado. Había pensado que iría por la noche; ahora, ni se había dado cuenta de las calles por las que había pasado, pero tenía un deseo irreprimible de verla. Era la única que podía aconsejarle. Naturalmente, le chillaría por haberse dejado llevar por el genio, pero después le ayudaría a planear para el futuro. Tenía una cabeza firme para negocios. Si fuera un poquito más joven, sería ideal como querida; y si fuera un poquito más vieja, podría ser una madre de verdad para él. Estaría desilusionada y furiosa por no haber conseguido las dos mil pesetas para un traje nuevo…
Todo salía mal, pensó. Ahora tendría que tomar un piso. Sin dinero en el almacén, tendría que negociar el arroz a través de uno de los agentes gordos y conformarse con las migajas. Estaba otra vez en el mismo sitio donde estaba antes, ¡todo por culpa de Juan, de su madre y de Amelia! De todas las maneras, había perdido la ilusión en el negocio con el arroz; demasiado complicado, y muy peligroso con un socio como el viejo granuja de Puchols.
No, Consuelo tenía que dejarle trabajar con la cocaína, con traje nuevo o sin él. Gracias a Dios ya llegaba a la casa. En la frescura del portal se detuvo y se humedeció los labios resecos. Lo único que le faltaba para que el día fuera completo era que Consuelo no estuviera en casa. La portera dormitaba en su cuchitril; no tuvo el valor de despertarla y preguntar, pero corrió escaleras arriba, anhelante.
Le abrió la puerta la Tronío en persona. Se veía claramente que no esperaba visitas. Tenía el pelo lleno de rizadores, el cuerpo libre de corsé, bajo una bata de algodón estampado, pero a Pedro le pareció hasta hermosa, y fue lo primero que le dijo. Gorgojo de risa, le golpeó en los hombros y después meneó sus caderas con un movimiento que denunciaba una larga práctica.
—Vamos a mi alcoba —dijo—. Las muchachas no han vuelto aún, y te bebes un vaso de algo conmigo mientras me peino. ¿Qué quieres tomar, cerveza?
—No, dame coñac. Buena falta me hace.
Mientras se quedó solo, inspeccionó el cuarto que nunca había visto. Olía a cold cream, a barniz de las uñas y a polvos de talco, pero Pedro pensó que olía sólo a mujer, y el olor le gustaba. Le gustaban también la gruesa alfombra, los espejos, el desarreglo de frascos y potes en el tocador, y la cama enorme. Le impresionaban las patas finísimas del juego de muebles, sillas, mesitas y un sofá. Tenía gusto esta tía, se dijo a sí mismo. Cuando volvió con una bandeja, le dijo:
—Espero que no me vayas a echar de aquí, me gusta el cuarto. ¿Me admites como huésped?
No hizo caso de la broma aunque la halagó, y comenzó a retirar los rizadores de su pelo lustroso, frente al espejo en el cual podía ver la triple imagen de Pedro arrellanado en el sofá.
—Tú quieres que te hable de tu padre, de anoche, ¿no?
—Sí, pero antes de eso…
Y Pedro hizo un resumen de la comida sin omitir mucho de ello y sólo enmendando sus propias palabras. Terminó:
—Así que les he dicho que he dejado de hacer el primo y que no esperen volver a verme más. Y me he venido aquí derecho.
Consuelo siguió alisando y poniendo en su sitio cada rizo. Después de un silencio que hizo sentirse a Pedro como un colegial, dijo:
—¿Y no ha pasado más?
—No.
—Vamos a ver. No es mucho dinero el que tiene, ¿no?
—No, a no ser que mi padre me deje que le cambie las libras, es decir, las libras que tiene en Londres en el banco. Se las podría vender hasta a ciento cincuenta pesetas la libra a alguien que sé que quiere tener dinero fuera. Pero no me va a dejar. Y el dinero que tiene consigo no le va a durar mucho si la Amelita se lo mete en el puño.
—Supongo que te das cuenta de todas las tonterías que has hecho. No podías haberlo hecho peor de intento. Lo importante ahora es no seguir haciendo locuras. —Consuelo miró a través de uno de los espejos laterales de la coqueta el perfil malhumorado de él, con un sentido de posesión que la excitó.
—Consuelo, tienes que…
—Tú eres el que tiene que hacer lo que yo te diga, Pedro. Por eso es por lo que has venido, ¿no?
No contestó, pero miró de soslayo el cuerpo carnoso de ella, con un alivio inmenso: iba a ocuparse de él.
—Esta tarde temprano vuelves a tu casa, como si no hubiera pasado nada. No es la primera bronca que has tenido con tu madre; y no te apures, no va a herirte en tu orgullito, va a estar muy contenta. Y si no lo está, no importa. El punto es que tu padre no tiene que saber que te has marchado de casa y los has abandonado, y esto no lo pueden decir si vuelves. Y mañana por la mañana te vas a ver a tu padre a la pensión, antes de que tu madre y tu hermana aparezcan por allí, ¿entiendes?
—¿A qué voy a ir yo allí? ¿A ponerme de rodillas y decirle que me perdone?
—¿Por qué no, si sirve para algo? Lo malo es que no sirve, porque tú no eres capaz de hacerlo bien. —Se volvió completamente y se quedó frente a él—: Mira, chico. Hay muchas cosas que aún no has aprendido. Primero, tu padre no es un hipócrita, sino un hombre honrado corriente, un poco simple, diría yo. Yo le he visto con Alfonso Caro y te lo puedo asegurar. Hay algún negocio detrás de ello, pero a tu padre quien le interesa es don Tomás, y esto quiere decir negocios decentes. Lo que Caro quiera hacer con tu padre, esto es otra cuestión, y podemos discutirlo después. Pero la verdad es que te has equivocado con tu padre. Ni siquiera se acostó con la muchacha con la que le dejaron solo, y eso que no es un mala chica. A mí me parecía un conejo asustado… Le has debido trastornar con tu desvergüenza, y el saber lo que estás haciendo le ha tenido que revolver las tripas; pero al mismo tiempo debe sentirse más o menos responsable de ello y sabe cómo es la vida aquí, así que no puede echarte muchas culpas encima. Pero si tu madre o tu hermana aparecen mañana por allí y le cuentan que las has abandonado, esto no lo aguanta ni lo perdona. Sería demasiado. Con esta gente blanducha de genio siempre ocurre lo mismo, cuando se enrabietan y cocean, son peores que un mulo. Así que tienes que verle antes que los otros y hablar con él de hombre a hombre.
—Pero ¿qué es lo que le voy a contar?
—¡Pero, chiquillo!, eso es muy simple. Hay cien maneras de contar la misma historia. Desde luego no puedes decirle que lo que le has contado hoy es todo mentira. Pero le puedes decir que perdiste la cabeza y no sabías lo que te decías, porque no eres tan malo como tú mismo te has pintado. Si sabes jugar esta carta, es muy fácil cambiar tu estúpida explosión en una historia sentimental. Cuéntale que estás atado a todas estas porquerías por pura necesidad, pero que tus intenciones son buenas, que no sabes cómo salir de ello; y, desde luego, que no piensas más en proponerle negocios sucios, pero que debería ayudarte a salir de este lío.
—¿Y tú crees que se lo va a tragar?
—Bueno… A lo mejor. Aun en el caso de que no te crea, le va a remorder la conciencia y vas a poder sacarle algunos cuartos.
—Pero y si no se lo traga, ¿qué hago, Consuelo? Estoy harto de esta vida, siempre a la caza de mendrugos como un perro hambriento. Tú sabes el asunto que había comenzado con Puchols, pero no puedo hacerlo sin dinero. Y no creas que he olvidado lo que me dijiste el otro día, que debería afinarme y dejar de andar con zurriagas de la calle. Es peor cuando uno tiene algo bueno en las manos y se le escapa entre los dedos en el último momento.
Le temblaba la voz como si fuera a estallar en llanto, y la Tronío fue hasta el sofá y se sentó a su lado:
—¡Chiquillo, chiquillo tonto! Si me haces caso, puedes salirte con la tuya.
La cabeza de él se deslizó del almohadón de raso y se refugió en la mano de ella.
—Pedrito, tienes que hacerte el humilde, pero sin que él note que es teatro. Tienes que ser razonable en lo que le digas, para que se dé cuenta que es culpa suya, pero no le eches la culpa, échale la culpa al destino. Y si todo sale mal y no se echa adelante, siempre puedes hacerle que suelte el dinero metiéndole un susto en el cuerpo.
—¿Con qué, Consuelito? ¿Con la policía?
—No seas niño. Naturalmente, no puedes amenazarle con denunciarle como un rojo. No lo aguantaría y te echaría a patadas del cuarto. No, lo que tienes que hacer si todo falla es convertirte en cínico. Le dices que te has equivocado creyendo que era una persona decente y que quería ayudaros. Le dices que no es mejor que tú (no, que es peor aún porque no tiene ninguna excusa) porque ha venido a España a hacer negocios sucios con gente como Caro. Le preguntas si él cree que tú no sabes quién es Caro y que él y su pandilla tratan de meter dinero de contrabando en Londres, porque esto va a reventar el día menos pensado. Y terminas diciéndole que la embajada inglesa tendría mucho interés en saber a qué ha venido aquí y qué clase de amigos y negocios tiene. Entonces te paras aquí, y le dices que tiene la obligación de mantener a su familia.
Pedro levantó los ojos a Consuelo, su mejilla aún en la mano de ella:
—¡Eres maravillosa! Deberías haber sido un general.
—Sí, querido, pero es una canallada que tu padre no se merece.
—¡Arrea! Ahora no te entiendo, Consuelo. Primero me dices cómo sacarle los cuartos, y después empiezas a defenderle y sacar la cara por él.
—Es que yo también soy una tonta. ¡Si lo sabré yo! Sólo que cuando hago una cochinería como ahora, sin poder evitarlo, sigo creyendo que es una cochinería. A ti no te pasa eso, Pedrito. Y ésta es una de las razones por las que te estoy ayudando a salir del atasco. Aunque sea en contra de tu padre. Pero tienes que tratar de sacarle los cuartos por las buenas; portarse como un piojoso no es agradable.
Pedro saltó del asiento y abrazó a Consuelo.
—Ya voy a ser bueno, mamaíta. Voy a verle y me voy a portar… —¡El baúl!, pensó confusamente—. Mañana por la mañana voy a ver a mi padre y le voy a pescar. Pero si hago las cosas como tú dices, ¿me vas a dejar un cuarto para vivir aquí, contigo? Ya lo sabes muy bien, si tú no te ocupas de mí, hago un lío de todo.
«Ahora me quiere enganchar a mí», pensó la Tronío. Después dijo:
—Ya veremos. Tal vez. Pero ahora te vas, ya me has dado la lata bastante y me tengo que vestir decentemente, con mi traje de seda negro de gran señora.
—Siéntese, don Antolín. Aquí, esta silla es mejor. Parece que se va usted a desmayar —gruñó cariñosamente doña Felisa. Ahora quédese quietecito. ¿Quiere un vaso de vino a algo? ¿No? No, no es molestia. No me gusta la cara que tiene. Dígame si quiere que le haga algo.
Antolín estaba demasiado agotado para subir a su cuarto. Dejó que doña Felisa revoloteara alrededor de él como un moscardón que tratara de hacerse simpático, y sólo cuando ella se sentó frente a él en un sillón, abrió la boca:
—¿Qué edad tenía su amigo, aquél de la Argentina? Quiero decir, ¿cuántos años tenía cuando volvió y se tuvo que volver allá?
—¡Puah!, mucho más viejo que usted, don Antolín.
—Cuando usted decía que había perdido sus raíces aquí, usted quería decirme que yo también las había perdido. Es verdad. Pero en su caso era él sólo el que había cambiado, los que se habían quedado aquí eran igual, y esto era su problema.
—¿Quiere usted decir que su problema es que usted ha cambiado y la gente, su gente, aquí, también ha cambiado, y que ahora están muy lejos unos de otros?
—No sé exactamente lo que quiero explicar. Por una vez no estaba pensando mucho en mí mismo; estaba pensando en los demás. Mucha gente que he encontrado en Madrid, con la excepción de usted y dos o tres personas más, está tan desarraigada como yo, aunque no haya emigrado. La verdad es que ni siquiera tienen raíces. ¿Qué es lo que ha pasado aquí? He andado por las calles durante más de una hora, dando vueltas a mi cabeza. Naturalmente, ya sé que todo el mundo está envenenado con la corrupción y la violencia de los últimos diez años. Pero lo que me asusta es lo que pasa con los jóvenes.
—Supongo que está pensando en sus hijos —afirmó doña Felisa, más que preguntó.
—Supongo que sí. Sin embargo, no es exactamente una cuestión personal; no es únicamente mi fracaso como padre…
Una de las camareras entró en la sala:
—Don Antolín, tiene usted visita. Un joven que dice que es hijo suyo y una muchacha que viene con él. ¿Les llevo a su habitación?
Doña Felisa se levantó de su sillón con una agilidad sorprendente y llegó hasta la puerta de la habitación, antes de que Antolín se hubiera movido de su asiento.
—Usted se queda ahí —ordenó—. Nadie usa este cuarto y arriba iban a estar como sardinas en lata. Ya les voy a traer yo aquí.
Antolín se dejó caer, suprimiendo un quejido. No, no podía aguantar otra conversación como la del mediodía. A pesar de ello, cuando Juan entró torpe y azorado, seguido de una muchacha menudita, casi una niña, le recibió grave, pero cariñoso.
—Papá, ésta es Lucía, mi novia —dijo Juan—. Quiere conocerte.
A Antolín le gustó el candor suave de sus ojos, la línea firme y fina de su boca. Su vista le daba una impresión mejor que su truculento hijo.
—Me alegro mucho de conocerla, pero ha venido, me temo, en un mal momento. Estoy terriblemente cansado y tengo que salir otra vez dentro de un ratito. —Su cita con Conchita le parecía irreal, algo que no tenía nada que ver con él, sino con otro a quien había conocido bien una vez.
—Ya te dije que no era oportuno, Lucía —dijo Juan.
La muchacha se estiró en el borde de la silla como un pájaro en una caña, cruzó las manos sobre el regazo y miró fijamente a Antolín:
—Juanito debería hablar con usted, señor Antolín, pero como no quiere, voy a tener que hacerlo yo. Ya va usted a entender por qué cuando se lo diga.
Con una simpatía cálida y súbita, Antolín vio lo tímida que era, y cómo estaba dispuesta a vencer su timidez por ayudar a Juan. Se le ocurrió de golpe que hubiera sido mucho más fácil para él hacer contacto con esta muchacha desconocida que con sus propios hijos.
—Está bien, hable, pero acuérdese de que tengo que ver a un amigo a las seis. ¿Qué es lo que Juan no quiere decirme?
—Es sobre Pedro, señor Antolín. Tenemos miedo los dos que va a denunciarle.
—¿A la policía, quiere decir? Es un poco grave afirmar esas cosas. ¿Qué crees tú, Juan?
—No sé, más que nada son habladurías. La verdad es que no lo sé.
—¡Pero, Juanito! —protestó Lucía—, tú sabes que es serio. Tú mismo lo has dicho. Y tu madre está convencida de que quiere hacer algo malo.
—Creo, chicos, que lo mejor es que me contéis las cosas desde el principio, que yo me entere y vea lo que puedo hacer.
—Juanito y yo nos habíamos citado esta tarde, señor Antolín, y cuando ha venido, estaba blanco y trastornado, pero no me quería contar por qué. Se lo he tenido que sacar de dentro. Mire, no se enfade, pero me ha contado todo lo que ha pasado cuando usted estaba allí; él sabe que no voy a ir contándoselo a nadie.
—Estoy seguro de que no, Lucía.
Volvió a ponerse colorada:
—Señor Antolín, desde que usted vino a Madrid, le he estado dando la lata a Juanito porque quería conocerle; también porque quería preguntarle cosas sobre Inglaterra y cómo se vive allí. Pero no es por esto por lo que he venido ahora.
—Me alegro de que quiera oír cosas que son distintas de la vida como es aquí; otra vez que nos veamos ya le voy a contar. Me alegraría tener tiempo hoy. —Con asombro, Antolín acababa de descubrir que quería hablar con esta chiquilla, no para contestar a sus preguntas, sino para hacerlas él.
—Pues, como iba diciendo, señor Antolín, después que usted se marchó, se armó la gorda. Pedro estaba terriblemente enfadado y dijo que toda la culpa era de Juan. Dijo que no les iba a dar un céntimo más a ninguno de ellos, y se marchó para siempre. Pero lo último que hizo fue amenazar a Juanito.
—¿Qué es lo que dijo Pedro?
—Bueno, no dijo mucho. Lo único que dijo fue que no iba a olvidar nunca lo que había hecho hoy; y lo dijo seriamente.
Antolín enarcó las cejas:
—Pero, Juan, eso no puede llamarse una amenaza seria; de eso a pensar que va a denunciarte a la policía, hay mucho que andar. Una cosa así es justamente lo que se le ocurriría decir después de la desastrosa escena que hemos tenido.
Lucía intervino con una testarudez tímida:
—Usted no lo sabe, señor Antolín, pero Pedro ha odiado siempre a Juanito. Aun antes de la guerra, cuando eran niños. Y lo de hoy no es lo que ha dicho, es cómo lo ha dicho. Juanito no quiere decirlo ahora, pero a mí me ha contado que Pedro puso una cara como si le fuera a matar allí mismo. Nunca le había ocurrido eso. Y debe ser verdad, porque la señora Luisa también lo cree, a pesar de que nunca se ha puesto al lado de Juanito.
—Vamos a ver, Juan. No puedes dejar que Lucía explique las cosas por ti. Cuenta lo que ha pasado en verdad, lo que tú piensas, y por qué.
—Es simplemente que no me gusta repetir las habladurías. Estaba preocupado porque es verdad que Pedro no me puede ver ni en pintura, porque es un fascista (bueno, no lo es, ni cree en el fascismo), pero me odia porque soy un comunista y él sabe que le desprecio. No te he dicho antes que soy un miembro del Partido, porque sé que estás contra ello, pero ahora te lo digo para que entiendas por qué Pedro se va a vengar. Más ahora que cree que le he estropeado su combinación contigo.
—Sí, me doy cuenta. Es verdad que no me habías dicho concretamente que estabas en el Partido Comunista, pero lo habías dejado perfectamente claro. No quiero que tengas ninguna duda sobre lo que pienso de ello. Me parece que es malo para ti, aunque esté contento de que quieras hacer algo contra Franco. Pero te he oído decir tantas frases y tantas consignas y portarte tan arrogantemente, que es claro para mí que tu comunismo no te está ayudando mucho a ser más humano ni más decente. La verdad es que hoy has hecho todo lo que has podido para provocar a Pedro, y al fin has logrado sacar de él lo peor que tiene dentro.
Juan trató de defenderse, pomposo:
—No sé lo que quieres decir con «humano» y «decente». Yo no soy un burgués, yo soy un revolucionario.
—Esa es otra frase arrogante y estúpida, Juan.
Lucía dijo suavemente:
—Señor Antolín, Juanito ha estado siempre solo desde que usted se marchó. Si no hiciera algo por lo que él cree, no tendría nada. Es verdad que le ha hecho un poco áspero, pero es todo lo que tiene.
Antolín parpadeó. La muchacha tenía razón. Casi humilde dijo:
—Sí. Lo comprendo. Pero de todas formas Juan no debería ser tan intolerante y tan ofensivo simplemente por creer que su ideal es el único que vale. Pero tal vez esto es pedir demasiado. Otro día ya vamos a discutir sus creencias. Lo que yo ahora quiero conocer es la parte que tu madre tiene en la historia. Lucía dice que ella también tiene miedo de Pedro en este caso.
—Bien, después que Pedro se marchó, le dio uno de sus ataques de nervios. Usted sabe que ella cree en los espíritus, ¿no? —Antolín asintió—. Yo creo que todo eso es superstición y un engañabobos, otro opio para el pueblo. —Juan estaba orgulloso de su fórmula, pero la terminó deprisa viendo las cejas de Antolín—: Está completamente chalada con sus sesiones en la buhardilla de don Américo, y realmente cree que el espíritu de Teresita viene y le habla. Así que esta vez mientras hipaba y suspiraba con su ataque, dijo que Teresita la había advertido y que Pedro me iba a matar, o yo a él, no he entendido muy bien cuál a cuál, y que Pedro había puesto ojos de asesino. Yo no le hubiera hecho caso, pero ella siguió y siguió, echándome a mí la culpa porque yo le había metido en la cabeza la idea de denunciarme.
—Eso no lo entiendo muy bien.
—Anoche tuvimos una bronca sobre ti y ella nos estaba escuchando. Pedro dijo que ya estaba harto de protegerme; y entonces yo le pregunté si sería capaz de denunciarme, y Amelia se puso de su parte, porque yo no quise prometerles que les iba a ayudar a sacarte los cuartos. Y ahora, madre está horrorizada, porque dice que los espíritus le han avisado o yo no sé qué historia… En total, no sé qué hacer. Precisamente ahora están hablando en el Partido de mí, y esto me preocupa seriamente, porque si Pedro va y me denuncia, los camaradas van a decir que les he traicionado; y es capaz de ello, de verdad.
A través de esta explicación confusa el tono de Juan había sido el de un muchacho asustado que trata de bromear pero que de buena gana se echaría a llorar. Al llegar a las últimas palabras le faltó la voz y se le cambió en un trémolo agudo. Se calló mordiéndose un labio. Los ojos de Lucía estaban brillantes de lágrimas.
—Sí —dijo Antolín pesadamente—, esto es bastante para asustar a cualquiera, pero en fin, no puedo creer que… En todo caso voy a tratar de hacer algo. Lo primero que hay que hacer es impedir que se hable de tus opiniones políticas. Es demasiado peligroso. Y tú tienes que dejar el trabajo ilegal. No vamos a discutir ahora si es bueno o malo, hay que dejarlo. Pero hay algunas cosas más que quiero saber. Lucía, aún tiene algo que decir, ¿no?
—Sí, señor Antolín.
—Un momento, quiero entender las cosas claras. ¿Usted es una comunista también?
Rápidamente Juan se interpuso:
—Es sólo una simpatizante, padre. No tiene idea de política ni de problemas sociales, pero yo estoy tratando de educarla.
—De educarla, ¿a ella? Ya quisiera yo que fuera al revés. Hable, Lucía.
—Yo no creo que pueda ser nunca comunista, señor Antolín.
—¿Cómo te atreves a decir eso?
—No te enfades, Juanito. Tú siempre estás repitiendo que soy una ignorante, y tienes razón. Es precisamente por esto por lo que quería preguntarle al señor Antolín sobre Inglaterra y cómo son las cosas allí, porque yo no quiero que la gente sea infeliz, pero de la manera que tú me explicas lo que los comunistas quieren, no me parece a mí que quieran que la gente sea feliz.
—No la interrumpas, Juan, déjale que tenga su propia opinión. Creo que estoy de acuerdo con usted, Lucía, vamos a tener que enseñarle a Juanito unas cuantas cosas que no conoce aún —dijo Antolín alegremente—. Pero ahora dime, muchacha, y deja que te tutee: ¿Qué es lo que quieres que haga yo con Juan? Porque me parece que es a esto a lo que has venido.
Su carilla delgada se encendió y todo su cuerpo se inclinó ávido hacia Antolín:
—¿No se le puede llevar a Inglaterra con usted, señor Antolín? No tendría que mantenerle, sabe bien su trabajo —sonrió con un orgullo maternal—. Aquí no va a llegar a nada, y a todas horas todo son broncas y líos. Eso es lo que le hace tan ogro. Y tampoco me gusta el trabajo que tiene. No es bueno para el pecho, mírele la cara. Pero si se lo llevara a Inglaterra y encontrara trabajo allí, yo podría esperar e ir también allí en cuanto él me llamara.
—Tú estás pensando en la casita con el jardín chiquitito que has visto en esa película idiota, ¿no, chachita? —Juan pretendía ser sarcástico, pero únicamente logró que sonara rudamente tierno—. Yo no puedo huir, padre, estoy bajo la disciplina del Partido. Tú no vas a entender esto, pero lo que yo quisiera…, ¡oh, bueno! No vale la pena hablar de ello.
Antolín, de intento, no le hizo caso, porque su protesta era tan débil, y se volvió a Lucía:
—¿Estás tan segura de que yo mismo voy a volver a Inglaterra?
—Pues claro, señor Antolín. Es lo mejor para todos —replicó la muchacha sin ningún titubeo.
—¿Te das tú cuenta de lo que significaría para ti y para Juan, y posiblemente para mí, el ir a un país extranjero y abandonar la vida a que está uno acostumbrado?
—Yo no sé si me doy cuenta de todo, señor Antolín, pero las cosas aquí no tienen solución. Esto sí lo entiendo. Tal vez si supiéramos más, pero tampoco hemos tenido la ocasión de aprender… ¡Todo está tan mal hecho y es tan odioso! Ahora somos muy jóvenes los dos, Juanito y yo, para casarnos, pero me gustaría ir a un sitio donde pudiéramos casarnos y vivir felices.
—Tú le quieres mucho, ¿no, Lucía?
—Sí —dijo simplemente—, y él también me quiere mucho, sólo que no le gusta decirlo.
Juan les miraba desde un rincón con los ojos bajos, sin decir palabra. Antolín miró a su hijo, miró a Lucía y se sintió inmensamente feliz:
—Podría ser una solución, Lucía; posiblemente saldría bien. Voy a pensarlo despacio y lo vamos a discutir los tres juntos. Mañana por la tarde. Entonces ya habré yo terminado unos negocios que pueden tener su importancia y seguramente habré hablado con la madre de Juan y con su hermano. Pero no vengáis aquí a la pensión. La policía parece que está interesándose por mí, y es muy fácil que sea por los que me visitan. Me han dicho que es una cuestión de rutina pero Juanito no puede arriesgar el que le interroguen con las cosas así. No quiero que corra un riesgo inútil. Mañana nos vamos a encontrar en el café Lisboa a las nueve y media. No creo que vayan detrás de mí en la calle, ni creo que empiecen ahora a hacerlo. Al fin y al cabo, soy un ser inofensivo, siento decirlo.
Juan se movía inquieto. Esto era precisamente lo que Ramón temía, y ahora a él no le quedaría más remedio que contárselo. Le repugnaba la idea, pero no podía evitarlo. Preguntó:
—Saben que estás aquí para negocios, ¿no?
—Así lo creo. El hombre que me está relacionando con la gente de negocios está en demasiado buenas relaciones con las autoridades de Franco para mi gusto, y si la policía le ha preguntado, se lo habrá contado seguramente.
—¿Quieres decir el coronel Caro, padre? —Vagamente Juan pensó que esto también le interesaría a Ramón.
—¿Cómo estás tú enterado de eso? ¡Ah, bueno! Sí, por Pedro. Y él lo ha oído a través de sus… relaciones profesionales —murmuró Antolín.
—Sí, padre, es una banda de degenerados…
—Mira, Juan, no empieces tú a denunciar a otros. Como antes te he dicho, voy a tratar de hablar con Pedro y aclarar su actitud contigo, pero después tú y yo vamos a charlar sobre ti y Pedro; y no te va a gustar mucho. Pero si trato de llevarte a Inglaterra… Lucía, hija, tal vez estaría bien que hablara yo con tu padre.
—Mi padre está muerto, señor Antolín. Le mataron hace doce años en un bombardeo.
—Lo siento. Ahora estaría orgulloso de ti.
—¡Oh…! Hay muchísimos como yo que han perdido a sus padres. Pero a veces es peor, cuando están en la cárcel o fuera, y uno está esperando que vuelvan. Es algo… —Rompió de repente—: ¡Oh! No está bien, si alguien de pronto empieza a pensar qué diferentes serían las cosas si su padre no le hubiera abandonado.
—Sí, tienes razón, y no voy a olvidarlo. Ahora tenéis que marcharos, son casi las seis menos cuarto. Ten cuidado, Juanito, y no te metas en jaleos. Dices que Pedro se ha ido y no va a volver; esto te va a hacer las cosas más fáciles, aunque a mí me las haga más difíciles. No importa. Lucía, mañana te vienes al café con él, ¿eh?, y vamos a hacer un plan.
—Es una verdadera desgracia —dijo don Santiago a Amelia—. Me temo que tu padre no se va a sentir muy satisfecho con la manera en que se ha portado la familia. Sin embargo, Amelia, no sé por qué te sientes tan desesperada. No has perdido tus probabilidades, incluso tal vez has ganado terreno. Por lo que me cuentas, diría que tu padre no puede evitar el disgustarse con tus hermanos. El que claramente quiera ayudar a tu madre e instalarla más tarde en una vecindad más decente me parece muy bien. Esto no quiere decir, así lo espero, que le va a dejar a ella el dinero y la autoridad de gastarlo.
—Pero, padre Santiago, eso es precisamente lo que yo no sé. Sabe usted, yo también perdí la paciencia un poquito, ¡nada más que un poquito!, de verdad, cuando vi a lo que iba Pedro, y ahora me temo que mi padre esté también enfadado conmigo. Y no fue que mi madre fuera más lista, sino que no la dejamos meter baza. Y tengo la idea de que mi padre se va a volver pronto a Inglaterra, y entonces no va a querer que mi madre se quede sola; va a querer que yo esté con ella. Y entonces no puede realmente darme a mí mi dinero, ¿no le parece, Padre?
—Sí, ahora veo tu problema. Tal vez aquí hay un peligro. Tú no le has contado aún tus intenciones, ¿verdad? Y como él cree que lo que quieres es tener una dote para así tener más probabilidades de casarte, naturalmente va a dejar a tu madre que actúe como tutor hasta que seas mayor de edad. No nos podemos fiar de lo que tu madre haga. Está cegada por un credo falso y sería capaz de disponer de tu dinero para dárselo a esos grupos de espiritistas que parece que ganan más terreno cada día entre gentes que han perdido la fe de sus padres.
—Esto es lo que yo pienso, padre Santiago. Mi madre está completamente loca con esas cosas, y quiere mudarse, sobre todo para tener un sitio donde tener sesiones con los espíritus para ella sola. Ella misma lo ha dicho. Cuando nos quedamos solas hace un rato, comenzó a hablar de Pedro y de Juan, ya se lo he contado, y a decir que sólo el espíritu de Teresita puede ayudar para que no cometan un fratricidio. Yo creo que ni se acordaba de que yo estaba allí mientras hablaba sola. Me miraba, pero estoy segura de que no me veía, porque la vista la tenía fija en el aire y decía cosas como, «si ahora tuviera yo mi cuartito para don Américo, Teresita me diría lo que tenía que hacer». Al principio no entendía lo que quería decir, pero poco a poco lo fue soltando todo. Tan pronto como mi padre la encuentre un piso para ella, quiere poner allí una especie de centro para sus espiritistas, y creo que quiere quedarse con don Américo como su consejero particular.
Don Santiago preguntó gravemente:
—¿Estás segura, Amelia, que no exageras? Esto no es el confesionario, y algunas veces ya me he dado cuenta de que tiendes a dejar libre tu imaginación y exagerar algo. La Madre Superiora lo sabe también, ya lo hemos discutido más de una vez. Durante tu noviciado será una de nuestras principales tareas el hacer que aprendas a decir la verdad simplemente.
Amelia bajó los ojos:
—Ya sé que algunas veces exagero un poquito las cosas, Padre, y cuando hablo con usted siempre trato de contenerme. Por favor, no crea mal de mí ahora, lo que estoy contando es verdad y si no me cree…
—Ves, ahora te estás dejando llevar por tus nervios otra vez. Ya conozco las circunstancias y me doy cuenta de todas las cosas que pesan sobre ti; posiblemente entiendo aún mejor que tú por qué exageras las cosas cuando no te sientes muy segura… pero estoy dispuesto a creer que esta vez no me estás contando más que lo que realmente ha pasado. Y esto es una cosa muy seria. Aquel núcleo de espiritistas de tu calle es una llaga supurante, pero hasta ahora nos hemos reprimido sin tomar medidas enérgicas porque al fin y al cabo, la influencia de su organizador no va más allá de un grupo insignificante de mujeres supersticiosas, entre las que se encuentra desgraciadamente tu madre. Pero la situación cambiaría enormemente si tu madre llegara a contar con los medios de dar un nuevo impulso a su magia negra. Por esto vuelvo a preguntarte: ¿estás segura de que tu madre intenta mantener las actividades espiritistas de ese don Américo, tan pronto como tu padre lo haga materialmente posible?
—Sí, padre Santiago, estoy segura. Ella lo ha dicho. Ha dicho un montón de cosas que yo no he entendido muy bien, porque yo misma estaba excitada y pensando qué diría usted, pero estoy segura de que esto lo he entendido bien. Y además, después de haber estado hablando por mucho tiempo, de repente se levantó y dijo con una voz muy rara: «Esta noche Teresita va a hablar conmigo», y echó a correr escaleras arriba, y yo la oí llamar a la puerta de don Américo. ¿No cree usted mismo, Padre, que esta noche van a tener una de sus sesiones?
—Me temo mucho que sí, Amelia. Esto ha ido demasiado lejos y yo tengo la culpa por mi indulgencia…
Don Santiago se levantó y cruzó la habitación hasta llegar a la ventana. La habitación estaba en sombras. Amelia se sintió abandonada y se estremeció; pero no se atrevió a interrumpir la meditación del sacerdote. Tocó la medalla de oro de la Virgen del Carmen que llevaba colgada del cuello juntamente con una crucecita, y rezó mentalmente, sin saber por qué o por quién.
Cuando don Santiago se volvió, las líneas de su cara se habían endurecido, como si su carne rosada hubiera recibido la estampa de un nuevo molde.
—Hay que dejarse de andar por las ramas, Amelia. Es necesario explicar a tu padre por qué has mencionado una dote. Vas a decirle la verdad completa, tu vocación, tu deseo de entrar en nuestro convento, comenzar tu noviciado, y llevar tu dote como corresponde a una esposa futura de Dios. Es posible que sea mucho más fácil ahora que él ha visto con sus propios ojos las influencias nefastas a que estás sometida. Y si aún le queda alguna duda de que la tal doña Luisa no puede ser tu mejor guarda, entonces tendré que desengañarle yo mismo; naturalmente, no sin hacer hincapié en que sus obligaciones hacia su esposa son sagradas y aún más urgentes de cumplir ahora que tu hermano mayor ha cortado sus lazos con la familia.
—Pero, padre Santiago, es muy posible que no quiera ayudarme si sabe para lo que es. Usted mismo sabe que no le gustan las órdenes religiosas.
—Hay siempre medios de hacerle ver las cosas razonablemente, Amelia. Mientras esté aquí (estoy de acuerdo contigo en que no va a ser por mucho tiempo), pero mientras esté aquí, tiene que recordar que éste es un país cristiano. Tal vez sería mejor aún si yo fuera a verle mañana. Sí, esto va a ser lo mejor, mañana, después de la misa de nueve. No es que espere muchas dificultades. Como antes te he dicho, es un hombre débil, pero no malo, y los acontecimientos de hoy le habrán enseñado que el fruto del incrédulo es amargo. En fin, márchate, chiquilla, tengo un trabajo importante que hacer.
Amelia le miró suplicante.
—Si no quieres ir a casa, lo cual entiendo muy bien, como no es tu casa espiritual, puedes ir a las Reverendas Madres. Siempre eres bienvenida allí. Ve con Dios.
La muchacha le besó la mano y salió, la cabeza inclinada. Don Santiago esperó hasta que sus pasos en el pasillo enlosado dejaron completamente de oírse. Llamó entonces a su ama, le dio unas órdenes, cogió el manteo, el sombrero y el breviario, y salió a la calle. El sol estaba aún alto y el aire era caliente. En su cuarto orientado al Norte no se había dado cuenta de ello, pero ahora sentía un deseo irreprimible de sentarse bajo los árboles del Retiro y ver alargarse las sombras de la tarde.
Se sacudió unas motas de polvo de la manga negra de la sotana. Antes de bañarse en la suavidad del sol, tenía que cumplir un deber desagradable. El recurrir al brazo secular era una cosa que detestaba. Era enemigo de violencias, sabiendo que la violencia produce a su vez violentas reacciones. Pero en este caso no tenía escape posible. Era imposible arriesgar el florecimiento del espiritismo en una vecindad donde ya había descreídos bastantes que habían perdido la fe. Don Carlos, el comisario del distrito, era un hombre sensato, religioso, y un buen amigo de don Santiago. Bastaría que le dijera que el viejo anarquista y espiritista don Américo se estaba convirtiendo en una amenaza seria para la moralidad pública. Él haría lo necesario.
La idea de una sesión aquella misma noche, diseminando falsas profecías entre ignorantes seres dominados por miedos paganos, enfurecía a don Santiago. Era un desafío abierto a la Iglesia. El comisario tendría que obrar inmediatamente, aunque fuera domingo.
Don Santiago dio unos papirotazos más a las últimas motas de polvo de su manga y reanudó su marcha.
Con las manos llenas de ropas interiores, Conchita pensaba ante el cajón abierto de la cómoda. ¿Debía realmente ponerse el juego rosa pálido? El rosa no era su color, no la iba. El azul claro era demasiado infantil. No, hoy se iba a poner su juego mejor, el blanco con las puntillas color de café. Le habían dicho que le iba maravillosamente con su piel que era un crema dorado. Le gustaba pensar que su piel era dorada. Las mujeres inglesas son rosa y blanco. Conchita estaba contenta de que ella fuera morena.
Antes de sacar su único par de medias de nylon se frotó las yemas de los dedos con piedra pómez para tener la seguridad de que la piel estaba suave y no correr el riesgo de un corrido, precisamente hoy. Cuando se hubo puesto las medias y las hubo sujetado bien tirantes en el liguero, se miró en el espejo y se golpeó la carne firme del estomago. Tenía el vientre liso y suavemente moldeado. Se volvió a medias y miró al espejo sobre su hombro; aunque sus pechos no fueran ya los de una muchacha, aún estaban perfectamente redondos. Con la barbilla se acarició el lunar que tenía en el arranque de uno de ellos.
—Me estoy vistiendo como una novia —dijo en voz alta a la otra mujer que la contemplaba desde el espejo.
Antolín se había encaprichado de ella y ella de él. ¿Y por qué no? Él quería una mujer y ella quería un hombre y a nadie tenía que dar cuentas. Tampoco iba a ser la primera vez. Sólo que esto era diferente. Quería que también fuera diferente para él.
Cada vez que se ponía una prenda se miraba en el espejo, sonriendo, frunciendo las cejas, guiñando los ojos a su imagen y repitiendo en desafío: «¿Y por qué no?». No había habido nadie que le recibiera bien cuando llegó. Ella le hacía falta. Tenía gracia el hombre. Tan viejo —cincuenta años son muchos años—, pensó Conchita, y tan parecido a un muchacho a quien aún dan miedo las mujeres. En Londres no se habría divertido mucho, no era lo suyo. Allí no saben alegrarse, y alegría era lo que le hacía falta. Esta mañana había estado tan agradecido cuando le había hecho reír, que acordándose de ello, se le hacía un nudo en la garganta. ¿Le importaría mucho si le contaba sus aventuras en casa de doña Consuelo? Pero no quería que la tomara por una zorra cualquiera, que no era. Por otro lado quería que él entendiera cómo veía las cosas. Si ella no se lo contaba, Eusebio era capaz de hacerlo. Esto sería aún peor, aunque el viejo Eusebio la quería y no iba a contar nada malo de ella. Se decidió por el traje de seda color de burdeos. Era el mejor que tenía.
Eusebio se había preocupado cuando ella le contó su conversación con Antolín, porque creía que Antolín se había tomado seriamente la cuestión con la policía. Conchita no estaba muy segura de si al fin y al cabo no era más que una cuestión de rutina. Tal vez debía asegurarse de ello. El comisario del distrito era uno de sus pacientes secretos, y seguramente podía sonsacarle. En todo caso, estaba convencida de que Antolín no había venido a España con ninguna misión política. Seguramente le dejarían en paz al menos por unas semanas. No quería pensar que tuviera que marcharse deprisa y corriendo, antes de que hubieran estado juntos un montón de veces.
Se rio como un golfillo; esto de «estar juntos» era una frase sosa. Conchita trató de decirlo con una palabra más expresiva, la más brutal del idioma, pero se asustó. Bueno, se divertirían juntos. Esto estaba mejor dicho. Quería conseguir que se riera más. Era algo así como llevar un juguete a un chiquillo que está en el hospital. Sería bonito tener alguien que mimar, pero ella también quería que él la mimara. A lo mejor ella era la chiquilla solitaria que había encontrado una persona mayor con quien jugar y que la meciera en los brazos y la hiciera sentirse en paz y protegida.
¿Se había dado mucho carmín en los labios? Era de un color rojo precioso que hacía juego con el traje. Se frotó en la mejilla un poquitín de colorete y mojó el peine en agua antes de pasarlo por sus cabellos cortos y rizosos. La brillantina los haría brillar más, pero a lo mejor a él no le gustaba. A los hombres no les gusta darse cuenta de lo que las mujeres hacen para parecer más bonitas, aunque les guste verlas bonitas. Conchita no daba mucha importancia a las inglesas que había visto en las películas. No tenían gracia ni color. Se sentía segura de sí misma.
Era hora de marcharse. Conchita salió deprisa, después de decir dos palabras a la señora Úrsula que dormitaba en una mecedora en la cocina. ¿Qué diría su madre si le contara que se había enamorado de un tío de cincuenta años, y casado por añadidura? ¡Tenía gracia! Conchita iba riéndose de sí misma, cuando se enfrentó con alguien en el descansillo de la escalera.
—¡Oh, Conchita, chiquilla querida! ¡Cuánto me alegro de haberte encontrado a tiempo! —dijo el hombre en quien ella ni había reparado. Era don Américo.
—Si quiere usted algo, tiene que venir conmigo, y darse prisa, ¡mucha prisa! —pero retardó el paso escaleras abajo. El viejo no estaba muy firme en sus pies.
—Siento mucho molestarte en un mal momento, pero esto es urgente, Conchita, muy urgente. ¿Puedes venir esta noche para una sesión importante?
—La sesión importante la tengo yo —rio—. No, no puedo ir.
Jadeando, el viejo se detuvo en medio de la escalera y la tomó por un brazo:
—Pero, Conchita, déjame que te explique por qué es tan importante. La señora Luisa…
—¡Pa’chasco que no fuera ella!
Con un reproche suave, explicó:
—Es una mujer muy desgraciada. Parece que su marido vino a comer con la familia y tuvieron un gran disgusto. Pedro, que no creo que tenga mal corazón, porque siempre ayuda, se sintió hondamente insultado por su hermano y está tan enfadado que la señora Luisa tiene miedo de una desgracia. ¿Te acuerdas del mensaje del espíritu la semana pasada? Claro que te acuerdas, te lo conté yo cuando volviste del trance. Pues bien, la señora Luisa está convencida de que venía de Teresita, en contra de mi opinión, y ahora quiere que tengamos una sesión esta misma tarde para pedir consejo y guía. Y sin ti no podemos hacerlo, Conchita. La pobre está tan agobiada, parece que su marido la trató malamente, que sería una obra de caridad darle la paz que solamente puede darle una comunicación con el espíritu de Teresita.
A pesar suyo, Conchita dijo:
—Esta noche no puede ser. Puede usted decir lo que quiera de la señora Luisa y sus disgustos, que de todas formas son culpa suya. Hoy no, mañana, bueno. No, abuelito, lo siento, pero no tiene arreglo. ¡Esta vez no lo hago ni por usted!
Conchita echó a correr, mientras don Américo se quedaba sin saber qué hacer, acariciándose sus finos cabellos grises. Al pie de las escaleras Conchita se volvió y agitó la mano hacia él, la cara encendida. Con una sonrisa pálida, el viejo contestó:
—¡Dale la enhorabuena a tu novio!
Abrió la puerta del portal y un torrente de sol iluminó el pasillo abovedado. Conchita salió a la luz del sol, y su traje rojo se encendió como un rubí, como una llamarada. Cerró la puerta tras de sí.
La escalera le pareció mucho más obscura al viejo.