Capítulo I

Antolín cabeceaba en su rincón. El tren había parado un momento en la estación de Pozuelo y sabía que estaban entrando en Madrid. Pero la fatiga del viaje interminable desde la frontera podía más que su excitación.

En el compartimiento lleno de gente se levantaron cuatro hombres y comenzaron a descolgar sus maletas de las rejillas, Antolín miró a través del cristal de la ventanilla. Fuera, en la oscuridad de la noche, parpadeaban las luces de la ciudad, muy lejana, aún al parecer. Los cuatro hombres se habían quedado de pie entre las piernas de los demás viajeros, sosteniendo cada uno su maleta a pulso por encima de las dos hileras de muslos. El más próximo a Antolín había pegado su cara al cristal, su cabeza casi rozando la suya, y miraba también ansiosamente al exterior. A Antolín le hacía gracia la impaciencia del hombre. No tenía el aspecto de ser un paleto provinciano que llegara por primera vez a Madrid. Era un tipo completamente madrileño, hasta con un aire que le hacía un poco achulado. Los otros tres estaban cortados por el mismo patrón, y aunque en su somnolencia no había seguido la conversación general, le era evidente que los cuatro viajaban juntos.

El tren comenzó a frenar. Debían de estar aproximándose al Puente de los Franceses, pensó Antolín. Volvió a su memoria, en una ráfaga de visiones, el recuerdo de innumerables viajes a la sierra: cuando muchacho, de merendona en pandilla con los amigos; después a solas con la novia para tumbarse en los pinares; las últimas veces como un buen padre de familia, con la mujer y los chicos, cargado con el hatillo de la merienda. Si hubiera un poco más de luz del día, seguramente podría reconocer hasta las piedras y los barrancos. Allí, en los alrededores del puente, a uno y otro lado del río, había peleado durante semanas. Se arrancó la evocación con un esfuerzo. Se había prometido a sí mismo no recordar.

El hombre a su lado despegó la cara del cristal, abrió la ventanilla primero y la portezuela después, mientras, volviéndose a medias, decía:

—¡Ahora!

Lanzó a la vía la pesada maleta y tras ella las maletas de los otros tres. Los movimientos de los cuatro, pasándose las maletas unos a otros, habían sido tan rápidos y precisos como un número de circo. Pero el acto no estaba terminado. El jefe de la troupe, porque indudablemente era el jefe, se agarró al pasamanos exterior y desapareció; los otros tres le siguieron en tres movimientos idénticos. Sólo el último exclamó, dirigiéndose a todos:

—¡Buenas noches!

Por la portezuela abierta entraba una oleada de aire húmedo del río, maloliente con el humo de la locomotora, llenando el compartimiento con una neblina tenue. Un viajero, enfrente de Antolín, se asomó y forcejeó contra el viento para cerrar con un golpe rudo la portezuela. Casi inmediatamente después les envolvió el estrépito metálico, ensordecedor, del convoy sobre la viguería del puente. Cuando cesó el ruido, el viajero miró a Antolín, meneó la cabeza y dijo:

—Los pobres…

Antolín contestó:

—¿Qué eran? ¿Torerillos?

Sin duda había dicho algo tremendamente absurdo: todos los viajeros volvieron la cabeza y le miraron con asombro. Se sintió molesto. Por un momento nadie dijo una palabra, hasta que una mujer ya madura, frescachona, exclamó:

—Pero ¡hombre de Dios!, ¿de dónde sale usted?

Antolín balbuceó azorado:

—He estado muchos años fuera, pero cuando era muchacho, los maletillas solían tirarse del tren aquí. Yo mismo lo hice dos veces, porque también me dio por irme de capeas. Pero viajábamos bajo los asientos o en los topes.

La mujer cacareó entre risas:

—¡Anda Dios! Y yo que creía que era usted un «monsiú», o un míster. Con esa ropa que lleva que no es de aquí, que se ve a la legua, ¡vamos!, y esa cara más seria que un ajo, sin decir esta boca es mía en todo el camino… Y ahora nos sale con que ha sido maletilla. Mira, que si nos da por hablar mal del Gobierno. Eso es para que se fíe de las apariencias. Ahora que le voy a decir a usted, cuando vinieron los agentes a pedir la cédula y usted les largó el librito azul, me dije «Manuela, ten cuidado, que eso no me huele bien», y creo que a todos nos pasó lo mismo.

Antolín se sonrió de buena gana:

—Era el pasaporte.

—Sí, claro. Pero, lo que iba a decir, esos que se han tirado son estraperlistas, que me supongo que sabe usted lo que son aunque venga de lejos. Y claro, no se van a dejar coger en la puerta de la estación. —La mujer cortó el chorro y miró los focos encendidos que cruzaban ante la ventanilla. Estaban dentro de la estación—. ¡Jesús, Jesús! ¡Una aquí charla que te charla, y ya hemos llegado!

Antolín pisó el andén y se incorporó lentamente a la corriente de viajeros en busca de salida. Iba despacio porque el tren le había entumecido y porque trataba de reconocer lo que le rodeaba. El sitio le era tan familiar como la Estación Victoria de Londres. Pero la muchedumbre con sus trajes, sus voces, sus gestos y ruidos era algo irreal que resurgía del pasado y trataba de borrar de golpe la realidad de las multitudes de ayer. Sus reacciones no se ajustaban. Tropezó con alguien:

I’m so sorry! —exclamó. Rectificó avergonzado ante la mirada de asombro del otro—: Perdone, iba distraído. —Después el hombre volvió dos o tres veces la cabeza y Antolín acortó el paso, deseando desaparecer entre la gente.

Cuando se sentó a la mesita del comedor desierto y comenzó a cenar, doña Felisa reapareció. Era una mujer ya pasada la cincuentena, amplia de carnes, envuelta en una bata con flores estampadas, unos lentes con montura de oro pendientes de una cadenita, la cara llena de sonrisas. Más que la dueña de una pensión le hacía a Antolín el efecto de una madre con muchos hijos, que todos han prosperado por el mundo.

Se sentó frente a él. El comedor era una habitación del primer piso con tres balcones a la calle. Estaban sus luces apagadas con excepción de la lámpara sobre la mesa de Antolín, una lámpara diminuta con una pantalla rosa, que hubiera dejado a oscuras el resto de la habitación si no entrara por los balcones abiertos el resplandor de los focos de la calle, que iluminaba con gruesos trazos de luz y sombra.

Doña Felisa le llenó el vaso con vino:

—Esto no lo tienen ustedes en Londres, ¿verdad? ¿Cómo está la sopa? Claro que tiene que conformarse con lo que hay. El tren ha llegado muy tarde y la cena se terminó hace ya dos horas, pero un poquito de jamón después de la sopa, y se va usted a quedar como nuevo. Me trae el jamón uno de los factores de la estación, que como todos los hombres, se gana la vida como puede; aparte de que yo le doy una propinilla cuando me trae un viajero. Y ahora cuénteme, ¿cómo está don Eduardito? Bueno, así le llamábamos aquí, tan chiquitín como es y tan esmirriado que nadie creería que es inglés, hasta que no abre la boca y empieza a comerse las letras. Es un hombre muy simpático, mejorando lo presente. Y muy leído. ¡Jesús! Sabe más de Madrid que yo misma que he nacido en él y no he salido de aquí en mi vida más que algunos veranos cuando vivía mi pobre Pepe, que íbamos a Ponferrada, porque él era de allí. En fin, no quiero aburrirle con mis historias. Le he subido las hojas para la policía para que haga el favor de llenarlas cuando termine. Aunque si quiere, lo puedo dejar para mañana. Pero mejor es que lo haga ahora, ¿sabe? Porque nos dan la lata; a veces se nos descuelgan a las tres de la mañana y nos despiertan a los huéspedes. Le digo que entre unas cosas y otras…

—Ahora mismo las lleno, no se apure. —Antolín retiró el plato a un lado y echó mano a la estilográfica.

—Y, aunque sea curiosidad y diga usted que a mí qué me importa, pero usted no es inglés, ¿verdad? Porque don Eduardito escribió que venía un inglés amigo suyo, pero lo que tenga usted de inglés que me lo claven a mí aquí. —Y doña Felisa se golpeó la frente con la yema de un dedo lleno de morcillitas rosadas.

—Pues sí, doña Felisa —a Antolín comenzaba a hacerle gracia la mujer—, inglés puro, pero nacido en Madrid. —Se sonrió y agregó, ya serio—: Tengo la nacionalidad inglesa, pero soy español.

—¡Anda! No me diga más. Usted es uno de los rojos. Bueno, con perdón, quiero decir, de los republicanos que se marcharon allí.

—Sí.

—Pues ya puede andarse con cuidado aquí. En cuanto le huelan, le meten en chirona por muy inglés que sea. Usted no sabe lo que es esta gente. Mire, le voy a decir la verdad. Yo siempre era una de los del Rey, y cuando le echaron al pobre y vino la República, buenas rabietas que me costó. Pero ahora, cualquier cosa antes que esto. Porque usted no tiene idea de lo que está pasando. ¿Usted ha visto ese jamón que se ha comido? Pues a cien pesetas el kilo lo he pagado yo, y agradecida. Como eso, ¡todo!

—No se preocupe usted. Yo no he venido aquí más que a hacer una visita, y todos mis papeles están en regla. No me voy a meter en políticas.

—Y hará usted bien. A pasarse aquí un mesecito, o lo que quiera, a gusto; y deje usted a los políticos que se rompan ellos la cabeza…

Cuando Antolín se vio solo en su habitación, la cansera del viaje, aumentada ahora por la cena y el vino más la verborrea de doña Felisa, le asaltó de golpe. Comenzó a desnudarse. Quería meterse en la cama y dormir. Las cosas estarían más claras mañana. Su cabeza ahora no era más que una confusión de trozos de paisaje, de ruidos, de olores, de recuerdos fugaces, de caras y de costumbres ya extrañas, de mezcolanzas de frases pensadas en un idioma y pronunciadas en otro; y sobre todo ello el cansancio físico que todo lo hacía borroso y ajeno.

Se durmió instantáneamente.

Se despertó muy de mañana. En su fatiga había olvidado la noche anterior cerrar las cortinas, y el sol de septiembre entraba por una esquina del balcón, estrellándose contra la pared inmediata a la cabecera. No eran aún las siete. Se había despertado de golpe, sobresaltado. Su brazo no había encontrado el cuerpo de Mary, sino en lugar de él el vacío más allá de la cama estrecha de la pensión. Se sentó en el borde del lecho y miró estúpidamente las cosas que le rodeaban. Sobre todo el chorro de luz de un sol descarado y extraño. Fue sólo un momento. La realidad de donde estaba se apoderó de él. Estaba en Madrid. Mary, Londres, Inglaterra, parecían lejanos. Tal vez nunca volvería a verlo. Era una sensación que no sabía si le alegraba o le disgustaba. Sentía algo de miedo, un miedo viejo que ya conocía; el miedo de estar solo.

De la calle subían ruidos mañaneros que Antolín iba identificando uno a uno: el balcón que se abre con ruido de cortinas corridas; el cierre metálico sobre el cual golpea el sereno antes de irse a casa, llamando a los dependientes de la tienda; la alfombra que se sacude con trallazos secos antes que el guardia de servicio pueda imponer multas; los pasos lentos de un caballo que ya no volverá a verse durante el día, tirando de su carrito, porque la ciudad le prohíbe más tarde pasearse por sus calles; el vendedor de periódicos de la esquina que de vez en cuando vocea, cargado aún de sueño su grito; la pareja de viejas beatas que van a misa de siete y que dejan oír un trozo de sus murmuraciones en el silencio de la calle; algún automóvil que pasa con ruido de goma blanda sobre el asfalto; muy lejos, los timbres de los primeros tranvías, esos tranvías que sólo llevan gentes que van a trabajar.

No quería levantarse aún. La pensión estaba en silencio, él estaba envuelto aún en la pereza matinal, el sol era alegre, y era un placer pensar. Es curioso cómo se convierte en cómico, cuando ya no es más que un recuerdo, lo que fue tragedia cuando se vivió. Había encendido uno de sus cigarrillos ingleses y era este cigarrillo el que provocaba este pensamiento.

Recordaba los primeros días del destierro, la llegada a Inglaterra a bordo de aquel crucero, todo acero, todo olor a grasa y ácido carbónico. Las rebanadas de pan y las tazas de té; y ellos querían comer. ¿Dónde se había visto que té y rebanadas de pan fueran comida? Los días de mareo y de blasfemias mezcladas de bromas durante la travesía; y la llegada a aquel Londres que les parecía tan inmenso y tan extranjero. Las habitaciones destartaladas del hostel y la energía agria de Mrs. Mallet gritando órdenes en un español lleno de grietas. Y más té. El primer choque con la buena samaritana fue por el hambre de fumar. Nadie en el Comité de Ayuda había pensado en ello. Aquella primera noche, Mrs. Mallet los dejó solos y trajo al poco cigarrillos. Un paquetito de cinco pitillos diminutos para cada uno. Cinco Woodbines —luego aprendieron el nombre—, que ardían solos, tan suaves que no sabían a nada. Una gota de agua para aplacar una sed de verano. Les daría un paquetito de aquéllos todas las mañanas, les dijo. Y, ¿qué iban a hacer ellos con aquello?

Durante días pasaron hambre de fumar. Aún no los dejaban salir a la calle. Pero en cuanto comenzó la aventura de explorar aquella tierra desconocida donde sólo habitaban gentes a quienes uno no podía entender y que no le entendían a uno, surgió el plan: el Chato, un anarquista valenciano que nadie sabía cómo se llamaba, ni cómo pudo meterse en los últimos instantes en el crucero, fue el iniciador. Mrs. Mallet les daba cada semana un chelín, «dinero de bolsillo» lo llamaba, por si les ocurría algo. Y el Chato planeó la solución al problema de fumar. Con un penique podían entrar en el Metro y pasearse el día entero allí, si tenían cuidado de no pasarse las estaciones limitadas por el precio. Se repartían los trenes, uno en cada vagón, después de la hora de aglomeración, y recogían las colillas. En Londres no había colilleros y al principio los buenos ingleses se les quedaban mirando, atónitos y asqueados. A ellos mismos les iba entrando vergüenza y recurrían a los trucos más ingenuos para que los escasos compañeros de viaje no se dieran cuenta. Por la noche se reunían en el hostel y vaciaban los bolsillos. Hacían un inmenso montón de colillas y renegaban a coro de las malas maneras de los ingleses que apagan los cigarrillos con el tacón del zapato, sin acordarse de los pobres. Liaban cigarrillos hasta la once de la noche, hora en que Mrs. Mallet les obligaba a acostarse. Mantenía con ellos una batalla constante; e indudablemente, la paciente mujer tenía razón. Olía todo a colillas, ellos, sus ropas, todas las habitaciones del hostel.

Mrs. Mallet pretendió suprimir de raíz aquel tráfico; y fracasó. La única solución hubiera sido que hubiera podido alimentarles de tabaco, pero gracias con que contaba con suficiente dinero para mantenerlos. Tal vez aquello aceleró el que les fueran buscando trabajo. Él fue uno de los afortunados. Aunque su francés era puramente de escuela secundaria, hablaba bastante bien para que le entendieran y entender él, y un día se vio de pinche de cocina en un restaurante griego de Soho, a las órdenes de un cocinero cuyos mayores méritos eran el haber nacido en Francia y poseer el arte de convertir en un guiso presentable los desperdicios más increíbles. Le dejaban dormir allí, no por lástima, sino por mantener los fuegos de la cocina y por imponer algo de respeto a las ratas. El tabaco nunca volvió a faltarle.

Fue entonces cuando sintió más terriblemente el temor a la soledad. Era una entidad perdida en un mundo desconocido, desamparado de todos. En los ratos libres se reunía en la esquina de Dean Street con algunos de los antiguos compañeros del hostel Muchos habían desaparecido en las provincias, adoptados por familias simpatizantes con la República. Otros, la mayoría, tenían trabajos similares al suyo. Pinches para pelar patatas en los sótanos de las cocinas de los restaurantes, o simplemente lavaplatos en rincones mugrientos de grandes hoteles. Unos pocos habían encontrado en seguida la vida fácil de las prostitutas y los clubs de noche, como simples chulos o como bravucones a sueldo. Eran los tentadores, los únicos con traje nuevo y dinero en el bolsillo.

Una tarde se acercó al grupo una pareja de policías y se los llevó a todos a la comisaría del distrito. Apareció allí un hombre, indudablemente un agente, que les explicó en mal español que no estaban detenidos, que les habían llevado allí sólo para que se enteraran de lo que estaban haciendo. La policía los conocía a todos, sabía lo que cada uno hacía, y dónde trabajaba, y cómo vivía. Los chulines, tan flamencos, se acoquinaron ante el hombre cuando éste se volvió a ellos y les advirtió que si seguían así, acabarían en la cárcel o serían expulsados del país. A los demás les aconsejó, paternal, que se aguantaran con su situación, que aprendieran el idioma, que trabajaran firme; y así nunca tendrían que quejarse y contarían con todo apoyo que les hiciera falta, si les pasaba algo.

Hacía ya rato que había terminado su cigarrillo; comenzó a vestirse. La luna del armario le devolvió su figura. Se miraba con curiosidad a la luz de este sol. Aún no aparecían —pensaba— sus cincuenta años, esa edad en la que el español ya es viejo. El pelo castaño, un poco claro sobre la frente, realzaba la amplitud de ésta, y aún conservaba sus rizos rebeldes. Tenía algunas arrugas finas bajo los ojos obscuros y bajo las aletas de la nariz, pero le asombró verse la cara tan lisa. Aún sus mejillas no estaban fláccidas, ni agudizaba la barbilla su punta, como suele ocurrir a los hombres de su tipo, el tipo delgado que se reseca. Se mantenía recto, con movimientos aún elásticos. Le parecía que su piel era menos cetrina que cuando salió de España. Pero todo el mundo decía que el clima inglés era bueno para la piel. Algo debía de haber en ello, porque siempre había sido un asombro suyo la piel de los ingleses y sobre todo de las inglesas: una piel lechosa, fina, bajo la que se transparentaban las líneas azules de las venas y las súbitas oleadas de sangre, y que en las mujeres viejas se convertía en porcelana con los años. Mary tenía esta piel fina y lechosa. Muchas veces había temido dejar en ella la huella de sus dedos.

Cuando Antolín acababa de vestirse, llamaron a la puerta. Abrió, y la muchacha puso cara de asombro:

—¡Anda, y ya se ha levantado el señorito! Yo que venía a preguntarle si quería una taza de té, porque doña Felisa dice que ustedes, los ingleses, todos toman té por la mañana.

La muchacha era pizpireta y alegre y contagió a Antolín.

—Pues, no, señora —dijo—, no tomo té por la mañana. Lo que sí quiero es un buen tazón de café con leche y un par de churros.

—¡Anda! Yo creía que era usted un míster. Pero debe hacer muchos años que usted no come churros. Ya se comerá usted una docena y se quedará con hambre. Porque, por si no lo sabe, le diré que son más pequeños que mi dedo meñique y gruesos como un fideo. Y ¿dónde va usted a desayunar, aquí o en el comedor? —Sin interrupción agregó—: Lo mejor es que desayune en el comedor, porque así nos da menos trabajo a nosotras.

—Bueno, chiquita, sobre todo la franqueza. Desayunaré en el comedor.

El desayuno destruyó la alegría momentánea que le había dado la muchacha. La leche era un líquido azulado, casi transparente; el café era un agua clarucha sin olor ni sabor; los churros realmente eran ridículos en su pequeñez. Tomaría un café en cualquier bar. Encendió un segundo cigarrillo y se marchó, dejando el desayuno intacto.

Llamaron a la puerta. La señora Luisa dejó a medio extender la manta sobre la cama y abrió. La vecina del segundo apareció en el dintel:

—Buenos días, señora Luisa. ¿Se puede?

—Pase, pase usted, señora María.

La mujer se desató en explicaciones:

—Pues, que me voy a Antón Martín a ver si encuentro un poco de aceite, y me he dicho, voy a pasar a ver si la señora Luisa quiere algo, porque ya sé que se queda sola para hacer todo, y, lo que pasa, pues, a lo que está una, a ayudar en lo que se pueda.

—Muchas gracias. Bueno, si no la sirviera de molestia, podría usted ver si me encontraba unos huesos para hacer un poco de caldo para la chica.

Detrás de la cortina que colgaba ante la puerta al lado de la cocina, salió una voz airada:

—Para mí no tienes que hacer caldo, mamá.

—Bueno, hija, no te acalores. —Cuchicheó la vecina—: Hoy está imposible. —La vecina levantó la voz—: ¿Cómo estás hoy, Amelita?

—¿Cómo quiere usted que esté una, doña María? Pasando miserias como siempre, hasta que el Señor disponga otra cosa.

—Tú lo que deberías hacer es cobrar ánimos y salir de ese agujero.

Contestó un murmuro ininteligible, seguido de un silencio. Las dos mujeres salieron al descansillo de la escalera y se pusieron a hablar en voz baja para que la enferma no las oyera.

—Le digo a usted, hoy está imposible.

—Claro, lo comprendo, será la excitación, porque ya he visto que ayer tuvieron ustedes carta de Antolín. Bueno, no lo he visto, me lo contó la señora Paca, la portera, que se lo dijo ayer el cartero. Ya sabe usted que en una casa como ésta se entera una de todo aunque no quiera. Cuando vine ayer por la tarde, la señora Paca se lo estaba contando a las vecinas del principal exterior, a las beatas esas que en todo tienen que meter la nariz. Y yo creo que le llevan las cuentas de las cartas que le ha escrito su marido desde la primera.

—Sí, hija, sí. Todas son iguales.

Si era indirecta, la señora María no se dio por enterada, sino que prosiguió:

—Espero que no hayan sido malas noticias, aunque, claro, ¿qué malas noticias va a haber? Él está allí hecho un príncipe, mientras que ustedes aquí se rompen la cabeza para salir adelante. Y sabe Dios los líos que tendrá, porque en esos países de herejes no hay vergüenza, y las mujeres son unas… Bueno, usted ya me entiende lo que quiero decir. Y los hombres tan contentos. Más valía que se ocupara de ustedes, porque no me negará, señora Luisa, que lo que hacía falta aquí era un hombre, que metiera un poco en cintura a los chicos.

—Los chicos no son malos. Lo que pasa es que, ¿qué va usted a pedir, como está todo? Casi prefiero que sean así que no que se me metieran en líos como otros y acabaran un día en la cárcel.

—No sé qué la diga, señora Luisa. Porque del Juanito dicen que si anda metido con un grupo que a mí no me gusta mucho. Yo creo que todos ellos son comunistas o algo así, y un día les van a meter un susto, porque todo el mundo lo sabe ya en el barrio. Y aunque una se calle, las malas lenguas es lo que abunda. Al fin y al cabo, aunque su Pedro se meta en cosas de estraperlo, es más listo y sabe el terreno que pisa. No es que esté yo muy conforme con lo que hace, pero ya sabe usted el refrán, «el que a buen árbol se arrima…».

La señora Luisa no tenía mucho interés en seguir la conversación por los derroteros de la vecina, y aprovechó que la muchacha llamó desde el interior del cuarto para despedirse a toda prisa. Cuando cerró la puerta, se levantó la cortina y Amelita entró en el comedor, dejándose caer lánguidamente en una silla:

—¿Qué quería la señora María? Porque a lo que menos ha venido es a hacerte la compra. Lo único que la interesa es meter cizaña y enterarse de lo que no la importa. Espero que no la habrás dicho nada de lo de papá.

—No, hija, no. ¡Qué cosas tienes!

—Una de las primeras cosas que hay que decirle cuando venga, es que nos tenemos que marchar de aquí. Yo no puedo vivir más entre estas gentes. Al fin y al cabo una es una señorita, y esto no es de tu clase, mamá.

—¡Ay, hija! Lo primero es que venga, y luego ya veremos lo que se hace. Sabe Dios cómo vendrá. No olvides que tu padre ya es un viejo y no te hagas muchas ilusiones. Cuando no se ha acordado de venir hasta ahora, no le irían bien las cosas. Claro que yo no me quejo, porque es mi marido y lo que sea de uno, será de los dos. Pero tus hermanos no sé cómo lo van a tomar. Tendrán que dormir los tres juntos en la alcoba, en la cama grande, y si encima de eso, como me temo, le tienen que mantener, no sé cómo acabarán las cosas. Todo ese misterio de él, de no querer venir a casa, ni aun decir el día que llega para que pudiéramos ir a esperarle, no me da buena espina.

—Pues yo no lo creo así, mamá. Porque él siempre ha escrito que estaba trabajando y que estaba bien. Dicen que en Inglaterra se gana mucho dinero y las gentes viven allí como príncipes, y que todo esto que cuenta la radio, que están muertos de hambre allí, es mentira. Al fin y al cabo nos ha mandado dinero de vez en cuando y cada vez eran quinientas pesetas, que no es tan poco.

—Dios lo haga, hija. Yo no quiero quitarte ilusiones. Después de todo, es tu padre. Pero los espíritus (sí, sí, ya sé que tú no crees en esas cosas, pero una es más vieja y sabe lo que se hace), los espíritus no anuncian nada bueno de ese viaje.

—Mamá, habías prometido que no ibas a ir más a esas brujerías. Eso es tentar a Dios y a la Santa Madre Iglesia.

—Para ti es muy fácil. Tú tienes fe en la Virgen y en los Santos. Pero mira cómo nos han tratado a nosotros. Toda la vida hemos sido personas decentes, que nadie podía alzar un dedo en cuanto a nosotros, y hoy estamos en la miseria. Tu padre en el otro extremo del mundo, tú con tus toses, y tu novio que Dios sabe por dónde andará…

Amelia se puso escarlata y se encrespó furiosa:

—¡A mi novio lo dejas tú en paz, mamá! ¡Y papá hará muy bien en no aparecer por aquí para que le explotéis entre todos, que eso es lo que queréis!

—Tú lo que eres es una víbora. Como todas las beatas. Muchos golpes de pecho y luego al prójimo contra una esquina. Di: ¿quién está pensando en explotar a tu padre? Tú y nadie más que tú, que sueñas que va a venir cargado de millones y te va a convertir en una señorita.

—No tiene por qué convertirme, que lo soy.

—Sí. ¡De lentejas del Auxilio Social! ¡La señorita! Con la madre fregando suelos cuando eras una cría, guardando cola y lloriqueando lástimas a las monjas para que la llenaran bien el puchero. Tú lo que tienes es muchos pájaros en la cabeza…

La frase quedó en el aire porque Amelia había roto a llorar histéricamente. La señora Luisa se refugió en la alcoba y durante un largo rato no se oyó más que los sollozos de la muchacha y el golpear rabioso de la madre contra las ropas de la cama.

De la alcoba comenzó a surgir una nube tenue de polvo. La tosecilla seca de la muchacha se agudizó:

—Mamá, ¿no puedes parar de armar polvo?

La señora Luisa salió sin decir palabra, y abrió de par en par la puerta de la escalera. Entre la puerta y la única ventana al patio se estableció una corriente de aire impregnado de todos los olores de los pisos de abajo. La situación del cuarto en el tercer piso tenía la ventaja de estar más cerca del aire libre encima del tejado, y a la vez, la desventaja de recibir todos los hedores capturados por la chimenea que formaba el estrechísimo patio. Amelia volvió a quejarse más agriamente.

—Claro, ahora la dejas a una en una corriente de aire para que reviente. Sí, ya sé que todos os quedaríais muy a gusto si me muriera.

La madre rezongó en voz baja:

—¡Dios nos dé paciencia!

—A mí es a quien tiene que darla, para sufriros a todos vosotros. ¡Cómo si una no tuviera bastante con sus dolores y sus penas!

En la puerta dijo una voz burlona:

—Siempre estáis con lo mismo. Parecéis dos gatas con un solo gato en la vecindad.

—Tú siempre tan bestia y tan guarro —chilló Amelia.

—Bueno, no arañes. —Se volvió a la madre—: ¿Qué pasa aquí, vieja?

—Nada, hijo, lo de siempre. Tu hermana con sus dolores y sus cosas, que todo la parece mal. Si se limpia el polvo, la molesta; si se abre la ventana y la puerta para que se ventile, también. Y ahora más, que está pensando que su papaíto va a venir y la va a poner en un palacio.

—Mamá, ya empiezas.

—No llores tú, princesita, que sí que es verdad. Que va a venir el viejo con un baúl lleno de libras y te va a comprar un Rolls para que te pasees.

—Tú lo que tienes es poca vergüenza —comentó la madre.

—Sí. ¡Aquí todos semos muy decentes! El único granuja que hay soy yo, ¿no? Pero cuando llega la hora de comer, parece que no le hacemos muchos ascos.

Comenzó a desatar un paquete que había traído y fue poniendo sobre el hule de la mesa, con ostentación, varias bolsas de papel gris. Abriéndolas una a una, comentó sarcástico:

—Medio kilo de azúcar, un kilo de judías, otro de arroz, una tajada de ese animal desconocido que se llama cerdo, dos hermosos chorizos… ¡Y nada más! Las mujeres no han dado más de sí hoy. Pero claro, a las personas decentes no les gustan esas cosas. Mi hermanita como buena cristiana ayunará a la mayor gloria de Dios y la mamá echará un sermón al niño para que no ande en malos pasos. El hermanito no dirá nada, se llenará la tripa y luego me preguntará si no he encontrado trabajo, porque hay que hacerse un obrero decente.

—Más contenta estaría yo, Pedro, si tuvieras trabajo y no anduvieras metido en esos líos, que un día te van a costar un disgusto.

—Sí. Ya lo sé, un trabajo decente, quince pesetitas de jornal y luego al venir a casa por la noche, comprarle a la hermanita un par de barras de Viena y gastarse cuatro pesetas en ellas. Con lo que queda, mamá nos hará un buen cocido con su gallina y todo.

La señora María apareció en el marco de la puerta:

—¡Ay, hija, vengo rendida! Y menos mal que he podido traerle los huesos. Un durito me han costado, pero son muy hermosos, tres huesos de tuétano que puede usted hacer una olla con caldo.

—El jornal del niño llega para alimentar a un perro —dijo Pedro bajito. La señora María se había quedado mirando los paquetes abiertos sobre la mesa:

—¡Caramba! Parece que han venido los Reyes Magos. Claro que supongo que esto lo habrá traído Pedrito. Hija, ya puede usted estar orgullosa.

—Sí, el pobre hace lo que puede.

Pedro se volvió a las dos mujeres con una mueca cínica:

—Sí, señora María, ganado con el sudor de mi cuerpecito. —Y contoneó las caderas que la americana ceñida hacía resaltar.

Amelia dijo una sola frase:

—¡Qué asco!

—Tipito que tiene el niño y gracia para explotarlo.

La señora Luisa recogió todos los paquetes, los metió en la cocina y volvió a salir, cerrando tras ella. Pedro se había quedado en medio de la habitación, con los brazos en jarras, mirando descaradamente a su hermana:

—A lo mejor tu novio se ha metido al mismo oficio, porque le he visto por ahí, haciéndome la competencia.

—¡Tú lo que eres es un chulo indecente! —gritó la muchacha.

—Y a mucha honra. Pero no te apures por tu novio, que hay de sobra para todos.

La muchacha volvió a estallar en ruidosos sollozos intercalados con golpes de tos. La señora Luisa rompió a chillar desaforadamente:

—Ya te has salido con la tuya. Esto es un infierno, no es una casa. Más valdría que te dieras cuenta cómo está tu hermana…

—No se apure, que no se muere. No es año de suerte.

La señora María hizo una retirada estratégica hacia la puerta:

—Bueno, yo las dejo. ¡Cálmate tú, Amelita! —Acarició la cabeza de la muchacha y le estampó dos ruidosos besos en las mejillas—. Hay que tener mucha paciencia con los hombres, hija.

—¡Y con las viejas brujas!

—Eso de las brujas no va por mí. Al fin y al cabo yo no ando haciendo hablar a los muertos como tu madre. Tú, que eres un golfo perdido. Al fin y al cabo de casta le viene al galgo…

—Mire usted, señora. A mi madre y a mi padre, los deja usted en paz. Y si soy un golfo y un chulo, a usted no le importa. Con usted no me acostaría aunque me lo pagara bien.

La señora María dio un portazo y se fue escalera abajo gritando a voz en cuello:

—¡Canallas! ¡Canallas! ¡Un chulo, sí, señores, un chulo! ¡A mí, a mí, gritarme a mí!

Comenzaron a abrirse puertas en la escalera. En el fondo del patio, la señora Paca, la portera, salió de su cuchitril, levantó la cabeza a las alturas y chilló:

—¿Qué escándalo es ése?

La señora María se asomó a la ventana de la escalera en su piso:

—¿Qué quiere usted que sea, señora Paca? Esta gentuza que, encima que se sacrifica una por ayudarles, la insultan como no quiera usted saber. El Pedrito, el niño chulín del tercero, diciéndome a mí, ¡a mí!, que no tengo dinero bastante para que se acueste conmigo. ¡Cómo si no supiéramos todos con quién se acuesta!

Se habían llenado de figuras curiosas todas las puertas de la escalera y todas las ventanas del patio, y los comentarios salían a gritos de todas las bocas. En el último piso, una aguda voz de muchacha comenzó a gritar rítmicamente:

—¡Bronca, bronca, bronca…!

Varias voces cogieron el compás:

—Bronca–bron–ca–bron–ca–bron…

En el tercero, la señora Luisa y Amelia se habían colocado delante de la puerta de la escalera y forcejeaban con Pedro que pretendía salir:

—Déjeme usted, madre, ¡qué a la tía cochina esa la voy a dar dos patadas en la tripa!

Fue el momento que el señor Eusebio escogió para llegar a casa. Se quedó en la puerta que daba al patio y escuchó la bronca, que había cristalizado en dos bandos que se insultaban furiosamente de ventana a ventana. La señora Paca en seguida se volvió hacia él y le explicó oficiosa que «estos chicos de hoy, sabe usted, que son unos sinvergüenzas que no respetan a las mujeres decentes ni aunque tengan la cabeza llena de canas». Y se extendió en detalles pintorescos, interminables y fantásticos, que acabaron por aturdir al pobre hombre. Meneó la cabeza de un lado a otro, resignado, como un buey uncido al yugo que trata de espantar un tábano sobre su frente:

—Entonces me voy. Ya volveré cuando se haya pasado el chubasco. Lo siento porque quería decirle a la señora Luisa que Antolín está ya en Madrid.

Inmediatamente el viejo se dio cuenta del error que había cometido. La señora Paca abrió ojos tamaños, y el señor Eusebio se escurrió a la calle sin decir palabra. La señora Paca se colocó en el centro del patio, hizo bocina con las manos y gritó, dominando todas las voces:

—Señora Luisa, señora Luisa, ¡qué ha llegado su marido!

Se hizo un silencio profundo y todas las cabezas en las ventanas se alargaron mirando a las vidrieras, ahora cerradas, del tercer piso. Pero la ventana no se abría. Un coro de voces comenzó a gritar con urgencia creciente: «Señora Luisa, salga usted, ¡qué ha venido su marido!».

Se abrió al fin la ventana de la cocina y la señora Luisa asomó el busto. Antes de que dijera una palabra, la señora Paca voceó las nuevas:

—Que ha venido el señor Eusebio, y que me ha dicho que su marido ya está en Madrid, y que no se atrevió a subir porque…

—Bueno, muchas gracias. —Y la ventana se cerró, dejándola con la palabra en la boca. La portera se volvió airada hacia las vecinas, invocándolas como testigos—: Mire usted qué maneras, y luego tanto presumir porque tiene un marido en Londres… —El resto de su comentario se perdió en una oleada de voces.

El señor Eusebio se detuvo en el portal. Ocurría lo que él había pensado. Llegaban a sus oídos los gritos de la señora Paca allá en el patio. Se encogió de hombros y echó calle arriba. Lo que está hecho, ya no lo enmienda ni Dios, iba pensando. No había sido su intención dar la noticia a los cuatro vientos, pero, como siempre, se había dejado llevar por un impulso en su excitación. No sabía cómo se lo tomaría Antolín. Le había escrito desde París, recomendándole el secreto hasta el último momento, hasta que se hubieran entrevistado después de su llegada. Y él había metido la pata estúpidamente. No se explicaba muy bien por qué este afán de secreto. Tal vez venía de «incógnito» y quería evitar dificultades con la policía para su familia. Si era así, la había hecho buena. Pero él se acordaba perfectamente de que, en una de sus cartas desde Londres, Antolín le decía que sólo vendría a España si le dejaban venir con entera libertad y sin ningún miedo a que las autoridades se metieran con él. Al fin y al cabo, que él supiera, Antolín nunca se había metido en política. Sí, cuando estalló la guerra, había cogido un fusil como los demás, como lo había hecho él. Pero si por eso fuera, Franco tendría que haber fusilado a más de la mitad de los españoles. No es que no hubiera fusilado bastantes. Y aún seguía la historia. El mismo había tenido su experiencia. Le recogieron con otros muchos, vestido de uniforme, y se pasó casi un año en Miranda de Ebro, muerto de hambre y de frío, y comido de piojos. Pero ahora Franco había proclamado que todos los que se fueron y quisieran volver, podían hacerlo si no habían cometido robos o asesinatos. Desde luego él estaba seguro de que Antolín no se había ensuciado las manos. Aunque vaya usted a saber qué es lo que los falangistas llaman robar y matar. Conocía él a muchas gentes decentes, que si habían matado a alguien, lo habían hecho en el frente, cara a cara como cualquier soldado, y ahora les acusaban de asesinos y ladrones y les pegaban dos tiros en la cabeza o les dejaban pudrirse en la cárcel, mientras los hijos se morían de hambre. Aunque todo esto le revolvía las tripas, esperaba que Antolín no estuviera metido en algún lío. De todas formas, lo sabría a mediodía. En su carta Antolín le había citado para comer juntos y hoy se daría un banquete. Poco o mucho, Antolín traería dinero fresco y al cabo de tantos años no le iba a escatimar una buena comida aunque le costara veinte duros.

Los pensamientos del señor Eusebio tomaron otro rumbo. ¡Veinte duros! Las cosas que se podían comer con veinte duros cuando él ganaba lo mismo que ganaba ahora, doce cochinas pesetas diarias. Fue cuando Antolín y él se hicieron amigos. Antolín estaba en el negociado de Cartera y él recogía todas las mañanas las letras que había que cobrar en su distrito. Desde que el Sindicato había impuesto las bases, ganaba unas pesetas más al mes; y le sobraba para vivir decentemente y sacar adelante a los chicos. ¿Ahora? Un puñado de duros y sin murmurar, que ya le habían dicho más de una vez que era un viejo y un rojo, y que anduviera con mucho cuidado si no quería verse en la calle. Gracias que los dos chicos habían salido buenos y ayudaban a sacar la casa adelante.

Pero los chicos de Antolín —el viejo meneó la cabeza y dijo algo entre dientes que hizo volverse a un transeúnte y decir: «Así estamos todos, abuelo, ¡papando moscas!»—, los chicos de Antolín habían salido unos granujas. No, tal vez peor. El mayor, un granuja completo, y un falangista por conveniencia. El menor, un idiota que estaba sirviendo para sacar las castañas a otros, y creyéndose un héroe. Y la Amelita con sus beaterías y sus ínfulas de niña bien de casa mal, y todos sus alifafes que tenían más de ñoñería que de realidad. Buen trío se juntaban. Si Antolín venía con intenciones de rehacer la familia, no se iba a encontrar con mal problema. ¿Y para qué otra cosa podía haber venido? Como no fuera que quisiera llevarse a todos a Inglaterra con él… Pero eso era un imposible; Franco no dejaba salir a nadie. Si dejara salir, se quedaría España desierta. No es que todos se fueran a Inglaterra como Antolín, porque Inglaterra es un país muy raro donde no hay sol y las gentes no hablan cristiano. Pero a América…

Y por un rato el señor Eusebio revivía todas las emociones de un emigrante en potencia a los países de América Latina, que había sido la gran ilusión de todos sus contemporáneos antes de la Gran Guerra. De todas, si él hubiera conseguido salir de esta miseria, no habría vuelto, aunque hubiera tenido que quedarse entre chinos. Y esto era lo que no entendía de la vuelta de Antolín.

Se habían citado en la Puerta del Sol, en el bar Sol, y eran cerca de las doce, la hora de la cita. No le caería mal una caña de cerveza para refrescarse la sangre.

Les habían traído el café. El señor Eusebio se sentía optimista. Hacía años que no había comido así. Desde las doce —y eran ya las tres— no habían hecho más que hablar de los viejos tiempos y de sus aventuras en estos últimos diez años. No se habían entendido a veces, porque los dos hablaban de experiencias pasadas en un mundo extraño para el que escuchaba. Ahora, a los postres, habían hecho un silencio. Antolín sacó dos cigarros puros y ofreció uno a su amigo. Los encendieron y quedaron mirándose uno a otro. Antolín puso los codos sobre la mesa y apoyó las mejillas en ambas manos.

—Mire usted, Eusebio, no se ofenda, casi le puedo hablar como a un padre, aunque yo vaya ya deprisa detrás de sus años. Pero todos los hombres necesitamos de vez en cuando un amigo que nos aconseje; y la verdad es que yo he estado muy solo.

Antolín comenzó a contar su historia.