Un extremo del enorme granero estaba ocupado por una alta pilada de heno nuevo y sobre la pilada pendía la horquilla mecánica de cuatro puntas, suspendida de su polea. El heno caía como la ladera de una montaña hacia el otro extremo del granero y había un espacio al nivel del suelo sin ocupar todavía por la nueva cosecha. A los lados se veían los pesebres, y entre las barras de cada uno se distinguían las cabezas de los caballos.
Era domingo por la tarde. Los caballos en descanso mordisqueaban las restantes hojas de heno, y golpeaban los cascos y mordían la madera del pesebre y hacían sonar las cadenas de los ronzales. El sol de la tarde penetraba por las grietas de las paredes del granero y yacía en brillantes paralelas sobre el heno. Había en el aire un zumbido de moscas, el perezoso susurro de la tarde.
Desde fuera llegaba el tañido de las herraduras contra la estaca de juego y los clamores de los hombres, para jugar, para alentar, para mofarse. Pero en el granero había calma y zumbido y pereza y calor.
Sólo Lennie estaba en el granero; Lennie se había sentado en el heno junto a un cajón y bajo un pesebre situado en el extremo del granero no ocupado todavía por el heno. Lennie, sentado sobre el heno, miraba a un perrito muerto que yacía frente a él. Lo miró largo rato, luego extendió su mano enorme y lo acarició desde la cabeza a la cola.
Y Lennie dijo suavemente al cachorrito:
—¿Por qué has tenido que morirte? No eres tan pequeño como los ratones. No te pegué muy fuerte.
Dobló hacia atrás la cabeza del cachorro y siguió hablándole:
—Ahora quizá George no me deje cuidar los conejos, si descubre que has muerto.
Excavó un hueco en la paja, metió en él al cachorro y lo cubrió con heno hasta ocultarlo; pero siguió mirando el montículo que había hecho.
—Esto —continuó— no es algo tan malo como para tener que esconderme en el matorral. ¡Oh, no! No es para tanto. Le diré a George que te encontré muerto.
Desenterró el cachorro y lo inspeccionó, y volvió a acariciarlo desde las orejas a la cola. Y continuó hablando acongojado.
—Pero lo va a saber. George siempre sabe. Me va a decir: «Tú lo mataste. No trates de engañarme». Y va a decir: «Ahora, no vas a cuidar los conejos».
De pronto, explotó su ira.
—¡Maldito seas! —exclamó—. ¿Por qué has tenido que ir y morirte? No eres tan pequeño como los ratones.
Levantó el perrito y lo arrojó a lo lejos. Le volvió la espalda. Se sentó, muy inclinado el busto sobre las rodillas, y murmuró:
—Ahora no van a dejar que cuide de los conejos. Ahora George no me va a dejar.
Se inclinó hacia adelante y atrás, meciéndose en su desventura.
Desde fuera llegaba el tañido de las herraduras contra la estaca de hierro y luego un breve coro de gritos. Lennie se incorporó y buscó el perrito, lo tendió en el heno y se sentó. Volvió a acariciar al cachorro.
—No eras bastante grande —susurró—. Me dijeron y me repitieron que todavía no eras grande. Yo no sabía que ibas a morir tan fácilmente.
Tomó entre sus dedos la fláccida oreja del perrito.
—Quizá George no se enoje —se consoló—. Este condenado hijo de perra no era nada para George. A lo mejor no le importa.
La mujer de Curley apareció dando la vuelta al extremo del último pesebre. Caminaba muy lentamente, de modo que Lennie no la vio. Llevaba su vistoso vestido de algodón y las chinelas con rojas plumas de avestruz. Tenía la cara muy maquillada y sus bucles, como salchichas, estaban dispuestos cuidadosamente. Llegó muy cerca de Lennie antes de que este alzara la mirada y la viera.
Lleno de pánico, Lennie echó heno sobre el cachorro, con los dedos. Luego alzó hacia la mujer su arisca mirada.
—¿Qué tienes ahí, hijito? —preguntó ella.
Lennie la miraba con enojo.
—George dice que no tengo nada que ver con usted; que no hable con usted.
—¿George —rio ella— te da órdenes para todo?
Lennie bajó la vista hacia el heno.
—Dice que no podré cuidar los conejos si hablo con usted o cualquier cosa.
—George —opinó tranquilamente la mujer— tiene miedo de que Curley se enoje. Bueno, Curley tiene el brazo en cabestrillo…, y si se enoja, bien puedes romperle la otra mano. No me van a engañar con eso de que una máquina le pilló la mano.
Pero Lennie no cedía.
—No, señora. No voy a hablar con usted, ni nada.
Ella se arrodilló en el heno, a su lado.
—Escucha. Todos los muchachos están jugando un campeonato de herraduras. No son más que las cuatro. Ninguno de los muchachos va a dejar de jugar. ¿Por qué no puedo hablar contigo? Nunca hablo con nadie. Me siento tan sola…
—Bueno —dijo Lennie—, pero yo no debo hablar con usted, ni nada.
—Me siento muy sola. Tú puedes hablar con cualquiera, pero yo no puedo hablar más que con Curley. Si no, se enfada. ¿Te gustaría no poder hablar con nadie?
—Bueno, pero yo no debo hablar. George tiene miedo de que me meta en líos.
Ella cambió de tema.
—¿Qué es lo que has tapado ahí?
Entonces volvió a Lennie toda su pena.
—No es más que mi cachorro —murmuró tristemente—. Mi cachorrito.
Y quitó el heno que lo cubría.
—¡Pero, si está muerto!
—Era tan pequeño. Yo estaba jugando con él, nada más…, y él hizo como para morderme… y yo hice como que le pegaba… y… y le pegué. Y entonces se murió.
—No te aflijas —le consoló la mujer—. Era un perrito cualquiera. Puedes conseguir otro en cualquier parte. Los hay a montones.
—No es eso —explicó Lennie lentamente—. George no me dejará cuidar los conejos ahora.
—¿Por qué?
—Porque me dijo que si hago más disparates no me va a dejar cuidar los conejos.
Ella se le acercó más y le habló con voz consoladora.
—No te preocupes por hablar conmigo. Escucha cómo gritan los muchachos ahí fuera. Han apostado cuatro dólares en ese campeonato. Ninguno de ellos va a venir hasta que terminen de jugar.
—Si George me ve hablando con usted, me va a reñir mucho —dijo Lennie cautelosamente—. Él mismo me lo dijo.
Se enfureció el rostro de la mujer.
—¿Qué tengo yo? —gritó—. ¿No tengo derecho a hablar con nadie? ¿Qué os creéis que soy, pues? Tú eres un buen hombre. No sé por qué no puedo conversar contigo. No te hago ningún mal.
—Bueno, George dijo que nos va a meter en un lío.
—¡Bah, qué estupidez! ¿Qué mal te hago? Parece que a ninguno le importa cómo tengo que vivir yo. Te digo que no estoy acostumbrada a vivir así. Yo podía haber hecho otra vida. —Y luego añadió sombríamente—: Quizás pueda todavía. —Y entonces sus palabras se derramaron en una pasión comunicativa, como si debiera apresurarse antes de que le arrebataran el oyente—. Yo vivía en Salinas, en el mismo pueblo. Fui a vivir allí cuando era muy pequeña. Bueno, pasó una compañía de teatro y conocí a uno de los actores. Me dijo que podía ir con la compañía. Pero mi madre no me dejó. Dice que era porque yo tenía quince años solamente. Pero el hombre dijo que yo podía ir. Si hubiera ido, no estaría viviendo como ahora, puedes estar seguro.
Lennie acarició y acarició su cachorro.
—Vamos a tener un pedazo de tierra… y conejos —explicó.
—En otra ocasión —prosiguió ella rápidamente con su relato, antes de que la interrumpiera— conocí a un hombre que estaba en el cine. Fui al Palacio de la Danza con él. Me dijo que iba a hacerme trabajar en el cine. Dijo que yo había nacido para artista. Tan pronto como volviera a Hollywood me iba a escribir. —Miró fijamente a Lennie para ver si estaba impresionado—. La carta nunca me llegó. Siempre he creído que mi madre la robó. Bueno, yo no iba a quedarme en un lugar donde no podía ir a ninguna parte o llegar a ser alguien por mí misma y donde me robaban las cartas. Le pregunté si me la había robado, y me dijo que no. Entonces me casé con Curley. Lo conocí en el Palacio de la Danza esa misma noche. ¿Estás escuchándome?
—¿Yo? Claro.
—Bueno. Esto no se lo he contado a nadie. Quizá no debiera confesártelo. Pero no me gusta ese Curley. No me gusta. —Y porque había puesto su confianza en Lennie, se acercó a él y se sentó a su lado—. Podría estar ahora en el cine y tener bonitos vestidos, como tienen todas las artistas. Y podría ir a esos hoteles tan grandes, y dejarme fotografiar. Y podría ir a los estrenos y hablar por radio y no me costaría un centavo porque sería famosa. Y llevaría vestidos tan bonitos como los de todas ellas. Porque ese hombre dijo que yo había nacido para artista.
Alzó la mirada hacia Lennie e hizo un pequeño ademán grandilocuente con el brazo y la mano para demostrar su arte. Los dedos siguieron a la muñeca doblada, y el meñique se separó exageradamente de los demás.
Lennie suspiró hondo. Desde el exterior llegó el tañido de una herradura sobre el metal, y luego un coro de vítores.
—Alguien embocó la herradura —dijo la mujer de Curley.
Se iba elevando ahora la luz, con el ocaso del sol, y sus rayos trepaban por las paredes y caían en los pesebres y en las cabezas de los caballos.
—Tal vez —susurró Lennie— si llevara este perrito y lo tirara muy lejos, George no se enteraría. Y entonces podría cuidar los conejos.
—¿Tú no piensas más que en conejos? —inquirió con rabia la mujer de Curley.
—Vamos a tener un trozo de tierra —informó pacientemente Lennie—. Vamos a tener una casa y una huerta y un campo de alfalfa, y esa alfalfa es para los conejos; y yo voy a coger un montón de alfalfa para los conejos.
—¿Por qué te gustan tanto los conejos? —preguntó ella.
Lennie tuvo que pensar cuidadosamente antes de llegar a una conclusión. Se acercó cautelosamente a la mujer, hasta quedar junto a ella.
—Me gusta acariciarlos. Una vez en una feria vi unos de esos con el pelo muy largo. Y eran bonitos, sí señor. A veces acaricio ratones, pero sólo cuando no consigo algo mejor.
La mujer de Curley se separó un poco del hombre y opinó:
—Me parece que estás loco.
—No, no es cierto —explicó diligentemente Lennie—. George dice que no estoy loco. Me gusta acariciar cosas bonitas, cosas suaves.
—Bueno —dijo la mujer, algo tranquilizada—, ¿a quién no le gusta? A todo el mundo le gusta. A mí me gusta acariciar la seda y el terciopelo. ¿A ti te gusta tocar terciopelo?
—Cielos, claro que sí —repuso Lennie alegremente—. Y también tuve un poco, hace tiempo. Una señora me dio un poco, y esa señora era… mi tía Clara. Me lo regaló…, un pedazo así de grande. Me gustaría tener ahora ese terciopelo. —Se le arrugó el ceño—. Lo perdí. Hace mucho que no lo veo.
—Estás loco de remate —se rio de él la mujer de Curley—. Pero no eres malo. Como un niño grande. Pero una puede comprender lo que dices. A veces, cuando me peino, me quedo sentada acariciándome el cabello porque es tan suave. —Para mostrar cómo lo hacía, se pasó los dedos sobre lo alto de su cabeza—. Hay quienes tienen el pelo muy áspero —comentó complacida—. Como Curley. Tiene el pelo como alambre. Pero el mío es bonito y sedoso. Claro que me lo cepillo mucho. Por eso es bonito. Mira… pasa la mano por aquí. —Tomó la mano de Lennie y se la llevó sobre la cabeza—. Toca aquí y verás qué sedoso es.
Los grandes dedos de Lennie empezaron a acariciarle el cabello.
—No me lo enredes —pidió la mujer.
—¡Oh, qué bonito! —exclamó Lennie, y acarició con más fuerza—. ¡Qué bonito!
—Cuidado, que me lo vas a enredar. —Y luego gritó furiosa la mujer—: Basta ya, me vas a enredar todo el cabello. —Echó bruscamente a un lado la cabeza, y los dedos de Lennie se cerraron en sus cabellos y los apretaron.
—¡Suelta! ¡Suéltame, te digo!
Lennie era presa del pánico. Se contorsionó su rostro. Gritó entonces la mujer, y la otra mano de Lennie se cerró sobre su boca y su nariz.
—No, por favor —rogó—. ¡Oh! Por favor, no haga eso. George se va a enojar.
Ella luchó violentamente bajo las manos enormes. Lucharon sus pies sobre el heno, y se sacudió todo su cuerpo para liberarse; y por debajo de la mano de Lennie surgió un chillido ahogado. Lennie empezó a gritar de terror.
—¡Oh! Por favor, no haga eso —volvió a rogar—. George va a decir que hice un disparate. No va a dejar que cuide los conejos. —Apartó un poco la mano, y se oyó un áspero grito. Entonces Lennie se encolerizó—. Le he dicho que no. No quiero que grite. Me va a meter en un lío, como dijo George. No haga eso. —Y ella continuó luchando, con ojos desorbitados por el terror—. No siga gritando —dijo Lennie, y la sacudió; y el cuerpo de la mujer se movió fláccidamente, como el de un pez. Y luego quedó quieta, porque Lennie le había quebrado el cuello.
Lennie la miró, y con mucho cuidado quitó la mano de la boca, y ella quedó quieta.
—No quiero lastimarla —murmuró—, pero George se va a enfadar si la oye gritar.
Cuando advirtió que no le respondía ni se movía, se inclinó muy cerca de ella. Levantó el brazo de la mujer y lo dejó caer. Por un instante pareció atónito. Y luego murmuró aterrorizado:
—He hecho algo malo. He vuelto a hacer algo malo.
Con sus manazas cavó el heno hasta cubrir en parte el cuerpo femenino. Desde afuera llegó un clamor de hombres y un doble tañido de herraduras sobre metal. Por primera vez tuvo Lennie conciencia del exterior. Se agazapó en el heno y escuchó.
—Ahora sí que he hecho algo muy malo —repitió—. No debía haber hecho eso. George se va a enfadar. Y… me dijo… que me escondiera en el matorral hasta que él llegue. Se va a enfadar. En el matorral hasta que él llegue. Eso es lo que dijo. —Retrocedió y miró a la mujer muerta. El cachorro yacía junto a ella. Lennie lo recogió—. Lo voy a tirar muy lejos. Con esta ya es suficiente. —Se puso el cachorro bajo el chaquetón, avanzó agazapado hasta la pared del granero, y espió por las rendijas, hacia el juego de herraduras. Luego se deslizó hasta el extremo del último pesebre, dio la vuelta a este y desapareció.
Las líneas del sol estaban ya muy altas en la pared, y la luz era cada vez más leve en el granero. La mujer de Curley yacía de espaldas, cubierta a medias por el heno.
La calma era total en el granero, y la quietud de la tarde había alcanzado al rancho. Incluso el sonido de las herraduras y las voces de los hombres que jugaban parecían haberse vuelto más suaves. El aire del granero era crepuscular adelantándose a la marcha del día exterior. Una paloma entró volando por la puerta y luego de trazar un círculo se marchó volando. Rodeando el último pesebre se aproximó una perra ovejera, flaca y larga, con ubres pesadas, pendientes. A mitad del camino hacia el cajón donde estaban los cachorros captó el olor a muerte de la mujer de Curley, y se le erizó el pelo a lo largo del lomo. Dio un gemido, se acercó temerosa al cajón y saltó entre sus cachorros.
La mujer de Curley yacía cubierta a medias por el heno amarillo. La mezquindad y los planes, el descontento y el ansia de ser atendida habían desaparecido de su rostro. Estaba muy bella y sencilla, y su cara era dulce y joven. Sus mejillas pintadas y sus enrojecidos labios la hacían parecer viva todavía, muy levemente dormida. Los bucles, diminutos rollos, estaban tendidos sobre el heno tras la cabeza; los labios, entreabiertos.
Como a veces ocurre, en un momento dado el tiempo se detuvo y ese momento duró más que cualquier otro. Y el sonido se detuvo, y el momento se detuvo durante mucho tiempo, mucho más tiempo que un momento.
Luego, gradualmente, despertó otra vez el tiempo y prosiguió perezosamente su marcha. Los caballos golpearon los cascos del otro lado de los pesebres e hicieron sonar las cadenas de los ronzales. Fuera, las voces de los hombres se hicieron más fuertes y más claras.
Llegó la voz de Candy desde el extremo del último pesebre.
—Lennie —llamó—. ¡Eh, Lennie! ¿Estás aquí? He estado haciendo más cuentas. Te diré lo que podemos hacer, Lennie.
Apareció el viejo Candy al rodear el último pesebre.
—¡Eh, Lennie! —llamó otra vez; y entonces se detuvo, y su cuerpo se puso rígido. Frotó la tersa muñeca contra la áspera barba blanca—. No sabía que usted estuviera aquí —dijo a la mujer de Curley.
Al no obtener respuesta, se acercó más.
—No debería dormir aquí —expresó con desaprobación; y entonces llegó a su altura y…— ¡Oh, Dios! —Miró a su alrededor, azorado, y se frotó la barba. Luego saltó y salió rápidamente del granero.
Pero el granero estaba vivo ahora. Los caballos coceaban y resoplaban, masticaban la paja de sus camas, y hacían sonar las cadenas de sus ronzales. Al momento volvió Candy, pero ahora con George.
—¿Para qué me has traído aquí? —preguntó George.
Candy señaló hacia la mujer de Curley. George la miró con ojos muy abiertos.
—¿Qué le pasa? —preguntó. Se acercó más y entonces repitió las palabras de Candy—: ¡Oh, Dios! —Se puso de rodillas al lado del cuerpo tendido. Le colocó una mano sobre el corazón. Y por fin, cuando se incorporó, lenta, tiesamente, su rostro estaba duro y prieto como madera, y sus ojos estaban endurecidos.
—¿Qué le ha pasado? —inquirió Candy.
—¿No te lo imaginas? —repuso George, mirando fríamente a Candy, quien guardó silencio—. Yo debía haberlo sabido —masculló George desesperanzado—. Tal vez allí, en lo más hondo de mí mismo, lo sabía.
—¿Qué vamos a hacer ahora, George? —exclamó Candy—. ¿Qué vamos a hacer?
George tardó mucho en responder.
—Creo…, tendremos que decírselo a los… muchachos. Creo que vamos a tener que encontrarlo y encerrarlo. No podemos dejar que se escape. El pobre diablo se moriría de hambre. —Y luego trató de consolarse—. Tal vez lo encierren y sean buenos con él.
Pero Candy afirmó, excitado:
—No, tenemos que dejar que se escape. Tú no conoces a ese Curley. Curley querrá lincharlo. Curley va a hacer que lo maten.
George miró los labios de Candy. Por fin dijo:
—Sí, es cierto. Curley va a querer que lo maten. Y los demás lo van a matar. —Y volvió la mirada a la mujer de Curley.
Ahora Candy habló de su más grande temor:
—Tú y yo podemos comprar el terreno, ¿verdad, George? Tú y yo podemos ir y vivir bien allí, ¿verdad, George? ¿Verdad, George?
Antes de que George respondiera, Candy dejó caer la cabeza y miró el heno. Ya sabía la respuesta.
—Creo —murmuró George suavemente— que yo lo sabía desde el primer momento. Creo que ya sabía que jamás podríamos hacerlo. Le gustaba tanto oír hablar de eso que yo llegué a pensar que quizás lo hiciéramos.
—Entonces, ¿se acabó todo? —preguntó Candy, huraño.
George no respondió a la pregunta. Dijo, en cambio:
—Trabajaré todo el mes, cobraré mis cincuenta dólares y me pasaré la noche entera entre las mujeres de alguna casa piojosa. O me quedaré en una sala de juego hasta que todos los demás se vayan. Y entonces volveré y trabajaré otro mes, y cobraré otros cincuenta dólares.
—Es tan bueno —ponderó Candy—. Es un hombre tan bueno… No creí jamás que podría hacer una cosa así.
—Lennie no lo hizo por maldad —aseguró George, que miraba todavía a la mujer de Curley—. Muchas veces ha hecho cosas malas, pero nunca por maldad. —Se irguió y miró a Candy—. Escúchame, ahora. Tenemos que decírselo a los muchachos. Supongo que lo querrán detener. No hay más remedio. Quizás no le hagan daño. —Y luego, bruscamente, añadió—: No voy a dejar que le hagan nada. Escucha, ahora. Los muchachos pueden creer que yo estuve complicado en esto. Ahora me voy al cuarto de los peones. Tú sal dentro de un minuto y di a los muchachos lo que pasó, entonces yo vendré y haré como que no sé nada. ¿Lo harás como te he dicho? Así los muchachos no pensarán que yo he participado en esto.
—Claro, George —asintió Candy—. Claro que lo haré.
—Bien. Dame un par de minutos, entonces, y sal corriendo y di que acabas de encontrarla. Ya me voy.
George se volvió y salió rápidamente del granero. El viejo Candy lo siguió con la vista. Después miró con expresión desesperanzada a la mujer de Curley y, gradualmente, su pena y su ira cobraron vida:
—Perra maldita —exclamó rencorosamente—. Ya conseguiste lo que querías, ¿verdad? Supongo que estarás contenta. Todos sabíamos que eras la ruina. No servías para nada. Y ahora no sirves para nada, perra piojosa. —Le acometió un sollozo y se le quebró la voz—. Yo podía haber cuidado la huerta y lavado los platos para ellos. —Hizo una pausa y prosiguió en un canturreo. Y repitió, como una cantinela, las palabras consabidas—: Si llega un circo o hay un partido de pelota… podemos ir a verlo…, no hacemos más que decir «al diablo con el trabajo»… y vamos, sin más. No tenemos que pedir permiso a nadie. Y podíamos tener una vaca y gallinas… y en invierno… la cocina… y la lluvia en el techo… y nosotros allí sentados. —Se cegaron sus ojos por las lágrimas, y se volvió, y salió débilmente del granero, y al marchar se frotaba la cerdosa barba con el muñón del brazo.
Afuera se interrumpió el ruido del juego. Se alzaron voces interrogantes, hubo un estruendo de pies al correr y los hombres irrumpieron en el granero. Slim y Carlson y el joven Whit y Curley, y Crooks más atrás, para quedar fuera de la atención de los otros. Candy llegó tras ellos y el último de todos fue George. George se había puesto su chaqueta de estameña azul y la había abrochado, y su negro sombrero estaba muy hundido sobre los ojos. Los hombres corrieron en torno al último pesebre. Sus ojos encontraron a la mujer de Curley en la semioscuridad, se detuvieron todos y quedaron quietos y miraron.
Luego Slim se acercó lentamente a la mujer, y le palpó la muñeca. Un dedo flaco tocó la mejilla, y luego la mano bajó a la nuca levemente torcida y los dedos exploraron el cuello. Cuando Slim se irguió, los hombres se acercaron y el encanto quedó roto.
Curley volvió de pronto a la vida.
—Yo sé quién ha sido —exclamó—. Ese grandote maldito, ese hijo de perra fue quien la mató. Yo sé que fue él. ¿Qué otro podía haber sido si todos los demás estaban allí, jugando a las herraduras? —Su ira aumentó paulatinamente—. Pero ya se las verá conmigo. Voy a buscar la escopeta. Yo mismo lo mataré, maldito hijo de perra. Le abriré las tripas a tiros. Vamos, muchachos.
Corrió desaforadamente fuera del granero. Carlson dijo:
—Voy a buscar mi Luger. —Y también salió corriendo.
Slim se volvió lentamente hacia George.
—Creo que fue Lennie —afirmó—. Tiene el cuello roto. Lennie es capaz de hacer eso.
George no respondió, pero asintió lentamente con la cabeza. Tan metido tenía el sombrero sobre la frente, que le cubría los ojos.
—Tal vez —siguió Slim— haya sido como lo que ocurrió en Weed, como me contabas.
George volvió a asentir. Slim suspiró:
—Bueno, creo que tendremos que encontrarlo. ¿Dónde crees que habrá ido?
Pareció que George necesitaba un rato para hablar.
—Habrá… habrá ido hacia el sur. Veníamos del norte, de modo que habrá ido para el sur.
—Creo que tendremos que encontrarlo —repitió Slim.
George se acercó a él.
—¿No podríamos traerlo aquí, quizás, y encerrarlo? Está loco, Slim. Esto no lo ha hecho por maldad.
—Sí, podríamos —asintió Slim—. Si consiguiéramos inmovilizar aquí a Curley, podríamos hacerlo. Pero Curley va a querer matarlo. Curley está furioso todavía por el asunto de su mano. E imagínate que lo encierran y lo atan y lo ponen en una jaula. Eso sería peor, George.
—Ya lo sé —murmuró George—. Ya lo sé.
Carlson entró corriendo.
—Ese perro me ha robado mi Luger —gritó—. No está en la bolsa.
Curley lo seguía, y Curley llevaba una escopeta en la manó sana. Curley estaba calmado ya.
—Bueno muchachos —dijo—. El negro tiene una escopeta. Llévala tú, Carlson. Cuando lo veas, no le tengas lástima. Tírale a las tripas.
—Yo no tengo armas —saltó Whit excitado.
—Tú ves a Soledad y busca a la policía. Busca a Al Wilts, que es el jefe. Vamos ya. —Curley se volvió con expresión de sospecha hacia George—. Tú vienes con nosotros, amigo.
—Sí —consintió George—. Voy. Pero escuche, Curley. Ese pobre diablo está loco. No lo maten. No sabía lo que hacía.
—¿Que no lo matemos? —exclamó Curley—. Tiene la pistola de Carlson. Está claro que vamos a matarlo.
—Tal vez Carlson haya perdido su pistola —sugirió débilmente George.
—Esta mañana la vi —aseguró Carlson—. No, me la han robado.
Slim seguía mirando a la mujer. Por fin, se dirigió a Curley:
—Curley…, quizás sería mejor que usted se quedara con su mujer.
—No, yo voy también —repuso Curley, enrojecida la cara—. Yo mismo le volaré las tripas a ese hijo de perra, aunque sea con una sola mano. Yo mismo lo voy a matar.
—Entonces —dijo Slim volviéndose hacia Candy— quédate tú con ella, Candy. Los demás podríamos ir saliendo ya.
Todos empezaron a caminar. George se detuvo un momento junto a Candy y los dos miraron a la mujer muerta, hasta que Curley lo llamó:
—¡Tú, George! Tienes que venir con nosotros, para que nadie crea que has tenido algo que ver con esto.
George caminó lentamente tras los otros, y sus pies se arrastraban pesadamente.
Y cuando todos se hubieron alejado, Candy se puso en cuclillas sobre el heno y escrutó la cara de la mujer de Curley.
—¡Pobre diablo! —susurró dulcemente.
El ruido de los pasos de los hombres se hizo más lejano. El granero se oscurecía gradualmente y, en sus pesebres, los caballos movían las patas y hacían sonar las cadenas de los ronzales. El viejo Candy se tendió en el heno y se cubrió los ojos con un brazo.