Capítulo 5

Crooks, el peón negro, tenía su camastro en el cuarto de los arneses, un pequeño cobertizo que sobresalía de la pared del granero. A un lado del cuartito había una ventana cuadrada, con cuatro vidrios, y en el extremo opuesto una estrecha puerta, hecha con tablas, que daba al granero. El camastro de Crooks era un largo cajón lleno de paja, sobre el cual estaban extendidas sus mantas. De unas clavijas fijadas a la pared, junto a la ventana, colgaban rotos arneses en trámite de ser arreglados y tiras de cuero nuevo. Bajo la misma ventana, una banqueta para las herramientas de talabartería, curvos cuchillos y agujas y ovillos de hebra de hilo, y un pequeño remachador de mano. Asimismo colgaban de las clavijas fragmentos de arneses, un collarín roto, que mostraba el relleno de crin, una pechera partida y una cadena de tiro con su forro de cuero también roto. Crooks tenía el cajón de manzanas que le servía de estante sobre el camastro, y en él se apilaban gran variedad de frascos de remedios, para él y para los caballos. Había latas de grasa para los arneses y una sucia lata de brea con su pincel asomando por el borde. Y dispersos por el piso muchos efectos personales; porque Crooks, por vivir solo, podía dejar sus cosas sin cuidado, y por ser peón del establo y lisiado, era más fijo que los demás en el rancho y había acumulado más posesiones de las que podía transportar al hombro.

Crooks era dueño de varios pares de zapatos, unas botas de goma, un gran reloj despertador y una escopeta de un cañón. Y tenía también varios libros: un maltrecho diccionario y un estropeado y roto ejemplar del código civil de California de 1905. Había unas revistas muy gastadas y algunos libros sucios en un estante especial sobre el camastro. De un clavo en la pared, sobre la cama, pendía un par de grandes anteojos con armazón de oro.

El cuarto estaba barrido y bastante limpio, porque Crooks era un hombre orgulloso, solitario. Guardaba las distancias, y exigía que los demás también lo hicieran. Su cuerpo estaba doblado hacia la izquierda a causa de una fractura de la columna vertebral, y sus ojos se ahondaban tanto en su cara, que por esa misma profundidad parecían resplandecer intensamente. Tenía el magro rostro surcado por hondas arrugas negras, y labios finos, estirados por el dolor, más pálidos que la cara.

Era sábado por la noche. A través de la puerta que daba al granero llegaba el sonido de caballos en movimiento, de patas agitadas, de dientes mordiendo el heno, del rechinar de las cadenas de los ronzales. En el cuarto del peón, una lamparilla eléctrica derramaba una escasa luz amarillenta.

Crooks estaba sentado en su camastro. Por atrás, los faldones de la camisa salían fuera de los pantalones. En una mano sostenía un frasco de linimento, y con la otra se frotaba la espalda. De vez en cuando vertía unas gotas de linimento en su mano de palma rosada y la metía bajo la camisa para volver a frotar. Encorvaba los músculos de la espalda y se estremecía.

Silenciosamente apareció Lennie por la puerta abierta y se detuvo allí mirando hacia adentro, bloqueando casi el hueco de la puerta con sus grandes hombros. En un primer momento, Crooks no le vio, pero al levantar la vista se quedó tieso y en su rostro apareció una expresión de enojo. Su mano, oculta bajo la camisa, apareció otra vez.

Lennie sonrió con expresión desventurada en un intento de demostrar amistad.

—No tiene derecho —exclamó bruscamente Crooks— a entrar en mi habitación. Esta es mi habitación. Nadie excepto yo mismo tiene derecho a estar aquí.

Lennie tragó saliva y su sonrisa se hizo más aduladora.

—No hago nada. Sólo he venido a ver mi cachorro. Y entonces he visto luz aquí —explicó.

—Bueno, tengo derecho a encender la luz. Tiene que marcharse de mi cuarto. A mí no me dejan estar en el barracón y yo no le dejaré estar aquí.

—¿Por qué no le dejan estar allí? —preguntó Lennie.

—Porque soy negro. Allí juegan a las cartas, pero yo no puedo jugar porque soy negro. Dicen que huelo mal. Bueno, yo le digo que para mí todos ustedes tienen mal olor.

Lennie movió las grandes manos tristemente.

—Todos se han ido al pueblo —informó—. Slim y George y todos. George dice que tengo que quedarme aquí y no meterme en líos. Yo vi esta luz.

—Bueno, ¿qué quiere?

—Nada. Vi esta luz y creí que podría entrar un rato a sentarme.

Crooks miró fijamente a Lennie y estiró una mano hacia atrás; recogió los anteojos y los ajustó en las rosadas orejas, y volvió a mirar.

—No sé qué viene a hacer al pajar, de todos modos —se quejó—. Usted no tiene nada que ver con los caballos. Usted es cargador de sacos y no tiene por qué venir aquí. Nada tiene que hacer con los caballos.

—El perrito —repitió Lennie—. Vine a ver a mi perrito.

—Bueno, vaya a ver su perrito, entonces. No se meta donde no le llaman.

Lennie perdió su sonrisa. Avanzó un paso dentro de la habitación, pero luego recordó las instrucciones de George y retrocedió hasta la puerta.

—Los estuve mirando un poco. Slim dice que no debo acariciarlos demasiado.

—Bueno, pero no ha hecho más que sacarlos de la paja todo el tiempo. No sé cómo la perra no los lleva a otro sitio.

—Oh, la perra me deja. No le importa —dijo Lennie, que había entrado nuevamente en el cuarto.

Crooks frunció el ceño, pero la apaciguadora sonrisa de Lennie lo venció.

—Vamos, entre y siéntese un rato —invitó Crooks—. Ya que no quiere irse y dejarme tranquilo, puede sentarse. —Su tono era un poco más amistoso—. Todos los muchachos se fueron al pueblo, ¿eh?

—Todos menos el viejo Candy. Está ahí sentado en el cuarto grande, afilando el lápiz una y otra vez y haciendo cuentas.

Crooks se ajustó los anteojos.

—¿Cuentas? ¿Qué cuentas hace Candy?

Lennie gritó casi:

—Hace cuentas con los conejos.

—Usted está loco. Más loco que una cabra. ¿De qué conejos me está hablando?

—Los conejos que vamos a comprar; yo tengo que cuidarlos, y cortar la hierba y darles agua, y todo lo demás.

—Loco, completamente loco —repitió Crooks—. Hace bien el hombre que viaja con usted en tenerlo lejos.

Lennie repuso suavemente:

—No estoy mintiéndole. Eso es lo que vamos a hacer. Vamos a comprar una casa y un terreno y viviremos como príncipes.

Crooks se arrellanó más cómodamente en su lecho.

—Siéntese —volvió a invitar—. Siéntese ahí, en el cajón de los clavos.

Lennie se sentó encogido en el cajoncito.

—Usted cree que es mentira —dijo—. Pero no es mentira. Todo lo que digo es verdad, puede preguntárselo a George.

Crooks apoyó el oscuro mentón en la rosada palma.

—¿Usted viaja siempre con George, verdad?

—Claro. Yo y él vamos juntos a todas partes.

—A veces —prosiguió Crooks— él habla y usted no sabe de qué demonios está hablando. ¿No es cierto? —Se inclinó hacia adelante, horadando a Lennie con sus ojos profundos—. ¿No es así?

—Sí…, a veces.

—¿Habla y habla y usted no sabe de qué diablos habla?

—Sí…, a veces. Pero… no siempre.

Crooks se inclinó aún más hacia adelante sobre el borde del camastro.

—Yo no soy un negro del Sur —continuó—. Nací aquí mismo, en California. Mi padre tenía un criadero de gallinas, unas cinco hectáreas. Los niños, los blancos, iban a jugar allí conmigo, y a veces yo iba a jugar a casa de ellos; algunos eran muy buenos. A mi padre no le gustaba. Hasta mucho tiempo después no supe por qué no le gustaba. Pero ahora lo sé. —Vaciló, y cuando volvió a hablar su voz era más suave—: No había otra familia de color en muchas leguas a la redonda. Y ahora sólo hay un hombre de color en este rancho y una familia en Soledad. —Soltó una carcajada—. Si yo digo algo, no importa nada, porque no es más que un negro quien habla.

—¿Cuánto tiempo le parece —preguntó Lennie— que tardarán esos cachorros en ser bastante grandes para acariciarlos bien?

Otra vez rio Crooks de nuevo.

—Uno puede hablar con usted y estar seguro de que no repetirá nada. Dentro de un par de semanas esos cachorros ya serán grandes. George sabe lo que se hace. Habla, y usted no comprende nada. —Se inclinó hacia adelante en su excitación—. Yo no soy más que un negro, y un negro con la espalda rota. Lo que yo digo no importa, ¿entiende? De todos modos, no va a poder acordarse. Muchas veces lo he visto: un hombre habla con otro, y no le importa si este no lo oye o no lo comprende. La cuestión es hablar o, incluso, quedarse callado, sin hablar. Eso no importa, no importa nada. —Su excitación había crecido hasta tal punto que ahora se golpeaba la rodilla con la mano—. George puede decir cualquier disparate, es lo mismo. El caso es poder hablar. La cuestión es estar con otro hombre. Eso es todo.

Hizo una pausa. Después su voz se tornó suave y persuasiva.

—Suponga que George no vuelve. Suponga que se ha ido y no vuelve. ¿Qué haría usted?

La atención de Lennie se centró poco a poco en lo que había oído.

—¿Qué? —preguntó.

—Dije que se imagine que George fue esta noche al pueblo; y usted no vuelve a saber nada de él. —Crooks lo apremió saboreando esta especie de victoria privada—. Imagíneselo —repitió.

—No, no va a hacer eso —gritó Lennie—. George no haría una cosa así. Hace mucho tiempo que conozco a George. Esta noche va a volver… —Pero la duda era demasiado para él—. ¿No le parece que volverá?

El rostro de Crooks se iluminó con el placer que le producía su tortura.

—Nadie puede decir qué va a hacer otro hombre —observó con calma—. Digamos que quiere volver y no puede. Imagínese que lo matan o lo hieren, y no puede volver.

Lennie hizo un esfuerzo por comprender.

—George no va a hacer eso —repitió—. George es muy cuidadoso. No lo van a herir. Nunca se ha herido porque es muy cuidadoso.

—Bueno, pero imagine, imagine, nada más, que no vuelve. ¿Qué haría usted, entonces?

La cara de Lennie se arrugó por efecto de la aprensión.

—No sé. Oiga, ¿qué quiere? —gritó—. No es cierto. George no está herido.

Los ojos de Crooks perforaron los suyos.

—¿Quiere que le diga lo que pasará? Lo llevarán al manicomio, lo atarán del pescuezo, como a un perro.

De pronto los ojos de Lennie quedaron fijos, y quietos, y furiosos. Se incorporó y caminó con actitud amenazadora hacia Crooks.

—¿Quién hirió a George? —preguntó.

Crooks intuyó el peligro que se acercaba. Se encogió en su camastro, para no quedar enfrentado a Lennie.

—No hacía más que suponer cosas —se excusó—. George no está herido. Está bien. Volverá pronto.

Lennie estaba de pie, enorme, junto a él.

—¿Para qué habla, entonces? No voy a permitir que nadie diga que George está herido.

Crooks se quitó los lentes y se frotó los ojos con los dedos.

—Siéntese —dijo—. George no está herido.

Lennie volvió refunfuñado a su asiento en el cajón de clavos.

—Nadie va a decir que George está herido —masculló.

—Tal vez —continuó suavemente Crooks—, tal vez comprenda ahora. Usted tiene a George. Sabe que va a volver. Pero suponga que no tuviera a nadie. Suponga que no pudiera ir al cuarto de los peones a jugar a las cartas por ser negro. ¿Le gustaría? Suponga que tuviera que sentarse aquí y leer, y leer. Claro que podría jugar a las herraduras hasta el anochecer, pero después tendría que leer. Los libros no sirven. Un hombre necesita a alguien, alguien que esté cerca. Uno se vuelve loco si no tiene a nadie. No importa quién es el otro, con tal de que esté con uno. Le digo —gritó—, le digo que uno se ve tan solo que se pone enfermo.

—George va a volver —se tranquilizó Lennie con voz asustada—. Tal vez haya vuelto ya. Tal vez debería ir a ver.

—No quise asustarle —afirmó Crooks—. George va a volver. Yo hablaba por mí, solamente. Uno se sienta aquí, solo, toda la noche, leyendo unos libros, o pensando, o haciendo cualquier otra cosa. A veces se pone uno a pensar, y no tiene a nadie que le diga sí o no. Quizás, si ve algo, no sabe si está bien o mal. No puede preguntar a nadie si también ha visto lo mismo. No puede hablar. No tiene con qué comparar. Yo he visto muchas cosas aquí. Y no estaba borracho. No sé si estaba dormido. Si hubiera habido un hombre conmigo, podría decirme si estaba dormido, y todo estaría bien. Pero no lo sé.

Crooks miraba a través del cuarto, ahora, hacia la ventana.

—George no se va a ir —exclamó Lennie lastimeramente—. No me va a dejar. Yo sé que George no va a hacer eso.

El peón del establo continuó con expresión soñadora:

—Recuerdo cuando era chico, en la casa de mi padre. Tenía dos hermanos. Estaban siempre conmigo, siempre. Dormíamos en la misma habitación, en la misma cama, los tres. Teníamos un terreno con fresas. Teníamos un campo de alfalfa. En las mañanas soleadas solíamos soltar las gallinas en la alfalfa. Mis hermanos se sentaban en la alambrada para mirarlas: eran gallinas blancas.

Gradualmente la atención de Lennie volvió hacia lo que estaba oyendo.

—George dice que vamos a tener alfalfa para los conejos.

—¿Qué conejos?

—Vamos a tener conejos, y un campo plantado de fresas.

—Está loco.

—Pero es cierto. Pregúnteselo a George.

—Está loco —volvió a decir desdeñosamente Crooks—. He visto más de cien hombres venir por los caminos a trabajar en los ranchos, con sus hatillos de ropa al hombro, y esa misma idea en la cabeza. Cientos de ellos. Llegan y trabajan y se van; y cada uno de ellos tiene un terrenito en la cabeza. Y ni uno solo de esos condenados lo ha logrado jamás. Es como el cielo. Todos quieren su terrenito. He leído muchos libros aquí. Nadie llega al cielo, y nadie consigue su tierra. La tienen en la cabeza, nada más. No hacen más que hablar de eso, siempre, siempre, pero sólo lo tienen en la cabeza.

Hizo una pausa y miró hacia la puerta abierta, porque los caballos se movían inquietos y repicaban las cadenas de los ronzales. Un caballo relinchó.

—Creo que alguien anda por ahí —observó Crooks—. Quizá sea Slim. A veces Slim viene dos o tres veces por la noche. Slim es un verdadero mulero; cuida bien a sus animales.

Se puso en pie dolorosamente y avanzó hasta la puerta.

—¿Es usted, Slim? —llamó.

Le respondió la voz de Candy.

—Slim fue al pueblo. Oye, ¿has visto a Lennie?

—¿Ese grandullón?

—Sí. ¿No lo has visto por aquí?

—Está dentro —indicó brevemente Crooks. Volvió a su camastro y se tendió.

Candy apareció en el umbral rascándose el pelado muñón y mirando a ciegas el cuarto iluminado. No intentó entrar.

—Óyeme, Lennie. He estado haciendo cuentas con esos conejos.

Crooks interrumpió irritado:

—Puede entrar, si quiere.

Candy parecía incómodo.

—No sé. Claro, que si tú quieres…

—Vamos, entre. Si todo el mundo se mete aquí también puede entrar usted. —Le era difícil ocultar su placer con muestras de ira.

Candy entró, pero seguía sintiéndose incómodo.

—Es un bonito cuartito este —ponderó—. Debe de ser agradable tener un cuarto para uno solo, como este.

—Naturalmente —afirmó Crooks con ironía—. Y un montón de estiércol bajo la ventana. Claro, es muy agradable.

Lennie intervino:

—¿Qué decías de los conejos?

Candy se apoyó contra la pared, junto al collarín roto, y siguió rascándose el muñón.

—Hace muchos años que estoy aquí. Y Crooks también está aquí hace mucho. Esta es la primera vez que entro en su cuarto.

—No son muchos los hombres —dijo sombríamente Crooks— que entran en el cuarto de un hombre de color. Aquí no ha entrado nadie más que Slim. Slim y el patrón.

Candy cambió rápidamente de tema.

—Slim es el mejor mulero que he conocido.

Lennie se inclinó hacia el viejo barrendero.

—Esos conejos… —insistió.

—Ya lo tengo calculado —sonrió Candy—. Podemos ganar algo de dinero con esos conejos si sabemos hacer las cosas.

—Pero yo tengo que cuidarlos —interrumpió Lennie—. George dice que yo los voy a cuidar. Me lo prometió.

Crooks los interrumpió brutalmente.

—Ustedes no hacen más que engañarse. No hacen más que hablar y hablar, pero no van a tener nunca esa tierra. Usted va a seguir barriendo aquí hasta que lo saquen en un cajón con los pies por delante. Diablos, he visto ya a muchos como ustedes. Lennie, este, se irá del rancho y volverá al camino dentro de dos, tres semanas. Parece como si todos tuvieran un terreno en la cabeza.

Candy se frotó iracundo la mejilla.

—Bien sabe Dios qué es cierto. George dice que lo podemos hacer. Ya tenemos el dinero; lo tenemos ahora.

—¿Sí? —dijo Crooks—. Y ¿dónde está George? En el pueblo, con mujeres. Allí es donde va a dar ese dinero. Jesús, muchas veces he visto lo mismo. He visto demasiados hombres con sus tierras en la cabeza. Pero nunca llegan a poner las manos en la tierra.

—Claro que todos quieren lo mismo —exclamó Candy—. Todos quieren un terrenito, no mucho. Sólo algo que sea de uno. Un lugar en donde uno pueda vivir sin que lo echen. Yo nunca he tenido un campo. He sembrado para casi todos los dueños de tierra en este estado, pero no eran mías esas siembras y, cuando las cosechas estaban listas, yo mismo las recogía, tampoco eran mías. Pero ahora es distinto, y tienes que creernos. George no se ha llevado el dinero. El dinero está en el banco. Yo y Lennie y George. Vamos a tener un cuarto para dormir. Vamos a tener un perro, y conejos, y gallinas. Vamos a plantar maíz, y tal vez tengamos una vaca o una cabra.

Se detuvo, abrumado por su pintura.

—¿Dice que ya tienen el dinero?

—Claro que sí. Casi todo. No nos falta más que un poco. Dentro de un mes lo tendremos todo. Y George ya ha elegido el terreno, también.

Crooks dobló un brazo y se exploró la espalda con la mano.

—Nunca he visto a un tipo que lo consiguiera —aseguró—. He visto hombres que estaban casi locos de tanto desear tierra propia, pero cada vez las mujeres o los naipes se llevaban el dinero. —Vaciló un poco—. Si… si ustedes quisieran alguien que trabajara sin sueldo, sólo por casa y comida, yo podría ir a echarles una mano. No soy tan lisiado como para no poder trabajar como cualquier hijo de vecino si me da la gana.

—¿Alguno de vosotros ha visto a Curley?

Los tres giraron la cabeza hacia la puerta. Allí estaba la mujer de Curley. Tenía la cara muy arreglada. Los labios, levemente abiertos. Respiraba hondamente, como si hubiese venido corriendo.

—Curley no ha estado por aquí —contestó ásperamente Candy.

La mujer permaneció quieta en la puerta, sonriendo un poco, frotándose las uñas de una mano con el pulgar y el índice de la otra. Y sus ojos recorrieron todas las caras de una en una.

—Dejaron solamente a los que no sirven —dijo por fin—. ¿Creéis que no sé adónde han ido? Hasta Curley. Sé muy bien adónde han ido.

Lennie la miraba fascinado; pero Candy y Crooks tenían fruncido el ceño y gachas las cabezas, evitando la mirada femenina.

—Entonces, si ya lo sabe —repuso Candy—, ¿por qué viene a preguntarnos dónde está Curley?

Ella lo miró como divertida.

—Es raro —dijo—. Si encuentro a un hombre, cualquiera, y está solo, me llevo muy bien con él. Pero en cuanto dos de vosotros estáis juntos, ya no queréis ni hablar. Os enfadáis y se acabó.

Dejó caer los brazos y apoyó las manos en las caderas.

—Todos os tenéis miedo, eso es lo que pasa. Todos tenéis miedo de que los demás os hagan algo.

Al cabo de una pausa intervino Crooks:

—Tal vez debería irse a su casa en seguida. No queremos líos.

—Bueno, yo no hago nada. ¿Acaso creéis que no me gusta hablar con alguien de vez en cuando? ¿Creéis que me gusta estar siempre metida en esa casa?

Candy apoyó el muñón de su muñeca en una rodilla y lo frotó suavemente con la mano. Contestó, luego, en tono acusador:

—Usted tiene marido. No tiene por qué meterse con los demás, siempre causando complicaciones.

La mujer se encolerizó.

—Claro que tengo marido. Todos lo habéis visto. Un hombre formidable, ¿verdad? Se pasa todo el tiempo diciendo lo que va a hacer con los tipos que no le gustan; y nadie le gusta. ¿Creéis que me voy a quedar metida en esa casita y escuchar qué va a hacer Curley? Dos fintas con la izquierda, y después la derecha, esa derecha de antes, bien fuerte. «Uno-dos —dice—. El uno-dos famoso, y al suelo el tipo».

Hizo una pausa y su rostro perdió el enfado y expresó interés.

—Decidme…, ¿qué le ha pasado a Curley en la mano?

Hubo un silencio incómodo. Candy dirigió una mirada a Lennie. Luego tosió.

—Pues… Curley… metió la mano en una máquina, señora. Se rompió la mano.

La mujer los miró durante un instante y luego soltó una carcajada.

—¡Bah! ¡Cuentos! ¿Creéis que me podéis engañar? Lo que pasa es que Curley quiso hacer algo y no pudo. Con una máquina…, ¡tonterías! Si desde que se rompió la mano no ha dicho una sola vez cómo va a lanzar su uno-dos… ¿Quién le rompió la mano?

Candy repitió empecinadamente:

—Se la lastimó con una máquina.

—Bueno —dijo despreciativa la mujer—. Bueno, tápalo, si quieres. ¿Qué me importa? Os creéis que sois muy buenos. ¿Qué pensáis que soy yo, una criatura…? Os digo que podría estar trabajando en el teatro. Y no en cualquier cosa. Y un tipo me dijo que podía introducirme en el mundo del cine… —Había perdido el aliento a causa de la indignación—. Sábado por la noche. Todo el mundo fuera. ¡Todo el mundo! Y yo, ¿qué hago yo? Aquí hablando con tres pobres peones, tres momias: un negro, un imbécil y un viejo piojoso… Y tengo que conformarme porque no hay nadie más.

Lennie la miraba, semiabierta la boca. Crooks se había refugiado en la terrible dignidad protectora del negro. Pero se operó un cambio en el viejo Candy. Se incorporó de pronto y volteó hacia atrás el cajón en que estaba sentado.

—¡Basta! —vociferó enfurecido—. Usted no hace falta aquí. Ya le pedimos que se fuera. Y le digo que se equivoca cuando dice lo que somos nosotros. No tiene en esa cabeza de pájaro sesos bastantes para comprender que no somos pobres peones. Háganos echar, si quiere. Haga la prueba. Cree que nos vamos a ir por los caminos a buscar otro trabajo tan apestoso como este. No sabe que tenemos nuestro propio rancho, nuestra casa. No tenemos por qué quedarnos aquí. Tenemos una casa y gallinas y frutales y un campo cien veces más bonito que este. Y tenemos amigos; eso es lo que tenemos. Tal vez hubo un tiempo en que nos asustaba que nos echaran, pero ahora no. Tenemos nuestra propia tierra, y es nuestra, y podemos vivir en ella.

La mujer de Curley se rio de él.

—¡Qué disparate! —exclamó—. Conozco bien a los hombres como vosotros. Si tuvierais una moneda ya habríais ido a comprar alcohol, y estaríais lamiendo hasta el fondo del vaso. Os conozco bien.

El rostro de Candy había ido enrojeciendo progresivamente pero, antes de que la mujer terminara de hablar, ya había conseguido dominarse. Era dueño de la situación.

—Debía haberlo supuesto —continuó suavemente—. Tal vez sea mejor que haga revolear sus faldas por otro sitio. No tenemos nada que decirle, nada. Sabemos lo que somos y lo que tenemos, y nos importa muy poco si usted lo sabe o no. De manera que lo mejor sería que se marchara de una vez, porque tal vez no le guste a Curley que su mujer esté en el granero con unos pobres peones.

Miró la mujer de un rostro a otro, y todos estaban cerrados para ella. Y miró más detenidamente a Lennie, hasta que lo obligó a bajar los ojos, abochornado. De pronto preguntó la mujer:

—¿Cómo se lastimó así la cara?

Lennie alzó la mirada culpable:

—¿Quién…, yo?

—Sí, tú.

Lennie volvió el rostro hacia Candy en busca de auxilio, y después volvió a mirarse las rodillas.

—Una máquina le rompió la mano —aseguró.

La mujer de Curley se echó a reír.

—Está bien, Máquina. Ya hablaré después contigo. Me gustan las máquinas.

Candy intervino.

—Usted deje a este hombre en paz. No se meta con él. Voy a contarle a George todo lo que ha dicho. George no permitirá que se meta con Lennie.

—¿Quién es George? ¿Ese hombrecito que vino contigo?

Lennie sonrió con alegría.

—Eso es —contestó—. Ese es George, y me va a dejar cuidar los conejos.

—Bueno, si todo lo que quieres es eso, yo podría conseguirte también un par de conejos.

Crooks se puso de pie y se irguió frente a la mujer.

—Ya basta —cortó fríamente—. Usted no tiene derecho a entrar en el cuarto de un hombre de color. No tiene derecho a acercarse siquiera aquí. Ahora váyase, y váyase pronto. Si no, voy a pedir al patrón que no la deje entrar más en este granero.

Ella se volvió hacia el peón negro, llena de desprecio.

—Escucha, negro —dijo—. ¿Sabes lo que soy capaz de hacer si vuelves a abrir la boca?

Crooks la miró con expresión desamparada; luego se sentó en su camastro y se replegó dentro de sí mismo.

La mujer se le acercó.

—¿Sabes lo que podría hacer yo?

Crooks pareció empequeñecerse y se apretó contra la pared.

—Sí, señora.

—Bueno, guarda las distancias entonces, negro. Me sería tan fácil, tan condenadamente fácil hacerte colgar de un árbol que ya no sería ni divertido.

Crooks se había reducido a la nada. No había personalidad, no había un yo: nada que despertase gusto o disgusto. Repitió:

—Sí, señora.

Y su voz no tenía tono.

Durante unos instantes siguió ella de pie a su lado, como si esperara que se moviese para poder fustigarle otra vez; pero Crooks estaba totalmente quieto, desviados los ojos, retirado todo lo que podía ser herido. Por fin la mujer se volvió hacia los otros dos.

El viejo Candy la miraba, fascinado.

—Si llegara a hacer eso —dijo suavemente— nosotros lo contaríamos todo.

—Contad, qué diablos —exclamó la mujer—. Nadie os escucharía, y lo sabéis muy bien. Nadie os escucharía.

Candy cedió.

—No… —convino—. Nadie nos escucharía.

—Quiero que venga George —lloriqueó Lennie—. Quiero que vuelva George.

Candy se acercó a él.

—No te aflijas. Acabo de oírlos regresar. George debe de estar ya en el cuarto de peones, con todos los demás. —Se volvió hacia la mujer de Curley—. Mejor haría en irse ahora —aconsejó lentamente—. Si se va ahora, no le diremos a Curley que estuvo aquí.

Ella lo escrutó fríamente.

—No estoy muy segura de que los hayas oído volver.

—Mejor es que me crea. Si no está segura, váyase para no correr el riesgo.

Ella se volvió hacia Lennie.

—Me alegro de que hayas golpeado un poco a Curley. Se lo estaba buscando. A veces yo misma querría golpearlo.

Se deslizó por la puerta y desapareció en el oscuro granero. Y mientras atravesaba el establo repicaron las cadenas de los ronzales, y algunos caballos resoplaron y otros golpearon los cascos.

Crooks pareció salir lentamente de las capas de protección en que se había refugiado.

—¿Es cierto que oyó que volvían los muchachos? —preguntó.

—Claro que los oí.

—Bueno, yo no oí nada.

—La puerta dio un golpe hace un rato —informó Candy, y continuó—: Dios, qué poco ruido hace esa mujer para moverse. Supongo que tendrá mucha práctica.

Crooks eludió ahora todo el tema.

—Tal vez será mejor que se vayan —sugirió—. Me parece que no quiero que estén más aquí. Un hombre de color debe tener algunos derechos, aunque no le gusten.

—Esa perra —comentó Candy— no debió decirle eso.

—No es nada —murmuró apagadamente Crooks—. Ustedes hicieron que olvidara, al venir a sentarse aquí. Lo que ella dice es verdad.

Los caballos resoplaron en el establo y las cadenas repicaron, y una voz llamó:

—Lennie. Eh, Lennie. ¿Estás aquí?

—Es George —gritó Lennie. Y respondió—: Aquí, George. Aquí estoy.

Un segundo más tarde George aparecía en el umbral desde donde miró a su alrededor, con expresión de desaprobación.

—¿Qué estás haciendo en el cuarto de Crooks? No debías haber venido aquí.

Crooks asintió.

—Eso les dije, pero entraron de todos modos.

—Bueno, ¿por qué no los echó a patadas?

—No me molestaban —repuso Crooks—. Lennie es un buen tipo.

Candy reaccionó en ese momento:

—¡Ah, George! He estado haciendo cuentas y cuentas. He calculado cómo podremos ganar dinero con esos conejos.

George frunció el ceño.

—Me parece que os dije que no hablaseis de eso con nadie.

—No hablamos más que con Crooks —explicó Candy, alicaído.

—Bueno —dijo George—, ahora los dos os marcháis de aquí. Parece que no puedo dejaros solos ni un minuto, Dios mío.

Candy y Lennie se pusieron de pie y fueron hacia la puerta. Crooks llamó:

—¡Candy!

—¿Eh?

—¿Se acuerda de lo que dije? ¿Del trabajo que podía hacer yo?

—Sí. Me acuerdo.

—Bueno, olvídelo. No quise decir eso. Estaba bromeando. No me gustaría ir a un sitio así.

—Bueno, bueno, si piensa eso… Buenas noches.

Los tres hombres salieron. Al pasar por el establo, los caballos resoplaron y repicaron las cadenas de los ronzales.

Crooks se sentó en su camastro, miró por un momento hacia la puerta y luego buscó el frasco de linimento. Se levantó la camisa hasta el cuello, vertió un poco de linimento en la rosada palma y, estirando el brazo en una curva, empezó lentamente a frotarse la espalda.