Capítulo 3

La casa de los peones era un largo edificio rectangular. Por dentro, las paredes estaban blanqueadas con cal y el piso no tenía pintura. En tres paredes había pequeñas ventanas cuadradas y en la cuarta una sólida puerta con cerrojo de madera. Contra las paredes se alineaban ocho camastros, cinco de ellos hechos ya con mantas y los otros tres con sus fundas de arpillera al aire. Sobre cada camastro estaba clavado un cajón de manzanas con la abertura hacia adelante de manera que formaba dos estantes para guardar los efectos personales del ocupante de la litera. Y esos estantes se hallaban llenos de pequeños artículos, jabón y polvo de talco, navajas y esas revistas del Oeste que gustan leer los trabajadores de los ranchos, de las que se mofan y en las que creen en secreto. Y también había medicinas, frasquitos y peines; y de los clavos a los lados de los cajones colgaban unas pocas corbatas. Cerca de una de las paredes había una negra estufa de hierro fundido, cuya chimenea subía recta a través del techo. En el centro de la habitación se levantaba una gran mesa cuadrada cubierta de naipes, y a su alrededor se agrupaban cajones para que se sentaran los jugadores.

A eso de las diez de la mañana el sol atravesaba con una brillante barra cargada de polvo una de las ventanas laterales, y las moscas entraban y salían del rayo de luz como estrellas errantes.

Se alzó el cerrojo de madera. Se abrió la puerta y entró un anciano alto, cargado de hombros. Vestía ordinaria ropa azul y llevaba una gran escoba en la mano izquierda. Detrás de él entró George y, detrás de George, Lennie.

—El patrón os esperaba anoche —dijo el viejo—. Se enojó como el diablo cuando no os vio esta mañana para ir a trabajar.

Señaló con el brazo derecho, y de la manga surgió una muñeca redonda como un palo, pero sin mano.

—Podéis ocupar aquellas dos camas —agregó, indicando dos camastros cerca de la estufa.

George se acercó a un camastro y arrojó sus mantas en el saco de arpillera lleno de paja que formaba el colchón. Miró el cajón de sus estantes y sacó de dentro una latita amarilla.

—¡Eh! ¿Qué diablos es esto?

—No sé —contestó el viejo.

—Aquí dice «mata positivamente piojos, cucarachas y otros insectos». Vaya condenada clase de camas que nos dan, ¿verdad? No queremos bichitos de estos.

El viejo peón movió la escoba y la sostuvo entre el codo y el cuerpo, mientras extendía la mano para tomar la lata. Estudió cuidadosamente la etiqueta.

—Te diré qué ocurre —dijo por fin—. El último que tuvo esta cama era un herrero…, un hombre condenadamente bueno, y el tipo más limpio que se pueda conocer. Solía lavarse las manos hasta después de comer.

—Entonces, ¿cómo tenía piojos?

George iba mostrando gradualmente su ira. Lennie puso su hatillo en el camastro vecino y se sentó. Miraba a George con la boca abierta.

—Te lo explicaré —dijo el viejo—. Este herrero, un tal Whitey, era de esos que ponen veneno aun cuando no haya bichos, para estar seguros, ¿sabes? Te digo que en las comidas pelaba las patatas hervidas y les quitaba los puntitos, hasta los más pequeños, antes de comerlas. Y si le daban un huevo con una mancha roja, la quitaba. Al final se fue, a causa de la comida. Era un tipo así… muy limpio. Los domingos se vestía del todo, aunque no fuera a ninguna parte; hasta se ponía corbata, y después se quedaba sentado aquí.

—No me convence mucho —dijo George con escepticismo—. ¿Por qué dices que se fue?

El viejo puso la lata amarilla en un bolsillo y se frotó las ásperas canas de la barba con los nudillos.

—Pues… el hombre… se fue, simplemente, como todos. Dijo que era por la comida. Pero lo único que quería era irse. No dio más razones; la comida, nada más. Una noche dice «págueme», y ya está; se fue, como hacen muchos.

George levantó la arpillera del camastro y miró por debajo. Se inclinó para inspeccionar de cerca el colchón. Inmediatamente Lennie se levantó e hizo lo mismo con su cama. Por fin George pareció satisfecho. Deshizo su hatillo y puso cosas en el estante, su navaja y su barra de jabón, su peine y el frasco de píldoras, el linimento y su muñequera de cuero. Luego hizo la cama, pulcramente, con sus mantas.

—Creo que el patrón vendrá pronto —continuó el viejo—. Se enojó mucho cuando no os vio esta mañana. Se metió aquí mientras estábamos tomando el desayuno y preguntó: «¿Dónde diablos están esos peones nuevos?». Y le armó una buena al peón del establo, también.

George alisó de una palmada una arruga de la cama y se sentó.

—¿Al peón del establo? —preguntó.

—Sí, claro. Es que el peón del establo es un negro.

—¿Negro, eh?

—Sí. Un buen tipo. Tiene la espalda torcida porque un caballo lo coceó. El patrón se las hace pasar buenas cuando se enoja. Pero al peón del establo no le importa nada. Lee mucho. Tiene libros en su habitación.

—¿Qué clase de tipo es el patrón? —preguntó George.

—Bueno… Bastante bueno. Se enoja mucho a veces, pero no es malo. Te diré… ¿Sabes qué hizo para Navidad? Trae una barrica de whisky y dice: «Bebed bien, muchachos. Sólo es Navidad una vez al año».

—¡Diablos! ¿Una barrica entera?

—Sí, señor. ¡Dios, cómo nos divertimos! Aquella noche dejaron que el negro entrara aquí. Un mulero que había, un tal Smitty, se peleó con el negro. No lo hizo mal, tampoco. Los muchachos no le dejaban emplear los pies, y por eso el negro le ganó. Smitty aseguró que si le dejaban usar los pies podía matar al negro. Los muchachos dijeron que como el negro tiene la espalda rota, Smitty no podía usar los pies. —Hizo una pausa disfrutando con el recuerdo—. Después de eso, los muchachos fueron a Soledad y armaron una buena. Yo no fui. Mi cuerpo ya no aguanta.

Lennie estaba terminando de hacer su cama. El cerrojo de madera se alzó otra vez y la puerta se abrió. Un hombrecillo recio apareció por la puerta. Vestía pantalones azules de grueso algodón, camisa de franela, chaleco negro desabrochado y abrigo también negro. Tenía los pulgares metidos bajo el cinturón, uno a cada lado de una cuadrada hebilla de acero. En la cabeza llevaba un sucio Stetson pardo, y calzaba botas de tacón alto con espuelas para demostrar que no era un mero trabajador.

El viejo de la escoba lo miró rápidamente luego se dirigió, arrastrando los pies, hacia la puerta, mientras con los nudillos se frotaba las patillas.

—Acaban de llegar estos dos —afirmó, y arrastrando los pies pasó junto al patrón y salió por la puerta.

El patrón entró en la estancia con los pasos breves, rápidos, del hombre de piernas cortas.

—Escribí a Murray y Ready que necesitaba dos hombres para esta mañana. ¿Tenéis las tarjetas de empleo?

George metió la mano en el bolsillo, sacó las tarjetas y las entregó al patrón.

—Murray y Ready —prosiguió el patrón— no tienen la culpa. Aquí dicen bien claro que tenían que venir a trabajar esta mañana.

George se miró los pies.

—El conductor del autobús nos jugó una mala pasada —explicó—. Tuvimos que caminar diez millas. Dijo que ya estábamos junto al racho, y no era así. No pudimos encontrar quien nos trajera esta mañana.

El patrón entrecerró los ojos.

—Bueno, tuve que mandar las cuadrillas con dos hombres menos. De nada vale que vayáis ahora; hay que esperar la comida.

Sacó del bolsillo la libreta en que apuntaba las horas de trabajo y la abrió por donde había un lápiz metido entre las hojas. George miró significativamente, con el ceño fruncido, a Lennie y Lennie asintió con la cabeza para indicar que comprendía. El patrón humedeció con la lengua la punta de lápiz.

—¿Cómo te llamas?

—George Milton.

—¿Y tú?

—Se llama Lennie Small —dijo George.

Los nombres quedaron inscritos en la libreta.

—Vamos a ver; hoy es veinte, el veinte a mediodía… —dijo cerrando la libreta—. ¿Dónde habéis estado trabajando últimamente?

—Cerca de Weed —respondió George.

—¿Tú también? —preguntó a Lennie.

—Sí, él también —se adelantó George.

El patrón apuntó con un dedo juguetón hacia Lennie.

—¿No es muy hablador, eh?

—No, no mucho, pero la verdad es que sirve para trabajar. Fuerte como un toro.

Lennie sonrió como para sus adentros.

—Fuerte como un toro —repitió.

George le miró con enojo, y Lennie bajó la cara avergonzado de haber olvidado sus indicaciones.

El patrón exclamó inesperadamente:

—¡Eh, Small!

Lennie levantó la cabeza.

—¿Qué es lo que sabes hacer?

Lleno de pánico, Lennie miró a George para que lo ayudara.

—Sabe hacer todo lo que le digan —explicó George—. Sabe conducir bien un tronco de mulas. Puede cargar bolsas, llevar una cosechadora. Puede hacer de todo. Póngalo a prueba.

El patrón se volvió hacia George.

—Entonces ¿por qué no dejas que él me conteste? ¿Me queréis engañar, acaso?

George interrumpió con voz muy alta.

—¡Oh! No digo que sea inteligente. No lo es. Pero digo que para trabajar no hay quien le gane. Es capaz de cargar un fardo de doscientos kilos.

El patrón metió lentamente la libreta en el bolsillo. Enganchó los pulgares en el cinturón y guiñó un ojo hasta cerrarlo casi.

—Oye… ¿Qué papel juegas tú en esto?

—¿Eh?

—Digo ¿qué es lo que ganas con este tipo? ¿Le quitas el sueldo?

—No, claro que no. ¿Por qué pregunta eso?

—Bueno, nunca he visto a un hombre preocuparse tanto por otro. Me gustaría saber qué interés tienes en esto, nada más.

George repuso:

—Es… es primo mío. Le prometí a su madre que lo cuidaría. Cuando era un niño, un caballo le coceó la cabeza. Pero no tiene nada. Sólo… que no es muy listo. Pero sabe hacer todo lo que se le diga.

El patrón se volvió a medias para marcharse.

—Bueno; Dios sabe que no necesita mucho seso para cargar sacos de cebada. Pero no trates de engañarme, Milton. Me voy a fijar en todo lo que haces. ¿Por qué os fuisteis de Weed?

—Se acabó el trabajo —contestó George rápidamente.

—¿Qué trabajo era?

—Estábamos… estábamos cavando una zanja.

—Bien. Pero no trates de engañarme, porque no vas a ir a ningún lado. Ya he conocido muchos pillos. Después de comer salid con las cuadrillas de peones. Están cargando cebada junto a la trilladora. Id con la cuadrilla de Slim.

—¿Slim?

—Sí. Un mulero, alto, grande. Ya lo veréis en la comida.

Se volvió de repente y se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir se dio la vuelta otra vez y miró durante un rato a los dos hombres.

Cuando se hubo apagado el sonido de sus pasos, George se encaró con Lennie.

—Así que no ibas a decir palabra. Ibas a tener bien cerrada esa tremenda boca y me ibas a dejar hablar. Bien cerca estuvimos de perder el trabajo.

Lennie se miró desventuradamente las manazas.

—Lo olvidé, George.

—Sí, lo olvidaste. Siempre te olvidas, y yo tengo que sacarte del enredo. —Se sentó pesadamente en el camastro—. Ahora nos va a vigilar siempre. Tienes que guardarte bien de hacer disparates. Después de esto, vas a tener bien cerrada la boca.

Luego quedó en un malhumorado silencio.

—George.

—¿Qué te pasa ahora?

—Ningún caballo me coceó en la cabeza, ¿verdad, George?

—Más valdría que así hubiera sido —dijo George malvadamente—. Nos hubiéramos evitado muchos malos ratos.

—Dijiste que yo era primo tuyo, George.

—Bueno, eso es mentira. Y me alegro de que sea mentira. Si yo fuera pariente tuyo me pegaría un tiro.

Se interrumpió de pronto, se acercó a la puerta abierta y miró hacia afuera.

—Oye, ¿qué diablos estás escuchando ahí?

El anciano entró lentamente en el dormitorio. Tenía la escoba en la mano. Pegado a sus talones caminaba penosamente un perro ovejero de hocico gris y pálidos, ciegos ojos viejos. El perro renqueó hacia un extremo de la habitación y se tendió, gruñendo suavemente para sus adentros y lamiéndose la piel enmarañada, comida por la sarna. El barrendero siguió mirándolo hasta que estuvo bien acostado.

—No estaba escuchando nada. Sólo me paré en la sombra para rascar al perro. Acabo de barrer el lavadero.

—No, estabas escuchando lo que decíamos —insistió George—. No me gustan los curiosos.

El anciano, incómodo, miró a George y a Lennie, y otra vez a George.

—Acababa de llegar —explicó—. No oí nada de lo que decíais. No me interesa nada de lo que decíais. En un rancho no se escucha lo que dicen los demás, ni se hacen preguntas.

—Claro que no —dijo George, algo apaciguado—. El que lo hace no dura mucho.

Pero la defensa del barrendero lo había tranquilizado.

—Entra y siéntate un minuto —invitó—. Ese perro es más viejo que el diablo.

—Sí. Lo tengo desde que era cachorro. Cielos, era un buen ovejero cuando era joven.

Apoyó la escoba contra la pared y se frotó con los nudillos la mejilla erizada de canas.

—¿Qué te pareció el patrón? —preguntó.

—Bastante bien. Parece buen tipo.

—Es un buen tipo —convino el viejo—. Hay que saberlo llevar.

En este momento entró en el barracón de los peones un hombre joven; un hombre joven y flaco, de cara tostada, ojos pardos y la cabeza llena de apretados rizos. En la mano izquierda llevaba puesto un guante de trabajo y, como el patrón, calzaba botas de tacón alto.

—¿Habéis visto a mi padre? —preguntó.

—Estuvo aquí hace un momento, Curley —repuso el barrendero—. Fue hacia la cocina, me parece.

—Veré si lo alcanzo —dijo Curley. Sus ojos recorrieron a los dos hombres nuevos y se detuvo. Miró fríamente a George y luego a Lennie. Sus brazos se doblaron gradualmente por los codos y sus manos se cerraron en dos puños. Tensó el cuerpo y asumió una actitud casi agazapada. Sus ojos eran a la vez calculadores y belicosos. Lennie se retorció bajo esa mirada y movió nerviosamente los pies. Curley se le acercó con paso cauteloso.

—¿Sois los peones que esperaba mi padre?

—Acabamos de llegar —contestó George.

—Deja que hable el grandullón.

Lennie se encogió, incómodo, y George dijo:

—¿Y si no quiere hablar?

Curley giró el cuerpo como si hubiera recibido un latigazo.

—Por Dios, tiene que contestar cuando se le habla. ¿Para qué te metes?

—Viajamos juntos —le respondió George fríamente.

—Ah, ¿conque es así?

George estaba tenso, inmóvil.

—Sí, es así.

Lennie miraba desconsolado a George esperando instrucciones.

—¿Y no dejas hablar al grandullón, verdad?

—Puede hablar, si le quiere decir algo. —Levemente, con un movimiento de cabeza, dio permiso a Lennie.

—Acabamos de llegar —se hizo eco Lennie, suavemente.

Curley le miró con fijeza.

—Bueno. La próxima vez contesta cuando te hable.

Se volvió hacia la puerta y se marchó, un poco doblados los codos aún.

George lo observó mientras se alejaba, y luego se volvió hacia el barrendero.

—Oye, ¿qué diablos le pasa a ese tipo? Lennie no le hizo nada.

El anciano miró cautelosamente a la puerta para asegurarse de que nadie le escuchaba.

—Es el hijo del patrón —contestó quedamente—. Es bastante peleón. Ha boxeado bastante. Es peso ligero, y bastante pendenciero.

—Está bien que sea peleón —reconoció George— pero no tiene por qué meterse con Lennie. Lennie no le hizo nada. ¿Qué tenía contra Lennie?

El barrendero reflexionó un momento.

—Bueno…, te diré. Curley es como muchos otros hombres pequeños. Odia a los grandullones. No hace más que buscar las cosquillas a los grandullones. Como si se enojara con ellos porque él no es grande. Habrás conocido tipos así, ¿verdad? Siempre buscando pendencia.

—Claro —repuso George—. He visto muchos. Pero este Curley haría bien en no meterse con Lennie. Lennie no es un tipo peleador, pero ese imbécil de Curley va a sentirlo mucho si se mete con Lennie.

—Bueno, Curley es muy pendenciero —repitió escépticamente el barrendero—. Nunca me pareció justo. Supongamos que Curley se pelea con un grandullón y le da una paliza. Todo el mundo dice que Curley es muy valiente. Y supongamos que vuelve a hacer lo mismo y el grandullón le da una paliza. Entonces todo el mundo dice que el grandullón debería pelearse con alguien de su tamaño y tal vez incluso lo vapulean entre todos. Nunca me pareció bien. Es como si Curley llevara siempre las de ganar.

George estaba vigilando la puerta. Con el tono de quien formula un presagio, dijo:

—Bueno, que se guarde de Lennie. Lennie no es un boxeador, pero es fuerte y rápido y no conoce leyes.

Se acercó a la mesa cuadrada y se sentó en uno de los cajones. Recogió algunos naipes y los barajó.

El viejo se sentó en otro cajón.

—No vayas a decirle a Curley nada de esto. Me mataría. A él no le importa nada. Nunca le van a pegar, porque su padre es el patrón.

George cortó el mazo de naipes y empezó a girar las cartas mirando cada una y arrojándola después en una pila.

—Este Curley —opinó— parece un buen hijo de perra. No me gustan los hombrecitos malos.

—Me parece que últimamente se ha puesto peor —añadió el barrendero—. Se casó hace un par de semanas. Su mujer vive en la casa del patrón. Parece que Curley es más gallito desde que se casó.

—Tal vez quiere lucirse ante su mujer.

El barrendero continuó hablando, una vez encontrado el gusto a sus chismes.

—¿Viste ese guante que tenía en la mano izquierda?

—Sí, lo vi.

—Bueno, ese guante está lleno de vaselina.

—¿Vaselina? ¿Por qué?

—Bueno, te diré… Curley dice que quiere tener esa mano suave para su mujer.

George estudió las cartas como absorto en ellas.

—Es una vergüenza que ande diciendo esas cosas —sentenció.

El viejo quedó tranquilo. Había obtenido de George una afirmación despectiva. Se sintió seguro ahora, y habló con mayor confianza.

—Espera a conocer a la mujer.

George cortó una y otra vez los naipes, y extendió un solitario, lentamente, con cuidado.

—¿Bonita? —preguntó como por casualidad.

—Sí. Bonita… pero…

George estudió sus naipes.

—Pero ¿qué?

—Bueno…, anda buscando la ocasión.

—¿Sí? ¿Dos semanas de casada y anda buscando? Tal vez sea por eso que Curley está tan inquieto.

—Yo la he visto buscar a Slim. Slim es un mulero. Muy buen tipo. Slim no necesita botas de tacón alto para manejar mulas. Yo la he visto buscar a Slim. Curley no lo sabe. Y la he visto buscar a Carlson.

George fingió falta de interés.

El barrendero se incorporó de su asiento.

—¿Sabes qué creo? —George no respondió—. Bueno, creo que Curley se ha casado con una… una cualquiera.

—No es el primero —comentó George—. Muchos se han visto en la misma situación.

El anciano se movió hacia la puerta; su pobre perro levantó la cabeza y espió a su alrededor, y por fin se puso dolorosamente de pie para seguir al amo.

—Tengo que poner las palanganas para que se laven los muchachos. Las cuadrillas volverán dentro de poco. ¿Vais a cargar cebada?

—Sí.

—¿No le contarás a Curley nada de lo que te he dicho?

—No, ¡qué diablos!

—Bueno. Mírala bien, cuando la encuentres. Ya verás cómo es lo que yo digo.

El viejo atravesó el umbral hacia el sol brillante.

George tendió las cartas pensativamente, dio vueltas a los grupos de tres naipes. Puso cuatro cartas de bastos sobre el as. El cuadrado de sol alcanzaba ya el piso y a través de él zigzagueaban las moscas como chispas. Un sonido de tintineantes arneses y el crujido de ejes muy cargados llegó desde afuera. En la distancia se oyó una clara llamada.

—¡Peón de establooo! ¡Peóoooon! —Y luego—: ¿Dónde diablos está ese condenado negro?

George observó las perspectivas de su solitario; luego juntó las cartas y se volvió a Lennie. Lennie estaba tendido en su camastro, mirándole.

—¡Oye, Lennie! Eso no me gusta. Tengo miedo. Te vas a meter en un lío con ese Curley. He conocido a otros como él. Te estuvo probando. Ahora cree que le tienes miedo, y en cuanto se le presente el momento te va a dar un puñetazo.

Lennie, con el temor asomando a sus ojos, se quejó:

—No quiero líos. No le dejes que me pegue, George.

George se levantó, fue hasta el camastro de Lennie y se sentó.

—Me indignan esos tipos. He visto a muchos como él. Como bien dijo el viejo, Curley no lleva nunca las de perder. Siempre sale ganando. —Pensó un momento—. Si se mete contigo, Lennie, nos meterán en la cárcel. Puedes estar seguro. Es el hijo del patrón. Escucha, trata siempre de estar lejos de él, ¿oyes? No le hables nunca. Si se mete aquí, te vas al otro lado de la habitación. ¿Harás lo que te he dicho?

—No quiero líos —se lamentó Lennie—. Yo no le hice nada.

—Bueno, pero de nada te valdrá eso si Curley quiere hacerse el boxeador. Tienes que evitar que se meta contigo. ¿Te acordarás?

—Claro. No voy a decir ni media palabra.

Ahora era más fuerte el ruido de las cuadrillas que se acercaban: el estruendo de los grandes cascos en suelo duro, el rechinar de frenos y el tintineo de cadenas de tiro. Los hombres se llamaban unos a otros desde sus carros. George, sentado en el camastro junto a Lennie, frunció el ceño mientras pensaba. Este preguntó tímidamente:

—¿No estás enojado, George?

—No estoy enojado contigo, no. Estoy enfadado por ese perro de Curley. Esperaba que podríamos reunir un poco de dinero…, tal vez cien dólares. —Su tono se hizo incisivo—. Tienes que mantenerte siempre lejos de Curley.

—Claro que sí, George. No voy a decir nada.

—No pelees, aunque te provoque… pero… si ese hijo de perra te da un puñetazo…, contéstale.

—¿Contestarle qué, George?

—Nada. No te preocupes. Ya te lo diré. Me dan rabia los tipos como ese. Escucha, Lennie: si te metes en un lío, ¿recuerdas lo que te dije que hicieras?

Lennie se incorporó apoyado en un codo. Su cara se contorsionó por el esfuerzo de pensar.

—Si me meto en un lío, no dejarás que cuide los conejos…

—No es eso lo que digo. ¿Recuerdas dónde dormimos anoche? ¿Junto al río?

—Sí. Me acuerdo. ¡Claro que me acuerdo! Tengo que ir allí y esconderme en el matorral.

—Quédate escondido hasta que llegue yo. No dejes que nadie te vea. Ocúltate en el matorral junto al río. Ahora, repítelo.

—Me escondo en el matorral junto al río, en el matorral junto al río.

—Si te metes en un lío.

—Si me meto en un lío.

Afuera chirrió un freno de carro. La llamada se repitió:

—¡Peón de establoooo! ¡Eh! ¡Peóoooon!

George dijo:

—Repítelo en voz baja, Lennie, hasta que no lo olvides.

Los dos hombres alzaron la vista porque se había cortado el rectángulo de sol en la puerta. Estaba allí, de pie, una mujer, mirando hacia adentro. De labios llenos, pintados, y ojos muy separados, intensamente maquillados. Llevaba las uñas pintadas de rojo. El cabello le colgaba en rizos largos, como salchichas. Llevaba un vestido de diario, de algodón, y chinelas rojas en cuyo empeine lucían ramilletes de rojas plumas de avestruz.

—Estoy buscando a Curley —dijo. Su voz tenía una cualidad nasal, quebradiza.

George retiró la vista de la mujer, y luego volvió a mirarla.

—Estuvo aquí hace un minuto, pero se fue.

—¡Oh!

Puso las manos detrás de la espalda y se apoyó contra el marco de la puerta de modo que las formas de su cuerpo se insinuaron a través de la ropa.

—¿Sois esos dos peones nuevos que acaban de llegar, eh?

—Sí.

Los ojos de Lennie recorrieron el cuerpo de la mujer y, aunque ella parecía no advertirlo, se irguió un poco. Mientras se miraba las uñas, explicó:

—A veces Curley está aquí dentro.

—Bueno, pero ahora no está —interrumpió George bruscamente.

—Si no está, creo que será mejor buscarlo en otra parte —se expresó juguetona la mujer.

Lennie la miraba, fascinado. George dijo:

—Si lo veo, le diré que usted lo andaba buscando.

Sonrió ella sutilmente y dobló el cuerpo.

—Nadie se va a enfadar porque lo busquen —se le ocurrió.

Detrás de ella se escucharon unos pasos que seguían de largo. La mujer volvió la cabeza.

—Hola, Slim —saludó.

La voz de Slim llegó desde fuera.

—Hola.

—Estoy buscando a Curley, Slim.

—Sí, pero no lo busca con muchas ganas. Acabo de verlo entrando en su casa.

La mujer pareció aprensiva de pronto.

—Hasta luego, muchachos —saludó hacia el interior del barracón, y se alejó a toda prisa.

George volvió la mirada hacia Lennie.

—Jesús, qué pieza —comentó—. Así que eso es lo que buscó Curley como mujer.

—Es bonita —abogó Lennie.

—Sí, y no intenta ocultarlo. Curley va a tener trabajo. Apuesto a que ella lo dejaría plantado por veinte dólares.

Lennie seguía mirando la puerta donde había estado la mujer.

—¡Dios, qué bonita!

Sonrió admirado. George le echó una rápida mirada, y luego lo cogió por una oreja y lo sacudió.

—Oye lo que te digo, imbécil —le espetó con fuerza—. No vayas a mirar siquiera a esa perra. No me importa lo que diga o lo que haga ella. Las he conocido peligrosas, pero jamás he visto veneno como esta. Es un cebo para la cárcel. Déjala tranquila.

Lennie trató de liberar su oreja.

—Yo no hice nada, George.

—No, nada. Pero cuando estaba ahí en la puerta enseñando las piernas, tú no mirabas para otro lado, ¿eh?

—No quise hacer mal, George. De veras.

—Bueno, guárdate de ella, porque es una señal de peligro. Deja que Curley se las entienda solo. Él mismo se tragó el anzuelo. Guante lleno de vaselina —agregó George asqueado—. Y apostaría a que come huevos crudos y encarga tónicos por carta.

Lennie exclamó de pronto:

—No me gusta este lugar, George. No es un buen sitio. Quiero irme de aquí.

—Tenemos que aguantar hasta que consigamos dinero. No podemos remediarlo, Lennie. Nos iremos tan pronto como podamos. Tampoco a mí me gusta esto. —Volvió a la mesa y colocó las cartas para un nuevo solitario—. No —insistió—. No me gusta. Ahora mismo me iría. En cuanto podamos juntar apenas unos dólares, nos iremos a río Americano a recoger oro. Allí podremos ganar un par de dólares por día, y quizás encontrar un depósito de pepitas.

Lennie se inclinó ansiosamente hacia él.

—Vamos, George. Salgamos de aquí ahora. Este sitio no es bueno.

—Tenemos que quedarnos —afirmó George secamente—. Cállate ahora. Los trabajadores llegarán de un momento a otro.

Del lavadero cercano llegaba el ruido de agua y de recipientes en movimiento. George estudió sus cartas.

—Tal vez tendríamos que lavarnos —dijo—. Pero no hemos hecho nada que ensucie.

Un hombre alto apareció en el umbral. Tenía un Stetson sujeto bajo el brazo, mientras se peinaba hacia atrás el cabello largo, negro, húmedo. Como los demás, vestía pantalones téjanos y una chaqueta corta de estameña. Cuando hubo terminado de peinarse entró en la habitación y se movió con una majestad que sólo logran la realeza y los maestros artífices. Era un mulero, el primero del rancho, capaz de conducir diez, dieciséis, incluso veinte mulas con una sola rienda hasta el canal de agua. Era capaz de matar una mosca posada en el anca de la mula de varas sin tocarle la piel. Había una gravedad en sus maneras y una calma tan profunda que toda charla se interrumpía cuando él hablaba. Tan grande era su autoridad, que se aceptaba como definitiva su opinión sobre cualquier tema, fuera de política o de amor. Este era Slim, el mulero. Su cara enjuta no tenía edad. Podría contar treinta y cinco o cincuenta años. Su oído escuchaba más de lo que se le decía, y su palabra tarda tenía tonos ocultos, no de pensamiento sino de una comprensión más allá del pensamiento. Sus manos, grandes y delgadas, eran de movimientos tan delicados como los de una danzarina de templo.

Ajustó el aplastado sombrero, le hizo un surco en el medio y se lo puso. Miró bondadosamente a los dos hombres que había en el cuarto.

—Hay más luz que el diablo ahí fuera —dijo suavemente—. Apenas puedo ver ahora. ¿Vosotros sois los nuevos?

—Acabamos de llegar —contestó George.

—¿Vais a cargar cebada?

—Eso es lo que dice el patrón.

Slim se sentó en un cajón frente a la mesa, al otro lado de George. Estudió con atención el solitario, a pesar de que las cartas estaban al revés para él.

—Espero que vayáis en mi cuadrilla —continuó. Su voz era muy suave—. Tengo en la cuadrilla un par de idiotas que no distinguen un saco de cebada de una planta de cardo. ¿Habéis cargado cebada alguna vez?

—Uuuf, sí —asintió George—. Yo no puedo cacarear mucho, pero este grandullón puede cargar más sacos de cereal él solo que cualquier par de hombres.

Lennie, que había seguido la conversación de uno a otro hombre con los ojos, sonrió complacido por el halago. Slim miró con aprobación a George por haber hecho el halago. Se inclinó sobre la mesa e hizo chasquear la punta de un naipe suelto.

—¿Viajáis juntos? —Era amistoso su tono. Invitaba a la confidencia, sin exigirla.

—Claro —repuso George—. Nos cuidamos el uno del otro. —Indicó a Lennie con el pulgar—. Él no es muy inteligente. Sin embargo, trabaja como un diablo. Es un buen tipo, pero no tiene sesos. Hace tiempo que lo conozco.

Slim miró a George, a través de él, más allá de él.

—No hay muchos hombres que viajen juntos —musitó—. No sé por qué. Quizás todos tienen miedo de todos los demás en este condenado mundo.

—Es mucho mejor viajar con un amigo —opinó George.

Un hombre fuerte, de barriga prominente, entró en la casa de los peones. Todavía le chorreaba de la cabeza el agua del lavado.

—Hola, Slim —saludó; luego se detuvo y miró a George y Lennie.

—Estos dos acaban de llegar —explicó Slim a manera de presentación.

—Mucho gusto —dijo el hombre—. Carlson, para serviros.

—Yo soy George Milton. Este otro es Lennie Small.

—Mucho gusto —repitió Carlson—. Quería preguntarte, Slim…, ¿cómo está la perra? Vi que no iba con tu carro esta mañana.

—Tuvo cría anoche —informó Slim—. Nueve cachorros. Ahogué cuatro en seguida. No podría criar tantos.

—¿Quedan cinco, eh?

—Sí, cinco. Le dejé los más grandes.

—¿Qué clase de perros van a ser?

—No sé —repuso Slim—. Una especie de ovejeros, supongo. Esos eran los que más rondaban por aquí cuando la perra estaba en celo.

Carlson siguió:

—Cinco cachorros, ¿eh? ¿Te los vas a quedar?

—No sé. Tendré que dejarlos un tiempo para que mamen la leche de Lulú.

Carlson agregó pensativamente.

—Bueno, mira, Slim. He estado pensando. Ese perro de Candy está ya tan viejo que apenas puede caminar. Apesta como el diablo, además. Cada vez que entra aquí el olor permanece durante dos o tres días. ¿Por qué no convences a Candy para que mate a ese perro y le regalas a cambio uno de los cachorros para que lo críe? Ese perro apesta; puedo olerlo a una milla. No le quedan dientes, está casi ciego, no puede comer. Candy le da leche. No puede masticar.

George había estado mirando fijamente a Slim. De pronto comenzó a repicar afuera un triángulo, lento al principio y cada vez más rápido luego, hasta que el repiqueteo desapareció para ser un único sonido continuo. Cesó tan pronto como había comenzado.

—Ahí está —anunció Carlson.

Fuera hubo un estallido de voces al pasar de largo un grupo de hombres.

Slim se incorporó lentamente y con dignidad.

—Deberíais venir mientras queda algo que comer. No va a quedar nada dentro de un par de minutos.

Carlson se echó hacia atrás para dejar que Slim le precediera, y entonces los dos salieron por la puerta.

Lennie miraba a George lleno de excitación. George juntó sus naipes en un confuso montón.

—Sí, sí —dijo—. Ya lo he oído, Lennie. Le pediré uno.

—Uno blanco y pardo —exclamó Lennie.

—Vamos. Tenemos que ir a comer. No sé si tendrá uno de ese color.

Lennie no se movió de su camastro.

—Pídeselo en seguida, George, para que no mate ninguno de los que quedan.

—Claro. Vamos, ahora, ¡fuera de esa cama!

Lennie se deslizó de su camastro y se puso de pie, y los dos caminaron hacia la puerta. Cuando llegaban a ella, Curley apareció repentinamente.

—¿Habéis visto a una chica por aquí? —preguntó iracundo.

—Hace como media hora, tal vez —contestó George fríamente.

—¿Qué demonios estaba haciendo?

George permaneció quieto, vigilando al hombrecito iracundo. Por fin repuso, insultante:

—Dijo… que lo estaba buscando a usted.

Curley pareció ver por primera vez a George.

Sus ojos relampaguearon sobre él, midiendo su estatura, el alcance de sus brazos, su pecho recio.

—Bueno, ¿para dónde fue? —inquirió al fin.

—No sé —respondió George—. No la miré cuando se iba.

Curley frunció el ceño, giró en redondo y se alejó presuroso.

—Sabes, Lennie —dijo George—, tengo miedo de pelearme yo mismo con ese perro. Lo odio. ¡Jesucristo! Vamos. Ya no quedará nada para comer.

Salieron del edificio. El sol trazaba una fina línea bajo la ventana. De la distancia llegaba un ruido de platos.

Al cabo de un momento el perro viejo entró renqueando por la puerta. Miró a su alrededor con ojos dulces, semiciegos. Husmeó, luego se tendió y puso la cabeza entre las patas. Curley apareció otra vez por la puerta y echó una mirada dentro del cuarto. El perro alzó la cabeza, pero cuando Curley se alejó, la enmarañada cabeza se hundió otra vez hasta el piso.