El colagato saltó del escritorio de Mirelly-Lyra al verlos entrar. Su cara gris y blanca les miró desconfiadamente desde un sitio seguro, en la lámpara del techo.
El traje de presión de Corbell yacía en una de las sillas para visitantes. Gording y Mirelly-Lyra le observaron mientras cogía el casco y se lo ponía en la cabeza. Corbell se aclaró la garganta y dijo:
—Aquí Corbell por sí mismo llamando a Pirssa por el Estado. Adelante, Pirssa.
Nada, nada, nada.
—Ya debería estar en onda. ¡Pirssa, maldito seas, contesta!
Gording apartó el traje y se sentó en la silla. El bastón de plata seguía fijo en dirección a la anciana, pero ella parecía no darse cuenta. ¡Malicia y victoria! Aquella expresión exasperaba a Corbell.
El colagato saltó desde la lámpara dejándose caer sobre el regazo de la vieja. Aterrizó con la suavidad de un copo de nieve y allí se enroscó, con las orejas erguidas, contemplando a Corbell. Éste, tras haberse asustado al verlo caer, parecía avergonzado.
Nada, nada, n… La voz llegó muy débil, borrada en parte.
—Pirssa por el Estado, Pirssa por el Estado llamando a Jotabé Corbell. Por favor, haz una pausa de sesenta y siete segundos al transmitir, Corbell. Tengo muchas cosas que decirte.
—¡Sí, ya lo creo! ¡También yo tengo mucho que contarte! Puedo contarte casi toda la historia del sistema solar. Pero antes, dime: ¿has tomado el control del planeta Urano? Si es así, ¿qué piensas hacer con él?
Y agregó, dirigiéndose a Gording:
—Le estoy preguntando. Pronto lo sabremos.
—¿Por qué tarda tanto?
—Por la velocidad de la luz. Urano debe estar a una distancia de treinta y tres y medio segundos-luz.
Gording asintió. Se mostraba impaciente; incluso el modo en que sostenía la vara parecía negligente. Sin embargo, no perdía de vista a la vieja. Mejor así. Porque ella seguía con esa expresión.
Cuando volvió a oírse la voz de Pirssa, tenía un tono irritantemente plácido.
—Sí, estoy guiando un planeta que parece ser Urano. Estabas en lo cierto al suponer que éste es el sistema solar. Tras perder contacto contigo volé a investigar la anomalía que estaba más a mi alcance: el nuevo planeta situado entre Júpiter y Saturno. Descubrí un satélite cuyo sistema de manejo responde a…
—¡Ya sé lo del motor! La pregunta…
Se mordió los labios. La demora acabaría por volverle chiflado. Pirssa proseguía:
—… mis transmisiones. Conseguí investigar en primer lugar los programas de éxito o fracaso. De lo contrario, habría podido dañar algo. Al fin encontré en la atmósfera superior del planeta un objeto que irradiaba fuertemente rayos infrarrojos. Descubrí un enorme motor, un propulsor a fusión, cuya función consistía en mover todo el planeta. ¡Ah!, estás enterado sobre lo del motor. Bien, ya he iniciado la secuencia de frenado. En un plazo de veintidós días Urano estará en órbita a tres millones de kilómetros con respecto a la Tierra. Colocaré el mundo algo más lejos de Júpiter, para que recobre su temperatura normal.
—¡No lo hagas! —ladró Corbell, recordando con inquietud que los motivos de Pirssa siempre le habían resultado oscuros—. Escucha, la vida terrestre se ha estado adaptando a esta situación durante más de un millón de años. Si ahora la cambias, la mayor parte de la biosfera morirá, incluyendo la humanidad de esta época.
La anciana parecía ya más joven, aunque sólo se debiera a una mayor tensión de los músculos del rostro y un aspecto menos enfurruñado. Corbell apartó la vista de aquella maliciosa sonrisa gatuna. Levantó su casco y dijo en varones:
—Estábamos en lo cierto. No hay coincidencia. Pirssa me dejó aquí y fue a investigar a Urano. Va a colocarlo todo tal como estaba cuando partió de la Tierra.
Gording le miró fijamente.
—Pero el hielo… ¡El hielo cubrirá…!
—Concédeme un poco de confianza, ¿quieres?
Y bajó el casco sin esperar la respuesta de Gording. La demorada respuesta de Pirssa fue:
—No acepto órdenes tuyas, Corbell. Acepto órdenes de Mirelly-Lyra Zeelashisthar, que en otros tiempos fue ciudadana del Estado.
Podría habérselo imaginado, pero aquello le tomó por sorpresa y le hizo gritar:
—¡Grandísimo traidor!
Mirelly-Lyra echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Corbell dejó el casco sobre la mesa. Al cabo de un momento recobró la voz:
—Con razón estabas tan satisfecha. ¿Qué pasó?
Ella se divertía con ganas.
—Traté de llamar a tu piloto automático, pero no lo conseguí. A los pocos días volví a probar. Tal vez me haya ayudado el hecho de que mi intérprete usa tu voz. Pirssa y yo charlamos durante varias horas sobre el Estado, sobre el mundo y sobre ti.
Se interrumpió, pues ya llegaba la respuesta de Pirssa:
—Mi lealtad nunca vaciló, Corbell. ¿Hubo algún momento en que tú pudieras decir lo mismo?
—Así te caigas muerto —dijo Corbell al casco—. No te retires. Aquí está Mirelly-Lyra; trataremos de convencerla de que cambie tus órdenes.
Se volvió hacia Gording, explicando:
—Ella gobierna a mi piloto automático. Por tanto, gobierna a Urano. Estoy cansado.
—Debes convencerla para que no permita que esa misión se lleve a cabo. Es urgente, Corbell.
—Ya lo sé.
Corbell cerró los ojos y se recostó. Lo tenía casi ante los ojos. Mientras pudiera sobrevivir, sería joven. Vería cómo la Antártida se cubriría de glaciares, hasta que el hielo alcanzara un kilómetro de espesor. El y Mirelly-Lyra podrían contemplar la huida hacia el norte de los búfalos enanos, los desnudos osos polares, los Varones y los dikta, hasta que quedaran atrapados en las tormentas de nieve o murieran de hambre en tierras calcinadas, desnudas de vida, o por falta de la vitamina D contenida en las semillas de kathope.
Tal vez la cosa se pudiera tomar por ese lado. ¿Acaso aquella vieja recuperada querría la Tierra entera para sí, o preferiría estar acompañada? Sin embargo, había huido ya una vez de los Varones para vivir sola. ¡Hum! ¿Dónde conseguía su comida? ¿No habría algo que le fuese imprescindible?
Abrió los ojos. Gording le miraba, preocupado. Cosa extraña: también la vieja estaba preocupada por él.
—No me duele nada —dijo Gording—. Estaba acostumbrado a los dolores. A veces me quedaba sin aliento. Las articulaciones, los tendones y los músculos me dolían siempre. Corbell, lo conseguiste: somos nuevamente jóvenes.
—Sí. Me alegro.
—Ablándala por el lado de la gratitud. Yo no puedo hablar con ella. Tienes que ser tú. Puedes hacerlo. El destino del mundo está en tus manos.
—Es cuanto necesito.
Cerró otra vez los ojos por un momento, sólo por un momento… y después preguntó a Mirelly-Lyra:
—¿Cómo te sientes?
—Me siento bien. Me siento fuerte. Tal vez sólo se deba a que tengo ganas de creer en tu mentira.
—De acuerdo. Préstame atención.
Corbell colocó el casco entre los dos. Al hablar, quería también que los oídos de Pirssa le escucharan.
—El mundo está muerto y calcinado por doquier, a excepción de la Antártida. La vida que allí crece es del tipo tropical, y ha evolucionado de tal modo que ha conseguido adaptarse a seis años de día y seis de noche. Si la Antártida queda cubierta de hielo, todo volverá a morir. La población que está a cargo del gobierno está constituida por Varones…
Les había designado con el término varonés correspondiente.
—… Son niños de once años que viven eternamente. Hay una población menor de adultos destinados a la procreación. Los hombres son como Gording, o más jóvenes. Son humanos. Hay algunos cambios de menor importancia…
Comenzó a describirlos: la piel pálida, el pelo retirado hacia atrás… Mirelly-Lyra estudió a Gording con aprobación; pero era lógico que le considerara totalmente humano. La mayor diferencia, la línea del pelo, parecía natural dada su edad.
Corbell no la había impresionado todavía.
—Si pensáramos en establecer un nuevo Estado —prosiguió—, tendría que ser con los adultos, los dikta. Los Varones son muy distintos. Ahora vamos adonde quería llegar: hay una oportunidad. En este momento hay unas diez mujeres por cada hombre, pero dentro de cien años la proporción será más o menos de uno a uno.
Aquello podría ser un aspecto interesante; al parecer había captado su atención.
—Naturalmente —continuó—, tu papel no sería muy importante al principio, dado ese gran desequilibrio. Pero serías la única mujer dotada de una cabellera completa. Y la única pelirroja.
—Un momento, Corbell. ¿No dices que los Varones gobiernan a los adultos? No quiero ser esclava. ¿Y qué pasa con las Niñas?
—Las Niñas desaparecieron hace tiempo.
—¡Ahhh!
Era evidente que Mirelly-Lyra las había odiado.
—Bien. Ahora todo se reduce a Varones y dikta. Ahora que hemos conseguido la inmortalidad de los dictadores, podemos hacer que los dikta se trasladen aquí. Lo harán. Sé dónde hay un barco.
Mirelly-Lyra movía la cabeza, con el ceño fruncido. Corbell comprendió que estaba ya medio convencida: ¡entre mujeres semicalvas, su belleza gobernaría a los hombres que gobernaban a los dikta! Pero preguntó:
—¿Cuánto tiempo hace que gobiernan los Varones?
—Desde que llevaron a los dikta hasta la Antártida, como convictos fugitivos. No sé cuándo fue eso; digamos que un millón de años.
La inminente juventud puso música en la risa de la mujer.
—¿Y crees que los dikta se rebelarán ahora, así, de pronto? ¿Que las ovejas se convertirán en lobos porque les ofrecemos un soborno interesante?
Diablos, su argumento era fuerte. Corbell cambió de idioma.
—Gording, ¿crees que los dikta se rebelarán?
—Sí.
—Hasta ahora no lo han hecho nunca.
—Los peligros eran excesivos; las recompensas, pocas.
Tal vez. Corbell volvió al inglés:
—Él dice que lo harán, y yo le creo. Un momento, un momento, deja que te explique. En primer lugar, no han sido criados para la docilidad, sino para engendrar una raza de Varones mejores, y tienen el material genético para hacerlo. En segundo lugar… ¿cómo puedo explicarlo? ¿Sabes cómo se encoge un hombre cuando tiene miedo?
Ella asintió con una sonrisa. Corbell se había encogido ante ella, maldición.
—Bueno, ellos lo hacen, pero es un gesto, una formalidad. Al instante caminan bien erguidos. También los Varones intercambian esa especie de reverencia. Creo que los dikta no se han rebelado en un millón de años porque las oportunidades no estaban a su favor. Ahora lo están.
Ella, ceñuda, guardó silencio.
—¿Qué ganarías tú si Pirssa moviera la Tierra?
—Pensé que… Somos los únicos sobrevivientes del Estado, Corbell. Pensé que podríamos volver a engendrar la raza humana.
—Adán y Eva, con Eva al mando. Mirelly-Lyra, será mejor que formemos pareja con los dikta, porque, francamente, me aterrorizas. No creo que pudiera hacer nada contigo.
—¿Bajo nivel de necesidad sexual?
—Sí. Pero ¿no te gustaría gobernar a los dikta? Tienes algo a tu favor: riges el cielo. Una vez más, una muchacha rige el cielo.
Sorprendió en ella el principio de una sonrisa (Corbell olvida que puedo regir también a los hombres, sólo con mi belleza) y decidió presionar.
—Pero ahora tienes que cambiar las órdenes de Pirssa. Ya ha iniciado la secuencia de frenado. Si cambia la Tierra de lugar, será el fin del mundo.
Ella le dirigió una mirada maliciosa y altamente sugestiva:
—Tendría que hacerte esperar.
—Pirssa ya ha iniciado la secuencia de…
—Dame el casco.
—Al diablo con la secuencia de frenado. Toma. No, espera un momento.
Y se quedó con el casco en la mano, sin soltarlo:
—Corbell, ¿no es eso lo que quieres?
—Es que se me acaba de ocurrir una idea…
No la quemes. El destino del mundo está en juego. ¡Cállale!
—Déjame pensar un momento.
Cuando un hombre tiene un genio a sus órdenes le conviene tener cuidado con lo que dice. Corbell dijo:
—Está bien, Pirssa, voy a describirte lo que quiero conseguir. Tú me dirás si puedes cambiar el curso y qué efectos laterales cabe esperar. Después lo dejaremos todo en manos de Mirelly-Lyra. Quiero que el Cabo de Hornos y la región circundante tengan una temperatura quince grados inferior a la actual.
Desde la azotea del edificio contemplaron el paso de Urano. El planeta debía ser más pequeño que cuando Corbell nació. Su impulso no había sido perfectamente controlado; probablemente le había hecho perder varios megamegatones de atmósfera durante los muchos siglos de maniobras. A pesar de todo, era un gigantesco planeta gaseoso que pasaba en esos momentos a tres millones de kilómetros de la Tierra.
Fue algo tremendo. Centelleaba como una media luna cerca del horizonte, en un blanco apenas teñido de rosado, surcado y sacudido por tormentas; el lado oscura se recortaba en negro contra las estrellas. Una diminuta e intensa llama, de color blanco violáceo, se extendía a partir de esa sombra, iluminando la cara nocturna, y se expandía, enrojecida, para disiparse en el espacio.
Mirelly-Lyra dijo algo que sonó a música pura. No era de extrañar que hubiese podido mover a los hombres a su antojo. («Glorioso», dijo la voz del anciano). Su túnica blanca aparecía como una sombra pálida y sin formas en la oscuridad. Corbell se mantuvo algo apartado. Ya no era una vieja, y eso le daba más miedo aún. En verdad, la Norn gobernaba en ese momento el destino del mundo.
Corbell estaba muy inquieto esa noche. Se inclinó hacia el casco que tenía en las manos y llamó:
—Pirssa, ¿cómo marcha eso?
Aguardó la respuesta. Nada. Nada…
—Perfecto —respondió el piloto automático, tranquilo hasta la indecencia—. Resultó difícil trazar un nuevo rumbo que no se interpusiera con ningún satélite, pero lo hice. La nueva órbita terráquea será algo excéntrica. Su temperatura media descenderá aproximadamente en unos diez grados.
—Está bien así.
Corbell dejó el casco. Sentía la necesidad de llamar a Pirssa cada dos minutos. La caída de un planeta gigantesco no era algo glorioso, sino aterrorizante. Pero Mirelly-Lyra volvió a decir:
—¡Glorioso! ¡Pensar que el Estado alcanzó tal altura! Y ahora sólo quedan salvajes.
—Volveremos al espacio —observó él, con una risa demasiado estridente—. Aunque Gording no lo sabe, lo que está haciendo en Ciudad Dikta pone las bases para una explosión demográfica. Dentro de tres mil años volveremos a construir naves interestelares. Nos serán de gran utilidad, pues la Tierra estará demasiado poblada.
—No lo había pensado. Tal vez Gording, sí. ¿Crees de veras que los dikta querrán venir? Después de todo, un millón de años en esclavitud…
—Tendrán que venir —aseguró él, sabiendo que lo había pensado hasta en los más pequeños detalles—. En pocos meses el Cabo de Hornos y Ciudad Cuatro estarán en la zona templada. Las plantas que prosperaron en la Antártida crecerán bien allí, una vez transportadas. Pero en la Antártida hará más frío que lo que los Varones esperan. Tendrán que refugiarse en Sarash-Zillish durante los seis años de oscuridad. Mientras tanto, los dikta se estarán instalando aquí.
—Todo eso está muy bien, siempre que los Varones esperen. Pero tú has dicho que son muy inteligentes. Tal vez ataquen inmediatamente.
—Si tan sólo esperan unos meses, les daremos una gran sorpresa. Por entonces Pirssa estará en órbita. ¿No te lo dijo? Tiene algo que puede hacerlos volar en cuanto traten de cruzar el océano. Creerán que el ataque proviene de las Niñas e intentarán atacar los valles del Himalaya y el mar de Okhotsk. Pero si esperan un poco… Habrá lluvias, muchas lluvias, cuando la Tierra se enfríe. Tal vez desaparezca Ciudad Dikta. Los Varones creerán que los dikta perecieron ahogados.
Urano despidió una llama de color blanco violáceo. Pirssa seguía un complicado curso entre los satélites de Júpiter. La noche estaba llena de luces: Urano en su faz diurna, la diminuta llama de su lado oscuro; Júpiter, el tropel de lunas. El aire era cálido, húmedo, aromatizado con una extraña esencia. No era almizcle, no eran flores… Corbell se preguntó de dónde vendría. ¿Acaso era la temporada de celo de las ballenas, que hacían el amor mar adentro? Aquel perfume se le subía a la cabeza.
—Corbell…
—¿Qué?
—¿Y si los dikta prefieren envejecer con dignidad?
Apenas pudo distinguir en la oscuridad su traviesa sonrisa. ¿Traviesa? Era siempre la misma sonrisa malévola, desaparecidas ya las arrugas. Tal vez ya desde el principio sólo hubiera sido traviesa.
—De cualquier modo, no tendrán alternativa —respondió.
En ese momento se le ocurrió un pensamiento horrible, y se apresuró a completar la frase:
—No tendrán alternativa en lo referente a venir aquí. En cuanto a la inmortalidad, son muy libres de aceptarla.
De cualquier modo, él les había manejado a voluntad, por el bien de ellos. Acaso Pirssa dijera lo mismo con respecto a Corbell. ¡Ojalá no me haya equivocado! ¡Si dentro de cien años tienen quejas que presentar, aún estaré aquí para escucharlas!
La sombra preguntó en la oscuridad:
—¿Crees que los hombres dikta me encontrarán hermosa?
—Sí. Hermosa y exótica. Si yo gusté a las mujeres, tú gustarás a los hombres.
Ella se volvió a mirarle.
—Pero tú no me encuentras hermosa.
—Se supone que mi nivel de necesidad sex…
—¡Eso no tiene nada que ver! —estalló ella—. ¡Te acostaste con las mujeres dikta!
Él se retiró un paso.
—Ya que quieres saberlo, siempre me dieron algo de miedo las chicas bonitas. Y tú me horrorizas. En el fondo, todavía te veo con ese bastón en las manos.
—Corbell, sabes perfectamente que es posible que los dikta no sobrevivan al cambio de ritmo biológico. En Ciudad Cuatro el sol sale todos los días —observó ella, tocándole el brazo—. Pero aunque sobrevivan, tú y yo somos los últimos humanos. Si morimos sin tener hijos…
Quería apartarse de ella, pero una fuerza simultánea le impulsaba a acercarse. Acalló ambos impulsos y respondió:
—Estás corriendo mucho. Quizá en este momento alguna mujer dikta lleva un hijo mío en su seno. Así sabremos si son humanos o no. Y aunque no lo sean, se parecen bastante.
—Vamos dentro. El calor…
Cuando él señaló al llamativo intruso que surcaba el cielo, ella le tiró del brazo.
—Si cayera sobre la Tierra, ¿te gustaría estar mirando?
—Sí.
Pero recogió el casco y la siguió. Ella ya no tenía la vara. Sólo quería señalarle un planeta cuyo tamaño decuplicaba el de la Tierra.
El ascensor estaba más fresco. Aire acondicionado. Los nervios de Corbell estaban aún excitados, ya fuera por el paso de Urano o por la proximidad de la Norn… De pronto olfateó el aire y tuvo que tragarse una carcajada. Eso era lo que había olido allá, en el techo. Ella nunca había usado perfume hasta entonces.
Se había echado la capucha hacia atrás. Su pelo era exótico: largo, fino, blanco, y brotaba de una base de rojo furioso. Sólo quedaban rastros de las arrugas dejadas por la edad. Tenía pechos… exóticos, sí; altos y cónicos, deliciosamente puntiagudos bajo la túnica. Cabía preguntarse si los dikta los considerarían poderosamente sensuales o reveladores del origen animal.
El ascensor se había detenido. Las puertas se abrieron. Pero Corbell permaneció apretado contra la pared. Tampoco ella se movía. Le observó con intranquilidad, mientras él aspiraba grandes bocanadas de aire, empleando toda su fuerza para mantenerse quieto.
La deseaba. Era locura, sentía pánico.
—Perfume —dijo, y su voz fue un graznido.
—Sí —respondió ella—. Debería darte vergüenza obligarme a estas cosas. Si te complace herirme en mi amor propio, has ganado.
—¡No entiendo!
—Feromonas. Alteré mi sistema médico para crear feromonas que afectaran tu necesidad sexual. Las feromonas son señales bioquímicas.
Avanzó un paso y le puso las manos en los hombros, agregando:
—¿Crees que me gusta hacer esto…?
Bastó con su contacto. Los lazos de la túnica no estaban atados, a excepción de uno, que se desgarró en seguida. Su propio taparrabos le causó más problemas, pues las manos le temblaban demasiado; la frustración le arrancó un aullido. Tuvo que quitárselo ella. La poseyó en el piso del ascensor, rápida, violentamente. Quizá le hizo daño. Quizá deseaba hacérselo.
La cabeza le burbujeaba aún con aquel perfume. No había tenido tiempo de notar las diferencias que ella acusaba. En ese momento lo hizo. Cincuenta mil años podían provocar cambios en la raza. Mirelly-Lyra tenía los tobillos más gruesos, y su cuerpo era más macizo de lo que se consideraba la belleza ideal de 1970. Y sus ojos eran terribles, con un rasgo oblicuo que no tenía relación alguna con el oriental… Y la boca, suave boca de mujer.
La tomó otra vez. Ella no permanecía pasiva, pero tampoco lo estaba disfrutando por entero; parecía asustada de lo que ella misma había desatado.
Algo después se sintió más tranquilo. Salieron del ascensor y cayeron sobre la alfombra-nube. En aquella tercera vez fue ella quien tomó la iniciativa. Corbell trató de contenerse para dejar que ella escogiera su propia modalidad, pero cuando todo terminó las huellas de sus manos estaban marcadas en nítido blanco sobre las caderas de la mujer.
—¿Estás bien? —preguntó al final.
Ella rió. Cabalgando aún en él, le pasó las manos por el pelo.
—Soy joven —respondió—. Ya pasará.
—Usaste afrodisíacos.
—Sí. Afrodisíacos. Pirssa me sugirió lo de las feromonas.
—¿Qué? ¿Pirssa? ¡Lo voy a matar! ¡A él… y a ti! Vosotros dos me habéis usado como si yo no fuera más que un manojo de reflejos.
Sentía deseos de llorar.
—No como a un ser pensante —agregó—. Es como esa maldita vara.
—¡Olvida esa maldita vara! Tenemos que tener hijos. Somos los últimos. ¿Qué quieres de mí, Corbell?
—No lo sé. Pregúntamelo cuando vuelva a tener la cabeza clara. Quiero que Pirssa muera, quiero que muera Pierce, el supervisor. ¿Se mataría si se lo ordenaras?
—Hizo lo que debía. Tiene que reiniciar el Estado. Dime, Corbell, ¿no es esto preferible al bastón? ¿Acaso no lo es?
—De acuerdo: sí, es preferible al bastón.
—Entonces ¿qué quieres? ¿Te unirás a mí sin necesidad de feromonas? ¿Puedo decir a Pirssa que obedezca tus órdenes?
Quería (lo descubrió entonces), quería a Mirabelle. Quería el antiguo rito: la cena en un restaurante nuevo, recomendado por algún amigo, seguida de un cóctel Alexander, y la cama de dos plazas. Habían comprado una cama nueva antes de que el cáncer comenzara a desgarrarle el vientre. Y allí estaba, tendido de espaldas en la alfombra-nube de un pasillo, junto a un ascensor, con la más extraña de todas las mujeres.
—No es culpa tuya —le dijo—. Quisiera estar en mi casa.
—También yo —respondió ella—. Pero no podemos. Debemos levantar de nuevo nuestra casa.
Y ya lo estaban haciendo, pensó Corbell. Quizá incluso lo habían hecho bien.
—Ni siquiera las historias de amor son iguales —comentó—. ¡Feromonas! ¡Dios mío, qué manera de salvar el mundo! Por favor, ¿tendrías la gentileza de arreglar ese intérprete de modo que me hable con tu propia voz?
—De acuerdo. Mañana —respondió.
—Y dame el mando de Pirssa, si aprecias en algo mi cordura. Estoy harto de que maneje mi vida a su antojo.
—¿Ahora mismo?
—Mañana.
Había otra cosa que le habría gustado hacer: destrozar la vara golpeándola repetidamente contra la caja cerebral de Pirssa. Pero tal vez volviera a necesitar a Pirssa, y también la vara, cuando llegaran los Varones, si lo hacían demasiado pronto.
Se volvió para buscar su taparrabos… Pero, de pronto, cambiando de idea, volvió a acostarse junto a Mirelly-Lyra y aspiró profundamente. Urano habría pasado ya, y la Tierra iba camino a una órbita más amplia. La salvación del mundo podía esperar hasta el día siguiente.
Tal vez fuera posible utilizar el perfume de feromona con más juicio, en cantidades mucho menores…