CAPÍTULO 8
MARCANDO AL AZAR

I

La escalera se alzaba en una larga diagonal que cruzaba la fachada de vidrio. La barandilla sólo se hacía horizontal en seis descansillos; por lo demás, corría directamente hasta la sala de recepción.

Skatholtz y Krayhayft intercambiaron rápidas frases en varones. Corbell pudo captar algo de aquella conversación: Skatholtz contaba la historia tal como Corbell la había relatado; Krayhayft la comparaba con las leyendas memorizadas durante los cientos de años que llevaba vividos. Había un deje italiano en los ademanes de las manos y en la forma de escupir las sílabas, pero los dos permanecían con el rostro inexpresivo. Están asustados, pensó Corbell; las «leyendas» deben de coincidir demasiado.

Trató de ordenar sus pensamientos. Le habían entregado demasiado material para que pudiera asimilarlo de una sola vez. Las Niñas podían haber sobrevivido hasta entonces. Pirssa había descubierto manchas de vida en lugares aislados. Pero, en todo caso, habrían actuado. Resultaba increíble que Corbell hubiera regresado justo a tiempo de presenciar una venganza planeada un millón de años antes.

Tenía que escapar. Era imprescindible, más que nunca. ¿Serían capaces los Varones de deslizarse por una barandilla? Es raro que hubieran practicado alguna vez. Pero tampoco Corbell lo había hecho últimamente.

—Eran tontas —decía Krayhayft—. Debieron haber elegido varios satélites menores y dejarlos caer uno a uno.

—El tonto eres tú —saltó Corbell, para su propia sorpresa—. Habrían tardado mucho en traer a Urano de vuelta en cada oportunidad. Se habrían alterado demasiadas órbitas. ¡Se trata de un planeta diez veces más grande que el nuestro!

—Tan grande que las Niñas lo perdieron de vista —se burló Krayhayft.

Skatholtz decía:

—El movimiento de los satélites de Júpiter es muy complejo…

Y Corbell exclamaba:

—¡Míseros arrogantes…!

En un gesto indiferente, apenas disgustado, el dorso de la mano de Krayhayft le golpeó bajo la barbilla, alzándole en vilo para arrojarle sobre los escalones.

—La unidad de memoria te ha hecho ver las cosas desde el punto de vista de las Niñas —dijo.

—¿Y de quién es la culpa?

Skatholtz le ayudó a levantarse. El codo le dolía mucho, pero no parecía tener nada roto, y eso era de gran importancia en esos momentos. Sin embargo, se alegraba de no haber probado con la barandilla: dos Varones esperaban abajo, en la sala de recepción, a que descendieran los jefes. Uno de ellos era joven; Corbell le calculó dos o tres años jupiterianos. En cuanto pudo, rompió a hablar como si quisiera acabar de una vez con aquello.

—Gording sigue suelto. No ha utilizado ningún prilatsil. La hebra que se llevó era mía. Ha de haberme rozado al pasar para quitármela del cinturón. No me di cuenta.

—¿Dónde está? —preguntó Skatholtz.

—Fue hacia el Norte y hacia el Este, hasta que perdimos su rastro. Hacia el límite de Parhalding.

—Tal vez no sepa lo del… —hubo allí una palabra que Corbell no entendió—. Revisen las calles, pero no los edificios. Así no podrá tendernos ninguna trampa con el hilo. Quizá trate de llegar a Ciudad Dikta a pie. Podemos detenerle. O quizá trate de encontrar un tchiple.

Corbell tomó nota de la palabra desconocida, mientras Skatholtz proseguía:

—Buscad los tchiples que estén en buenas condiciones y destruidlos. Ahora ve a transmitir las órdenes a los otros.

El Varón más joven salió corriendo, lleno de ansiedad. ¿Qué eran los tchiples? ¿Coches-burbuja? ¿Cómo sabían los Varones que Gording no había usado las «cabinas telefónicas»?

—Tú debes desandar el camino hecho —indicó Skatholtz al otro—. Advierte a cuantos encuentres que hay un dikta suelto. Gording no debe volver a Ciudad Dikta.

De pronto giró sobre los talones y ladró:

—Nos miras fijamente, Corbell. ¿Tanto te fascinamos?

—Mucho. ¿No es posible que Gording use un prilatsil sin que vosotros lo sepáis?

—No —respondió Skatholtz, sonriendo, mientras señalaba el mapa de la pared—. Ésa es una imagen del mundo, ¿verdad? Es muy vieja, de cuando esta tierra estaba aún cubierta de hielo.

—Sí. ¿Puedo usar tu espada?

Era una bravata; quería ver qué ocurriría. Pero Skatholtz le entregó la espada. Los Varones más jóvenes se habían marchado, pero Skatholtz y Krayhayft no parecían mostrar ninguna tensión. Corbell señaló con el mango:

—Éstas son las montañas del Himalaya. Arriba, en los lugares más frescos, hay valles. Desde mi órbita vi que había manchas verdes, como de vegetación. Más hacia el Norte, en el mar de Okhotsk, están empleando energía para la industria. Tal vez sean sólo máquinas que siguen funcionando, pero…

—Podrían ser las Niñas. ¿Pero no hará allí demasiado calor para ellas? No, el polo está bastante cerca. Pero tú no crees que sea así, ¿verdad, Corbell?

—No. No tiene sentido que hayan esperado tanto. ¿Y cómo iban a construir naves espaciales?

—No sabemos cómo se construyen las naves espaciales —dijo Skatholtz, mirando por la ventana rota hacia el lugar por donde aparecería el nuevo planeta al caer las sombras—. Si Urano cae por su cuenta, no podemos hacer nada. Y si son las Niñas quienes lo guían… ¿Qué quieren hacer? ¿Volar el mundo? ¿Enfriarlo otra vez para recuperar sus tierras? Tú conocías a las Niñas, Corbell.

—Yo conocía a las mujeres dikta.

—Tal vez aún haya Niñas en el mundo. Podemos amenazarlas, ¿o no? Urano estará sobre nosotros antes de que podamos llegar a esos lugares. Krayhayft…

Corbell divisó un movimiento en la calle, a gran distancia, y le tendió la espada.

—Toma —dijo.

Skatholtz se volvió para tomar la espada. En esa posición no podía ver lo que Corbell había descubierto: un coche-burbuja venía esquivando árboles a ciento treinta kilómetros por hora y disminuía ya la marcha. Pero Krayhayft debió de notar algo en la cara del hombre, pues se lanzó a la carrera gritando:

—¡Alerta!

Skatholtz, sorprendido, miró hacia atrás.

Corbell saltó por la ventana.

Los Varones eran rápidos en reaccionar. En el momento en que Corbell pasaba por entre las astillas de vidrio, un mango de espada le pegó fuertemente en los tobillos, haciéndole perder el equilibrio. Se encogió cuanto pudo, abrazado a sus rodillas. En vez de aterrizar de cabeza, cayó de hombros entre el maíz alto. Skatholtz atravesaba ya la ventana en una graciosa zambullida de cisne. Corbell rodó sobre sí mismo, se puso en pie y echó a correr.

Krayhayft arrojó su machete, que rozó perversamente la pantorrilla de Corbell.

—¡Detente o te mato! —gritó Krayhayft. Skatholtz ladró a sus espaldas, cerca ya:

—¡No lo hagas! ¡Sabe algo!

Corbell se hundió entre el maíz. El coche-burbuja se había detenido justo frente a la entrada. Una melena blanca, con una barba blanca, asomaban por entre las quebradas enredaderas que aún le envolvían. Gording se estiró para abrir la portezuela, sujetando un palo contra el tirante. ¿Por qué?

Al diablo con todo. Corbell se lanzó hacia adelante, dio la vuelta para entrar en el vehículo.

Allí estaba Skatholtz; boquiabierto, horrorizado, se detuvo bruscamente. Corbell le dio con la puerta en las narices.

Aquel palo contra el tirante… Gording tenía la hebra tendida a través de la portezuela y la sujetaba con el palo. Bien pudo haber amputado las manos de Corbell. Al diablo también con eso.

—¡Vamos!

—No conozco los códigos.

—Oh, por…

Corbell apretó cinco veces la figura del reloj de arena tumbado. Fue lo primero que se le ocurrió, y estaba bien: los Cuarteles de la Policía Internacional de Sarash-Zillish. El coche salió disparado.

Corbell miró hacia atrás, directamente a los ojos de Skatholtz, antes de que éste se dejara caer, con toda prudencia. Había perdido la espada. Debería de haber estado en la calle, tras él, pero no era así.

La sangre manaba de las pantorrillas de Corbell e impregnaba el material esponjoso que tapizaba el interior del coche. No podía hacer nada al respecto. Ni siquiera tenía un trapo limpio para vendarse las heridas. Y le escocían.

—Enrosca la hebra a la piedra —indicó Gording—. Hazlo ahora mismo, antes de que te cortes.

Corbell obedeció. La hebra era fina como una tela de araña, difícil de encontrar. Lo hizo con prudencia. Mientras tanto, el coche giraba a derecha e izquierda, esquivando matas, árboles y montones de basura.

II

En su huida de la Norn había utilizado un coche totalmente silencioso, a excepción del silbido del viento. Sin embargo, en esa oportunidad oía un gemido grave, casi subliminal.

—¿Es muy viejo este… tchiple? ¿Estaba en buenas condiciones? No se me ocurrió preguntar.

—No sé arreglar tchiples. Deben de tener dispositivos de seguridad. Los Varones que los construyeron los querían eternos, como ellos. ¿A dónde vamos?

—A Sarash-Zillish, donde los Varones pasan la noche larga. Allí hay máquinas que tal vez podamos usar. Ahora quiero saber otra cosa: ¿habrá también Varones?

—Creo que aún no. En realidad no lo sé.

—Tendremos que correr el riesgo. ¡Dios mío!

Corbell miraba fijamente algo que podría haber representado su muerte por estupidez: el disco.

—Ni siquiera se me ocurrió. No tengo disco de crédito. ¿Cómo iba a utilizar los coches? Y tú, ¿dónde conseguiste ése?

—Las leyendas dicen que en el gobierno de las Niñas se usaban monedas nominales. Deduje que cuando la Tierra se desheló debieron enterrar a los muertos fuera de la ciudad, para fertilizar el suelo. Huí en esa dirección y cavé; estaba en lo cierto. Niñas y Varones murieron por millares cuando ellas invadieron el lugar. Encontré huesos y más huesos, todos mezclados; algunos tenían ropas, y en las ropas encontré monedas nominales. Las probé en la ranura de un tchiple. Una de ellas todavía conservaba el relieve.

Y agregó, mirando a Corbell con expresión de duda:

—¿No recordabas que ibas a necesitar una moneda nominal?

—Tenía tantas cosas en que pensar… —argumentó Corbell, ruborizado.

—¡Qué poca suerte tuve al escoger aliado!

—Tienes razón. Gracias por venir a buscarme.

—No tenía más remedio, porque cometiste otro error. Este coche se guía solo, ¿verdad?

La velocidad se había estabilizado. Estaban ya fuera de Parhalding, cruzando un interminable y ondulante trigal.

—A menos que la espada de Skatholtz… —dijo—. Sí, se maneja solo.

—En ese caso, mírame el pelo.

La melena de Gording no tenía nada de peculiar. Estaba un poco enredada, algo grasienta, pero de un blanco uniforme… cinco días después de haber sido mordido por el colagato. Gording rompió el embarazoso silencio:

—¿Qué haré? ¿Volver con los dikta? ¿Decirles que existe la inmortalidad para los dikta, pero que Corbell la ha perdido? Tenemos que hallarla, Corbell.

—No lo puedo creer. Los colagatos no… ¡No lo creo! ¡Maldición, Gording, no había ninguna inyección aparte de la mordedura de un colagato!

—Algo que comiste, bebiste o respiraste. Has de haberte sentido raro después. Descompuesto. Regocijado. Desorientado.

—Envejecer es más complicado. Hay… ¿Sabes cómo envejecemos?

Gording se acomodó en el asiento, mirando a Corbell de frente. El anciano parecía no tener la menor prisa.

—Si lo supiera todo sobre el envejecimiento, yo mismo fabricaría la inmortalidad de los dikta. Sé algunas nociones generales. En el cuerpo se acumulan sustancias como si fueran… las cenizas de una hoguera que se apaga. El cuerpo se las arregla solo con algunas de ellas. Las reúne en vertederos de basura y las despide. Algunas sustancias peligrosas pueden ser retiradas de las paredes de venas y arterias o de los tejidos del cerebro por medio de medicamentos adecuados. El polvo y el humo que se acumulan en los pulmones se pueden lavar. Sin los servicios del hospital moriríamos mucho antes. Pero algunas… cenizas… se acumulan en las partes vivientes más pequeñas del cuerpo; no hay órganos que las retiren. Imagino que algún producto químico, algún medicamento, podría convertirlas en otra sustancia que se disolviera con mayor facilidad, sin matar la…

—Sin matar la célula. No haces más que adivinar, ¿verdad? Sabemos que la inmortalidad de los dikta existe, pero no sabemos cómo actúa del modo en que lo hace. ¿Cómo la consiguen los cuerpos de los Varones?

Gording hizo un gesto negativo.

—Por ahí no vamos a ninguna parte. La inmortalidad de los dikta fue la primera. Ha de ser más primitiva, menos indirecta. Relájate, Corbell. No puede pasar nada mientras el tchiple no se detenga. Podemos descansar.

—Es que tengo ganas de darme de cabeza contra una pared. Cuando me acuerdo de la forma en que te obligué a atacarme y cómo te arrojé ese colagato a la cara, con los dientes listos…

No sabía cómo decir «perdona» en varones.

—Qué extraña es tu manera de pensar. Sabes bien lo que esperabas. Un Gording joven, fuerte, de pelo negro, que se agarrara a tus rodillas, llorara contra tu velludísimo pecho y te ofreciera sus mujeres.

Gording se echó a reír y agregó:

—Sí, creo que así piensas. Pero no son mis mujeres. Se pertenecen a sí mismas, como yo me pertenezco a mí mismo, según y conforme lo permitan los Varones. ¿Recuerdas cómo reaccionaron las mujeres cuando hablaste de un hombre para cada mujer?

—Más o menos.

—Tu modo de vida debía de ser muy extraño. ¿No sabes que a veces las mujeres no quieren a los hombres? ¿Qué hace el compañero en ese caso? ¿Pide prestada la mujer de otro?

Gording se mostraba realmente divertido, y su actitud de tranquilidad resultaba contagiosa. Corbell se recostó más en el asiento, diciendo:

—Ya lo descubrirás, si conseguimos la inmortalidad de los dikta.

Su compañero pareció sorprendido.

—Creo que tienes razón. Tendríamos que liberarnos de los Varones y criar a nuestros hijos para que fueran adultos inmortales. El número de mujeres para cada nombre se iría reduciendo paulatinamente. Pero eso llevaría siglos.

Había sonreído al agregar la última frase. La lluvia se lanzó contra ellos a través del trigo y estalló contra la parte frontal del vehículo. Corbell trató de hacerse oír por encima de aquel trueno.

—¿Nunca tratasteis de escapar?

—Enviamos exploradores. La mayor parte eran hombres de dikta de dos años que acababan de regresar de los Varones. Eran demasiado jóvenes para obrar con prudencia, naturalmente, pero con sólo afeitarse la entrepierna y la cara podían pasar por Varones. Algunos volvieron con la memoria lavada. Creo que los otros habrían vuelto también si les hubiera sido posible. Algunas mujeres partieron como exploradoras durante la noche larga. No volvió ninguna.

La lluvia tamborileaba entre el zumbido del motor. Corbell preguntó:

—¿No se les ocurrió escapar por el océano?

—Por supuesto, pero ¿cómo ocultar un barco a los Varones? Corbell, tú has estado al otro lado del mar. ¿Hay tierra allí? ¿Hay vida, o tal vez el calor es excesivo?

—Hay vida, aunque no tan abundante como aquí; además, es diferente. Sé que pueden comerse algunas cosas, porque Mirelly-Lyra me ofreció una buena variedad. Allí hacía calor, pero no tanto como para no poder vivir. Además, escucha: he visto vehículos marítimos lo bastante grandes como para albergar a toda la Ciudad Dikta. Si flotan o no, ésa es otra cuestión.

—¿Dónde están?

—En lo que antiguamente era el lecho del mar, a un día de camino de donde está ahora.

Gording se quedó pensativo.

—Tres problemas. Uno, llevar los barcos hasta el mar. Segundo, el peligro que corremos si los Varones nos sorprenden. Tercero, y el peor, ¿qué les diremos a nuestros hombres cuando crezcan? ¿Que les privamos de la inmortalidad? Si descubrimos la inmortalidad de los dikta, Corbell, podemos conseguir que los dikta huyan por mar.

—Eso es lo que me duele. Lo tenía todo pensado. ¡Brillante! Todo indicaba que eran los colagatos… Oye, ¿estarías dispuesto a dejarte morder otra vez? Tal vez sólo se trate de los colagatos machos, o de las hembras, o de los de rayas grises. Precisamente aquellos que los Varones no llevan a Ciudad Dikta.

—Desuéllame vivo, si lo crees conveniente. Hay muchas posibilidades a mi favor. Si de cuando en cuando no tuvieras razón, hace tiempo que estarías muerto.

Corbell se arrellanó más aún en el material esponjoso. El rumor de la lluvia era cómodo, hogareño, seguro. Al fin se quedó dormido.

Y en su sueño corría, corría…

III

Algo le arrojó violentamente hacia adelante. Algo suave le explotó en la cara y le lanzó hacia atrás. La presión le hizo rodar, con la cabeza sobre los talones. Trató de levantarse y descubrió que ni siquiera podía mover un dedo. Trató de gritar y se encontró con que no podía siquiera respirar.

¡Una pesadilla! Correr por los pasillos del hospital, no poder inhalar bastante aire… las cabinas de la bóveda no funcionan… Salir de la bóveda, buscar cabinas de transporte instantáneo, doblar una esquina y… ¡La Norn! Paralizado hasta el diafragma, hasta los párpados cerrados, carente del sentido del equilibrio. Trata nuevamente de gritar. ¡El bastón!

Pero el grito le hace aspirar a través… A través de aquello que le cubre la cara. Jadea; un poco de aire se va filtrando lentamente. Es algo poroso. Sí, y lo del hospital pasó hace mucho tiempo.

Las vueltas cesaron. Tuvo la sensación de estar cabeza abajo. Iba con Gording… en un coche… La presión era cada vez menor. Empujó con las dos manos y aquella cosa cedió como… un globo. Movió un brazo y encontró la puerta y el pasador. La abrió trabajosamente, luchando contra el poroso globo; se deslizó de lado y acabó cayendo de cabeza.

El coche estaba volcado en el trigo húmedo. Al rodar sobre sí había abierto un sendero perfectamente nítido. Gording estaba en la parte trasera, observando una espada rota que había sido clavada bajo una cubierta hermética.

—Sabía que teníamos dispositivos de seguridad —dijo alegremente.

El alivio hizo que Corbell hablara balbuceando:

—Últimamente me he escapado demasiadas veces por los pelos, y estoy mezclando todos los recuerdos. ¡Dios mío, qué pesadilla! Por un momento me pareció que estaba huyendo de Mirelly-Lyra.

—Te asusta de veras esa vieja dikta.

—Más que los Varones. Me hizo pasar momentos espeluznantes. La ciudad estaba llena de prilatsil, ¿entiendes?, y no podía saber dónde aparecería ella ni dónde aparecería yo. Lo único que me quedaba por hacer era buscar un prilatsil y marcar al azar, una y otra vez. A veces ni siquiera funcionaban. Y, mientras tanto, ella venía rastreando el casco de mi traje de presión. Es probable que aún lo tenga. Al menos… espero que así sea…

—¿Qué importancia tiene?

—Te lo diré en el camino.

Corbell hizo una pausa. Después murmuró:

—Por un momento hubo…

—¿Algo?

—Algo se conectó en mi cerebro primitivo, pero desapareció al instante. No importa; ya volverá.

Corbell echó una mirada a lo largo del camino abierto en el trigo y señaló en esa dirección.

—Sarash-Zillish queda hacia allá. Ojalá supiera a qué distancia. Cuando lleguemos a la selva, estaremos cerca.

Por el momento sólo se veían espigas ondulantes. Gording recuperó cuidadosamente la espada rota de Skatholtz. Buscó la roca a la cual había atado el hilo y, con otra más, reconstruyó su arma. Los globos de seguridad del tchiple estaban casi desinflados. El dikta palpó el interior del vehículo hasta localizar el disco de plástico.

El Sol era un fiero platillo volante que se ponía entre las nubes. Iniciaron la marcha entre el trigo húmedo mientras Corbell comenzaba a contar cómo habían perdido las Niñas aquella luna.

Hacia la mañana encontraron un arroyo. Júpiter les había iluminado el camino con rayos anaranjados horizontales que daban a la tierra un brillo desacostumbrado. Corbell se metió en el agua antes de verla. El arroyo era superficial y perezoso; en él crecían plantas acuáticas, probablemente formas imitantes del trigo o el arroz.

Corbell se arrodilló para beber y se frotó las pantorrillas para lavar la sangre seca. Cuando levantó la cabeza, Gording sostenía un pez que vibraba entre sus manos.

—¡Gording, qué rápido eres!

—Será nuestra cena —dijo, comenzando a limpiar el pescado.

—¿Podremos encender fuego?

—No, no debemos dejarnos ver. No hay remedio. Ni siquiera de lejos podemos pasar por Varones. Lo comeremos crudo.

—No, gracias.

—Como quieras.

Aquel punto de luz estable no había aumentado su brillo. Era extraño que hubiera llegado tan pronto. Pero Urano había estado acercándose a Júpiter en la extraña órbita que le impusieran las Niñas, cuando el Don Juan llegó al sistema solar. Corbell transmitió sus ideas a Gording; éste meneó la cabeza.

—No he hecho los cálculos, pero creo que las órbitas de Júpiter y de Urano se van a cruzar eternamente si lo dejaron libre después de dejar caer a Ganímedes. Pero ¿por qué lo dejaron en libertad? Debieron tratar de hacerlo volver para corregir el error.

—Tal vez se enteraron de que había una guerra y volvieron en las naves a la Tierra para bombardear a los Varones desde la órbita. Jamás llegaron.

Gording se había comido todo el pescado, con la sola excepción de las espinas.

—Es difícil que las Niñas esperaran tu retorno para tomar venganza —dijo—. Y es difícil que Urano, moviéndose libremente, se cruce con la Tierra precisamente cuando tú vuelves. Creo que tu explicación es correcta, Corbell. Debemos ir a Ciudad Cuatro y buscar a la vieja dikta que tiene el casco de tu traje a presión. De lo contrario, veremos el fin del mundo.

—Tenía miedo de oírtelo decir. Está bien. En Sarash-Zillish hay un tchiple que funciona. En él vine desde el Cabo de Hornos. Ojalá supiera el código para volver, pero no lo sé.

—¿Y si marcamos al azar?

—Tal vez. Primero me gustaría probar con el sistema subterráneo. Allí hay mapas.

Y agregó, levantándose:

—Vamos.

Con el alba les llegó un rugido que les heló hasta la médula. Corbell giró bruscamente la cabeza y se encontró frente a un león enano que le miraba desde una ligera prominencia del terreno, a diez metros de distancia, rugiendo desafiante. La espada rota de Skatholtz golpeó contra su palma.

—¡Ataca! —gritó Gording, cargando contra aquella bestia, del tamaño de un gran perro.

Corbell se lanzó tras él. El león pareció desconcertado, pero en seguida se decidió y corrió hacia Gording. Éste se apartó en una especie de danza. El león se volvió directamente hacia Corbell, que volcó todo su peso tras la espada, apoyándose en ella para clavarla entre las costillas del león. La fiera rugió, arrojándole un zarpazo que no dio en el blanco: una de las patas delanteras había desaparecido misteriosamente. Gording repitió su triquiñuela. La otra pata desapareció también.

—¡Ahora corre! —gritó Gording.

Corrieron en dirección a Sarash-Zillish. En el aire limpio se divisaba ya la azulada línea de los primeros árboles.

—El león macho… —jadeó Gording— lleva la presa… hacia la hembra.

Corbell miró hacia atrás. Algo del color del trigo brincaba entre las espigas. Echó una mirada a su compañero y observó:

—Te… agotarás. Tendremos… que pelear.

Los dos se detuvieron, jadeando. La cautela de la leona les dio tiempo a recuperar el aliento. Cuando el animal apareció entre las espigas les encontró allí, como dos estatuas de atletas, separados por una distancia de dos metros y medio. Rugió, pero ellos no parpadearon. Lo pensó mejor. Volvió a rugir. Corbell permaneció inmóvil, confiado y feliz.

La hembra se retiró. Por dos veces volvió la vista, pero reconsideró las cosas y optó por marcharse.

Corbell reanudó la marcha con una sonrisa idiota dibujada en su rostro. No podía evitarlo; se reproducía cada vez que relajaba su faz. De contar con un compañero normal hubiera estado vanagloriándose sin piedad, pero Gording, evidentemente, consideraba cerrado el incidente. Ni siquiera demostraba respeto ante la eficiencia de Corbell, lo que no dejaba de ser halagador. Al fin éste dijo:

—Si fueran leones de veras nos habrían hecho pedazos. ¿Por qué hay tantas versiones enanas de animales grandes?

—¿Las hay?

—Sí: leones, elefantes, búfalos. Seguramente hubo como diez mil años jupiterianos de hambre antes de que el suelo se volviera fértil. Los animales grandes debieron de sufrirla más, o tal vez murieron de agotamiento por calor: demasiado volumen y poca superficie.

—Te creo. Cuando te miro veo una especie distinta de dikta. Nosotros hemos tenido tiempo de adaptarnos a la luz rojiza, a las noches largas, a los días largos. Si Urano amplía ahora la órbita del mundo, todo se perderá.

—Lo sé.

—¿Estás listo para enfrentarte a Mirelly-Lyra?

—Sí.

Corbell se estremeció, aunque la mañana no era demasiado fría. Pronto iba a refrescar más. Trató de imaginar seis años de noche… y vio a Mirelly-Lyra acechándole en la oscuridad.

—Sería bonito —dijo— descubrir la inmortalidad de los dikta antes de encontrarnos con ella. Esa mujer haría cualquier cosa por conseguirla.

—Si alguna vez la descubrimos, quiero ser el primero en probar.

—Tiene que existir en grandes cantidades —respondió Corbell, riendo—. De lo contrario, la habrían tenido… custodiada.

—¿Por qué vacilaste?

—Custodiada. La bóveda del hospital de Sarash-Zillish no estaba custodiada. ¿Es que los Varones se sentían muy seguros de que los dikta no podrían llegar hasta allí? Parecía una bóveda como cualquier otra, pero faltaban el sistema de custodia, la puerta de la caja fuerte, el prilatsil sin salida y las cabinas de vidrio a la altura del techo.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué importaba que uno, dos o tres dikta encontraran la inmortalidad? La cámara custodiada de Ciudad Cuatro estaba protegida de los dikta por los dikta que la poseían. Por lo menos eso es lo que descubriste.

—Me equivoqué. La Ciudad Cuatro era antigua, pero no tanto como Parhalding. Más bien como Sarash-Zillish. Creo que Ciudad Cuatro fue construida por los Varones.

Los árboles estaban más cerca. Eran frutales, y Corbell estaba hambriento. Pero apartó esa idea. Estaba al borde de un gran descubrimiento…

Cenizas de una hoguera que se apaga. La mayor parte sale con las heces y la orina, pero no todo; la urea puede acumularse en las articulaciones y provocar la gota. El colesterol se acumula en las venas y en las arterias. Pero aun cuando todo eso ha sido eliminado, sigue habiendo moléculas inertes que se acumulan en la célula misma. Imagina el milagro que pueda quitarlo. Y ahora dime cómo es.

—¡No había nada que guardar!

—No entien…

—En Sarash-Zillish no había nada que custodiar. Lo entendí todo al revés. ¡Iuuuujuuu! ¡Lo descubrí! ¡La inmortalidad de los dikta!

Gording retrocedió un paso.

—Ya otra vez dijiste que lo habías descubierto. ¿Qué bestia feroz tendrá que morderme ahora?

—No te lo diré. Ya me pasé de listo la otra vez. No volverá a ocurrirme. Vamos.

Los árboles estaban cerca y Corbell tenía hambre.

IV

Corbell caminaba en solitario por las calles de Sarash-Zillish. Le escocía la cara, la coronilla, el pecho. Trataba de no sentir la acidez de estómago. ¿Cómo caminan los solitarios? Sólo había visto uno de cerca. Aquél estaba seguro de que le darían la bienvenida; su paso era elástico y confiado, muy propio de un Varón. Corbell trató de caminar así, con paso elástico y confiado.

Las ventanas de Sarash-Zillish estaban a oscuras. Las calles, vacías y silenciosas. Toda aquella pantomima podía resultar innecesaria.

Se habían llenado el estómago de fruta en los bosques que rodeaban Sarash-Zillish. Allí, Corbell se había afeitado la cara, el pecho y diez centímetros de cráneo en torno a un mechón frontal, utilizando la espada rota. Gording se había cortado la cabellera blanca y se había afeitado, aunque no le iba a servir de mucho; había Varones albinos de pelo blanco, pero ninguno se movía como si le dolieran las articulaciones.

Varios Varones salieron de lo que parecía ser un supermercado; iban riendo y bromeando. Corbell dobló una esquina para no encontrarse con ellos, tal como lo habría hecho un solitario. A cierta distancia podía pasar por uno de ellos. De cerca, no había la menor posibilidad. Al diablo con la inmortalidad de los dikta: Él no tenía doce años. Le hubiera gustado que Gording estuviera a su lado, pero eso habría sido el desastre: en ese caso, dos era el número fatal.

En aquel lugar se espesaba la maraña que bloqueaba la calle. Corbell se metió en ella. Las enmarañadas enredaderas se elevaban casi verticalmente hasta una pared. Corbell caminó a lo largo de ella.

La pared presentaba una ligera curva hacia dentro. Tal vez formaba un círculo o una elipse. Había una grieta cerca de la cual la maleza se espesaba y crecía a mayor altura, como si el parque se filtrara por la abertura. Corbell pasó junto a ella y prosiguió la marcha. Había ruidos silvestres: ramas de árbol agitadas por la brisa, silbar de pequeños pájaros, un súbito graznido, seguido por una carcajada que hizo saltar a Corbell. ¡Varones! Había Varones al otro lado de la pared. Y ésta acababa un poco más allá.

Al otro lado de la abertura, un adorno de Navidad, de tres metros y medio, flotaba por encima de las enredaderas, que llegaban hasta las rodillas de Corbell. Éste pensó un momento. Después, a la vista del automóvil, comenzó a buscar una rama recta. La mayor parte de los arbustos no le servían, pero encontró uno que podría utilizar, aunque era algo corto. Dio hachazos en su base con la espada rota hasta que logró desprenderlo. Después se sentó, cruzado de piernas…

¿Por qué se entretenía Gording?

Gording venía muy atrás, siguiéndole. Si alguien les observaba, serían sólo dos solitarios que, por casualidad, avanzaban en la misma dirección, que, por otra parte, era muy lógica: hacia el parque.

Sentado en el suelo, Corbell sacó la hoja de la empuñadura rota y empezó a descortezar la rama. Cuando los Varones se acercaron por entre la maleza, a través de lo que había sido un portón del parque, apenas levantó la vista. Dos, cinco, diez Varones con un gigantesco pavo colgando de una vara. ¿A dónde iban con eso? ¿A alguna cocina del edificio más próximo? Oyó una voz más alta, seguida por una pausa; juzgó que le habían llamado y levantó la vista. Por un momento sostuvo la mirada de un Varón sonriente; en seguida volvió deliberadamente a su trabajo. ¿No veían acaso que estaba solo? Los solitarios eran muy capaces de tomar la iniciativa, siempre y cuando tuvieran ganas.

La nueva empuñadura iba tomando una linda forma. Probó su extremidad en la hoja. Demasiado grande. Tendría que hacerla algo más pequeña, tallar una ranura y meterla dentro. El susurro provocado por el paso de los Varones disminuyó, alejándose a lo largo de la calle; sin embargo, dos voces quedas e intrigadas hablaban a muy poca distancia. Echó una mirada furtiva.

Estaban muy cerca y le miraban mientras conversaban. El coche estaba… ¡Gording estaba agachado detrás del coche!

¿Cómo había llegado hasta allí? Corbell no había oído el menor ruido. Probablemente había visto desde lejos el vehículo y había pasado por encima del muro para llegar hasta allí por el parque. Allí estaba, inmóvil, pero a todas luces culpable para quien le viera.

El muchacho alto, de melena negra y esponjosa, volvió a llamar a Corbell:

—Te pido mil disculpas por la interrupción. ¿Podemos ver tu trabajo?

Corbell estiró las piernas y se levantó con lentitud. Rápidamente dio un brinco hacia el coche.

La portezuela estaba abierta, tal como él la había dejado. Sólo eso evitó que los Varones le detuvieran. Gording se había adelantado, entrando por la otra puerta. Corbell cerró la suya de un golpe y se aferró de la manivela, echándose hacia atrás para mantenerla cerrada, mientras Gording manoseaba el tablero.

El Varón de pelo negro corrió al lado del coche, tironeando de la puerta por más tiempo del que Corbell habría creído posible. Al fin se quedó atrás.

—Cuatro de cualquier cosa, dijiste —observó Gording—. Apreté ése.

Eran las comas cruzadas.

—No sé a dónde nos llevará. Veamos si es posible cambiar el rumbo.

Corbell apretó cuatro veces la pi torcida, diciendo:

—Ni siquiera sé si hay terminal de subterráneo en esta zona. No he visto ningún cubo gigantesco. En todas las demás ciudades había un cubo gigantesco.

—Tranquilo, Corbell. Si no encontramos el subterráneo, al menos tenemos un tchiple. Marca al azar.

—Perdí mi espada.

—Yo todavía tengo la hebra.

—No era eso lo que quería decir. Pensé que la estaba arreglando bien, pero por la forma en que reaccionaron esos Varones debo de haber hecho algún desastre. Pero no importa.

En la alocada fuga por la ciudad vieron sólo a un Varón: un solitario flaco y desarrapado que escalaba tres pisos en las ruinas de un edificio situado hacia el centro de la ciudad. Al pasar el tchiple, sus ojos hundidos sostuvieron la mirada de Corbell hasta que el vehículo se desvió por la calle transversal.

La noche larga estaba aún a un año de la Vieja Tierra. Bien podía ser que aquel solitario y las dos bandas que merodeaban por el parque fueran la población total de Sarash-Zillish. Sería bueno creerlo; bueno y estúpido. Sarash-Zillish tenía que figurar en ese sistema de cabinas a corta distancia. Era demasiado importante como para no figurar. Corbell dijo:

—Tal vez algunos miembros de la tribu de Krayhayft hayan llegado aquí antes que nosotros.

—No saben a dónde íbamos, ¿verdad?

—No saben que queremos llegar al Cabo de Hornos, pero no me gusta subestimarlos.

El coche redujo la marcha y se detuvo, aplastando la maleza. Mientras salían, Gording preguntó:

—¿Dónde estamos?

La escasa hierba de la calle se espesó hasta convertirse en jungla mientras trepaban la cuesta de la derecha. Corbell saltó al techo redondeado del tchiple. Los cítricos formaban un bosquecillo extrañamente plano y rectangular. Algunos árboles parecían muy viejos.

—No lo sé.

—Pero ¿por qué nos trajo el tchiple hasta aquí? ¿Dónde está el subterráneo?

—Debería estar aquí, erguido ante nosotros. En todas las ciudades que he visto, el edificio de subterráneos era un cubo enorme.

Gording trepó también al techo, juntos observaron el rectángulo de selva.

—Pero los subterráneos están bajo tierra —observó Gording—. ¿Qué necesidad hay de que sean tan altos?

—No sé lo que hay en los pisos superiores. Tal vez oficinas públicas.

O pisos para alquilar. No sabía la forma de decirlo en varones.

—Tal vez construyeron el subterráneo, pero no el edificio.

La extensión de selva era casi tan amplia como los cubos de Ciudad Uno y Ciudad Cuatro.

—Podría ser —dijo Corbell—. Y, en cambio, construyeron un parque. Después sobrevino el deshielo y todo se cubrió de polvo.

Pero ¿dónde habrían colocado las entradas? ¿Escaleras mecánicas en el centro? No, allí los árboles crecían más tupidos aún.

Allí donde el suelo se elevaba desde el nivel de la calle, en mitad de la cuesta, había una depresión; el agua se había acumulado en ella formando un estanque pequeño y sucio, salpicado de hierbas. Corbell pronunció unas pocas palabras en voz muy baja.

—No lo entiendo —dijo Gording.

Corbell señaló el charco.

—Bajo las hierbas, el agua, la basura y el barro, allí deben estar los escalones que llevan hacia las puertas. Tenemos que cavar. Tenemos que buscar palas y sacar toda esa porquería. Luego veremos si abajo hay todavía algo que funcione.

—No.

—¿Cómo que no?

—No nos dejarán —replicó Gording, señalando hacia atrás.

El solitario de cara afilada venía trotando hacia ellos desde el otro extremo de la ancha calle. Traía una espada de hoja ancha, extrañamente curvada. Mucho más atrás, varios Varones salieron de un edificio.

—¿No podrías alcanzarlo con tus piedras?

—No. Está sobre aviso. Sabe que somos peligrosos. Cortará la hebra con la espada.

—Al coche, pues.

Bajaron del techo y entraron. Corbell, frustrado, preguntó:

—¿Cómo pudieron llegar tan pronto?

—No pudo ser en coche. ¿Hay prilatsil en Sarash-Zillish?

—¡Oh, claro!, lo debieron utilizar.

—¿Y no podemos usarlo nosotros?

—Sí. ¡Sí! ¡No tenemos por qué cavar! Si es que todo eso funciona todavía. El subterráneo no ha recibido ninguna atención.

El solitario estaba ya muy cerca. Corbell marcó uno de los números que guardaba en la memoria: dos comas cruzadas, una S invertida, un reloj de arena tumbado, una pi torcida. El coche aceleró suavemente. Once muchachos lo vieron marchar.

—Se las arreglarán para seguirnos. Nos seguirán otra vez —aseguró Corbell—. Tenemos algo de tiempo, pero no mucho.

Desde el exterior, aquello era una copia del edificio de oficinas en que Mirelly-Lyra había devuelto a Corbell su traje de presión. Pero en aquella versión, los ascensores funcionaban. Siempre siguiendo el esquema, Corbell probó el tercer piso.

Aquello funcionaba. Hileras de puertas cerradas.

—Mi moneda nominal no las abre —informó Gording.

Golpearon una puerta a puntapiés. Era sólida. Gording preguntó:

—¿No hay prilatsil que no estén encerrados detrás de una puerta?

—Sí, en el techo. Pero los muchachos podrían estar allí a estas horas.

—¿Conservaste al menos la hoja de la espada?

Corbell se la entregó. En ese momento se le ocurrió que los ascensores podían tener indicador. Volvió a entrar al ascensor y oprimió todos los botones. Si se detenía en todos los pisos, los Varones tendrían que buscarlos en cada uno de ellos. Bajaron en el cuarto. Mientras bajaba, de puntillas, oyó una serie de ruiditos sordos por encima, como si fueran carreras de ratas.

Gording había desatado la hebra de las piedras para atar un extremo a la hoja y el otro a su taparrabos. Hecho esto, cortó con el filo la alfombra-nube ante la puerta de una oficina.

—Vigila las escaleras —dijo.

—¿Con qué arma?

Gording no se dignó siquiera a levantar la vista. Corbell se plantó, desarmado, ante la puerta de las escaleras. El primer Varón que pasara le mataría; estaba seguro de ello. Tal vez Cording lograra escapar. Pero ¿qué estaba haciendo?

Gording pasaba la hoja por debajo de la puerta, con los dedos. Después tiró hacia arriba con el extremo atado al taparrabos. Dio tirones hacia los lados. Dio patadas a la puerta y ésta se estremeció. Un nuevo puntapié la hizo ceder, con un tremendo crujido. La hoja era más fuerte que la puerta, y el hilo había cortado el metal de la cerradura.

Por la ventana de aquella oficina, Corbell pudo ver que dos Varones estaban manipulando el motor del tchiple. En seguida se amontonó en la «cabina telefónica» con Gording. Al cerrar la puerta se quedaron sin luz. Abrió una ranura, buscó la pi torcida y mantuvo el dedo sobre ella mientras cerraba la puerta. La apretó cuatro veces.

Al parecer, nada ocurría.

Abrió la puerta y se deslizó por entre la oscuridad absoluta.

—Tendremos que suponer que esto es realmente un subterráneo —susurró—. Quédate aquí. Cuando encuentre las escaleras, te llamaré.

—Está bien —respondió Gording.

Corbell se alejó con cautela, siguiendo la pared con la mano. Sólo descubrió un sofá, al tropezar con él. Se aferró a la alfombra-nube del tapizado para detener su caída, pero el material se desgarró, quedando entre sus dedos. Podrido.

Hubo un ruido por detrás.

—¿Qué fue eso? —preguntó.

Gording no respondió.

Corbell prosiguió su avance. Presentía a Mirelly-Lyra en la oscuridad. No abandonaba las esperanzas de dar con las escaleras, pero la pared seguía y seguía. Esquivó otro sofá y siguió adelante. Aquel lugar permanecía totalmente silencioso. La alfombra-nube amortiguaba el ruido de sus pasos y el rumor de su respiración.

¡Las escaleras!

—Aquí —exclamó, ya en voz alta.

—Bueno —respondió su compañero, a un paso de distancia.

Y agregó, mientras Corbell saltaba como si hubiese recibido una descarga eléctrica:

—Un Varón te acechaba. Le maté con la hebra. Por el olor creo que era el solitario.

—Tal vez esto no funcione. Si las escaleras… ¡Ah…!

Las escaleras se movieron bajo sus pies. Desorientado, falto de equilibrio, se sentó en un peldaño y se dejó llevar en la oscuridad.

Las escaleras se detuvieron. Gording dijo:

—¿Y ahora?

—Sigue el sonido de mi voz. Yo sé dónde están los vehículos: hacia atrás.

Caminó con las manos extendidas hacia adelante. ¿Cómo iba a hallar el coche adecuado? Iba tanteando el camino por entre sofás de alfombra-nube. Rozó una pared sólida. No oía nada, ni siquiera a Gording. ¿Acaso había Varones en la oscuridad, acechándole en tanto Gording les acechaba a ellos? ¿Le habían matado? Corbell avanzaba demasiado aprisa, tropezando. Sólo los Varones de más edad podrían conocer la disposición de aquel lugar, pero tampoco les hacía falta conocerla. Podían seguirle por la respiración.

Pero había encontrado las puertas.

—¡Gording!

Por un momento centelleó una luz en el extremo más alejado. ¿De dónde provenía?

—Todo bien —respondió Gording en voz alta.

Corbell esperó en medio de la oscuridad y el silencio. Al fin su compañero dijo, desde cerca:

—¡Toma!

Tanteó hasta encontrar la mano de Corbell y puso en ella algo pesado, explicando:

—Se la robé al solitario. Es su espada. También le saqué el encendedor. ¿Dónde está esa imagen del mundo?

—A lo largo de esa pared —respondió Corbell, guiándole la mano.

El rayo de la linterna alumbró dos proyecciones polares en las que aún aparecían los casquetes helados. No había luces o números iluminados que indicaran las rutas.

—¿Qué puerta nos corresponde? —preguntó Gording.

—No lo sé.

—Los Varones tienen nuestro tchiple en su poder. No podemos rendirnos, pues hemos matado al solitario. Ellos pueden conocer el modo de paralizar el prilatsil. Haz algo, Corbell.

—De acuerdo. Dame la moneda nominal.

La cogió y la insertó en la ventanilla de pasajes. No ocurrió nada.

Probó la otra puerta. Nada. El pánico empezaba a apoderarse de él. Pero las escaleras habían funcionado…

La tercera puerta les dejó pasar. La puerta transparente de entrada al coche subterráneo dejó pasar a Gording, se cerró tras él y no volvió a abrirse hasta que Corbell retiró el disco y lo reinsertó. Tomaron asiento uno frente al otro.

—Ahora nos sentamos un rato.

—De acuerdo.

—No sé cómo puedes estar tan tranquilo.

—Arriesgo menos que tú. Medio año jupiteriano más —dijo, repitiendo la expresión de Corbell— y estaré muerto. O eso, o la inmortalidad de los dikta y la libertad, sin el gobierno de los Varones. A menos que… Corbell, ¿vamos a encontrar la inmortalidad de los dikta allá donde vamos? ¿O tendremos que viajar constantemente a la Antártida?

—Sé que está en Ciudad Cuatro. Tal vez la haya también en otros sitios.

—El riesgo vale la pena. ¿Dormimos?

La risa de Corbell fue temblorosa:

—Buena suerte.

V

Corbell despertó al subirse la puerta. El coche se deslizó en el túnel al vacío; describió una curva hacia abajo, se niveló, siguió en línea recta, tomó hacia la izquierda. Hasta allí todo iba bien.

Gording, que observaba su expresión, se relajó.

—No quería preguntar, pero ¿a dónde vamos?

—No importa. En cualquier parte hay un… una imagen del mundo que se enciende. Así sabremos cómo llegar a Ciudad Cuatro.

—Buena decisión —replicó Gording.

Y volvió a dormirse. Tal vez estaba fingiendo. Pero su respiración era muy suave y regular.

Corbell se desperezó metiendo los tobillos bajo uno de los apoyabrazos. El único ruido correspondía a la respiración de Gording. Dormitó, pero se retorcía en el sueño, agitado: correr, correr… Cuando el coche se inclinó hacia arriba despertó por un momento y volvió a dejarse caer. Pero sintió la disminución de la velocidad y, aturdido como estaba, recordó su primer viaje. Se tapó los oídos con las manos y vio que Gording le imitaba.

El coche se detuvo. Las puertas se abrieron automáticamente. Una bocanada de aire se deslizó velozmente entre ellos, cálido y húmedo.

—¡Vamos! —gritó Corbell, y pasó por la puerta.

El gran vestíbulo estaba en ruinas. Seis o siete pisos del gran cubo habían caído hacia dentro, dejando a la vista un corte vertical del edificio. A Corbell no le importó. Respiraba a cortas bocanadas. El aire caliente se espesaba con el gusto y el olor del moho y los productos químicos. Gotas de sudor le corrían por todo el cuerpo.

El mapa de la pared estaba roto a lo ancho y no tenía luz.

Probó su disco de crédito en tres puertas antes de que una de ellas funcionara. Gording le tiró del brazo y dijo, reteniendo el aliento:

—¡Espera! ¿A dónde va esto?

—Entra de una vez.

Subieron al coche subterráneo. Eso no sirvió de nada. Uno se puede morir encerrado en un baño turco, pensó Corbell, mientras se tendía en la hilera de asientos.

—Mirelly-Lyra modificó todo el sistema de subterráneos para que todos los coches de la parte cálida fueran directamente hasta donde está ella. Confiemos en que no se haya olvidado de esta terminal. Permanece quieto y no trates de moverte. Respira poco.

Se echó de espaldas y esperó. El sudor le cosquilleaba en el pecho, pero no lo enjugó.

Algo se puso en funcionamiento. Sintió una ráfaga de aire, demasiado caliente, que se fue refrescando. Corbell suspiró, diciendo:

—Debe de funcionar automáticamente ante el anhídrido carbónico.

El aire era más y más fresco. Mucho tiempo después, Gording dijo:

—Olvidé el encendedor.

—¡Maldición!

Después, de nuevo el silencio, hasta que las puertas subieron.

Los giros de costumbre, hasta que el rumbo se enderezó. Corbell trató de volver a dormir, pero algo le molestaba. No supo de qué se trataba hasta que Gording dijo:

—Me duelen los oídos.

Era eso.

—El coche pierde —dijo Corbell—. Era un riesgo que debíamos correr. Confiemos en que nos quede el aire suficiente para llegar hasta el final.

—Me duele. ¿Se puede hacer algo?

¡Gording nunca había viajado en avión!

—Mueve las mandíbulas —indicó. Y al enseñarle como se hacía se le destaparon los oídos.

El coche disminuyó la marcha antes de lo que Corbell esperaba, pero los dos estaban jadeando y Gording parecía intranquilo. Corbell sintió una culpable satisfacción: hacían falta muchos peligros y muchos riesgos desconocidos para perturbar a su compañero. Se tapó los oídos con las manos y abrió ampliamente las mandíbulas. Sentía la piel fría y húmeda; su tensión era ya insoportable.

Las puertas se abrieron y el aire les azotó, cálido, pero no demasiado. Por la abertura se veían luces mortecinas hacia el fondo, sofás y alfombra-nube. Extendió la mano hacia la ancha espada del solitario.

En ese momento algo se movió en la puerta de entrada. El cerebro de Corbell relampagueó con una frase: ¡Mirelly-Lyra! ¡Demasiado pronto! Y cerró la puerta del vehículo en el instante en que algo cruzaba el portal a toda velocidad. Él tenía lo que ella deseaba; podrían hacer un trato.

¡Era Krayhayft! El Varón de pelo gris se detuvo bruscamente y les miró a través del vidrio, levantando el encendedor.

Gording buscó la protección del baño. Corbell se dio cuenta, pero por su parte estaba petrificado. Krayhayft disparó más allá de él. Una luz centelleó detrás, e inmediatamente percibió el olor del humo químico desprendido del sofá en llamas.

—¡Sal! —gritó Krayhayft—. ¡Sal o te quemaré los pies!

Corbell tenía aún la mano en la puerta, pero respondió:

—No puedo. Vosotros cortaríais el árbol de la vida.

Por un momento Krayhayft se mostró intrigado. En seguida dijo:

—No es eso lo que queremos. Sólo deseamos saber dónde está. Corbell, supón que un desastre acabara con la mayor parte de los dikta y sólo quedaran cinco o seis viejos. Podríamos mantenerlos jóvenes y en condiciones de procrear.

—Pero, mientras tanto, ni siquiera podrían oler la inmortalidad.

La alfombra, junto al pie derecho de Corbell, estalló en llamas. Krayhayft dijo:

—También necesitamos el casco de tu traje de presión. Hablando de desastres…

El Varón se interrumpió. La expresión de su cara había cambiado. Corbell no la había visto antes en ningún Varón; se asustó. Culpa, remordimiento, temor. Krayhayft gimió, y su gemido le llegó apagado a través del vidrio. Le vio mirar a derecha e izquierda, como si buscara… una manera de huir. Era más inteligente que los humanos y la halló en seguida: levantó el encendedor a la altura de la cabeza y disparó. Apareció una llamarada a un lado de su nuca; después, al otro lado. Luego Krayhayft cayó, estiró espasmódicamente las piernas y se quedó inmóvil.

Corbell echó entonces una rápida mirada hacia atrás. Gording seguía oculto, agachado tras la puerta del baño.

En ese momento Mirelly-Lyra Zeelashisthar pasó por el portal. Una túnica informe, un toque blanco iridiscente y una cara marchita: los ojos brillantes se fijaron en él. Allí estaba el bastón.

—¡Mirelly-Lyra! ¡Soy yo!

La impresión estuvo a punto de matarla. Corbell tuvo por un momento la esperanza de que se desmayara, pero se recobró y le hizo un ademán con la vara: ¡Sal!

Cuando le vio tender la mano hacia la cimitarra, le aplicó un suave toque de lo que había matado a Krayhayft. Corbell, gimiendo, salió por la puerta. Mirelly-Lyra pronunció un galimatías que la voz del anciano tradujo como:

—La hallaste. ¿Dónde está?

—Dame la vara y te lo diré.

Su respuesta consistió en una oleada de culpa y de tormento mental. Corbell lo soportó, estirando las manos hacia la garganta de la mujer. Ella retrocedió. El hombre, gruñendo, prosiguió su avance. De pronto Mirelly-Lyra hizo girar algo en la empuñadura del bastón.

Un sueño irresistible atrajo a Corbell hacia la alfombra. El sueño y la cólera lucharon en su interior. Al fin, de rodillas, avanzó hacia ella, dos pasos, tres…

Olor a moho. Algo suave le presionaba la mejilla.

Mirelly-Lyra permanecía en uno de aquellos informes divanes. Corbell se levantó sobre los brazos y logró despegarse de aquella alfombra-nube para avanzar hacia ella. La mujer trató de encogerse, pero no pudo. Parecía aterrorizada.

—La cogí por la espalda —dijo Gording.

Estaba sentado frente a ella, sujetando el bastón de plata. La vieja habló con rapidez, y la voz del anciano tradujo:

—No os atreveréis a matarme. Tengo algo que vosotros necesitáis.

Corbell se levantó con esfuerzo.

—El casco del traje de presión —dijo—. Si no me lo devuelves, te dejaré vivir… como estás ahora.

—Primero dame la inmortalidad —respondió ella, con los labios apretados.

—¿Cuántos grados tiene ese bastón?

—Cinco. Dos son mortales. Otros serían mortales para mí. ¿Acaso podrás encontrar el casco?

—Es probable —respondió Corbell con una sonrisa, mientras comprobaba, por la expresión de la anciana, que estaba en lo cierto—. ¿Pero qué importa eso? Te haré joven. Después te mataré si no me das lo que quiero.

Y agregó, en varones:

—Ten a punto la vara. Pero creo que no tratará de escapar. Vamos a buscar la inmortalidad de los dikta.

Parecía que Gording no acababa de creérselo.

Corbell no pensaba dejar sola a la Norn en una «cabina telefónica». Los tres se apretaron en un tchiple, con Mirelly-Lyra en medio, para cruzar Ciudad Cuatro. Mientras el coche iba girando y volaba entre vidrios rotos y escombros de cemento, Corbell se preguntaba si no hubiera sido mejor haberla obligado a devolver primero el casco. En realidad, sí. Pero no podía esperar tanto. Necesitaba saber.

Les costó salir del coche. Gording dijo:

—Tenía que haberme imaginado que se trataría de un hospital.

—En vuestro hospital, ¿había un… sitio custodiado en el tercer piso?

—No.

Mirelly-Lyra contemplaba la fachada de vidrio y mosaico.

—¡Pero si he revisado ya este edificio!

—Sí, pero también tú estabas desesperada —dijo Corbell muy ufano—. Pero hacía falta otra clase de desesperación.

Les condujo por las escaleras, levantando una nube de polvo a su paso. En el tercer piso descubrió dos hileras de huellas que le recordaron su aterrorizada huida por aquellas salas. Echó una mirada hacia atrás. Mirelly-Lyra le seguía dócilmente; Gording venía detrás, con el bastón.

Cuando llegó al vestíbulo se vio perdido.

—Mirelly-Lyra, ¿dónde están las «cabinas telefónicas»?

—A tu izquierda, en la próxima esquina.

Encontraron la hilera de prilatsil. Corbell se paró un instante para orientarse: allí estaba la esquina tras la cual se había escondido de la búsqueda de la Norn. Reinició la marcha… y allí estaba la puerta blindada, abierta.

—Tenían bien guardada la dichosa inmortalidad —dijo Gording.

—¿Acaso no habrías hecho tú lo mismo? —preguntó Corbell, señalando los esqueletos y el agujero abierto en la pared—. Sin embargo, tanta custodia no sirvió de nada. Es una suerte que no la hubieran destruido después de usarla. Tal vez pensaron que iban a volver en cosa de cincuenta años.

Gording contempló las casillas de los guardias, los estantes vacíos, el tablero del ordenador y el par de «cabinas telefónicas».

—Si no la destruyeron, ¿dónde está? No creo que se vaya allí a través del prilatsil, a menos que lleve a algún sitio igualmente bien custodiado.

—Pues es a través del prilatsil. Dame primero ese bastón.

Por un momento pensó que Gording se echaría atrás, pero no fue así. Entregó el arma a Corbell y se adelantó para estudiar las cabinas de vidrio. Sólo una de ellas tenía una puerta. Entró en ésa.

Mirelly-Lyra gruñó algo que la caja interpretó como: «¿Se están burlando de mí?».

Corbell agitó el bastón bajo sus narices.

—Supongamos que sí.

Ella le saltó encima con las uñas listas. Corbell ni siquiera se molestó en apretar el gatillo: usó la vara a modo de cachiporra, golpeándola un par de veces en la cabeza, hasta que ella retrocedió para ponerse fuera de su alcance.

Mientras tanto, Gording había hallado el botón y lo apretó.

—¡Iuuujuuu! —gritó Corbell.

En la otra cabina hubo una danza de motas polvorientas. Gording abrió la puerta, diciendo:

—No pasó nada.

—Eso no es cierto —respondió Corbell.

Y agregó, dirigiéndose a Mirelly-Lyra:

—No estás obligada a hacerlo. Puedes creerme o no, haz lo que te parezca.

Vanaglóriate, anda, pensó, burlándose de sí mismo con un poco de vergüenza. ¡Pero había luchado mucho para que llegara ese momento!

La mujer se calló todo lo que tenía en la punta de la lengua. Estaba auténticamente desesperada: entró a la cabina. En ese momento, Corbell captó una muda mirada de Gording y señaló hacia la cabina sin puertas. El polvo que flotaba allí se espesó súbitamente. Gording sonrió, exclamando:

—¡Ah!

También la Norn había captado aquel gesto, pero no comprendía. Corbell borboteaba explicaciones:

—¡Son moléculas inertes de tus células! Las medicinas químicas no pueden llegar a esa materia, pero la «cabina telefónica» sí. Sólo recoge esas moléculas muertas y las transporta instantáneamente. Es todo lo que se acumuló en tu cuerpo a lo largo de noventa años de vida. ¿Entiendes ahora?

—Pero no me siento distinta —objetó ella, vacilante.

—Pues debería ser así. A mí me pasó. Fue como si hubiese repuesto energías, pero tal vez era porque yo estaba huyendo para salvar la vida. No se trata de nada aparente. ¿Qué esperabas? Dentro de un par de días tendrás raíces oscuras en el pelo.

—Rojas —dijo ella—. De un rojo furioso.

—¿Dónde está el casco?

Mirelly-Lyra sonrió. Aún tenía aspecto de vieja, pero ¿no había algo malicioso en esa sonrisa?