CAPÍTULO 7
LOS DICTADORES

I

Ciudad Seis, la ciudad de los dikta, apareció primero como una línea de sombra a lo largo de la costa; después se convirtió en un kilómetro de pared lisa, sobre la cual asomaba una estructura baja en la que se abrían ventanas. Ciudad Dikta estaba de espaldas a los Varones que se acercaban.

Cuando dieron la vuelta a la pared, Corbell pudo verla de frente. Estaba formada por un solo edificio, de cuatro pisos y un kilómetro de longitud, tan amplio como un hotel de lujo. Su fachada daba al Norte, hacia el mar y el Sol; presentaba gran abundancia de ventanas, balcones y arcadas. Entre la ciudad y el mar se levantaba una pared baja en forma de semicírculo por la que asomaban las copas de los árboles: un jardín.

Los dikta salieron por un arco abierto en el muro bajo del jardín y aguardaron, reunidos en grupos.

Era evidente que Ciudad Dikta nunca había estado protegida por una cúpula. Su forma no lo permitía. Tal vez la construyeran más tarde, especialmente como albergue para los adultos, mucho después de que la Antártida se convirtiera en un invernadero y los mares retrocedieran por la plataforma continental. Seguramente habían esparcido tierra fértil sobre las dunas de sal; la pared la protegía de los vientos. La pesca y los productos del jardín amurallado debían ser los únicos alimentos disponibles en muchos kilómetros a la redonda. Corbell se dio cuenta que sería difícil salir de allí.

Cerca de doscientos dikta aguardaron a que los muchachos se acercaran hasta unos pocos metros. Corbell contó siete hombres entre un gran grupo de mujeres. Después, todos se inclinaron en reverencia, al mismo tiempo, y se mantuvieron en esa posición hasta que Krayhayft se adelantó.

—Hemos venido a reparar sus máquinas —dijo Krayhayft— y a llevarnos a los nenes.

—Está bien —dijo uno de ellos.

Tenía barba blanca; el pelo, blanco también, le llegaba a los hombros, limpio y ensortijado. Acabó su encogida reverencia, al igual que los demás. Entonces Corbell pudo apreciar, con respeto, el aspecto general de dignidad y salud. No actuaban como esclavos. La reverencia constituía una simple formalidad. Corbell se preguntó qué habría pasado si él se hubiera inclinado instintivamente aquel cuarto día en Sarash-Zillish. Tal vez los Varones le habrían matado confundiéndole con un fugitivo.

Todos los dikta contemplaban atentamente a Corbell. Krayhayft se dio cuenta y les habló durante largo rato; su voz fluía con facilidad. Aunque Corbell no podía comprender lo que decía, dedujo que estaba contando una versión condensada de su propia historia: el vuelo espacial, el largo viaje, algunas frases complejas que tal vez se referían a la comprensión cronológica relativista; la huida frente a Mirelly-Lyra… No mencionó los motivos que impulsaban a aquella dikta loca. Tampoco a la inmortalidad de los dikta. Corbell habría podido jurarlo, pues había prestado atención para ver si captaba algo.

El anciano escuchaba; a veces reía, sumamente divertido. Al finalizar el relato se adelantó y dijo:

—Bienvenido a nuestro refugio, Corbell. Tendrás cosas interesantes que contarnos. Me llamo Gording. ¿Me entiendes si hablo así, con lentitud?

—Encantado de conocerte, Gording. Tengo mucho que aprender de vosotros. Sí, te comprendo bien.

—En ese caso, ¿te reunirás con nosotros esta noche? En Ciudad Dikta hay sitio para muchos niños más. Será interesante ver cómo salen tus hijos.

—Yo…

Corbell se atragantó. Las mujeres le miraban inquisitivamente, entre susurros. No sólo llamaba la atención la línea del pelo, a pesar de que incluso ellas eran medio calvas; aquella melena de tonos blancos y castaños también les era extraña. Le costó responder. Al fin dijo:

—Me alegra que me aceptéis para ese importante propósito.

En realidad, Corbell estaba nervioso. De pronto tomó conciencia de su semidesnudez. Los dikta iban totalmente desnudos.

Una de las mujeres, cuya larga cabellera negra empezaba a tornarse gris, dijo:

—Debe de hacer mucho tiempo que no haces hijos con una mujer.

Corbell se echó a reír e hizo la división por doce:

—Doscientos cincuenta mil años —dijo.

La siguiente pregunta de la mujer despertó las risas de todos. Corbell movió la cabeza y respondió:

—Tal vez haya olvidado cómo. Sólo hay un medio de averiguarlo.

Ayudó a los Varones a instalar el campamento. Un bosquecillo se alzaba en el centro del jardín semicircular amurallado, mucho más pulcro que la selva de Sarash-Zillish. Los Varones acamparon bajo los árboles y encendieron fuego con leña que trajeron las mujeres dikta.

—Puedes irte con ellos —dijo al final Skatholtz—, pero no les digas nada sobre la inmortalidad de los dikta.

No parecía tener en cuenta que Corbell pudiera desobedecer.

—¿Y mi pelo? Está claro que les llamó la atención.

Skatholtz se encogió de hombros.

—Eres de un tipo primitivo de dikta, anterior a nuestras leyendas. Di que todos los dikta tenían en otros tiempos ese pelo. Si alguno descubre lo que tú sabes, le… su mente… Le borraremos todo lo que sabe.

—Cerraré el pico.

Skatholtz asintió y Corbell recibió autorización para retirarse.

La perspectiva de la orgía le tenía inquieto. Hacía tres millones de años que había tratado de dormir con una mujer, en el dormitorio del Estado, la noche antes de que le condujeran a la Luna para embarcarse en el Don Juan. Todos aquellos ojos curiosos le habían intimidado, dejándole impotente. Tal vez esa noche iba a pasar lo mismo. Sin embargo, en ese momento tenía algo así como una erección.

La planta baja de Ciudad Dikta consistía en una hilera de largas salas públicas, cada una con capacidad suficiente para doscientas personas. Una de ellas era el comedor y presentaba un cierto parecido con una cafetería. Corbell distinguió bandejas y platos en un extremo del mostrador. Diez o doce mujeres y un hombre preparaban grandes cantidades de comida y la servían a medida que iban pasando. Otros terminaban de comer y los reemplazaban. Extrañas diferencias: el único utensilio era una gran cuchara de plástico provista de un borde de sierra para cortar; las bandejas metálicas flotaban a la altura del codo, hundiéndose levemente bajo el peso de los alimentos.

La comida estaba compuesta por una mezcla de diversos vegetales con muy poca carne; en ese aspecto se parecía a la cocina china. El anciano llamado Gording guió a Corbell a través de aquella rutina. Las mesas, de diferentes tamaños, tenían cabida para cuatro o doce personas. Corbell y Gording ocuparon una mesa para seis, con otras cuatro mujeres. Allí el hombre tuvo una buena oportunidad de mantener una conversación.

Empezaron por preguntarle qué le pasaba en el pelo. Respondió con la mentira que le sugirió Skatholtz y expresó igual sorpresa ante el pelo monocromo de los dikta y su calvicie parcial. Parecieron creerle.

Mientras observaba de cerca a sus compañeros de mesa, Corbell notó que todos, como los Varones, tenían la piel pálida, casi translúcida, combinada con todas las formas naturales al ser humano: nariz ancha o angosta, labios gruesos o finos, cejas espesas u ojos con pliegues epicánticos, o ambos rasgos a la vez; cuerpos macizos e invulnerables o esbeltos y frágiles.

—¿Vitamina D?

Había hablado en voz alta. Todos le miraron, esperando.

—Es sólo una teoría —dijo Corbell, tratando de explicarse—. En otros tiempos, cuando el Sol era brillante y cálido, todos los dikta eran de color marrón oscuro. Algunos se dirigieron al Norte, donde el clima era tan frío, que debían cubrirse para no morir.

Todos sonreían, nerviosos, sin comprender, pero él prosiguió tozudamente:

—Nuestra piel, con la luz del Sol, fabrica algo que nos hace falta. Cuando los dikta se cubren para abrigarse, la piel debe dejar entrar más sol; si no, mueren. Mi pueblo tenía la piel más clara. Creo que con vuestro pueblo pasó lo mismo cuando el Sol se puso rojo.

Los otros seguían sonriendo. Gording dijo:

—Marrón oscuro… Tu historia es extraña, pero en verdad nuestra piel crea una sustancia química vital, el kathope.

—Pero ¿cómo sobrevivís en la noche larga? —preguntó Corbell, pensando en aquellos seis años de oscuridad.

—Semilla de kathope. La prensamos para sacar aceite.

Sería fácil escapar de Ciudad Dikta durante la noche larga, cuando todos los Varones estaban reunidos en Sarash-Zillish. Pero los fugitivos debían llevar una provisión de semilla de kathope… y, claro, los Varones arrancarían cualquier planta de esa especie que creciera fuera de esa ciudad o de Sarash-Zillish. Corbell comenzaba a preocuparse. Tal vez estaba atrapado de veras.

Preguntó entonces por las próximas festividades.

—Gozamos del sexo en compañía —le dijo T’teeruf.

Parecía tener unos dieciséis años; rostro en forma de corazón, ojos grandes y expresivos, boca bien dibujada y dispuesta a la risa, pelo abundante y de rizos muy apretados; incluso ella era medio calva.

—El sexo es el único placer que los Varones no comprenden. Ése y el de dar a luz.

Bajó los ojos con timidez y agregó:

—Yo todavía no lo he hecho.

II

El salón de orgías (¿de qué otro modo llamarlo?) ocupaba un anexo posterior. Al parecer, los Varones no habían pensado en eso cuando construyeron Ciudad Dikta. Sus ocupantes habían reparado la omisión levantando una especie de símbolo del infinito en el tejado, compuesto por doce de aquellos dormitorios triangulares producidos en masa, que dispusieron a la manera de dos mitades de pastel divididas en seis tajadas cada una, con dos baños en su parte central; todos los tabiques de separación habían sido derribados, pero los pequeños tocadores correspondientes a cada dormitorio aún tenían puertas (¡al menos los dikta conservaban aquella forma de intimidad!); los armarios, en cambio, no las tenían, y, como es natural, se habían retirado las «cabinas telefónicas».

Cuando Corbell llegó, todas las superficies horizontales estaban ocupadas: camas, divanes y mesas; y aún seguían llegando concurrentes. Cinco o seis mujeres le hicieron gestos de que se acercara desde una de las camas y Corbell aceptó.

Su nerviosismo no duró mucho. Una ondulante cama de agua y cálida carne femenina: eso fue su almohada, y todo absolutamente deleitoso. Por pura cortesía, y porque estaba más cerca, tomó en primer término a la mayor de las mujeres. Obró con demasiada prisa, aún consciente de ello, aunque la mujer no pareció desencantada; después de tanto tiempo, apurarse… Sin embargo, le seguía pareciendo una magnífica victoria.

—Había renunciado a esto para siempre —dijo, dando las gracias a la mujer con los ojos.

Se golpeó el pecho y, cual Tarzán, lanzó un gran grito. En seguida tomó a una mujer de marcados rasgos orientales y manos cálidas y hábiles. Esta vez todo fue más prolongado y mejor. La calvicie parcial de aquellas mujeres las hacía más exóticas. Todas tenían pechos parecidos: de base ancha, pero planos; ni siquiera los de la mayor habían perdido su tersura.

Ellas le preguntaron por sus sensaciones. Corbell siempre había tenido problemas para analizar sus propios reflejos, incluso con su esposa; esta vez le ocurrió lo mismo. Ellas hurgaban delicadamente, con preguntas, con dedos acariciantes, explorando su antiguo sistema nervioso y hablándole del suyo propio.

Un hombre más joven se unió al grupo. Dos de las mujeres se marcharon y fueron reemplazadas por otras dos. Corbell rascó la espalda a T’teeruf mientras ella realizaba el acto sexual con el otro. ¿Sería suficiente por esa noche?

No, por lo visto.

El hombre usaba las manos y los dedos del pie, tratando de satisfacer a cinco mujeres al mismo tiempo; Corbell recordó las viejas pinturas de la India. ¡Egoísta! Sin embargo, parecía ser lo justo, dada la proporción de mujeres y hombres. El mismo Corbell probó esas variaciones cuando le llegó la inspiración. Hacía falta concentrarse…, y él nunca había sido muy práctico. Lo hizo a modo de prueba, no sin cierta torpeza.

Una de las mujeres le interrogó al respecto. Él le habló entonces de la monogamia…, una mujer para cada hombre…, la falta de inmortalidad para los hijos…, A su alrededor, los rostros se cerraron como máscaras. La mujer cambió de tema.

Él apenas lo notó. Estaba ebrio de las hormonas que le borboteaban en la sangre. Observó al otro hombre, tratando de dilucidar qué hacía con dos mujeres, pero sólo pudo ver un revoltijo de piernas y brazos.

—Hay habilidades que se han perdido —le dijo T’teeruf, con cierta melancolía—. Las posiciones para caída libre. Sólo existen en las leyendas.

Probó el sauna (atestada) y la bañera (atestada). El agua caliente hervía con las burbujas y las corrientes generadas por una pareja en acción, en el otro extremo: eran Gording y la mujer mayor, su primera compañera desde que entrara al depósito de los cuerposiclos. Sentía el roce de mujeres húmedas. Se inició una guerra de chapoteos que murió en seguida. Corbell hizo el amor con una joven de pelo dorado, sentados ambos con las piernas cruzadas, uno frente a otro, en el fondo de la bañera.

Fue entonces cuando levantó la vista y descubrió a los Varones; eran seis y estaban sentados en el borde de una ventana abierta, con los pies colgando sobre la bañera. Parecían intercambiar comentarios mientras disfrutaban del espectáculo. Ktollisp sorprendió su mirada y le saludó con la mano.

La muchacha siguió la dirección de su mirada y se volvió, sin el menor interés. A ella no le importaba… Cuando Ktollisp volvió a agitar la mano, Corbell respondió al saludo.

En el dormitorio de Ciudad Uno había visto un antiguo video-tape donde dos parejas demostraban cómo hacer el amor en distintas posiciones. Ya entonces habían percibido la presencia del público. En ese momento comprendió: estaban allí, ante la mesa. Eran Varones o Mujeres que observaban a los dikta, o quizá (¿qué antigüedad podía tener esa grabación?). Varones y Niñas mezclados, antes de la gran separación.

Los ímpetus de la orgía se iban calmando. Al final, la mitad de la población se agrupó sobre las camas, los divanes y las mesas, en una de las dos partes del edificio, para interrogar a Corbell. Su público iba disminuyendo a medida que algunos se marchaban por la escalera; otros, de dos en dos o de tres en tres, se retiraron a la otra mitad del complejo para regresar más tarde. Corbell hablaba y hablaba. Había sido el primero en ver el fondo del universo, y al fin tenía quien le escuchara. ¡Euforia!

De pronto comenzó a bostezar de un modo incontrolable.

No, esos dormitorios no eran utilizados para dormir. Para ello había que acudir a una habitación de la planta baja. Gording se ofreció para acompañarle. El aire nocturno le refrescó el cuerpo húmedo y le aclaró la cabeza. En lo alto, las estrellas aparecían ligeramente neblinosas. Gording señaló una estrella de tinte rosado, fijada hacia el Norte.

—Corbell, tú que has venido hace poco del espacio, ¿qué es aquello?

—Un planeta, como si fuera un pequeño Júpiter. No tiene nada que hacer allí, pero allí está.

—Su brillo aumenta, pero no se mueve entre las estrellas fijas.

—También Krayhayft está intrigado —comentó él, observando que realmente estaba más brillante—. Oye, estoy demasiado cansado para pensar.

La habitación para dormir era una especie de invernadero. Tenían que acostarse sobre césped alto, natural, y estaba cubierto ya de cuerpos. Gording y Corbell buscaron sitio y se echaron.

El sol penetraba a través de las paredes de vidrio y le despertó. Aún quedaban cuatro mujeres aisladas, acurrucadas sobre el césped. El resto había desaparecido.

Mucho antes, cuando era muy joven, había soñado despierto con noches como la anterior. Sin las calvicies parciales, naturalmente. Ya era una suerte que le consideraran humano; y suerte era también poder considerarlos humanos a su vez. Los cuerpos no habían cambiado mucho. Las mentes, sí; parecían genios… y plácidos en su esclavitud.

Si en tantos siglos no se habían liberado de los Varones, ¿cómo podría hacerlo Corbell? Entonces recordó que había una posible respuesta… y debía someterla a prueba.

En el campamento de los Varones tenía lugar una ceremonia. Ocho hombres dikta (por lo visto había contado uno de menos el día anterior) presentaban cinco nenes a la tribu. De los tres anfitriones habituales, ese día parecía ser Krayhayft, el más viejo, el encargado de todo. El resto de los Varones contemplaban la ceremonia con aire solemne. Tres de ellos llevaban los colagatos sobrevivientes en torno al cuello.

Corbell decidió no unirse al grupo; se sentó aparte y mantuvo la boca cerrada. Ya llegaría su oportunidad.

Los nenes parecían tener entre cinco y siete años. Estaban confusos, pero inmensamente orgullosos. Gording, entre los adultos, se encargó de nombrar a cada criatura, enumerando sus características: su fuerza, sus hazañas, sus buenos y malos hábitos. Por un momento, Corbell tuvo la impresión de que uno de los niños era rechazado, cosa que no se ajustaba en absoluto a sus ideas previas. No tardó en comprender que no rechazaban al niño, sino su nombre; le estaban buscando otro.

La ceremonia se interrumpió súbitamente. Los nenes permanecieron con los Varones y los hombres salieron, charlando entre ellos. Krayhayft dijo a Corbell:

—Conozco ese aspecto y esa forma de caminar.

Corbell se aproximó.

—La forma de caminar indica que has usado los músculos en alguna tarea desacostumbrada. Y esa sonrisa luminosa, esos ojos enrojecidos, también los conozco.

—Tienes razón —respondió Corbell, con una amplia sonrisa.

—¿Te divertiste?

—No puedes imaginártelo.

—No, en verdad. Algunos de los nenes que llevamos con nosotros se esfuerzan en ser los mejores para seguir siendo dikta. ¿Puedes creer una cosa así?

—Por supuesto. ¿Tú no lo hiciste?

—No me importaba —gruñó Krayhayft—. No hacía nada bien. Quemaba la comida, mi espada nunca acertaba a la presa… No me gusta recordar aquellos tiempos. Recuerdo que quería ir a mi casa. ¿Qué sabe un niño de la diferencia entre vivir cinco o seis años y vivir para siempre?

—¿Y el sexo?

—¿Qué sabe de sexo un niño? ¿Qué sabe de sexo un Varón? Sólo puede mirar.

Y Krayhayft agregó, con una súbita sonrisa:

—Anoche fue la primera vez que vi…

Y demostró lo que quería decir golpeándose el pecho con el puño y lanzando un grito ululante.

—Estaba un poco chiflado.

—Eso parece normal.

—¿Y ahora qué pasa? ¿Cuánto tiempo vais a quedaros aquí?

—Si hay que reparar alguna máquina, nos quedaremos. De lo contrario, nos marcharemos mañana. Tenemos que encontrarnos con muchas tribus para decirles que hemos preparado Sarash-Zillish para recibirlas.

A Corbell se le estaba acabando el tiempo, pero no se atrevía a darse prisa. Por el momento no tenía nada que hacer y los demás estaban ocupados.

En el segundo piso, los Varones habían abierto algo que tal vez fuera un generador de energía, pero le ordenaron que se apartara de sus secretos. En otro cuarto las mujeres tejían telas de excepcional belleza y colorido.

—Durante la noche larga nos cubrimos —le dijo una de ellas.

Pero se negó a enseñarle a tejer, diciendo:

—La hebra podría amputarte algunos dedos.

—¿Tan resistente es?

—¿Y para qué hacer ropas menos durables?

Corbell robó un trozo de hebra; se lo quedó un momento antes de ponerlo otra vez en su sitio. Sin duda, era perfecto para estrangular a alguien, pero ¿dónde ocultarlo?

Vagabundeó por la cocina-comedor, sirviendo comida y observando a los cocineros. En otros tiempos había sido muy bueno en esos menesteres, pero ningún cocinero en su sano juicio trataría de trabajar en una cocina ajena sin inspeccionarla primero. Y no había caso. Los instrumentos de medida eran desconocidos, así como también lo eran los alimentos básicos y las especias. Si pretendía pagar de ese modo su estancia, tendría que aprender de nuevo el arte de la cocina.

Cerca ya de media tarde, una mujer se ofreció para relevarle en el mostrador. Le echó una segunda mirada y observó:

—Te sientes desdichado.

—Es verdad.

—Me llamo Charibil. ¿Puedo ayudarte?

No podía contarle todos, sus problemas, pero…

—Lo que pasa es que no soy demasiado útil por aquí.

—Los hombres no tienen por qué trabajar si no tienen ganas. Pero sabes hacer algo muy útil. Puedes acrecentar nuestra variedad de rasgos físicos.

La herencia genética era bastante limitada, por cierto. Sin embargo, había variedad. La misma Charibil presentaba los pliegues epicéntricos y las facciones delicadas de los orientales, aunque era tan alta como Corbell. También allí aparecía la uniformidad: piel clara, pechos anchos y chatos, cráneo medio desnudo y mechón crespo, estructura esbelta…

De pronto ella se levantó de un salto.

—Ven al salón de orgías, Corbell. Necesitas animarte. ¿Qué es lo que te aflige? ¿Estar lejos de tu tribu? ¿O el temor a la vieja dikta de la vara?

—Todo eso. Tienes razón, necesito animarme.

Si había pensado estar a solas con Charibil, se equivocaba. Al pasar, la muchacha llamó a tres amigas que se les unieron; después, una mujer menuda de pelo dorado se unió al grupo sin que nadie la invitara. Fueron cuatro las mujeres que llegaron al complejo de dormitorios en compañía de Corbell. Allí había otras personas: un hombre y una sola mujer que parecían tener ganas de estar solos. Charibil y las otras mujeres tomaron súbitamente a Corbell por brazos y piernas, le balancearon con fuerza y le arrojaron por los aires, riendo ante su sorprendido «¡Eh!».

La superficie onduló al caer él y volvió a ondularse cuando ellas se le unieron. Todos reían. Por un momento la risa se le ahogó en la garganta.

Había un espejo sobre la cama.

Era imposible que no se hubiera dado cuenta de su presencia la noche anterior…, pero así era. Sobre las otras camas había esculturas móviles.

Corbell atrajo hacia sí a Charibil, se puso de espaldas a la cama, con ella encima, y se contempló.

Largo pelo blanco, fino, brotaba de la base color castaño oscuro, en el arreglo más absurdo que Corbell viera en su vida. La cara presentaba las arrugas de los gestos en torno a la boca y a los ojos. Era una versión delgada, musculosa y madura de alguien bien conocido para él: cierto criminal a quien el Estado había sometido al lavado de cerebro.

Ellas notaron su tensión. Le acostaron y le aplicaron una serie de masajes. El nudo de músculos se convirtió gradualmente en ocho manos que le acariciaban… y Corbell fue seducido por dos veces ante su propia sorpresa. Sentía que se estaba enamorando de cuatro mujeres: algo imposible para CORBELL Número Uno. En la tristeza que siguió al coito, Corbell supo al fin que Corbell había muerto. Optó por distraerse con preguntas.

—No, no todas las noches son como la de anoche —le dijo Charibil—. Anoche fue algo especial. Hacía cinco días cortos que no veníamos a esta sala. Nos gusta brindar un buen espectáculo a los Varones.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —respondió ella, en tono de vanagloria—. Ellos nos mandan y viven eternamente, pero hay una alegría que no pueden compartir.

Lo tenía en la punta de la lengua: «¡Tú también puedes vivir eternamente!», pero en cambio dijo:

—¿Qué hacen los hombres cuando no vienen aquí? Es decir, si no trabajan…

—Toman decisiones. Y además… veamos: Privatht es quizá nuestro mejor cocinero. Gording trata todos los asuntos con los Varones; ahora mismo está con ellos. Charloop idea cosas para enseñar y entretiene a los niños…

—¿Gording está en el campamento de los Varones?

—Sí, tienen que discutir un secreto importante. No quisieron…

—Tengo que ir.

Corbell rodó sobre sí para bajar de la cama. Si Gording y los colagatos estaban en el mismo lugar, él tenía que estar allí.

—Disculpadme la grosería, pero esto es muy importante.

Y se fue. A sus espaldas sonó una risa cosquilleante.

III

El crepúsculo estaba cerca. Los Varones y los nenes estaban asando un enorme pescado sobre las brasas. Ktollisp, mientras tanto, contaba una leyenda. Los niños dirigían toda su atención a dos serpientes peludas, indolentes. Corbell buscó la cabellera blanca de Gording.

Gording, Krayhayft y Skatholtz se encontraban apartados del grupo principal y hablaban varones a tal velocidad que Corbell no comprendió nada. Captó el equivalente de Niñas y su propio vocablo, Ganímedes. El tercer colagato estaba enroscado como una espiral anaranjada sobre una roca, detrás de Skatholtz.

Cuando le vieron allí, Gording dijo:

—¡Bueno! Corbell tiene otras fuentes de conocimiento.

—Ni siquiera notó las implicaciones —se mofó Krayhayft.

—Gording tiene razón —dijo Skatholtz—. Corbell, en una de nuestras leyendas hay una frase que no tiene significado. La leyenda habla de la guerra entre Niñas y Varones, y esa frase dice que cada bando destruyó al otro.

Corbell se sentó junto a Skatholtz, con las piernas cruzadas.

—¿No tendrá algo que ver con ese planeta extraviado?

—Sí, con esa mota de luz que brilla más fuerte, pero que no se mueve contra el fondo de estrellas fijas. ¿Entiendes tú lo que significa?

Corbell había estado pensando que ese punto luminoso era el gigante de bandas gaseosas que Pirssa le había mostrado, pero no era forzosamente cierto. Si algo en el cielo aumentaba su brillo sin moverse, ¿no podría ser que se estuviera acercando sin movimientos laterales?

—¡Se nos viene encima!

—La expresión es correcta —observó Skatholtz.

¡Pero era monstruosamente injusto que Corbell hubiera encontrado la eterna juventud precisamente antes del fin del mundo!

—Son sólo suposiciones —dijo.

—Claro, pero las Niñas regían el cielo —dijo Krayhayft—. Al ver que habían perdido, es posible que hubieran apuntado a ese Ganímedes que dices en una larga órbita dirigida contra la Tierra.

No podía permitir que aquel satélite le distrajera. Cuando llegara la oportunidad, tenía que estar preparado. Pero ¿importaba en realidad? ¿Y si el Don Juan le hubiera traído de regreso justo a tiempo para presenciar el impacto con una luna perdida?

—Un momento. ¿Y por qué no una órbita breve?

Krayhayft se encogió de hombros. Skatholtz dijo:

—¿Quién sabe cómo era la mente de una Niña? Hace tiempo que todas murieron.

—Pero no eran estúpidas. Cuanto más larga fuera la órbita, mayores serían las posibilidades de que la luna no diera contra la Tierra. Después de todo han pasado…

Corbell dividió por doce y completó:

—… cien mil años.

—No sabemos cómo movían los planetas. ¿Cómo saber con qué dificultades se enfrentaron? Tal vez no había otra alternativa que una órbita larga.

Corbell se levantó. Se desperezó y volvió a sentarse en la roca pulida que estaba a sus espaldas: un gran canto rodado sobre el cual dormía un colagato, justo detrás de su cabeza. Apretó entre los pies una roca más pequeña, semienterrada.

—No me gusta esto. No me gusta el papel que me toca. Un pequeño cambio en el diseño del Don Juan y yo habría podido retornar cien mil años antes o después. ¿Qué posibilidades hay de que haya llegado justo a tiempo para el gran acontecimiento?

Gording se rió de él:

—¡Qué gran suerte, estar vivo en este momento!

—¡Lo mismo digo! —gritó Skatholtz. Corbell se ruborizó, preguntando:

—¿No es posible que la leyenda se refiriera a otra cosa?

—Por supuesto —respondió Skatholtz—. No hay ningún detalle.

—De acuerdo: las Niñas sabían que podían hacerlo. Buscaban venganza, pero ¿por qué en el cielo? Seguramente ya habían perdido su control. De lo contrario, habrían vuelto a poner la Tierra en su sitio, un poco más lejos de Júpiter, donde no recibiera tanto calor. Por tanto, no estaban en condiciones de lanzar un satélite contra la Tierra, ni en órbita larga ni en órbita corta.

—De cualquier modo, esa luna se acerca —dijo Krayhayft.

Pero Skatholtz ordenó:

—Déjenle hablar.

—¿Les conté lo que me dijo Mirelly-Lyra? Ella…

Las frases en varones le hicieron tropezar, pero logró articularlas:

—Salió del tiempo cero con mil prisioneros. Algunos sobrevivieron hasta llegar aquí. Dijo que los Varones les apresaron a todos menos a ella, que logró escapar.

—Has perdido el hilo de tu pensamiento —le reprochó Krayhayft.

—No, todo coincide. Fíjense: si las Niñas hubieran estado tan cerca de la ruina, no habrían podido hacer gran cosa. Pero si los Varones mantenían a todos los dikta en el mismo lugar, ellas podían barrerlos a todos.

Mientras lo decía comprendió que estaba en lo cierto. Todos parecían reconocerlo… y eran mucho más inteligentes que él. Sin dikta no habría habido más Varones: sólo habría quedado una menguante población de inmortales que irían muriendo poco a poco por accidente, por aburrimiento, por voluntad de Dios.

—Si tu Mirelly-Lyra escapó —dijo Skatholtz— fue porque había pocos Varones para cazarla. Los nuevos dikta se convirtieron en mascotas mimadas; los mismos que en la prehistoria habían sido delincuentes.

Soltó una risa amarga y prosiguió:

—Pero la luna sigue en camino. Aunque sea el resultado fortuito de una mala maniobra de las Niñas, nos destruirá. Y aunque sólo nos pasara cerca…

Su varonés cobró velocidad… y los otros se unieron… más y más rápido, con excepción de Corbell. De pronto los Varones se levantaron para marcharse. También habían excluido a Gording.

Por un momento éste dio muestras de furia, pero en seguida se relajó. Corbell revisó su posición: el trasero bien asentado sobre roca lisa, los pies frente a él, apoyados en roca aparentemente firme… y no se atrevió a mirar hacia atrás. Gording dijo, con amargura:

—Los muchachos no tienen por qué discutir asuntos tan importantes con un dikta.

—¿De qué se trataba?

—Tienen que decidirse, ¿comprendes? Si el satélite choca contra la Tierra, será el fin de los tiempos. Pero si su ruta es casual, puede pasar cerca del mundo: mareas, terremotos…

—¡Oh!, Ciudad Dikta está junto al océano. Tendrán que Cambiarla de sitio.

—¿Cómo? ¿A dónde? No pueden dejarnos en libertad. Somos su tesoro, su fuente de recursos, su valiosa propiedad.

Gording estaba enojado, casi lo suficiente como para golpear el blanco más cercano. Ya:

—Tal vez sólo se lleven algunas mujeres, las mejores que encuentren, para unirlas con los nenes. Los Varones no escasean. Pueden esperar a que la raza vuelva a crecer en número. Después de todo, tienen que ser cuidadosos con la procreación, considerando que el material de origen fue un hatajo de rechazados por…

Con inesperada prontitud, con inesperada rapidez, Gording se abalanzó contra él. Corbell se apretó contra la roca y escapó a la arremetida de Gording. En seguida extendió la mano por encima de su cabeza.

El colagato, sorprendido en lo mejor de su siesta, trató de apartarse de un brinco, pero Corbell lo tomó por la cola.

Gording dio contra el suelo y volvió a lanzarse contra él, con el rostro inmutable, las manos listas para el asesinato. No fue lo bastante rápido. Corbell le arrojó el colagato a la cara. Los dientes de la bestezuela se cerraron contra la garganta de Gording, momento de distracción que el otro aprovechó para lanzarle un directo a la mandíbula.

Gording se hizo violentamente a un lado. El colagato era como un apretado adorno de piel, con los dientes aún clavados en su cuello, pero no estaba tan distraído como Corbell pensaba. Habiendo perdido su propio equilibrio, Corbell vio que el anciano se levantaba y agitaba el puño.

Se hundió duramente en su plexo solar, obligándole a doblarse en dos. Un relámpago le estalló en la nuca.

Le dolía el vientre… le dolía el cuello… estaba enroscado sobre un brazo entre pequeños frutos aplastados. Trató de enderezarse. Yacía entre varios Varones en pie que le miraban desde arriba. Skatholtz, sonriente, meneaba la cabeza.

—¡Magnífico, Corbell!

—¿Entonces qué hago aquí en el suelo, completamente dolorido? Pero no importa.

Se enderezó un poco más. Gording estaba en pie, tranquilo, cubriéndose con la mano la carne lastimada por los dientes del colagato. No parecía tener ningún interés en reiniciar la lucha.

—Perdóname —dijo Corbell—. Lo que dije estuvo mal. Tal vez fue por envidia. Todos vosotros sois… sois más inteligentes que yo, y se nota.

La mano que Gording se apretaba contra el cuello estaba llena de sangre. Respiraba profundamente.

—Comprendo —dijo—. Te expresaste sin pensar en un idioma que no dominas bien. Hice mal en ofenderme. Será mejor que vuelva con los dikta.

Se volvió y dio dos pasos vacilantes antes de que dos manos le aferraran por el brazo. Krayhayft sonreía; sus manos hicieron un ademán negativo.

—No lo hagas, Gording. No puedes volver con ellos. ¿Qué van a pensar cuando vean que tu pelo cambia de color?

Gording se echó a reír, diciendo:

—Valía la pena probar.

—¡Mierda! —exclamó Corbell.

—No, no, Corbell; tu representación fue buena. Pero la disposición de tus músculos te traicionó en todo sentido. No podía imaginarme por qué deseabas que te atacara y tuve que averiguarlo.

—Lo siento. No se me ocurrió otro medio. Aún no sé…

—Lo sabremos muy pronto —repuso Krayhayft—. Parece lógico. Un colagato te mordió días antes de que te encontráramos. Vimos la marca. Y nuestras tradiciones indican que los dikta no pueden gozar de la compañía de los colagatos. Sabemos que hace mucho tiempo era posible cambiar la naturaleza de un ser viviente, y sabemos que se hizo con los colagatos. Es posible que ellos puedan elaborar la inmortalidad como los varones elaboramos la saliva. Vamos a observarte durante la marcha, Gording, para ver si rejuveneces. Mientras tanto, Corbell, pensaremos algún castigo útil por tu engaño. Creo que ya tengo una idea. Ahora mismo nos vamos.

IV

Al desvanecerse la noche, la tribu echó a andar a lo largo de la costa. No llevaban alimentos ni agua. Júpiter era un disco redondo y brillante sobre la oscuridad del mar. El misterioso planeta también lucía a poca distancia de él. Corbell distinguió algunos otros satélites y la sombra de una luna sobre la faz listada de Júpiter.

Uno de los nenes se había quedado dormido y le llevaban en brazos. Los otros preguntaban mil cosas a los sonrientes Varones. Corbell prestó atención a las respuestas: detalles de la marcha, otras bandas de Varones, máquinas maravillosas, la reunión en Sarash-Zillish… Nada que no hubiera oído o adivinado ya. Aguardaba una oportunidad para hablar a solas con Gording, pero ésta no se presentó. El dikta marchaba a la cabeza de la fila, bajo custodia. Cuando Corbell trató de alcanzarle se encontró con una barrera de puntas de espada.

Por la mañana sentía ya la sed.

Hacia mediodía, la sed era insoportable y los nenes se quejaban en voz alta. Gording mostraba las huellas del esfuerzo desacostumbrado, pero guardaba silencio; su marcha era ligeramente inestable y tropezaba de cuando en cuando.

Por la tarde llegaron a un río. Hubo ruidosos chapoteos: los Varones y los nenes bebieron y nadaron. Instalaron el campamento. Corbell, en compañía de otros, pescó con anzuelos improvisados y hebras de hilo traídas de Ciudad Dikta. No se le permitió que limpiara su pescado; no podía manejar cuchillos.

Pero aquella hebra resultaría perfecta para estrangular, a no ser que el estrangulador se cortara los dedos con ella. Mientras observaba su sedal descubrió que Krayhayft le miraba con una amplia sonrisa; éste alargó la mano y Corbell puso en ella la hebra. El río había cavado una profunda garganta en lo que antes fuera el fondo del mar, creando altos acantilados. Durante todo el día caminaron entre aquellas paredes retorcidas, de bellos colores. Al caer la tarde, allí donde los acantilados se estrechaban para tomar un brusco desvío, llegaron a una aldea escondida que ocupaba ambas márgenes del río, unidas por un ancho puente. Más allá de la aldea, la desolación se prolongaba hasta el horizonte.

Los aldeanos les dieron la bienvenida y les proporcionaron alimentos. Corbell los entretuvo con una antología de canciones publicitarias. Cuando Krayhayft comenzó a contar una leyenda, Corbell se acomodó contra una roca. Aquella aldea le parecía una trampa perfecta. Si los dikta seguían a un grupo de Varones desde Ciudad Dikta, tendrían que pasar junto a la aldea, trepando los acantilados y dejando huellas, para seguir después por aquella inmensa desolación, a menos que se arriesgaran a invadir la aldea…

En uno de los extremos del puente había una «cabina telefónica». El puente consistía en un ancho arco de cemento pretensado o algo aún mejor, de líneas singularmente hermosas. Era la única señal de tecnología avanzada entre estructuras más básicas y primitivas.

Acompañaron el pescado de esa noche con pan y maíz. Tenía que haber una «cabina telefónica» en funcionamiento que trajera esas mercancías. Pero ¿funcionaría de verdad aquella cabina? Era demasiado evidente. Tal vez fuera una trampa.

Una voz susurró al oído de Corbell:

—No te dejaremos usar el prilatsil.

Corbell se volvió para mirar duramente al intruso; ni siquiera había mirado la cabina.

El Varón era de los de la aldea: un albino de ojos rosados y pelo dorado, de afilado rostro de hurón. Estuvo a punto de caer cuando se agachó junto a Corbell; su taparrabos era de piel de animal. Aquello significaba que era joven. Corbell ya había aprendido a distinguirlos. Los más viejos jamás se mostraban torpes y no se vanagloriaban de sus presas usando las pieles. El muchacho sonrió, diciendo:

—Prueba, si quieres. Te llenaremos de cardenales.

—Creo que vais a hacérmelo de cualquier modo —respondió Corbell.

Había estado pensando en el «castigo» de que hablara Krayhayft. Maldito Krayhayft; Corbell estaría hecho un manojo de nervios antes de que cayera la espada.

—Sí —dijo el muchacho—. Mentiste. Estaré allí cuando te llegue el castigo.

—Sádico —dijo Corbell en inglés.

—Adivino el significado. No, no castigamos por placer, sino para educar. Tu sufrimiento será instructivo para ti y para nosotros.

El Varón rió entre dientes, lleno de pedantería, con lo cual se reveló como mentiroso, y se levantó.

¿Qué sería todo eso? Corbell esperaba morir en cuanto Gording iniciara el proceso de rejuvenecimiento. Sabía demasiado. ¿O quizá se limitarían a lavarle el cerebro? Se estremeció. De cualquier modo, era la muerte, aunque eso les permitiría utilizar los genes del antiguo delincuente.

Al partir se llevaron provisiones. Uno de los nenes se quedó en la aldea; seis aldeanos se unieron a la tribu, incluyendo al joven albino.

En esa zona, la plataforma continental había sido más amplia; todavía estaba desnuda y estéril. El día tocó a su fin antes de que llegaran a los frutales y, después, a los campos de maíz. Acamparon en los maizales.

Al tercer día se cruzaron con una tribu más numerosa. Durante un rato la tribu de Krayhayft permaneció mezclada con la de Tsilliwheep, intercambiando noticias. Tsilliwheep era un ser extraño: grande, mofletudo, de rostro sombrío; parecía el clásico matón de escuela, pero con melena totalmente blanca. No daba órdenes ni se mezclaba con nadie. Cuando su tribu siguió su propio rumbo se llevaron consigo a dos miembros de la tribu de Krayhayft y a dos de los nenes.

A veces veían desde lejos a algunos seres humanos que andaban solos. Skatholtz explicó a Corbell.

—Son solitarios. Se cansan de tener gente a su alrededor. Andan solos por una temporada. Krayhayft lo ha hecho seis veces.

—¿Por qué?

—Tal vez para averiguar si todavía se aman a sí mismos. O para saber si pueden vivir sin ayuda. O para dejar de hablar. Me parece que Tsilliwheep va a hacerse solitario pronto; tiene todo el aspecto. Se considera de muy mala educación hablar a los solitarios, molestarles u ofrecerles ayuda.

Avanzaban con las plantas a la cintura. En las primeras horas de la tarde divisaron una manada de búfalos enanos; eran miles y miles; a su paso oscurecían la tierra y provocaban un ruido atronador. Tuvieron que andar durante quince minutos para cruzar el sendero que habían abierto. El maíz pisoteado se mezclaba con el polvo, junto con los cadáveres de los búfalos envejecidos que no habían podido seguir la marcha. Corbell vio buitres por primera vez; habían sobrevivido sin cambios.

Skatholtz desvió el rumbo para llevarles por una ciudad en ruinas. Un terremoto, o quizá las armas de las Niñas, habían destruido la mayor parte de los edificios; el tiempo había pulido todos los bordes. Corbell vio allí prilatsil públicos blanqueados por la arena, pero pasó sin prestarles atención. No veía ningún indicio de que aquellas ruinas recibieran suministro de energía.

Los Varones habían establecido un campamento semipermanente en el linde más alejado de la ruinosa ciudad. La tribu de Krayhayft se unió a ellos y colaboró en la cena común aportando manojos de maíz. Corbell se dio cuenta de que lo estaban usando para cocinar.

Los miembros de la tribu local habían montado sobre rocas, por encima de la hoguera, un trozo de vidrio claro, de unos dos metros y medio de diámetro, a la manera de gigantesco cuenco. Resultaba útil como cacerola, pero los bordes dentados eran peligrosos. Tenía que ser parte de algún coche-burbuja.

Al cuarto día se encontraron con dos tribus y se reunieron un buen rato con ellas antes de dejarlas atrás. El segundo de estos grupos se quedó con los dos últimos nenes. Corbell no pudo dejar de preguntarse si eso tenía algo que ver con su propia situación. Hay cosas que no se hacen delante de los niños.

Gording ya no tenía tantas dificultades para mantener el paso. Si llegaba la oportunidad, sería capaz de correr…, pero correr no serviría de nada, pues los Varones eran más rápidos. Había que conseguir un medio de transporte.

Las «cabinas telefónicas» no tenían suficiente alcance. Iban bien para ocultarse en una ciudad, pero no para escapar definitivamente, a menos que lograran llegar a la red de transporte para casos de emergencia que Skatholtz le había dibujado. Sería mejor disponer de un coche… o… ¿qué habrían utilizado los Varones para transportar aquellos doce dormitorios del tejado de Ciudad Dikta? ¿Algún helicóptero gigantesco? Tenía que ser un vehículo volador de gran tamaño.

Sería difícil encontrar alguna de esas cosas fuera de una ciudad. Tal vez sólo existieran en Sarash-Zillish. Pero llegarían allí demasiado tarde. Para entonces, el pelo de Gording empezaría ya a crecer negro.

El quinto día, a primera hora de la tarde, un solitario cazaba a lo lejos, entre el maíz. Saltaba, caminaba un poco, saltaba, caminaba: debía de estar cansado. Pero el canguro que perseguía estaba exhausto. Brincaba y caminaba torpemente, brincaba, caminaba, miraba por encima del hombro al solitario, cada vez más cercano… Al fin se detuvo y esperó a que el cazador se acercara y lo matase.

La tribu de Krayhayft se desvió de su ruta para dejar espacio libre al solitario. Pero éste tenía otros planes. Descuartizó rápidamente a su presa, se echó la carne sobre el hombro y tomó una dirección oblicua para reunirse con la tribu.

Estaba sucio. Le sangraba el antebrazo debido a que el canguro le había lanzado un mordisco. También había perdido el taparrabos. Pero sonrió, y su sonrisa fue como un relámpago blanco en medio del polvo; hablaba con la velocidad de una máquina de escribir eléctrica. Corbell pudo captar parte de lo que decía. Llevaba un año y medio como solitario, desde el final de la última noche larga. Había viajado, hecho cosas, visto maravillas. Había estudiado desde su escondite los rebaños de kchint y sabía más sobre ellos que cualquier Varón… Su rápido discurso se desvaneció cuando fijó los ojos en Corbell.

Éste trató de escuchar lo que los Varones le decían sobre él, pero empleaban palabras desconocidas; el súbito tamborileo de la lluvia vespertina le impidió que entendiera nada. De todos modos, era evidente que el solitario se divertía mucho con lo que le estaban contando.

Cuando cesó la lluvia, el cielo, al aclararse, reveló unas torres cercanas cuyos extremos dibujaban la forma de una cúpula.

Acamparon a sólo una hora de distancia de lo que parecía ser una ciudad intacta. El solitario se había limpiado el barro que le cubría el pelo, que resultó ser castaño con bandas blancas, y había conseguido un taparrabos. Esa noche sólo habló él. Tal vez fuera ése el motivo de que los Varones se hicieran solitarios: carecían de cosas nuevas para contar.

Corbell durmió mal. Las torres formaban un arco partido contra las estrellas. Si pudiera liberarse, llegar solo a la ciudad… Pero cada vez que miraba a su alrededor descubría que alguien le estaba vigilando. Como si pudieran leerle el pensamiento.

V

Parhalding era más grande que Sarash-Zillish. Las polillas y la herrumbre habían hecho lo suyo, igual que el polvo, los hierbajos, los árboles y las enredaderas, que lo invadían todo. La mayor parte de los edificios seguían en pie. Los techos planos estaban repletos de cabezas verdes. Parras y moreras balanceaban la cintura. El maíz y el trigo crecían mezclados allí donde escaseaba la tierra fértil. En cambio, donde el polvo y el agua habían podido acumularse crecían viejos árboles retorcidos, repletos de nueces y frutas variadas.

Corbell cortó algo que parecía un limón hinchado (las ramas del árbol eran gruesas y bajas; su copa verde tocaba las enredaderas que trepaban hasta el segundo piso de un edificio de ventanas rotas. Pero los Varones trepaban como monos y estaban demasiado cerca; además, le vigilaban). La fruta tenía sabor a limonada, a zumo de limón con azúcar.

Parhalding era lo que cualquier ciudad abandonada. En Sarash-Zillish, Corbell había tomado por natural el estado de conservación. Había sido una tontería de su parte; debía haber buscado a sus cuidadores.

Las enredaderas formaban un bulto extraño cerca de la esquina; algo centelleaba en el interior de aquel bulto. La luz variaba a medida que iba avanzando; intuyó que las parras ocultaban un coche-burbuja. ¿Estaría muy estropeado? En ese momento captó una fugaz mirada de Gording. Se preguntó si algún otro se habría dado cuenta: no era posible que los Varones lo supieran todo…

Pero la tribu se había agrupado más estrechamente al caminar, como si temieran a los antiguos fantasmas. Formaban una masa compacta en torno a Corbell… y era Corbell quien tenía miedo.

El edificio al que se dirigían no tenía enredaderas, ni plantas en el techo. Alguien lo había mantenido en buenas condiciones. Corbell lo reconoció por su forma: era un hospital.

Las grandes puertas dobles se abrieron para permitirles la entrada. Los diez a doce Varones que rodeaban a Corbell estaban tan amontonados que parecía que iban a tropezar unos con otros, pero no ocurrió así. Lentamente se fue encendiendo una luz indirecta que puso de relieve las mesas de recepción, una ventana destrozada en la que aún se veían algunas espigas invisibles, transparentes y curvas, la alfombra-nube, los sofás hechos astillas, y una pared cubierta por mapas gemelos de proyección polar, en los que destacaban los helados y prominentes casquetes polares.

Un ruido ahogado, lleno de pánico, le hizo volver la cabeza. El solitario que se les había reunido el día anterior había caído de rodillas ante la puerta. Le faltaba la cabeza. Su cuello manaba sangre brillante.

Gording estaba acorralado. El albino se erguía, gruñendo, con las piernas flexionadas, entre Gording y la puerta doble. Cuando se aproximó, el dikta arrojó una piedra hacia él, como para no dar en el blanco. Corbell trató de entender qué se proponía. La piedra pasó por detrás del cuello del albino, giró bruscamente y rodeó su garganta. Entonces Gording tiró con fuerza de la otra piedra que aún tenía en la mano.

Corbell comprendió. El albino gritó sin voz y lanzó un manotazo al aire. Su cuello se partió limpiamente. Las puertas se abrieron para dar paso al cuerpo degollado, que retrocedía tambaleándose. Gording pasó rozándole, a toda velocidad, y desapareció.

Corbell se dio cuenta entonces de que dos Varones le cogían por los brazos. Los demás se habían lanzado en persecución de Gording. Su adiestramiento militar pertenecía a un pasado muy remoto, pero aún lo recordaba: golpear la espinilla y, cuando el enemigo se arquea hacia arriba, girar y levantar el codo…

Sus guardianes desaparecieron como fantasmas ante sus golpes; un brazo en movimiento le golpeó precisamente sobre los ojos. Se sintió mareado y medio ciego; en estas condiciones le condujeron por un tramo de escaleras.

—Le atraparán pronto —oyó decir a Skatholtz.

—Tiene hilo. Tendremos que probar todas las puertas —replicó Krayhayft—. Esa hebra es casi invisible, y si toca a un Varón a la altura de la garganta… Ven, Corbell.

Después de haber subido cuatro tramos de escalera recorrieron un pasillo. Se encontraban ante un quirófano. Cuatro mesas con sus brazos de araña metálica.

—¡Noooo!

Corbell se debatió con fuerza. Tu sufrimiento será instructivo para ti y para nosotros. ¡Iban a disecarle! Le arrastraron hasta una mesa de operaciones y allí le sujetaron, abierto de piernas y brazos, boca arriba.

—¿Cómo sabéis que estáis enterados de cuanto sé? —gritó a Krayhayft, que se alejaba de espaldas.

Diablos, se había ido. Pero Skatholtz se sentó en otra de las mesas.

—¡Skatholtz, si destruyes mi cerebro perderás el único punto de vista diferente del tuyo! ¡Piénsalo!

—No vamos a destruir tu cerebro. No lo creo. Aunque hay cierto riesgo.

—¿Qué vais a hacerme?

—Nos entretendremos mutuamente.

En ese momento Krayhayft regresó llevando con él una probeta de… ¿plasma sanguíneo? Era un líquido claro. Se inclinó sobre la cabeza de Corbell y la instaló entre los brazos de acero que sostenían los instrumentos.

«¡Diles lo del coche!», pensó Corbell. Pero no lo hizo. Si tenía simpatía por alguien, aparte de sí mismo, era por los dikta. Que Gording escapara si podía.

Bajó un brazo de acero. Su punta hipodérmica vaciló un instante por encima de él; después se hundió en su cuello. Las fuertes manos de Krayhayft le sostuvieron la cabeza durante un tiempo interminable. Después la hipodérmica se retiró y el brazo volvió a su sitio.

Corbell aguardó. ¿Acaso ese líquido iba a hacerle dormir? ¿O sólo para paralizarle? Pero Skatholtz le estaba soltando los brazos y los tobillos y le ayudaba ya a ponerse en pie. Corbell se tambaleó. Aquella droga estaba surtiendo su efecto, sin duda.

Le condujeron por otros tres tramos de escaleras, por otro pasillo, hasta un pequeño teatro. Allí le dejaron caer en una silla tapizada con alfombra-nube. El polvo se levantó a su alrededor Estornudó y trató de levantarse, pero estaba demasiado aturdido. Algo estaba pasando en su mente.

Krayhayft trabajaba en alguna parte, detrás suyo. El teatro quedó a oscuras.

Unas luces brillaban en la oscuridad a infinita distancia. Estrellas: el cielo negro del espacio interestelar. Corbell descubrió constelaciones familiares distorsionadas… y en ese momento algo le reveló dónde estaba.

—¡ARN! —gritó en inglés—. ¡Me habéis inyectado ácido de memoria! ¡Grandísimos hijos de puta, lo habéis hecho otra vez!

—Corbell…

—¿Qué voy a ser esta vez? ¿En qué me habéis convertido?

—Conservarás tu memoria —respondió Skatholtz, también en inglés—. Recordarás cosas que nunca viviste. Nos lo dirás. Contempla el espectáculo.

Estaba aproximadamente a unos sesenta años-luz del Sol, viendo lo que había sido el Estado. Una voz hablaba en un idioma que Corbell nunca había oído. No trató de comprender. Lo observaba todo con una fascinación que le resultaba familiar. Adiós, CORBELL Número Dos, pensó en el fondo de su mente, agregando con un leve desafío: Pero aún estoy en lamentable libertad.

Ciertas estrellas brillaban más que otras… y a su alrededor giraban sistemas planetarios, muy ampliados. De pronto todos esos sistemas, menos dos, se tornaron sombríamente rojos. Enemigos. Eran los mundos que se habían vuelto contra el Estado.

Uno de los sistemas rojos estalló y se disolvió en el fondo, destruida su colonia. Los dos sistemas neutrales se tiñeron de rojo. Otro sistema se desvaneció.

La escena se centró en el sistema solar, un sistema solar más grande que el que Corbell conocía, con tres gigantes gaseosas más allá de Plutón e incontables cometas pululantes. Varias flotas de naves espaciales salieron con rumbo a la colonia rebelde. Otras flotas las invadieron. Algunas parecían nidos de avispas; estaban compuestas por muchas naves agrupadas en torno a un estatorreactor Bussard. Otras, guerreros portugueses: eran miles de naves que se movían como pesas en el borde de una gran vela de plata. Las primeras flotas incluían naves-hospital y depósitos de combustible. Después se sucedieron ataques suicidas en masa.

Aquello siguió durante siglos. La utopía del Estado se convirtió en una civilización de subsistencia que volcaba todas las energías no indispensables hacia la guerra. Las flotas avanzaban un poco por debajo de la velocidad de la luz. Las noticias de éxito o de fracaso, las demandas de refuerzos, viajaban algo más rápidamente. El Estado estaba compuesto por Varones, Niñas y dictadores, todos unidos para el bien común. Corbell sufrió al ver que se rompía esa unidad.

Un rayo de luz bañaba el sistema solar: cañones de láser que disparaban desde la colonia Lejana. Lejana lanzó naves de guerra con velas de plata a una aceleración terrible. Las naves dejaban caer las velas y desaceleraban durante su trayecto hacia el Sol, para llegar precisamente detrás del rayo mucho antes de que el Estado pudiera prepararse. Corbell se agitaba en la silla; hubiera querido gritar para dar la alarma. El Estado venció a los invasores, pero no pudo detener la traición oculta.

La guerra prosiguió. Lejana, económicamente arruinada por su esfuerzo, cayó ante el contraataque. Hubo de pasar toda una generación (demasiado tiempo) para que los astrónomos descubrieran lo que los traidores de Lejana habían hecho en la oscuridad, más allá del rayo cegador, mientras toda la atención se centraba en los invasores. El Estado había buscado la luz de los vehículos a fusión, no la vaga luz acuosa de un nuevo planeta. Perséfone, el planeta que orbitaba más allá de Plutón, tenía una órbita peculiar, inclinada en forma casi vertical con respecto al plano del sistema solar. El nuevo rumbo lo había conducido ya muy dentro del sistema.

1023 toneladas de hidrógeno y de hielo compuesto de hidrógeno se dirigían directamente hacia el Sol, a velocidad de huida. Los océanos terrestres entrarían en ebullición.

El Estado hizo lo posible. Miles y miles de bombas a fusión, toda la artillería del sistema solar, se instalaron en el lado luminoso de Perséfone, precisamente por encima de la atmósfera. Una gran porción de su atmósfera se desprendió y quedó flotando como la cola de un cometa; su masa tiraba del denso centro de Perséfone. Un gallardete de gas, más voluminoso que la misma Tierra, quedó libre, circunvoló el Sol y volvió en forma de llovizna hacia el halo del cometa. Aunque hubiesen utilizado antes las bombas, el centro de Perséfone habría actuado igual. Era roca y hierro al rojo amarillo; despedía gran cantidad de rayos X al entrar en la fotosfera solar, donde desapareció.

El Sol aumentó su brillo.

Los océanos se redujeron, las cosechas se secaron, muchos millones de personas murieron antes de que el Estado pudiera colocar un disco de tejido reflector entre la Tierra y el Sol. Se trataba de una medida provisional. El nuevo calor del Sol era permanente. Al menos en la escala humana de tiempo. La fusión se aceleraría en el interior del Sol, más caliente. El calor sepultado emergería hasta la superficie y, desde allí, al espacio.

El Estado contaba con un solo medio para sobrevivir. Podía mover la Tierra de la misma manera que Lejana había empleado para detener a Perséfone en su órbita.

—¿Comprendes lo que estás viendo?

—Sí —respondió Corbell, indicándoles que se callaran con un gesto.

—Teníamos miedo. El espectáculo luminoso era muy viejo, y la unidad de memoria también. Datan de la última época de las Niñas. Han permanecido en tiempo cero durante… cien mil años, tal vez más. Temíamos que estuvieran estropeados.

—Y los habéis probado en mí.

Pero su enojo parecía impersonal y remoto.

El Estado tuvo que abandonar las minas de Mercurio: un serio revés industrial. De todos modos estaban construyendo algo allá, en el cinturón de asteroides; algo enorme, como si fuera una nave estelar lo bastante grande como para transportar a toda la raza humana a lugar seguro. Pero no, no era eso. Corbell estaba fascinado. Sabía que podía deberse al ARN, pero de cualquier modo estaba fascinado. Apenas escuchó lo que Skatholtz decía.

—Era sensato, Corbell. Las Niñas que montaron este espectáculo regían el cielo. A ti estas cosas te son familiares. ¿Sabes ya quién fue el que lanzó un satélite contra nosotros?

—Todavía no. Calla y déjame…

Aquello ya había terminado. Dos tubos concéntricos, cada uno de ciento cincuenta kilómetros de longitud; el tubo interior medía un kilómetro y medio de diámetro y tenía gruesas paredes de construcción compleja; el exterior era más delgado, pero dos veces más ancho. En un extremo, la proa de un cohete en forma de campana. En el otro… Corbell sabía más de lo que estaba viendo. Cañones de láser readaptados, orificios de descarga, una falda flamígera, gruesas aletas romas, todo allí, en el extremo posterior. Estaban colocándole depósitos de hidrógeno líquido provisionales. La estructura se movía ya bajo su propia energía…, era un tremendo motor de fusión… y avanzaba hacia afuera, circundado por diminutas naves…, sí.

Corbell preguntó:

—¿Cómo se hace para bajarse de un elefante?

—¿Tengo que contestar?

—Nadie se baja de un elefante. Es preferible bajarse de un pato.

—¿Por qué?

—Es mucho más seguro. ¿Cómo se hace para mover la Tierra?

No era de extrañar que el espectáculo luminoso careciera de sentido para Skatholtz. Era impresionante contemplar la construcción de aquel motor, a pleno sol o en las agudas y negras sombras del espacio. Los diagramas presentaban una cierta lógica para un arquitecto, pero para Skatholtz eran sólo líneas en rotación. De cualquier modo, sin la unidad de memoria y sin la carrera espacial de Corbell, el Varón era aún lo bastante inteligente como para comprender en parte lo que estaba viendo.

—Hay otra cosa que se mueve —dijo—. El daño causado por el impulso de los cohetes y los errores que se puedan cometer no matarán a nadie si el cuerpo sobre el que se trabaja no tiene habitantes. Por tanto, se puede mover el cuerpo en cuestión hasta que la Tierra caiga hacia él como la piedra cae hacia el suelo. ¿Qué usaron como cuerpo de trabajo? ¿Ganímedes?

—Urano. ¿Puedes detener el espectáculo en esa imagen?

La conferencia se detuvo en la «concepción de un artista»: un arco borroso, curvo, de la atmósfera superior de Urano. El motor, flotando a su alrededor, parecía diminuto.

—¿Ves? —indicó Corbell—. Es un tubo doble, muy fuerte bajo la expansión. Flota verticalmente en el aire superior. Los orificios del fondo permiten la entrada del aire, que es hidrógeno, metano y amoníaco, compuestos de hidrógeno, como el aire que quema el Sol. Se disparan cañones de láser a lo largo del eje del motor, empleando un… color que el hidrógeno no dejará pasar. Así, se obtiene una explosión de fusión a lo largo del eje.

—No entiendo algunas de las cosas que dices. ¿Fusión?

—Fusión es el tipo de combustión de las estrellas. Probablemente utilizaron bombas a fusión contra las Niñas.

—De acuerdo. El hidrógeno entra en fusión en el motor…

—… y la expulsión se dirige hacia arriba y hacia afuera. Es más caliente a lo largo del eje y más fresca cuando llega a las paredes del motor. Toda la masa estalla hacia afuera, por el extremo de eyección. Tiene que alcanzar una velocidad de escape más alta que la de Urano. Como ves, presenta una especie de falda flamígera en su parte posterior. El aire profundo ejerce allí terribles presiones, detiene el tubo y lo impulsa hacia arriba otra vez. Se vuelve a disparar.

—Elegante —comentó Skatholtz.

—Eso es. Allí no hay nadie que pueda morir. Sistemas de control en órbita. La atmósfera sirve de combustible y absorbe el impacto, todo a la vez… y el planeta es casi todo atmósfera. Aun cuando el motor está apagado, flota a gran altura durante un rato, pues contiene compuestos de hidrógeno calientes. Si se deja que se enfríe cae, por supuesto, pero puede hacérsele volver a la atmósfera superior calentando el tubo con el láser y disparándolo casi hasta la fusión. Pon otra vez el espectáculo en movimiento, ¿quieres?

Skatholtz dio una seca orden a Krayhayft. Corbell siguió mirando.

La Tierra aguantó a duras penas. Hubo que colocar cables superconductores desde el casquete polar septentrional para utilizar su frío. El casquete se desheló. De cualquier modo, la gente murió por millones. No nacieron más criaturas, pues no había sitio para más. Costó más de un siglo poner a Urano en su lugar, a nueve millones de kilómetros de la Tierra, en su propia órbita. El planeta aceleró lentamente, arrastrando al mundo tras de sí… Y finalmente aumentó su velocidad, dejando atrás a la Tierra, en una órbita más amplia. La Luna se perdió.

El Sol se expandió por su propio calor interno. La luz era más rojiza, pero su mayor superficie enviaba más calor hacia el espacio… y hacia la Tierra. Por entonces las Niñas se habían hecho cargo de Urano y del motor flotante a fusión. Volvieron a mover la Tierra.

Hubo que moverla cinco veces. En cierto momento giró en órbita justo frente a Marte. Después lo hizo más hacia fuera. El horno interno del Sol se había estabilizado, pero la fotosfera seguía creciendo. Y fue necesario trasladar la Tierra una sexta vez…

Con la intuición aumentada por el tratamiento de ARN. Corbell pronosticó:

—Aquí fue donde se presentó el problema.

El planeta estaba demasiado caliente. Alrededor de cada sol estable hay una región, una banda bastante estrecha en la que un planeta similar a la Tierra logra temperaturas terrestres. Pero la banda de temperatura ideal del Sol se había acercado mucho a Júpiter. El mundo gigantesco podría haber atraído a la Tierra hasta sacarla de su órbita…, quizá en un curso de colisión.

¿Y si ponían a la Tierra en órbita alrededor del mismo Júpiter? Pero el calor del Sol se estaba estabilizando. La Tierra sufriría una Edad de Hielo permanente, a menos que Júpiter fuera alterado para conseguir mayor brillo.

—No entiendo esa última parte —dijo Corbell—. Pásala otra vez.

Krayhayft obedeció. Eran dos escenas astronómicas casi idénticas, divididas por una pared a través del espacio. Corbell vio que Urano se alejaba de la Tierra, caía detrás del Ganímedes y se quedaba rondando el sistema. La idea consistía en detener casi por completo el curso de Ganímedes. Naturalmente, la maniobra alteró muchas órbitas lunares.

—¿Qué fue lo que falló?

—No estoy seguro. Las Niñas querían una órbita rasante. Y, en cambio, la Luna cayó directamente hacia dentro. ¿Por qué?

Skatholtz no dio respuesta alguna.

Era difícil pensar en todo aquello. El profundo conocimiento de los eyectores gigantescos a fusión, de la atmósfera de Urano y de la guerra interestelar era muy reciente para él. Le permitía comprender la filmación histórica, pero cuando trataba de pensar en todos esos nuevos datos todo se convertía en una mezcla imposible. ¡Maldito Skatholtz! Después de todo, ¿qué obligación tenía Corbell de decirle nada? Pero el problema le fascinaba. El ARN provoca esa fascinación… y Corbell, aun sabiéndolo, no lograba que eso le importase.

—Veamos. Júpiter da más calor que el que obtiene del Sol. Es el calor restante de la época en que el planeta surgió de la nebulosa original, hace cuatro billones de años… de los míos. Por tanto, el planeta podría retener calor y dejarlo escapar durante muchísimo tiempo. Pero las energías serían las mismas, fuera cual fuese el ángulo en que hubiera caído la Luna.

—¿Y ese impacto provocaría fusión? ¿No ardería Júpiter?

—Júpiter es demasiado pequeño para arder como una estrella. No tiene bastante masa ni suficiente presión. Pero sí, habría una excesiva presión en la onda de impacto, delante de Ganímedes. Y además, calor.

—¿Fue difícil calcularlo?

—¿Qué?

Skatholtz dijo:

—Las cifras del calor provocado por una caída rasante debían ser simples. Las Niñas conocían la masa de Ganímedes y la altura de la caída. Podrían calcular cuánto calor adicional debía adquirir Júpiter para calentar lo suficiente el mundo. Pero… El calor obtenido por fusión es demasiado complicado para operar con él. Los cálculos de las Niñas se limitaron a la órbita rasante. ¿Sería mucho el calor agregado?

Corbell hizo un gesto de asentimiento, explicando:

—Mira, el centro de Júpiter se compone de hidrógeno comprimido, muy comprimido, hasta tal punto que actúa como metal. Ganímedes cae directamente en él. La fusión prosigue en la onda del impacto y aumenta, se intensifica: la explosión a fusión constante hace que la onda de impacto sea más y más grande. Desde entonces el calor no ha dejado de emanar.

—No lo comprendo bien, Corbell. ¿Tiene sentido para ti?

—Sí. Perdieron una luna, y eso las mató. Urano iba rumbo al espacio interplanetario. Las Niñas no pudieron traerlo a tiempo. Y su territorio era demasiado caluroso. Entonces trataron de tomar el de los Varones.

Corbell tomó conciencia de que el espectáculo había terminado. Los nuevos recuerdos que se instalaban en su cerebro seguían aturdiéndole, pero se sentía Jotabé Corbell. Su personalidad parecía seguir intacta.

—Eso significa que esa especie de satélite nuevo es Urano —observó Skatholtz—. Algunas Niñas han de haber sobrevivido. ¿Qué podemos hacer? No contamos con naves estelares ni podemos fabricarlas tan rápidamente. Corbell, ¿no podríamos utilizar tu vehículo de aterrizaje?

—No tiene combustible —respondió Corbell, riendo súbitamente—. ¿Qué harían con una nave espacial? ¿Lanzarse contra Urano? ¿O aprender a manejarla?

—Estás escondiendo algo.

—No creo en esas Niñas. Si hubieran sobrevivido, haría ya mucho tiempo que habrían hecho algo.

La llegada de Urano era demasiado dramáticamente fortuita. Esa coincidencia requería una explicación, y Corbell había pensado en ello. En todo caso, podía tratar de desviar la búsqueda:

—¿Y si se hubieran escondido en los Himalayas? Hay vida en uno de los valles altos. Es posible que hubieran instalado allí una industria constructora hace mucho tiempo.

—Los nombres que dices no tienen sentido para nosotros —dijo Skatholtz, ayudándole a levantarse—. ¿Puedes señalarnos esos Himalayas en una imagen del mundo? Abajo hay una.