CAPÍTULO 6
LOS MUTANTES

I

Cuando Corbell llegó a la costa antártica estaba oscureciendo. El Sol había dejado una estela rojo oscuro sobre el horizonte septentrional; un círculo rojo sobre el rojo mostraba la faz nocturna de Júpiter. Se distinguían dos pequeñas lunas jupiterianas, una al Este y otra al Oeste. Hacia adelante, oscuros bosques conducían hasta la negra costa.

Los árboles llegaban hasta él y se abrían para darle paso.

La suave marcha se transformó pronto en un movimiento browniano; el coche empezó a esquivar troncos de árboles a una endemoniada velocidad. Corbell se sujetó fuertemente a la barra acolchada para no rebotar en el interior, pero no se atrevió a cerrar los ojos. Las escenas de persecución vividas en Ciudad Cuatro debían haber agotado su capacidad para el terror, pero no era así.

Los viejos árboles se abrían paso a través de una maraña de retoños, enredaderas, maleza y grandes hongos. Los vegetales aparecían amontonados unos sobre otros. Un par de enormes aves huyó del coche, gritando. El vehículo avanzaba a cierta altura, pero las ramas azotaban su parte inferior.

El bosque se fue haciendo ralo; había restos de construcciones entre las vides. Estaba ya cruzando Sarash-Zillish. La tierra, los hierbajos y los pequeños arbustos habían invadido las calles. Si ésa era Ciudad Tres, la fuente de actividad industrial que Pirssa había percibido en la Antártida desde su órbita, hacía ya tiempo que había perecido.

El coche disminuyó la marcha…, gracias a Dios. Avanzó con lentitud sobre la maleza crepitante. Se detuvo en terreno abierto y descendió. Al bajar, Corbell pisó vegetación húmeda. Se desperezó y echó una mirada a su alrededor.

En aquella oscuridad apenas era posible distinguir dos distantes paredes curvas, una filigrana hexagonal que marcaba el lugar ocupado en otros tiempos por una cúpula. Corbell no vio ningún indicio del gran cubo negro, la estación del subterráneo, que constituía el centro de todas las ciudades que había visitado hasta ese momento.

Estaba parado ante lo que debía ser el Cuartel General de la Policía Internacional: un gran muro plagado de balcones y ventanas oscuras, con una hilera de amplios agujeros circulares en la parte superior, lo bastante anchos como para permitir la entrada a los vehículos aéreos de la policía.

Allí tenía que haber armas…

Recordó que había comida en el parque, y Corbell se moría de hambre. Subió al coche, no con muchas ganas, y marcó el número que Mirelly-Lyra le había dado: L invertida, L invertida, un garabato sin definición, delta.

El parque, así como los bosques que circundaban la ciudad, se extendía hacia las calles. El vehículo se detuvo ante un grupo de parras. Corbell bajó (no tenía otra alternativa) y se encontró hundido hasta las rodillas entre las ásperas enredaderas, que le arrastraron hacia atrás. Logró deshacerse de sus ramas.

El hambre no solía mejorar el carácter de Corbell. Le volvía irritable e imposible de aguantar.

Ante él se levantaba un muro de vegetación, dos veces más alto que él. Suponiendo que bajo aquella maraña de enredaderas se encontraba una verdadera pared, Corbell se dirigió hacia su final, dio la vuelta y entró al parque propiamente dicho.

No había grandes diferencias. Estaba oscuro como boca de lobo. La luz horizontal de Júpiter no podía penetrar los árboles y los edificios. Corbell hubiera deseado tener una linterna o un reflector, pero ni siquiera disponía de fósforos. CORBELL Número Dos, en pelotas en medio de la oscuridad, no cazaría esa noche. Pero un poco de fruta… Tal vez se tratara de árboles frutales. La Norn se lo había asegurado. Corbell deslizó sus manos por entre las ramas de un árbol; algo redondo le golpeó la muñeca.

Tenía la forma y el tamaño de una pera muy grande, con cáscara gruesa y áspera. Arrancó con los dientes parte de esa piel y mordió… La pulpa correspondía a un aguacate cremoso, de sabor más suave que el del aguacate. Lo comió todo. Después arrojó la piel y el corazón y buscó otra fruta entre las ramas.

Un tentáculo peludo se dejó caer confiadamente sobre su cuello. Corbell lo agarró. Dientes agudos se clavaron entre su cuello y su hombro. El dolor le descompuso. Arrancó de un tirón al animal; los dientes se aflojaron, el tentáculo cedió e inmediatamente volvió a enroscarse en torno a su antebrazo. A la luz de las estrellas, Corbell pudo ver una pequeña cara gruñona: estaba estrangulando un colagato.

La bestezuela podía haberle arrancado con toda facilidad los ojos o la yugular. En ese mismo instante intentaba morderle otra vez. Y, sin embargo, él no tenía especial interés en matarlo.

Le estrelló la cabeza contra una rama y la presión se aflojó. El arquitecto lo arrojó de sí con el movimiento veloz de quien lanza una pelota. Cayó enroscado en el suelo; levantó la cabeza para mirarle. Corbell era demasiado grande. El animal murió.

Le había dejado una herida superficial, pero no sangraba mucho. Sin embargo, dolía. Corbell se apartó del colagato con una maldición. Después buscó otros dos aguacates y los comió. ¡Qué buenos estaban!

Volvió al coche, se encerró en él y se echó a dormir.

El primer día.

Corbell desayunó con diminutas manzanas y uvas del tamaño de una manzana. Los colagatos habían desaparecido. Mientras comía permaneció muy quieto. Al fin tuvo su recompensa. Unas cuantas ardillas (o algo parecido, pues se movían demasiado rápidamente) surgieron de la maleza y volvieron a desaparecer. Un ave salió del bosque a la carrera, se detuvo bruscamente frente a él y huyó dando un grito de terror; le llegaba hasta el hombro y presentaba el aspecto de un pavo en librea otoñal.

Al fin recogió una rama gruesa con un nudo en la punta. Habría preferido un machete, pero aquel garrote era bastante pesado. Armado con él, salió a explorar.

El parque era una verdadera delicia. Descubrió árboles frutales, nogales y plantas que daban un fruto verrugoso, del tamaño de un puño, cuyo sabor probaría más tarde. Pinos y cocoteros luchaban por el espacio. Ciertas enredaderas, cargadas de habichuelas, trepaban por los árboles hasta estrangularlos. Corbell, guiándose por una corazonada, arrancó algunas plantas más pequeñas y descubrió que tenían grandes raíces: patatas, zanahorias o nabos, quizá. Aquellas plantas llevaban un millón de años adaptándose a esa luz rojiza y al día antártico de doce años; no era de extrañar, pues, que le resultaran irreconocibles. Pero tal vez fueran alimenticias una vez cocinadas. Para eso tendría que encender fuego. O encontrarlo encendido.

La planta baja de los Cuarteles Generales de la Policía Internacional estaba limpia y vacía. No había cadáveres, armas ni uniformes; incluso las mesas de despacho habían desaparecido. Corbell se sintió desilusionado; había entrado con la esperanza de poder vestirse.

Probó uno de los ascensores. Funcionaba.

Tras varias horas de exploración, descubrió que los veinte pisos del edificio estaban completamente desnudos, desde los vacíos hangares bajo la pista de aterrizaje, en la azotea, hasta las celdas maravillosamente filigranadas de los pisos cinco, seis y siete; y también las oficinas del segundo. Sólo quedaba la estructura en sí.

Pero como los ascensores funcionaban, siguió investigando.

En el lugar que habían ocupado las mesas de despacho descubrió unos vertederos de basura y los siguió hasta la salida. Allí había varios cubos metálicos para desperdicios, todos vacíos. Se llevó uno al coche. Era lo más parecido a una cacerola que había encontrado. Si además pudiera encontrar agua… y fuego…

Había revisado ya la gran habitación del décimo piso: una amplia superficie plana, con armarios en las cuatro paredes y una gran mesa cuadrada en el centro, con latas debajo, y puertas que ocultaban estantes. La recorrió de nuevo con mayor atención; revisó largos paneles y bajo ellos encontró los mandos de encendido. Los movió hasta donde pudo hacerlos girar, pensando encender una hoguera. Aquella habitación tenía aspecto de cocina.

Volvió al coche y regresó con un generoso manojo de hierba seca, además del garrote.

La mayor parte de los utensilios existentes en aquella cocina debían de estar descompuestos. Una puerta grande y respetable proclamaba que ese armario había sido una nevera. Algunas de las superficies planas tenían que ser parrillas, pero no estaban calientes. En cambio, una pequeña puerta de vidrio, que cerraba un espacio provisto de estantes, lo estaba. Un horno. Corbell metió allí la hierba seca y esperó… esperó…, mientras la hierba se achicharraba más y más…, hasta que de pronto ardió.

Abrió la puerta y puso el garrote sobre la hierba encendida. Cuando la hierba se hubo consumido, el extremo del garrote apenas ardía sin llama. Pero ya entonces Corbell había encontrado una especie de ventilador con el que sopló sobre las brasas hasta obtener una pequeña llama.

En cuanto llegó al coche, comenzó a llover.

El vehículo se negaba a moverse a menos que las puertas estuvieran cerradas…, con el garrote dentro, ardiendo. La pequeña llama se había apagado. La lluvia caía torrencialmente, como si no pensara parar hasta que el mundo fuera todo agua. Adentro, humo; fuera, lluvia: Corbell no veía nada.

Afortunadamente, el trayecto no era largo. El coche se detuvo sobre el mismo grupo de parras. Corbell sacó el cubo de basura a la lluvia, pero se quedó en el vehículo, soplando sobre las brasas, con las puertas abiertas.

La lluvia vespertina siguió y siguió. Al fin el garrote dejó de arder, pero a Corbell ya no le importaba: toda la leña del parque debía de estar empapada. Al caminar por aquel terreno húmedo recogió diversas frutas para cenar.

Volvió a dormir en el automóvil. Una noche de humedad, desvelo y calambres coronó aquel mísero día. En aquella selva de deleites, en aquella jungla donde cuanto crecía parecía destinado a servir al hombre, Corbell no había logrado hacer fuego, ni siquiera con la ayuda de un horno. ¡Cómo se habría reído Robinson Crusoe!

La mordedura del colagato estaba cicatrizando y no tenía fiebre. Había escapado a la rabia y al tétanos. Al día siguiente volvería a intentarlo.

El segundo día.

Todo fue mejor, más rápido, más fácil. Dirigió el coche hacia los Cuarteles. Llevó dos manojos de leña húmeda, recogida en el bosque, y la metió en el horno. El día anterior había olvidado apagarlo, y eso le ahorró tiempo. Puso en marcha el extractor y se marchó.

Tras un rato de búsqueda encontró otro cubo de basura vacío y lo llevó a la cocina. Los leños estaban ardiendo por varios sitios, pero aún estaban mojados. Los dejó como estaban. La cocina estaba llena de humo, a pesar del extractor.

La impaciencia se apoderó de él. Ni siquiera había ya llamas en los leños carbonizados. Abrió la puerta del horno, dejando que entrara el aire. Los gases se encendieron con un suave uousss. Corbell saltó hacia atrás, tocándose las cejas y el pelo. Pero no, no se habían quemado. Tuvo que arrancar la puerta de un pequeño armario, pues no halló otra cosa. Con ella sacó los leños del horno para meterlos en el cubo. Decidió llevarse también aquella puerta; aquella superficie metálica plana podía resultar de utilidad.

El regreso fue más lento. Tuvo que detenerse tres veces y abrir las puertas para que saliera el humo. El coche se detuvo cada vez. Pero consiguió llegar; maniobró con el cubo entre las vides, bajo un cielo amenazador. Los leños se habían convertido en carbón.

Puso la lata de lado, de modo que el fondo quedara más alto que el borde. Empujó las brasas hasta hacer un montón en la parte de atrás. Después buscó más leña, lo más seca posible, y la puso en el cubo para que el calor la fuera secando. Cuando la cálida lluvia volvió a hacer su aparición, ya nada importaba. No molestaba demasiado y su fuego estaba seguro.

A esa hora, hacía un millón… no, dos millones de años, Corbell, el cosmonauta, ya había cruzado diez mil años-luz, o más, y se encontraba al borde de un agujero negro, tan grande como cien millones de soles, en el corazón de la galaxia…

Corbell, el salvaje desnudo, salió de caza en busca de su cena.

A su alrededor percibía el movimiento de seres vivos, pero no veía nada. No importaba. No tenía con qué matar, ni siquiera un cuchillo de cocina. Mientras arrancaba raíces buscaba también un nuevo garrote.

Arrancó muchas raíces de distintas especies. Las asaría para probarlas.

Recoger nueces le llevó más tiempo. La lluvia cesó al fin. Parecía bastante regular: comenzaba precisamente después del mediodía y duraba dos o tres horas. Al menos podía contar con algo fijo, y eso le resultaba agradable. Bajo la habitual luz roja del crepúsculo se sentó para cocinar su cena.

Tuvo que tirar la mitad de las raíces. Las demás eran, aproximadamente, una patata, una remolacha muy grande, una combinación de zanahoria y nabo y algo que se parecía más directamente a un nabo. Casi todas las nueces se le quemaron, pero las que pudo aprovechar resultaron deliciosas. Salió en busca de más.

La noche se cernía ya sobre él. Puso en pie el cubo de la basura y echó algunas ramas secas sobre las brasas. Después se acomodó para dormir en un colchón de musgo casi seco.

El tercer día.

Corbell se movió un poco en la oscuridad. Sentía una piel algo caliente contra la espalda, pero tenía frío en el resto del cuerpo. Se acurrucó más sobre sí mismo y volvió a dormir.

Poco después, el recuerdo le despertó súbitamente. ¿Piel? Ya no tenía nada contra la espalda. ¿Había sido un sueño? ¿O tal vez algún colagato amistoso que se había apretado junto a él en busca de calor? El contacto no le había despertado por completo. El y Mirabelle solían compartir su cama de matrimonio con un gatito, hasta que el gatito se convirtió en un señor gato y comenzó a comportarse como tal.

Estaba ya completamente despierto. Realizó algunos ejercicios sencillos hasta que la rigidez desapareció. Desayunó con frutas (¿con qué, si no?). Tal vez tuviera que dedicarse a buscar nidos y huevos.

El fuego aún estaba encendido. Lo alimentó con ramitas y salió a buscar troncos más grandes. Hubiera deseado tener un hacha. La leña menuda se consumía demasiado aprisa, los trozos grandes eran demasiado pesados, y pronto acabaría con todas las ramas secas de la zona. Pasó parte de la mañana arrastrando una rama enorme hasta la hoguera reanimada. Después de poner la lata de lado para empujar hacia su interior el gran muñón de la rama, se dio cuenta de que podía producirse un incendio y optó por trasladar toda la instalación hasta un suelo de granito casi enterrado.

Pero tenía hambre de carne. Si lograba encontrar una rama lo bastante recta, podría endurecerla al fuego para convertirla en una espada; eso, siempre que lograra sacarle punta. Lo que necesitaba realmente era un cuchillo. Sólo por eso valía la pena explorar Sarash-Zillish.

Cuatro comas cruzadas dirigieron el coche hasta el hospital de Sarash-Zillish. Corbell lo reconoció inmediatamente: su fachada era idéntica a la de Ciudad Cuatro.

La civilización debía haberse sofisticado terriblemente antes de sucumbir. Corbell imaginó una gran persecución que hubiera acabado con todos los arquitectos del mundo, después del cual la Humanidad se habría visto obligada a copiar detalladamente los edificios más antiguos. No tenía mucho sentido. Tendría que buscar otras razones para la duplicación que veía por doquier.

El interior de aquella construcción le seguía recordando la pesadilla de su huida, perseguido por Mirelly-Lyra. Corredores limpios, puertas sin pasador, alfombra-nube… La única diferencia era la ausencia de bóveda. Encontró un cuarto central que ocupaba dos pisos; en él había un ordenador que debía de ser el equipo de diagnóstico, pero no había caja fuerte ni cabina telefónica doble. Tampoco se adivinaban precauciones contra los ladrones ni cadáveres momificados.

Si Mirelly-Lyra no había mentido, los Varones habían sido los amos de esa ciudad. No les hacía falta robar la inmortalidad de los dictadores. Sólo éstos, adultos, podían necesitarla.

Encontró más puertas cerradas… que se abrían de un solo puntapié. Entró en un quirófano: dos mesas planas con correas adosadas y gran cantidad de brazos articulados por encima, coronados por escalpelos, tubos de succión, agujas, grapas. El metal presentaba las manchas del descuido y de la edad.

Ahí estaba su meta: el rígido brazo extendido, como la pata de un insecto. Corbell subió a la mesa y se inclinó para sujetar el brazo por su extremo. Después saltó hacia afuera y quedó suspendido. El brazo cedió, se partió y lo dejó caer.

Corbell, el cazador, abandonó el hospital con un metro de espada metálica con un escalpelo en la punta.

La lluvia volvió a sorprenderle en el camino de regreso. Se abrió paso hasta su hoguera, comprobó que aún ardía y se sentó a esperar que el cielo se despejara. La otra lata contenía ya varios centímetros de agua.

Se entretuvo tratando de afeitarse. Lo hizo con mucho cuidado, pero el peso de la empuñadura entorpecía la operación; la cosa no salió muy bien. Y en ese momento vio el gigantesco pavo. Estaba picoteando bajo un nogal, mojado y triste. Corbell se quedó petrificado. El animal no le había visto. ¿Podría caer por sorpresa sobre él? No era probable.

Avanzó suavemente, arqueando los pies, con la espada sujeta con ambas manos. Saltó.

El ave levantó la cabeza, lanzó un grito y dio la vuelta para huir. Corbell lanzó la espada hacia las patas. El pavo se detuvo a picotear aquel objeto que le había golpeado y Corbell volvió a herirlo, esta vez en el cuello; sintió entonces una satisfactoria sacudida en los hombros.

El ave estaba herida y asustada. Corría gritando, en torpes círculos, perseguida por el arquitecto. Logró darle otros dos golpes en el cogote, pero tuvo que desistir, jadeante, con el pulso que le ensordecía los oídos. El pavo escupía sangre; no había disminuido la marcha, pero su vuelo consistía en un movimiento browniano, puro pánico ciego.

No se había alejado mucho cuando Corbell recobró el aliento y reanudó la persecución. Cuando estaba preparando el golpe mortal, el ave se volvió y corrió directamente hacia él. Una estocada precisa en el momento de saltar, y el animal quedó sin cabeza. Pasó directamente junto a él y siguió corriendo. Corbell lo siguió hasta verlo caer.

La pequeña extensión rocosa estaba casi seca. Corbell esparció el fuego sobre ella, puso más leña y regresó en busca del pavo. Arrancó plumas hasta quedar exhausto; descansó y volvió a la tarea. Abrió el vientre del animal y lo limpió, arrancando con sus dos manos los órganos internos, con los pies aferrados a la áspera roca.

La puerta del armario que había traído desde los cuarteles le sirvió de parrilla. Sobre ella frió el hígado y lo comió mientras se asaban otras partes. Más tarde se dedicó a trocearlo. El fuego no daba bastante para asar el ave entera, pero cocinó un muslo y asó gruesos filetes de pechuga en un palo.

¡Carne! ¡Qué bueno era volver a probar carne! Podía atiborrarse y sobraba aún. Había asado ambos muslos: podía comerlos al día siguiente, fríos. Algunos pedazos servirían para hacer sopa; los herviría en la otra lata con algunas raíces.

II

El Nordeste se estaba poniendo gris, pero en el negro cielo del Noroeste aún brillaba una estrella. Hacía varias noches que Corbell la estaba observando. No titilaba ni se movía contra el fondo estelar. Eso revelaba que era un planeta, un gran objeto difusamente iluminado, tal vez el mundo cuya órbita oblicua había llamado la atención de Pirssa.

Pero ahora titilaba y tenía mayor luminosidad. Corbell parpadeó. ¿Sería una alucinación? Se borraba ya ante la aurora naciente… Corbell cerró los ojos. No quería despertar. No había motivos especiales para hacerlo. No tenía hambre ni estaba incómodo.

En los veinte días que llevaba allí había aprendido muchas cosas sobre la ciudad desierta, pero todavía quedaban misterios por explorar. Su campamento había ganado en comodidad: tenía hogar, una olla y el coche como refugio. Tenía herramientas: con el escalpelo había tallado en madera algunos utensilios de cocina. Ropas no necesitaba. Pasó dos días enteros perfeccionando su estilo de arrojar piedras; su recompensa fue carne de ardilla. El día anterior había matado otro gigantesco pavo, el tercero. El negocio andaba bien.

Deprimido sin saber por qué, se acurrucó más en su lecho de musgo.

Corbell el arquitecto y Corbell el explorador interestelar parecían muertos por igual. Su orgullo le había llevado a titularse «salvaje desnudo», pero no lo era. Un salvaje tiene deberes para con su tribu, y la tribu, deberes para con él. Tiene leyendas, canciones, bailes, normas de conducta, mujeres permitidas y mujeres prohibidas, un lugar para cuando envejezca… Pero Corbell estaba solo. Podía hacer fuego… con la ayuda de una cocina hipersofisticada. Podía alimentarse, puesto que allí casi todo era comestible.

¡Qué maravilla de parque! En un principio debió contener sólo plantas alimenticias y animales para el consumo. Una ciudad en torno a una granja. De no ser así, los colagatos difícilmente habrían sobrevivido, vanos y decorativos como eran, ante la presencia de verdaderos animales de presa.

Ciudades bajo cúpulas. Mirelly-Lyra había dicho que los Varones construían ciudades bajo cúpulas en la tierra que las Niñas, más poderosas, habían dejado fuera de su dominio. Naturalmente, Sarash-Zillish debió de haber sido construida bajo una cúpula para protegerla de las ventiscas y las temperaturas bajo cero, antes de que el mundo se calentara de manera inexplicable. En cuanto al parque, los Varones difícilmente habrían podido cultivar habichuelas y cítricos en el helado suelo del exterior.

Las Niñas regían el cielo y controlaban la órbita terrestre. Seguramente habían cometido algún error. ¿Cómo era posible que Júpiter se hubiera convertido en un Sol menor? Eso tenía que haber sorprendido a las Niñas, de la misma manera que, más tarde, sorprendió a Pirssa. Debía de ser así, pues el cambio hacía habitable el territorio de los Varones y transformaba al de las Niñas en desiertos abrasados, alterando un equilibrio de poder que se mantenía desde hacía miles de años.

Corbell se agitó y acabó por incorporarse. Era el presente lo que debía preocuparle…

Tres colagatos estaban arrancando trozos del pavo. En cuanto él se movió, los animales saltaron, alertados. Corbell reconsideró su primera intención. Estaban comiendo la carne cruda y habían dejado en paz los muslos asados. Quedaba carne de sobra para Corbell.

Observó a los colagatos: tres serpientes con solemnes caras felinas, de pelaje pardo y anaranjado con intrincados dibujos, tan hermosos como tres helados de fruta y nueces. El arquitecto sonrió con un gesto benevolente. Los animales, como si comprendieran, volvieron a la comida.

Para desayunar comió frutas y carne de muslo, pensando en una taza de café. Más tarde atendió el fuego. El escalpelo seguía afilado como una navaja de afeitar, a pesar de los años y de sus dieciocho días de duro uso; de cualquier modo, no era como un hacha. Tuvo que alejarse bastante para conseguir leña. El ejercicio le convenía. Las décadas pasadas en el ataúd de hibernación le habían conservado mejor de lo que pensaba, pero estaba más fofo, a pesar de la gimnasia; la vida salvaje volvía a curtirle. Llevó la otra lata hasta lo que en otros tiempos fuera una fuente; ya no era más que un estanque de agua no muy limpia; llenó en él su cubo y lo puso en su sitio, encima de la hoguera.

Finalmente se volvió hacia la carcasa del pavo y cortó algunos trozos lo bastante pequeños como para que entraran en el cubo. Allí fueron a parar los trozos roídos por los colagatos y los huesos pelados. Mientras se calentaba el agua, buscó algunas raíces que dieran sabor a la sopa. Patatas, nabos, zanahorias. Por desgracia, no había encontrado nada que se pareciera a la cebolla. Agregó habichuelas y un par de uvas, a modo de experimento. Después lo removió todo con una paleta de madera.

El mediodía, como de costumbre, parecía un crepúsculo; aquello le desconcertaría eternamente. Corbell descansó. El agua comenzaba a hervir. El granito no resultaba cómodo bajo las nalgas. Se sentía vagamente deprimido sin saber por qué.

Y de pronto lo supo.

El último día de unas vacaciones en campamento. El trabajo nos ha hecho bajar la barriga y podemos abrochar el cinturón dos agujeros más adentro; no hemos tenido que pensar mucho; hemos contemplado panoramas magníficos; poca gente en las rutas, nada que nos destrozara los nervios. Todo ha sido fabuloso; pero ahora hay que volver al trabajo…

Mirelly-Lyra sabía dónde estaba él.

Estaba más sano de lo que pensaba. Podría vivir un año jupiteriano, a no ser que muriera por accidente; su yo turista se mostraba encantado frente a la idea. Aquella vieja loca le había prometido un año, un año de la Vieja Tierra. Podía permanecer donde quisiera, pero cualquier hombre cuerdo hubiera preferido la selva.

¿Podía sobrevivir un hombre en la selva, más allá de Sarash-Zillish? Depende. Corbell había llegado a la Antártida en la primavera o en el otoño de un año compuesto por nueve años. Un año de la Vieja Tierra más, y el día podría durar veintitrés horas o una. Sería mucho más cálido o mucho más frío que ése.

El mundo seguía conservando su inclinación y su rotación de veinticuatro horas. Era extraño que las Niñas lo hubieran dejado así; tal vez eran tradicionalistas. Y era mucho más extraño que no hubieran colocado la Tierra algo más allá del intenso calor despedido por Júpiter. A Corbell le preocupaba: no podría tolerar una temperatura de veinte grados menos sin ropas, y una noche interminable le volvería loco.

El aroma de la sopa comenzaba a impregnar el humo de leña.

Esa sensación de urgencia era una tontería. Aún disponía de un año para ponerse en marcha. Podía hacer expediciones de caza por los alrededores de la ciudad y conservar el campamento en ese mismo sitio. Todo lo que estaba fuera de las cúpulas debía de haber sido importado. ¿Hasta dónde sería peligroso? Es posible que el parque de Sarash-Zillish midiera miles de hectáreas.

Unas vacaciones sin fin. Y le venían bien. En su segunda vida, CORBELL Número Dos había sufrido demasiados impactos del futuro.

Lo dejaría para el día siguiente. Podía ir en el coche hasta el hospital: estaba junto a un fragmento de cúpula aún en pie. Después, hacia la espesura, con una espada y un muslo de pavo al hombro, si es que el muslo se conservaba tanto sin nevera.

Recordó que debía mantener un poco del fuego en la lata que le servía para las brasas. Se tendió sobre el granito caliente…

La cálida lluvia martilleó sobre él. Se dio la vuelta rápidamente, incorporándose a cuatro patas, escupiendo un sorbo de agua de lluvia. Era la primera vez que pasaba eso. La hoguera se habría apagado, seguramente, pero ¿estaría cocida la sopa? Y el hogar, ¿estaría mojado?

Al levantar la vista olvidó todas esas importantes cuestiones. Diez o doce Varones en cuclillas rodeaban a Corbell y su hoguera; parecían una tropa de boy-scouts ya crecidos, aunque cubiertos solamente con taparrabos. Se pasaban de mano en mano un hueso de pavo, ya casi pelado, mientras le miraban fijamente. Parecían haber pasado horas observándole en perfecto silencio.

El pelo aparecía espeso… donde lo tenían. En algunos era negro y rizado; en otros, negro y lacio, largo hasta los hombros. Todos presentaban la coronilla calva, con excepción de un solo mechón sobre la frente. Le miraban casi sonrientes, sin prestar atención a la fuerte lluvia.

—Pude haberme dado cuenta —dijo Corbell—. Los colagatos. Son semidomésticos. ¡Qué vamos a hacerle!

Hizo un ademán amplio y agregó:

—Bien venidos al reino de Corbell-por-sí-mismo. Sírvanse un poco de sopa.

Todos fruncieron simultáneamente el ceño. Uno se levantó; un muchacho alto, larguirucho, un jugador de baloncesto, en opinión de Corbell. Habló.

—Disculpa —dijo Corbell.

El Varón volvió a hablar. Enojo y autoridad: aquélla no era voz de niño, a pesar del timbre agudo. Corbell no se mostró sorprendido. Eran los Varones, sin duda, los inmortales de Mirelly-Lyra.

—No hablo tu idioma —dijo Corbell, con un instinto que se oponía a toda razón: los nativos deben comprender si uno les habla con lentitud y claridad.

El Varón se acercó y le dio una bofetada.

Corbell le pegó directamente en la boca. Su puño derecho golpeó las costillas; el golpe siguiente no dio en el blanco. El círculo entero cayó inmediatamente sobre él.

A partir de ese momento sus recuerdos se hicieron algo borrosos. Sentía un peso en las rodillas y en los antebrazos. El suelo de granito se incrustaba contra la espalda. El jugador de baloncesto se había sentado sobre su pecho y pronunciaba una y otra vez la misma frase a través de un labio partido. La decía y esperaba; asestaba dos bofetadas a Corbell y volvía a pronunciarla. Él respondía con obscenidades, pero ya comenzaba a sentir los cardenales.

El Varón alto se levantó y dijo algo a los otros. Todos se inclinaron sobre Corbell con el ceño fruncido y discutieron el asunto en bocanadas de complejas consonantes que sonaban como cuando uno escupe semillas de sandía.

A Corbell le retumbaba todavía la cabeza; se había golpeado contra el granito. Cuatro Varones permanecían aún sentados sobre los antebrazos y las rodillas. La lluvia le golpeaba los ojos, y todo aquello tendía a enturbiarle el pensamiento. ¿Acaso le tomaban por un dictador extraviado? Pero a Corbell se le notaban los años; era imposible que lo… ¡No! Allí no había inmortalidad para los dictadores; éstos debían envejecer tal como él había envejecido.

La discusión llegó a su fin. Los cuatro Varones soltaron a Corbell, que se incorporó frotándose los brazos. Uno de ellos adoptó una postura teatral y señaló el suelo ante él, escupiendo una sola palabra áspera. ¡Aquí!, o ¡Quieto! El mensaje era evidente y Corbell no estaba en condiciones de correr.

El Varón alto seguía estudiando a Corbell como si tratara de tomar una decisión. Los demás se agruparon en torno a la olla de Corbell y se sirvieron el contenido en mitades de coco. El Varón alto acabó por ofrecerle otra cosa: una taza de cerámica que llevaba en el cinturón. Corbell esperó a que le dejaran sitio; después se unió al grupo.

Tomó asiento (con cuidado, vigilando los cardenales) y tomó la sopa. Los colagatos se movían por entre los miembros de la tribu como una horda de serpientes; se pegaban a los tobillos, recibían caricias y tiraban de la carne cruda de la carcasa del pavo, o lo que de ella quedaba. Corbell sintió el contacto de una piel contra el tobillo y acarició a un colagato completamente negro. Una vibración ronroneante le subió por la piel.

¿Diremos que Corbell ha vuelto a ser capturado?, se preguntó Corbell. ¿O hay que decir que el destino me ha proporcionado guías para viajar por la Antártida?

Considerada de ese modo, la decisión era sencilla.

III

El solista cantaba con una potente y rica voz de tenor, acompañado por música de fondo: otros ocho Varones tarareaban a cuatro voces, por lo menos, mientras uno más marcaba el ritmo golpeando con los huesos del pavo la lata de la hoguera. Una música extraña, improvisada, y de gran complejidad a pesar de la simple melodía de la canción.

Corbell escuchaba boquiabierto, con un cosquilleo en la nuca. Había sucedido lo que temía: los tres millones de años transcurridos habían aumentado la inteligencia humana. La noche que siguió a su captura había tratado de cantar algo, con la intención de aumentar su valor y de entretenerse. Desde entonces había entonado diversas mezcolanzas de música de películas, canciones populares, inocentes o groseras, de las que en otros tiempos había cantado Mirabelle en el bote: tres millones de años de antigüedad. Pero a los Varones les gustaba. Les molestaba, en cambio, que repitiera algo ya cantado. Él, aunque sin saber por qué, se plegaba a sus deseos.

Oh, tenemos un ordenador nuevo —cantaba Ktollisp—, pero nos ha desilusionado, porque repite siempre el mismo consejo idiota: hacen falta ojos chiquititos para leer la letra chiquitita, como hacen falta manos chiquititas para ordeñar ratitas.

El tono de mofa de su canción estaba dedicado a Corbell. No conocía el significado de las palabras, pero su pronunciación era correcta. Y Corbell había cantado aquella tonada una sola vez.

A su lado estaba el Varón que le había atacado aquella noche, hacía una semana; en ciertos aspectos parecía ser el jefe. Skatholtz tenía labios y nariz anchos, pelo crespo, miembros largos y aspecto de hambriento. Podía pasar por un prepúber de raza negra, de no ser por la calvicie parcial y la palidez carcelaria que compartía con los otros.

—Canta bien, ¿verdad? —dijo en inglés, dirigiéndose a Corbell.

Y se echó a reír al ver la cara de éste, agregando:

—Ahora ya lo sabes.

—Lo recordáis todo. ¡Todo! Incluso las canciones enteras cantadas en otro idioma.

—Sí. Tú necesitas aprender mi idioma más que yo el tuyo, pero yo aprendo antes. Te diré por qué. Eres diferente, Corbell. Más viejo. Creo que eres más viejo que todo.

—Que casi todo.

—Te enseñaré a conversar. Cuando cuentas tu historia, todos queremos escuchar. Me equivoqué contigo. ¿Sabes por qué te pegué? Te tomamos por un dikta que rompió con las normas. No hiciste…

Skatholtz se levantó de un salto. Se paró un momento en posición de firmes y después se encogió hacia atrás, con las manos levantadas como si suplicara o como si se protegiera frente a un golpe.

—No demostré reverencia —dijo Corbell.

—Eso, demostrar reverencia. Es una muestra de respeto.

Ktollisp cantaba:

—Conseguimos un genio experto que reordenó todos los programas, pero resulta que cuanto hace es más o menos así: hacen falta ojos chiquititos para leer la letra chiquitita, como hacen falta patentes chiquititas para las abejitas.

El parque estaba sumiéndose en una oscuridad rosada y negra. Los Varones habían regresado temprano ese día. Pasaban la mayor parte de la jornada en Sarash-Zillish, recorriendo los edificios como una bandada de aves silvestres. Explorando, seguramente. Eran salvajes que invadían ruinas incomprensibles para ellos.

Pronto salió de su engaño. Dos de ellos le acompañaron hasta la puerta del quirófano y se quedaron allí, montando guardia, mientras los otros trabajaban dentro. Cuando le permitieron entrar descubrió que habían vuelto a colocar el brazo del escalpelo. Los aparatos multiarticulados parecían estar operando a algún paciente espectral.

Aunque no le permitían presenciar su trabajo, los resultados estaban a la vista. La nevera de los cuarteles, arreglada. Pusieron a prueba una fábrica e incluso construyeron dos «cabinas telefónicas». Los Varones concedieron a Corbell el gran honor de probarlas; él no trató de huir. Otra fábrica había construido un baño, una unidad completa, con piscina y sauna. Los Varones repararon y probaron también las luces de la ciudad; ahora las fachadas de muchos edificios centelleaban con una suave luz blanco-amarillenta. Otros permanecían a oscuras. El efecto era misterioso; parecía un tablero de ajedrez del tamaño de una ciudad.

Vivían como salvajes, pero al parecer era por voluntad propia.

En el campamento, Corbell hacía su parte en el trabajo; recogía leña y buscaba raíces. Le habían dado un taparrabos, pero no cuchillos para reemplazar su espada-escalpelo. Aún no sabía cuál era su lugar entre ellos. Temía lo peor: eran demasiado inteligentes; indudablemente le considerarían como un ser inferior, una especie de animal.

Le hacían falta. No sólo por la compañía, sino que no era capaz de viajar sin peligros mientras no supiera algo sobre aquel nuevo continente.

El muchacho seguía cantando sus versos, ante la risa muda de sus compañeros. Corbell dijo:

—Tarde o temprano me quedaré sin canciones nuevas. Creo que temprano.

—Da lo mismo —dijo Skatholtz, encogiéndose de hombros—. Nos marcharemos de aquí en cuanto vuelva la luz. Vamos a otras… ¿tribus? A decirles que Sarash-Zillish está lista para la noche larga. Tú vienes con nosotros.

—¿Noche? ¿Es la noche lo que viene?

Eso significaba que él había aterrizado en otoño.

—Sí. ¡Entonces tú viniste del espacio, sin prepararte! Eso pensaba. Sí, el día largo ha terminado; estamos en los días y noches cortos y se aproxima la noche larga. Durante la noche larga vivimos en la ciudad. Los cazadores van a los bosques de alrededor y guardamos la comida en las cajas frías. Durante el día vivimos más a gusto.

—¿Cómo son las cosas allá fuera?

—Ya lo verás —dijo Skatholtz, mientras recogía un colagato que andaba por allí y le acariciaba el pelo—. Tenemos tiempo para enseñarte a hablar un poco.

En seguida cambió el inglés por aquel idioma que Corbell llamaba «varonés». Corbell estuvo de acuerdo. Le gustaba aprender idiomas.

Partieron por la mañana. Lo hicieron con increíble orden. Todos parecieron despertar al mismo tiempo. Desde la noche anterior, la sopa hervía a fuego lento, preparada según la receta de Corbell, que gustaba a todos. El desayuno consistió en esa sopa servida en cáscaras de coco. Después recogieron las vasijas, el mantel, el encendedor y cinco o seis armas de filo. Uno de ellos, un Varón albino de ojos rosados y cabello espeso y dorado, entregó a Corbell diez kilos de carne salada envuelta en una tela. Luego emprendieron la marcha.

Corbell acabó de despertar cuando ya caminaba. Le costaba mantener el paso, aunque los Varones no intentaban siquiera marchar al unísono. Andaban despacio. Algunos entraban a los edificios y después se daban prisa para reunirse con el grupo.

No, no eran salvajes. Llevaban una arbitraria variedad de armas blancas, entre las cuales no había dos similares: cimitarras, machetes, sables y otras sin nombre, todas con empuñaduras pulcramente talladas. Habían preparado el tasajo tal como lo habría hecho el mismo Corbell. La tela que utilizaban era un material indestructible, tan delgado como seda fina. La linterna-encendedor de Krayhayft proyectaba un rayo de luz de intensidad variable, de forma cónica, no más grueso que un lápiz. No, tampoco estaban organizados. ¡Pero habían levantado el campamento en cuestión de minutos!

Avanzaban a grandes pasos por entre las calles silenciosas. Las prolongaciones de la selva iban creciendo en torno a ellos hasta convertirse en selva propiamente dicha. Pasaron junto a un tronco de árbol que Corbell reconoció súbitamente como una columna metálica envuelta en enredaderas. Levantó la vista para ver si se juntaba arriba con otros elementos, en disposición hexagonal: sí, era parte de la vieja cúpula.

Había frutas en aquella selva: pequeñas naranjas, frutos del pan, varias clases de nuez. Los Varones comían sin detenerse e iban recogiendo nueces crudas para reemplazar a las nueces asadas que llevaban. Charlaban entre sí, pero Corbell no lograba seguir esas conversaciones, pues hablaban con demasiada rapidez.

Él caminaba en medio del grupo, conservando el paso que se había fijado. ¡Era increíble comprobar cómo su viejo cuerpo se había endurecido! Al día siguiente aparecerían los dolores; al día siguiente no podría siquiera moverse. Pero en ese momento se sentía muy bien. Se sentía como un capitán de exploradores al frente de su tropa. Memo: no pongas a prueba tu autoridad.

Tres horas de marcha, más o menos… y aquello, allá adelante, parecía una pelea. Skatholtz y otro de los Varones se escupían monosílabos con inusitada vehemencia.

El cantor de la noche previa se adelantó a grandes pasos. Ktollisp era un Varón macizo, de pecho amplio, con las facciones negroides de Skatholtz y la piel pálida de todos los demás. Una palabra suya y los otros callaron. Ktollisp miró a su alrededor, frunció el ceño y señaló en cierta dirección. La tropa se dirigió hacia allí. Buscaron un claro; unas pocas matas crecían en la tierra, que aparecía casi desnuda. Corbell les observaba sin comprender, en tanto el grupo formaba un círculo en torno a Skatholtz y el otro Varón.

¿Qué era aquello? ¿Un duelo? Los dos dejaron caer los cuchillos y los taparrabos (no tenían vello en el pubis). Caminaban agazapados, como los luchadores. El retador lanzó un puntapié hacia el corazón de Skatholtz. Éste lo esquivó sin dificultad… y luego todo ocurrió con tanta rapidez que fue imposible seguir la lucha. Skatholtz saltó limpiamente por encima de una mata y se sirvió de ella como escudo. Parecía un baile de locos. Pero Skatholtz usaba las piernas con mucha prudencia y el otro Varón empezaba a girar con mayor rapidez. Acabaría por hacerle caer.

Al agacharse, recibió un puntapié en la cara. Skatholtz avanzó para atacar. Ktollisp gritó entonces una sola palabra.

El retador, con la nariz ensangrentada, hizo la reverencia de sumisión ante Skatholtz, se mantuvo un momento en esa posición y finalmente se irguió.

Todos se levantaron para proseguir la marcha. Alguien llevaba el incómodo bulto de Skatholtz, mientras su oponente, con una amplia sonrisa, se limpiaba su ensangrentada nariz.

Al promediar la tarde, Skatholtz dijo dos palabras que Corbell pudo reconocer. Dijo:

—Basta de charla.

Así lo hicieron. El silencio fue total. Skatholtz aflojó el paso para caminar junto a Corbell y murmuró en varones, en voz muy baja:

—Eres muy fuerte para caminar.

—No puedo evitarlo. ¿Nos ocultamos de algo?

—De la cena. Antes era demasiado temprano. No conviene llevar comida durante un trecho tan largo. Si algo se mueve, dímelo.

Corbell asintió. Difícilmente vería algo. Tendrían que pasar meses antes de que su cerebro pudiera acomodar su vista para ver lo que veían los Varones en su territorio. El indio experto ve lo que pasa inadvertido para el blanco, pero sólo en su propio ambiente.

Dos Varones pasaron su carga a otros y se apartaron silenciosamente. Corbell no pudo seguirles con la vista, pero al cabo de un rato se oyó un sonido misterioso y terrorífico, como el de un clarinete pidiendo ayuda. Al instante todos los Varones abandonaron la fila para aplastarse contra un árbol; Corbell les imitó.

El clarinete atormentado sonó más cerca. Se oyó un ruido de ramas quebradas. ¿Qué emergería de la espesura? ¿Un monstruo lleno de tentáculos, descendiente de extraterrestres esclavizados por un Estado más joven, viajero del espacio?

El monstruo apareció por entre los árboles. Estaba lisiado; habían roto los tendones de sus patas delanteras. Los Varones lo siguieron; en primer lugar, los cazadores; después, el resto, lanzando cuchilladas a las patas traseras.

¡Una cría de elefante!

Corbell llegó a tiempo para verle morir. Fue un asesinato; aquello le dejó descompuesto. Luchando contra la repugnancia, se acercó un poco más para examinar el cadáver. La bestia tenía la piel arrugada y llena de cicatrices. No era una cría. Se trataba de un elefante adulto, de un metro veinte de altura.

—¿Puedo ayudar? —preguntó a Skatholtz.

—No te dejaremos descuartizarlo. No debes tocar un cuchillo. No eres dikta, Corbell. No sabemos qué eres.

—Hoy no maté a nadie.

Lo dijo en broma, pero no sabía suficiente varonés como para dar a la frase la inflexión correcta.

—¿Y mañana? —preguntó Skatholtz—. Creo que estás haciendo ficción-de-entretenimiento, pero, si me equivoco, terminarán vidas. ¿Entiendes lo que quiero decirte?

—Ya aprenderé.

Era evidente que Skatholtz le hablaba como a un niño para hacerse entender.

—¿Conocías al chkinti?

—Al elefante. Cuando yo era joven eran más grandes; el lomo era más alto que tú.

¿Cómo habrían llegado los elefantes a la Antártida? Es difícil que los hubieran traído como animales de corral. Tal vez tenían algún zoológico…

Skatholtz le miró, lleno de dudas.

—En el mar hay animales de mayor tamaño, pero ¿cómo podría vivir una bestia tan grande en la tierra, sin nada que le ayude a sostener el peso?

—Sí. Las patas eran más gruesas cuando yo era joven. Era el animal de mayor tamaño que habitaba tierra firme. Hace cinco millones de años…

Había dividido la cifra por doce, para expresarlo en años de Júpiter.

—… había animales mucho más grandes. Hemos hallado fósiles en la tierra.

Skatholtz rió escépticamente y se marchó.

Cuando el elefante estuvo descuartizado reiniciaron la marcha. Corbell cargó con un gran trozo de costillar, pero eso le hacía ir más lento. Al fin, uno de los Varones, disgustado, se lo quitó.

Allí acababa la selva. Más allá, al otro lado de una pradera donde ondulaba la vegetación rojo-amarillenta, Corbell divisó un último resplandor del Sol poniente. Júpiter era un disco blanco, levemente rosado, que comenzaba a elevarse.

Allí levantaron el campamento. Corbell comió elefante asado por primera vez en su vida. Estaba demasiado cansado como para ganarse la cena cantando. Alguien contaba un cuento; era Krayhayft, un Varón de ojos orientales y parches de un blanco centelleante en la negra y lacia cabellera. Los otros escuchaban con profunda concentración. Y en ese momento, Corbell se quedó dormido.

Durante todo el día siguiente avanzaron por entre espigas de un amarillo rosado. A los ojos de Corbell, aquello parecía trigo.

—¿Quién cultiva esto? —preguntó a Skatholtz.

Obtuvo una carcajada por respuesta.

El trigo necesitaba que lo cultivaran, ¿o no? Tal vez lo habían alterado genéticamente. Con la tribu vivían aún cuatro gatos genéticamente alterados, que se turnaban para viajar al cuello de varios miembros de la tribu. Valía la pena disponer de trigo silvestre: era mucho más útil que un gato puro cola.

A lo largo de toda la jornada Corbell vio canguros y avestruces que brincaban por entre el trigo. Eran veloces y desconfiados. Una vez vio también un hombre solitario, armado de una espada; estaba lejos, hacia adelante; era una silueta pálida que corría silenciosamente tras un avestruz. Ambos desaparecieron mucho antes de que la tribu llegara hasta allí.

Ese mismo día, más tarde, Krayhayft descubrió las huellas de un animal grande. La tribu las siguió. Hacia el crepúsculo, la presa se hizo visible: era una mole tambaleante que huía ante ellos a cuatro patas; al fin, viéndose acorralado, se irguió sobre sus pies.

Era un oso. Su piel era amarilla y sin pelo, a excepción de una espesa melena blanca. ¿Un oso polar desnudo, quizá? No se trataba de ningún ejemplar enano. Avanzó torpemente hacia los cazadores y trató de herirlos con grandes zarpazos; pero luchaba contra el Homo superior en la flor de la edad y la salud. Los Varones bailaban a su alrededor, lanzándole estocadas. El animal luchó largo rato antes de morir desangrado.

Esa noche, mientras los colagatos cazaban junto al terreno iluminado, comieron carne de oso. Júpiter estaba en su fase llena, con las bandas anaranjadas bien visibles. Corbell, con la barriga llena, dormitaba. En ese momento Ktollisp apareció bruscamente a su lado y dijo con suavidad, pronunciando bien:

—¿Vas a cantar esta noche?

—Si puedo elegir, no.

—De acuerdo. ¿Qué decías del cereal?

—Nuestros cereales no brotaban sin la colaboración humana.

—Yo, como Skatholtz, no entiendo bien la expresión de tu cara. Si esto es ficción-de-entretenimiento, lo haces bien. Nos dolerá perderte.

—¿Cómo vais a perderme?

Tal vez el Varón sólo quisiera decir que los dikta morían tarde o temprano, como los colagatos.

Pero Ktollisp dijo:

—Cuando lleguemos al lugar de los dikta te perderemos.

Corbell no había contado con eso.

—¿Cuántos días? —preguntó.

—Cuatro. Cinco si nos detenemos para divertirnos en alguna parte. Te gustarán los dikta, Corbell. Son hombres y mujeres, y entre ellos hacen Varones nuevos. Tienen una ciudad con un poco de campo alrededor, pero no son lo bastante inteligentes como para hacer funcionar las máquinas. Durante el día arreglamos las cosas que se estropean durante la noche.

—¿Es que les falta inteligencia? Son de la misma… clase que vosotros. La cabeza debe funcionar igual.

—Tienen el mismo cerebro, eso que está dentro de la cabeza. No tienen tiempo. Nosotros no les enseñamos a arreglar máquinas. No viven lo suficiente como para aprender y podrían romper las máquinas en el aprendizaje. Los castigamos si se van. Por eso se quedan en el lugar de los dikta. Nos necesitan. Sabemos dónde encontrarlos. Tenemos que saber porque ellos traen varones nuevos a las tribus.

—¿Qué pasa con los… pequeños no varones?

—¿Las niñas? Crecen. Algunos varones también. Elegimos los mejores, los más fuertes e inteligentes, uno de cada tribu cada año, y los devolvemos a los dikta. No les hacemos eso que hace que sigan siempre igual.

¡Reproducción programada para mejorar la raza de los Varones! Y eso tendería a acobardar a los pillos en beneficio de los líderes. Corbell observó:

—Debe de haber muchas más mujeres que hombres.

—¿Te gusta eso? —preguntó Ktollisp, sonriendo.

El enojo le trabó la lengua al responder:

—¡Bro… bromeas! ¡Me estoy muriendo de viejo! ¡No puedo hacer más Varones!

Ktollisp tomó a Corbell por el pelo. Su cuchillo bajó antes de que Corbell acabara de lanzar un grito ahogado. El Varón le asestó una cuchillada… al pelo, y cortó un grueso mechón de cabellos y lo puso ante sus narices.

—Tus mentiras son para los recién nacidos. Nos ofendes —dijo—. ¿Esto también es mentira?

El fino pelo blanco que le mostraba a la luz del fuego tenía más de un centímetro de castaño oscuro desde las raíces. Corbell quedó estupefacto.

La tribu le rodeó. Seguramente habían estado escuchando desde el principio, pues parecían ofendidos. Skatholtz dijo:

—Ningún dikta tiene este pelo. Has encontrado la forma de que los dikta vivan mucho tiempo, como los Varones; nosotros sólo la conocemos por leyendas. Queremos saber qué es y dónde se encuentra.

Corbell había olvidado todo lo que sabía del idioma varonés. En su propia lengua, gritó:

—¡No tengo la menor idea!

Ktollisp le dio una bofetada. Corbell trató de protegerse con los brazos, diciendo:

—Espera, espera. Tienes razón, tengo que haber encontrado la inmortalidad de los dikta. No sé dónde. Tal vez se trate de algo que comí. Los dikta realizaron muchas alteraciones genéticas. Crearon los colagatos y el trigo silvestre. Tal vez crearon algo que provoca la inmortalidad de los dikta, algo que crece en Sarash-Zillish. ¡Escúchame, yo no sabía lo que había pasado! ¡No puedo verme el pelo!

Skatholtz indicó a los demás, con gestos, que retrocedieran.

—¿No notabas que te volvía la juventud?

—Creía que… me estaba adaptando a la vida salvaje. Pasé unos ciento treinta años en una cámara de hibernación, diez años cada vez… Años de los míos, no de los tuyos. No sabía qué efecto tenía eso en mí. Escucha, hay una mujer anciana que ha estado buscando la inmortalidad de los dikta en todas las ciudades del mundo. Si ella no lo sabe, ¿cómo puedo saberlo yo?

—No sabemos nada de esa mujer. Está bien, Corbell. Cuéntanos tu historia. No te olvides de ningún detalle.

Toda su somnolencia se había evaporado. Estaba asustado hasta los huesos. (¡Y qué huesos tan cansados!). En esas condiciones contó la historia de su vida. Cada vez que se detenía para tomar aliento, Skatholtz escupía complejas frases en varonés, traduciendo lo que él decía. No resultó tan difícil explicar a los salvajes aquello del agujero negro en el centro de la galaxia. Contar las leyendas de Mirelly-Lyra, en cambio, resultó agotador. No cesaban de pedir explicaciones sobre aspectos que ella no había mencionado, sobre puntos que ni siquiera había tenido en cuenta en su sed de inmortalidad. Aquella falta de curiosidad les parecía incomprensible.

Preguntas. ¿Qué había comido Corbell? ¿Qué había bebido? ¿Qué había respirado? ¿Podía haber encontrado la inmortalidad en el baño de Ciudad Uno? Fue un error mencionar la Fuente de la Juventud… Pero no, los dikta también usaban baños.

Al llegar la aurora, Corbell seguía hablando.

—Pudo ser cualquiera de las cosas que probé: las frutas, las nueces, las raíces, la carne. Incluso la sopa; quiero decir, la combinación de una serie de cosas más el calor. ¡Diablos, pudo ser también el agua de la fuente!

Skatholtz se puso en pie y se desperezó.

—Ya lo averiguaremos. Cuando volvamos a Sarash-Zillish llevaremos un dikta. ¿Vamos?

Corbell vio que los demás Varones se levantaban también y empezaban a juntar la carga.

—¡Oh, por favor! —exclamó—. ¡Voy a caer al primer paso!

—Eres más fuerte de lo que crees, Corbell. Has sido demasiado tiempo un dikta aquejado de vejez.

Y reemprendieron la marcha.

La pradera cubierta de trigo se extendía indefinidamente. Acamparon temprano, tras la lluvia de la tarde. Corbell se tendió sobre el suelo húmedo y durmió como un tronco.

IV

Despertó temprano. Un colagato se había acurrucado contra sus costillas en busca de calor y le hacía cosquillas. Maulló protestando cuando Corbell se apartó. Hubo más protestas por parte de sus músculos, demasiado cansados.

La hoguera se había apagado. Júpiter, dibujado en blanco, con una fina media luna roja, daba luminosidad a la noche.

Bueno estoy en un lío otra vez —pensó—. ¡Qué sorpresa la mía! Todo el mundo quiere la inmortalidad de los dictadores y ellos creen que yo la tengo. En parte están en lo cierto. ¿Para qué la querrán los Varones? Tal vez para eliminarla. Es la mayor diferencia entre ellos y los dikta.

Acarició distraídamente al colagato anaranjado. Éste se dejó caer sobre la rodilla de Corbell y ronroneó, satisfecho.

¿Qué será? Si es comestible, debe encontrarse en Sarash-Zillish. Todo lo que comí en Ciudad Cuatro lo comía también Mirelly-Lyra. A menos que haya un producto para las mujeres y otro para los hombres. Que la inmortalidad de los hombres no afecte en absoluto a las mujeres. No, no lo creo.

Eso significa que hay algo en el parque que encierra la inmortalidad de los dictadores; está en la savia, en el jugo, en la sangre, y yo lo comí. ¿Qué comió ella mientras buscaba en Sarash-Zillish? Los Varones no comen casi verduras (y los vegetarianos no comen carne), pero ella me dio tanto carne como verduras, y también frutas. ¿Insectos? No, no comí insectos.

Si pudiera traerla hasta Sarash-Zillish lo averiguaría. Observándola. Viendo lo que no come.

Esa noche las estrellas estaban muy brillantes. Había unos pocos astros de tonos rosados que no titilaban: las pequeñas lunas jupiterianas. Los Varones se habían distribuido a cierta distancia de la hoguera apagada. El que permanecía de guardia miró a su alrededor en el preciso momento en que Corbell se incorporaba. Era Krayhayft, el único de pelo blanco.

Aromas vivificantes llegaron hasta Corbell: tierra húmeda, plantas frescas, rastros de los jóvenes superhombres que no se habían lavado últimamente, un fantasma de la carne asada que él no había compartido. De pronto sintió hambre. Y de pronto también sintió regocijo, alegría.

—¿De qué diablos me quejo? —susurró.

El colagato detuvo su ronroneo para escuchar.

—¡Soy joven! Si no encuentro otra solución, siempre podré correr más que esa vieja loca. Tendría que estar bailando sobre una pata.

Joven otra vez. Y ya iban dos. Si lograba descubrir de qué modo lo había hecho, podría permanecer joven por el resto de su vida: el sueño de cualquier humano. Ahora tenía cincuenta años de vida por delante, medio siglo que proteger; la Norn se los quitaría si no le mostraba el Árbol de la Vida de Sarash-Zillish.

¿Sería algo de sabor extraño? Todo tenía sabor extraño. El suelo era diferente. Tres millones de años de continuo cambio. De cualquier modo, parecía demasiado simple eso de beber la inmortalidad como si se tratara de zumo de frutas. Una inyección habría resultado más adecuada, pero él no había recibido ninguna. ¿Acaso había aspirado algo, como si fuera marihuana, en el humo de la leña de algún árbol cuidadosamente alterado?

—¿Qué tal la mañana, Corbell?

Dio un violento salto. El centinela se había aproximado en perfecto silencio. Cuando se sentó junto a Corbell, la luz de Júpiter centelleó en las claras hebras de su pelo. Corbell ya había quedado prendado de la gracia de sus movimientos: Krayhayft, el que llevaba el encendedor; Krayhayft, el narrador de leyendas.

—¿Qué edad tienes?

—Veintiuno —respondió Krayhayft.

—Es mucho —observó Corbell, comprendiendo que se trataba de años jupiterianos—. No me explico por qué no eres el jefe.

—Los viejos aprendemos a esquivar ese cargo… y las peleas que involucra. Skatholtz puede derrotarme. La habilidad en la lucha tiene un límite. Cada uno nace con toda su fuerza desarrollada.

—¡Oh…!

—Corbell, creo que he descubierto tu nave espacial.

—¿Qué?

—Mira.

El Varón señalaba un punto bajo en el horizonte septentrional. Unas pocas estrellas brillaban en el gris oscuro del alba. Una parecía más rosada que las otras, con tintes azulados.

—Aquello podría ser un satélite, pero no se mueve. ¿No es tu nave?

—No, no sé dónde está mi nave. El Don Juan no era redondo; más bien parecía una espada ancha.

Krayhayft se mostró más intrigado que desilusionado.

—¿Y entonces qué es? La he visto titilar de modo extraño. No se mueve, pero cada noche brilla más.

—Todo el sistema está confuso. No lo entiendo. Creo que es el planeta siguiente a Júpiter.

—Ojalá hubiera sido tu nave —dijo Krayhayft, mientras volvía a hundirse en la contemplación de aquel punto luminoso, como si estuviera en trance.

El colagato abandonó las rodillas de Corbell y desapareció entre el cereal. Corbell vio otras dos sombras largas que se deslizaban tras él. En ese momento oyó el grito de uno de los gatos. Simultáneamente sonó un rugido ronco, mucho más bajo.

—¡Alerta! —gritó Krayhayft.

Apareció de golpe por entre el cereal, saltando directamente hacia la garganta de Corbell. Era algo así como un perro muy grande. Él se tiró hacia un lado. Una espada se hundió sólidamente en la boca abierta. En seguida todos los Varones cayeron sobre el animal. Era un león enano, un macho de magnífica melena. Murió en un momento. La primera estocada pudo haberlo matado.

Corbell se levantó, estremecido.

—Tal vez la hembra esté por allí.

—Sí —respondió Skatholtz.

Se reunió con los otros, que se abrían ya en abanico por entre el cereal. Corbell, sin espada, inútil, permaneció donde estaba. Al cabo de un rato descubrió algo pequeño en el sendero que la carga del león había dejado entre las espigas. Era el cadáver de un menudo colagato de manchas multicolores. Los otros habían vuelto a reunirse melancólicamente junto al fuego.

Al romper el día ayudó a los varones a encender la hoguera. Más tarde supo para qué la querían, pues otros cuatro llegaron a paso lento, con huevos de avestruz. Colocaron los huevos entre las brasas, rompieron cuidadosamente la parte superior y los revolvieron con los mangos de las espadas. ¡Huevos revueltos! Lástima, no había café.

Corbell marchaba a grandes pasos bajo la rosada luz del Sol, optimista. El recuerdo de las bofetadas estaba allí, amargo, corroborado por los cardenales; pero junto a él había otro recuerdo: la mano de Ktollisp sosteniendo un mechón de pelo blanco de raíces castañas. ¡Oh, no tener un espejo! Era un esclavo o algo peor, pero era joven. Y tenía, además, la oportunidad de permanecer de ese modo durante largo tiempo.

Había cruzado una hilera de rocas grandes, desgastadas por la erosión; eran más altas que una casa y su textura era extraña. En seguida el suelo descendió… y Corbell descubrió que Skatholtz caminaba a su lado.

—¿Qué sabes de las Niñas? —dijo éste en inglés.

En varonés existía una palabra para referirse a las nenas y otra para la mujer dikta, pero Niña era una tercera palabra que poseía un cierto énfasis.

—Mirelly-Lyra me contó algo sobre ellas —respondió Corbell—. Había un equilibrio de poder entre Niñas y Varones pero se perdió por algún motivo.

—Según su historia, las Niñas gobernaban a los Varones como éstos a los dikta.

—No, piénsalo mejor. Las Niñas regían el cielo; podían mover el planeta. En consecuencia, regían también el clima. No podían cambiar la rotación de la Tierra, pero sí decidir a qué distancia debía estar del Sol. En realidad, la primera vez que la trasladaron fue porque el Sol se estaba calentando demasiado. Los Varones gobernaban a los dikta. Así podían hacer que no nacieran más Varones o Niñas.

Y Corbell agregó, mientras pensaba para sí que aquello representaba un interesante cambio de funciones:

—Eso, en sí, no es mucho poder en un mundo superpoblado, donde cualquiera puede vivir para siempre.

—¡Pero nuestra tierra era menos rica! ¡Así lo dicen las leyendas!

—Sí. Pero considéralo desde otro punto de vista. Supón que los Varones permitieran que los dikta procrearan como conejos…, digo, con gran abundancia. Matan a la mayor parte de las nenas y esconden a casi todos los nenes varones. Los nenes crecen. Si se portan bien, se les da la inmortalidad de los dikta. Entonces los Varones se encuentran con un poderoso ejército.

El terreno se había nivelado, pero más allá volvía a elevarse. Skatholtz, después de cavilar un rato, observó:

—Nuestras leyendas no dicen nada de todo eso.

—Porque no ocurrió. Los Varones no podían alimentar a semejante ejército. La tierra era pobre. Por eso el equilibrio de poderes duró… miles y miles de años tuyos.

—Empiezo a comprender. No estoy acostumbrado a pensar así. ¿Qué fue lo que salió mal? Las Niñas debieron de perder el dominio por algún motivo.

—Sí. Quizá el clima. ¿Puede ser?

—Las historias hablan de un gran deshielo. Cuando en nuestras tierras creció la vegetación por primera vez, las Niñas trataron de apoderarse de ellas. El deshielo se produjo cuando ellas llegaron a sentir demasiado orgullo. Por ese orgullo perdieron una luna, y con esa luna perdieron el poder.

Corbell se echó a reír.

—¿Que perdieron una luna? ¿Hasta qué punto puede ser cierta esa leyenda, después de cien mil años?

—Vivimos mucho y tenemos buena memoria. Tal vez se pierdan los detalles, pero no inventamos ficciones.

Más adelante aparecía una cuesta. Corbell pudo ver a lo lejos otra hilera de grandes rocas medio fundidas.

—Una luna… Parece una perfecta tontería, pero… Pirssa me dijo que las lunas jupiterianas estaban fuera de sus órbitas normales; eso no me extraña mucho: al dejar caer la Tierra entre ellas puede haberse producido una alteración así. Pero también dijo que Ganímedes no está por ninguna parte.

—¿Ganímedes?

—El mayor de los satélites. Diablos, no sé qué papel juega en todo esto.

—Y el Sol está demasiado caliente, según dices, y el rey Júpiter también.

—Todo el clima está alterado —dijo Corbell—. Al fin y al cabo, todo se reduce a un cambio en el clima. Eso eliminó el equilibrio de poderes. Los Varones acabaron con las Niñas.

—Se cuentan leyendas sobre esa guerra. ¡Armas tan fuertes como el impacto de un meteorito! Mira, Corbell, aquí se empleó una de esas armas.

Y su brazo indicó el paisaje que les rodeaba.

Habían cruzado una depresión poco profunda, en forma de plato; en un diámetro de tres o cuatro kilómetros se elevaban esas rocas medio fund…

—Un momento —dijo Corbell.

Dejó caer su carga de carne seca y trepó hasta una roca de seis metros de altura y de superficie raramente uniforme. Allí. en la parte superior, descubrió unas líneas de color rojo herrumbre que formaban una gran Z: los restos de una viga.

—Esto eran edificios —dijo—. Aquí se levantaba una ciudad de Varones.

—Cuando yo era joven quería usar armas de ésas —comentó Skatholtz, riendo infantilmente—. Ahora me sobrecoge pensar en lo que hicieron con el clima. Pero eliminamos a las Niñas.

—Ellas también pegaron duro —observó Corbell, bajando del edificio fundido.

Tuvieron que apresurarse para unirse al grupo.

—La leyenda dice que nos destruyeron —dijo Skatholtz—. Nunca llegué a comprenderlo.

Corbell y Skatholtz caminaron en silencio. Más allá, los otros Varones charlaban entre sí. Era poco más del mediodía, demasiado temprano para cazar. Allá, muy lejos, una amplia alfombra marrón se apartaba del ruido que ellos hacían: miles de animales, demasiado alejados como para reconocerlos, demasiado numerosos para contarlos. Al fin Skatholtz dijo, en varonés:

—Pronto llegaremos a la orilla del agua grande. Esa orilla está a un día de marcha. Se llama…

Y Corbell aprendió los vocablos correspondientes a costa y mar.

—En la próxima aldea te espera una agradable sorpresa —agregó Skatholtz, empleando otra palabra desconocida—. No puedo explicar qué es. Hay que trabajar para tenerla.

—Está bien —dijo Corbell.

En su juventud no le había seducido el esfuerzo físico, pero ahora ¡qué bueno era tener músculos! En seguida preguntó:

—¿Por qué estamos hablando en inglés?

—Porque debo aprender a conocerte, a saber cuándo dices ficciones.

Corbell prefirió no protestar ante esa injusticia. En cambio, dijo:

—Me extraña lo de los colagatos.

—¿Qué es lo que te extraña?

—En Sarash-Zillish mandan ellos. Pero aquí hay animales más grandes y más feroces. ¿Cómo pueden sobrevivir?

—Tarde o temprano los mata alguna fiera. Hasta entonces es agradable tenerlos con nosotros. Tarde o temprano, todo muere, salvo los Varones.

—Dominas muy bien tu cólera ante este mal. ¿Hay colagatos entre los dikta?

—No, nunca dejamos que los colagatos se junten con los dikta.

—¿Por qué?

—No se hace.

Corbell lo dejó pasar. Había algo que no se atrevía a preguntar aún, pero tendría que averiguarlo de algún modo. ¿Qué vigilancia recibían los adultos?

El lugar de los dikta era el segundo sitio en que Mirelly-Lyra iba a buscarle. No podría permanecer mucho tiempo allí. En cuanto viera su pelo oscuro, le exigiría que le revelara la inmortalidad de los dictadores.

Y tal vez pudiera. Una sola prueba, hecha con mucho cuidado… ¡No era cosa de que los Varones talaran el Árbol de la Vida!

V

Al mediodía llegaron a la aldea, una extraña combinación de estilo primitivo y futurista: una serie de piscinas en arco, idénticas a las que Corbell había encontrado junto a la costa de Ciudad Uno, circundaban parcialmente la plaza, rodeada a su vez por cabañas y graneros de paja. Las estructuras presentaban gran variedad, pero combinaban entre sí. La aldea en sí era hermosa.

Corbell empezaba a comprender. Las antiguas fábricas construían edificios que los Varones utilizaban con ciertos propósitos. Era muy sencillo seguir usándolos de siglo en siglo. Y construían otros objetos por su cuenta, derrochando en ello trabajo e ingenio. No le extrañó mucho que Krayhayft hablara en nombre de la tribu, refiriéndose a ella como «la tribu de Krayhayft». El que habló a su vez en nombre de la aldea tenía su misma extraña gracia, el mismo tono gris en el largo cabello dorado.

Trabajaron durante toda la tarde. Un par de Varones de la aldea les acompañó para supervisar; daban órdenes a gritos, con maliciosa espontaneidad. Corbell, con la tribu de Krayhayft, usó una hoz primitiva para recoger el grano de los campos; después lo llevaron en haces hasta la plaza, hasta reunir allí un gran montón que satisfizo a los Varones de la aldea.

Al terminar el trabajo, los Varones se lanzaron hacia los baños. Corbell aguardó con impaciencia a que le llegara el turno. No dejó nada por probar: baño, vapor, sauna y otro baño, esa vez con el sistema de burbujas. Cuando salió ya había oscurecido. Los demás habían empezado a preparar la cena.

La sorpresa que Skatholtz había prometido era pan, por supuesto. Varias clases de pan, además de carne de conejos cazados por los aldeanos. Corbell comió cuanto pudo de cada una de las variedades de pan; su sabor le trajo cierta nostalgia. Tenía los ojos húmedos ya cuando Ktollisp acabó de cantar Envenenando palomas en el Parque, según la versión de Corbell.

Pero el pan le sorprendió menos que la «cabina telefónica» instalada en el extremo del arco de los baños. Trató de disimular, pero Skatholtz sabía que él conocía lo de las «cabinas telefónicas». Mientras Krayhayft comenzaba una de sus largas historias. Corbell buscó a Skatholtz y le interrogó. El flaco observó, sonriente:

—¿Piensas abandonarnos con el prilatsil?

—No precisamente.

—Claro que no. Bueno, tienes razón. Esta aldea vende su trigo a otros panificadores del continente.

—No pensé que el prilatsil llegara tan lejos.

—El continente está surcado por una red de prilatsil, con enlaces a corta distancia. ¿Tú crees que puede solucionarse una emergencia viajando a pie? Fíjate en esto.

Skatholtz dibujó un círculo irregular, la Antártida, y varios símbolos de la paz que lo cruzaban.

—Si hubiera motivos serios para viajar, podrían utilizarse las líneas de prilatsil. Desde la época de las Niñas han sido usadas cuatro veces. O más, si es que se ha perdido alguna leyenda. Las tenemos siempre en perfectas condiciones.

Corbell se reservó las otras preguntas. Confiaba en no verse obligado a emplearlas. Eran demasiado obvias y debían de tenerlas vigiladas.

Cuando la tribu partió, por la mañana, cargaron sus bolsas de tela con hogazas de pan. Habían hecho un intercambio: se habían quedado tres miembros de la tribu de Krayhayft, que fueron reemplazados por tres aldeanos. Todo se hizo sin ningún tipo de ceremonial; Corbell tuvo que fijarse bien en aquellas caras para darse cuenta de que se había producido el cambio.

Allí acababa el trigo. La tierra fue descendiendo gradualmente a lo largo de treinta kilómetros, hasta hundirse en la neblina. Allí sólo había maleza seca. Hacia la derecha aparecía un montón de formas agudas y filamentosas, a la manera de promontorios solitarios sobre el terreno llano y sin vida. Aunque la naturaleza suele imitar esas formas regulares y artificiales. Corbell preguntó por ellas.

—Son artificiales —confirmó Skatholtz—. Las he visto otras veces. Tengo mi propia idea con respecto a lo que son, pero… ¿Quieres que vayamos a verlas? Algunos de los miembros de la tribu de Krayhayft no las han visto aún.

La tropa giró. Las estructuras aumentaron su tamaño. Algunas yacían acostadas, desintegrándose, pero la más próxima permanecía erguida; su angosto fondo seguía bien plantado en el terreno. La tribu se agrupó ante un gran muro curvo que se inclinaba por encima de la cabeza.

—Naves —dijo Corbell—. Cosas para llevar gente y mercancías por el agua. ¿Qué están haciendo aquí, tan lejos del océano?

—Tal vez antes hubo océano aquí.

—Puede ser. Cuando el mundo se calentó tanto, gran parte del océano debió perderse en el aire. Esto era tal vez el fondo del mar cubierto de barro.

—Eso coincide con las leyendas —observó Krayhayft—. ¿Se te ocurre qué pueden haber llevado?

—Demasiadas cosas distintas. ¿Hay algún modo de entrar?

Krayhayft cogió el encendedor que llevaba al cinto. Corbell no comprendió lo que iba a hacer; de lo contrario, se lo habría impedido. El otro hizo girar alguna pieza del encendedor y lo apuntó hacia el gran muro de metal oxidado.

El metal centelleó. Corbell guardó silencio; ya era demasiado tarde para impedirlo. Aquel rayo azul y delgado escupió fuego hasta abrir una amplia abertura. La chapa cayó.

Toneladas de barro cayeron tras ella. Siglos y siglos de polvo y lluvia… Todos caminaron chapoteando por el barro, bromeando entre sí. Corbell les siguió.

El casco era un depósito enorme sin tabiques que evitaran el corrimiento de la carga. Corbell olfateó el aire, pero no quedaban rastros del contenido. Aceite, quizá, o algo más exótico. Tal vez sólo tierra fértil para las estériles ciudades antárticas. La tierra no se bamboleaba.

La gran sorpresa estaba en la cubierta y por encima de ella. ¡Mástiles! Allí no quedaba sitio para marineros humanos. Sólo muchos mástiles que recordaban los de los antiguos clíperes, y cables que llegaban hasta un gran compartimiento de proa: los motores, los cabrestantes, el ordenador.

El casco parecía sólido; los mástiles estaban en buen estado. Pero el tiempo había convertido el ordenador en chatarra. Era una pena; por su tamaño, equivalía al ordenador del Don Juan, el que cobijaba la personalidad de Pirssa. Tal vez le hubiera revelado muchas cosas.

Avanzaron hacia la niebla, hasta que la niebla los tragó Corbell oía un estruendo regular que no podía explicarse. De pronto se vio ante el mar. Las rompientes rugían y siseaban contra la costa rocosa.

Allí descansaron. Después, mientras otros juntaban leña menuda para encender la hoguera, tres Varones nadaron hasta las rompientes con espadas y un lazo. Parecía tentador; el agua no debía estar fría. Pero Corbell comprendió que los Varones iban a cazar y se preguntó que presa les esperaba.

Volvieron dos de ellos. Nadaron hasta la costa, con el lazo que se retorcía tras ellos, y se dejaron caer, jadeando pesadamente, mientras los demás tiraban de la soga para recoger la contorsionada carga. Sobre la playa aparecieron tres metros y medio de tiburón. El tercer Varón no regresó.

Corbell no podía creerlo. ¿Cómo era posible que los inmortales fueran tan descuidados con sus propias vidas? Los Varones parecían tristes, pero no llevaron a cabo ninguna ceremonia formal. Esa noche, Corbell sólo comió pan. Se veía incapaz de tragar los pedazos de tiburón. Había visto las cosas que escondía en su vientre.

Permaneció largo tiempo despierto, meditando sobre todo aquello. Se había visto viejo, joven, maduro, sin secuencia inteligible. Con un poco de suerte, seguiría joven. Había luchado por su existencia y por su estilo de vida contra el poder del Estado, sin renunciar jamás, aun con todos los motivos del mundo. ¿Acaso uno podía cansarse de vivir tanto?

Corbell no ponía en duda la capacidad de los muchachos para construir máquinas que mataran a los tiburones. Las fábricas que seguían construyendo baños, dormitorios y oficinas idénticos eran un tributo a su pereza, pero no carecían de encanto. Entonces, ¿por qué dejar con vida a los tiburones? ¿Por tradición, por machismo?

Por la mañana, los Varones estaban tan alegres como siempre. Hacia la tarde llegaron al lugar de los dikta.