Avanzó, tambaleante, por corredores limpios, geométricos y vacíos, donde moría todo sonido. Las puertas no bajaban a su paso. Por dos veces trató de aplicar su disco de plástico contra lo que tomó por placas de entrada. Era cuanto se le ocurría hacer, pero no servía de nada. Fuera aquel sitio lo que fuese, él (o el muerto a quien Corbell había despojado) no estaba autorizado para franquear sus puertas.
El traje de presión se le hizo muy pesado y lo dejó caer. Habló al casco, pero no hubo respuesta. ¿Dónde diablos estaba Pirssa?
Corbell lo había liberado de toda orden, pasada o por venir. Había bajado sin protección a un ambiente desconocido; más tarde había quedado sin comunicación. Jotabé CORBELL Número Dos: ausente por presunto fallecimiento. Por entonces, Pirssa podía estar dando la vuelta al Sol, rumbo a alguna estrella cercana. En busca del Estado.
El rayo interestelar de Pirssa hubiera podido incinerar a la Vieja en cuanto cruzara una calle, pero el ordenador de Corbell le había abandonado. El hombre arrojó furiosamente el Casco sobre la alfombra-nube, aunque no con la fuerza con que habría querido, pues aún tenía las manos atadas. La placa frontal le miró a ciegas, fijamente, mientras él proseguía su marcha.
Empezaba a tener calambres en las piernas. El aire limpio iba tomando el olor del verdín y de la muerte, la verdadera muerte. Al fin Corbell llegó a una puerta abierta. El mecanismo había fallado, seguramente… y en seguida vio por qué. En la placa dorada había un pequeño agujero fundido.
Detrás de la puerta, el daño era más apreciable; el olor, más intenso. Debía ser un quirófano. Por lo menos aquel mueble parecía una mesa de operaciones; la maquinaria suspendida sobre ella incluía escalpelos fijados a brazos articulados. Había varios esqueletos descompuestos y parduscos. Uno de ellos, desnudo, yacía sobre la mesa entre un montón de polvo. Otros dos habían quedado apoyados contra la pared; los uniformes manchados y raídos estaban en mejor estado que los mismos huesos La tela presentaba desgarrones chamuscados que llegaban hasta los huesos, como si los hombres hubieran sido atravesados por una espada al rojo vivo. Y aquellos hombres habían sido gente adulta, de la estatura de Corbell.
Detrás del escritorio, la pared tenía un agujero lo bastante grande como para que por ella pudiera pasar un automóvil ¿Bombas, acaso?
Corbell subió a la mesa sobre la cual descansaba el esqueleto y frotó sus ligaduras contra el filo de un escalpelo. ¡Listo! Ya tenía las manos libres.
En seguida corrió hacia el gran hueco de la pared. Aunque estaba recuperando el aliento, su corazón latía velozmente y sin ritmo. Por encima de todas las cosas deseaba una oportunidad de acostarse para descansar…, hasta que miró hacia el interior de la bóveda.
Era de dos pisos y carecía de ventanas. Hacia la izquierda, una gruesa rueda metálica, tan alta como la pared, con un timón estilizado en el centro. Tenía el aspecto de una caja fuerte bancaria. Había también cabinas de vigilancia; cápsulas de vidrio situadas bajo el techo: en cada una de ellas, un esqueleto armado con algo parecido a un reflector con culata de escopeta.
¿Qué papel cumplía esa caja fuerte dentro de un hospital?
Las tres paredes estaban cubiertas de estantes, desde el techo hasta el piso, pero los pocos elementos que aún permanecían allí no eran barras de oro, sino botellas. El piso, tres metros por debajo de Corbell, estaba cubierto de botellas rotas.
Había también un objeto metálico medio fundido, una especie de lavaplatos animado muy similar a la máquina que había atacado a Corbell y a Pirssa cuando quería entrar en aquella casa. Las otras maquinarias parecían intactas. Vio también un pupitre de instrumentos que podría haber sido (tratándose de un hospital) un equipo para diagnósticos, y un par combinado de «cabinas telefónicas» transparentes, en forma de cilindros de vidrio con la parte superior redondeada que Corbell miró con vehemente codicia.
Los invasores habían traído una escalera de mano por la que él bajó cautelosamente, tratándose a sí mismo como a un frágil objeto. Cuatro esqueletos, al pie, demostraban que los invasores no las tenían todas consigo. Corbell pasó cuidadosamente por entre los huesos. Aquel sitio, como cualquier hospital, servía perfectamente como cripta…; mejor que otros, en verdad. Era fresco. Limpio. Sin insectos, hongos ni animales de rapiña. Pero no era de la muerte de lo que huía Corbell. Era de un bastón de plata y de una alteración más humillante que la muerte.
Las luces de la bóveda estaban aún encendidas. En el pupitre brillaban también los indicadores luminosos. Con un poco de suerte, también las cabinas funcionarían. Entró a una de ellas y buscó el tablero.
No lo había. Sólo halló un botón instalado en una delgada varilla. No cabía elección sobre el punto de destino. Preguntándose si la Norn le estaría esperando en el otro extremo, se obligó a apretar ese botón.
No ocurrió nada.
Corbell soltó unos cuantos insultos pintorescos, salió de la cabina y probó con la otra. Aquélla ni siquiera tenía puerta; un polvo fino flotaba en su interior. ¿Qué diablos…?
¿Qué era en verdad aquel edificio? Las drogas de los estantes debían ser increíblemente valiosas: cuatro guardias humanos y un asesino metálico, una sola puerta que parecía capaz de resistir un ataque atómico, una cabina instantánea con una sola terminal y otra cabina de la cual no se podía salir… Y un ejército invasor dispuesto a afrontar todo eso, con bombas… Súbitamente comprendió. Fue una doble conmoción.
Aquellos estantes debían contener la inmortalidad de los dictadores. Y estaban vacíos.
Todo coincidía. Por supuesto, las drogas geriátricas se guardan en los hospitales. Las cabinas debían llevar directamente a los aposentos de los dictadores; incluso sólo ellos podían utilizar la cabina cerrada. Si el que surgía de ella era la persona adecuada, alguien, desde fuera, podía hacerle pasar a la cabina provista de puerta. Si no, constituiría un blanco fácil para los rayos láser.
La puerta de la bóveda podía resistir perfectamente un ataque atómico. Pero los ladrones habían pasado por una pared… y tal vez habían empleado también armas atómicas ¿Conocería Mirelly-Lyra la existencia de aquel lugar? Era casi seguro. Habría buscado hasta encontrarlo.
Lo mismo haría Corbell, y ella lo sabía: la misma Norn le había revelado lo de la inmortalidad de los dictadores. Tenía que salir de allí.
El cansancio se convertía en tormento. Si debía, si podía, treparía esa escalera. Pero antes era mejor probar la puerta de la caja fuerte. ¡Y estaba abierta! Precisó de todo su peso, de toda su fuerza, para abrirla de par en par. Los invasores debían haberse marchado por la puerta que no pudieron utilizar como entrada.
Lo mismo hizo él, agradecido. La hilera de «cabinas telefónicas» estaba en ese mismo piso. Se había desplazado en zigzag desde allí. Tal vez iba a costarle regresar.
Al tomar un recodo, vio las cabinas. Y también a Mirelly-Lyra Zeelashisthar, con el bastón apuntado como si tuera un revólver, mirando de reojo algo que tenía en la otra mano. Un segundo antes de ocultarse vio que elevaba la mirada hacia el techo con los dientes al descubierto.
No era a él a quien rastreaba, sino al casco de su traje.
Adiós, Pirssa. Corbell contó hasta treinta; después asomó la nariz tras la pared. Mirelly-Lyra no estaba allí. Cruzó de puntillas la alfombra-nube hasta la intersección siguiente y allí volvió a mirar. Tampoco estaba allí. Corbell cruzó la intersección de un salto y entró a la cabina más cercana con el disco en la mano.
Mirelly-Lyra no habría visto con agrado esa sonrisa.
Dos comas cruzadas; una S invertida; un reloj de arena tumbado y con los extremos vueltos hacia adentro; una pi torcida. Los corredores desaparecieron. En completa oscuridad, pulsó con el pulgar el contacto que abría la puerta y salió a la noche. Un golpe de viento cálido y húmedo le castigó, al tiempo que veía una luz opaca: una delgada media luna en rosado cálido, con los cuernos hacia abajo, a la altura de sus ojos.
Permaneció un instante quieto mientras adaptaba los ojos a la oscuridad. El mundo fue cobrando forma a su alrededor. Estaba sobre un tejado plano, contemplando un eclipse de Sol. Seguramente eran muy comunes en esa época, puesto que tanto el Sol como Júpiter ocupaban mucho espacio en el cielo. Pero el efecto era hermoso; un anillo en tono rosado cálido iluminaba en una penumbra rojiza el mar y la ciudad. Corbell hubiera deseado quedarse.
Mirelly-Lyra ya habría encontrado su casco.
Había una escalera. Lamentablemente, no sabía qué altura tenía el edificio; hubiera sido más feliz si lo hubiera sabido. Tuvo que bajar a pie hasta el final, pero al menos fue un alivio reconocer el edificio donde Mirelly-Lyra tenía su oficina. Se detuvo a descansar durante un precioso momento. Después volvió a subir tres pisos. Próxima pregunta: ¿habría notado la Norn que la puerta de la oficina no estaba cerrada?
La sexta puerta estaba un poco abierta, bloqueada por un botón caído. Al principio resistió a sus esfuerzos, pero luego cedió lentamente, permitiéndole la entrada. Al parecer, esas oficinas se fabricaban como las cajas para palomitas de maíz. Pero ¿tendría comunicación con el dormitorio en ruinas? Su vida misma iba en ello. Entró a la «cabina telefónica» y buscó el tablero de intercomunicación.
¿Cinco botones? Oprimió el de más arriba.
A través de la puerta de vidrio divisó las salitrosas dunas que corrían hacia abajo, hasta encontrarse con una línea azul brillante. Estaba en una de las cabinas de la costa. Oprimió el segundo.
Nuevamente en la oficina.
El tercero. Vio, en una oscuridad teñida de rojo, un piso triangular, con las paredes y el techo volados hacia fuera. Una silueta oscura, en forma de buñuelo, estaba enroscada precisamente por donde él debía salir; aquello levantó una cara blanca e inquisidora.
—¡Jijaaaaa! —gritó Corbell.
—¿Mi?
Dio un manotazo al cuarto botón. El sorprendido colagato desapareció.
Bañera, ducha… Pensó en el agua caliente, en la comodidad, en el sueño… Al diablo con todo. ¿Habría instalado aquella vieja su «cárcel privada» de tiempo cero junto a un baño turco? ¿Por qué no? De cualquier modo, apretó el último botón, sólo para ver lo que hubiera para ver.
Volvieron los deseos de dormir. Las rodillas se le doblaban. Músculos y huesos parecían fundírsele. Pero vio. A derecha e izquierda, cocinas y armarios. La Norn encapuchada en el otro extremo, el bastón de plata a la vista, con la punta hacia arriba. Detrás, las macetas de una ventana y un manojo de gruesos cables.
Apretó dos botones y lanzó un puntapié a la puerta.
Estaba tratando de recordar algo. Era urgente.
A ver: apreté un botón del intercomunicador, después el de la puerta, y di una patada hacia afuera. ¿O fue al revés? Intercomunicador, puerta, puntapié. No esperé; no podía esperar; nunca en mi vida pensé a tal velocidad.
Una presión en los tobillos. Se debatió un poco y bajó los codos para levantar la cabeza. La puerta de la «cabina telefónica» trataba de levantarse bajo sus tobillos. Más allá, el gran Sol rojo estaba volviendo a mostrarse por entero; aún le faltaba un trozo oculto tras el negro Júpiter. Más cerca, un escritorio flotaba sobre una alfombra-nube.
Sonrió y cerró los ojos.
Pasaron segundos o minutos antes de que volviera a moverse. El Sol aún estaba recortado por Júpiter. Al levantarse pisó el borde de la puerta mientras buscaba algo que le sirviera de cuña para trabarla.
Había escapado por los pelos. Mientras el bastón de plata le enviaba hacia la inconsciencia, había operado el botón del intercomunicador que le llevaría a la oficina, y el botón para abrir la puerta. En seguida había puesto la pierna por entre la puerta para trabarla. Hasta allí todo estaba bien, pero…
Era de suponer que la Norn seguía custodiando el artefacto de tiempo cero y su provisión de drogas. Corbell no conocía aquella máquina maravillosa y no sabía siquiera cómo era, pero ¿para qué otra cosa podían ser aquellos cables? Tenía que estar allí, y ahora Mirelly-Lyra sabía que él andaba tras de sus drogas. Ya sabría también que el intercomunicador no funcionaba hacia la oficina. Y daría por sentado que Corbell había dejado la puerta abierta.
No podía permitir que se cerrara. Un instante después la tendría a sus talones.
Corbell empezó a asustarse. Al excluir a Mirelly-Lyra de la oficina la había dejado fuera del sistema general de cabinas. No podía emplearlo para ir en su busca. Tendría que hacerlo en el coche. Lo habían dejado allí, precisamente ante la puerta. De modo que… sí. El trayecto más rápido, para ella, sería ir hasta la playa por intercomunicador. Desde allí podría pasar al intercomunicador de otra persona, es decir, a otra oficina, desde la cual marcaría el número de ese edificio. A esa altura ya estaría bajando desde la azotea. ¡Y él todavía no había encontrado con qué trabar la puerta!
Se quitó rápidamente la ropa interior y la metió a modo de cuña en la puerta. Por un momento sintió frío, pero en seguida el sudor se le secó en el cuerpo. Ahora estaba totalmente desnudo… y le daba vergüenza. Lo que veía al bajar la vista no era nada de lo que pudiera mostrarse orgulloso. Pero ¿quién podía verle, salvo Mirelly-Lyra? Y ella no debía estar mucho mejor.
Sus pertenencias se habían reducido a un cuerpo anciano y marchito (robado, por lo demás) y una sola tarjeta de crédito en forma de disco de plástico (también robada). Con ellos bajó tres pisos por las escaleras y volvió a salir.
El coche estaba donde lo habían dejado.
Pero no arrancaba. Buscó una llave, la ranura de una llave. Si la Norn se la había llevado, tendría que caminar. Encontró una ranura vacía y maldijo…, pero en seguida se dio cuenta del tamaño.
El disco de plástico entraba perfectamente en ella. Los coches debían ser taxis. ¡Muy bonito! Ahora bien, si los códigos de los vehículos se parecían a los de las cabinas, la cosa era fácil: marcaría el de la comisaría. ¡Y allí buscaría un revólver!
Al extender los dedos hacia el tablero, sus manos empezaron a temblar. Otros músculos empezaron a contraerse. De pronto se encontró presa de convulsiones. De su boca salían extraños ruidos. Furioso, desesperado, Corbell notó que el cuerpo del delincuente le estaba fallando; se moría en el peor momento posible. ¡En el peor momento!
¡Por favor, no! ¡Hasta que acabe la batalla…!
Entrelazó los dedos y consiguió acercar las dos manos al tablero. Lanzó un golpe hacia el reloj de arena tumbado, lo intentó de nuevo y falló; tuvo que detenerse por un instante. Los músculos del cuello, convulsos, le retorcían la cabeza hacia atrás en un giro torturante. Entonces vio que un automóvil se aproximaba por la calzada, en suaves curvas, como un proyectil dirigido.
Las convulsiones empeoraron. Volvió a arrojar uno y otro golpe al botón del reloj de arena y… No pudo contar las veces que lo apretó. Cuando el coche comenzó a avanzar dejó que las contorsiones le dominaran.
Tormento mental. Inconsciencia. Ahora, convulsiones. Tal vez fuera conveniente hacer una lista de las cosas que aquel bastón de plata no podía hacer.
No podía detener un coche-burbuja. Eso sí. Las convulsiones fueron cediendo. Al fin pudo girar la cabeza. Mirelly-Lyra estaba muy atrás, asomada fuera del coche, y disparaba aún. El movimiento de Corbell hizo que ella tomara la curva de la ruta.
Él trató de relajarse. Los músculos de sus piernas, de sus párpados, del cuello y la espalda se anudaban y soltaban al azar. No era sólo consecuencia del bastón de plata: había estado viviendo demasiadas pesadillas. Era demasiado viejo para esa clase de cosas. Siempre había sido demasiado viejo para jugar a policías y ladrones en una ciudad laberíntica con una loca armada pegada a sus talones.
—Vamos, cálmate —susurró—. Ya pasó. A menos que…
A menos que Mirelly-Lyra tuviese algún aparato de rastreo en su tablero. O en su bastón. De cualquier modo, le llevaba ventaja. Bastaría con que se adelantara un solo minuto, lo suficiente para hallar un revólver en la comisaría. Después cortaría por lo sano: saldría a través de las cabinas, giraría el disco al azar y continuaría huyendo.
¡Ea! Las cabinas no funcionaban. Antes ya había tratado en vano de marcar el código de la comisaría.
El coche se inclinó peligrosamente, tomó la curva de la esquina y siguió por una de las calles laterales. Corbell seguía observando hacia atrás, con la barbilla apoyada en el respaldo del asiento. Eso le alteraba menos que ver cómo se acercaban las montañas de escombros.
Pasó al lado del borde de la cúpula hexagonal. La calle llegaba a su término. Estaba deslizándose sobre arena. Corbell se volvió: las desiertas dunas salitrosas volaban a su lado. Hacia adelante, muy lejos, la línea azul y blanca del océano se iba acercando.
El coche corría directamente hacia las rompientes espumosas. Las cruzó y se internó en el mar, a unos ciento cuarenta kilómetros por hora.
La voz de Mirelly-Lyra era un gemido áspero y tembloroso. No le gustó. Interfería con su búsqueda. Decía:
—¡De acuerdo, Corbell! Tú ganas. Si tus medicinas fueran mejores no estarías tratando de robar las mías. ¡Ahora, hablemos!
Triste búsqueda. Había tenido la esperanza de que Mirelly-Lyra tuviera algo de comer guardado en el coche, pero había abierto la guantera, había mirado bajo los asientos y… ¿Qué más podía hacer? ¿Desgarrar el tapizado?
Tenía hambre.
—La llave para hablar está en el extremo derecho del panel. Empújala hacia arriba. Corbell…
Claro. Entonces podrás rastrearme y…
Pero la tentación era grande. Podría preguntarle si había comida. Podría preguntarle cómo apagar el receptor.
El coche cruzaba las olas en dirección hacia la meta que su cerebro idiota había interpretado a partir de las violentas órdenes de Corbell. Por debajo de un espeso banco de nubes grises, oscuras, el Sol y Júpiter creciente se habían apartado a lo largo del horizonte. El Sol ya mostraba el borde inferior aplanado.
Algo bloqueó el resplandor rojizo. Parecía una marsopa, pero pronto se dio cuenta de su tamaño. ¡Estaba entre Corbell y el horizonte, a mitad de camino, y se elevaba como un globo! Giró un poco la cabeza y echó una mirada antes de volver lentamente al mar rojizo y espumoso.
Una marsopa del tamaño de una ballena. «Así que, después de todo, acabamos con las ballenas», pensó Corbell; «y después se produjo un desequilibrio ecológico…».
—Tengo que dar por sentado que me oyes, Corbell. Te estoy rastreando hacia el continente más meridional, donde estaba antes la capital de los Varones. No puedes despistarme porque no puedes abandonar el coche. Háblame.
Al parecer le seguía, de todos modos. Empujó la llave hacia arriba y preguntó:
—¿Hay comida en el auto?
—Hola, Corbell. Si vuelves a tratar de robarme las drogas, te matarás. He colocado trampas.
—No lo haré.
—Entonces buscaremos en lugares separados. Te doy un año para que encuentres la inmortalidad de los dictadores. Ojalá pudiera darte más, pero ya sabes cómo estoy. Si hallas la droga, me convertiré en tu mujer. Si no, te mataré.
—¡Qué difícil elección! —exclamó él, riendo.
—No me conociste cuando era hermosa. Para ti soy la única mujer, Corbell. No hay otras.
—No cuentes mucho con eso. Pirssa dice que mi necesidad sexual es muy baja.
—¿Nunca deseaste a las mujeres, Corbell?
—Estuve casado durante veintidós años.
—¿Qué significa casado?
—Unido en pareja. Bajo contrato.
—¿Había sexo? ¿Te gustaba?
De pronto Corbell echó terriblemente de menos a Mirabelle. La lloró no por muerta, sino porque ya no estaba. Y su otra mitad seguía y seguía, por un mundo más y más alucinante. ¡Si al menos hubiera podido contarle todo a Mirabelle!
—En el sexo, y en todo lo demás, nuestra vida fue un puro éxtasis, como suele serlo el matrimonio —respondió, con una ligereza que no sentía—. Lamento haberlo sacado a relucir.
—Tenía que averiguarlo.
Como para clavarle una espina, Corbell comentó:
—¿Nunca se te ocurrió pensar que a lo mejor yo no quiero la inmortalidad de los dictadores? Tal vez me guste la idea de envejecer dignamente.
—Trataste de robarme las drogas.
—Tú me obligaste.
—Envejecer no tiene nada de digno. Un año, Corbell.
—¡Eh! ¡No cortes! ¿Tienes alguna idea de hacia dónde voy? Ni siquiera sé dónde nos encontrábamos.
—Hay un continente que cubre el polo Sur. Vas hacia allí. En cuanto a dónde estábamos, hay un continente cuya larga punta se dirige hacia la parte más meridional. Estábamos casi en el extremo. Supongo que tu meta será la ciudad de…
Por un momento, la voz de Mirelly-Lyra be quebró. En seguida completó la frase:
—… Sarash-Zillish, la capital de la última civilización terráquea.
Así que estoy cruzando el cabo de Hornos hacia la Antártida. ¿Hacia qué punto de la Antártida?
—¿Qué destino marcaste?
Corbell decidió correr el riesgo de decírselo:
—Estaba tratando de llegar a la comisaría. Pero como tenía todos los músculos convulsionados, no sé qué pulsé.
—¿No habrás golpeado la llave más de cuatro veces? Con cinco irías a los Cuarteles Generales de la Policía Internacional, en Sarash-Zillish.
—Tal vez —dijo él, riendo—. Bueno, al menos me alejé de ti.
—Un año, Corbell.
Bien podía estar muerto dentro de un año, aunque en verdad Se sentía bastante bien. Los dolores, el cansancio y los retortijones estaban pasando. Pero el hambre había rebasado el extremo soportable.
—Una hora más y moriré de hambre —dijo—. ¿Hay comida en el coche?
—No.
—¿Qué comeré?
—Cuando llegues a Sarash-Zillish, ve al parque —dijo ella, y le proporcionó una dirección que debía marcar en el tablero—. En este momento nadie lo atiende, pero cualquier fruta que encuentres es comestible, y si puedes atrapar algún animal, la mayoría también lo son.
—Está bien.
—Allí no hallarás la inmortalidad de los dictadores. Nunca hubo adultos en Sarash-Zillish.
—Eh, Mirelly-Lyra, ¿cuánto tiempo llevas buscando?
—Tal vez diez años de mi vida.
Corbell se sorprendió.
—Tenía la impresión de que llevabas un siglo o más.
—No tuve suerte. Cuando los Niños me sacaron del tiempo cero, me dijeron que buscarían la inmortalidad de los dictadores para dármela. No pude hacer otra cosa que creerles. Pero mintieron.
—En el hospital había una caja fuerte…
Ella se echó a reír.
—En todos los hospitales de todas las ciudades que quedan en la Tierra hay una caja fuerte. Ya las he revisado todas. Lo que no ha sido roto no contiene más que venenos. Las medicinas se han echado a perder con el tiempo, el calor y la humedad.
—Dime más. ¿Qué averiguaste sobre esa inmortalidad de los dictadores cuando aterrizaste, antes de que te encerraran?
—Casi nada. Sólo que existía.
—Cuéntame. Dime dónde no está; así no perderé mi tiempo.
Los Niños estaban ya esperando cuando Mirelly-Lyra bajó de su nave espacial. Su primera suposición fue que se trataba de un programa genético del Estado: dignos, dueños de sí, lógicos; demostraban una sabiduría adulta que ella tomó por inteligencia superior a la normal. Más tarde comprendió que era el resultado de la experiencia acumulada en muchas vidas. Nunca había visto gente como ellos. Ellos tampoco habían visto a alguien parecido a Mirelly-Lyra. Había adultos en el mundo, pero constituían una raza aparte. La mujer no llegó a conocerlos personalmente, aunque supo de la existencia de unos miles de ellos; todos pertenecían honoríficamente a la especie de los dictadores y contaban con su inmortalidad. Se mantenían apartados de los billones de niños.
Niños. Varones y Niñas a la vez, integrados. En ese momento no le llamó la atención. Más tarde lo recordó.
Los niños la juzgaron por traición, según su propia ley. Ella tuvo la impresión de que el juicio era un farsa para que ellos se divirtieran. Tal vez se trataba de paranoia. Eran muy puntillosos; no se burlaban de ella ni se apartaban de leyes que tenían ya setenta mil años de antigüedad. Mirelly-Lyra, por su parte, no perdió en ningún momento su dignidad, según se tomó el trabajo de explicar a Corbell.
La sentenciaron a la cárcel de tiempo cero.
—¿Nunca oíste hablar de las colonias interestelares?
—No, nunca.
—Me lo parecía. Seguramente se apartaron del Estado mucho antes de que aterrizaras. Probablemente por eso dispararon contra ti No porque fueras Mirelly-Lyra, sino porque provenías de la Tierra.
Hubo un silencio. Después ella dijo:
—Nunca lo entendí. ¿Quieres decir que el Estado se dividió?
—Sí. Tardó mucho tiempo en hacerlo, eso es todo. El Estado era un imperio por monopolio de agua —dijo Corbell, como si hablara para sí—. Esa clase de potencias tienden a perdurar indefinidamente, a menos que algo irrumpa desde fuera para derrumbarlas. Pero no había nada fuera del Estado. El derrumbe hubo de esperar que el Estado creara sus propios bárbaros.
—Hablas como si hubieras conocido muchas clases de Estado —dijo Mirelly-Lyra, vacilante.
—Yo soy anterior al Estado. Yo era un cuerposiclo, un muerto congelado. Cuando el Estado tenía más o menos un siglo de edad… convirtieron a un delincuente condenado en Jerome Corbell.
—¡Oh…!
Hubo una pausa. Después ella agregó:
—En ese caso, tal vez tú sepas más que yo. ¿Cómo se derrumbó el Estado?
—Considéralo de este modo: en primer lugar, el Estado se expandió por el sistema solar. Mucho más tarde hubo muchas copias del Estado; una por cada estrella. Todas pertenecían a un solo gran Estado, regido desde la Tierra. Después… Bueno, son sólo suposiciones; creo que vino la inmortalidad de los niños. A ti te pareció que eso de convertir en inmortales a las criaturas de once años representaba una gran ventaja. Bien, de acuerdo. Pero ¿y si los otros Estados no lo aceptaban? Piensa en lo distinto que sería tu Estado de niños. Los otros debieron de reclamar, argumentando que eran el Estado original. Eso convertía en hereje al Estado del sistema solar, y a sus ciudadanos en incrédulos.
—¿Qué pasó entonces? Supongo que habrán dejado de tratarse.
—Claro —dijo Corbell, riendo—. Después de la guerra. Cuando ambas partes trataron de exterminarse mutuamente y no pudieron hacerlo. Tiene que haber sido así. Es inevitable.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—En ese caso —dijo ella, lentamente—, eso es lo que pasó con…
—¿Con qué?
—Cuando me sacaron del tiempo cero había más de un Estado sobre la Tierra. Tal vez también eso era inevitable. Deja que te cuente.
Los niños condujeron a Mirelly-Lyra hasta la punta de una pirámide achaparrada construida en plata. Sobre ella flotaban artefactos de plata o material plástico liviano: transmisores de televisión tridimensional y armas que afectaban la mente y la voluntad. Apagaron la pirámide; sus espejeantes caras se convirtieron en hierro negro. La pusieron en un ascensor y la enviaron abajo.
En el interior se unió a una gran turba. Algunos trataron de hablarle en un lenguaje incomprensible. Ella vio que el ascensor se elevaba…, para bajar nuevamente con otro prisionero. Nadie hablaba su idioma.
El ascensor no cesaba de subir y bajar, cargado con prisioneros en el descenso, vacío al volver a la superficie. Aquellos que la rodeaban pertenecían a tipos muy diferentes, y los que se les iban reuniendo aumentaban aquella diversidad. Allí no había provisiones con las que alimentar a los prisioneros. La cosa estaba clara: nadie había estado allí el tiempo suficiente como para tener hambre.
La duodécima persona en bajar no era un prisionero. Una niña de once años descendió hasta llegar a la altura de sus cabezas. A su alrededor flotaban pequeñas máquinas. Una de ellas, una vara de plata montada sobre un base mayor, se retorcía hacia todos lados como un galgo nervioso que espera ser liberado. La niña estaba desnuda; unas alas de mariposa, transparentes, le salían de los hombros a modo de adorno. Con voz dulce, perentoria y de raro acento, exclamó:
—Mirelly-Lyra Zeelashisthar, ¿estás ahí?
Así, Mirelly-Lyra volvió al mundo, tras un período aproximado de unos quince minutos subjetivos.
Sus anfitriones eran unas diez o doce criaturas, todas niñas. Choss, la que había bajado a buscarla, era en cierto modo la jefa, aunque la organización social era compleja.
No había nada infantil en aquellas mentes. Se desempeñaban como señoras del mundo. El intérprete de Mirelly-Lyra transmitía las inflexiones emocionales de su voz, al tiempo que sus palabras, y esas emociones eran respeto, odio y temor. No se trataba de niñitas. Eran Niñas, neutras e inmortales. Arrogantes e indulgentes, a voluntad; Mirelly-Lyra se habituó a obedecerlas.
La adiestraban con aquella vara de plata flotante, una variante de la que ella usaría mucho después. Llevaba constantemente sujeto al cinturón la misma máquina intérprete que empleaba conmigo. La obligaron a usarla aun mucho después de que aprendiera el idioma, pues su acento les resultaba desagradable. Lo que más le molestaba era pensar que la consideraban socialmente inferior. Pero más tarde cambió de idea. Más bien la trataban como a una mascota, un animalito precioso que sabe hacer gracias.
Presenciaba junto a ellas espectáculos ofrecidos por otras criaturas. Algunos, en directo; otros eran ilusiones tridimensionales, holovisores descomunalmente grandes. En cierta ocasión flotaron en el espacio interplanetario durante varias horas; Mirelly-Lyra se maravilló ante la ceñuda atención con que las niñas de Choss observaban aquel espectáculo planetario aburrido y reiterado. Más tarde, durante la votación, comprendió los motivos de aquella concentración.
Pero la mayor parte de aquellos espectáculos eran maneras de ganar prestigio. Algunos de los artefactos flotantes que la seguían por todos lados actuaban como cámaras televisivas y sensores emocionales. Mirelly-Lyra era en sí un espectáculo que aumentaba el prestigio del grupo de Choss.
Sus medicinas habían retardado, pero no evitado, la menopausia. Los cambios experimentados en su cuerpo fueron un golpe casi mortal para la fe de la mujer en sí misma. Era una foca amaestrada y estaba envejeciendo; sólo una cosa la alentaba a seguir: en alguna parte se encontraba la inmortalidad de los dictadores.
Al principio aprovechó con gusto la oportunidad de hablar con las Niñas, pero el problema era que toda la charla corría por su cuenta. Jamás contestaban sus preguntas; las que ellas formulaban, en cambio, debían ser respondidas ampliamente. Si no se extendía sobre el tema en particular, parecían fastidiadas.
Cierta vez encontró a Choss con ánimo indulgente.
—Choss me dijo que los dictadores se encargaban de sus propios asuntos médicos —dijo Mirelly-Lyra—. Estaban regidos por los Varones, que creaban espectáculos con ellos y mezclaban en sus alimentos ciertos productos químicos para impedirles la procreación. Creo que Choss estaba resentida de que los Varones no les dejaran jugar con los dictadores.
De pronto, agregó:
—No me estoy expresando bien. Estas Niñas eran todas más ancianas que yo. No eran criaturas, sino aristócratas decadentes.
—Sí. Tengo la impresión de que las Niñas y los Varones permanecían aparte.
—Sí, y eso me complicaba las cosas. Los Varones y las Niñas no tenían sexo que los uniera. Eran dos Estados independientes sobre la Tierra, cada uno con su territorio y sus derechos. Han de haber permanecido separados durante mucho tiempo. Choss decía que las Niñas gobernaban el cielo y los Varones a los dictadores. Yo habría tenido que ir adonde estaban ellos para averiguar lo de la inmortalidad.
—¿Que las Niñas gobernaban el cielo?
Aquello sonaba a tontería, pero…
—Así decía Choss. Creo que era verdad, Corbell. ¡Las vi votar que no se trasladara la Tierra! Presenciamos un espectáculo luminoso de astronomía; después hubo una discusión de varias horas y al fin votaron. Pero lo que a mí me interesaba era la inmortalidad de los dictadores. Choss prometió averiguar lo que yo quería de los Varones. Me consideraban valiosa, Corbell; ganaban prestigio con las anécdotas que yo contaba y con los espectáculos que montaba sobre mi persona.
En tanto Mirelly-Lyra revivía aquellos recuerdos malignos, el enojo borboteaba en la voz del intérprete.
—Lo que yo ignoraba les divertía infinitamente. Otros grupos de Niñas comenzaron también a promocionar a algunos prisioneros. Después de varios años me di cuenta de que Choss no había hecho nada por conseguirme lo prometido. Tendría que buscar por mi cuenta a los Varones.
—Se explica.
—¿Qué?
—Choss no podía ir a ver a los Varones. Te hubieran reclamado por ser propiedad de ellos. Una dictadura más.
—Yo… Nunca lo pensé. ¡Qué tonta!
—Sigue.
—Los Varones poseían las masas continentales del hemisferio sur. Habían construido cúpulas acondicionadas en el continente polar meridional; también poseían otros dos continentes y varias islas. Pero las Niñas gobernaban tierras más útiles y disponían de más poder, si en verdad es cierto que regían el cielo. Supe que la Tierra había sido trasladada. A veces Júpiter brillaba tanto que se podían ver los anillos y distinguir los satélites. Esas Niñas me daban miedo. Estudié la forma de apoderarme de un avión, pero había esperado demasiado.
»Un día Choss me dijo que estaban cansadas de mí y que me volverían al tiempo cero. Yo ya no era una novedad. Esa noche robé un avión. Me dejaron volar durante largo rato antes de traerme de vuelta con el autopiloto. Después supe que habían montado un espectáculo con mi huida.
—Qué gente rara esas Niñas. ¿Te pusieron otra vez en la pirámide?
—Sí. Dejaron que me llevara el intérprete; fue lo único que hicieron por mí. Más adelante bajaron a dos Varones que habían apresado durante una pelea. Las Niñas les habían aplicado látigo anímico y yo era la única con quien podían hablar.
Lo había dicho con una sombría diversión.
—¿Látigo anímico?
—Yo lo usé una vez para hacerte más dócil. No sirvió. Algunas aplicaciones más podrían facilitar las cosas.
—Termina con tu historia.
—Esperamos mucho tiempo. Nadie vino a liberarnos. Finalmente, la maquinaria se detuvo. Hacía un calor mortal. Los Varones nos manejaban con el látigo anímico y yo servía de intérprete, pero había poca cooperación. Huimos. Algunos logramos sobrevivir hasta llegar al continente más meridional. Allí los Varones capturaron a todos menos a mí. Fui por agua, sola.
»Pasó mucho tiempo antes de que aprendiera lo bastante como para sentirme a salvo. Tuve que descubrir qué podía comer, qué alimentos no se echaban a perder, cómo resguardarme de las tormentas. Cosas todas que tú también deberás aprender. Era vieja ya cuando comencé a buscar la inmortalidad de los dictadores; la busqué por las ruinas, abandonadas por los Niños. Después vacié mi pequeño depósito de tiempo cero y entré a él para esperar… para esperarte.
—Buena idea.
—¡Cuando vuelvas a ser joven búrlate de mí, si quieres!
—No creo que lo consiga.
—No podemos renunciar.
—Yo sí —respondió Corbell, riendo—. Me parece que no creo en la inmortalidad de tus dictadores. ¿Viste alguna vez a alguien volverse joven?
—No, pero…
—¿Sabes siquiera por qué envejece la gente? Los fuegos no arden hacia atrás, señora.
—Yo no soy médica. Sólo sé lo que cualquiera sabe. Las moléculas inertes se juntan en la célula y la ahogan, como… como los sedimentos, la basura y los venenos de la industria se reúnen en un gran mar interior, hasta que el mar se convierte en una gran ciénaga. Las células se tornan menos… activas. Algunas mueren. Un día las células activas son muy pocas y actúan con demasiada lentitud. Otra materia inerte se acumula y bloquea venas y arterias… Pero yo tengo medicinas que las disuelven.
—Al colesterol sí, claro. Pero lo difícil es sacar la materia muerta de una célula viva sin destruirla. Creo que te engañaron. Choss y sus amigas actuaban como niñas traviesas. ¿Qué te hace pensar que tu abogado no hizo lo mismo? Recuerda que fuiste tú quien preguntó a las Niñas. No fueron ellas quienes sacaron el tema.
—Pero ¿por qué?
—Oh, para saber que…
—¡No!
—Todo el mundo muere. Tu abogado ha muerto. Choss ha muerto. También las civilizaciones mueren. Aquí existió una civilización capaz de trasladar la Tierra. Ahora no queda nada.
Tras un melancólico silencio se alzó la tranquila voz del intérprete mecánico.
—Adonde tú vas hay Varones. Una vez traté de hablar con ellos. No saben nada de la inmortalidad de los dictadores.
—¿Saben qué ha pasado con la civilización?
—Tú mismo lo dijiste. Había dos Estados en la Tierra. Debieron de haber peleado entre sí.
—Posiblemente.
Las guerras entre sexos siempre habían sido una tontería, en opinión de Corbell. Demasiada confraternidad con el enemigo, ¡ja, ja!, pero ¿y si el sexo no les unía?
—Los Varones no saben nada —repitió ella—. Tal vez nunca existió la inmortalidad para los dictadores del Sur.
—Qué dura eres. Si existió, la hallarás en todas las ciudades del mundo. Usada hasta el desgaste. Podrida.
—Un año, Corbell.
—¿Por qué no probar?
—A ver qué te parece esto. Deja que yo use tus medicinas. Puedo viajar más de prisa y buscar mejor si soy joven y saludable.
Otra larga pausa. Después, ella dijo:
—Sí, parece lógico.
—Pensé que dirías que no.
¡Una oportunidad! Pero… En seguida agregó:
—Tonterías. No, no puedo arriesgarme tanto. Me das demasiado miedo. Así al menos ganaré un año.
Ella gritó algo que no fue traducido. El receptor quedó mudo.
Un año —pensó él—. Dentro de un año estaré tan bien escondido que no podrá encontrarme.