Alguien hablaba.
Corbell despertó bruscamente, con un grito a flor de labios. ¿Quién sino Pirssa podía hablarle allí?
Pero no estaba a bordo del Don Juan.
La voz había callado. Pirssa se dejó oír desde el casco.
—No he reconocido ese idioma.
—¿Acaso pretendías reconocerlo? Pásame la grabación.
Pirssa transmitió una voz de niño que hablaba en tonos líquidos y tranquilizadores. Después suspiró:
—Si ese tipo me esperaba para conocerme, ¿qué podría decirle yo? ¿Qué me diría él? Probablemente estaré muerto antes de aprender su idioma.
—Tus palabras me destrozan el corazón. La mayor parte de tus contemporáneos vivían sólo una vez.
—Ajá.
—Tu egocentrismo siempre me ha molestado. Si pudieras considerarte como…
—No, un momento. Tienes razón. Tienes toda la razón del mundo. Ya he recibido más de lo que recibe cualquier hombre; más de lo que cualquiera puede robar, mejor dicho. Prometo portarme bien.
—Me dejas sorprendido. ¿Piensas dedicar tus servicios al Estado?
—¿A qué Estado? El Estado ya no existe. Mi egocentrismo es tan humano como tu fanatismo.
La voz del extraño volvió a pronunciar unas palabras hermosas e incomprensibles… y entonces Corbell le vio. Su rostro estaba más allá de la parte frontal del coche, más allá del metal, como si éste fuera transparente. ¿Un holograma, tal vez? Corbell se inclinó hacia adelante.
Era el busto de un muchacho que se difuminaba bajo los hombros. Parecía tener unos doce años, pero tenía la apostura de un adulto. Su piel era dorada; sus facciones sugerían una mezcla de razas: negra, amarilla, blanca y algo más: una mutación, tal vez, que le hacía medio calvo; presentaba una franja de pelo negro, en apretados rizos, en torno a la base del cráneo y sobre las orejas; sobre la frente, un mechón aislado.
Su cara sonrió en un gesto tranquilizador y desapareció. El coche se precipitó hacia adelante y hacia abajo.
Era como desplazarse por una montaña rusa. Corbell instaló uno de los brazos del sofá y se colgó de él. El coche bajó en dirección oblicua durante cerca de medio minuto. Después volvió la alta gravedad, en tanto el vehículo y el túnel tomaban una curva y recuperaban la dirección horizontal.
Luz dentro, oscuridad fuera. Corbell empezaba a relajarse cuando el coche tomó una curva hacia la izquierda; avanzó un trecho y tomó hacia la derecha; allí estabilizó la marcha. ¿Qué era eso? ¿Un cambio de túneles? Se le habían taponado los oídos.
Pirssa dijo:
—Tu velocidad excede los ochocientos kilómetros por hora, y sigue aumentando. Un gran adelanto.
—¿Cómo lo hacen?
—Supongo que estás circulando por un acelerador lineal ayudado por la gravedad, a través de un túnel de vacío. Estás a punto de pasar por debajo del océano Pacífico. ¿Me oyes todavía?
—Casi nada.
—Corbell, contesta si puedes. Corbell, contesta…
La voz de Pirssa desapareció por completo.
—¡Pirssa!
Nada.
Corbell sintió la presión en los oídos y en las sienes. Movió las mandíbulas tratando de convencerse de que no tenía motivos para asustarse. Pirssa le recogería en cuanto llegara a la Antártida.
El siseo del avance inducía al sueño. Corbell sintió la tentación de acostarse, preferiblemente con los pies hacia adelante, pues al final se produciría alguna desaceleración. Dormir, quizá soñar… ¿Qué puede soñar el último hombre de la Tierra mientras viaja por debajo del océano Pacífico, a 1,5 machs, por un sistema subterráneo que no ha sido reparado durante los últimos siglos? Podía detenerse allí, bajo el Pacífico, para sofocarse lentamente, mientras un fantasma casi humano le aseguraba que el servicio se reanudaría lo antes posible. Pirssa podía esperar indefinidamente su salida.
Con demasiada imaginación me moriré de miedo; con demasiado poca, moriré por descuido.
Siguió moviendo las mandíbulas para aliviar la presión de los oídos. ¿Al vacío? Lo había dicho Pirssa. Metió la cabeza en el casco para consultar los indicadores. La presión de aire había bajado y seguía disminuyendo.
Jadeando, apresuradamente, se puso el traje de presión.
—Túnel al vacío, ya lo creo —exclamó—. ¡Qué estúpido, qué estúpido! El coche pierde, no es hermético.
¿Y qué otra cosa se habría deteriorado en ese antiguo sistema de túneles?
Pero por entonces el viaje se había vuelto excesivamente suave. Al fin, Corbell vació la vejiga y, a su vez, vació la vejiga de su traje en el inodoro. La orina corrió hirviendo por el recipiente sin dejar rastros. Una superficie protegida de todo contacto.
Pasaron horas. Dormitó sentado; despertó; se acostó boca abajo. Eso no le gustó; se acostó de espaldas, con la mochila como almohada bajo los hombros y un brazo bajo la cabeza. Así estaba mejor. Se quedó dormido.
Le despertó una punzada. Se incorporó y sorbió un poco de jalea…, lo último que quedaba. Fue casi suficiente. Percibió cierta aceleración; ¿acaso iba ya hacia arriba? Medio minuto de baja gravedad y un tirón final hacia atrás. Se sintió descansado. Se produjo un sonido seco y sordo, casi inaudible, más allá del extremo metálico del coche.
La puerta de vidrio, y la otra puerta de metal, se abrieron al mismo tiempo. Corbell acababa de levantarse cuando el estampido le lanzó hacia atrás.
A veces uno llega al final de un largo viaje a pie con los músculos doloridos y la mente completamente vacía, con excepción de la necesidad de seguir caminando, cueste lo que cueste. Más o menos en ese estado de ánimo, Corbell se levantó y avanzó renqueando hacia las puertas. Le zumbaban los oídos. Le dolía la cabeza allí donde se había golpeado con el casco. Enderezó la espalda. Se sentía estúpido: el estampido del aire al irrumpir en el vacío no debía haberle tomado tan por sorpresa.
—¡Pirssa! —llamó—. Aquí Corbell por sí mismo. Contesta si puedes.
Nada. ¿Dónde diablos estaba Pirssa? Ya no había nada que bloqueara el sonido.
Meneó la cabeza. No le quedaba nada por hacer, salvo seguir deambulando a través de las sorpresas hasta que éstas le detuvieran.
Hacia atrás, en un gran espacio abierto, se divisaban luces mortecinas. Distinguió salas de espera, sillones y las líneas débilmente iluminadas de un gran mapa mural. Los indicadores de su barbilla indicaban que la presión era normal o levemente alta; la temperatura, cálida pero soportable. Abrió la placa frontal.
El aire era caliente y rancio. Percibió olor a desperdicios secos. Levantó el casco y volvió a olfatear. Un cierto olor a animal…
—¿Mi?
Dio un salto. En seguida se relajó. ¿Dónde había oído algún sonido similar? Era familiar, conocido. Un movimiento le llamó la atención, hacia la izquierda.
—¡Miiiii!
La bestia se acercó insinuante a través de la polvorienta alfombra-nube. Era una serpiente, una serpiente gorda y peluda. Se acercó en un movimiento ondulante. Su piel era negra, gris y blanca. Se detuvo, alzó su hermosa carita de gato y volvió a preguntar:
—¿Mi?
—Que me cuelguen —dijo Corbell.
Algo se movió a sus espaldas.
Olvidó a la peluda serpiente. El sueño le vencía, y en unos momentos estaría inconsciente. Pero allí estaban aquellos sonidos furtivos, detrás de él. Y se volvió, luchando por mantenerse en pie.
Una túnica con capucha; tela blanca, con un toque de iridiscencia: una forma humana encorvada…
Había atacado mientras el gato-serpiente le distraía. La vio entre sombras: alta y encorvada, flaca, el rostro repleto de arrugas, la nariz ganchuda, los ojos hundidos y malévolos, oscurecidos por la capucha. Las manos hinchadas sostenían un bastón de plata que apuntaba a los ojos de Corbell.
La vio por un solo instante, mientras el aturdimiento se apoderaba de él. Creyó estar viendo su propia muerte.
Se encontraba de espaldas sobre una superficie anatómica, con las piernas separadas y los brazos levantados por encima de la cabeza. El aire era húmedo, pesado, caliente. El sudor le corría por la ingle, por los sobacos, por las comisuras de los ojos. Trató de moverse; la superficie cedió en ondas; suaves lazos se ajustaron en torno a sus tobillos y sus muñecas.
Su traje había desaparecido. Sólo llevaba puestas sus prendas interiores y se encontraba en un mundo inhabitablemente cálido. Se sentía desnudo y atrapado.
La luz pesaba sobre los párpados. Abrió los ojos.
Estaba en una cama de agua, mirando el cielo gris por entre los bordes desiguales de un techo roto. Al volver la cabeza distinguió otros detalles de un dormitorio: una cabecera curva con mandos complicados, un sofá en arco y mesa flotante que hacía juego. Esos dormitorios debieron de haber sido fabricados, en masa, como las viviendas. Pero ése había sido atacado por un ciclón. El techo y las ventanas de imagen habían estallado hacia afuera.
La vieja le observaba desde el sofá.
Norn, pensó él. El destino bajo la forma de una anciana. La recordaba vívidamente, y también el bastón de plata que llevaba en la mano. La vio levantarse y caminar hacia él… La boa peluda, subida a su hombro, alzó sus aguzadas orejas y miró a su vez. Le daba una vuelta y media en torno al cuello. La punta de la cola se retorcía.
Diablos, era un gato. Recordaba haber visto un gato así; León, se llamaba, aunque había olvidado el nombre del amiguito a quien pertenecía; piel lujuriosa y abundante, cola espesa, larga, esponjosa. Multiplicando por tres la cola de León y adhiriéndola a su cabeza, se habría obtenido un animal como aquél.
Pero ¿cómo era posible que la evolución hubiera privado a los gatos de sus patas? Era increíble; resultaba más fácil suponer que alguien había alterado los genes de un gato en algún momento de los últimos tres millones de años.
La mujer se detuvo ante él, apuntándole con el bastón entre los ojos. Habló.
Corbell meneó la cabeza y la cama se rizó en ondas.
La mano de la mujer se puso tensa sobre el bastón. No se veía ningún gatillo, pero debió haberlo apretado, pues Corbell entró en un verdadero tormento. No se trataba de tormento físico. Era pena, rabia impotente, culpa. Habría deseado morir.
—¡Basta! —gritó—. ¡Basta!
La comunicación se había iniciado.
Se llamaba Mirelly-Lyra Zeelashisthar.
Seguramente tenía una computadora en alguna parte. La caja que instaló en la cabecera de la cama era demasiado pequeña y sólo debía ser una prolongación de ella. Mientras Corbell hablaba (incoherentemente al principio, balbuceando sólo para que no volviera a utilizar el bastón), el aparato hacía de intérprete. Hablaba a Corbell en su propia voz, a Mirelly-Lyra en la de ella.
Intercambiaron sustantivos. Mirelly-Lyra señalaba ciertas cosas y las nombraba; Corbell lo hacía en su propio idioma. Pero no disponía de sustantivos para designar a algunos de los objetos que había en ese cuarto. Llamó «colagato» a la serpiente peluda, y «cabina telefónica» a la cabina de transporte instantáneo.
Ella instaló una pantalla, una especie de televisor que se desenrollaba como si fuera un cartel. Debía ser otro vínculo de computación. Le mostró varias imágenes y el vocabulario se fue ampliando.
—Dame de comer —dijo él, cuando el hambre sobrepasó al temor.
Cuando ella al fin comprendió, le puso un plato delante y le dejó libre una mano. Bajo su atenta mirada y la amenaza del bastón, Corbell comió, eructó y volvió a comunicarse.
—Más.
Ella escondió el plato detrás de la cabecera. Un minuto después lo sacó nuevamente lleno, con una fruta y una tajada de carne asada, caliente y fresca, y una raíz amarilla hervida que sabía a una mezcla de calabaza y zanahoria. Al tragarse el primer plato, ni siquiera había visto lo que estaba comiendo. En esa segunda oportunidad tuvo tiempo de preguntarse dónde lo habría cocinado. Y pudo suponer que había empleado la «cabina telefónica» para llegar a su cocina.
El colagato saltó desde los hombros de la vieja hasta la cama. Corbell quedó petrificado. El animal avanzó reptando por el lecho y se acercó a olfatear la carne. Mirelly-Lyra le asestó un golpecito en el lomo, haciéndole desistir. Optó por trepar al pecho de Corbell; retrocedió y le miró a los ojos.
Corbell le rascó la parte posterior de las orejas. El animal, con los ojos entrecerrados, ronroneó con placer; el vientre estaba cubierto de cuero áspero, como el de las serpientes, pero el pelaje era tan suave y espeso como lo sugería su aspecto.
Corbell acabó con su segundo plato, dando algunos trocitos de carne al colagato. Después dormitó, preguntándose si Mirelly-Lyra iba a despertarle de una sacudida. Pero ella no lo hizo. Al despertar, el cielo estaba negro ya; la anciana había encendido las luces y le había atado nuevamente la mano libre. Su traje de presión no estaba a la vista. Aunque ella le liberara, seguía teniendo el bastón. Corbell no conocía el funcionamiento de la cabina. En el fondo se preguntaba si Pirssa se habría marchado a otras estrellas, dándole por muerto.
¿Qué quería de él aquella mujer?
Se ocuparon de los verbos, después de las palabras descriptivas. Su idioma no se parecía a los que Corbell había escuchado hasta entonces, pero la pantalla y la memoria mecánica facilitaban las cosas. Pronto empezaron a intercambiar información.
—Quítame las cuerdas. Déjame caminar.
—No.
—¿Por qué?
—Soy vieja.
—Yo también.
—Quiero ser joven.
Era imposible descubrir expresión alguna en su voz o en la versión traducida en la de Corbell. Pero el modo de pronunciar esa frase hizo que él levantara bruscamente la cabeza para mirarla.
—Yo también.
Y ella le disparó con el bastón.
Culpa, temor, remordimiento, deseos de morir. Gritó, se retorció, tiró de sus ligaduras durante segundos interminables, antes de que ella dejara de apuntarle. Después quedó allí tendido, mirándola fijamente, dolorido y atónito. El rostro de la mujer gesticulaba demoníacamente. De pronto le volvió la espalda.
Sus sacudidas habían asustado al colagato. El animal había huido.
«Quiero ser joven» y ¡blam! Ahora su espalda estaba rígida; sus puños, apretados. ¿Qué ocultaba, cólera o lágrimas? ¿Por qué? ¿Es acaso culpa mía que sea vieja? Una cosa era evidente: si le mantenía atado era tanto por seguridad suya como del mismo Corbell. Si utilizaba la vara teniendo él las manos libres, era muy posible que se suicidara.
El colagato volvió a trepar a su pecho, se enroscó y levantó el hocico para frotárselo contra la nariz. «¡Miiii!». Pedía explicaciones.
—No sé —dijo a la bestia, que ronroneaba ya como un motor sobre su pecho—. No creo que la explicación me guste.
Pero estaba errado.
Ella le soltó una mano y le dio de comer. El menú era el mismo: dos frutas, una raíz hervida, carne asada. Esta vez dio comida también al colagato.
La fruta era fresca. La carne parecía un bistec recién cortado y bien frito. Sin embargo, no había estado más de un minuto ausente detrás de la cabecera. Ni siquiera un horno de microondas podía cocinar tan rápido, al menos en 1970. Aquello siguió dándole vueltas a la cabeza.
Y tenía que ir al baño.
La vieja se mostró irritante, terriblemente lenta en entender. Corbell se dio cuenta de que había comprendido cuando ella comenzó a pasearse por la habitación, ceñuda y pensativa, como si estudiara la posibilidad de dejar que se hiciera sus necesidades encima. Al fin le liberó; en primer término (desde atrás de la cabecera) las muñecas; después, los pies. Al fin se retiró hacia atrás, apuntándole con el bastón, mientras él se dirigía a la puerta del centro.
Sólo al fin, oculto a su mirada por la puerta, dejó escapar un tembloroso suspiro. No intentaría escapar. No esa vez, al menos. Ignoraba demasiadas cosas. No estaba en condiciones de afrontar el bastón.
El bastón: le había reducido a un miserable esclavo por dos veces, instantáneamente. Ni siquiera había intentado conservar la dignidad. Y con eso el bastón perdía la mitad de su poder, pues él no sentía vergüenza. Sin embargo, comprendía que varias aplicaciones de esa arma convertirían a cualquier hombre en una piltrafa.
Corbell era el armazón de un hombre reanimado por corrientes eléctricas e inyecciones de ácido ribonucleico. Le habían transformado una y otra vez, pero al menos seguía siendo un hombre. Lo que el bastón podía hacer de él era más duro, más perjudicial.
Cooperaría.
Pero ella estaba loca. Aunque estuviera cuerda según los criterios de su propia época (cosa poco probable), para Corbell estaba loca y era peligrosa. Viejo y débil como era, tendría que escapar antes de que ella le matara. La «cabina telefónica» debía funcionar, puesto que no había visto ningún horno a microondas en el dormitorio.
La llamada a Pirssa quedaría para después. No se atrevía a preguntar por su traje; tal vez eso dejara entrever sus peligrosos pensamientos. Y suponiendo que Pirssa se encontrara aún en el sistema solar, ¿cómo podría ayudarle?
Corbell salió de la cabina y volvió a su posición sobre la cama. Mirelly-Lyra le ató las manos desde detrás de la cama; después, los tobillos. Prosiguieron la conversación.
El intérprete omitía algunas palabras. Corbell perdió algunas de ellas antes de comprender lo que oía. Entonces comenzó a hacer preguntas, obligándola a llenar los blancos. Poco a poco fue enterándose de la historia.
Ella era Mirelly-Lyra Zeelashisthar, ciudadana del Estado. (¿El Estado? Aquello intrigó a Corbell, pero ella lo describió más o menos del mismo modo que Pirssa, aunque en su versión el Estado llevaba cincuenta mil años gobernando todos los mundos conocidos; los años correspondían a los de Corbell, pues la Tierra aún no había sido cambiada de lugar). En su juventud había sido extraordinariamente hermosa. (Corbell, con mucho tacto, no lo puso en tela de juicio). Los hombres se volvían incomprensiblemente locos por ella. Mirelly-Lyra nunca comprendió qué fuerza podía impulsarles a tal falta de racionalidad, pero empleó su sexo y su belleza tal como empleaba su mente: para progresar. Era hiperactiva y ambiciosa de nacimiento. Hacia los veinte años ocupaba un puesto alto en el Control de Tránsito entre Sistemas.
Como ocupaba un puesto de responsabilidad, el Estado la condicionó. Tras el condicionamiento, su ambición no fue ya para sí misma, sino para el bien del Estado. El proceso era mera rutina… y, según dedujo Corbell de datos posteriores, no daba mucho resultado.
Pero si al guiar el curso de los vehículos espaciales dentro del sistema solar en verdad realizaba las ambiciones del Estado, también, sin lugar a dudas, realizaba las propias. Llamó la atención de un hombre poderoso que actuaba en una rama colateral de la burocracia. El subdictador Corybessil Jakunk (Corbell oyó ese nombre demasiadas veces como para no memorizarlo) no era su superior jerárquico directo, pero podía hacer algo por ella.
A un hombre tan poderoso se le permitía malgastar un poco de tiempo en satisfacer sus propios deseos, a fin de que sirviera al Estado con mejor voluntad. (La vieja no veía nada malo en eso Se mostró impaciente cuando Corbell no lo comprendió inmediatamente. Eso habría constituido una escuela para su propia ambición). Y sus propios deseos se dirigían hacia Mirelly-Lyra Zeelashisthar.
—Me propuso que fuera su amante —dijo—. Yo deseaba un papel mucho más importante que ése, y me negué. Me dijo que si aceptaba compartir su vida por un período de cuatro días, me conseguiría un puesto directivo en la Oficina. Yo sólo tenía treinta y seis años. Era una buena oportunidad.
Jugó con él como había jugado con otros. Fue un error.
Corbell venía preguntándose por qué le obligaban a hacer de público para ese teleteatro que no había solicitado. En ese momento comenzó a descubrirlo. Tres millones de años más tarde, con ochenta o noventa años de edad, según su aspecto, ella seguía preguntándose en qué se había equivocado.
—La primera vez usé un producto para que me ayudara. Uno de esos que incitan al sexo…
—¿Un afrodisíaco?
La palabra entró en la memoria del ordenador.
—Lo necesitaba. La segunda noche él no dejó que lo usara; él tampoco lo hizo. Lo pasé mal, pero no me quejé; tampoco a la noche siguiente. Al cuarto día me rogó que cambiara de idea, que renunciara a mi cargo para convertirme en su mujer. Yo le obligué a cumplir con su promesa.
Durante siete meses ella fue jefe del Departamento de Control para el Tránsito entre Sistemas. Después se le informó que se había presentado como voluntaria para una misión especial, una gloriosa oportunidad de servir al Estado.
Se sabía de la existencia de una hipermasa, un agujero negro, en el centro de la galaxia. Mirelly-Lyra debía investigarla. Tras la ayuda preliminar de las sondas automáticas, debía determinar experimentalmente si, tal como parecía desprenderse de la teoría, ese agujero negro podía emplearse para los viajes en el tiempo. De ser posible, debía regresar a la fecha de su partida.
—¿Por qué hizo eso? —preguntó ella—. Le vi en una oportunidad, antes de marcharme. Dijo que no podía soportar el tenerme en el mismo universo si no era suya. ¡Pero eso no era lo que me había ofrecido!
—Tal vez pensó que cuatro días de éxtasis bastarían —sugirió Corbell—. Que te arrojarías a sus brazos para pedirle que no te echara.
Por un momento temió que la mujer usara el bastón. Pero casi al mismo tiempo ella estalló en una risa seca y rota. Tenía algo de amable, antes de que su rostro volviera a tomar ese odio reconcentrado. Después volvió a parecerse a la Norn, a la muerte en persona.
—Me envió al agujero negro. Me pareció que todo terminaba.
—A mí me pasó lo mismo.
Ella no le creyó. Le obligó a describirlo lo mejor posible: los colores, el progresivo aplanamiento de los soles centrales en un disco de crecimiento, el bulto del anillo de fuego, el plano final de neutronio completamente achatado, salpicado por pequeños agujeros negros.
—Yo sólo fui hasta la ergosfera —dijo Corbell—, y lo hice para volver a la Tierra cuanto antes. ¿Pasaste realmente por ese trance?
Ella tardó en contestar.
—No. Tuve miedo. Cuando llegó el momento no me pareció estar tan obligada para con el Estado.
El condicionamiento no podía ligar tanto. Mirelly-Lyra circunvoló el agujero negro, sirviéndose de su masa para rectificar el curso. Y regresó a la Tierra. Tenía ochenta años y aún se mantenía saludable y bella (así decía), debido a las drogas rejuvenecedoras que tenía en la nave. Así llegó a Primera Esperanza.
Corbell verificó el tiempo con ella. ¿Su estatorreactor Bussard aceleraba a una gravedad durante todo el trayecto? Sí; veintiún años de ida y otros tantos de vuelta. Su nave era muy superior al Don Juan de Corbell… y lo demostraba. Era toroidal, de mayor tamaño y mejor diseño.
Cuando Mirelly-Lyra partió del sistema solar, Primera Esperanza era una colonia recién establecida en torno a otra estrella. Al retornar confiaba en que la noticia de su traición no habría llegado hasta allí. Pero los de Primera Esperanza dispararon contra ella. Lo que ella tomó al principio por un láser mensajero no tenía la menor modulación: era un láser de rayos X, creado para matar.
Volvió a intentarlo. El sistema siguiente se parecía a Primera Esperanza: contenía un planeta de masa y temperatura aproximadas a las de la Tierra, cuya escasa atmósfera había sido sembrada en plena juventud del Estado. Tal vez lo habían colonizado durante los setenta mil años que ella llevaba ausente. Y así era. Volvieron a disparar contra ella, obligándola a huir.
—Me sentí amargada, Corbell. Creía que era por mi culpa, por lo que yo había hecho. Pensé que todos los planetas sabrían de mi traición y que no había esperanzas para mí. Regresé al sistema solar para morir en él.
Ya había reconocido ciertas estrellas en la vecindad del Sol. Allí no le dispararon, pero el Sol se expandía hacia el estado de gigante roja y faltaba la Tierra. Mirelly-Lyra, pasmada, investigó más a fondo.
Reconoció a Saturno y a Mercurio (gravemente dañado por las operaciones mineras, tal como ella lo había dejado); a Venus, que mostraba las señales de un infructuoso intento de transformarlo en planeta terrestre. Urano describía una órbita muy alterada entre Saturno y Júpiter, si es que se trataba de Urano. Marte presentaba una grieta tremenda, un mar nuevo, tal vez dejado por el impacto de Deimos.
—El Estado pensaba cambiar de sitio a Deimos —le explicó a Corbell—. Estaba demasiado cerca. Pudo ocurrir algo.
Descubrió a la Tierra en órbita interior a la de Marte. Corbell preguntó:
—¿Tienes idea de cómo pudo ocurrir eso?
—No. Deimos iba a ser movido por medio de bombas de fusión, que explotarían en un cráter. Pero no se podía mover así un planeta habitado.
—¿O de quién lo hizo?
—Jamás lo supe. Al aterrizar me arrestaron inmediatamente. Eran niños.
—¿Niños?
—Sí. Me encontré en muy mala posición —dijo ella, con una sonrisa débil—. Aún al final, cuando aterricé, tenía esperanzas de que mi belleza comprara a los jueces. Pero ¿cómo comprar a unos niños?
—Pero ¿qué pasó?
—La Tierra estaba regida por niños. Veinte billones de niños, cuyas edades variaban entre los once años y cifras enormes. Era la juventud eterna. El Estado había descubierto una forma ideal de juventud eterna —dijo la vieja—. Los padres podían encargarse de que los hijos dejaran de crecer precisamente antes de… ¿cómo le llamas tú? Cuando las niñas inician el ciclo menstrual…
—Pubertad.
—Precisamente se detiene su crecimiento antes de la pubertad. Viven casi para siempre. Eso no da lugar a aumentos de la población, pues estos niños no tienen hijos. El método era mucho mejor que el antiguo sistema para mantenerse eternamente joven.
—¿El antiguo sistema? ¿De inmortalidad? ¡Háblame de él!
—¡No pude descubrirlo! —respondió ella, súbitamente enfurecida—. Sólo descubrí que era para los escogidos, para la clase de los dictadores. Cuando volví, ya no se utilizaba. Mi abogado me habló de eso, pero no quiso darme detalles.
—¿Qué pasó con el sistema solar? —preguntó Corbell.
—No me lo dijeron.
Él se echó a reír, pero desistió al verle alzar el bastón. De modo que el Estado tampoco la dejó jugar a los turistas.
—No me dijeron nada. Me trataron como si no tuviera derecho a preguntar. Todo lo que sé me lo dijo mi abogado, un varón que parecía tener doce años y que no decía su verdadera edad. Mi delito figuraba en el libro de bitácora de la nave. Me sentenciaron a…
La palabra quedó sin traducir.
—¿Qué es eso?
—Detuvieron el tiempo para mí. Había un edificio en donde se guardaban ciertos delincuentes para el caso de que hicieran falta.
Otra vez aquella sonrisa amarga, mientras agregaba:
—Era como para sentirme halagada. Sólo a los delincuentes muy fuera de lo común se les consideraba de futura utilidad para el Estado. Gente con alto coeficiente intelectual, con buena herencia genética o capaz de contar cosas interesantes a los futuros, historiadores. El edificio podía albergar a un máximo de diez mil. Fue una suerte que me permitieran conservar mis medicinas. Pero tuve que contentarme sólo con la cantidad que podía llevar conmigo.
Se acercó a la cama de agua.
—Eso no importa, Corbell. Quiero que sepas que había otra forma de inmortalidad. Si la hallamos, los dos podremos volver a ser jóvenes.
—Estoy listo —dijo Corbell, tirando de las suaves ataduras que le sujetaban las muñecas—. Estoy de tu parte. Me encantaría volver a ser joven. ¿Por qué no me desatas?
Pero no podía ser tan fácil.
—Tal vez la búsqueda sea larga. Yo llevo ya mucho tiempo buscando. Necesito tus drogas de juventud, Corbell. Tal vez no sean tan buenas como la inmortalidad de los dictadores, pero serán mejores que las mías.
¡Oh! Tuvo que contestar:
—Están a bordo de mi nave, en órbita. De cualquier modo, no te servirán de nada. Probablemente eres más anciana que yo, sin contar el tiempo que gané en hibernación.
El sudor acumulado bajo él le hacía sentir incómodo; se sintió nuevamente sudoroso y comprendió que estaba inerme. Vio cómo el bastón se levantaba.
Ella esperó a que Corbell dejara de agitarse y dijo:
—Te comprendo. Vienes de una época anterior a la mía. Tus medicinas son aún más primitivas. No puedo usarlas. Eso es lo que dices.
—¡Es verdad! Escucha, yo nací antes de que los hombres llegaran a la Luna. Me hice congelar cuando el cáncer comenzó a devorarme el vientre. Había…
—¿Congelar? —preguntó ella, incrédula.
—¡Congelar, sí! Existía la posibilidad de que la ciencia médica hallara un medio de curar el cáncer y reparar el daño que había causado en mis paredes celulares, y…
Su defensa acabó en un aullido. Ella mantuvo el bastón contra él durante largo rato.
—Abre los ojos —le oyó decir Corbell.
No quería hacerlo.
—Usaré el bastón.
Los ojos de Corbell eran como puños cerrados; su rostro estaba contorsionado por el tormento.
—Un hombre congelado es un cadáver conservado. No volverás a mentir, ¿verdad?
Él meneó la cabeza, con los ojos aún cerrados. Entonces recordó lo que Pirssa le había dicho sobre los fosfolípidos que rodeaban los nervios del cerebro. Se congelaban a 70° F, y ése era el fin de los nervios. Su decisión había sido un suicidio. ¿Y por qué no? Pero sería imposible convencer a Mirelly-Lyra.
—Permíteme que te aclare esto —dijo la Norn—. No te hablaré sobre la primera vez que me sacaron de la cárcel de tiempo cero. La segunda vez se debió a que el generador de tiempo cero había agotado su fuente de energía. Éramos más de mil; todos salimos súbitamente a un mundo calcinado, sin vida. El clima era lo bastante caluroso como para matarnos. Y la mayoría perecieron. La lluvia caía en torrentes, como una ducha, pero sin ella todos habríamos muerto. Muchos llegamos hasta aquí, donde los días duran seis años, así como las noches, pero donde todavía es posible vivir. Yo era vieja. No quería morir.
Él abrió los ojos, resignado.
—¿Qué pasó con los otros?
—Los Varones los capturaron. No sé qué ocurrió después. Escapé.
—¿Los Varones?
—No te distraigas. Pasé muchos años dedicada solamente a mantenerme viva. Buscaba la inmortalidad de los dictadores, pero jamás la hallé, y fui envejeciendo. En parte, tuve suerte. Encontré un pequeño depósito de tiempo cero para guardar registros en forma de cintas y de memoria química o simiente con genes alterados. Al principio guardé allí mis medicinas. Después lo vacié para hacer una cárcel de tiempo cero para mí sola. Finalmente alteré el sistema de subterráneos para que condujeran hacia aquí a cualquier pasajero procedente de las zonas calurosas. Creé sistemas de alarma que me liberaran del tiempo cero en cuanto el sistema subterráneo se pusiera en movimiento.
»¿Comprendes por qué hice todo eso? Mi única esperanza era apoderarme de las medicinas que debía llevar cualquier explorador de largo alcance. Algún día llegaría un explorador de otra galaxia o de alguna de nuestras galaxias satélites. Sólo podría aterrizar en alguna zona muy calurosa, y tendría que trasladarse inmediatamente a las zonas polares.
Se irguió sobre él como una enorme ave de presa, agregando:
—El sistema subterráneo le traería hasta mí, llevando también las medicinas inventadas en mi futuro, las que me permitirían recobrar la juventud. Las mías sólo me sirven para seguir siendo vieja. Corbell, tú eres ese hombre.
—¡Mírame!
Ella se encogió de hombros.
—Tal vez tengas mil años, o diez mil. Quiero que sepas esto: si eres lo que dices, no me resultas útil. Te mataré.
—¿Por qué? —preguntó Corbell, aunque la creía.
—Somos los últimos miembros del Estado. Somos los últimos humanos. Los que aún quedan, ya no son gente. Si pudiéramos volver a la juventud, procrearíamos más humanos. Pero si no tienes las medicinas, ¿de qué me sirves?
Él notó que la mujer trataba de suavizar su voz. Su propia voz tradujo:
—Piensa. Eres demasiado viejo para que tus medicinas, por muy actualizadas que sean, puedan surtir efecto. Yo soy distinta. Devuélveme la salud y yo buscaré la verdadera inmortalidad que empleaba la clase de los dictadores. Tú eres viejo y frágil. Descansarás mientras yo busco.
—De acuerdo —dijo Corbell (esa mujer era una Norn, sin duda; era a un tiempo su vida y su muerte)—. Mis medicinas están en órbita. Te llevaré hasta mi vehículo de aterrizaje. Tengo que ponerme en contacto con el ordenador de mi nave.
Ella asintió. Levantó el bastón y él se encogió súbitamente.
—Si no cumples tu palabra, tú mismo te matarás cuando yo te deje.
Cuando ella se apartó de la cabecera, Corbell se permitió distender su cuerpo. Un suspiro casi mudo de tensión liberada… seguido por una sonrisa casi lobuna y la necesidad de saltar, duramente reprimida. Al menos tenía una meta por delante.
Había vuelto para morir en la Tierra. Pero eso era mejor.
Ya tenía las manos libres. Se incorporó, pero ella le indicó con la vara que volviera a acostarse. Le hizo juntar las muñecas y se las ató antes de soltarle los tobillos. La tela se adhirió a sus brazos como si fuera un vendaje.
Las ventanas de imagen del dormitorio se habían estirado antes de romperse. Los bordes formaban hileras de dagas curvadas hacia el exterior. Corbell siguió a Mirelly-Lyra, pasando cuidadosamente entre los puñales, para hundirse en seguida en la maleza que le llegaba hasta las rodillas.
Ella le indicó por señas que fuera hacia un auto-burbuja como el que había visto en Ciudad Uno. A cada paso se alzaban grandes insectos zumbadores. Fuera hacía aún más calor, pero al menos había algo de brisa. El Sol se ponía en el horizonte, enorme y rojo, lanzando largas sombras borrosas. En el rojo cielo aparecía otro círculo rojo difícil de mirar, más pequeño que el Sol; debía ser Júpiter.
El coche parecía posado en las puntas mismas de las hierbas. No se movió al subir Corbell. Mirelly-Lyra le indicó que se hiciera a un lado (siempre con el bastón, ese bastón que era anestésico, instrumento de tortura, y ¿qué más? Mejor no averiguarlo) y subió, sentándose a su lado. Se inclinó hacia el tablero, vaciló, apretó algunos números.
—Iremos a buscar tu traje de presión —dijo el intérprete desde su cinturón.
El vehículo avanzó suavemente. Mirelly-Lyra se relajó a medias; no iba conduciendo. Corbell sabía ya que él no podría volver en el coche. No conocía el número de aquella casa. Bajaron por la colina hasta un valle estrecho, acelerando. La velocidad era endiablada. Corbell se agarró a una barra acolchada sujeta al tablero, con ganas de cerrar los ojos, pero incapaz de hacerlo. Ella le estaba estudiando.
—¿Vosotros no usabais coches como éste?
—No —dijo él, súbitamente inspirado—. En Dogpath no había nada así.
Ella asintió, y el nudo que Corbell sentía en el estómago se deshizo de pronto. Que Dios le amparara si ella llegaba a creer que Corbell había partido del sistema solar antes que ella. Tenía que convencerla de que él venía de su futuro. Pero habría invenciones de las que él no tendría noticias, cosas que la Humanidad no podía olvidar. ¿Como qué? ¿Alguna bañera diseñada para ajustarse al cuerpo humano? ¿Una cura por frío? ¿Una navaja de afeitar que no se desafilaba jamás, un tratamiento para evitar el crecimiento de la barba, un remedio para la resaca?
¡Si al menos yo hubiera leído un poco más de ciencia-ficción! Bueno, eso de venir desde otros planetas me concede cierto margen…
—En realidad, pensé que yo había sido el primero en llegar al centro galáctico —dijo—. Tu viaje ni siquiera figuraba en los registros.
—Seiscientos años, más o menos —dijo él, despreocupado—. De los nuestros. En años terrestres eso equivale…
No exageres. Cuenta con que ella no sepa mucho sobre la Tierra a la cual regresó.
—… a quinientos treinta —complete)—. ¿Y tú?
—Casi doscientos. De los míos, no de los de Júpiter.
—Lo que me sorprende es que no te hayas quedado sin medicinas.
—Los niños me dejaron llevar mi provisión a tiempo cero. Las guardo allí para que no se echen a perder.
Corbell sintió un escalofrío por la nuca. Tal vez guardaba allí también la comida; la cocinaría en grandes cantidades y después la detendría en el tiempo. Así parecía siempre recién preparada. Y esa cárcel privada debía estar muy cerca de alguna terminal de «cabina telefónica».
—¿A qué sol pertenecías? —preguntó ella.
El único sol cuyo nombre sabía por lo menos deletrear era Sirio. Respondió:
—Nunca lo oí designar de otro modo que «Sol». ¿Qué pudiste averiguar de la verdadera inmortalidad, la que usaban los dictadores?
—Sólo eso. Cuando un dictador moría, era por violencia —respondió ella, ceñuda—. Había casos así. Mi abogado me contaba que un dictador estaba en guerra con otro y la lucha se había extendido a las familias. Eran viejas leyendas muy anteriores a su propia época. Al parecer, los dictadores ya no servían al Estado por entonces. Sólo a sí mismos.
—Como los dioses griegos —dijo él.
Percibió el blanco: la caja de Mirelly-Lyra no había traducido su comentario.
—Poderosos y agresivos —explicó—. Los mortales debían inclinarse al paso de los dioses y no caer en desgracia.
Mientras corrían a toda velocidad distinguió algunos detalles del panorama. Colinas verdes y pardas. Bosquecillos de árboles enanos. Buscó pájaros, pero no los halló. Franquearon un barranco y el estómago de Corbell dio un vuelco.
El coche avanzaba a toda velocidad hacia un lugar que hasta Pirssa habría llamado ciudad. Era una silueta negra recortada sobre rojo; el sol poniente estaba casi oculto tras ella. En otros tiempos había existido allí una cúpula geodésica. Aún quedaban un trozo del marco y diez a doce hexágonos conectados, sutiles como un encaje. Pero la ciudad en sí conservaba aún la forma de cúpula. En el centro de las calles distribuidas en parrilla, en coordenadas polares, se asentaba un enorme cubo de grandes lados: la conexión de transporte. De él partían espirales y bloques de vidrio; los extremos de los edificios más altos definían la forma de la cúpula desaparecida.
Un gran bloque de vidrio, próximo al centro, había caído contra el gran cubo; allí, doblado por su parte central, se apoyaba como un borracho contra el amigo más corpulento. Por lo demás, aquella población, Ciudad Cuatro, estaba casi intacta. Ciudad Uno, en cambio, estaba casi totalmente derruida. Tal vez la Cuatro era más reciente; quizá la cúpula la había protegido de los elementos durante un período más largo.
La vegetación, formada por bosquecillos enanos y prados verdes y dorados, descendía hasta rodear la ciudad por tres de sus lados. Se interrumpía bruscamente en una frontera casi recta que sobrepasaba el linde más alejado de la ciudad. Más allá de esa línea, durante ocho o diez kilómetros, se extendía una franja de tierra desnuda que enlazaba con el azul brillante del océano.
Qué extraño, pensó Corbell. De pronto se le ocurrió que Ciudad Cuatro debía haber sido construida antes de que el mundo se calentara y sobreviniera el retroceso de los océanos. Era antigua, después de todo. Pero en ella había otra cosa extraña. No se había extendido a lo largo de la costa. Lo que en otros tiempos debió de ser una línea curva de playa, estaba desprovista de edificios. No había rutas que la unieran a la ciudad. Corbell distinguió unos puntos negros regularmente espaciados que podían ser «cabinas telefónicas».
—¿Conoces bien esta ciudad? —preguntó.
Juguemos al guía turístico, Mirelly-Lyra. Cuéntame dónde está tu cárcel privada.
—Sí —respondió ella.
Él renunció.
—Desde aquí vamos hacia la costa oeste de…
—Ya lo sé. Mis máquinas detectaron tu aterrizaje.
Corbell había llegado casi a acostumbrarse a la increíble velocidad del vehículo, pero cuando entraron a la ciudad su compostura se vino abajo. Las calles parecían tener dientes: grandes trozos de mampostería, fragmentos de vidrio mellado. El coche giraba bruscamente en torno a ellos, tomaba las esquinas en ángulos de cuarenta y cinco grados, o más cerrados aún, enderezaba el rumbo y volvía a girar. Entre tanto, Corbell se asía desesperadamente a la barra acolchada. La Norn le estudió como los viejos y astutos.
—Estás muy asustado. ¿Qué usaba tu pueblo como medio de transporte?
—Cabinas telefónicas —dijo él, al azar—. Para viajes largos utilizábamos dirigibles, artefactos más livianos que el aire.
—¿Tan despacio viajabais?
—No teníamos prisa —respondió él, sudando la gota gorda—. Vivíamos mucho tiempo.
Por un momento pensó en decirle la verdad. Terminar con todo. La idea de Mirelly-Lyra podía ser útil a la inversa. Podían utilizar sus medicinas para que él fuera joven. Entonces el joven Corbell buscaría la inmortalidad de los dictadores mientras la vieja y frágil Mirelly-Lyra aguardaba sentada en una mecedora. Tenía sentido.
Pero Mirelly-Lyra estaba loca.
El vehículo giró violentamente y pasó por debajo de algo grande y sólido. Corbell volvió la mirada. Insertada en la calle como la espada de un titán, una viga en forma de Z, tan larga como los edificios de Ciudad Cuatro.
El coche redujo la marcha y se detuvo frente a la fachada rectangular de un edificio de oficinas. Corbell aflojó su mortal tensión. La vieja le azuzó con el bastón, indicándole que saliera. Obedeció, y ella le siguió también.
Las ventanas de aquella fachada no eran rectangulares; los cristales (que en su mayoría faltaban) estaban dispuestos como los de una vidriera. Había dibujos sobre las grandes puertas de vidrio. Corbell, estremecido aún por los efectos del terror, trató de sobreponerse. Necesitaba recordar aquel sitio; podía servirle como punto de referencia. Dos comas cruzadas, una S al revés, un reloj de arena puesto de lado y hundido en los extremos y una pi torcida.
Dos hileras de puertas se hundieron en el piso para darles paso; en seguida volvieron a levantarse. Mirelly-Lyra le condujo por un vestíbulo cubierto por la misma alfombra-nube que ya había visto; después, por un corredor a lo largo del cual se veían puertas sin picaporte.
—Los ascensores no funcionan —explicó.
Subieron una escalera: tres tramos, con pausas para descansar. Los dos estaban jadeando cuando ella atravesó una sala. Mientras tanto, los dedos de Corbell trabajaban incansablemente con un botón de su ropa interior. Venía usándola desde la partida del Don Juan; la había lavado cientos de veces. Retorció el bolón una y otra vez; una hebra gruesa y flexible lo sujetaba a la tela. Tenía que romperse cuanto antes.
Más puertas sin picaportes. Mirelly-Lyra se detuvo ante la sexta puerta y oprimió algo que llevaba en la mano contra el punto central. Cuando la puerta se abrió, ella volvió a guardar en el bolsillo el objeto invisible y le indicó por señas que fuera delante. Corbell obedeció, pero dejó caer el botón al rozar con los dedos el marco de la puerta.
Era el primer riesgo considerable que corría. No tenía alternativa. Necesitaba volver a entrar a ese sitio.
Mirelly-Lyra no apartó sus ojos de él mientras la puerta se cerraba. Pero ésta se cerró sobre el botón… y ella no se dio cuenta. Corbell miraba a su alrededor, hacia todos lados, menos hacia la abertura.
Escritorios cubiertos por distintos artefactos; alfombra-nube; «cabina telefónica»; ventana de imagen. También las oficinas estaban fabricadas en serie. Pero había pequeñas diferencias. La puerta de la cabina era transparente, la ventana de imagen estaba entera y la lluvia no había deteriorado el escritorio ni la alfombra. El traje de presión de Corbell y su casco habían sido abandonados en el escritorio. Cogió el casco con sus manos atadas y llamó:
—¡Pirssa! Aquí Corbell por sí mismo llamando a Pirssa por el Estado.
No hubo respuesta.
—Pirssa, responde, por favor. Aquí Corbell llamando a Pirssa y al Estado.
Nada. Ni un susurro. Mirelly-Lyra estaba observando.
—Tal vez mi nave esté al otro lado del planeta —le dijo.
¡Pero Pirssa había instalado contactos!
—O el autopiloto ha de mantenerse en órbita ecuatorial.
¡Pero no era cierto, lo había cambiado! ¿Dónde estaba Pirssa?
Entonces recordó: Mirelly-Lyra había alterado el sistema subterráneo. El sitio en el cual Corbell había surgido, cualquiera que fuese, no era aquel al que Pirssa había dirigido su instrumental. Por lo que Pirssa podía saber, Corbell nunca había salido del sistema subterráneo.
Aguardaré hasta estar seguro de que has muerto, había dicho Pirssa. Después buscaré al Estado en otros sistemas.
Tendría que mentir otra vez.
—Si todavía está en órbita ecuatorial, tendremos que llamarlo desde mi vehículo de aterrizaje.
Tuvo que explicarle qué era una órbita ecuatorial mediante un dibujo hecho sobre el polvo del escritorio. Al fin ella entendió y dijo:
—Debemos usar los coches del túnel. Toma tu traje de presión. El mío está en la terminal.
La «cabina telefónica» era demasiado reducida. Era evidente que Mirelly-Lyra no confiaba en Corbell lo suficiente como para tenerlo tan cerca. Lo mantuvo bajo el alcance de su arma mientras dibujaba un símbolo en el polvo: la pi torcida.
—Oprime esta tecla cuatro veces —dijo—. Después, espérame. No podrás escapar al alcance de mi arma.
Él asintió. Mirelly-Lyra le vio franquear la puerta.
Corbell notó que cuatro de los ocho símbolos del tablero coincidían con los cuatro que había visto sobre la puerta de entrada.
Oprimió la pi torcida cuatro veces y ¡zas!, allí estaba. El mundo, más allá de la puerta, tomó otra forma. Un amplio espacio vacío, hileras de sofás en el suelo: otra terminal subterránea intercontinental. Corbell buscó en la bolsa que llevaba colgada del cinturón de su traje y encontró una forma circular. Las manos le temblaban. Era el disco de plástico. Lo introdujo con ambas manos en la ranura para monedas y operó el símbolo del reloj de arena tumbado: 4-4-4-4.
No ocurrió nada. La «cabina telefónica» de la Comisaría Central de Ciudad Cuatro debía estar estropeada.
Mirelly-Lyra Zeelashisthar surgió desde otra cabina y miró a su alrededor con los ojos entornados y la mandíbula echada hacia adelante. Le descubrió aún en la cabina, con la puerta cerrada.
Corbell apretó frenéticamente las comas cruzadas. Remordimiento, terror, culpa y deseos de morir cruzaron rápidamente su cerebro y desaparecieron. También la luz. En total oscuridad, se lanzó ciegamente contra la puerta y corrió hacia…
Corredores… corredores con paredes de color verde pálido y techos blancos centelleantes. Puertas anchas sin picaporte, provistas sólo de pequeñas placas de metal dorado que podían ser cerraduras electromagnéticas. Se volvió hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia la izquierda. Se detuvo, de cara contra una pared, sorbiendo el aire. La fatiga se filtraba por sus piernas como un solvente ácido.
¿Sabría ella cómo rastrear su «llamada»? Imposible averiguarlo. Corrió.
Una puerta más ancha, al final del corredor, se abrió para dejar al descubierto un tramo de escaleras. Una larga sucesión de peldaños corrían en diagonal entre una pared perpendicular y la fachada del edificio, de mosaicos y vidrio; había puertas en cada descansillo. Corbell se quedó paralizado por el terror. ¡Si ella estaba fuera, le vería!
Entonces recordó que habían pasado por delante de un edificio con el mismo dibujo en la fachada. Desde fuera parecía un espejo.
Había contado los pisos; estaba en el tercero. Sin embargo, no sabía qué clase de edificio era ése. Debía cumplir alguna especie de servicio público. Cuando ella llegara hasta allí, si había corrido tanto como él, estaría exhausta. Desearía bajar. Él también lo deseaba, y ella lo adivinaría. Por tanto, subió. En el cuarto piso la puerta descendió para darle paso y se cerró tras él. Subió un tramo más. Después se volvió para mirar por encima del hombro. Había huellas de pasos en el polvo.
Se detuvo. Reposó, atento.
No se oía nada.
Volvió a bajar las escaleras caminando hacia atrás, pisando sus propias huellas dentro de lo posible. Cuando la puerta del cuarto piso se plegó, arrojó dentro su casco y su traje de presión. Después cruzó de un salto.
Había dejado un par de huellas difusas, pero nada más. Y ya estaba sobre la alfombra-nube. Se detuvo para borrar dos huellas de polvo, recogió el casco y el traje y avanzó tambaleándose.
Parecía imposible poder respirar.