CAPÍTULO 3
LA CASA DIVIDIDA

I

Recordaba los carteles que había comprado en una pequeña tienda de Kansas City para colocar en la pared de su dormitorio; permanecieron allí durante un año, hasta que se cansó de verlos: eran ampliaciones de una fotografía del planeta Tierra tomada desde una órbita baja y por detrás de la Luna por los astronautas del «Apolo».

En sus recuerdos, la Tierra tenía todos los matices del azul, granizada de nubes blancas. Incluso los continentes eran azules, teñidos con otros colores, con excepción de alguna rara mancha desértica de color pardo rojizo.

Jerome Branch Corbell, calvo, arrugado y excesivamente enflaquecido por el tiempo pasado en hibernación, flotaba por el espacio negro en una silla anatómica, rodeado por un semicírculo de indicadores y artefactos iluminados. Las nubes y los paisajes pasaban velozmente quinientos kilómetros más abajo.

Podía ser la Tierra. Incluso la forma de los mares y de los continentes le resultaba vagamente familiar. La mezcla era demasiado vagamente pardo rojiza, pero, después de todo… tres millones de años…

Probó su voz. Resultó áspera y enmohecida por el largo sueño, demasiado aguda:

—¿Es la Tierra?

—No sé —respondió Pirssa.

—Pirssa, no seas tonto. ¿Es el sistema solar o no?

—Cálmate, Corbell. No sé si es el sistema solar. Los datos no coinciden. Éste es el sistema del que provenían los mensajes. Los seguí hasta el punto de origen.

—Muéstrame esos mensajes. ¿Por qué no me despertaste antes de llegar tan cerca?

—Estábamos ya muy cerca cuando descubrí las anomalías. Quise entrar en órbita antes de despertarte. Temía que murieras de la impresión. No podrías tolerar otro período de hibernación, Corbell. No vivirás lo bastante para poder llegar a otra estrella.

Corbell asintió. Este último despertar había sido peor que todos los anteriores. Era como levantarse con gripe asiática y una resaca de coñac. Se sentía feo y enfermo. Hacía menos de diez años, según las evidencias de su memoria, que el Estado había dado vida a un hombre joven. Diez años de vigilia, más de un siglo y medio en hibernación, habían convertido a ese joven en un marchito saco de huesos. Tenía un miedo mortal a la senilidad…, pero sus pensamientos parecían claros.

—Veamos esos mensajes —dijo.

En las paredes del útero no apareció precisamente la realidad. Pirssa controlaba esas imágenes y proyectaba lo que sus sentidos recogían del mundo situado más abajo. Pirssa abrió una ventana en lo que había sido espacio profundo. Por allí Corbell pudo ver dos cubos translúcidos que giraban lentamente. En el interior de esos cubos había formas y siluetas encerradas en cubos mucho más pequeños, unos cien por cada lado.

—Cuando estaba a treinta y dos años-luz de este sistema recibí un rayo láser —dijo Pirssa—. Eran dos mensajes separados, dos secuencias de puntos y pausas, cada uno por un total de un millón treinta mil trescientos un fragmentos. Ciento uno al cubo. Ciento uno es número primo. Hay cierta ambigüedad, naturalmente; quizá haya tomado la derecha por la izquierda.

Aquel sistema no era demasiado apropiado para tomar fotografías, pero Corbell distinguió un hombre y una mujer tomados de la mano; la figura era la misma en cada cubo. Había polígonos de varios tamaños dispuestos en hileras y esferas mal trazadas. Pirssa proyectó una flecha roja a modo de puntero.

—¿Crees que esto representa a seres humanos?

—No hay ninguna duda.

Señaló las figuras similares del cubo derecho:

—¿Y esto?

—También.

La flecha volvió al cubo izquierdo.

—Éste fue el primero en llegar. Estas figuras pueden representar átomos, carbono, hidrógeno y oxígeno. ¿Estás de acuerdo?

—Puede ser. ¿Qué hacen allí?

—Constituyen la base de la química protoplasmática. ¿No podría esa hilera mayor representar el sistema solar? La esfera mayor podría ser el Sol. Los símbolos de su interior representarían cuatro átomos de hidrógeno próximos a un átomo de helio. La hilera de pequeños polígonos representaría una serie de planetas.

—De acuerdo. ¿Es el sistema solar?

—No, a menos que el sistema solar haya cambiado radicalmente. ¿Qué es este segundo cubo? ¿Por qué las figuras humanas son diferentes de las otras?

Corbell miró a uno y a otro. En el primer mensaje las figuras eran sólidas, con excepción de unas burbujas huecas que indicaban el emplazamiento de los pulmones. Las figuras cubistas del segundo grupo, en cambio, eran huecas, y sobre ellas aparecía una cruz de pequeños cubos.

—Creo que entiendo. En el segundo mensaje están tachadas. Y esas hileras de polígonos parecen otros ocho sistemas estelares, soles y planetas, dibujados a tamaño menor. Algunos soles dobles.

—¿Qué interpretas?

—Ocho sistemas estelares, dos con estrellas dobles. Personajes vacíos tachados. Puede interpretarse así: «A quien pueda interesarle: Somos humanos; nos ajustamos al modelo dado; nuestros organismos se basan en carbono y agua. Provenimos de un sistema estelar que presenta este aspecto. Hay gente similar que viene de esos otros ocho sistemas; parecen humanos, pero no lo son. No acepten sustitutos». ¿Qué te parece?

—Estoy de acuerdo.

—Es muy propio de los humanos decir algo así. Sería muy posible que tu dichoso Estado enviara un mensaje de este tipo, pero… pero el Estado no tenía enemigos naturales. Todo el mundo pertenecía al Estado. ¿Es éste el mensaje que te trajo hasta aquí?

—Sí. Me pareció que debía ser obra de seres humanos y no estaba seguro de hallar el Sol por otros medios.

—¿Y cómo nos hallaron ellos a nosotros? Quien haya enviado ese rayo tuvo que ubicarnos a unos doscientos años-luz de distancia. Aún estábamos avanzando a velocidad cercana a la de la luz, ¿verdad?

—El chorro de un estatorreactor es fácil de detectar si se dispone de instrumentos adecuados. Pero el rayo de retorno era muy poderoso. Debería tratarse de algo muy importante para enviarlo.

Corbell sonrió con perversa satisfacción.

—Importantísima. Herejía. Tu Estado se desmoronó, Pirssa. Las colonias se rebelaron. El Estado en torno al Sol quiso advertir a las naves que retornaban para que no se detuvieran en las colonias.

—El Estado era un imperio por monopolio de agua, según me dijiste, y tales entidades no mueren por revolución interna. Sólo mueren por conquista o por una fuerza exterior.

Corbell se echó a reír. No le gustó su propia risa; parecía un cloqueo demasiado agudo.

—¡No soy profesor de historia, Pirssa, pedazo de idiota! ¡Soy arquitecto! Un amigo me habló de esos imperios que controlaban el agua; es uno… era uno de esos tipos que convierten cualquier cosa en dogma para llamar más la atención. Nunca supe si había que tomarle en serio.

—Pero le creíste.

—Sí, un poco. Pero, dime, ¿qué imperio duró setenta mil años? Si no me hubieras tomado tan en serio habríamos vuelto hace… dos millones novecientos treinta mil años.

Después de estudiar el esquema del Sol y de los planetas del cubo izquierdo, Corbell preguntó:

—El sistema en que nos encontramos, ¿concuerda con esa imagen?

—Sí.

Había un Sol; después, tres objetos pequeños; le seguía uno grande con un bulto visible (¿un satélite de gran tamaño?) y finalmente, tres objetos medianos.

—La Tierra no está aquí. De lo contrario…

—¿Ves ese cuerpo que se está levantando por detrás del horizonte de este planeta?

Por una fracción de segundo, Corbell pensó que era la Luna que se elevaba por encima del borde neblinoso del mundo. Una media luna. Con todo, parecía más grande. Brillaba con bandas blancas y levemente anaranjadas en su lado iluminado. Lo que debía ser el lado oscuro despedía un cálido rojo. Pirssa dijo:

—El planeta oxigenado en torno al que giramos está en órbita alrededor de un cuerpo más grande. El primitivo es una gigantesca masa gaseosa, más caliente de lo que indica la teoría. Hay otras anomalías en el sistema.

—¿Estamos en órbita en torno a un satélite de eso?

—Eso dije, sí.

A Corbell empezaba a darle vueltas la cabeza.

—Está bien, Pirssa. Muéstramelo.

Pirssa le mostró diagramas y fotografías tomadas durante la rápida caída del Don Juan a través del sistema.

El Sol era una joven gigante roja, hinchada y ardorosa; la masa correspondía más o menos a la solar, pero su diámetro era de diez millones de kilómetros.

Pirssa le mostró el planeta interior junto a un mapa de Mercurio. Sin duda, los dos planetas se parecían, pero el ejemplar ofrecido por este sistema presentaba otra disposición de las hendiduras y cráteres.

El segundo planeta tenía una atmósfera considerablemente más reducida que la de Venus; ésta incluía un poco de oxígeno. En cambio, el tamaño y la ubicación eran exactos.

En la órbita correspondiente a la Tierra no había nada.

El tercer planeta se parecía notablemente a Marte, a excepción de la ausencia de satélites y el gran mar plano que ocupaba todo un lado.

—El parecido entre los dos sistemas es curioso —comentó Pirssa.

Corbell reaccionó ante estas revelaciones con un enojo que iba en aumento. ¿Había llegado al hogar o no?

—Sí, curioso, de acuerdo. ¿Y qué me dices de la Tierra?

Un satélite muy parecido a la Tierra giraba en torno al cuarto planeta. Era un mundo tan voluminoso como Júpiter, pero mucho más caliente de lo que debía ser dada su distancia con respecto al Sol, y aun considerando que éste era más ardiente. Emitía gran cantidad de radiaciones infrarrojas, muy peligrosas por cierto.

—¿Y las otras lunas? De cualquier modo, sus órbitas deben ser bastante extrañas; si eso es la Tierra y ha llegado a ser lo que es, todo se habrá alterado bastante.

—Ya lo pensé. Pero en este planeta no puedo hallar ningún satélite análogo a Ganímedes, la mayor de las lunas jupiterianas.

—Bien. Sigue.

El quinto planeta les era desconocido; se trataba de una gigantesca bola de hielo con órbita desviada que lo llevaba desde las proximidades de Júpiter hasta casi el sexto planeta. En ese momento se encontraba cerca de Júpiter y podía percibirse a simple vista desde el Don Juan. Pirssa le mostró un primer plano; parecía un mármol listado de azul celeste.

—Este sistema podría ser mucho más joven que el solar —dijo Pirssa—. La órbita oblicua del quinto planeta aún no ha tenido tiempo de tornarse circular por efectos de la corriente. El planeta jupiteriano aún está caliente porque se ha condensado recientemente a partir de la nebulosa planetaria. Y la estrella todavía no arde de forma estable.

—¿Y ese planeta parecido a la Tierra? ¿Es posible que haya evolucionado tan pronto?

—No.

—Ya me lo parecía. Y ese tercer planeta es muy semejante a Marte. ¡Pero no lo bastante, maldito sea!

—En ese caso, mira el sexto.

El sexto planeta… Bueno, parecía un blanco de tiro. El Don Juan había cruzado cerca del polo Norte. En el interior de los anillos blancos se divisaba la banda más leve de un gigantesco planeta de hielo, en verdes y azules muy pálidos. La sombra oval del planeta se proyectaba a través de los anillos, haciendo prácticamente invisible al anillo interior, casi transparente. Aquella aguda grieta debía ser la Divisoria de Cassini. Corbell descubrió algunas grietas menores, causadas tal vez por la atracción de satélites menores.

—Saturno —dijo.

—Se parece muchísimo a Saturno. Me esforcé mucho para acercar nuestro curso a este sexto planeta; quería descubrir las discrepancias…

—¡Es Saturno!

—¡Pero es lo único que coincide con mi memoria!

—Alguien estuvo manoseando el sistema solar. ¡Tres millones de años! Pudieron pasar muchas cosas.

—Pero el Sol no pudo convertirse en una gigante roja en esos tres millones. Es demasiado joven. No se ajusta a las teorías. Las teorías indican ciertas similitudes en la formación de sistemas planetarios.

—¡Ése es Saturno! ¡Y ésa es la Tierra!

—Corbell, ¿no es posible que los ciudadanos del Estado hayan colonizado un satélite en un mundo parecido a Júpiter? Tal vez recrearon los anillos de Saturno por nostalgia, por amor a la belleza. ¿Tan poderoso es el amor a la belleza?

Extraño concepto. Tenía sus atractivos, pero…

—No, no tiene sentido. Para conseguir un panorama mejor habrían tenido que poner los anillos en torno a Saturno. ¿Y para qué iban a construir otro Marte?

—¿Para qué iba el Estado a destruir la topografía de Mercurio? ¿Para qué retirar los dos tercios de la atmósfera de Venus y cambiar su composición? Falta Urano. Falta Ganímedes, un cuerpo más grande que Mercurio. Y hay un gigante gaseoso más voluminoso que Neptuno que gira más cerca del Sol en órbita oblicua.

—Ese Sol, más caliente, pudo haber acabado con una parte de la atmósfera de Venus. En cuanto a Mercurio… ¡Hum!

—¿Qué hizo cambiar al Sol? ¿Cómo pudo moverse la Tierra? ¡Corbell, no puedo resolverlo!

La voz del ordenador parecía atormentada. La indecisión es mala para el hombre, pero puede soportarla; los recuerdos del hombre se desvanecen y confunden, pero los de Pirssa, no.

—Cambiaron la Tierra de lugar porque el Sol se hizo demasiado caliente —propuso Corbell.

—¿Qué imaginas? ¿Que el Estado instaló enormes cohetes en el polo Norte y usó como combustible la atmósfera de Venus? ¡El océano habría inundado todo el hemisferio Norte! ¡La superficie del planeta se habría desgarrado por doquier, descubriendo el magma!

—No sé. No sé. Tal vez disponían de algo diferente a los cohetes. Pero lo que me mostraste era Marte, y eso es Saturno, y eso es la Tierra. ¡Mira! ¿Acaso no es ésa la costa de Brasil?

—No coincide con los datos de mi memoria.

Pero Pirssa agregó en seguida, con evidente desgana:

—Sin tener en cuenta otras pruebas, ese contorno podría ser la costa del borde continental brasileño alterada por el movimiento de los planos tectónicos.

—El océano debe de haber bajado. Tal vez se perdieron varios megatones de vapor de agua al trasladar la Tierra.

—El Estado no puede haber trasladado la Tierra. No había necesidad, porque el Sol no era una gigante roja en ciernes.

—¡Ordenador! No puedes ir contra tus teorías, ¿verdad? ¿Y si hemos tardado más de lo que piensas en la ergosfera del agujero negro? A lo mejor perdimos más de tres millones de años. ¿Serían suficientes diez millones para convertirlo en una gigante roja?

—Tonterías. Ni siquiera lo habríamos hallado.

Aquélla fue la gota que hace rebosar el vaso, porque era verdad. Corbell no era más que un hombre incómodamente anciano, con la resaca de una hibernación.

—Muy bien —dijo entre dientes—, ganaste. A partir de ahora vamos a suponer que este planeta es la Tierra. Al fin, después de tanto tiempo, hemos llegado a la Tierra. Pero ¿cómo voy a descender?

Y resultó que Pirssa lo tenía todo calculado.

II

El traje espacial de Corbell estaba nuevo y limpio. Seguía las formas del cuerpo; el casco era abultado y en el pecho lucía una aguzada espiral blanca. No le hubiera sorprendido que el tiempo transcurrido lo hubiese estropeado. Llevaba casi doscientos años de espera, en tiempo de a bordo.

Salió por la esclusa con la vaga impresión de que se dirigía hacia su muerte. Nunca había practicado esa maniobra… y en verdad el traje se desempeñaba mejor que él. Jadeante, sudado, con el pulso que batía irregularmente en sus oídos, maniobró en el extremo de una cuerda y se volvió para echar una mirada al Don Juan.

El pulido de la plata se había vuelto opaco. Corbell hizo una mueca al descubrir un enorme agujero en una de las sondas. Pirssa no había mencionado ningún golpe de meteoritos. Fue una suerte que no chocara contra el sistema de mantenimiento vital.

Faltaban cuatro sondas.

Las sondas biológicas convertían al Don Juan en un estatorreactor de siembra. Cada una de las sondas iba cargada con un espectro de algas con las que había que sembrar la atmósfera irrespirable de algún mundo similar a la Tierra a fin de convertir esa atmósfera en aire y el planeta en una colonia en potencia. Como es natural, nunca habían sido empleadas con ese propósito. Corbell, privado de todos sus derechos civiles, había robado la nave para lanzarse hacia el centro galáctico.

Al partir, el Don Juan llevaba diez sondas sujetas a su perímetro. En ese momento sólo quedaban seis.

—El tanque de hidrógeno de a bordo estaba casi agotado —explicó Pirssa—. Tuve que usar cuatro de los eyectores de las sondas para ponernos en órbita en torno a la Tierra. Después dejé las sondas en órbita, como satélites de enlace. Así podrás llamarme desde la superficie, dondequiera que estés.

—Está bien.

—¿Cómo te sientes? ¿Podrás soportar la salida?

—Todavía no. No estoy en forma. Dame un mes.

—Tómatelo. Y haz gimnasia también. Debemos preparar una de las sondas para el descenso.

—¿Tengo que bajar en una de ellas?

—Están diseñadas para entrar a la atmósfera. El Don Juan, en cambio, no lo está.

—Debí pensarlo antes. Nunca se me ocurrió una manera segura de bajar. ¿Y tú, vas a bajar?

—No, a no ser que me lo ordenes.

No era de extrañar que pareciera reacio a hacerlo. En ese momento, Corbell comprendió que el cuerpo de Pirssa era la nave misma. Aunque sobreviviera en el exterior, quedaría parcialmente paralizado. Corbell dijo:

—Thomas Jefferson liberó a sus esclavos al morir. No puedo hacer menos. Una vez que esté en tierra, vivo o muerto, te libero magnánimamente de toda orden, previa o posterior.

—Gracias, Corbell.

Había sido adiestrado para trabajar con el traje espacial bajo las órdenes de Pierce, el supervisor, pero el aprendizaje se había llevado a cabo en un campo magnético, no en auténtica caída libre; por otra parte, hacía ya mucho tiempo de eso, y entonces su cuerpo era joven. Ahora el trabajo era duro. A los dos días le dolía todo el cuerpo. Al tercero, volvió a la tarea. Sólo se detenía cuando Pirssa le instaba a hacerlo.

—No es conveniente construir un sistema de mantenimiento vital para ti —le dijo Pirssa—. Pondremos lo que necesites en la cápsula y la llenaremos con espuma de plástico. Tu traje actuará como sistema de mantenimiento vital.

Pero el proceso de vaciar la cápsula de la sonda suponía mover grandes volúmenes y maniobrar durante varias horas con el pesado cortador a láser. Los tanques de algas y la maquinaria que los atendía debían ser retirados en piezas que pudieran pasar por la escotilla de inspección. Corbell no se atrevió a abrir el casco, pues su vida dependía de su integridad.

Descansó durante largos períodos. Pasaba largos ratos en el útero, contemplando filmaciones del reingreso del Don Juan en lo que él llamaba ya (con razón o sin ella) el sistema solar.

Para tratarse de un ordenador, Pirssa había actuado con mucho ingenio. A Corbell no se le habría ocurrido utilizar los eyectores de las sondas. Tampoco habría pensado en buscar la Tierra en el puesto de nuevo satélite de lo que Pirssa llamaba Júpiter…, y también Pirssa estuvo tentado de no buscarla, prácticamente decidido a abandonar el sistema solar, con Corbell aún en hibernación, para revisar los sistemas vecinos en busca de los restos del Estado.

Corbell habría muerto probablemente en el trayecto.

Por lo visto, Pirssa no se preocupaba ya por saber en dónde estaban, una vez recibida la orden de no insistir en ello. Pero Corbell comprendía que en el primer momento debió de sentirse asustado: había empleado un precioso combustible para realizar algunos pasos rasantes junto a Saturno y Mercurio.

Corbell dirigió su mirada hacia la Tierra y suspiró:

—Con tantos errores como cometí, he llegado. Todas las equivocaciones quedaron atrás. Si no hubiera vuelto a conectar el receptor no habrías podido irradiar tu personalidad al ordenador. Habría destrozado la nave tratando de cubrir todo el trayecto a una gravedad. Y si hubiera estado en lo cierto con respecto al centro galáctico, habría muerto de viejo remotamente lejos de la Tierra. Es como si algo me hubiera traído de regreso.

—Según tus antecedentes, eras agnóstico.

—Sí. Estoy tratando de levantarme el ánimo. Quiero convencerme que cuando aterrice sólo voy a estar a punto de morir.

Para celebrar la llegada se tomó un largo período de descanso. Al fin había terminado de vaciar la cápsula de la sonda. Con la comida en la mano (un bocadillo de varios pisos cocido como un pastel) observaba el paisaje que se deslizaba por debajo. Un faro rojo, difuso, relumbraba en la porción oscura del océano por debajo de Júpiter.

—¿Dónde aterrizaré? ¿Hay alguna señal de civilización allá abajo?

—Hay señales de generación y consumo de energía en tres zonas.

Sobre la enorme cara azul del planeta surgió bruscamente una flecha verde que señalaba un diseño, verde también, en forma de parrilla.

—Aquí —dijo Pirssa—, y en el otro lado del planeta, y en la Antártida. Mi órbita no pasa por la Antártida, pero puedo hacer que aterrices allí.

—No, gracias. ¿No es eso California?

Mientras tanto pensaba: «Un momento: la costa oeste debería ser más prominente. ¿Y dónde está la Baja California?». Desde lo que parecía ser el centro de México hasta el lugar que debía ocupar Alaska, la costa formaba una curva convexa.

—La mayor parte de lo que tú llamabas California y Baja California debe de ser una isla cerca del polo Norte. Podría hacerte descender también allí.

—No. Quiero aterrizar allí donde alguien esté generando energía. En ese punto que señalaste, la parrilla verde… Parece una ciudad grande, ¿verdad? Ángulos rectos…

—Hay muchos edificios agrupados, sí, pero ninguna evidencia notable de planificación previa. En tu época eso se habría tomado como una ciudad. Te aconsejo que no bajes allí.

—Si son los que enviaron los mensajes, no es probable que me maten. Serví al Estado ancestral.

Tal vez fuera Nevada, o Arizona; ahora sobrevolaba la costa.

—Las diferencias entre…

Pirssa se interrumpió. Pero Corbell se había enojado.

—Es la Tierra. ¡La Tierra! —exclamó, aunque ese chiflado sistema solar también le preocupaba a él en cuanto se descuidaba—. Pirssa, eso es obra de los planos tectónicos de que hablabas. ¿Encontraste esa isla que era antes California?

—Hay dos islas que podrían haber sido California hace tres millones de años.

—¡Bueno! ¿Vas a decirme que eso es mera coincidencia?

—No —mintió Pirssa.

—Llamemos Ciudad Uno a la zona que indicaste primero, y Ciudad Tres, a la zona antártica. ¿Qué me dices de Ciudad Dos? ¿Dónde está?

—Junto al mar de Okhotsk, en Rusia.

—En ese caso, hazme aterrizar en Ciudad Uno.

Y agregó, con más calma:

—Debo estar loco: buscar la civilización. ¿Para qué pasar mis últimos días luchando con un idioma extraño? Pero tal vez tenga tiempo de descubrir qué pasó aquí.

Corbell llenó la cápsula de la sonda con medicinas, alimentos, un tanque de agua potable y varios tubos de oxígeno. La espuma plástica los sostendría. Fijó en su sitio el silbato ultrasónico que, operado por Pirssa, disolvería la espuma.

Había ganado en peso y en músculos. El ataque cardíaco que esperaba y para el cual pretendía prepararse no había llegado nunca. Eso, al menos, había logrado la medicina del siglo XXI, manejada por el Don Juan. Pero vivía como si tuviera alambres ardientes en los hombros: tendinitis.

Al fin, acurrucado en el atestado compartimiento de proa, con una mano en la válvula del tanque de espuma, dijo, vacilando:

—Pirssa, ¿me oyes?

—Sí.

—¿Qué harás una vez que yo haya aterrizado?

—Esperaré hasta asegurarme de que has muerto. Después buscaré al Estado en otros sistemas.

—No estás más loco que yo.

Le hubiera gustado saber cuánto tiempo de vida le calcularía Pirssa, pero no lo preguntó. Abrió la espita. La espuma le rodeó por completo, congelándose.

El impulso aumentó bajo su espalda, se mantuvo estable por un momento y después se redujo a casi nada. Percibió cierta turbulencia. Era un aterrizaje medido, no un reingreso meteórico. El impulso volvió a aumentar, se mantuvo, desapareció. La sonda giraba… Una sacudida le hundió cinco centímetros en la espuma. Pirssa habló por la radio del traje:

—¿Puedo ahora considerarme libre de tus órdenes?

Corbell sufrió una rápida pesadilla, vívidamente imaginada en todo detalle.

—¡Antes disuelve la espuma! —gritó.

Pero Pirssa ya no estaba bajo su mando. Pirssa se vengaría de alguien a quien el Estado consideraba criminal y sumamente ingrato. La espuma no se disolvería. Y Corbell moriría allí, como una mosca atrapada, a pocos metros de la libertad.

Sintió una sacudida. Luego otra. Pronto la pesadilla llegó a su fin. Se hundió en la espuma disuelta, ciego, hasta encontrar algo sólido. La espuma corría por la mirilla frontal; entonces vio que la escotilla de inspección estaba totalmente abierta.

Se dirigió a la abertura y miró hacia fuera bajo sus pies.

Pirssa había depositado el gran cilindro sobre uno de sus lados, sostenido por los eyectores de posición. El Sol, muy alto, era con todo un Sol crepuscular, rojo e hinchado. La tierra se extendía hasta una extensión de agudas colinas de granito. Estaba marchita: todo era pardo y gris, roca muerta y polvo. El calor hacía que el aire ondulara como agua.

El Estado no había puesto escalerillas de salida en la sonda. Pero Pirssa había vuelto a dar muestras de inteligencia: la espuma, al correr desde la escotilla, se había congelado en una pendiente de plástico. Corbell bajó por ella; las botas crujían como si caminara sobre nieve parcialmente deshelada y vuelta a congelar. Al fin pisó el suelo de la Tierra.

Suelo muerto.

Tres millones de años. ¿Guerras? ¿Erosiones? ¿Pérdida de agua al huir inexplicablemente la Tierra de un Sol inexplicablemente intensificado? En ese momento nada importaba. Alzó las manos hacia la placa frontal…

—No vayas a quitarte el traje, Corbell. ¿Ya has salido de la sonda?… listo para respirar aire fresco, por primera vez en mucho tiempo.

—¿Por qué no?

—¿Estás ya fuera de la sonda?

—Sí.

—Bueno. Hasta ahora he hablado de este planeta como si fuera la Tierra. Pero ahora, ¿puedo hacerte notar las diferencias? Has aterrizado en un mundo que, como mucho, sólo es marginalmente habitable, en una región demasiado cálida para serlo.

—¿Qué?

Corbell bajó sus ojos hacia el indicador de temperatura exterior, que estaba situado a la altura de su barbilla, por debajo del borde de la placa frontal. No parecía demasiado alta; era de… ¡grados Celsius! ¡El Estado usaba el sistema Celsius!

—Hace demasiado calor, Corbell —dijo Pirssa—. La temperatura en la zona ecuatorial sobrepasa los cincuenta y cinco grados centígrados. Los océanos están por encima de los cincuenta. Noto poca absorción de clorofila en los océanos y ninguna en tierra, con excepción de ciertos valles montañosos. Habría sido mejor aterrizar cerca de uno u otro polo.

Por alguna razón, Corbell no se sentía siquiera sorprendido. ¿Es que esperaba algo así? Mi muerte será el fin del mundo: una actitud muy humana. Y en tres millones de años, después de todo…

—Eso es lo que ocurrió con los océanos; entonces…

—La atmósfera contiene miles de megatones de agua en estado gaseoso, los suficientes como para sostener la hipótesis de que las plataformas continentales se han convertido en tierra seca. Lo que resta de los océanos debe estar muy salado. Seguimos sin saber, Corbell.

—¿Y qué pasa con esos valles montañosos?

—En una cordillera correspondiente a los Himalayas de la Tierra hay valles situados de uno a dos kilómetros de altura. Allí ha sobrevivido algo de vida.

—Muy bien —suspiró Corbell—. ¿Hacia dónde queda la civilización?

—Define qué entiendes por civilización.

—Ciudad Uno. No, limítate a señalarme el sitio más cercano donde alguien esté usando energía.

—A cuatro coma nueve kilómetros de donde estás se da un consumo menor de energía. Dudo que haya gente, ni siquiera seres vivos. El nivel de energía no ha variado desde que entramos en órbita. Creo que sólo hallarás máquinas automáticas en funcionamiento.

—Lo intentaré de todos modos. ¿Hacia dónde?

—Oeste. Puedo localizarte. Te guiaré.

III

Hacía mucho tiempo que Corbell no daba una buena caminata. El traje no resultaba incómodo. La mayor parte del peso de su equipo recaía sobre los hombros. Y aunque las botas no eran muy adecuadas, tampoco molestaban. Inició la marcha a paso rítmico, respirando el aire de reserva y atento al panorama. Muy pronto tuvo que detenerse: su paso era demasiado rápido.

Descansó un poco; después reemprendió la marcha, a un paso más razonable. El suelo estaba nivelado; no había peligro de torcerse un tobillo, aunque de cualquier modo debía andar con cuidado: La tierra apisonada presentaba piedras incrustadas; había suaves elevaciones y pendientes cavadas por el viento.

Pirssa le condujo hasta la cadena montañosa; por lo visto esperaba que la cruzara caminando. Corbell se volvió hacia la izquierda y prosiguió hasta hallar una cuesta menos empinada. Pronto se sorprendió refunfuñando de forma inaudible. Tenía que hacerlo para sus adentros, pues he aquí que había pasado ocho años despierto, había envejecido ciento ochenta y en la Tierra habían pasado tres millones de años. Pero si uno gruñía en voz alta era imposible saber qué iba a recibir Pirssa, interpretándolo como una orden. ¡Al diablo con la mente literal de los ordenadores! ¡Al diablo con las cámaras de hibernación y las supermedicinas que no servían para continuar joven! ¿Por qué no habían puesto unos cinturones de peso en ese traje? Esos cinturones eran la mayor invención después de la rueda; permitían que el caminante llevara el peso sobre las caderas y no sobre la espalda. Si el Estado no hubiera tenido los tornillos flojos…

Todo eso era una tontería. El traje estaba diseñado para el uso en caída libre o en la nave, no para caminar. Y si Pirssa obedecía órdenes, eso estaba muy, pero que muy bien. Después de todo, era una grandísima suerte haber llegado a la Tierra. Y aun pensó, al llegar a la cima, que podía estar muy contento de encontrarse allí. Jadeante, encorvado para jadear con más facilidad, atento a la crisis cardíaca que llevaba tanto tiempo esperando, comprendió de pronto que era feliz.

En tres millones de años no había probablemente un ser humano que hubiese hecho lo que él acababa de hacer. Sería bonito encontrar a alguien ante el cual pavonearse.

Entonces vio la casa.

Estaba en una colina más alta, algo más allá. De no ser así, habría seguido sin verla. Tenía precisamente el color de las colinas: gris, polvorienta; pero su forma regular se recortaba contra el azul del cielo, sobre la pendiente rocosa.

Tardó otras dos horas en llegar hasta ella. Tenía que cuidarse. Y aun así no dudaba de que las piernas le dolerían espantosamente al otro día…, si es que había otro día para él. Había cubierto ya las dos terceras partes de aquella segunda elevación, cuando halló indicios de un sendero. Así era más sencillo.

El diseño de la casa era extravagante. El techo era un triángulo convexo, casi horizontal, cuya base se apoyaba directamente contra la colina. Bajo el techo había dos paredes de vidrio o algún material similar, pero más resistente. La única habitación quedaba expuesta a los ojos de aquel viajero solitario, que ascendía trabajosamente la pendiente, aferrado a un canto rodado con gruesos guantes. «¡Vaya lugar para construir una casa!», pensó.

Oprimió la placa frontal contra el supuesto vidrio. El suelo no estaba a nivel. O bien la colina se había asentado, o los estilos arquitectónicos habían cambiado más de lo que Corbell deseaba creer. Estaba frente a una zona de tamaño adecuado para sala de estar, con algo que debía ser una cama en el centro. Pero la cama era dos o tres veces más grande de lo normal y tenía la forma asimétrica típica de las piscinas de Hollywood de la década de los cincuenta. El respaldo curvo era un panel de mandos, lleno de pantallas, manivelas y rejillas altas, como las de los altavoces de un equipo estereofónico; también había un par de ranuras lo bastante grandes como para que por ellas salieran bocadillos o bebidas. Encima de la cama, en la oscuridad, pendía una gran escultura de alambre, quizá un móvil, o tal vez alguna especie de antena; era imposible saberlo.

Y en ese panel de mandos brillaban dos puntos de luz amarilla.

—Aquí está tu fuente de energía —informó—. Voy a buscar la puerta.

Veinte minutos después declaró:

—No hay ninguna puerta.

—Toda casa debe tener una abertura. Busca una abertura que no parezca puerta. Por tu descripción, tiene que haber otras zonas en la casa, aunque no estén a tu vista: por lo menos un baño, un comedor, algún lugar donde preparar comida.

—Deben de estar bajo tierra. ¡Hum! De acuerdo, seguiré buscando.

No había trampillas en el techo. ¿Y si el techo entero se levantara a una señal? No había razón alguna para que el arquitecto malgastara tanta energía. Por otra parte, si la entrada estaba en la ruta misma, el polvo la habría cubierto para endurecerse luego encima.

Corbell empezaba a sentirse fastidiado. Esa casa debía de estar deshabitada desde hacía cien años; o mil, o más probablemente diez mil. Otro tanto debía de ocurrir con la puerta, dondequiera que estuviese. Tal vez la casa tenía un piso inferior, ahora oculto en la colina con puerta y todo.

—Tendré que entrar por la fuerza —dijo.

—Un momento. ¿Y si la casa estuviera equipada con un sistema de alarma contra ladrones? No tengo conocimiento de las normas que rigen las viviendas privadas. El Estado no las construía.

—Bueno, ¿y qué pasa si está provista de sistema de alarma? Tengo el casco puesto. Eso amortiguará casi todo el ruido.

—Pero podría haber algo más que un timbre. Deja que ataque la casa con mi láser transmisor de mensajes.

—¿Lleg…?

¿Llegará? Estúpido, está hecho para cruzar decenas de años-luz.

Corbell cambió su réplica para ordenar:

—Adelante.

—Tengo la casa a la vista. Disparando.

Corbell, que desde el sendero miraba hacia el techo triangular, no vio rayo alguno que bajara del cielo; lo que sí vio fue una mancha, lo bastante grande como para que pasara un hombre; la mancha tomó un color rojo vivo. Una sección del suelo, junto a la casa, se agitó inquieta; en seguida se asentó, para volver a agitarse. Y entonces una tonelada de colina se levantó por los aires, desparramándose. Un objeto de metal herrumbroso apareció a la vista, flotando en un colchón de aire susurrante. Era del tamaño de un lavaplatos y tenía cabeza: una especie de pelota de baloncesto provista de un ojo. La cabeza giró; un rayo escarlata, grueso como el brazo de Corbell, perforó las nubes.

—Pirssa, te están atacando. ¿Puedes defenderte?

—Eso no puede hacerme daño. Pero a ti sí. Será mejor que lo destruya.

El objeto metálico empezó a centellear. Aquello no le gustaba. Se alejó con paso vacilante mientras el rayo rojo permanecía fijo en un solo punto del cielo. La parte superior del objeto relumbraba en un rojo brillante cercano al anaranjado. Estaba gritando; su frenética y atiplada voz atravesó el casco de Corbell. De pronto giró sobre sí mismo y voló montaña abajo. Chocó fuertemente contra la llanura, dio variar vueltas y se inmovilizó.

El techo presentaba ahora un agujero.

—¿Crees que habrá más? —preguntó Corbell.

—Datos insuficientes.

Corbell bajó hasta el techo y miró a través del agujero. El cemento fundido (o lo que fuera) había prendido fuego en la cama. Corbell se dejó caer hacia las ropas en llamas, preparado para saltar en seguida. Otro error: la cama era de agua y sus pies la atravesaron limpiamente. Fue hasta el borde y empujó las ropas encendidas hacia el agua con sus torpes manos enguantadas. El fuego se apagó inmediatamente, pero la habitación quedó llena de vapor.

—Estoy dentro de la casa —informó.

Pirssa no se tomó la molestia de responder. Corbell, el arquitecto, miró a su alrededor.

Ese cuarto, la parte visible de la casa, tenía la forma de un triángulo. La cama central tenía la agradable simetría de una piscina… y era realmente agradable. En uno de los rincones se abría un sofá en arco, y frente a él, una laja de pizarra (o una buena imitación), arqueada como el sofá, pero partida por su parte central. Corbell se inclinó para levantar un extremo de la losa. Había algo en su parte inferior: un circuito sólido. Se podía adivinar que eso había sido una mesa flotante antes de que ardiera su sistema de sustentación.

Desde el interior de la sala tampoco se veía ninguna puerta. Sólo le quedaba por inspeccionar una pared opaca. Avanzó a lo largo de ella, golpeándola con los nudillos. Sonaba a hueco.

¿Habría algún mando para abrir y cerrar puertas en la cabecera de la cama? Tonterías; habría que caminar hasta el otro lado y… Un momento: había algo en la parte de atrás. Tres depresiones circulares, del tamaño de un pulgar, de color amarillo cromado, contra el respaldo negro. Corbell empujó. La pared posterior se abrió en tres secciones desiguales. La mayor correspondía a un ropero; en él Corbell descubrió cinco o seis trajes, todos de una sola pieza y mangas largas, con muchos bolsillos. La capa de polvo, en el fondo del ropero, tenía un grosor de cinco o seis centímetros.

La segunda sección era algo más pequeña, no mayor que una cabina telefónica, con una silla funcional en el interior. Corbell entró. Dentro había otra depresión en amarillo cromado. Al tocarla, la puerta se cerró tras él.

Una silla. Qué curioso. Se dio cuenta de que tenía un gran agujero en la parte del asiento. ¿Un inodoro? Pero no había agua en el cuenco ni papel higiénico. Sólo una esponja metálica, limpia y reluciente, sujeta a la silla por medio de un alambre.

Salió de aquel cubículo. Desde cualquier punto de vista, era demasiado elemental para aquella casa, de tan complejo diseño. El propietario estaba seguramente en condiciones de instalar algo mejor.

Se dirigió hacia las ropas que colgaban aún en sus perchas. Cosa extraña: ni siquiera podía discernir si se trataba de ropas de mujer o de hombre. Tiró de la tela; era de una resistencia sorprendente, y estaba cubierta de polvo. Tiró con más fuerza intentando desgarrar el tejido. No cedió. Esos vestidos parecían nuevos, pero ¿y el polvo?

Tal vez había ropas de temporada, que había que tirar cuando cambiara la moda, y ropas hechas para durar más. Pero ¿hasta cuándo? Si esa capa de polvo era todo lo que quedaba de las ropas de moda…

Y todavía no había hallado la puerta.

El tercer aposento parecía prometedor. Estaba vacío por completo, con excepción de una llave sin marcas, como el círculo amarillo del baño, y un tablero con cuatro puntos de contacto iluminados de blanco.

—Creo que he descubierto un ascensor —dijo—. Voy a probarlo.

Usó el botón amarillo. La puerta ascendió; tuvo que encender la lámpara de su casco.

—Peligroso —dijo Pirssa—. ¿Y si el ascensor te lleva abajo y luego se rompe?

—En ese caso, harás otro agujero para que pueda salir por él.

Corbell oprimió el punto superior. No ocurrió nada. Era lo que él esperaba: debía estar en la parte más alta. Por tanto, pulsó el segundo.

La voz de Pirssa sonó con innecesaria potencia.

—Corbell, contéstame si puedes.

—¿Sí?

No había percibido movimiento alguno; sin embargo, algo había cambiado. Había otros ocho puntos de contacto iluminados con la luz blanca: dos hileras verticales adicionales, además de la primera, bastante juntos, marcado cada uno con un garabato negro. Corbell pulsó el botón de la puerta.

Pirssa indicó:

—Has cambiado de posición en seis coma dos kilómetros hacia el Sudoeste y estás sesenta metros más abajo. Te localizo en Ciudad Uno.

—Sí.

Corbell estaba viendo una habitación diferente. Comenzaba a sentirse como un fantasma errante. Todo era espectral, imposible.

Salió de la cabina y caminó en torno a lo que alguna vez debió haber sido un escritorio flotante; ahora aparecía a la altura de las rodillas. Las pantallas y los botones de mando instalados en él le daban el aspecto del panel del útero, pero estaban estropeados. Seguramente había llovido allí durante cientos de años.

La alfombra tenía un cierto parecido a esas golosinas llamadas «copo de algodón», pero estaba derretida; Corbell se hundió en ella hasta los tobillos. El material chirriaba bajo sus botas, se desgarraba y se pegaba al tejido del traje. Se detuvo ante el marco vacío de una ventana y miró hacia el exterior.

Treinta pisos de ventanas y marcos vacíos bajo sus pies. A su alrededor había edificios mucho más altos. Hacia la derecha había caído un enorme pedazo de mampostería, arrastrando consigo edificios enteros y parte de otros. Más allá de ese hueco, más allá de la neblina y de la lluvia, Corbell creyó ver una silueta gris recortada en el gris: un cubo, imposiblemente grande, cuyas pareces aparecían ligeramente curvadas hacia afuera.

—Pirssa, ¿tenía el Estado algún tipo de transporte instantáneo? ¿Algo así como una cabina telefónica donde uno gira el disco y está donde quiere?

—No.

—Bueno, pues esta gente sí. Debí haberlo imaginado. ¡Yo, precisamente yo! Esa casa no era una casa, sino sólo una parte de una casa. He descubierto el escritorio. Está en la ciudad. También debe haber un baño, un comedor y probablemente una sala de juegos, Dios sabe dónde. El sitio por donde entramos era el dormitorio.

—Es posible que haga tiempo que no se ha revisado la maquinaria. Tenlo en cuenta.

—Sí.

Corbell volvió a la cabina. ¿A dónde se dirigiría después? Apretó el tercer botón de la hilera sin marcas.

En el techo se encendió una luz. Los botones adicionales habían desaparecido. Corbell salió de allí… y sonrió. Definitivamente, aquello era el baño.

La temperatura estaba descendiendo, según el indicador de su traje.

—Creo que aquí hay aire acondicionado —dijo.

—Has viajado cinco coma tres kilómetros al Oeste-Sudoeste y has bajado otros ciento ochenta metros.

—Bien.

Corbell abrió la placa frontal. Sólo por un momento; la cerraría en seguida si… Pero el aire era fresco y limpio.

Mientras dejaba caer la pesada mochila se dio cuenta de que estaba exhausto. Tras quitarse el resto de su vestimenta, se arrodilló en una esquina de la bañera, casi lo bastante grande como para merecer el nombre de piscina. Los signos de las espitas le resultaron incomprensibles. Hizo girar una de ellas cuanto pudo en una sola dirección y la apretó. Comenzó a manar agua caliente. Le dio la vuelta en sentido inverso. Salió agua hirviendo, llena de vapor. Corbell retrocedió. Si hubiera estado dentro de la bañera…

Bueno, el agua «fría» era caliente, pero no tanto como para no poder soportarla. E iba acumulándose a su alrededor en tanto él se repantigaba en el fondo curvo.

Una voz suave llamó:

—Corbell, contesta.

Extendió la mano y acercó el casco al borde de la bañera.

—Estoy tomando un descanso. Vuelve a llamar dentro de una hora. Y envíame una bailarina.

IV

—… puedes —repetía una voz suave—. Repito: Corbell, contesta si puedes. Repito: Corbell…

Corbell abrió los ojos.

Todas las texturas le eran extrañas a la vista y al tacto. No estaba a bordo del Don Juan. ¿Dónde, entonces?

¡Ah! Había encontrado dos artefactos en el borde de la bañera, dos prominencias suaves, como rellenas de plumón, diseñados para recostar entre ellos la cabeza. Su cuello aún permanecía entre las almohadillas. Estaba envuelto en agua entre tibia y caliente. Se había quedado dormido en la bañera.

—… si puedes. Repito.

Corbell se acercó el casco del traje.

—Aquí estoy.

—Pasó la hora que me dijiste, y otra hora, y seis minutos más. ¿Te sientes mal?

—No, estoy medio dormido. No cortes.

Tiró de la espita. Salió agua caliente que se mezcló con el agua tibia. Corbell la agitó con el pie.

—Todavía estoy descansando —dijo—. ¿Alguna novedad?

—Alguien me está observando. Percibo radiaciones de radar y de gravedad.

—¿Gravedad?

—Sí, ondas de gravedad que pasan por mi sensor de masas. Me están examinando instrumentos muy perfeccionados que ya deben saber mucho sobre mí. Podrían ser automáticos.

—También podrían provenir del mismo que envió los mensajes. ¿De dónde sale todo eso?

—De lo que vendría a ser Tasmania, si esto fuera la Tierra. El examen ha terminado. No puedo detectar el origen.

—Si comienza a arrojarte misiles, tendrás que huir a toda prisa.

—Sí. Tendré que cambiar de órbita. No quería emplear el combustible, pero mi órbita no me lleva sobre la Antártida.

—Hazlo.

Corbell se puso en pie (le dolían las piernas) y salió del agua caliente, chorreando. En la base de la pared había una gruesa línea de polvo. Tal vez los restos de las toallas. Se detuvo frente a una ventana de imagen.

El día había oscurecido. Vio una suave pendiente de arena, colina abajo, y una débil neblina que se espesaba hasta hacerse opaca. ¿Qué era el blanco centelleo a través de la niebla? Un esqueleto de pescado. Parecía estar muy lejos… y ser muy grande.

Un relámpago brilló en el cielo; transcurrió un segundo, y luego otro rayo. La lluvia cayó como una avalancha.

Corbell se volvió. Se puso la ropa interior; después, el traje de presión, pieza por pieza, consciente de su peso. El baño había resultado delicioso. Volvería en cuanto se presentara la oportunidad. Había incluso un sauna, aunque no le hacía mucha falta…

Sí, un sauna. Aquellas instalaciones eran antiguas. Si hubieran sido construidas después de que la Tierra se volviera tan caliente, la sauna hubiera consistido en una simple puerta al exterior.

Se detuvo en la puerta, pensativo, y decidió no oprimir el último botón. Pirssa tenía razón. La maquinaria llevaba mucho tiempo sin que nadie la revisara. ¿A dónde iba a ir? ¿Al dormitorio o a la oficina? Al menos tenía la certeza de que estos circuitos funcionaban.

Al dormitorio.

Volvió a salir. Cerca de su barbilla, el indicador de temperatura ascendió haciendo parpadear los números. Se dirigió hacia la cabecera de la cama para confirmar una sospecha. Sí, había visto una pantalla de televisión y los controles correspondientes.

La encendió. La pantalla se iluminó, primero en un gris blanquecino; después…

Era una imagen borrosa de la estropeada cama en ruinas, con sus propias piernas enfundadas en el traje.

Probó varios botones hasta encontrar el retroceso. La escena corrió hacia el pasado. De pronto, la cama se vio entera; cuatro siluetas se contorsionaban en ella a vibrante velocidad. La escena saltó a otras cuatro personas, o a las cuatro de antes, pero con otras ropas, antes de que Corbell descubriera el modo de detener la imagen.

—Corbell, he tratado de enviar señales al lugar de donde provienen los exámenes, pero sin resultado.

—Está bien. Escucha, si tienes que huir, hazlo libremente. Los dos estaremos más a salvo si no te detienes a avisarme.

—¿Qué haces?

—Estoy mirando filmaciones caseras —respondió Corbell, riendo alegremente—. Esto parece la mansión de un play-boy. Hay una cámara de televisión invisible enfocada sobre la cama.

—Entonces se trataba de una civilización degenerada. No me extraña que no pudieran salvarse. No deberías degradarte mirando eso.

—¿Qué diablos…? ¿Y qué me dices de las literas para el amor que había en el dormitorio de Selerdor? ¿Eso no era degeneración?

—Se consideraba falta de educación mirar hacia las literas para el amor.

Corbell aguantó su fastidio y comentó:

—Quiero saber si todavía son humanos.

—¿Lo son?

—La película está medio borrada. Además, están vestidos. Sus ropas son sueltas, con muchísimas aberturas, en tonos pastel. Si no son humanos, la diferencia no es mucha…, pero son muy delgados. Y no parecen desenvolverse bien.

Hizo una pausa para observar, y agregó:

—Son muy flexibles. Creo que las cosas no son como yo pensaba.

—¿En qué sentido?

—Pensé que era una orgía de cuatro. No es eso. Es como en la antigua China: dos de los participantes son sirvientes. Están ayudando a los otros para que logren las posiciones sexuales más perfeccionadas. Tal vez no sean sirvientes, sino entrenadores o maestros.

Siguió observando un poco más.

—O quizá… Son tan ágiles como bailarines. Tal vez se trate de eso. Ojalá pudiera ver el sofá. A lo mejor había espectadores.

—Corbell.

—¿Eh?

—¿Tienes hambre?

—Sí. Quizá tenga que usar ese cuarto botón.

—Yo no me molestaría. Si tu única provisión de alimentos es una cocina de mil años de antigüedad, morirás muy pronto. Tu traje sólo reaprovechará el aire durante setenta y una horas más. Tu reserva de jalea alimenticia es insignificante. Te sugiero que trates de llegar al polo Sur. En este momento estoy sobrevolándolo. Veo una gran masa continental y zonas boscosas.

—Muy bien.

Corbell apagó aquella película y se dirigió hacia la cabina. El segundo botón creó un panel de ocho botones junto al más pequeño. Los símbolos que los distinguían podían ser letras o números. Alargó la mano, pero la retiró en seguida.

—Me da miedo —dijo.

—¿El qué?

—Este panel de la oficina. Fíjate, hay cuatro botones blancos en todas las cabinas. Creo que se trata de un intercomunicador, de un circuito cerrado. Sólo se puede entrar en él desde la oficina, o por la fuerza, como lo hicimos nosotros. Pero aquí, en la oficina, hay ocho botones con garabatos. Creo que deben ser algo así como un disco de teléfono; y hay también un número privado que permite la entrada a la oficina.

—Razonable.

—Bueno, ¿qué pasa si uno marca un número telefónico al azar?

—En mis tiempos había una voz grabada que te explicaba el error.

—Sí; en los míos también. Pero en este sistema de transporte instantáneo podrías ir a parar a la nada: ¡puf!

—Eso sería síntoma de una tecnología muy deficiente. ¿No hay por ahí una guía telefónica?

No había nada por el estilo en la cabina. Corbell abrió la puerta.

El viento y la lluvia entraban aullando a la oficina. Grandes gotas se estrellaron contra su placa frontal. Caminó en torno al escritorio, aguardó un momento, hasta que el agua despejó el vidrio, y finalmente se dedicó a inspeccionar cajones. Se resistían a abrirse. Logró tirar de uno y lo encontró medio lleno de un musgo verde y grisáceo. ¿Alguna manzana abandonada?

Sobre el escritorio había varias máquinas. Teléfono, videófono, vínculo de computación, ¿qué? No había modo de saberlo. El tiempo y la lluvia lo habían destruido todo.

—Tendré que apretar botones al azar —dijo a Pirssa.

—Buena suerte.

—¿Por qué dijiste eso?

—Por educación.

Corbell examinó la disposición de los ocho botones con la luz de su casco. La cabina podía matarle con tanta rapidez que ni siquiera se daría cuenta. Pero apretar botones al azar… Podía hacer algo mejor.

Eligió un botón: el quinto contando desde abajo y a la derecha. Su símbolo era como una L invertida, como una horca. Lo oprimió una vez, hizo una pausa; dos veces, pausa; tres…

Fue a la cuarta vez. De pronto apareció una iluminación difusa en torno al techo.

La puerta no se abría.

Eligió otro botón, fastidiado. Era como un reloj de arena puesto de lado y hundido en los extremos: 4-4-4-4.

—Has cambiado dos veces de situación —le informó Pirssa.

En esa oportunidad, la puerta se abrió.

Allí había esqueletos desintegrados con idénticos… ¿uniformes? Ropas sueltas, pantalones cortos, camisas sin mangas con rollos de tela en los hombros. Las prendas parecían nuevas bajo el polvo; eran de color escarlata brillante con marcas negras. Debajo, los huesos se veían carcomidos por el tiempo; de cualquier modo, aquellos hombres no habían sido muy corpulentos: cerca de metro y medio de estatura. Corbell les inspeccionó en busca de marcas de balas. No había agujeros en las prendas ni en los cráneos. Sin embargo, su postura indicaba que habían muerto en combate. Parecían humanos.

Encontró varios escritorios y unas cosas que parecían terminales de ordenadores. En la pared, una gruesa puerta corredera. Detrás de ella había celdas. Las barras de las puertas tenían forma de un encaje decorativo, distinto en cada una de ellas; pero todas estaban cerradas; tras ellas había más esqueletos.

—Es una comisaría —informó a Pirssa—. Yo quería ir a un restaurante. Oprimí cuatro veces el mismo botón.

Notó que su voz sonaba irritada. ¿Acaso se estaba cansando?

—Lo que no quería —explicó— era dar con un número que no llevara a ninguna parte, ¿comprendes? Los restaurantes siempre tratan de conseguir los números más fáciles de recordar. Al menos así era en mi época.

—El Estado reserva esos números para funciones municipales importantes: comisarías, hospitales, bomberos…

Corbell pasó por otra puerta, ésta de mayor tamaño. Más allá, las otras puertas se abrieron a su paso. Salió a una catarata de agua. Al fin había encontrado el exterior. No era mucho lo que podía ver. Una calle de ciudad… y algún montón de ropas, aquí y allá, asomando entre el barro; se veían breves conjuntos de pantalón corto y camisa en una sola pieza, en todos los diseños y todos los colores, con excepción del escarlata.

—Tendré que probar repitiendo otros números —dijo, sin moverse.

—Creo que es más seguro. Si das con un número inexistente no irás a parar a la nada.

—Tienes ganas de correr el riesgo, ¿eh?

Pero seguía sin moverse. La lluvia le corría por la placa frontal y tamborileaba sobre su casco.

—Hay una alternativa —dijo Pirssa—. He investigado esa ciudad con mis sentidos. Existe un espacio hueco, un sistema de túneles subterráneos que corren en varias direcciones. Puedo guiarte hacia el espacio subterráneo en donde convergen.

—¿Qué sentido tie…? ¿Supones que se trata de un sistema de ferrocarril subterráneo? Debieron haberlo abandonado cuando inventaron las cabinas.

—Aunque ya no usaran trenes subterráneos, habrían conservado los túneles como medio de transporte. Economía.

V

Caminó bajo la lluvia torrencial, sobre aquel polvo apisonado cubierto por una fina capa de lodo que se adhería a sus botas. Eso le exigía un esfuerzo del que ya no era capaz. Estaba demasiado cansado.

En su mayor parte, las calles y los edificios estaban intactos. No encontró más indicios de matanzas en masa.

Había una burbuja, mitad de vidrio y mitad de metal, que tenía todo el aspecto de un adorno del árbol de Navidad, pero que medía tres metros y medio de diámetro. Corbell miró hacia el interior: tapicería acolchada y un par de asientos. Uno estaba ocupado: trozos de hueso envueltos en barro asomaban bajo el pantalón corto y la camiseta amarillos. Corbell se obligó a revisar los grandes bolsillos y guardó en su bolsa de herramientas todo lo que encontró en ellos. Más tarde lo examinaría.

Siguió caminando.

Más allá había una burbuja intacta, abandonada. Parecía entera. En el interior relucían los cromados. Trató de ponerla en funcionamiento, pero nada de lo que probaba parecía funcionar. Abandonó el intento y siguió caminando.

Hacia un lado había un enorme terreno baldío, con tocones de árboles arrancados por el viento y rastros de senderos sinuosos. Un parque, tal vez. Hacia el otro lado había un muro que subía y subía, curvándose hasta perderse de vista. Y como se alzaba tanto por delante como por detrás de él, no tenía idea de su altura ni de su amplitud.

Entre la niebla, al mirar por la ventana de imágenes de la oficina, había creído distinguir el contorno de un cubo increíblemente grande; por lo visto, existía.

Calles. ¿Por qué calles? ¿Y coches? Corbell comenzó a sospechar lo que podía encontrar en los túneles de transporte.

—Estás sobre el espacio hueco —dijo Pirssa.

—Me alegro. Estoy cansado.

Corbell miró a su alrededor. Hacia la izquierda, el parque momificado; hacia la derecha, el muro. Hacia adelante… la pared se convertía en vidrio. Toda una pared con puertas de vidrio. Pasó por una de ellas y se internó en la oscuridad, iluminándose con la lámpara del casco.

El techo no daba sensación de distancia, sino de colores dispuestos al azar, que cambiaban según la posición del observador. La estancia era muy amplia, tanto que el rayo de su luz se perdía en él. Echó una mirada a otra luz confusa: los indicadores que tenía ante la barbilla.

La temperatura era de veinte grados centígrados.

—Aire acondicionado —dijo.

—Mejor. Así te durarán más las baterías del traje.

—En este lugar podría haber cualquier cosa —comentó Corbell, hablando consigo mismo.

Abrió la placa frontal. No hacía calor. Olfateó el aire: un ligero olor a moho; eso era todo.

—Tengo que sacarme este traje. Estoy cansado.

—Bebe jalea.

Corbell se echó a reír; había olvidado la existencia de la espita. Chupó de ella hasta que sintió el estómago menos vacío. Pirssa tenía razón: la mitad de su cansancio se debía al hambre. Finalmente se quitó el resto del traje.

El contacto de los pies con la alfombra fue una impresión súbita y emocionante. Parecía el mismo material que cubría el suelo de la oficina, pero no estaba podrido, sino seco, intacto; se hundía en él hasta los tobillos. Era como caminar en una nube. Debía ser terriblemente caro; sin embargo, lo habían puesto por hectáreas en ese vestíbulo público.

—Voy a dormir —dijo al casco.

Se acomodó sobre la alfombra-nube y dejó que ésta le envolviera.

VI

Una aurora gris. Se restregó un poco contra aquella lujuriosa alfombra. El techo presentaba mil tonos de color, dispuestos vagamente en espiral. Uno podía volverse loco mirándolo, sin saber jamás a qué distancia se encontraba. Cerró los ojos y volvió a dormitar.

«Bajé sólo para morir», pensó. Y en seguida dijo:

—Pirssa, ¿cómo supones que voy a morir? ¿Ataque al corazón?

No hubo respuesta. El casco estaba allí, junto a su mano. Lo acercó y repitió la pregunta.

—No creo —dijo Pirssa.

—¿Por qué? ¿Gracias a las maravillosas medicinas del Estado?

—Sí, siempre que los anticonceptivos se puedan considerar como medicinas. Cuando se fundó el Estado, hubo una generación en la cual no se permitió procrear a ningún hombre o mujer sujetos a enfermedades hereditarias. La obligación se redujo a la mitad. Con eso acabaron con la miseria.

—¿Y los enfermos del corazón?

¡Su padre había muerto por una deficiencia coronaria!

—Los hijos de enfermos cardíacos no pudieron tener hijos, por supuesto. Tu herencia genética es la de un criminal, pero al menos de un criminal saludable.

—¡Qué arrogantes hijos de puta! ¿Y qué pasó con mis hijos?

—El padre era propenso al cáncer.

De modo que habían borrado los genes de Corbell de la raza humana. Y después de tres millones de años ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Corbell se levantó, se desperezó a pesar de los músculos agarrotados y echó una mirada a su alrededor.

Había mesas curvas aún flotantes y, en torno a ellas, anillos de sofás que parecían jorobas en medio de la alfombra.

—¡Qué tontería! —dijo Corbell—. Pude haber dormido sobre un sofá.

Cargó todo su peso en una de las mesas flotantes, empujando hacia abajo con las dos manos, y logró que descendiera un par de centímetros. En cuanto la soltó, la mesa volvió a subir bruscamente.

A lo largo de una pared había una hilera de cabinas. Corbell se acercó a ellas para examinarlas. La alfombra fluía deliciosamente en torno a sus pies.

En cada cabina aparecían hileras de botones marcados con garabatos. Doce botones, con las ocho marcas que ya había visto y cuatro símbolos nuevos. Oprimió un botón más grande que los otros (¿sería el de operadora?), pero no obtuvo respuesta. En ese momento se dio cuenta de que había una ranura.

Abrió su bolsa de herramientas y sacó los objetos robados al coche accidentado. Un lápiz labial; no le serviría para nada. Un pañuelo; los colores desvaídos parecían girar en torbellino en la tela. Envolturas de caramelos; el dulce se había derretido durante aquellos incontables años de lluvia; también podían ser drogas o medicinas; o algo muy distinto. Un disco de plástico en color claro, del tamaño de una mano; el aro, también de plástico, presentaba unos garabatos ornamentales en verde.

Eso parecía lo adecuado. ¿Cuál sería la parte superior? Lo probó en una de las cabinas, pero si lo ponía con las marcas hacia arriba no coincidía con la ranura. Con las marcas hacia abajo, penetraba bien. Oprimió el botón más grande y la pantalla se iluminó.

¿Y ahora? Sólo haría falta pedir informaciones, sin marcar números inexistentes, y leer la respuesta escrita en garabatos.

Estaba sudando. No había pensado en ese detalle. Dejó caer los brazos y salió de la cabina.

Bueno, no había que preocuparse. Tenía reservas de aire para más de dos días, y no lo estaba usando. Disponía de tiempo para explorar. Hacia el fondo del vestíbulo estaban las escaleras que esperaba encontrar: anchas, bien diseñadas, según los principios que había aprendido en su primera vida, alfombradas con aquella especie de nube. Un tramo de escaleras que descendía hacia la oscuridad.

Volvió hacia atrás. Sujetó el casco bajo el codo y recuperó la tarjeta de crédito en forma de lente. Después comenzó a bajar las escaleras, proyectando hacia adelante la luz de su casco, tarareando:

With her head… tooked…

underneath her arm,

she wa-a-alks the Bloody Tower…

Inesperadamente, las escaleras se pusieron en movimiento y le lanzaron hacia atrás. Se incorporó, entre maldiciones. No se había lastimado, pero… Si se llegaba a herir seriamente, no tendría salvación.

Más abajo aumentó la luminosidad.

Al principio pensó que se trataba de los últimos estertores de algún sistema energético de emergencia, pero la luz iba en aumento. Cuando llegó abajo, la iluminación era tan brillante como la del Sol. Se encontró en un vasto espacio abierto, con un techo muy alto y compartimientos laterales. Tenía todo el ambiente de una estación de trenes de Europa, pero con un toque de lujo sibarítico más adecuado para un palacio. Había fuentes, círculos de sofás y más metros de aquella espesa alfombra. A lo largo de una pared entera…

—¡Pirssa! ¡Encontré un mapa!

—Descríbelo, por favor.

—Son dos proyecciones polares. Maldición, ojalá pudiera mostrártelo. Los continentes son más o menos como eran cuando yo iba a la escuela. Estos mapas han de haber sido trazados antes de que los océanos se evaporaran. Están cruzados por líneas, desde…

Hizo una pausa para verificar.

—Desde aquí, me parece. La mayor parte de las líneas están apagadas. Pirssa, las únicas líneas aún iluminadas llegan hasta la Antártida y el extremo de la Argentina, y hacia el otro lado hasta… ¡Eh!… Alaska.

Alaska se había desviado hacia el Norte; también la punta de Siberia.

—Las líneas corren a través de los océanos o por debajo de ellos.

Notó entonces que los compartimientos laterales eran salas de espera con sofás y máquinas de comida. Probó una de ellas. Al insertar el disco de plástico se oyó una voz femenina que hablaba en tono de disculpas. Lo intentó en otras ranuras; en todas volvió a oír la misma voz aguda pronunciando las mismas palabras incomprensibles.

¿La próxima parada? Allá, en el otro extremo, en aquella fila de puertas…

Gruesas puertas provistas de ranuras en las que podía introducir el disco de crédito.

Volvió hacia atrás para buscar su traje. Las escaleras le llevaron hacia arriba. ¿Cómo demonios era posible que se movieran en ambos sentidos? Bajó nuevamente, con el pesado traje sobre sus hombros.

En el mapa, cerca de las líneas luminosas, aparecían también garabatos iluminados. Memorizó bien la ruta que deseaba, no hacia el centro del fundido continente antártico, sino hacia la costa más cercana. Las costas son lo primero que se coloniza.

Las puertas: sí, allí estaban los signos que deseaba.

El disco: lo buscó, puso el lado liso hacia arriba y lo insertó.

La puerta se abrió. Corbell recogió su disco, le echó una mirada y sonrió: los garabatos habían cambiado. Se le había computado el precio de un billete.

Se encontró entre vidrio, vidrio y cemento. El extremo del vehículo subterráneo sobresalía ligeramente de su nicho; era un círculo de vidrio de unos dos metros y medio, con una puerta oval, también de vidrio. A través del cristal, Corbell pudo ver un coche cilíndrico, cuyos asientos estaban dispuestos uno frente a otro y tapizados en el mismo material de las alfombras. La parte frontal del coche era de metal.

En la puerta de vidrio encontró una ranura del tamaño de su disco. Lo introdujo de nuevo en ella y la puerta se abrió. Corbell entró y retiró el disco por el otro lado. La puerta se cerró.

—Aquí estoy —dijo al casco.

—¿Dónde?

—En uno de los trenes subterráneos. Ahora no sé qué hacer. Esperar, supongo.

—¿No usarás las cabinas de transporte instantáneo?

—No. Creo que son recorridos sin salida. Tal vez constituían un juguete para los ricos, demasiado caros para resultar prácticos, o tenían un alcance demasiado corto.

—Eso me tenía intrigado —dijo Pirssa—. Cuatro dígitos en base ocho sólo dan cuatro mil noventa y seis números de cabina posibles. Son muy pocos.

—Sí.

En aquellos bancos de alfombra-nube, teñida a intervalos en tonos pastel contrastante para marcar los asientos, había lugar para ocho personas. Encontró otra máquina suministradora de comida, que también le respondió en tono lastimero cuando la probó.

Tras una media puerta que a duras penas ocultaba el pecho encontró un inodoro, equipado igualmente con una de aquellas centelleantes esponjas metálicas. Probó también aquel adminículo. Tuvo que conformarse con pensar que la esponja tenía una unidad de transporte instantáneo incluida, pues se limpió milagrosamente.

Los bancos tenían brazos, pero había que sacarlos de una ranura, ya que estaban empotrados en el respaldo, y trabarlos en su lugar.

—Desde el sitio en donde estás me llega un aumento en el consumo de energía —indicó Pirssa.

—Eso significa que está pasando algo.

Corbell se tendió en el banco tapizado para esperar. No había forma de saber a qué hora partiría. Aguardaría veinticuatro horas antes de darse por vencido. El estómago pedía alimento.