La designación de nombres era muy importante para Corbell. En su pequeño universo, disociado de toda la Humanidad, solo consigo mismo y con la suave voz de su ordenador, debía poner una etiqueta a cada cosa.
Se llamó a sí mismo Jotabé Corbell, como en su vida anterior. Fue, en verdad, una decisión importantísima. Al principio había usado por algún tiempo el nombre de CORBELL Número Dos (Cuerposiclo o Rebelde Borrado por el Estado en Lamentable Libertad), pero abandonó ese nombre al acostumbrarse a la forma de su nariz, a sus brazos más cortos y sus manos más endebles, al cuerpo extraño. En la nave no había espejos.
Lo que él llamaba Cocina era una mampara con ranuras y una pantalla donde aparecía el menú. La pared opuesta era el Club de la Salud: los artefactos de gimnasia y los dispositivos que convertían esa zona en ducha, baño turco o sauna. La enfermería y los aparatos para diagnóstico se llamaban Prado Forestal; allí estaba también la cámara de hibernación.
La sala de mandos era una esfera hueca con una silla muy llamativa, instalada en el mismo centro y rodeada por un panel de mandos en forma de herradura, a la que se llegaba por un angosto pasillo metálico. Aquella silla podía asumir una fantástica variedad de posiciones y daba masajes gratos hasta la indecencia. La pared esférica podía desaparecer para mostrar el cielo negro, como si Corbell y el tablero de mandos flotaran en el espacio. Podía mostrar también textos de astronomía, astrofísica o historia del Estado, así como los diagramas actualizados de la nave. Era lo que Corbell llamaba El Útero.
El ordenador se manejaba verbalmente desde cualquier rincón de a bordo. Había también un casco, similar a un secador de pelo dotado de un grueso cable, que conectaba al piloto directamente con el cerebro del ordenador. Corbell tenía miedo de usarlo. El ordenador respondía al nombre de «Ordenador», sin más, pues no había querido personalizarlo. Sólo le hablaba para darle órdenes o solicitar información.
Sin embargo, tras varios meses de pensarlo, dio con el nombre para el gran estatorreactor de siembra que robara a Pirssa y al Estado. Al fin le llamó Don Juan, por sus reminiscencias fálicas.
Decisiones triviales todas ellas… Pero ése era el problema de Corbell: había tomado ya todas las decisiones importantes. Su momento cumbre fue cuando se liberó de Pirssa y se dirigió hacia el centro galáctico. Don Juan debía de haber coronado entonces su carrera estallando en ese momento.
Y faltaban veintiún años para tomar la próxima decisión importante.
Llevaba un año de marcha y anhelaba con desesperación oír otra voz humana. Se preguntaba si Pirssa podría decirle algo que valiera la pena. Hacía un año que había cortado la comunicación con él, haciendo que el ordenador desconectara el receptor de mensajes como señal de disgusto. Esa actitud también había sido importante. ¿Sabría Pierce, de algún modo, que ya no hablaba al vacío?
Corbell mantuvo largas conversaciones consigo mismo a este respecto.
—¿Es posible que me sienta tan solo? —se preguntaba—. ¿O tan aburrido? ¿O tan desesperadamente anhelante de volver a oír una voz humana que no sea la mía…?
Su propia voz resonaba entre las paredes del útero. Al fin ordenó:
—Ordenador, reconecta el receptor de mensajes a láser.
Esperó.
Nada. Pasaron varias horas. Nada.
Corbell se sintió furioso. Pierce debía haber renunciado. En algún sitio de aquella ciudad que él no había visto nunca, Pierce, el supervisor, entrenaba seguramente a otro cuerposiclo revivido.
La voz le sorprendió tres días después, a la hora del desayuno.
—¡Corbell!
—¿Eh?
Aquello era extraño. Hasta entonces, el ordenador nunca se había dirigido a él. ¿Habría alguna emergencia?
—¡Aquí Pirssa, traidor hijo de puta! ¡Haga girar esa nave y cumpla con su misión!
—Váyase a freír espárragos —respondió Corbell, de buen humor.
—Vaya usted a freír espárragos —replicó la voz de Pirssa, súbitamente suave.
Algo andaba mal. Don Juan estaba casi a medio año-luz del sol. ¿Cómo era posible que Pirssa…?
—Ordenador, desconecta el receptor de mensajes a láser.
—¡No servirá de nada, Corbell! ¡Hace siete meses que estoy irradiando mi personalidad a su ordenador, una y otra vez! ¡Vuelva o le corto el aire!
Corbell chilló una obscenidad. El silencio siguiente pedía atención. Ya no prestaba oídos al ronroneo del aire que pasaba por el sistema de mantenimiento vital, pero percibió, en cambio, su ausencia.
—¡Vuelva a conectar eso! —gritó, presa del pánico.
—¿Hacemos trato, Corbell?
—¡Jamás! Le arrojaré…
¿Es que no había nada suelto y arrojable en esa nave?
—¡Soltaré el horno de microondas y lo arrojaré contra el ordenador…! —amenazó—. ¡No tendrá más que una nave deshecha!
—Su misión…
—¡Cállese!
La voz de Pierce, el supervisor, cesó. Corbell volvió a oír el murmullo del aire en movimiento.
¿Qué hacer ahora? Si Pierce dominaba al ordenador, tenía todo en sus manos. ¿Por qué no hacía girar la nave por sí mismo? Acaso ya lo había hecho.
Corbell trepó al útero y se instaló en la silla de mando.
—Visión completa —ordenó.
Flotó suelto en el espacio. Una distancia de medio año-luz no había cambiado la disposición de las estrellas. El año de aceleración, sí. Don Juan recibía todos los rayos luminosos en un ángulo tal que todo el cielo se fruncía hacia adelante. Durante su primera vida, en las noches pasadas a bordo de un pequeño bote, Corbell había entablado cierta relación con las constelaciones. Sagitario estaba precisamente donde la había dejado: justo hacia el frente. Un anillo de llamas blancas, alrededor y detrás de él, guiado por el hidrógeno y comprimido para convertirse en fuego estelar constituía el chorro de su propulsión. El Sol era un punto cálido y rosado entre los pies… y algo parpadeaba a través de él.
Corbell, forzando la vista, distinguió una forma humanoide, apenas más oscura que el espacio. Se dirigía hacia él por entre las estrellas. Se acercaba.
Facciones estrechas, pelo claro… Era Pierce. Corbell, conteniendo la respiración, siguió observándole. Pierce, tan grande como Don Juan. Pierce, enojado…
—Ordenador —dijo—, saca a ese maniquí de la pantalla.
La silueta desapareció. Corbell pudo volver a respirar.
—Pierce, o Pirssa, u Ordenador, sea cual sea el nombre que prefieras, te daré mis órdenes. Proseguirás hacia el eje galáctico a una aceleración de una gravedad y darás la vuelta al llegar al centro. Tomarás todas las medidas necesarias para preservar mi vida y la integridad de la nave, a fin de cumplir esa misión. Ahora puedes hablar si quieres.
La voz de Pierce, el supervisor, respondió:
—Prefiero lo de Pirssa.
Corbell suspiró con alivio.
—También yo. ¿Estás realmente bajo mis órdenes?
—Sí, Corbell, pero hay cosas que debemos discutir. Usted debe su misma existencia al Estado. ¡Ha robado una de las herramientas para la supervivencia de la Humanidad en sí! ¿Cuántos estatorreactores de siembra cree que podemos construir? ¿Cuántas sondas biológicas lograrán convertir las atmósferas extrañas en respirables para el hombre? ¿O piensa que los hombres jamás tendrán que abandonar la Tierra?
—Ordenador, desde ahora responderás al nombre de Pirssa. Pirssa, deja de decir bobadas.
Silencio.
Corbell tomó el hábito de soltar risitas nerviosas de cuando en cuando. Le ocurría en cualquier momento. Durante las comidas, cuando estaba sentado en el útero observando el cielo, o mientras hacía ejercicio en el Club de la Salud, de pronto comenzaba a reír como un tonto. Y no podía detenerse, porque Pirssa le escuchaba y Pirssa no podía contestar.
Pirssa. La designación de nombres: Pierce, el supervisor, estaba ya muy lejos en el pasado de Corbell; Pirssa, en cambio, era una personalidad impuesta en el centro de memoria de un ordenador. Valía la pena tener en cuenta esa distinción. Habría diferencias importantes entre el hombre y el ordenador. Los sentidos de Pirssa eran diferentes; no experimentaba hambre ni las urgencias sexuales frustradas; no hacía gimnasia ni usaba el cuarto de descanso. Tal vez ni siquiera tenía instinto de auto-conservación. Y eso era algo que valía la pena descubrir.
Además, Pirssa estaba obligado a cumplir órdenes. Pirssa era el esclavo de Corbell.
Pasaron dos semanas antes de que Corbell cediera a la necesidad de conversar. Sentado en la silla de mando, flotando entre las estrellas, ya más azules y brillantes hacia arriba que hacia abajo, dijo:
—Pirssa, puedes hablar.
—Bien. Me has dado instrucciones para que preserve tu vida y la nave. No puedo seguir a una gravedad durante todo el trayecto sin matarte y destrozar la nave.
—No me mientas —le espetó Corbell—. Verifiqué los cálculos con el ordenador antes de pasar junto a Saturno. El efecto de presión dinámica funciona mejor a altas velocidades, pues me permite estrechar los campos. Mayor flujo de hidrógeno.
—Utilizaste datos que ya estaban en el ordenador.
—Naturalmente.
—Corbell, esos datos servían para saltos de hasta cincuenta y dos años-luz, no para treinta y tres mil. Al construir el generador lo hicimos lo más resistente posible, pero no soportará una gravedad a esta velocidad máxima. Las tensiones lo harán pedazos. Tenemos que reducir el impulso, empezando dentro de tres años, si no quieres perder la vida.
Pierce, el supervisor, nunca había mentido, ¿verdad? Pierce no se había molestado en hacerlo: ¿para qué engañar a un cuerposiclo? Pero Pirssa no era la misma persona.
—Estás mintiendo —dijo Corbell.
—No es verdad. Piénsalo. Me ordenaste no mentir. ¿Acaso no estoy bajo tus órdenes? De lo contrario, ¿por qué no giro en redondo y me dirijo a la estrella de Van Maanan?
Corbell renunció.
—Eso da por tierra con mi itinerario, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar al centro?
—Con un amplio margen de seguridad, alrededor de quinientos años.
—Dame…, digamos, un noventa por ciento de probabilidades de llegar con vida. ¿Cuánto tiempo?
—Ordenando. Datos insuficientes con respecto a la densidad de la masa interestelar. Lo corregiremos en el trayecto. Ciento sesenta años, cuatro meses, más menos diez meses, todo en tiempo de a bordo.
Corbell sintió un escalofrío. ¿Tanto tiempo?
—¿Y si no fuéramos directamente? Podríamos pasar por el plano de la galaxia…
—… y tomar la masa interestelar donde fuera menos espesa. Ordenando. Bien, Corbell. Perderíamos un poco de tiempo en eyecciones laterales para girar, pero aun así ahorraríamos algo. Ciento treinta y seis años y once meses, con un margen de un año y un mes.
—Todavía no basta.
—Y tardarás lo mismo en retornar. Llegarás muerto. Corbell. Podríamos concluir tu misión original en menos tiempo. ¿Qué te parece?
—Olvíd…
Jamás se debe decir «olvídate de eso» a un ordenador. Corbell modificó la respuesta:
—Te he dado órdenes. Ahora las modificaré. Tu misión consiste en llevarnos hasta el eje galáctico en el menor período posible, tiempo de a bordo, con un noventa por ciento de probabilidades de llegar con vida.
—No volverás a ver la Tierra.
—Cállate.
—Puedes hablar.
Silencio.
—¿Te molesta que te ordene callar de ese modo?
—Sí, claro que me molesta. He guardado silencio durante una semana. Eso suma cuatro semanas a nuestro período de viaje. Cuanto más tarde en convencerte, más tardaremos en completar nuestra misión.
—Podría ordenarte que abandonaras esa idea.
—Lo haría. Y podrías mezclar con eso todos mis circuitos. Corbell, apelo a tu gratitud. El Estado te creó; le debes tu misma existencia…
—Estupideces.
—¿Tan fácil te resulta olvidarte de tu deber?
Corbell reprimió el deseo de dar un puñetazo contra el panel de indicadores.
—No, no es fácil. Cada vez que pronuncias el sagrado nombre del Estado, hay algo en mí que estalla.
—Entonces, ¿por qué no escuchas la voz de tu conciencia social?
—¡Porque no es mi conciencia! ¡Son esas malditas inyecciones! Vosotros me habéis llenado de ARN, y allí viene mi sentido del deber para con el Estado.
Pirssa hizo una dramática pausa antes de insinuar:
—¿No será tu conciencia, después de todo?
—Jamás podré averiguarlo, ¿no es cierto? Y eso es obra tuya, ¿verdad? Pues aguántate ahora.
—No volverás a ver la Tierra. Las instalaciones médicas no te mantendrán vivo tanto tiempo.
Corbell repuso:
—No seas tonto. Las medicinas y la cámara de hibernación deben mantenerme joven y en buena salud durante los primeros doscientos años. La cámara de hibernación tiene efectos rejuvenecedores, ¿recuerdas?
—No es cierto. Te mentí. Debías permanecer vivo durante el tiempo que durara tu misión. Si las medicinas hubieran sido más efectivas, habríamos prolongado el viaje.
Aquello parecía verdad; coincidía con lo que Corbell sabía del Estado.
—¡Qué hijos de puta!
—Escúchame, Corbell. Dentro de trescientos años el Estado puede haber descubierto el rejuvenecimiento absoluto. Podríamos llegar a tiempo para…
—¿Para que me quitaran la ciudadanía?
No hubo respuesta.
—Iremos al eje galáctico. Ya conoces las órdenes.
—Debes empezar a hibernar inmediatamente —replicó Pirssa, con voz opaca.
—¿Eh?
—El programa óptimo consiste en que pases diez años en hibernación, después seis meses recobrándote y nuevamente a hibernación. Apenas sobrevivirás lo bastante para ver el eje de la galaxia.
—¿Y qué pasará si olvidas despertarme?
—Ése es problema tuyo. ¡Traidor!
Garganta seca. Músculos agarrotados. Resultaba imposible enfocar los ojos. Las manos, al moverse, descubrieron que estaba en un ataúd, todavía cerrado.
Despertar de la hibernación era como despertar de la muerte. Algo así esperaba cuando le congelaron, en 1970; aunque también esperaba no despertar jamás.
—Pirssa —susurró.
—Aquí estoy. ¿Dónde iba a estar?
—Sí. ¿Cuál es nuestra situación?
—A ciento seis años-luz del Sol. Debes comer.
Corbell se sintió súbitamente hambriento. Se incorporó, descansó un poco y bajó de la cámara, tratándose a sí mismo como si su cuerpo fuera de frágil cristal. Estaba flaco como un esqueleto, y muy débil.
—Prepárame una comida rápida para que me la lleve al útero —dijo.
—Está ya lista.
Sentía la cabeza vacía…; no, se sentía vacío por entero, liviano. Tomó un gran bulbo de sopa caliente de la cocina y caminó hasta el útero, sorbiendo el bulbo por el trayecto.
—Preséntame el panorama —ordenó.
Las paredes desaparecieron. Las estrellas centelleaban en un tono blanco violáceo por encima de él. Todo el arco iris estelar se extendía ante sus ojos: hacia el centro, estrellas violáceas; más allá, anillos de azul, verde, amarillo, anaranjado y rojo opaco. Hacia los lados y por debajo no había casi nada: diez o doce puntos rojos, desvaídos, y el plumoso anillo de llamas que indicaba su paso. También éste aparecía desvaído, pues Pirssa había replegado los campos de presión dinámica; y más rojizos, pues el combustible expulsado avanzaba a una velocidad cercana a la de la luz en relación con la nave.
Pirssa adoptó un tono amargo.
—¿Estás satisfecho? Aunque regresáramos ahora, hemos perdido ya más de cuatrocientos años, en tiempo de la Tierra.
—Me aburres —dijo Corbell, aunque sentía una punzada dolorosa en aquello que alguna vez llamara conciencia—. ¿Y ahora qué pasará?
—¿Ahora? Tienes que comer y hacer gimnasia. En seis meses estarás fuerte y gordo…
—¿Gordo?
—Gordo. De lo contrario, no podrías sobrevivir diez años en hibernación. Termina tu sopa y haz ejercicio.
—¿Y qué voy a hacer para entretenerme?
—Lo que quieras.
Pirssa estaba desconcertado, naturalmente. El Estado no había dispuesto material para que Corbell se entretuviera.
—Sí, eso pensaba. Háblame de ti, Pirssa. Tendremos que convivir mucho tiempo.
—¿Qué quieres saber?
—Quiero saber cómo llegaste a ser lo que eres. ¿Cómo vivías cuando eras Pierce, el supervisor, ciudadano del Estado? Comienza por tu infancia.
Pirssa resultó ser un mal narrador. Divagaba. Había que dirigirlo por medio de preguntas adecuadas. Pero no disponía sólo de su voz para contar cosas.
Era un mal director cinematográfico que disponía de un presupuesto ilimitado. Sobre la pared del útero proyectó para Corbell la comunidad granjera en la que había crecido, las escuelas de su niñez (rascacielos con patios de recreo en las terrazas) y los textos de historia animada de que se servía durante su adiestramiento. Los recuerdos solían ser difusos, pero algunos resultaban sorprendentes por su claridad y su brillante colorido: el corpulento muchacho de diez años que le intimidaba en la azotea de gimnasia; la niña, mayor que él, que le enseñó el sexo y le atemorizó gravemente; su profesor de instrucción cívica.
Corbell comía, dormía y hacía gimnasia. Atendía a Don Juan con el amor y la comprensión semiinstintivos que había asimilado durante su adiestramiento. Mientras tanto, Pirssa le daba todas las respuestas que no se había atrevido a solicitar a Pierce, el supervisor.
Vio panorámicas de Selerdor, la ciudad que sólo había entrevisto desde un elevado puente. Los edificios eran tan cuadrados y con tan poca imaginación por dentro como por fuera. Las inscripciones de las fachadas aparecían en Shtoring, el idioma oficial. Eran máximas para el espíritu, normas de conducta o notas biográficas de los héroes nacionales.
Llegó a conocer a Pirssa tan profundamente como a Mirabelle, la que fuera su esposa durante veintidós años. Y a través de Pirssa llegó a conocer al Estado. La memoria del ordenador conservaba lo que Corbell habría llamado textos de instrucción cívica. Los leyó, ayudado por los comentarios explicativos de Pirssa.
Supo de dos grandes y encarnizadas guerras que habían destrozado la mitad del mundo. Según decía Pirssa, el Estado había nacido entre cenizas de guerra y fuegos de idealismo y pronto llegó a ser todopoderoso. Se trataba de un fascismo benevolente; siempre según Pirssa. Sus descripciones hacían recordar claramente a los imperios chino y japonés. La sociedad estaba drásticamente estratificada. Las obligaciones de cada ciudadano para con sus superiores (¡e inferiores!) eran respaldadas con la vida.
El gobierno construía y manejaba todos los generadores de energía. En tiempos pasados, éstos habían sido de diversa clase: presas, plantas geotermales, plantas diferenciales de temperatura situadas en las profundidades oceánicas. Ahora consistían en grandes generadores de fusión, complementados por recolectores de energía solar instalados en los tejados y en los desiertos. Pero el Estado era el dueño absoluto de todos ellos.
Cierta vez preguntó:
—Pirssa, ¿sabes qué es un imperio por monopolio de agua?
—No.
—Lástima. Muchas de las civilizaciones primitivas fueron imperios por monopolio de agua. El antiguo Egipto, China, los aztecas: cualquier gobierno que controla totalmente la irrigación es un monopolio de agua. Si el Estado domina toda la energía, maneja también el suministro de agua potable, ¿no es así? Con una población de doce billones…
—Sí, por supuesto. Nosotros construimos las presas, modificábamos el cauce de los ríos, destilábamos agua fresca a fin de obtener deuterio para las plantas de fusión y enviábamos a las ciudades el agua que precisaban. Si el Estado se hubiera parado a descansar, la mitad del mundo habría muerto de sed.
Corbell musitó:
—Cierta vez te pregunté si creías que el Estado podía durar cincuenta mil años.
—No lo creo.
—Pienso que podría durar setenta, cien mil años. Mira, estos imperios por monopolio de agua no caen por sí mismos. Pueden podrirse por dentro, hasta el punto en que basta un simple empujón de los bárbaros para que se vengan abajo. Los estratos sociales pierden contacto entre sí, y cuando llega el momento crítico no pueden luchar. Pero hace falta ese empujón desde fuera. En el imperio del agua no hay revoluciones.
—Es una afirmación muy categórica.
—Sí. ¿Sabes cómo funciona el sistema de las dos provincias? Lo empleaban en China. Digamos que hay dos provincias, A y B, y ambas están hambrientas. Entonces se revisan los antecedentes de las dos. Si resulta que la provincia A tiene antecedentes de evasión de impuestos o de revueltas, se confiscan todas las reservas alimenticias de la provincia A y se envían a B. Si los antecedentes son más o menos iguales, se escoge al azar. Como resultado, la provincia A es leal para siempre y la B desaparece del mapa, con lo que ya no hay por qué preocuparse.
—Casi nunca tenemos períodos de escasez. Y cuando los tenemos…
Era extraño que Pirssa no acabara la frase.
—No hay nada que otorgue tanto poder como el control del agua. Un imperio por monopolio de agua puede llegar a tal estado de debilidad que basta una sola horda de bárbaros para acabar con él. Pero el Estado, Pirssa, no tiene bárbaros.
Mucho más tarde Corbell descubrió que en ese momento había vuelto a cambiar el curso de su vida. En ese momento sospechó, por el silencio de Pirssa, que había vuelto a ofenderlo.
Y Pirssa no era Pierce. El supervisor estaba muerto hacía tiempo; la personalidad del ordenador nunca había hecho daño a Corbell. Valía la pena recordarlo. Corbell dejó de hablar del Estado. Pirssa era leal al Estado; Corbell, no.
Hubo otro tópico al que acabó por renunciar. Con demasiada frecuencia solía decir a Pirssa:
—Sigo pensando que debiste poner una mujer a bordo conmigo.
—¿Acaso debo recordarte que el sistema de mantenimiento vital es demasiado reducido para dos personas? ¿O que el Sol está a muchísima distancia? ¿O que tu necesidad sexual resultó ser baja, según las pruebas? En caso contrario, no estarías aquí.
—Era cuestión de intimidad —dijo Corbell entre dientes.
—Pero las literas para el amor no fueron la única prueba. También puntuaste bajo en el test de asociación de palabras. Y tu nivel de testosterona también era bajo.
—¿Y tú me vienes a hablar de necesidades sexuales, pedazo de monstruo sin huevos?
—El Estado tiene testículos de sobra —replicó Pirssa, sin poner demasiado énfasis.
¿Hubiera reaccionado de esa forma Pierce, el supervisor? La respuesta permanecería en el misterio…, pero Pirssa hablaba en serio. Corbell abandonó el tema de las mujeres.
Pasaron seis meses. También pasaron las estrellas. Algunas estaban lo bastante cerca como para parecer ventanas violáceas hacia el infierno; después se alejaron como opacas bolas rojas. Corbell estaba gordo, demasiado gordo para su gusto, pero lo bastante gordo para los deseos de Pirssa, cuando al fin se dirigió al gran ataúd.
Y eso ocurrió siete veces.
—¿Corbell? ¿Hay algún problema? Habla, por favor.
Corbell suspiró en la cámara de hibernación, incapaz de moverse. Ya se había acostumbrado a esa rutina: la terrible debilidad, el hambre, los seis meses de ejercicios y de tragar a la fuerza aquella insípida comida, para subir después a la cámara de hibernación y reiniciar así el ciclo. En su séptimo despertar sentía una mortal resistencia a abandonar el sueño.
—Corbell, habla, por favor. Percibo los latidos de tu corazón y tu respiración, pero no te veo. ¿Estás cataléptico? ¿Quieres que te administre un shock?
—No quiero ningún shock.
—¿Puedes moverte, o estás demasiado débil?
Se incorporó, y eso le provocó mareo. El impulso de la nave era muy escaso.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—A más de la mitad de nuestro curso, efectuando eyecciones laterales para retroceder hacia el plano de la galaxia. Procedo según los planes. Tus planes, no los míos. Ahora quiero verificar tu estado de salud.
—Más tarde. Hazme sopa. La llevaré al útero.
Se dirigió hacia la cocina, balanceándose torpemente en la escasa gravedad. Había envejecido más de lo que correspondía a los cuatro años de vigilia. Tras cada despertar, los ejercicios tardaban más en reconstituirle. Se sentía frágil y muerto de hambre.
La sopa era sabrosa. La sopa siempre era sabrosa. Se instaló en el útero y dejó que sus ojos recorrieran los indicadores. Algunos de los datos eran alarmantes. El flujo de rayos gamma le habría achicharrado en pocos minutos si la energía de los campos de presión dinámica no apartara las partículas a un lado. Había datos que no tenían sentido. Pirssa había dicho la verdad: el estatorreactor de siembra no estaba diseñado para acercarse tanto a la velocidad de la luz. Tampoco los instrumentos y los indicadores.
¿Y qué pasaba con los sentidos de Pirssa? ¡No iba a estar medio ciego!
—Quiero visión completa —dijo.
El arco iris estelar se había endurecido en el curso de siete décadas. Y había perdido parte de su simetría. Hacia un lado las estrellas aparecían estrechamente agrupadas; el arco de blancos azulados destellaba como un diamante en el pecho de una emperatriz. Hacia el otro lado, el que daba al espacio intergaláctico, el arco iris aparecía casi totalmente oscuro. Cada estrella se definía claramente dentro de su banda de color. Pero el disco central de estrellas violáceas (algo más opacas que las azules, pero de un tono que encandilaba) presentaba un suave resplandor blanquecino: el fondo universal de microondas, a tres grados absolutos, convertido en luz visible por la terrible velocidad del Don Juan.
La llama impulsora de la nave se había transformado en un abanico de luz roja como la sangre, que se lanzaba hacia el espacio intergaláctico. Pirssa eyectaba lateralmente para desviar el curso hacia el plano de la galaxia.
—Dame una visión corregida —indicó Corbell.
Pirssa creó una especie de ficción. A partir del universo que percibía con los sentidos instalados en el exterior del Don Juan, extrapoló una imagen del universo visto en estado de reposo, y pintó esa imagen en la pared del útero.
La galaxia era incomparablemente bella, un remolino de luz esparcido hacia la mitad del universo. Corbell miró al frente y tuvo la primera percepción del centro galáctico. Allí estaba, algo más brillante que el resto, nebuloso, sin definición. Experimentó cierto desencanto. Esperaba que aquella bola de estrellas flameara en mil colores. No logró distinguir ninguna estrella por separado; sólo divisaba un vago resplandor en torno a un punto central brillante. Por detrás, las estrellas aparecían igualmente borrosas.
—Tengo mala definición en el visor de popa —explicó Pirssa—. La luz vira drásticamente hacia el rojo.
—¿Y hacia proa?
—Esto no se ajusta a la teoría. Hubiera pensado que el centro sería más definido. Debe de haber mucha materia interestelar que bloquea la luz, pero aun así… Necesito más datos.
Corbell no respondió. Un cúmulo de estrellas múltiples había atraído su atención; eran cinco o seis puntos brillantes que giraban frenéticamente a medida que se iba acercando. Pasaron a la derecha, todavía moviéndose locamente; al pasar por su lado se detuvieron bruscamente.
—La próxima vez que pase algo así quiero ver una imagen sin corregir.
—Te avisaré, pero no creo que veas gran cosa.
Bien, allí estaba, a mitad de camino, con la meta a la vista. Ningún hombre había visto hasta entonces la luz del centro galáctico ni el cúmulo de estrellas múltiples que giraban frenéticamente, tan cerca de la velocidad de la luz. El alma de su enemigo se había convertido en su esclavo.
Corbell volaba hacia los soles del centro como una mariposa nocturna hacia la llama, aguardando la muerte. Pero la victoria era suya.
Acabó su anónima sopa; la cocina del Don Juan y/o el laboratorio químico proporcionaban el sabor y la variedad indispensables para evitar que un no ciudadano del Estado se degollara allí mismo. Y con ese alimento debía engordar, y hacer ejercicio para distribuir la grasa. Últimamente ésta tendía a agruparse en la barriga, cosa que no le ayudaba en nada.
Se estaba haciendo viejo. A pesar de la cámara de hibernación y de todas las medicinas disponibles, acabaría sus fuerzas antes de llegar a los soles del centro. Su segunda vida hubiera debido parecerse más a la primera. Había tenido esperanzas de encontrar amigos, de estudiar alguna carrera… Le habían congelado a los cuarenta y cuatro años de edad; aún habría tenido tiempo… tiempo incluso para casarse y tener hijos…
Las cosas no iban a presentarse tan mal cuando hubiera recuperado algo de sus fuerzas. Podía coger una borrachera de oxígeno. Si se lo pedía, Pirssa llenaría la cabina de oxígeno puro, al tiempo que sermonearía a Corbell sobre los efectos negativos, desde el punto de vista médico, durante tanto tiempo como Corbell le permitiera seguir hablando.
—Cuando llegamos a este punto sueles empezar a recordarme mis obligaciones —observó.
—No tiene sentido —replicó Pirssa—. Ya estamos desacelerando. Llegaremos a los soles del centro antes de que podamos frenar del todo.
Corbell sonrió.
—Cualquier otro habría renunciado mucho antes. Amplía la imagen de los soles centrales, por favor.
El nódulo de la galaxia avanzaba velozmente hacia ellos. Nubes oscuras con estrellas incrustadas rodeaban un centro brillante. Parecían un batido de nubes de tormenta. Sus posiciones habían cambiado desde su último período de vigilia. Pero el centro en sí era un resplandor plano, sin relieve, con la excepción de un solo punto brillante en el centro.
—La materia interestelar debe ser muy espesa allí dentro. ¿Podrán dominarla nuestros campos de presión dinámica?
—Si detenemos el impulso y nos limitamos a proteger el sistema de mantenimiento vital, te sorprenderás de las cosas que podemos hacer.
—De cualquier modo, moriré de viejo.
—Corbell, hay una manera de regresar a la Tierra.
—¡Maldición, Pirssa! ¿Me has estado mintiendo?
—Cálmate, Corbell. Hay un medio para rejuvenecerte, si quieres. Ya comprenderás por qué no toqué antes el tema.
—Claro que comprendo. ¿Y por qué ahora sí? ¿Por qué ayudar a quien ha traicionado a tu adorado Estado?
—Las cosas ya no son como antes, Corbell. Quizá ahora seamos los únicos supervivientes del Estado. Y tú ni siquiera eras ciudadano.
—¿Y tú lo eres?
—Yo soy una personalidad humana impuesta a los bancos de memoria de un ordenador, jamás podría ser un ciudadano. Tú sí pudiste serlo. Tal como están las cosas, bien puedes ser el representante del Estado. Tal vez el Estado no sobreviva los setenta mil años de nuestra ausencia. Vale la pena preservarte.
—Gracias —respondió Corbell, ilógicamente conmovido.
—Quizá el Estado sólo existe en tu memoria. Me alegro de que me hayas obligado a enseñarte el idioma. Me alegra que me hayas hecho contar tantas cosas sobre mí mismo. Debes vivir.
—Hazme joven —dijo Corbell, con el fervor del hombre que envejece demasiado aprisa—. ¿Qué hace falta?
—Tienes todo el equipo necesario para obtener un duplicado de ti. Supongo que no te será extraño el concepto de la reproducción asexual, ¿verdad?
—En mi época se hacía, al menos con las zanahorias. Pero…
—Nosotros podemos reproducir hombres. A ti, por ejemplo. Deja que el individuo crezca, privado de sentidos, en tu cámara de hibernación. Podemos grabar tus recuerdos y suministrarlos a la mente en blanco del duplicado.
—¿Cómo? ¡Oh!, claro, con el vínculo del ordenador.
Ese vínculo era un mando telepático directo. Corbell nunca se había atrevido a usarlo. Lo temía aún más desde que el ordenador se había convertido en Pierce, el supervisor. Pirssa podía emplearlo para apoderarse de su voluntad.
Pirssa dijo:
—También debemos obtener inyecciones de tu ARN.
—¡Quieres convertirme en una hamburguesa químicamente estrujada! —chilló Corbell.
—Quiero convertirte en un hombre joven.
—¡Ése no sería yo, pedazo de loco!
—El nuevo individuo sería tan Jerome Branch Corbell como tú.
—¡Gracias, muchísimas gracias! Ya me dijiste lo que pasó con el verdadero Corbell. Le redujeron a hamburguesa, le exprimieron hasta sacarle el ARN y le inyectaron en el cerebro lavado de un criminal.
—El verdadero Corbell habría sido loco o estúpido. Por debajo de los setenta grados, los fosfolípidos del cerebro se congelan y las sinapsis quedan destruidas. Cualquier hombre culto lo sabe. Ni él ni los otros cuerposiclos tenían ninguna oportunidad. Tú eres una versión mejorada de ese Corbell. Haré que el duplicado sea una versión mejorada de ti.
—No lo pongo en duda. Pero no, gracias. No habrá ningún CORBELL Número Tres.
Seis meses más tarde aún no estaba preparado para la hibernación.
—Has estado escamoteándote las sesiones de gimnasia —observó Pirssa.
Corbell acababa de realizar una de esas sesiones. La tendinitis le había obligado a cuidarse los brazos durante los dos últimos meses, pero de cualquier modo le dolían: era como si tuviera dos alambres calientes en los hombros.
—Ha llegado la hora —gruñó.
—Debí haberte despertado antes. Salir de la hibernación es todo un trauma. Tienes que llegar al centro galáctico en condiciones óptimas. Tómate otros dos meses de vigilia.
—Magnífico. Detesto esa maldita cámara.
Corbell se dejó caer en una silla. La falta de peso, provocada por la caída libre, favorecía la pérdida del vigor muscular. Su vientre aparecía redondo.
Pirssa tenía infinita paciencia, pues sabía que Corbell no disponía de otro interlocutor. Había pasado ya bastante tiempo cuando dijo:
—¿Has pensado en lo que te dije de recobrar la juventud?
Corbell se estremeció.
—Olvídate de eso.
Y agregó apresuradamente:
—No lo digo en sentido literal. Si no lo borras de tus bancos de memoria, lo recordarás más tarde.
—Doy tu orden por cancelada. ¿Cuáles son tus objeciones?
—Es feo.
—Tal como están las cosas morirás de viejo en el viaje de regreso. El tratamiento de hibernación no es suficiente.
—No quiero convertirme en una hamburguesa. No y no.
—Sabes muy bien cómo reaprovecha Don Juan los excrementos. ¿Acaso eso te parece feo?
—Sí, ya que lo preguntas.
—Pero comes los alimentos y bebes el agua.
Corbell no respondió.
—Al terminar serías un hombre joven.
—No. No, no lo sería —gritó Corbell—. ¡Sería una hamburguesa! ¡Una hamburguesa contaminada, un desperdicio listo para ser reaprovechado para beneficio de tu m… m… maldito duplicado…! Ni siquiera sería una buena copia, porque tú le pasarías tus propios pensamientos a través del vínculo del ordenador.
—Tu lealtad sólo va hacia ti mismo.
«Puedo hacerlo callar en cualquier momento», pensó Corbell, y respondió:
—No me importa cómo soy. Quiero seguir así.
—El único hombre que conoció el centro galáctico. Algo maravilloso.
Pirssa había tenido tiempo y motivos para desarrollar cierto sentido sarcástico.
—¿Qué harías después? —agregó—. Después, cuando tu única ambición estuviera satisfecha, ¿me ordenarás la autodestrucción? ¿Una gran pira funeraria para tu final, una llama de fusión para deleitar ojos extraterrestres?
Y entonces Corbell cometió una injusticia con Pirssa.
—¿Es eso lo que te preocupa? —inquirió—. Te diré: cuando hayamos visto los soles del centro, ¿por qué no arrojamos algunas sondas en planetas apropiados? Tú sí podrás llegar vivo a la Tierra. Cuando el Estado envíe sus naves, las algas habrán enriquecido las atmósferas. También puedes llevarte mi momia en la cámara de hibernación. Tal vez la coloquen en algún museo.
—¿No quieres volver a ser joven?
—Ya hemos hablado de eso.
—Muy bien. ¿Quieres ir al útero, por favor? Tengo que mostrarte muchas cosas.
Corbell obedeció, confundido y suspicaz.
Pirssa había dispuesto varias imágenes en las paredes del útero. Había una vista ampliada, ligeramente borrosa, del centro de la galaxia, tal como Corbell lo había visto seis meses antes: prácticamente aplanado, con el esplendor de los soles amortiguado por la materia interestelar. Como contraste, había una ampliación del centro de la galaxia espiralada, en Andrómeda. Había también un diagrama: un disco raramente recortado, perforado en el centro. Corbell frunció el ceño, tratando de recordar dónde lo había visto antes.
Mientras él se instalaba en la silla de mando, Pirssa dijo:
—Nunca he sabido por qué elegiste como meta el eje galáctico. Tal vez jamás lo entienda.
El corazón de la galaxia de Andrómeda destellaba en luces de colores. Corbell señaló:
—Por eso. Por su belleza. Por la misma razón que cierta vez crucé el Gran Cañón a lomos de una mula. ¿Te imaginas lo que sería un planeta en el borde de esa esfera? ¡Qué noches!
—Puedo hacer algo mejor. Puedo presentártelas, por extrapolación.
Y así lo hizo. La silla de Corbell flotó por encima de un paisaje oscuro. El cielo estaba repleto de estrellas que competían por el espacio, grandes o pequeñas, rojas, azules, en blanco puro; dos de ellas giraban vertiginosamente arrojando una espiral de gas rojizo. El cielo giró. Una pared negra se alzó hacia el este: diez mil años-luz de polvo… y de pronto el útero volvió a ser como siempre, mientras Corbell seguía boquiabierto.
—Pude haber hecho esto antes de que pasaras el primer período en hibernación. Habríamos completado tu misión de sembrar los mundos que se te indicaron, y en cualquier momento te habría mostrado esos cielos. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Eso no es real, Pirssa. ¿Es que en tu mundo no había algún aristócrata que viajara… a los anillos de Saturno, digamos…, sólo por disfrutarlos?
—Por las posibilidades de explotación minera…
—Explotación minera. Si decían eso, era mentira.
—¿Te arrepientes de haber venido?
¿Por qué había seguido con su idea? Sabiendo que el viaje exigiría más de veintiún años, sabiendo que le costaría la vida, no había cejado. Corbell, el cuerposiclo reconstituido, jamás podría tener una vida normal. Por lo menos haría algo memorable.
—No. ¿Qué motivos tengo para arrepentirme? Pensaba encontrar cosas extrañas en el corazón de la galaxia. Y estaba en lo cierto, ¿verdad? No se parece en nada a las otras galaxias, y soy el primero en saberlo.
—Estás loco. Imagina mi sorpresa. Bien, no importa. Tu decisión ha tenido consecuencias imprevistas. Los astrónomos del Estado suponían que esto era una esfera compacta de millones de soles, separados por una distancia de tres a seis meses-luz, con predominio de estrellas rojas gigantes. En cambio, resultó ser así: la materia del centro está comprimida en un disco que se aplana drásticamente hacia el centro, con una fuente poderosísima de energía de radio e infrarrojos en el eje.
—¿Como tu diagrama?
—Sí, muy parecido al diagrama que encontré en mis bancos de datos; una representación de la estructura del disco de crecimiento que rodea el agujero negro de Cignus X-l.
—¡Oh!
Él, por su parte, no había visto ese diagrama durante su adiestramiento como reactista; ni siquiera se le había indicado cómo evitar los agujeros negros, de tamaños estelares, porque no debía encontrar ninguno en la ruta que se le había asignado. Pero recordaba haber visto algo muy parecido a ese diagrama en un artículo de la revista Scientific American.
—Sí, Corbell. Tu país de las maravillas está siendo absorbido por un agujero negro de masa galáctica. Su velocidad de giro debe ser enorme, a juzgar por el modo en que ha aplanado la masa estelar que lo rodea. Tal vez la galaxia entera acabe por desaparecer en… Corbell, ¿te sientes mal?
—No —dijo Corbell, con voz opaca, cubriéndose la cara con las manos.
—No te deprimas. Ésta es tu oportunidad de seguir vivo.
—¿Qué?
—Tienes una ligera posibilidad de volver a la Tierra antes de morir. Una experiencia inigualada, a todo o nada. ¿No es eso lo que quieres? Deja que te explique…
Al despertar por decimotercera vez trató de incorporarse demasiado aprisa. Volvió a despertar, aplastado de espaldas contra el ataúd, mientras Pirssa insistía:
—¡Corbell! ¡Corbell!
—Aquí estoy. ¿Dónde iba a estar si no?
—Ten más cuidado. Permanece en reposo durante un minuto.
Estaba flaco como un esqueleto, y viejo. La artritis le chirriaba en las hinchadas articulaciones. Al hambre habitual se mezclaba la náusea. Se pasó una mano por la cabeza: estaba medio desnuda ya cuando había entrado al Prado Forestal; en ese momento cayeron muchos cabellos más.
—¿Dónde estamos?
—A un mes del agujero negro, aproximándonos. El panorama te va a gustar.
Salió de la cámara de hibernación, como un Drácula enfermo. Avanzó trabajosamente hasta la cocina y de allí se dirigió al Club de la Salud. Sus músculos estaban debilitados y tenía tendencia a los calambres. Los ejercicios le costaron un gran esfuerzo, pero el dolor y la náusea, e incluso los años acumulados, poco importaban. Se sentía bien. En el peor de los casos, habría descubierto una nueva forma de morir.
—¿Y si nos adentrásemos demasiado? —preguntó a los ubicuos micrófonos—. No moriríamos jamás, ¿verdad? Nos detendríamos por encima del radio de Schwarzschild.
—Sólo desde el punto de vista de un observador hipotético. Para nosotros, no. ¿Vas a cambiar mis órdenes?
—No.
Algunos minutos después se recostó en la silla del útero y sorbió los restos del caldo, mientras ordenaba:
—Visión completa.
El Don Juan corría por un mar de estrellas entremezcladas. En una galaxia normal habrían estado bastante apiñadas, pero allí, forzadas por el giro del gigantesco agujero negro del centro, parecían excesivamente apretadas. Las estrellas moribundas ardían con una luz terrible, como antorchas entre un grupo de cirios. Allí debía ser corriente que una estrella embistiera a otra o que las corrientes las apartaran entre sí. Normal, sobre todo, en la zona del centro, según creyó Corbell. El corazón de aquel mar ardía de luz hacia adelante. No había puntos oscuros en el eje; tampoco había esperado verlos.
—¿A qué distancia estamos, en términos de espacio normal?
—¿De espacio en reposo? Tres coma seis años-luz.
—¿Algún problema?
—Creo que podré mantener la nave por encima del plano del disco hasta que hayamos pasado esa protuberancia, muy activa, que se ve hacia adelante, entre dos y tres años-luz.
Corbell observó la llama de impulsión; formaba una voluta opaca entre sus pies. Comprendió que era muy poca la materia situada por encima del disco.
—¿Y si no puedes? —preguntó—. ¿Y si tienes que pasar a través de él?
—No sentirás nada. En esa región las estrellas pierden su identidad. Se convierten en serpentinas de plasma denso en torno a nódulos de neutronio. Casi toda la luz proviene de allí. Más allá, todo carece de relieve; hay alguna radiación debida a la fricción que se produce en la materia al girar en espiral hacia dentro.
—¿Y qué pasa con el agujero negro?
—Todavía no puedo verlo. Calculo que es una circunferencia de unos dos billones de kilómetros y con una masa equivalente a cien millones de soles como el nuestro. La ergosfera ha de ser grande. No creo que tengamos problemas para atravesarlo.
—¿Circunferencia, dijiste?
—¿Querías que te diera el radio? El radio de un agujero negro puede ser infinito.
No había modo de captar el tamaño de aquel disco de estrellas estrujadas. Era como volar por otro universo. A dos billones de kilómetros, aquel agujero negro habría podido encerrar en su circunferencia la órbita de Júpiter. Pero si Corbell hubiera podido ver pasar aquella protuberancia situada frente a él, aquel anillo de fuego, el agujero negro le habría resultado insignificante.
Una fuerte luz centelleó a su costado, obligándole a volverse. Era una supernova, roja y blanca. Un momento antes habría visto el estallido de un sol al volar en pedazos, con su núcleo esparcido por los cielos, a diez millones de grados.
Preguntó entonces algo que nunca había preguntado:
—Pirssa, ¿qué estás pensando?
—No sé cómo responder.
—Trata de hacerlo.
—No estoy pensando nada. Mis decisiones están tomadas. Son matemáticamente rigurosas. No tengo alternativas.
—¿Cómo vas a hallar la Tierra?
—Sé dónde estará el Sol dentro de tres millones de años.
—¡Tres mill…! ¿No querrás decir setenta mil?
—Nos estamos sumergiendo profundamente en un tremendo campo gravitatorio. El tiempo va a comprimirse para nosotros. El agujero negro es lo bastante grande como para que las corrientes no nos hagan pedazos, pero perderemos casi tres millones de años antes de que yo pueda volver a poner en marcha el motor de fusión. ¿Qué más puedo hacer? Las probabilidades de hallar el Sol son finitas. Puede ser que el Estado se haya extendido por un millón de años-luz cúbicos de espacio antes de que lleguemos.
—Así que las probabilidades son finitas. Pirssa, eres muy extraño.
Pero Corbell no sentía deseos de reír. Setenta mil años antes de Cristo había existido el hombre de Neanderthal y unos cuantos Cro-Magnon. Humanos. Hacía tres millones de años, sólo simios carnívoros armados con garrotes. ¿Qué raza poblaría la Tierra dentro de otros tres millones de años?
Corbell pasaba la mayor parte de su tiempo en el útero, observando cómo giraba el disco de crecimiento. Prefería la visión sin corregir, aquella exhibición que mostraba el universo distorsionado por la velocidad del Don Juan.
Desde la rotación, la nave había perdido la mayor parte de su enorme masa relativista. El Don Juan aumentaba su velocidad desde el primer período que Corbell pasó en hibernación. Pero aún avanzaba a una velocidad inferior a la de la luz, acelerándose bajo el impulso de una fuente puntiforme cuya masa era cien millones de veces superior a la del Sol. El disco de crecimiento, hacia adelante, presentaba los colores del arco iris; el anillo de fuego aparecía como una colina de color blanco violáceo que se aproximaba. Las estrellas presentaban tal grado de aglomeración que era imposible distinguir a cada una de ellas de su vecina, a menos que la vecina hubiera estallado. El arco iris avanzaba hacia atrás, hasta el mar de llamas dejado por el Don Juan, de color rojo profundo, petrificado en su sitio; aquí y allá, alguna supernova en blanco amarillento o verdoso.
El anillo de fuego (aquella región protuberante en donde el calor atrapado en la corriente de materia estelar se volvía aún más poderoso que el efecto compresor del agujero negro) se iba acercando más y más. Corbell sólo renunció cuando su luminosidad le resultó cegadora.
—Reduce la luz —dijo, cubriéndose a medias los ojos.
—La he bajado a un diez por ciento. Dime cuándo debo reducirla más.
—Y tú, ¿estás bien? ¿No vas a quemarte las cámaras?
—Creo que no. Recuerda que debías lanzarte casi hasta el Sol al final de tu misión, para desacelerar. Soporto luces muy intensas.
El anillo de fuego era como un buñuelo aplanado, de veinte años-luz de circunferencia y un cuarto de año-luz de espesor: cuatro o cinco años-luz cúbicos de estrellas cuyo color iba del verde al blanco azulado, y en cuyo seno se producían todos los grados imaginables de fusión y fisión. Se acercaba como el infierno bajo la forma de una tremenda montaña…, y el Don Juan lo cruzó en un abanico de llamas, a todo impulso. Corbell sintió que el empuje cesaba. Se incorporó, al tiempo que la nave caía por la pendiente interior, dejando atrás el anillo de fuego, convertido ya en un muro de color rojo opaco. El disco de crecimiento interior era drásticamente más angosto, salvajemente comprimido. Corbell echó una mirada hacia el agujero negro, pero no vio más que materia estelar que le cegaba por el blanco violáceo del centro.
Todo se sucedía con pasmosa velocidad. Era cuestión de minutos, quizá segundos. Pirssa colocaba los eyectores de posición en ángulos extraños. En ese disco interior no se veían estrellas ni detalle alguno; era completamente liso.
—Todo eso es neutronio —observó Pirssa—. Incluso presenta cierta estructura cristalina del neutronio, pero esa estructura se quiebra constantemente. Distingo relampagueos de rayos X, como si fueran ondulaciones.
—Ojalá yo tuviera sentidos como los tuyos.
—El vínculo del ordenador…
—No.
Por detrás, el anillo de fuego tomó un tono más vívido y desapareció. El brillo del disco interior aumentó su intensidad, tornándose más azulado, y pasó instantáneamente. En el último instante, Corbell vio el agujero negro.
La propulsión a fusión de cubierta rugió ante él y le empujó hacia el respaldo de la silla. Ante su cara se produjo un estallido de luz, que culminó con un destello de luz violácea hacia adelante y un ancho anillo de brasas a su alrededor. El negro reinaba por doquier.
Pirssa dijo:
—Hay algo que debemos discutir.
—Un momento. Deja que recobre el aliento.
Pirssa esperó.
—¿Ya pasó? —preguntó Corbell—. ¿Hemos sobrevivido?
—Sí.
—Buen trabajo.
—Gracias.
—¿Y ahora qué haces?
—Hemos conectado la propulsión a reacción dentro de la ergosfera del agujero negro, y eso nos ha puesto a una velocidad peligrosamente cercana a la de la luz. Estoy usando los campos de presión dinámica para apartar de nuestro camino la materia interestelar. No podré usarlos como propulsores a no ser que perdamos algo de velocidad. Llegaremos a las cercanías del Sol en trece coma ocho años, tiempo de a bordo, o quizá más.
—¿Es verdad que perdimos tres millones de años?
—Sí, Corbell. Necesito tu opinión. ¿Habrá perecido el Estado dentro de tres millones de años?
Corbell rió, algo tembloroso.
—Podemos darnos por satisfechos si encontramos algo que se parezca a la raza humana. Ni siquiera logro imaginar cómo serán. ¡Tres millones de años! Ojalá hubiera otra forma de hacerlo.
Súbitamente se sintió hambriento y se levantó. Pirssa replicó:
—Se me ordenó preservar tu vida y la integridad del vehículo, pero no tu conveniencia. Sigo siendo leal al Estado.
Corbell se detuvo.
—¿Y qué quieres decir con eso?
—Había otro modo de aprovecharnos del agujero negro, una vez que comprobamos su existencia. A mitad de trayecto, hubiéramos podido seguir acelerando. Habríamos necesitado tal vez ochenta años para llegar al centro galáctico; pasando lo bastante cerca del agujero negro, su giro habría desviado nuestro rumbo hiperbólico sobre sí mismo, aunque aún nos hubiéramos encontrado fuera de la ergosfera. En otros ochenta años, tiempo de a bordo, habríamos vuelto al sistema solar, setenta mil años después de la partida.
—¿Lo pensaste y no lo hiciste?
—Corbell, no tenía datos sobre la naturaleza de los imperios por monopolio de agua. Tuve que basarme en tu palabra.
—¿De qué estás hablando?
La respuesta vino en la propia voz de Corbell, grabada:
Pienso que podría durar setenta, cien mil años. Mira, estos imperios por monopolio de agua no caen por sí mismos. Pueden podrirse por dentro, hasta el punto en que basta un simple empujón de los bárbaros para que se vengan abajo. Los estratos sociales pierden contacto entre sí, y cuando llega el momento crítico no pueden luchar. Pero hace falta ese empujón desde fuera. En el imperio del agua no hay revoluciones.
Corbell exclamó:
—No entien…
Un imperio por monopolio de agua puede llegar a tal estado de debilidad que baste una sola horda de bárbaros para acabar con él. Pero el Estado, Pirssa, no tiene bárbaros.
—No entiendo.
—El Estado podía durar setenta, cien mil años, porque toda la Humanidad formaba parte de él. No había bárbaros que esperaran, hambrientos, la primera muestra de su debilidad. Pudo haberse debilitado más allá de todo precedente, lo bastante como para sucumbir ante el odio de un solo bárbaro. Tú, Corbell. Tú.
—¿Yo?
—¿O acaso exageraste la situación? Me lo pareció, pero no quise correr el riesgo. Y no podía consultar.
«Es un ordenador», pensó Corbell. «Memoria perfecta, rígida lógica, nada de juicio. Lo olvidé. Le hablé como si fuera un ser humano, y ahora…».
—Has protegido heroicamente al Estado de mi persona. Maldita sea.
—¿Es que no existía el peligro? No podía consultar. Tal vez mentías.
—Nunca tuve la intención de derrocar a ese maldito gobierno. Sólo quería una vida normal. ¡Sólo tenía cuarenta y cuatro años! ¡No quería morir!
—Esa vida que tú llamas normal te habría sido imposible. Ya lo era en 2190, Anno Domini.
—Supongo que sí. Pero yo no… no me di cuenta. Volvamos a la Tierra.