CAPÍTULO 1
REACTISTA

I

Había una vez un hombre muerto.

Llevaba doscientos años esperando dentro de un ataúd, debidamente etiquetado, con una cubierta exterior de nitrógeno líquido. Su cuerpo congelado estaba plagado de brotes cancerosos, igualmente congelados. Había estado gravemente enfermo.

Esperaba a que la ciencia médica hallara una cura para él.

Pero aguardaba en vano. Aunque ya era posible curar casi todas las variedades del cáncer, aún no existía remedio para restaurar los billones de paredes celulares rotas por los cristales de hielo en expansión. Él había decidido correr ese riesgo. Era una apuesta. ¿Por qué no? Cuando la aceptó se encontraba ya al borde de la muerte.

Más tarde existió un joven criminal. Su nombre ha sido olvidado y su delito es un secreto, pero debió de ser gravísimo, pues como castigo el Estado eliminó su personalidad. Como consecuencia, quedó muerto: caliente, respirando e incluso racionalmente sano, pero vacío. El Estado sabía dar utilidad a los hombres vacíos.

Corbell despertó en una mesa dura, dolorido, como si hubiera dormido demasiado tiempo en la misma posición. Contempló sin curiosidad el blanco techo. Hacia él flotaron recuerdos de un ataúd doble, de sueño, de dolor.

El dolor había desaparecido.

Se incorporó inmediatamente. Y extendió bruscamente los brazos en busca de equilibrio. Todo parecía estar al revés: los brazos no se movían como era debido, el cuerpo era demasiado liviano, la cabeza era un bulto extraño sobre un cuello delgado. Buscó frenéticamente asirse a algo, y acabó por apoyarse en un joven rubio que vestía bata blanca. Pero su manotazo no dio en el blanco: sus brazos eran más cortos de lo que pensaba. Cayó de costado; sacudió la cabeza y volvió a sentarse, esta vez con más cuidado.

Los brazos. Escuálidos, huesudos… y ajenos.

—¿Se siente bien? —preguntó el hombre de la bata.

—Sí —respondió Corbell.

«Dios mío, ¿qué me han hecho? Creía estar preparado para cualquier cosa, pero esto…». Trató de dominar el pánico que se adueñaba de él. Tenía la garganta enmohecida, pero por lo demás estaba bien. No cabía duda de que aquel cuerpo era de otra persona, pero al parecer no tenía cáncer.

—¿Qué fecha es? ¿Cuánto tiempo ha pasado?

Recuperación rápida. El supervisor le asignó un punto a su favor.

—Año 2190, según su sistema. No hace falta que se preocupe por el nuestro.

Aquello no sonaba demasiado bien. Corbell, cautamente, optó por reemplazar la pregunta más obvia, «¿Qué me ha pasado?», por otra:

—¿Por qué?

—Porque no se unirá a nuestra sociedad.

—¿No? Y entonces, ¿qué?

—Tenemos varias profesiones a su disposición, pero sus posibilidades son limitadas. Si ninguna de ellas le convence, probaremos con otro.

Corbell se sentó en el borde de aquella dura mesa de operaciones. Su cuerpo parecía más joven, más flexible, decididamente más delgado y no muy limpio. Lo más evidente era la ausencia de dolor en el abdomen cuando se movía.

—¿Y qué pasará conmigo? —preguntó.

—Ésa es una pregunta que nunca supe contestar. Digamos que es un problema metafísico —respondió el supervisor—. Permítame que le explique en detalle lo que le ha ocurrido hasta ahora; usted se encargará del resto.

Érase un hombre vacío. Respiraba aún, y gozaba de una salud parecida a la de la mayor parte de aquella sociedad, en el año 2190. Pero estaba vacío. Los esquemas eléctricos del cerebro, los atareados senderos del reflejo nervioso, los recuerdos, la persona en sí había sido eliminada como castigo por un delito innombrable.

Y érase también aquella cosa congelada.

—Las cintas grabadas los llamaban «cuerposiclos» —observó el hombre rubio—. Nunca entendí qué significaba eso.

—Viene de popsicle, la marca de un refresco congelado.

El mismo Corbell había empleado esa palabra antes de convertirse en uno de ellos, en un cuerposiclo, un cadáver congelado.

Y dentro del cadáver, congelados, había esquemas eléctricos que se podían grabar. El proceso calentaba el cerebro, destruyendo así la mayor parte de esas ondas; pero eso no importaba mucho, pues también había que hacer otras cosas.

La personalidad no reside por entero en el cerebro; allí se concentra el ácido ribonucleico de la memoria, pero a la vez se distribuye por los nervios y la sangre. En el caso de Corbell había que extirpar los brotes de cáncer. Después se podía extraer el ARN (ácido ribonucleico) de lo que restaba. Corbell comprendió que de aquella operación no debía salir nada parecido a un ser humano, sino una especie de puré sanguinolento.

—Lo que hemos hecho con usted —dijo el supervisor— no es algo que pueda repetirse. Es su única oportunidad. Si no nos sirve, lo daremos por terminado y probaremos con otro. Las criptas están llenas de cuerposiclos.

—Es decir, eliminarán mi personalidad —observó Corbell, vacilando—. Pero yo no he cometido ningún crimen. ¿Es que no tengo derechos?

El supervisor permaneció un momento atónito. Después se echó a reír.

—¿No se lo expliqué? El hombre que usted cree ser murió. El testamento de Corbell fue leído hace mucho tiempo. Su viuda…

—¡Maldición, dejé dinero para mí mismo!

—No sirvió de nada.

Aunque el hombre seguía sonriendo, su rostro era impersonal, remoto, inalcanzable. Sonreía del mismo modo que el veterinario sonríe al gato que va a sacrificar.

—Los muertos no pueden poseer bienes —dijo—. Los tribunales lo ratificaron hace ya mucho tiempo. No era justo para con los herederos.

Corbell dirigió el pulgar —inesperadamente huesudo— a su pecho.

—¡Pero ahora estoy vivo!

—Legalmente, no. Tiene que ganarse la nueva vida. El Estado le proporcionará certificado de nacimiento y carta de ciudadanía, pero siempre que usted le dé motivos para ello.

Corbell permaneció un momento inmóvil mientras lo asimilaba. Después bajó de la mesa.

—Muy bien. Empecemos en seguida. ¿Qué quiere saber de mí?

—Su nombre.

—Jerome Branch Corbell.

—A mí puede llamarme Pierce.

El supervisor no le tendió la mano. Corbell tampoco lo hizo, tal vez porque no creía obtener respuesta, o quizá porque a los dos les hacía falta un buen baño.

—Soy su supervisor —prosiguió Pierce—. ¿Le gusta la gente? Es sólo una pregunta. Luego le someteremos a tests más detallados.

—Me llevo bien con los que me rodean, pero me gusta la intimidad.

—Eso limita las cosas más de lo que usted imagina —respondió el supervisor, frunciendo el ceño—. El aislamiento que usted llama «intimidad» fue… bueno, un capricho pasajero. No tenemos lugar para eso…, ni inclinación. No podemos enviarle a un planeta de colonización…

—Yo sería un buen colono. Me gusta viajar.

—Pero como reproductor sería espantoso. Recuerde que los genes no son suyos. Sólo tiene una posibilidad, Corbell: ser un reactista.

—¿Reactista?

—Temo que sí.

—Es la primera palabra desconocida que le oigo decir desde que desperté. A propósito, ¿es que el idioma no ha cambiado en nada? Ni siquiera le noto acento extraño.

—Es parte de mi profesión. Aprendí a hablar como ustedes a través de un adiestramiento por ARN, hace ya muchos años. Usted aprenderá su oficio de la misma manera, si es que es apto para ello. Se sorprenderá cuando vea la rapidez con que se aprende con ayuda de las inyecciones. Ojalá sea cierto que le gusta la intimidad. Y también viajar. ¿Sabe obedecer órdenes?

—Estuve en el ejército.

—¿Y eso qué significa?

—Que sí.

—Bien. ¿Le gustan los lugares exóticos y la gente extranjera, o más bien lo contrario?

—Ambas cosas —respondió Corbell con una sonrisa llena de esperanzas—. He construido edificios en todo el mundo. ¿No les haría falta un arquitecto?

—No. ¿Cree que el Estado le debe algo?

A eso sólo cabía una respuesta:

—No.

—Pero se hizo congelar. Debió creer que el futuro le debía algo.

—En absoluto. Fue una apuesta. Me estaba muriendo.

—Ah —exclamó el supervisor, observándole pensativamente—. Tal vez si hubiese creído en algo no le habría importado tanto la muerte.

Corbell no respondió.

Le sometieron a un test de asociación de palabras, en inglés. Aquello le hizo suponer que la mayor parte de los cuerposiclos provenían de su propia época, alrededor de 1970. Le tomaron una muestra de sangre, le hicieron practicar gimnasia hasta dejarle exhausto y volvieron a tomar una muestra. Probaron su resistencia al dolor por medio del estímulo nervioso directo —algo horriblemente ingrato— y de nuevo tomaron otra muestra de sangre. Le dieron un rompecabezas chino para que lo desarmara.

Pierce le informó después que las pruebas habían concluido.

—Después de todo, ya conocíamos su estado de salud.

—¿Para qué tomaron entonces tantas muestras de sangre?

—Adivínelo —dijo el supervisor, tras una pausa.

Ante aquella mirada, Corbell tuvo la escalofriante sensación de que en esa respuesta se jugaba la vida. Tal vez sólo se debía a las afiladas facciones del supervisor, a sus helados ojos azules, a esa abstracta sonrisa. Pero aun así… Pierce le había estado observando en el transcurso de todas las pruebas, estudiándole como si su conducta fuera un reflejo de lo que él pensaba. Corbell meditó largo rato antes de responder:

—Quiere conocer mi capacidad de aguante antes de darme por vencido. Analizando las muestras de sangre, la adrenalina y las toxinas puede averiguar hasta qué punto estoy dolorido y cansado.

—Así es —respondió el supervisor.

Corbell había sobrevivido otra vez.

En la prueba de resistencia al dolor había estado tentado de ceder mucho antes, pero en cierto momento Pierce había mencionado que Corbell era el cuarto cuerposiclo que probaban en aquel cuerpo vacío.

Recordó aquella noche en que se acostó por última vez, hacía ya doscientos veinte años.

Su familia y sus amigos estaban junto a él, en actitud de duelo. Había elegido su ataúd, había pagado por su puesto en la cripta y su último testamento estaba ya firmado. Sin embargo, aquello no parecía la muerte. Le dieron una inyección. El dolor eterno se perdió en una suave neblina. Se durmió.

Se desvaneció pensando en el futuro, en donde despertaría. Una cripta hacia lo desconocido. ¿Gobierno internacional? ¿Viajes interplanetarios? ¿Energía atómica? ¿Ropas extrañas, tatuajes, nudismo? ¿Nuevos principios en arquitectura, casas flotantes?

¿O acaso superpoblación, pobreza, combustibles agotados y energía provista por mano de obra barata? Había tenido en cuenta todo eso, pero no le preocupaba. Un mundo pobre no podría darse el lujo de despertarle. El mundo con que soñaba en esos momentos era un planeta rico, capaz de concederse el capricho de rescatar a J. B. Corbell.

Al parecer, no iba a ver mucho de ese mundo. Alguien le llevó a otra parte en cuanto las pruebas hubieron concluido: era un guardián de manos carnosas que le cogió con fuerza por el enflaquecido antebrazo. Si Corbell hubiera pensado en la huida, aquella mano habría sido tan efectiva como un grillete de hierro.

El guardián le condujo por una escalera estrecha hasta el tejado. El sol del mediodía relumbraba en un cielo azul y le daba un tono amarillo, parduzco hacia el horizonte. En algunos sectores del tejado crecían hileras muy apretadas de plantas verdes. Por todas partes aparecían láminas de un material vidrioso expuestas al sol. Corbell pudo echar una breve mirada al mundo al pasar por un puente extendido entre dos tejados. Era una ciudad de edificios compactos, todo en un frío estilo cubista.

Corbell, a una altura vertiginosa, se encontró sobre una angosta franja de cemento sin indicios de barandilla. Quedó petrificado. Dejó de respirar.

El guardia no dijo palabra. Se limitó a tirarle del brazo, sin mucha fuerza, y esperó. Reunió coraje y siguió caminando.

La habitación estaba repleta de literas: dos filas de literas con un pasillo central. La luz era fría y artificial. Sin embargo, era mediodía. ¿Pretendían que se acostara a dormir? De cualquier modo, los cambios de horario nunca le habían causado molestias.

La habitación era grande, muy grande; cabían mil literas. La mayor parte de ellas estaban ocupadas. Unos pocos levantaron sin gran interés la cabeza, mientras el guardia indicaba a Corbell la cama que le correspondía. Era la inferior de un grupo de seis; el arquitecto tuvo que ponerse de rodillas y gatear hasta allí. La ropa de cama era muy extraña; sedosa, suave, casi resbaladiza, constituía el único toque de lujo en aquel lugar. Pero no había sábana superior, nada con qué cubrirse. Se acostó de lado, contemplando el dormitorio casi desde el piso. Al fin pudo permitirse un pensamiento:

Estoy vivo.

Un poco antes podría haber constituido una distracción fatal; por eso había estado conteniéndolo.

¡Lo logré! ¡Estoy vivo! Y además soy joven. Eso ni siquiera estaba en el contrato.

Pero había otra idea que se negaba a permanecer oculta: ¿Quién es el que está vivo? ¿Alguna especie de combinación? ¿Un criminal rehabilitado con la ayuda de algún instrumento para lavar cerebros, por medios eléctricos y químicos? No; J. B. Corbell está vivo. Y en perfectas condiciones, aunque algo confuso.

En otros tiempos había mostrado una rara habilidad: podía dormir en cualquier momento, en cualquier lugar. Pero en ese instante el sueño era algo muy lejano. Se fijó en todo, tratando de aprender.

En aquella habitación había tres cosas que le llamaban la atención. Una era el hedor. Por lo visto, los perfumes y los desodorantes habían sido también un capricho pasajero. Pierce parecía que hacía mucho que no se bañaba. Lo mismo ocurría con aquella nueva y perfeccionada versión de Corbell. Y en aquella habitación, el olor resultaba muy fuerte.

La segunda eran las literas para el amor: eran cuatro, dispuestas en un plano vertical, de anchura doble y provistas de colchones más gruesos. No servían para dormir, sino para hacer el amor. Y lo más sorprendente es que permanecían al descubierto, sin siquiera una cortina de gasa que las ocultara.

Con los baños ocurría lo mismo.

¿Cómo podían vivir así?

Corbell se frotó la nariz y dio un respingo. Inmediatamente se enfadó por haberse sorprendido. Su propia nariz era grande, carnosa y algo informe; la que acababa de rascarse automáticamente, en cambio, era pequeña, angosta, de tabique recto y afilado. Era muy probable que se acostumbrara al olor y a todo lo demás antes de habituarse a esa nariz.

Al fin se quedó dormido.

Algo después del atardecer, un guardia vino a buscarle. El hombre, moreno y corpulento, de cara ancha e inexpresiva y vestido de gris, no parecía dispuesto a malgastar saliva. Buscó la litera de Corbell, le sacó de ella tirándole de un brazo y se lo llevó a trompicones. El arquitecto se encontró ante Pierce sin estar aún completamente despierto.

—¿Es que no hay nadie que hable inglés? —preguntó, fastidiado.

—No —respondió el supervisor.

Pierce y el guardia llevaron a Corbell hasta un cómodo sillón situado frente a una pantalla amplia y curvada. Le pusieron un par de auriculares acolchados. En un estante por encima de su cabeza colocaron una botella de plástico llena de cierto fluido claro. Corbell vio que de ella salía un tubo, también de plástico, que acababa en una aguja hipodérmica.

—¿Es mi desayuno?

Pierce no apreció su sarcasmo.

—Recibirá una comida cada día, después del aprendizaje y del ejercicio.

Insertó la aguja en el brazo de Corbell y cubrió la zona con algo similar a un trozo de gasa. Corbell lo observaba todo sin emoción. Si alguna vez había temido a las agujas, los meses de dolor y de cáncer le habían quitado todo temor. Desde entonces una aguja representaba una tregua, la ausencia del sufrimiento.

—Fíjese bien —dijo Pierce—. Esta perilla controla la velocidad. El volumen viene regulado por su capacidad auditiva. Puede repetir una vez más lo que le resulte confuso. Y no se preocupe por el brazo; el tubo no se soltará.

—Antes quería preguntarle algo, pero no recordaba la palabra. ¿Qué es un reactista?

—Un piloto de naves estelares.

Corbell miró atentamente la cara del supervisor, sin sacar nada en limpio.

—¿Está bromeando?

—No. Y ahora, aprenda.

El supervisor encendió la pantalla de Corbell y se marchó.

II

Un reactista era un piloto de naves estelares.

Las naves estelares eran estatorreactores Bussard. Captaban el hidrógeno interestelar en redes inmateriales de fuerza electromagnética, lo comprimían y lo conducían hasta un apretado anillo de campos energéticos, donde ardía en fuego de fusión. Potencialmente, no había límite para la velocidad de un estatorreactor Bussard. Las naves eran tremendamente poderosas, tremendamente complejas, tremendamente caras.

A Corbell le parecía increíble que el Estado confiara tan valiosa y devastadora masa de poder a un solo hombre, ¡y a un hombre que llevaba muerto dos siglos! ¡Caramba! Corbell era arquitecto, no astronauta. No sabía que el concepto de estatorreactor Bussard fuera anterior a su muerte. Todo su interés por los vuelos espaciales se había reducido hasta entonces a contemplar por televisión los vuelos de los «Apolo XI» al «XIII».

Y ahora su vida dependía de su carrera como «reactista». No lo ponía en duda. Y por eso aquel día permaneció frente a la pantalla, con los auriculares puestos, durante catorce horas seguidas. Temía que le sometieran a un examen.

No todo lo que debía aprender le fue comprensible, pero tampoco tuvo que someterse a examen.

Al segundo día comenzó a sentirse interesado. Al tercero estaba fascinado: captaba intuitivamente cosas que hasta entonces le habían sido incomprensibles: la relatividad, la teoría magnética, la matemática abstracta. ¡Era maravilloso! Y dejó de preguntarse por qué razón el Estado había elegido a Jerome Corbell. Siempre se hacía de ese modo. Era lógico, desde todo punto de vista.

La carga útil de una nave estelar es reducida, y su duración supera el promedio de vida humana. El sistema de mantenimiento vital —aun para un solo hombre— ocupaba una excesiva proporción de la carga útil; el resto debía ser utilizado para las sondas biológicas. Era imposible incluir a más de una persona en la tripulación.

Un ciudadano leal y capaz no sería un buen solitario. De todos modos, ¿por qué enviar a un ciudadano? Los tiempos cambiarían drásticamente antes de que la nave sembradora pudiera volver a la Tierra. El mismo Estado en sí podía alterarse hasta lo irreconocible. El reactista, al retornar, debería adaptarse tal vez a una cultura completamente extraña. No había modo de prever cómo sería.

¿Por qué entonces no escoger a un hombre que había elegido ya someterse a una cultura diferente? ¿A un hombre cuya propia cultura había desaparecido doscientos años antes de que el viaje se iniciara? Un hombre, además, que debía su vida al Estado.

El adiestramiento por ARN era sumamente efectivo. Corbell dejó de maravillarse por la actitud desapasionadamente posesiva de Pierce y empezó a considerarse como una propiedad del Estado, en proceso de preparación para cumplir con ciertos fines.

Y aprendía. Devoraba los textos microfílmicos como si le fueran familiares. El proceso era embriagador. Acabó por convencerse de que podría reconstruir por entero una nave sembradora con la sola ayuda de sus manos, siempre que dispusiera de las piezas precisas. Siempre le habían gustado los números, pero hasta entonces las matemáticas abstractas habían sido algo fuera de su alcance. La teoría de campos, las ecuaciones de monopolo, el diseño de circuitos. Cuándo debía sospecharse la presencia de una fuente gravitatoria, cómo localizarla, sacarle provecho, esquivarla…

La silla de aprendizaje era toda su vida. El resto del tiempo —ejercicios, cena, sueño— parecía algo borroso y carente de interés.

El cuarto en que hacía gimnasia junto con otras veinte personas, era demasiado pequeño para ese propósito. Los demás, al igual que Corbell, eran flacos, en agudo contraste con los corpulentos y morenos guardias. Siguiendo las instrucciones de uno de ellos, corrían sin moverse del lugar —porque no había espacio para más— o formaban apretadas hileras para ejecutar saltos en tijera y distintos tipos de flexiones.

Después de una tanda de catorce horas en aquella silla de aprendizaje, Corbell solía disfrutar de aquellos saltos. Obedecía las órdenes. Y se preguntaba qué sería el palo sujeto a la cintura de los guardias. Parecía un bastón de vigilante. Podía ser sólo eso… pero tenía un orificio en un extremo. Corbell nunca trató de averiguar para qué servía.

A veces veía a Pierce durante la sesión de gimnasia. Pierce y los que atendían las sillas de aprendizaje pertenecían a un tercer tipo de persona: bien alimentados, en buenas condiciones, pero al borde de la obesidad. A Corbell le recordaban el antiguo tipo norteamericano.

Pierce le contó algo sobre las demás profesiones disponibles para los criminales reprogramados con cuerposiclos. Trabajos físicos: cultivos intensivos a mano, camareros, artesanía. Cualquier tarea repetitiva de aprendizaje sencillo. ¡Y qué horarios! Los cuerposiclos debían trabajar catorce horas al día. ¡Y en qué condiciones!

En verdad, su propia situación no era muy distinta. Catorce horas de estudio, una hora de gimnasia violenta, una hora para comer y ocho horas de descanso en un dormitorio constituido por dos sólidos muros de gente.

—¡Hora de trabajar, hora de comer, hora de dormir! ¡Siempre codo contra codo! ¡Pobres diablos! —dijo a Pierce—. ¿Qué clase de vida es ésta?

—Eso les permite pagar lo antes posible su deuda para con el Estado. Sea razonable, Corbell. ¿Qué iban a hacer los cuerposiclos con su tiempo libre? No tienen vida social; tienen que aprenderla de los ciudadanos. Muchos de los trabajos forzados involucran la proximidad con ciudadanos.

—¿Para que puedan observar a los mejores mientras trabajan? Ésa no es forma de aprender. Haría falta… tengo la impresión de que llevaría varias décadas.

—La ciudadanía suele ganarse con treinta años de servicios. Eso le concede el derecho a trabajar, es decir, a un sueldo básico garantizado con el que pueden comprarse inyecciones y películas educativas. Y los servicios médicos son impresionantes. Vivimos mucho más que ustedes, Corbell.

—Pero, mientras tanto, ellos trabajan como esclavos. De cualquier modo, nada de esto se aplica a mí.

—No, claro que no. Pero se equivoca al decir que trabajan como esclavos, Corbell. Los esclavos no pueden renunciar. Aquí, en cambio, uno puede cambiar de ocupación cuantas veces quiera. Hay una evidente libertad de elección.

Corbell se estremeció al decir:

—Cualquier esclavo puede suicidarse.

—Y un cuerno —dijo claramente el supervisor; el único acento que podía notarse residía precisamente en la exactitud de su pronunciación—. Jerome Corbell ha muerto. Podríamos haberle dado el esqueleto intacto para que lo guardara como recuerdo.

—No lo dudo… —Corbell se imaginó limpiando afectuosamente sus propios huesos. Pero ¿dónde habría podido guardarlos? ¿En su litera?

—Usted es un criminal que ha sido sometido a lavado de cerebro. Con toda justicia, podría agregar. El delito cometido le ha costado la ciudadanía, pero aún tiene derecho a cambiar de profesión. Bastaría con que pidiera otro… ¡ejem!… otro curso de rehabilitación. ¿Qué esclavo puede cambiar de trabajo a voluntad?

—Sería más o menos como morir.

—Tonterías. Es como acostarse para dormir, nada más. Cuando uno despierta tiene recuerdos distintos.

El tema no era agradable. A partir de entonces Corbell trató de evitarlo. Pero era imposible evitar las charlas con el supervisor; Pierce era el único hombre del mundo con el que se le permitía hablar. Si un día no se presentaba, se sentía furioso y frustrado.

En cierta ocasión preguntó por las fuentes gravitatorias, y agregó:

—En mi época no se conocían.

—Claro que sí. Las estrellas de neutrones y los sacos de carbón. Hacia 1970 habían localizado ya varios púlsares y sabían explicar su extinción en términos matemáticos. En su curso, deberá vigilar la existencia de algún púlsar extinguido. No se preocupe por los sacos de carbón; no hay ninguno cerca de su ruta.

—De acuerdo.

Pierce le miró algo divertido.

—Usted no sabe gran cosa sobre su propia época, ¿verdad?

—¡Hombre, yo era arquitecto! ¿Qué podía saber de astrofísica? No disponíamos de estas técnicas pedagógicas —eso le hizo recordar algo—. Pierce, usted dijo que había aprendido inglés con inyecciones de ARN. ¿De dónde provino el ácido?

Pierce sonrió y le dejó solo.

Le quedaban pocos recuerdos, y eso era algo que casi había que agradecer. Pero muy ocasionalmente, mientras yacía despierto en su litera escuchando el susurro de los mil durmientes y los sonidos distintos de las literas para el amor, recordaba… a alguien. No importa a quién.

Al principio era Mirabelle. Siempre Mirabelle. Mirabelle al timón, mientras navegaban cerca del puerto de San Pedro: bronceada, la cara limpia, riendo, con sus gafas extravagantemente grandes. Mirabelle, ya mayor y acusando los meses de tensión, despidiéndose de él en el… funeral. Mirabelle durante la luna de miel. Habían crecido juntos durante veintidós años, como dos ramas de un mismo árbol que se desarrollan en contacto.

Sin embargo, cuando pensaba en ella la imaginaba muerta desde hacía doscientos años. También su sobrina habría muerto, aunque él y Mirabelle apenas la habían visto después de su fiesta de quince años, pues por esa época los dolores habían arreciado. Y su hija, Ann, y los tres nietos que él dejara tan pequeños. Quienquiera que acudiese a su recuerdo, todos estaban muertos. Todos menos él.

Corbell no quería morir. Tenía una excelente salud y veinte años menos que en el momento de su muerte. El adiestramiento de reactista le resultaba fascinante. Si al menos dejaran de tratarle como a un objeto…

Corbell había estado en el ejército hacía veinte años. Es decir, doscientos cuarenta años. Allí aprendió a obedecer órdenes, pero nunca le gustó. En aquel entonces le molestaba su condición de inferioridad, pero ningún oficial de los que había conocido le creía tan absolutamente inferior como Pierce y sus guardias. El supervisor jamás repetía una orden, ni siquiera parecía admitir que Corbell pudiera negarse. Él sabía lo que iba a ocurrirle en este caso. Y Pierce sabía que él lo sabía.

Aquella atmósfera era más propia de un cementerio que de un ejército.

Deben creer que soy un «zombie».

Corbell prefirió no insistir en ese pensamiento. Era un cadáver vuelto a la vida, pero no por completo. ¿Qué habrán hecho con el esqueleto? ¿Incinerarlo?

La vida no era agradable. Su condición de ciudadano inferior le fastidiaba. No tenía nadie con quien hablar excepto Pierce, a quien empezaba a odiar. La sensación de hambre era casi constante. La única comida diaria le llenaba el estómago, pero no por mucho tiempo. No era de extrañar que hubiera despertado tan flaco.

Vivía, cada vez más, en la silla de aprendizaje. Allí era reactista; su impotencia se transformaba en omnipotencia. ¡El hombre estelar! Cabalgaba el fuego que alimenta los soles, destilaba combustibles del mismo espacio, extendía, a modo de alas, grandes campos electromagnéticos sobre varios kilómetros…

Dos semanas después de que el Estado le hubiera despertado de entre los muertos, Corbell aprendió la ruta.

La silla en que estaba recostado no era precisamente anatómica. La solución de ARN entraba en él gota a gota. Ya no sentía la aguja. La pantalla de aprendizaje presentaba un mapa de la ruta dibujada en líneas verdes, en un espacio tridimensional. Corbell se preguntó cómo lograban ese efecto.

La escala se redujo ante sus ojos.

Dos burbujas diminutas y una bola reluciente rodeada por una corona débilmente luminosa. Esta parte de la ruta le era ya conocida. Un acelerador lineal le lanzaría desde la Luna, propulsándole a la velocidad de un estatorreactor Bussard, en dirección al Sol. La gravedad solar aumentaría su velocidad, a la vez que los campos electromagnéticos captarían y quemarían el viento solar. Luego hacia afuera, todavía acelerando.

La escala volvió a reducirse terriblemente en la pantalla de aprendizaje; las distancias estelares eran sobrecogedoras, aterrorizaban. La estrella de Van Maanan se encontraba a doce años-luz.

Hacia la mitad del trayecto, algo más allá, iniciaría la desaceleración. No sería tarea fácil. Debía aminorar la marcha lo suficiente para que le permitiera soltar las sondas biológicas, pero no demasiado, pues podría quedar por debajo de la velocidad estatorreactora. Además, tendría que emplear la masa de Van Maanan para variar su dirección. Y no había margen de error.

Después, hacia el próximo blanco, aún más lejano. Corbell observaba… y aprendía… Y era como si una parte de él lo hubiera sabido todo desde el comienzo, mientras la otra se asombraba ante las distancias. Diez estrellas, todas enanas, amarillas, similares al Sol, separadas entre sí por un promedio de quince años-luz. Él cruzaría un abismo de cincuenta y dos años-luz, alcanzando casi la velocidad fótica. Cosa extraña: el efecto del estatorreactor Bussard mejoraría a esa velocidad. Podía aprovechar el mayor flujo de hidrógeno para cerrar los campos hacia la nave, intensificándolos.

Diez estrellas en un sendero cerrado: un anillo torcido e irregular que le conduciría de regreso al sistema solar, hacia la Tierra. Se aprovecharía del tiempo transcurrido a velocidades cercanas a la de la luz. Aunque en la Tierra habrían pasado trescientos años, Corbell habría vivido tan sólo doscientos años según el tiempo de la nave, cosa que aún requería alguna técnica para suspender la actividad vital.

No reparó en eso la primera ni la segunda vez, pero el programa didáctico involucraba la repetición. No se dio cuenta hasta después, cuando se dirigía a la sala de gimnasia.

¿Trescientos años?

¡Trescientos años!

III

No era de noche, en verdad. En el exterior debía estar cayendo la tarde. Adentro, el dormitorio estaba, como siempre, fríamente iluminado, apenas lo suficiente para poder leer… en caso de que hubiera libros allí. No había ventanas.

Corbell habría debido estar durmiendo. Cada minuto que pasaba en el dormitorio con los ojos abiertos era un suplicio. Casi todos los demás dormían ya, pero una pareja hacía ruidosamente el amor en una de las literas dobles. Algunos hombres permanecían acostados de espaldas, con los ojos abiertos. Dos mujeres hablaban en voz baja. Corbell no entendía aquel idioma; no había logrado encontrar a nadie que hablara inglés.

Su nostalgia rozaba ya la desesperación.

Los primeros días habían sido los peores. Ya no percibía el hedor. Si lo tenía en cuenta, podía olfatear los rastros de seres humanos por billones. Por lo demás, formaba parte del fondo, como los ruidos.

Pero las literas del amor seguían perturbándole. Solía observar a los que las usaban. Y cuando se obligaba a no observar, escuchaba. No podía evitarlo. Sin embargo, había rechazado por dos veces la invitación (por señas) de una menuda morena, de pelo revuelto y carita de elfo. ¿Hacer el amor en público? Para él era imposible.

Sin embargo, si bien podía evitar el uso de las literas para el amor, no ocurría lo mismo con los inodoros abiertos. Era embarazoso. La primera vez sólo lo consiguió manteniendo la vista fija en sus pies. Cuando se subió la ropa y levantó los ojos descubrió que varios de los durmientes le estaban mirando con patente regocijo. Eso podía deberse a su timidez o a la forma en que dejaba caer sus ropas hasta los tobillos; o quizá no era su turno. Había un cierto orden jerárquico establecido por el mismo grupo que determinaba quiénes podían utilizar los inodoros en primer lugar, y él todavía no había logrado captarlo con precisión.

Corbell deseaba volver a su mundo.

La idea era ilógica. Su mundo había desaparecido, y él mismo habría seguido el mismo destino de no ser por las criptas para cuerposiclos. De cualquier modo, la lógica no le era útil en ese caso. Quería volver a su mundo. Con Mirabelle. A cualquier parte: Roma, San Francisco, Kansas, Brasilia… Había vivido en todos esos sitios; todos eran diferentes, pero todos eran su mundo. En cualquier parte se había sentido como en su casa, menos allí; nunca lo conseguiría.

Además, le quitarían también ese allí, ese mundo de cuatro cuartos y dos techos, de gente hacinada y total esclavitud; ese mundo que ni siquiera le mostraban habría desaparecido cuando él volviera de las estrellas.

Corbell se volvió de costado y ocultó la cara entre los brazos. Si no dormía, al día siguiente se sentiría aturdido. Tal vez pasara por alto algo esencial. Hasta el momento no habían sometido a prueba su adiestramiento. Todavía no… Todavía no…

Dormitó.

Despertó súbitamente, incorporado sobre un codo y tratando de captar un pensamiento huidizo. ¡Ah! ¿Por qué no me han intrigado hasta ahora las sondas biológicas?

Un momento más tarde se formuló la pregunta: ¿Qué son las sondas biológicas? Pero lo intrigante radicaba en el hecho de que nunca le hubieran intrigado.

Sabía qué eran y dónde estaban. Eran cilindros gruesos y pesados, dispuestos en torno al perímetro de la nave estelar. Había diez sondas, y cada una pesaba casi tanto como el sistema de mantenimiento vital de Corbell. Conocía la distribución de esa masa. Conocía el sistema de grapas que las sujetaba al casco y era capaz de manejarlas o de reparar en las grapas distintos tipos de averías. Sabía también, o casi, a dónde debían ir las sondas después de que las soltara; lo tenía en la punta de la lengua…; todo hacía suponer que el dato estaba en las inyecciones de ARN, pero que aún no le habían dado instrucciones.

Sin embargo, no sabía para qué servían esas sondas.

Entonces comprendió que lo mismo ocurría con la totalidad de la nave. Sabía cuanto era necesario saber sobre una nave sembradora, pero nada en absoluto sobre los otros tipos de naves interestelares, ni sobre los viajes espaciales, ni de los vehículos diseñados para permanecer en órbita. Sabía que le lanzarían desde la Luna por medio de un acelerador lineal. Conocía el diseño del acelerador y hasta podía verlo: eran trescientos cincuenta kilómetros de anillos puestos de punta a través de un mar selenita nivelado. Sabía qué hacer si algo fallaba durante el lanzamiento. Y eso era todo lo que sabía con respecto a la Luna, a sus instalaciones y a su conquista, aparte de lo que había visto por televisión hacía ya doscientos años.

¿Qué estaba ocurriendo allá fuera? En las dos semanas transcurridas desde su llegada (¿despertar?, ¿creación?) había visto cuatro cuartos y dos techos; había entrevisto apenas un paisaje urbano rectilíneo, desde un puente, y había hablado con un solo hombre que no mostraba el más mínimo interés en decirle nada. ¿Qué había pasado en doscientos años?

¿Quiénes eran aquellos hombres y mujeres que dormían a su alrededor? ¿Por qué estaban allí? Ni siquiera sabía si se trataba de cuerposiclos o de contemporáneos. Contemporáneos, probablemente; ninguno de ellos parecía extrañado ante aquellas instalaciones.

Corbell había construido edificios en muchos lugares extraños, pero nunca había actuado a ciegas; se había preocupado del idioma y de las costumbres antes de emprender un viaje. Allí no tenía en dónde asirse, ni siquiera un punto de partida. Estaba perdido.

¡Oh, si al menos tuviese con quien hablar!

Aprendía a enormes tragos, asimilando conocimientos tan profundos que hasta entonces no se había dado cuenta de la rigidez de su orientación; el Estado le estaba enseñando tan sólo aquello que debía saber. Cada información se encaminaba directamente hacia su profesión: reactista.

El razonamiento estaba a la vista. Él estaría ausente durante varios siglos. ¿De qué le serviría, pues, aprender la tecnología, las costumbres o la política de esa época? Ya encontraría bastantes problemas a su regreso… si es que regresaba. Y, a propósito, ¿quién le había enseñado a llamar Estado al gobierno? ¿Cómo había llegado a creerlo todopoderoso? Nada sabía sobre su poder y su extensión. Tenía que deberse al adiestramiento por ARN. Junto con la información, recibía actitudes subconscientes que le resultaban inalcanzables. Aquello le ponía piel de gallina. ¡Le estaban cambiando nuevamente!

Era natural. Por eso el Estado no tenía ningún inconveniente en confiarle una nave sembradora. ¡Le estaban infundiendo el patriotismo y la fidelidad al Estado mediante una aguja de plata!

Había perdido a su gente y a su mundo. También iba a perder ése. Según Pierce, se había perdido ya cuatro veces a sí mismo. Un delincuente condenado había sufrido el lavado de cuatro personalidades. Y el maldito esqueleto de Corbell habría servido seguramente para abonar la tierra. Pero había algo peor: el que sus creencias y motivaciones se perdieran poco a poco en una solución de ARN mientras el Estado le convertía en reactista.

No le quedaba nada suyo, nada personal.

En el siguiente período de aprendizaje no vio a Pierce. Daba lo mismo; estaba algo aturdido. Cenó a la manera de los hambrientos, como de costumbre. Después volvió al dormitorio, rodó hasta su litera y se durmió instantáneamente.

Al día siguiente, durante el período de estudio, levantó la vista y descubrió que Pierce le estaba observando. Parpadeó para liberarse de una buena cantidad de datos sobre el sistema eyector que suministraba plasma para la planta interna de fusión, que era también fuente energética de emergencia, y preguntó:

—Pierce, ¿qué es una sonda biológica?

—Suponía que ya se lo habrían enseñado. Sabe qué se hace con las sondas, ¿verdad?

—El dispositivo de aprendizaje me enseñó los procedimientos hace dos días. Disminuir la velocidad en ciertos sistemas, anular los campos, soltar una sonda y volver a acelerar.

—¿No tiene que apuntarlas?

—No. Supongo que se apuntan solas. Pero debo soltarlas por debajo de cierta velocidad para que no caigan a través de todo el sistema.

—Sorprendente; deben hacer el resto por sí mismas —observó Pierce, meneando la cabeza—. Parece increíble. Bien, Corbell; las sondas se dirigen hacia un planeta de atmósfera escasa, que por lo demás presenta características similares a las de la Tierra. En esta región de la galaxia superan a los planetas oxigenonitrogenados en una proporción de tres a uno, y creo que también es así en las demás regiones, como ha de saberlo usted si ya se había descubierto en su época.

—Pero ¿para qué sirven las sondas?

—Son compactos biológicos. Diez o doce especies distintas de algas. Se trata de convertir una atmósfera escasa en atmósfera oxigenada, tal como lo hicieron las especies fotosintéticas en la Tierra hace quince veces diez años a la octava potencia.

El supervisor esbozó una sonrisa. Su pequeña y angosta boca no estaba hecha para expresar grandes emociones.

—Usted es parte de un gran proyecto —dijo.

—¡Dios mío! ¿Cuánto tiempo llevará?

—Alrededor de cincuenta mil años, según los cálculos. Naturalmente, jamás tendremos oportunidad de comprobarlo.

—¡Dios! ¿De veras piensa que el Estado durará tanto? ¿Acaso el Estado cree semejante cosa?

—Ése no es asunto suyo, Corbell. Sin embargo…

Pierce reflexionó antes de continuar:

—Por mi parte, no lo creo. Supongo que el Estado tampoco. Pero la Humanidad perdurará. Algún día habrá hombres en esos mundos. Es una verdadera causa, Corbell: la inmortalidad de la especie. Algo más grande que la vida de un solo hombre. Y usted forma parte de eso.

Miró a Corbell con ojos expectantes. Éste, perdido en profundos pensamientos, se frotaba el puente de la nariz con la punta de un dedo. Al fin preguntó:

—¿Cómo es todo allá fuera?

—¿Las estrellas? Ya verá usted…

—No, no, no. La ciudad. Apenas veo un poquito dos veces al día. Edificios cubistas con tallas complicadas a la altura de la calle…

—¿Qué diablos significa esto, Corbell? Usted no tiene por qué saber nada sobre Selerdor. Cuando retorne, la ciudad entera habrá cambiado.

—Lo sé, lo sé. Por eso detesto la idea de irme sin haber visto algo del mundo. Tal vez me espera la muerte…

Corbell se interrumpió. Ya conocía esa mirada autoritaria, pero hasta entonces no había visto a Pierce realmente enojado. El supervisor habló con voz inexpresiva, apretando los labios.

—Usted parece considerarse turista.

—¿Y cómo se vería usted si despertara dentro de doscientos años? Si no sintiera algo de curiosidad no sería humano.

—Me gustaría echar un vistazo, sin duda. Pero no lo exigiría como si se tratara de un derecho. ¿En qué pensaba cuando cargó al futuro con su persona? ¿Acaso creía que el futuro le debía algo? ¡Pues las cosas son precisamente al revés, y ya es tiempo de que se dé cuenta!

Corbell guardó silencio.

—Escúcheme. Usted es reactista porque es turista por nacimiento. Así lo indican las pruebas. Le gusta lo desconocido; no le interesa lo familiar, lo seguro. Eso no es común.

Los ojos del supervisor decían: «Y por eso no me he decidido todavía a borrar su personalidad».

—¿Algo más? —preguntó.

Corbell tentó suerte:

—Me gustaría practicar con un ordenador similar al autopiloto de la nave.

—No la tenemos. Pero dentro de dos días podrá darse ese gusto. Va a iniciar el viaje.

IV

Al día siguiente recibió las instrucciones para entrar en el sistema solar. Llevaba diecisiete días de vida.

Las instrucciones eran comprensiblemente imprecisas. Debía intentarlo todo para establecer contacto con un Estado drásticamente cambiado, incluyendo la transmisión de sus eyectores de posición en código binario. Todos estos procedimientos debían comenzar cuando aún se encontrara a buena distancia. No era imposible que el Estado estuviera en guerra con… algo. Corbell debía transmitir: NO SOY NAVE DE GUERRA.

Descubrió que no dependería por completo de los vehículos de rescate. Podía aminorar la marcha del estatorreactor frenando directamente contra el viento solar hasta que el flujo de protones fuera demasiado lento para ayudarle. Después circunvalaría el Sol y volvería a salir, disminuyendo la velocidad con los eyectores de posición, utilizando el hidrógeno restante en el depósito interior. Se trataba de combustible para emergencia. Si no había sufrido inconvenientes previos, el contenido del depósito sería bastante para llevarle hasta la Luna y descender allí.

El Estado habría acabado con él una vez lanzada la última sonda. Era una verdadera muestra de consideración que le proporcionara los medios para regresar, según pensó Corbell. En seguida salió del engaño. El Estado no era altruista: necesitaba la nave.

Y entonces, más que nunca, sintió deseos de probar el ordenador autopiloto.

Aún tuvo una última oportunidad de hablar con el supervisor.

—Es un viaje en redondo de trescientos años…, doscientos, tal vez, tiempo de a bordo —observó Corbell—. La relatividad me ofrece ciertas ventajas, pero… Pierce, usted no supondrá que voy a vivir doscientos años, ¿verdad? Y sin hablar con nadie.

—El tratamiento de sueño por congelación…

—Aún con eso.

—Se le han dado algunos datos sobre el procedimiento de sueño por congelación —observó Pierce, frunciendo el ceño—, pero no sabe nada de medicina. Tengo entendido que la hibernación tiene un efecto rejuvenecedor en períodos prolongados. Usted pasará tal vez veinte años despierto y el resto en hibernación. Las instalaciones médicas son automáticas y sabe cómo usarlas. ¿Cree que correríamos el riesgo de que se nos muriera allá, entre estrellas, donde sería imposible reemplazarle?

—No.

—¿Quería preguntarme alguna otra cosa?

—Sí.

Corbell había decidido no tocar el tema, pero en ese momento cambió de idea.

—Quisiera llevar una mujer —dijo—. El sistema de mantenimiento vital bastaría para dos personas; ya lo he calculado. Necesitaríamos otra cámara de hibernación, naturalmente.

Durante dos semanas, Pierce había sido su único contacto humano; al principio le había resultado insondable, hermético, casi inhumano. Pero en ese tiempo había aprendido a descifrar hasta cierto punto el rostro del supervisor. Pierce estaba estudiando la posibilidad de terminar con Jerome Corbell para comenzar de nuevo.

El riesgo era grande, pero el Estado había dedicado a Corbell mucho tiempo y esfuerzo. Valía la pena hacer el intento. Al fin, Pierce dijo:

—Eso requeriría cierto espacio. Tendrían que compartir el resto. No creo que les fuera posible sobrevivir.

—Pero…

—Podemos hacer otra cosa: poner en el ordenador la mente de una mujer. El ordenador se maneja verbalmente; podríamos darle la voz de una mujer, la que usted elija. Un circuito secundario con personalidad de mujer dejaría campo de sobra para las funciones vitales del ordenador.

—Me parece que usted no comprende lo que yo…

—Mire, Corbell, sabemos que a usted no le hacen falta las mujeres. De lo contrario, ya habría tomado alguna; y entonces nosotros le habríamos eliminado para volver a comenzar. Lleva dos semanas durmiendo en ese cuarto y no ha usado las instalaciones para parejas ni una sola vez.

—¡Maldición, Pierce! ¿Qué quiere? ¿Que haga el amor en público? ¡No puedo!

—Exactamente.

—Pero…

—Corbell, usted aprendió a usar el inodoro, ¿verdad? Porque lo necesitaba. Sabe qué se hace con una mujer, pero es uno de esos afortunados que no las necesitan. De otro modo, no podría ser reactista.

Si Corbell hubiese golpeado en ese momento al supervisor, lo habría hecho sabiendo que eso representaba su propia muerte. Aun así, le habría matado por obligarle a eso.

Pasaron unos diez segundos. Pierce le observaba con franca curiosidad. Cuando Corbell se relajó al fin, el supervisor dijo:

—Partirá mañana. Su adiestramiento ha terminado. Adiós.

El dormitorio había sido una prueba: ahora lo sabía. ¿Era capaz de cruzar un puente angosto sin barandillas? Eso significaba que no tenía temores patológicos al vacío. ¿Podía pasar doscientos años solo en la cabina de una nave espacial? De ser así, los silenciosos personajes que le rodeaban (cinco por encima de su cabeza, cientos a ambos lados) le pondrían manifiestamente incómodo. ¿Podía vivir veinte años de vigilia sin mujer? Sin duda, era impotente.

Después de cenar volvió al dormitorio. Habían reemplazado el puente con una plancha de vidrio casi invisible. Corbell, con un bufido, se adelantó para cruzar delante del guardia. Éste tuvo que apretar el paso para seguirle.

Se detuvo ante los dos muros de literas ocupadas y miró a su alrededor. Y entonces hizo algo estúpido. Ya se había contenido para no golpear al supervisor; eso equivalía a la decisión de vivir. Por tanto, lo que hizo entonces era estúpido. Y él lo sabía.

Buscó a su alrededor hasta hallar a aquella muchacha delgada y esbelta, la de carita de elfo; ella le miraba curiosamente desde arriba, cerca del techo. Corbell subió los peldaños entre las literas hasta ponerse frente a ella. Debía hacer un gesto rápido y formal, pero no lo conocía. Se limitó a preguntar en inglés:

—¿Vienes conmigo?

Ella asintió, radiante, y le siguió por la escalerilla. En ese momento Corbell tuvo la sensación de que el dormitorio cobraba vida en un murmullo apenas audible:

El raro, el que se adiestra para reactista.

Varios de los que estaban despiertos se volvieron para mirarle. Sintió varias miradas clavadas en su espalda mientras abría la cremallera de su mono gris. El dormitorio había sido escenario de una serie de pruebas. Entre aquellos ojos, un par, cuanto menos, registraría cada una de sus acciones para comunicarlas a Pierce. Pero para Corbell todos eran iguales, todos observaban con curiosidad cómo se desempeñaba aquel que no hablaba con nadie.

Y, como era lógico, se encontró impotente. Tantos ojos, y él desnudo. La muchacha se mostró preocupada al principio; después, compasiva. Le acarició la mejilla, como disculpándole o compadeciéndole; después se levantó para buscar a otro.

Corbell se acostó, escuchando los ruidos, con los ojos fijos en la litera superior. Aguardó ocho horas. Al fin llegó un guardia para llevárselo. Ya no le importaba lo que hicieran con él.

V

Sólo empezó a preocuparse cuando el vehículo flotante del guardia se detuvo ante un enorme proyectil, del tipo calibre 22, puesto de punta. Aquello le pareció extraño. Era demasiado pequeño para ser un cohete.

Sin embargo, lo era. Le sujetaron a una silla anatómica; había otras dos en la cabina, provista de una sola ventanilla. Estaban ocupadas por el guardia y un hombre que podría haber sido primo de Pierce: el piloto. Éste se instaló junto a la ventanilla.

El corazón de Corbell latió con más fuerza. ¿Cómo sería aquello?

De pronto tuvo la sensación de volverse muy pesado. No percibía ningún ruido, salvo, al principio, un sonido similar al de un avión en marcha. Aquello no era un cohete, sino, tal vez, un vehículo propulsado por electromagnetismo. Los estatorreactores Bussard podían realizar milagros con los campos magnéticos.

Se sentía pesado y había pasado la noche en vela. Pronto se quedó dormido.

Cuando despertó estaban en caída libre. Nadie le había dicho cómo actuar en esas condiciones. El piloto y el guardia le estaban observando.

—Qué jodidos —dijo Corbell.

Era otra prueba. Soltó sus correas y se lanzó hacia la ventanilla. El piloto, riendo, le atrapó en el aire y le mantuvo sujeto mientras colocaba una cubierta protectora sobre los instrumentos. En seguida dejó que Corbell flotara frente a la ventanilla.

El estómago le daba vueltas. El oído interno se le había vuelto loco. Tenía los testículos apretados contra la ingle, cosa que tampoco resultaba cómoda. Y caía… ¡Caía!

Murmurando para sí, trató de concentrarse en la ventanilla. Pero la Tierra no estaba a la vista. Tampoco la Luna. Sólo distinguió gran cantidad de estrellas, bastante brillantes; muy brillantes, a decir verdad, más aún que las estrellas que solía ver desde el pequeño bote anclado frente a la isla Catalina, en ciertas noches muy lejanas. Las contempló durante largo rato.

Trataba de no pensar en aquella sensación de estar dentro de un ascensor en plena caída, no fuera el caso de que le descalificaran precisamente en ese momento.

Comieron a bordo, en caída libre. Corbell, imitando a los otros, pescaba trozos de carne y patatas en el interior de una bolsa de plástico y los sacaba a través de una membrana que se cerraba automáticamente al pasar la comida.

—¿Sabes qué es lo que voy a echar más de menos? —dijo al guardia—. A ti. A ti y a esos malditos ojos mirones.

El guardia sonrió plácidamente y observó a Corbell, esperando que se calmara.

Un día después de haber despegado descendieron en una ancha llanura; desde allí se veía la Tierra, posada entre agudos picos lunares. Un día en vez de tres: el Estado había utilizado mayor cantidad de energía para llevarle hasta allí; pero en esos días el vuelo entre la Tierra y la Luna debía ser algo insignificante.

La pradera aparecía ennegrecida por los cráteres producidos por explosiones. Seguramente llevaba varias décadas sirviendo como campo de alunizaje. Cerca del extremo superior del acelerador lineal se veía un grupo de burbujas transparentes; en su interior había edificios y bosquecillos. Esparcidos por la llanura, vehículos aéreos de diversas formas y tamaños.

El más grande de todos era el estatorreactor de Corbell: un rascacielos plateado tendido en el suelo. Las sondas estaban en su lugar, engrosando el perímetro de la nave. El ojo adiestrado de Corbell notó que estaba listo para el despegue.

Se sintió sobrecogido, humilde, orgulloso. Trató de separar sus propias reacciones de las inspiradas por el ARN: probablemente fracasó.

Comenzó por ponerse el traje, mientras el guardia y el piloto le observaban atentos a cualquier error. Lo hizo lentamente. El traje venía en dos piezas: una especie de malla elástica pegada al cuerpo, de goma, y un casco sujeto a la pesada mochila. En el pecho aparecía la aguzada espiral blanca que simbolizaba al Estado.

Una vagoneta eléctrica vino a buscarles. Por lo visto, se daba por sentado que Corbell no sabía caminar en un planeta carente de atmósfera. Suponía que se dirigirían a una de las cúpulas, pero el guardia se encaminó directamente hacia la nave. Estaba muy lejos.

Cuando al fin el guardia se detuvo ante la nave, su tamaño resultó impresionante. Por encima de la vagoneta se alzaba un grueso cilindro, del tamaño de una casa: la sección de mantenimiento vital, ligada al casco principal por medio de un cuello más angosto. La cúpula de proa, más pequeña, debía contener la sala de mandos.

—Bueno, usted revisa su nave —dijo el guardia.

—¿Cómo? ¿Habla?

—Sí. Ayer. Un curso rápido.

—¡Oh!…

—Tres cosas mal en la nave. Usted encuentra las tres. Usted me dice. Yo le digo a él.

—¿A él? ¡Ah, al piloto! ¿Y después?

—Después usted arregla una de las cosas, nosotros arreglamos las otras. Después lanzamos a usted.

Era otra prueba, naturalmente. Tal vez la última. Corbell se puso furioso. Comenzó inmediatamente a revisar los generadores; poco a poco fue olvidándose del guardia, del piloto, e incluso de la espada que aún pendía sobre su cabeza. Conocía bien esa nave. Tal como había ocurrido en la silla de aprendizaje, así fue con ella. Su impotencia se convirtió en omnipotencia. El poder de esa bestia, su complejidad, su potencia, el… El tanque de hidrógeno tenía demasiada presión. Eso no podía esperar.

—Arreglaré esto ahora mismo —dijo al guardia—. Que pongan una cisterna allí para recogerlo.

Dejó salir lentamente el gas de hidrógeno por la válvula, disminuyendo la presión del vapor sin dejar que el combustible hirviera fuera de la válvula. Al terminar, el hidrógeno líquido estaría espeso, debido a la presencia de cristales helados a causa de la presión.

Cuando terminó la inspección exterior no había hallado nada más. Era lógico: los tableros indicadores tendrían mucha más información que la detectable a simple vista a través del pellejo opaco de aquel titán.

La esclusa de aire era del tipo de puerta triple; además de economizar aire, él dispondría de una esclusa en el caso de que perdiera alguna puerta. Corbell cerró la exterior y abrió sólo las otras cuando la luz verde lo indicó. Mientras comenzaba a destrabar el casco observó los indicadores situados bajo la barbilla.

¿Vacío?

Se detuvo. Los dispositivos de la nave indicaban que había aire. El traje, que se encontraba en el vacío. ¿Cuál de los dos estaba en lo cierto? Pensándolo bien, no había percibido ningún siseo. ¿Hasta qué punto era su casco hermético a los sonidos?

Era muy propio de Pierce eso de quedarse esperando a que se quitara el casco en el vacío. Bien, ¿cómo resolver el problema?

Corbell calculó la altura de caída y abrió una canilla. El agua chapoteaba extrañamente en la gravedad lunar, pero no hervía. ¿Un fallo en el traje podía considerarse como fallo en la nave?

Corbell se quitó el casco y prosiguió su inspección.

No había modo de probar los generadores de estatorreacción sin dañar los aceleradores lineares. Se limitó a verificar los datos de los indicadores y se concentró en los mecanismos de mantenimiento vital. Las plantas adaptadas colocadas en el sistema de aireación estaban vivas y en buenas condiciones. Pero el mecanismo de absorción de urea estaba conectado. Sería un trabajo sucio; decidió dejarlo para más adelante.

Le pareció conveniente acabar con la inspección. El Estado podía haber pasado algo por alto y aquélla era su nave, su vida. La cámara de hibernación era como un gran ataúd, un ataúd para cuerposiclo. Corbell se estremeció al recordar los doscientos años pasados en nitrógeno líquido. Volvió a preguntarse si Jerome Corbell estaba muerto en verdad… Al fin se deshizo de aquellos pensamientos y volvió a la tarea.

No había fallos en el sistema de hibernación. Siguió adelante.

El ordenador se comportaba de un modo vagamente extraño. Le costó detectar el problema. En uno de los circuitos superconductores había una diminuta rajadura; pero por ella se perdía un poco de corriente, por mera inducción. ¡Qué malnacidos! Volvió a ponerse el traje y salió para presentar su informe.

El guardia le escuchó sin interrumpirle; después de consultar con el otro hombre, dijo a Corbell:

—Bien hecho. Ahora usted termina con el procedimiento para bajar la presión. Nosotros nos encargamos del resto.

—También hay un problema en mi traje.

—Hay otro traje a bordo.

—Quiero volver a revisar el ordenador para asegurarme de que está bien.

—Lo arreglamos bien. Cuando esté bien la presión del combustible, usted despega.

Y así, de pronto, Corbell sintió que se hundía en el infinito. La Luna entera se alejaba de él.

Le lanzaron con fuerza. Corbell lo vio todo rojo, sintió que las mejillas se le estiraban hacia las orejas. La nave no tenía problemas; estaba construida para soportar corrientes de remolino en cualquier dirección.

Sobrevivió. Logró salir de su diván a tiempo para contemplar el paisaje lunar, que se empequeñecía a sus espaldas; una vista magnífica.

Transcurrieron varios días en caída libre. Aún no avanzaba a velocidades de estatorreacción, pero el Estado le había lanzado hacia el interior de la órbita de Mercurio, directamente hacia el viento solar, cada vez más fuerte. Protones, abundante combustible para los campos de presión dinámica y una ayuda para resistir la gravedad del Sol. Mientras tanto, disponía de casi todo el día para jugar con el ordenador.

En cierto momento se le ocurrió que quizá el Estado vigilaba el trabajo de su ordenador, pero descartó la idea. Probablemente ya era demasiado tarde para que le detuvieran. De cualquier modo, ya había dicho demasiado.

Acabó las operaciones y obtuvo respuestas satisfactorias. A velocidades mayores, los campos de presión dinámica se autorreforzaban automáticamente; servían de sostén no sólo para sí mismos, sino también para la nave. Los estatorreactores de siembra parecían poder alcanzar velocidades ilimitadas.

Como disponía de todo el tiempo, se instaló ante el panel de mandos y comenzó a operar con los campos.

Emergieron como alas invisibles. Corbell sintió los embates del hidrógeno en fusión, en estallidos mal controlados. Mantuvo los campos plegados en torno a la nave por temor a perder el equilibrio allí donde la corriente de protones era tan inestable. Incluso podía percibir su propio manejo. Con ayuda del adiestramiento a base de ARN, era capaz de conducir ese vehículo por las sensaciones de su trasero.

Era como convertirse en gigante. ¡Oh, aquella enorme, fálica, germinal nave voladora de fuego y metal! Llevando consigo la simiente de la vida, hacia mundos que no la conocían, circunvaló bramando en torno al Sol y se lanzó hacia afuera. En esa etapa el empuje cedió un poco, pues tanto él como el viento solar avanzaban en la misma dirección. Pero le recogió en sus redes, como el viento en las velas, le guió, le quemó, le lanzó a sus espaldas. La nave avanzaba con mayor celeridad a cada instante.

Aquella sensación de poder, de enorme poder masculino, debía ser en parte efecto del adiestramiento con ARN, pero a esa altura ya no le importaba. Una parte era suya, de Jerome Corbell.

Al entrar en órbita en torno a Marte, seguro de que no le cegaría ningún destello de sol, pidió al ordenador que le presentara una visión completa del panorama. Las paredes de la esfera que constituía la sala de mandos parecieron desaparecer; el cielo centelleó a su alrededor. No había planetas cercanos. Sólo veía miríadas de puntos luminosos, blancos en su mayor parte, algunos con matices de color. Pero eso no era todo: el hidrógeno en fusión creaba un anillo de luz fantasmal alrededor de la nave.

Ya aumentaría en intensidad. Por el momento el empuje era escaso, apenas más de lo necesario para contrarrestar la escasa atracción del Sol.

Inició la órbita en torno a Júpiter ajustando los campos para canalizar el flujo de protones hacia un costado. Eso aumentaría el impulso, pero seguramente desconcertaría a Pierce y al invisible Estado. Supondrían que estaba operando con los campos para probar el equipo. Tal vez. Su curva era gradual; les llevaría algún tiempo darse cuenta.

Eso no se ajustaba al plan. En un principio había pensado llegar a mitad de camino entre la Tierra y la estrella de Van Maanan antes de cambiar el curso. Eso le habría dado quince años de ventaja en el caso de que él no estuviera en lo cierto y el Estado pudiera aún hacer algo por detenerle. Habría sido lo más prudente, pero no lo haría. En treinta años Pierce podía morir; tal vez ni siquiera llegara a enterarse de lo que Corbell había hecho… y eso era intolerable.

Al llegar a los límites del sistema, el impulso se redujo casi a cero. En esa zona los protones eran escasos; sin embargo, eran suficientes para ir aumentando regularmente la velocidad, y eso era lo importante. Cuanto más rápida fuera su marcha, mayor sería el flujo de protones. Estaba en camino.

Había pasado ya la órbita de Neptuno cuando le llegó la voz de Pierce, el supervisor:

—Aquí Pirssa por el Estado, Pirssa por el Estado. Conteste, Corbell. ¿Tiene algún fallo técnico? ¿Podemos ayudarle? No es posible rescatarle, pero sí darle algún consejo. Pirssa por el Estado. Pirssa por el Estado…

Corbell se sonrió. ¿Pirssa? El nombre del supervisor había alterado su fonética en el curso de aquellos doscientos años. Pierce había retomado algún antiguo hábito, olvidando sus lecciones de ARN. Algo debía preocuparle.

Corbell pasó veinte minutos buscando la base lunar con su señal de rayo láser. El rayo era demasiado angosto como para permitir un manejo descuidado. Cuando lo hubo ajustado debidamente, respondió:

—Aquí Corbell por sí mismo, aquí Corbell por sí mismo. Estoy muy bien. ¿Y usted?

Pasó un rato trabajando con el ordenador. Algo le preocupaba: el retorno al sistema solar. Pensaba permanecer fuera de él por un período más prolongado que el establecido por el Estado. ¿Y si no hubiera nadie en la Luna a su vuelta? En verdad era un problema. Si llegaba a la Luna con el combustible restante (siempre que no hubiera sufrido emergencias), podría alcanzar también la atmósfera terrestre. La nave era resistente y aguantaría una entrada meteórica. Pero los eyectores de posición no le servirían para descender. A menos que cortara una parte de la nave. Para entonces ya no necesitaría los generadores de campos de presión dinámica. Ya lo solucionaría. Le sobraba tiempo.

La respuesta tardó nueve horas en llegar desde la Luna.

—Pirssa por el Estado. No comprendemos, Corbell. Está muy lejos de su curso. Su primera meta debía ser la estrella de Van Maanan, y en cambio usted parece dirigirse hacia Sagitario. En esa dirección no hay ningún planeta similar a la Tierra. ¿Qué demonios está haciendo? Repito. Pirssa por el Estado, Pirssa…

Corbell trató de cortar la comunicación, pero en la silla de aprendizaje no le habían hablado de ningún interruptor para hacerlo. Al fin (y pudo ser mucho antes) ordenó al ordenador que cortara la recepción.

Algo más tarde localizó la base lunar con su señal de láser e inició la transmisión.

—Aquí Corbell por sí mismo, Corbell por sí mismo. Ya estoy harto de tener que buscarles cada vez que quiero decir algo. Voy a explicarles todo de una sola vez. No pienso ir a ninguna de las estrellas que figuran en la lista. Se me ha ocurrido que las ecuaciones de relatividad me serán más favorables cuanto mayor sea mi velocidad. Si me detengo cada quince años-luz para lanzar una sonda, como ustedes quieren, podría pasar doscientos años haciéndolo sin llegar a ninguna parte. En cambio, si dirijo la nave en una sola dirección y la mantengo en movimiento, puedo alcanzar un tremendo factor en Tau.

»Resulta así que puedo llegar al centro de la galaxia en veintiún años, tiempo de a bordo, si conservo una aceleración de una gravedad. Y no puedo resistir la tentación, Pierce. Usted mismo dijo que yo era turista nato, ¿recuerda? Las estrellas del corazón galáctico no son como las de los brazos. Y están agrupadas, según sus propias teorías, a una distancia de un cuarto a medio año-luz entre una y otra. Ha de ser impresionante pasar por allí. Así que voy a explorar por mi cuenta. Quizá encuentre alguno de esos planetas de atmósfera escasa y lance allí unas sondas. Quizá no encuentre nada. Nos veremos dentro de setenta mil años. Por entonces su precioso Estado habrá desaparecido o tendrá colonias en los planetas sembrados, algunos de los cuales se habrán rebelado contra él. Me uniré a uno de ellos. O…

Corbell meditó un rato, frotándose la parte superior de la nariz.

—Tengo que verificarlo con el ordenador —dijo al fin—. Pero si no me gusta ninguno de los mundos que encuentre al regresar, siempre puedo ir a las Nubes de Magallanes. Apostaría a que no están a más de veinticinco años de distancia, tiempo de a bordo.