FRED Huff, ayudante personal del Director Barnes de la Seguridad Pública, dejó una lista sobre el escritorio de su superior.
—Perdone —murmuró—, pero usted me pidió un informe diario sobre el apartamento 3XX24J y aquí lo tiene. Usamos videos de voces normales para identificar a los que fuesen allí. Sólo una persona, una persona nueva, entró allí. Un tal Nicholas Appleton.
—No es muy prometedor —rezongó Barnes.
—Recurrimos a la computadora, la que nos prestaron en la Universidad de Wyoming. Nos dio una extrapolación interesante tan pronto como tuvo todo el material anterior sobre ese Nicholas Appleton: su edad, ocupación, antecedentes, su boda, su hijo, que nunca…
—… que nunca ha quebrantado la ley de ningún modo.
—Que nunca ha estado en la cárcel. Eso también se lo preguntamos a la computadora. Cuáles son las probabilidades de que ese individuo, que nunca ha violado la ley, a nivel de delito, la haya infringido ahora… La computadora respondió que probablemente no hay ninguna.
—La infringió cuando estuvo en el 3XX24J —replicó Barnes cáusticamente.
—Eso pensamos, y de ahí procede la solicitud de la computadora de un pronóstico. Extrapolándolo de su caso y de otros similares ocurridos en las últimas horas, la computadora declaró que la noticia de la próxima muerte de Cordon ya ha aumentado las filas del submundo cordonita en un cuarenta por ciento.
—¡Caramba! —exclamó Barnes.
—Así es como funciona estadísticamente.
—¿Es que ya se han unido para protestar? ¿Abiertamente?
—Abiertamente, no, pero sí para protestar.
—Pregúntenle a la computadora cuál será la reacción ante el anuncio de la muerte de Cordon.
—No puede computarse, faltan datos. Bueno, se computó pero de tan diversas maneras que fue como no decir nada. Un diez por ciento: una masa sublevada. Un quince por ciento: una negativa a creer que…
—¿Cuál es la mayor probabilidad?
—La creencia en que Cordon ha muerto, pero Provoni no, que vive y volverá incluso sin Cordon. Hay que recordar que miles de escritos de Cordon, auténticos o falsificados, circulan por toda la Tierra todos los minutos del día. Su muerte no pondrá fin a esto. Acuérdese del famoso revolucionario del siglo veinte, Che Guevara. Aunque después de muerto, el Diario que dejó…
—Como Cristo —afirmó Barnes. Se sentía deprimido y había empezado a inquietarse—. Mataron a Cristo y vino el Nuevo Testamento. Mataron al Che Guevara y dejó un Diario que es un manual para conseguir el poder en el mundo entero. Matarán a Cordon…
Sonó un zumbador del escritorio de Barnes.
—Sí, Presidente del Consejo —dijo Barnes por el interfono—. La occífera Noyes está conmigo. —La miró y la joven se levantó de la butaca de cuero que estaba delante del escritorio—. Ahora vamos.
Le hizo una señal a la muchacha, experimentando una gran repugnancia hacia ella.
En general, no le gustaban las mujeres policías, y especialmente aquellas a las que gustaba lucir el uniforme. Desde hacía ya mucho tiempo pensaba que una mujer no debía llevar uniforme. Las informadoras no le molestaban porque en cierto sentido debían rendir su feminidad. La occífera Noyes era fisiológicamente asexual. Se había sometido a la operación de Snyder de modo que, hablando legal y físicamente, no era una mujer; no poseía órganos sexuales, ni pechos, y sus caderas eran tan estrechas como las de un hombre, con una cara insondable y cruel.
—Piense —le dijo Barnes mientras iban por el corredor, más allá de la doble hilera de guardias armados, y antes de llegar a la maciza y bien tallada puerta de roble del despacho de Willis Gram— lo grato que sería para usted que hubiese conseguido averiguar algo en contra de Irma Gram. Lástima que no sea así.
Al abrirse la puerta, le cedió el paso y entraron en el despacho-dormitorio de Gram. Éste se hallaba tendido en su monumental cama, casi enterrado bajo montones de secciones del Times, con una expresión de astucia en su rostro.
—Presidente del Consejo —presentó Barnes—, ésta es Alice Noyes, la occífera especial que está encargada de obtener el material relativo a los hábitos morales de su esposa.
—Ya nos conocemos, ¿verdad? —le dijo Gram a la mujer policía.
—Correcto, Presidente del Consejo —asintió Alice Noyes.
—Quiero que mi esposa sea asesinada por Eric Cordon —ordenó sosegadamente Gram—, en la cadena mundial de televisión.
Barnes le contempló asombrado. Gram, tranquilamente, le devolvió la mirada, con la astucia animal todavía en su cara.
—Naturalmente —opinó Alice Noyes—, sería fácil suprimirla. Un accidente fatal de autocohete durante un viaje de compras por Europa o Asia, uno de esos viajes que ella emprende a menudo. Pero por Eric Cordon…
—Ahí es justamente donde entra en juego la inventiva —sentenció Gram.
—Con todos los respetos, Presidente del Consejo —replicó Alice Noyes—, ¿tenemos que seguir adelante con lo proyectado o tiene usted algunas ideas acerca de cómo hay que proceder? Cuanto más nos diga, mejor será nuestra posición operacional, especialmente a nivel de trabajo.
—O sea —observó Gram, mirándola fijamente— que, según usted, yo sé cómo hay que actuar…
—También yo estoy intrigado —terció Barnes—. Ante todo, intento imaginarme el efecto que esto producirá en el ciudadano medio. Este asesinato a cargo de Eric Cordon, quiero decir.
—De esta manera comprenderán que todo eso del amor, las ayudas y la colaboración y empatía entre los Antiguos, los Nuevos Hombres y los Inusuales… Todo eso no es más que un tremendo engaño. Y yo me veré libre de Irma, no olvide esto, Director Barnes, no lo olvide, por favor.
—No lo olvido —asintió Barnes—, pero sigo sin comprender cómo debe hacerse.
—En la ejecución de Cordon —explicó Gram— estarán presentes todos los altos cargos del Gobierno, incluyendo sus esposas y la mía. Aproximadamente una docena de guardias bien armados traerán a Cordon. Las cámaras de televisión filmarán toda la escena, no olvide esto. Y, de repente, en uno de esos momentos de descuido que a veces tienen lugar, Cordon se apoderará del arma de un occífero, me apuntará a mí, pero fallará y, en cambio, herirá a Irma, que, naturalmente, estará a ni lado.
—¡Dios bendito! —exclamó el Director Barnes. Sentía un enorme peso encima que le aplastaba—. ¿Es preciso alterar el cerebro de Cordon de tal modo que se vea obligado a obrar así? O bien, ¿hay que preguntarle si no le importa…?
—Cordon ya estará muerto —aclaró Gram—. Habrá muerto el día anterior.
—Entonces, ¿cómo…?
—Su cerebro será reemplazado por una torreta sintética de control neural que le obligará a hacer lo que le ordenemos. Esto es muy fácil, Amos Ild le instalará esa torreta.
—¿El Nuevo Hombre que está construyendo el Gran Oído? —preguntó Barnes—. ¿Intenta pedirle que le ayude en este complot?
—Exacto —asintió Gram—. Y si se niega, vetaré todos los fondos votados para el desarrollo del Gran Oído. Entonces buscaremos a otro Nuevo Hombre que sea capaz de saltarle los sesos a Cordon. —Calló al ver que Alice Noyes se estremecía—. Lo siento. De quitarle el cerebro, quise decir, si lo prefiere así. En realidad, es lo mismo. ¿Qué opina, Barnes? ¿No es una idea brillante? —Una pausa. Silencio—. Responda.
—Sí, eso serviría —murmuró Barnes escogiendo sus palabras— para desacreditar el Movimiento de los Subhombres. Pero el riesgo es enorme. El riesgo supera a los posibles beneficios. Y, con todos los respetos, hay que considerarlo de este modo.
—¿Qué riesgo?
—Ante todo, tenemos que meter en ese complot a un Nuevo Hombre de alto nivel, lo que hará que usted dependa de él, cosa que va completamente en contra de sus intereses. Por otra parte, esos cerebros sintéticos que fabrican en los centros de investigación no son de fiar. Pueden enloquecer y matar a todo el mundo y, en ese caso concreto, matarle también a usted. No me gustaría estar allí cuando ese tipo esté armado y cumpla con lo que tenga programado. La verdad, quisiera estar a muchos kilómetros de distancia, en favor de mi pellejo.
—Es decir, que no le gusta mi idea —observó Gram.
—Mi negativa podría ser mal interpretada —alegó Barnes, lleno de indignación por dentro, indignación que Willis Gram, naturalmente, captó.
—¿Qué piensa, Noyes? —le preguntó Gram a la mujer policía.
—Pienso que es el plan más fantásticamente inteligente que he oído en mi vida.
—¿Lo oye? —le espetó Gram a Barnes.
—¿Cuándo llegó a esa conclusión? —le preguntó Barnes a Alice Noyes, lleno de curiosidad—. Hace un momento, cuando el Presidente del Consejo habló de…
—Ha sido solamente por su elección de las palabras, por eso de saltarle los sesos a Cordon, que me estremecí —observó Alice Noyes—, pero ahora lo veo en perspectiva y…
—Es la idea más estupenda que he tenido en todos los años pasados en el Servicio Civil y en este alto cargo —afirmó Gram con orgullo.
—Tal vez sí —concedió Barnes a regañadientes—, tal vez lo sea.
Lo cual, pensó, es un comentario sobre usted.
Al captar el pensamiento de Barnes, Gram frunció el ceño.
—Es un pensamiento fugaz, de duda —admitió Barnes—, duda que, estoy seguro, desaparecerá.
Por unos momentos se había olvidado de la capacidad telepática de Gram. Pero, aunque la hubiese recordado, habría dudado lo mismo.
—Cierto —dijo Gram, después de haber captado también el último pensamiento de Barnes—. ¿Desea dimitir? —le preguntó—. ¿Y apartarse de este asunto?
—No, señor —negó Barnes respetuosamente.
—Está bien —asintió Gram—. Localice a Amos Ild tan pronto como le sea posible, asegúrese de que guardará el secreto y pídale que fabrique un cerebro semejante al de Cordon. Que duplique los encefalogramas, o lo que sea que haga.
—Encefalogramas —asintió también Barnes—. Un estudio masivo e intensivo de la mente, o el cerebro de Cordon.
—Tiene que recordar la imagen que el público tiene de Irma —dijo Gram—. Nosotros sabemos cómo es realmente, pero la gente la considera como una mujer amable, generosa, filantrópica, que apadrina obras de beneficencia y, generalmente, apoya todo lo que contribuye al bien público, como, por ejemplo, los jardines flotantes del firmamento. Pero nosotros sabemos…
—De manera —le interrumpió Barnes— que la gente pensará que Cordon ha matado a una persona inofensiva y buena. Un crimen terrible a los ojos de los Subhombres. Y todos se alegrarán al ver que Cordon es ejecutado inmediatamente después de esa estúpida acción, totalmente carente de sentido.
Siempre y cuando el cerebro fabricado por Ild sea lo bastante bueno como para engañar a los Inusuales, los telépatas.
En su mente veía el cerebro sintético enviando a Cordon rebotando por el circo colgante, y segando a centenares de personas.
—No —replicó Gram, captando este último pensamiento de Barnes—, lo mataremos inmediatamente. No habrá la menor oportunidad de que se produzca un fallo. Dieciséis hombres armados, todos buenos tiradores, dispararán contra él al instante.
—Al instante —repitió Barnes secamente—, después de que él haya conseguido matar a una persona entre varios miles. Tendrá que ser un tirador condenadamente bueno.
—Pero la gente pensará que deseaba matarme a mí —arguyó Gram—. Y yo estaré sentado en primera fila, con Irma a mi lado.
—De todos modos, no lo abatirán al momento —objetó Barnes—. Transcurrirán un par de segundos, al menos, mientras él efectúa su disparo. Y si vacila un poco… Bueno, usted estará sentado junto a Irma, como ha dicho.
—Hum… —gruñó Gram, mordiéndose un labio.
—Una desviación de unos centímetros —prosiguió Barnes—, y le tocaría a usted, no a Irma. Opino que su intento de combinar sus problemas con los Subhombres y Cordon con sus problemas con Irma en una sola operación final es demasiado… —Meditó durante una fracción de segundo—. Hay una palabra griega que lo define…
—Terpsícore —apuntó Gram.
—No. Hubris. Intentar demasiadas cosas; llegar demasiado lejos.
—Sigo estando de acuerdo con el Presidente del Consejo —intervino Alice Noyes con su voz vivaracha y fría como el hielo—. Admito, eso sí, que es un plan atrevido. Pero soluciona muchas cosas. Un hombre que gobierna, como el Presidente del Consejo, debe ser capaz de tomar una decisión como ésa, intentar maniobras atrevidas para lograr que siga funcionando la estructura. En esta acción…
—Dimito como Director de Policía —anunció Barnes.
—¿Por qué? —se sorprendió Gram.
Era obvio que los pensamientos de Barnes no habían pasado esta vez a su cerebro, y la decisión de aquél le llegaba como algo surgido de la nada.
—Porque probablemente significará su propia muerte —explicó Barnes—. Porque tal vez Amos Ild programará el cerebro para que le mate a usted, no a Irma.
—Tengo una idea —volvió a intervenir Alice Noyes—. Cuando lleven a Cordon al centro del circo, Irma Gram bajará de su sitio llevando una rosa blanca. Se la ofrecerá a Cordon y, en ese momento, él cogerá el arma de uno de los guardias y la matará. —La joven sonrió débilmente, relucientes sus pupilas—. Eso debería socavarlos para siempre. Un acto de violencia idiota como ése: sólo un loco mataría a una mujer que le ofrece una rosa blanca.
—¿Por qué blanca? —quiso saber Barnes.
—¿Blanca qué? —preguntó a su vez Alice Noyes.
—La rosa, la maldita rosa.
—Porque es el símbolo de la inocencia —concluyó Alice Noyes.
Willis Gram, todavía mordiéndose el labio, todavía frunciendo el ceño, objetó:
—No, eso no serviría. Ha de parecer que quiere matarme a mí, porque contra mí sí tiene algún motivo. Pero ¿qué motivo tiene para querer matar a Irma?
—Matar al ser que usted más ama.
Barnes se echó a reír.
—Muy gracioso, ¿verdad? —se enfurruñó Gram.
—Tal vez tenga éxito —admitió Barnes—. Y eso es lo gracioso. Y también eso de matar al ser que usted más ama. ¿Puedo decir que la frase es suya, Alice Noyes? Una frase modélica que todos los escolares deben aprender para sus análisis gramaticales.
—Académicos —le corrigió Alice Noyes, enojada.
—No me interesa la gramática —gruñó Gram, mirando a Barnes—, no me interesa la mía ni la de nadie. Lo único que me interesa es que éste es un buen plan, que Alice Noyes está de acuerdo y que usted ha dimitido. Por lo tanto, ya no tiene voto en el asunto… Bueno, si decido aceptar su dimisión. Tendré que reflexionar sobre ello. Por el momento, puede esperar. —El tono de su voz bajó hasta convertirse en un murmullo, en tanto iba reflexionando acerca del asunto de la dimisión de Barnes. Poco después, levantó la mirada hacia aquél—. Hoy tiene usted muy mal humor. Normalmente está de acuerdo con mis sugerencias. ¿Qué le ocurre?
—3XX24J —dijo simplemente Barnes.
—¿Qué significa eso?
—El apartamento de unos Subhombres que estamos vigilando. Hemos estado haciendo un análisis estadístico con la computadora de Wyoming sobre las características de los que entran y salen de allí.
—Y ha obtenido unos resultados que no le gustan.
—Tengo algunas noticias —reconoció Barnes—. Un ciudadano medio, que aparentemente sabe que vamos a ejecutar a Cordon, ha traspasado la frontera repentinamente. En realidad, una persona a la que ya habíamos verificado. Una buena profesión, una reconocida lealtad, y en tan breve espacio de tiempo… Sí, anunciar la ejecución de Cordon fue un error, un error del que todavía podemos retractamos. Los jueces pueden volver a cambiar de idea —añadió sarcásticamente, aunque con expresión sombría—. Tengo una idea para introducir una leve alteración en su plan, Presidente del Consejo. Que el arma de Cordon también sea postiza, de guardarropía, lo mismo que su cerebro. Cordon apunta con su arma y dispara, y en el mismo instante un francotirador escondido dispara contra Irma. Sin fallar. De esta manera, quedan prácticamente reducidas a cero las posibilidades de que le maten a usted.
—Buena idea —aprobó Gram.
—¿Va a tomar en serio mi sugerencia? —se extrañó Barnes.
—Es una buena sugerencia. Deja de lado el elemento que a usted le asustaba, de modo que…
—Usted debe separar su vida pública de su vida privada —le aconsejó Barnes—. Las ha mezclado demasiado…
—Pues le diré algo más —masculló Gram, enrojeciendo y con voz ronca—. El abogado Denfeld… Bien, quiero que en su apartamento se encuentren varios folletos de los de Cordon y quiero que los policías entren allí y detengan a Denfeld con las manos en la masa. Así, lo llevaremos a la Prisión de Brightforth, donde estará con Cordon, y los dos charlarán amigablemente.
—Denfeld puede hablar. Y Cordon puede escribir —recordó Alice Noyes—. Y los demás presos pueden leerlo todo.
—Opino —terminó Gram— que es un toque maestro de mi genio innato el hecho de solucionar mis problemas públicos y privados de una sola vez, y esto encaja bien con los requerimientos de la Navaja de Occam. ¿Comprenden lo que quiero decir?
Ni Barnes ni Alice Noyes contestaron. Barnes meditaba si debía retirar su dimisión, que de manera tan poco premeditada había decidido, sin pensar en sus futuras posibilidades. Y, mientras meditaba, se dio cuenta de que Gram, como siempre, leía en sus pensamientos.
—No se preocupe —le consoló Gram—. No necesita dimitir. Además, me gusta esa sugerencia del francotirador dispuesto a disparar contra Irma para que Cordon no pueda matarme por error. Sí, esa idea me gusta. Gracias por su contribución al plan.
—De nada —respondió Barnes, tragándose su aversión y sus pensamientos en contra.
—No me importa lo que usted piense —rezongó Gram—. Sólo me importa lo que haga. No me importa que se muestre hostil, con tal de que, inmediatamente, le conceda a ese proyecto toda su atención. Quiero que la cosa se realice lo antes posible, ya que Cordon podría morir antes. Bien, necesitamos bautizar este proyecto. ¿Cómo lo llamaremos?
—Barrabás —dijo rápidamente Barnes.
—No capto el significado, pero me gusta —asintió Gram—. De acuerdo, a partir de ahora empieza la Operación Barrabás. Y nos referiremos al proyecto con este nombre, tanto en las entrevistas verbales como por escrito.
—Barrabás… —repitió Alice Noyes—. Se refiere a una situación en la que mataron a una persona inocente y perdonaron a la culpable.
—¡Oh! —exclamó Gram—. Bueno, no está mal. —Se mordió el labio inferior—. ¿Cómo se llamaba la persona inocente que mataron?
—Jesús de Nazareth —le instruyó Barnes.
—¿Acaso quiere trazar una analogía? —se enfureció Gram—. ¿Que Cordon es como Cristo?
—Ya se hizo —indicó Barnes—. Además, permítame señalarle otro punto. Todos los escritos de Cordon se oponen a la fuerza, a la compulsión y a la violencia. Por lo tanto, es inconcebible que intente matar a alguien.
—Precisamente —observó Gram—, éste es el punto. Desacreditará todo cuanto ha escrito. Le presentará como un hipócrita. Socavará todos sus escritos, todos sus folletos. ¿No lo entiende?
—Nos chamuscará a nosotros —arguyó Barnes.
—Ya veo que no le gustan mis soluciones —dijo Gram mirándole fijamente como si le estuviera escudriñando el alma—. Creo que en este caso es usted muy poco juicioso.
—¿Qué quiere decir?
—Mal aconsejado.
—Nadie me aconsejó. La idea es mía.
Entonces, el Director Barnes se calló y dejó que sus pesimistas pensamientos se ahuyentasen de su cerebro y que su lengua quedase muda.
Nadie pareció observarlo.
—Así que tiramos adelante con el Proyecto Barrabás —exclamó Gram cordialmente, exhibiendo una amplia y feliz sonrisa.