—JAMÁS había probado el alcohol —confesó Nick cuando estuvieron sentados a la mesa, uno frente al otro. Empezaba a sentir algo raro en su interior—. Constantemente, uno lee en los periódicos que el alcohol vuelve loca a la gente, que sufren unos grandes cambios de personalidad, que les daña el cerebro. En realidad…
—Cuentos de viejas —comentó Zeta—. Aunque es verdad que al principio no se debe abusar. Hay que tomarlo con calma, casi con cuentagotas.
—¿Cuál es el castigo por beber alcohol? —se interesó Nick.
Le empezaba a costar trabajo articular bien las palabras.
—Un año, sin posibilidad de fianza.
—¿Y vale la pena? —la estancia le parecía sumamente irreal. Había perdido su sustancialidad, su concreción—. ¿No crea hábito? Dicen que una vez se empieza a beber ya nunca puedes…
—Bah, tómate la cerveza —le aconsejó Zeta, bebiendo la suya, al parecer, sin grandes dificultades.
—¿Sabe lo que diría Kleo si me viese bebiendo alcohol? —preguntó Nick.
—Las mujeres son así…
—No lo creo. Ella sí es así, pero muchas no lo son.
—No, todas son iguales.
—¿Por qué?
—Porque —aclaró Zeta— su marido es la fuente de todos sus ingresos financieros. —Soltó un eructo, hizo una mueca y se retrepó en su silla giratoria con la botella de cerveza en la mano—. Al menos ellas lo consideran de ese modo. Imagina que tú tuvieses una máquina, una delicada y compleja máquina que al funcionar debidamente fuese soltando montones de pops. Bien, supongamos que esa máquina…
—¿Es realmente así como las mujeres consideran a sus maridos?
—Seguro —gruñó Zeta, pasando otra vez la botella a Nick.
—Esto es una deshumanización.
—Claro. Puedes apostar tu púrpura y verde trasero a que lo es.
—Creo que Kleo se preocupa por mí porque su padre murió cuando ella era una niña. Y teme que todos los hombres sean…
Aunque buscó la palabra, no logró encontrarla, puesto que sus procesos mentales ya no se concentraban. Nunca había experimentado una situación semejante, y le asustaba.
—Tranquilo —murmuró Zeta.
—Creo que Kleo es férgida…
—¿Férgida? ¿Qué quiere decir férgida?
—Vacía. —Nick hizo un gesto aclaratorio con la mano—. Quizá quise decir pasiva…, o frígida. Eso es, frígida.
—Todas las mujeres lo son.
—Pero esto se interfiere… —Tropezó con la palabra y enrojeció de vergüenza—. Se interfiere con su madurez.
Zeta se inclinó hacia él.
—Dices esto porque estás asustado ante su desaprobación. Dices que es pasiva y eso es precisamente lo que deseas, al menos en relación con lo que estás bebiendo. Quieres que lo apruebe, que apruebe lo que haces ahora. Pero ¿por qué tienes que contárselo? ¿Por qué ha de saberlo?
—Se lo cuento todo.
—¿Por qué? —repitió Zeta elevando más el tono de voz.
—Porque eso es lo correcto —aclaró Nick.
—Cuando hayamos apurado esta cerveza —propuso Zeta—, iremos a dar una vuelta, a cualquier parte. No, no diré adónde…, a un sitio donde, con un poco de suerte, conseguiríamos algún material.
—¿Quiere decir material de los Subhombres? —indagó Nick, sintiendo una gran frialdad en el corazón. Se sentía arrastrado hacia unas aguas peligrosas—. Tengo un folleto de un amigo que, en realidad, era un… —Calló, incapaz de construir la frase—. No quiero correr riesgos.
—Ya los corres.
—Pues ya está bien —objetó Nick—. Sí, sentados aquí y bebiendo cerveza… y hablando como hablamos.
—Sólo se puede hablar de una manera acerca de estos asuntos —arguyó Zeta—. Es tal como habla Eric Cordon. La verdad, no las mentiras y los rumores que corren por esas calles, sino lo que él dice, la verdad. Yo no quiero decirte nada, quiero que te lo diga él, en uno de sus folletos. Sé dónde podemos encontrar uno. —Se puso de pie—. No me refiero a las palabras de Eric Cordon, sino a las verdaderas palabras de Eric Cordon; a sus admoniciones, a sus parábolas, a sus planes, que solamente conocen los miembros leales del mundo de los hombres libres. Los Subhombres en el verdadero sentido, en el sentido real.
—No quiero hacer nada que Kleo no pueda aprobar —rechazó Nick—. Un marido y su esposa han de ser honestos el uno con el otro. Y si sigo adelante con esto…
—Si ella no lo aprueba, búscate otra esposa que sí lo apruebe.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Nick. El cerebro lo tenía ya tan embotado que no sabía si Zeta estaba hablando en serio. Y si lo decía de verdad, tuviese o no razón—. Quiere decir que esto puede separarnos.
—Ya han habido muchos matrimonios rotos, ¿no? Por otra parte, ¿eres dichoso con ella? Antes dijiste que era una férgida. Fue ésa la palabra que utilizaste. Tú lo dijiste, no yo.
—Es el alcohol —rezongó Nick.
—Claro que es el alcohol. In vino veritas —citó Zeta, y al sonreír enseñó sus amarillentos dientes—. Esto es latín, y quiere decir…
—Sé lo que quiere decir —le interrumpió Nick.
Aunque no sabía contra qué o quién, estaba enfadado. ¿Contra Zeta? No, pensó, más bien contra Kleo. Sé como reaccionará ante todo esto. No debemos meternos en líos… O acabaremos en un Campo de Concentración de la Luna, en uno de esos malditos y terribles Campos de Trabajos Forzados.
—¿Qué es lo más importante? —le preguntó a Zeta—. Usted también está casado, tiene esposa y dos hijos. Si su respon… respon… —volvió a tropezar con la palabra—. ¿Para quién es antes su lealtad, para su familia o para la acción política?
—Para los hombres en general —explicó Zeta. Levantó la cabeza, se llevó la botella de cerveza a los labios y apuró las últimas gotas. Luego, la estrelló violentamente contra la mesa—. Vámonos —le dijo a Nick—. Es como dice la Biblia: «Conocerás la Verdad y la Verdad te hará libre».
—¿Libre? —dijo incrédulamente Nick, poniéndose también de pie, y experimentando dificultades al hacerlo—. Ésta es la última cosa que nos harán los folletos de Cordon. Rastrearán nuestros nombres, sabrán que hemos adquirido escritos de Cordon y…
—Siempre estás mirando por encima del hombro, temiendo que te sigan —le recriminó Zeta—. ¿Cómo puedes vivir de esta forma? He visto a cientos de individuos comprando y vendiendo folletos, a veces por valor de miles de pops —hizo una pausa—. A veces, los polis te atrapan. O un coche patrulla ve cómo uno le entrega unos pops a un traficante. Entonces, como muy bien dices, te mandan a la Prisión de la Luna; pero hay que correr el riesgo. La vida es, en sí misma, un riesgo. Pregúntate si vale la pena, y estoy seguro de que te responderás: «Sí, vale la pena; sí, maldición, vale la pena».
Se puso la chaqueta, abrió la puerta de la oficina y salió a la luz del sol. Al cabo de un momento, al ver que Zeta no miraba hacia atrás, Nick le siguió lentamente. Se reunió con Zeta en el aparcamiento de los autocohetes.
—Opino que deberías buscarte otra esposa —insistió Zeta, abriendo la portezuela del autocohete y apretujándose detrás del timón.
Nick entró también y cerró la portezuela de su lado. Zeta sonrió cuando el autocohete ascendió en línea recta hacia el cielo matinal.
—En realidad, esto no es asunto suyo —razonó Nick.
Zeta no contestó, concentrado como estaba en la conducción del aparato.
—Ahora puedo ir rápido porque estamos limpios —le confió a Nick sin volver la cabeza—. Pero cuando regresemos tendremos ya los folletos, de manera que deberemos procurar que ningún occífero de la Seguridad Pública nos detenga por exceso de velocidad o algún giro prohibido. ¿De acuerdo?
—Sí —asintió Nick, sintiendo el temor creciendo en su interior.
Era inevitable; el camino que estaba siguiendo…, sabía que no podía esquivarlo. ¿Por qué no?, se preguntó. Sé que he de pasar por esto, pero ¿por qué? ¿Para demostrar que no temo que un polizonte nos persiga? ¿Para demostrar que no me dejo dominar por mi esposa? Por una serie de falsos motivos, pensó. Y principalmente, por haber bebido alcohol, la más peligrosa de las sustancias, aparte del ácido prúsico, que uno puede tomar. Bien, se dijo, ya está hecho.
—Un día estupendo —afirmó Zeta—. Cielo azul y sin nubes.
Llevó el autocohete más arriba, disfrutando con ello. Nick se encogió contra el asiento y estuvo sentado, indefenso, a medida que el autocohete iba ganando altura.
En un fono de pago, Zeta efectuó una llamada consistente sólo en unas palabras apenas articuladas.
—¿Lo tiene? —preguntó—. ¿Está ahí? De acuerdo… Sí, bien… Gracias… Adiós —colgó—. Esto es lo que no me gusta —dijo—. Tener que llamar por fono… Pero es probable que con tantas llamadas al día no puedan controlarlas todas.
—Pero la Ley de Parkinson… —objetó Nick, intentando disimular su miedo con una chanza—. Si ha de ocurrir algo…
—Aún no ha ocurrido nada —refutó Zeta, volviendo a poner toda su atención en el autocohete.
—Pero eventualmente…
—Eventualmente —le interrumpió Zeta—, la muerte nos atrapará a todos.
Movió la palanca del autocohete y éste ascendió de nuevo. Estaban volando sobre un amplio sector residencial de la ciudad. Zeta miró hacia abajo y frunció el ceño.
—Esas condenadas casas son todas iguales —gruñó—. Es difícil distinguirlas desde aquí arriba. Por otro lado esto va bien, ya que así él se halla en medio de diez millones de leales seguidores de Willis Gram, los Inusuales y los Nuevos Hombres, y el resto de esa bazofia.
De pronto, el autocohete comenzó a perder altura.
—Ahí vamos —anunció Zeta—. Sí, la cerveza me afecta un poco… —dijo sonriéndole a Nick—. Y tú pareces un búho disecado, lo mismo que si pudieras girar la cabeza por completo.
Se echó a reír.
Por fin, llegaron a un campo de aterrizaje de un tejado, donde se posó el autocohete.
Gruñendo, Zeta saltó al suelo, cosa que Nick imitó, y ambos se dirigieron a la escalera mecánica.
—Si los occíferos nos paran —le dijo Zeta a Nick en voz baja—, y nos preguntan qué hacemos aquí, diremos que le traemos las llaves de su autocohete a un individuo que vive aquí, y que se nos olvidó entregárselas cuando acabamos de repararle el aparato.
—Esto no tiene ningún sentido —objetó Nick.
—¿Por qué no?
—Porque de haber tenido nosotros las llaves de su autocohete, él no habría podido volar hasta aquí.
—Está bien, diremos que es un segundo juego de llaves que nos encargó para su esposa.
En el piso cincuenta, Zeta salió de la escalera mecánica; después, recorrieron un alfombrado pasillo en el que no vieron a nadie. De repente, Zeta se detuvo, miró rápidamente a su alrededor y llamó a una puerta.
Ésta se abrió. Ante ellos estaba una joven bajita, de cabello negro, bonita en un sentido extraño, duro. Tenía una nariz algo torcida, labios sensuales y pómulos bien formados, exóticos. La rodeaba un mágico halo de feminidad. Nick lo captó inmediatamente. Su sonrisa le pareció iluminadora, alumbrando toda su cara y dándole vivacidad.
Zeta no se mostró muy contento al verla.
—¿Dónde está Denny? —preguntó en voz baja pero clara.
Zeta entró, algo inquieto, y le hizo una seña a Nick para que le siguiera. No les presentó, sino que pasó rápidamente al salón, cruzó el pequeño dormitorio y llegó a la cocina, situada en un rincón del mismo salón, como un animal al acecho.
—¿Estáis limpios aquí? —preguntó repentinamente.
—Sí —asintió ella. Luego, miró a Nick, mucho más alto que ella—. No te había visto, ¿verdad?
—No estás limpia —masculló Zeta. Metió una mano dentro del tubo de los desperdicios y extrajo un paquete—. Estáis chiflados, chicos.
—No sabía que eso estuviera ahí —se excusó la joven con voz dura y cortante—. De todos modos, está dispuesto de tal forma que si viene un poli y echa la puerta abajo, todo esto bajaría por el tubo con sólo tocarlo y no habría pruebas.
—Atascan el tubo —explicó Zeta—, y sale todo en el segundo piso, antes de que llegue a la caldera.
—Me llamo Charley —le dijo la joven a Nick.
—¿Una chica que se llama Charley? —se extrañó Nick.
—Charlotte —aclaró ella alargando la mano. Se dieron un apretón—. Creo que ya sé quién eres: el tallador de Zeta.
—Sí.
—¿Y quieres un folleto auténtico? ¿Lo pagas tú o Zeta? Porque Denny ya no concede créditos, quiere pops al contado.
—Lo pago yo —intervino Zeta—. Al menos, esta vez.
—Así pasa siempre —comentó Charley—. El primer folleto es gratuito; el siguiente cuesta cinco pops; el otro, diez; el…
Se abrió la puerta del apartamento. Todos dejaron de moverse, incluso de respirar.
Apareció un joven de buen aspecto, corpulento, bien vestido, su rubio cabello revuelto, ojos grandes, y en su cara una expresión de intensidad, de modo que, a pesar de su hermosura, resultaba un rostro provisto de una fea y cruel intensidad. Miró brevemente a Zeta, y a continuación, durante unos segundos, a Nick. Luego, cerró la puerta a sus espaldas atrancándola con una barra Ferok, se dirigió al ventanal, miró lo que había al otro lado, mientras se mordía la uña del dedo pulgar. Parecía irradiar vibraciones ominosas a su alrededor, como si estuviese a punto de ocurrir algo espantoso, algo que podía destruirlo todo; como si, pensó Nick, él fuese a destruirlo. El joven emanaba un aura de fuerza, pero una fuerza negativa; era algo excesivo, igual que sus agrandados ojos o su revuelto cabello. Un Dionisio de las alcantarillas de la ciudad, pensó Nick. De modo que éste era el traficante, la persona que tenía los folletos auténticos.
—Vi tu autocohete en el tejado —le espetó el joven a Zeta, como anunciándole el descubrimiento de una mala acción—. ¿Quién es éste? —quiso saber, señalando con un gesto a Nick.
—Alguien que conozco y que desea comprar —respondió Zeta.
—Oh, ¿de veras?
Denny se acercó a Nick y le examinó atentamente. Nick se dio cuenta de que estaba estudiando sus ropas, su cara… Me está juzgando, se dijo Nick. Como si estuviera en juego una especie de combate, cuya naturaleza le resultaba totalmente desconocida.
De pronto, Denny movió con gran rapidez sus grandes y sobresalientes ojos. Miró hacia la litera donde reposaba el folleto.
—Lo saqué del tubo de los desperdicios —explicó Zeta.
—Maldita zorra —le gruñó a la joven—. Te dije que debes mantener limpio este apartamento, ¿lo entiendes?
La miró centelleante y ella levantó la vista, con los labios separados con ansiedad, los ojos inmóviles, llenos de alarma. Volviéndose, Denny cogió el folleto, arrancó el papel que lo envolvía y lo estudió.
—Te lo dio Fred —dijo—. ¿Cuánto te ha costado? ¿Diez pops? ¿Doce?
—Doce —asintió Charley—. Eres un paranoico. Deja ya de mirarnos como si fuésemos polis… Para ti todo el mundo lo es.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Denny a Nick.
—No se lo digas —se adelantó Charley.
Denny se volvió hacia ella y levantó el brazo, pero volvió a bajarlo. Charley le miró con tranquilidad, su cara inerte y dura.
—Adelante —le retó—. Pégame y te daré una patada donde te dolerá durante el resto de tu vida.
—Es un empleado mío —se interpuso Zeta.
—Oh, sí —exclamó Denny con sarcasmo—. Y le conoces desde niño. ¿Por qué no dices sencillamente que es tu hermano?
—He dicho la verdad —aseguró Zeta.
—¿A qué te dedicas? —le preguntó Denny a Nick.
—Tallo neumáticos.
Denny sonrió y sus modales cambiaron como si el problema estuviera ya solucionado.
—Ah, ¿sí? —Se echó a reír—. Vaya oficio, y vaya vocación. ¿Te lo traspasó tu padre?
—Sí —admitió Nick.
Una oleada de odio le invadió, pero intentó disimularlo: sí, tenía miedo de Denny, quizá porque los demás también le temían, y él captaba aquel temor.
—De acuerdo, tallador de neumáticos —dijo Denny, tendiéndole la mano a Nick—. ¿Quieres un folleto de un cuarto de pop o de un centavo? Tengo de los dos. —Se metió la mano en el interior de su chaqueta de cuero y extrajo un puñado de folletos—. Buen material —alabó—. Todo auténtico. Conozco al tipo que los imprime. Vi los manuscritos originales de Cordon en su imprenta.
—Puesto que soy yo quien paga —intervino Zeta—, dale el más caro.
—Te sugiero —terció Charley—. «La moral del hombre correcto».
—¿De veras? —inquirió Denny sarcásticamente, mirándola de reojo.
La joven le sostuvo la mirada, como antes, sin pestañear. Nick pensó que ella era tan dura como Denny. Es capaz de resistirle, pero ¿por qué? ¿Vale la pena estar cerca de una persona tan violenta? Sí, se contestó. Puedo intuir la violencia y la volatilidad. Denny es apto, en cualquier momento, para hacer algo. Posee una personalidad anfetamínica. Probablemente, toma dosis masivas de algún anfetamínico, por vía oral o en inyección. Cabe la posibilidad de que se vea obligado a tomarlas a causa de la labor proselitista que lleva a cabo.
—Me quedo con ése —aceptó Nick—, el que sugiere Charley.
—Ya te ha cazado —sonrió Denny—. Como caza a todo el mundo, a cualquier hombre. Es una estúpida. Sí, es una zorra estúpida y bajita.
—Y tú un maricón —exclamó Charley.
—Habló la lesbiana —se mofó Denny.
Zeta sacó un billete de cinco pops y se lo dio a la joven; era obvio que deseaba concluir la transacción lo antes posible y marcharse de allí.
—¿Acaso te molesto? —le preguntó Denny a Nick con brusquedad.
—No —respondió Nick con cierta cautela.
—Pues molesto a bastantes personas —gruñó Denny.
—Naturalmente —asintió Charley.
A continuación, le cogió los folletos, buscó el que quería y se lo entregó a Nick, dibujando en su rostro una resplandeciente sonrisa. Dieciséis años, pensó Nick, no más. Unos niños jugando al juego de la vida o la muerte, odiando y peleando, pero probablemente uniéndose estrechamente en momentos de peligro. La animosidad entre Charley y Denny disimulaba, se dijo Nick, una atracción más profunda. Funcionaban en tándem. Una relación simbiótica, conjeturó, agradable de contemplar, aunque no fuese demasiado real. Un Dionisio de la alcantarilla, pensó, y una chica bajita, bonita y dura, capaz de rivalizar con él…, o de intentarlo. Probablemente le odiaba y, no obstante, no podía abandonarle. Seguramente porque ella lo consideraba muy atractivo físicamente y, a sus ojos, un verdadero hombre. Por ser más duro que ella, cosa que la joven respetaba. Porque siendo dura, sabía lo que esto significaba.
Una persona con la que poder fundirse. Y Denny se había fundido con ella como una fruta pegajosa en un clima extremadamente cálido; el rostro de Denny era blando y cambiante, y únicamente la mirada centelleante de sus ojos mantenía sus facciones en conformidad.
Cualquiera diría, también pensó Nick, que la distribución y venta de los escritos de Cordon es algo idealista, noble. Aunque aparentemente no lo sea. Esta tarea es ilegal, y atrae a los que naturalmente se ocupan de cosas ilegales, a los que en sí mismos son unos tipos raros. No son los objetos que venden lo que importa, sino el hecho de ser ilegales, y es por eso que la gente paga por ellos precios elevados.
—¿Estás segura de que ahora este apartamento está limpio? —le preguntó Denny a la muchacha—. Como sabes, yo vivo en él, y paso aquí diez horas diarias. Si encontraran algo…
Dio una vuelta, suspicaz como un animal de presa, invadido de un odio que no podía disimular.
De repente, cogió una lámpara de pie. La examinó y sacó una moneda del bolsillo; con ella, aflojó tres tornillos y la base quedó suelta. Entonces, aparecieron tres folletos enrollados en el hueco del pie de la lámpara.
Denny se volvió hacia la chica, que estaba inmóvil y el rostro sosegado, al menos eso parecía. Nick vio cómo ella apretaba los labios disponiéndose a actuar.
Denny levantó el brazo derecho y la abofeteó, aunque falló el golpe, le pegó en un ojo. Charley había agachado la cabeza, aunque no lo suficiente, y el golpe fue directo a la sien, junto a la oreja. Con asombrosa velocidad, Charley agarró el brazo extendido de Denny, levantó su muñeca y la mordió, clavando profundamente los dientes en la carne. Denny chilló, tratando de liberar su muñeca de los dientes de la chica.
—¡Ayudadme! —les gritó a Nick y Zeta.
Nick, sin saber qué hacer, se limitó a mirar a la joven, murmurando algo, diciéndole que soltara su presa, que podía morderle un nervio y dejar la mano paralítica. Por su parte, Zeta cogió a Charley por la barbilla, insertó sus enormes dedos manchados en las comisuras de la boca, y le obligó a separar los maxilares. Denny retiró el brazo al instante y examinó el mordisco; se sentía un poco mareado, pero al cabo de un segundo su rostro volvió a mostrar la violencia que anidaba en él. Ahora era una violencia asesina, Y los ojos parecían querer salírsele de las cuencas. Se inclinó, cogió la lámpara y la levantó en alto.
Zeta le asió por los brazos, sujetándole con fuerza.
—Llévatela de aquí —le ordenó al mismo tiempo a Nick con voz ronca—. A cualquier sitio donde él no pueda encontrarla. ¿No te das cuenta? Es un adicto al alcohol. Y estos adictos son capaces de cualquier cosa. ¡Vete!
Como en un trance, Nick cogió la mano de la chica y, rápidamente, la sacó fuera del apartamento.
—¡Podéis coger un autocohete! —les gritó Zeta.
—De acuerdo —asintió Nick.
Tiró de la muchacha, que le siguió voluntariamente, frágil y liviana, y llegaron a la escalera mecánica. Apretó un botón.
—Sí, será mejor que subamos al tejado —dijo Charley.
Estaba tranquila, y le sonrió a Nick con aquella radiante sonrisa que tornaba su cara tan exquisitamente adorable.
—¿Le tienes miedo? —le preguntó Nick, entrando en la escalera mecánica y empezando a subir los peldaños de dos en dos.
Seguía sujetando a Charley por la mano y ella logró igualar su paso. Ágil, casi flotando como un espíritu, Charley combinaba la habilidad de moverse velozmente con una cualidad deslizante, casi sobrehumana. Como una cervatilla, pensó Nick, mientras iban subiendo.
Denny apareció en la escalera, muy abajo.
—¡Venid aquí! —gritó con voz temblorosa por la agitación—. ¡He de ir a un hospital para que me echen un vistazo a este mordisco! ¡Vamos, llevadme al hospital!
—Siempre dice lo mismo —comentó Charley plácidamente, sin dejarse conmover por el tono plañidero de Denny—. No le haga caso, seguramente irá más de prisa que nosotros.
—¿Hace esto muy a menudo? —se interesó Nick, jadeando al llegar al tejado, dirigiéndose adonde se hallaba el autocohete de Zeta.
—Él sabe lo que yo hago —explicó Charley—. Bueno, ya vio lo que le hice: morderle. No resiste que le muerdan. ¿Le ha mordido alguna vez una persona mayor? ¿Ha pensado al menos en el dolor que se experimenta? Oh, y aún puedo hacer otra cosa: ponerme contra la pared, sostenerme en ella, extender los brazos y entonces dar patadas con las dos piernas. Alguna vez se lo enseñaré. Pero recuerde que jamás debe intentar tocarme cuando no quiero que me toquen. Nadie puede intentarlo sin llevarse su merecido.
Nick la hizo entrar en el autocohete, se instaló en el asiento del conductor, detrás del timón. En el mismo instante en que Denny, jadeando, aparecía al final de la escalera mecánica, puso en marcha el motor. Al verle, Charley se echó a reír muy contenta, con una carcajada infantil; luego, se llevó ambas manos a la boca y se balanceó de un lado a otro, con los ojos relucientes.
—¡Dios mío! —exclamó—. Está muy enfadado… Y no puede hacer nada para remediarlo. Vamos, despegue.
Presionó la palanca y Nick hizo despegar el aparato que, a pesar de sus años y su mal estado, tenía un motor estupendo, construido por Zeta. De manera que Denny nunca los atraparía con su autocohete. A menos, claro está, que Denny también hubiese puesto un motor poderoso en su aparato.
—¿Qué sabes de su autocohete? —le preguntó a Charley, que se estaba alisando el cabello y el vestido—. ¿Ha puesto…?
—Denny no sabe ejecutar ninguna labor manual. No le gusta ensuciarse las manos. Pero tiene un Schellingberg 8, con un motor B-3. Sí, puede ir muy de prisa. A veces, por la noche, cuando no hay tráfico, vuela a cincuenta.
—No hay problema —respondió Nick—. Este viejo cacharro alcanza los setenta y hasta los setenta y cinco. Al menos eso es lo que dice Zeta. —El autocohete volaba rápidamente, zigzagueando por entre el tráfico matinal—. Le perderemos de vista —continuó Nick—. ¿Es aquél? —preguntó, al ver detrás suyo un Schellingberg de color púrpura brillante.
—Sí —respondió Charley, volviendo la cabeza para verlo—. Denny posee el único Schellingberg 8 de color púrpura de los Estados Unidos.
—Me internaré en el tráfico denso de la ciudad —propuso Nick.
Empezó a descender al nivel más frecuentado por los autocohetes de trayecto corto. Casi al momento, dos autocohetes inocuos se le pusieron detrás, en tanto él iba siguiendo al que tenía delante.
—Giraré por aquí —dijo, al aparecer el globo que indicaba Avenida Hastings a su derecha.
Efectuó el giro y quedó, tal como esperaba, tremendamente inmerso en las lentas filas de autocohetes que buscaban un espacio para aparcar. La mayoría de los autocohetes los conducían las mujeres que iban de compras.
Ni rastro del Schellingberg 8. Nick miró en todas direcciones, intentando divisarlo.
—Lo hemos perdido —afirmó Charley—. Depende de la velocidad, es decir, de su velocidad cuando no hay tráfico, pero aquí y ahora… —Se echó a reír, brillándole los ojos de entusiasmo—. Es demasiado impaciente y por eso nunca conduce entre el tráfico denso.
—Entonces —dijo Nick—, ¿qué crees que hará?
—Rendirse. Durante un par de días estará muy enfadado, y durante unas cuarenta y ocho horas sentirá impulsos homicidas. Lo cierto es que fui una estúpida al esconder aquellos folletos en la lámpara, y él tenía razón, pero no me gusta que me peguen. —Reflexivamente, se frotó la dolorida sien—. Pega fuerte —se quejó—. Pero no soporta que le aticen a él. Yo, claro está, no puedo pegarle y hacerle daño, ya que soy demasiado pequeña, pero sí puedo morderle, ya lo vio usted.
—Sí, vi el mejor mordisco del siglo —ponderó Nick, que no deseaba discutir sobre aquel tema.
—Es muy amable —murmuró Charley—, resulta muy agradable que un desconocido como usted me ayude de esta manera, cuando ni siquiera me conoce. Ni sabe mi nombre.
—Me gusta Charley —rió él. Le sentaba bien.
—Pues yo no sé su nombre —le recordó ella.
—Nick Appleton.
Charley se echó de nuevo a reír.
—Es el nombre que tendría el protagonista de un libro: Nick. Y Appleton, seguramente un detective. O el del presentador de uno de esos espectáculos de la televisión.
—Es la clase de hombre que denota competencia —sonrió Nick.
—Usted es competente —reconoció Charley—. Bueno, nos sacó… es decir, a mí, de allí. Gracias.
—¿Dónde piensas pasar las próximas cuarenta y ocho horas? —se interesó Nick—. Hasta que Denny se calme.
—Tengo otro apartamento. También lo utilizamos. Trasladamos el material de uno a otro, por si acaso lanzan un mandamiento judicial contra nosotros. Búsqueda y captura, ya sabe. Pero no sospechan de nosotros. La familia de Denny tiene mucho dinero e influencia. En cierta ocasión nos rondó un detective, pero un oficial de la Seguridad Pública, amigo del padre de Denny, le ordenó que nos dejara tranquilos. Aquélla fue la única vez que tuvimos problemas.
—No creo que debas ir al otro apartamento —opinó Nick.
—¿Por qué no? Allí están todas mis cosas, he de ir…
—Ve donde él no te encuentre. Podría matarte.
Nick había leído artículos sobre los cambios de personalidad que, a menudo, padecen los adictos al alcohol, sobre la feroz crueldad que demuestran virtualmente las estructuras de las personalidades psicopáticas, mezcladas con la cualidad de la manía, rápidamente cambiante, y la sospechosa rabia de la paranoia. Bien, ya había visto a un adicto al alcohol, y no le gustaba. No era extraño que las autoridades lo hubiesen hecho ilegal, realmente ilegal: normalmente, un adicto al alcohol, si lo atrapaban, se hallaba en un Campo de Concentración Psicodidáctico durante el resto de su vida. A menos que pudiese pagar un buen abogado que, a su vez, pudiera pagar los costosos análisis del individuo, con la intención de demostrar que había concluido el período de su adicción. Aunque, en realidad, ese período jamás concluía. Un adicto al alcohol lo seguía siendo siempre, incluso después de someterse a la operación de Platt en el diencéfalo, la zona del cerebro que controla las ansias orales.
—Si me ataca —replicó Charley—, le mataré. Lo cierto es que él tiene más miedo que yo. Tiene mucho miedo, la mayor parte del cual se deriva del temor, del pánico, diría yo. Vive en un constante estado de pánico.
—¿Y si ya hubiese dejado de beber?
—Todavía está asustado, ésa es la razón por la que bebe, pero no es violento a menos que beba; sólo desea huir y esconderse. Sin embargo, no puede hacerlo, cree que la gente le espía y sabe que es un traficante. Por eso bebe.
—Pero al beber —objetó Nick—, atrae la atención, y eso es precisamente lo que trata de evitar, ¿verdad?
—Tal vez no. Tal vez desee que le cojan. Jamás había trabajado hasta que se dedicó a vender esos folletos y las minicintas; su familia siempre le ha ayudado. Y ahora, Denny se aprovecha de la cred… ¿Cómo es la palabra?
—Credulidad.
—¿Significa creer lo que uno quiere creer?
—Sí.
Al menos era una definición bastante parecida.
—Bien, se aprovecha de la credulidad ajena, porque la gente, mucha gente, cree de un modo supersticioso en Provoni, ¿sabe? Me refiero a lo de su venida, y en toda esa bazofia que se encuentra en los escritos de Cordon.
—¿Quieres decir que los que vendéis los escritos de Cordon —preguntó Nick, incrédulo a su vez—, todos los que traficáis con ellos…?
—No tenemos por qué creerlos. ¿Acaso el que vende alcohol tiene que ser forzosamente un adicto a los licores?
Por muy correcta que fuese, aquella lógica le dejó aturdido.
—Lo hacéis por dinero —murmuró para sí—. Probablemente, ni siquiera habéis leído los folletos, y sólo conocéis los títulos. Como el empleado de un almacén.
—Yo he leído algunos —Charley le miró, frotándose la frente—. Caramba, tengo dolor de cabeza. ¿No tiene darvon o codeína en su casa?