A las ocho y media de la mañana, Nicholas Appleton se presentó en su trabajo y se dispuso a empezar la jornada.
El sol brillaba sobre la tienda del pequeño edificio. Una vez allí, Nick se arremangó, se puso las lentes de aumento y enchufó el taladro.
Su jefe, Earl Zeta, fue hacia él con las manos en los bolsillos de sus pantalones color caqui, con un puro italiano colgando de sus gruesos labios.
—¿Qué dicen, Nick? —preguntó.
—No lo sabremos hasta dentro de un par de días —respondió él—. Nos enviarán los resultados por correo.
—Oh, sí, tu chico… —Zeta posó una mano semejante a una garra sobre la espalda de Nick—. Haces las muescas demasiado superficiales —se quejó—. Quiero que lleguen casi hasta la llanta. Sí, hasta el maldito chasis.
—Pero si llego más hondo que… —empezó a protestar Nick.
El neumático estallará si pasa sobre una cerilla encendida, pensó. Es lo mismo que dispararle con un rifle láser.
—Está bien —exclamó, procurando disimular su disgusto. Al fin y al cabo, Zeta era su jefe—. Las haré más profundas hasta que el taladro salga por el otro lado.
—Haz eso y quedarás despedido —le amenazó Zeta.
—Su filosofía es que una vez que adquieren el cacharro…
—Cuando sus tres ruedas tocan la acera pública —afirmó Zeta— termina nuestra responsabilidad. Después, lo que les suceda es asunto de ellos.
Nick no había deseado ser tallador de neumáticos, es decir, un hombre que cogía un neumático liso y, con el taladro al rojo vivo, hacía muescas cada vez más profundas en el neumático, dejándolo de manera vistosa y adecuada. Dejándolo como si tuviese ya toda la pisada necesaria. Había heredado el oficio de su padre, quien a su vez lo aprendiera de su padre. Durante muchos años, aquel oficio había pasado de padres a hijos. Aunque lo odiaba mientras trabajaba, Nick sabía una cosa: era un soberbio tallador de neumáticos y lo sería siempre. Zeta estaba equivocado, porque él ya tallaba bastante hondo.
Yo soy un artista, pensó. Y soy yo quien debe decidir la profundidad del entallado.
Ociosamente, Zeta puso en marcha su radio del cuello. Una musiquilla facilona surgió de los siete u ocho sistemas de altavoz esparcidos por todo el voluminoso cuerpo del jefe.
La música cesó. Una pausa y se oyó la voz de un locutor que hablaba en un tono profesionalmente falto de interés:
«Los portavoces de la Seguridad Pública, representando al Director Lloyd Barnes, anunciaron hace poco que el prisionero político Eric Cordon, desde hace bastante tiempo preso por actos hostiles al pueblo, ha sido trasladado desde la Cárcel de Brightforth a las instalaciones de Exterminio de Long Beach, California. Al preguntar si esto significaba que iban a ejecutar a Cordon, los portavoces de la Seguridad Pública respondieron que todavía no se ha tomado ninguna decisión. Fuentes bien informadas no vinculadas con la Seguridad Pública han asegurado que esto significa la ejecución de Cordon, indicando que de los últimos novecientos prisioneros trasladados en diversos grupos a las instalaciones de Long Beach, cerca de ochocientos fueron ejecutados. Éste es un boletín de noticias de…».
Convulsivamente, Earl Zeta buscó el botón de su radio corporal; no lo encontró, apretó los puños espasmódicamente, cerró los ojos y se tambaleó un poco.
—Van a asesinarle —murmuró.
Abrió los ojos, hizo un mohín de amargura y su rostro exhibió un violento y profundo dolor. Poco a poco volvió a ser dueño de sí mismo; su angustia cesó, pero no por completo, ya que al mirar a Nick todo su cuerpo continuó en tensión.
—Usted es un Subhombre —le acusó Nick.
—Hace diez años que me conoces —gruñó Zeta. Sacó un pañuelo colorado y cuidadosamente se enjugó la frente. Le temblaban las manos—. Escucha, Appleton —añadió, ya con un tono de voz más natural, más firme; aunque interiormente continuaba temblando. Nick sabía que el temblor estaba allí. Oculto, enterrado, a causa del miedo—. Sé que también me atraparán. Si ejecutan a Cordon, nos liquidarán a todos nosotros, a todos los peces pequeños como yo. Nos llevarán a esos Campos, a esos malditos Campos de Concentración de la Luna. ¿Has oído hablar de ellos? Allí es adonde iremos. Nosotros, mi gente. Tú no.
—Sé lo de esos Campos —asintió Nick.
—¿Piensas denunciarme? —quiso saber Zeta.
—No.
—Aun así, me cogerán de todos modos —aseguró Zeta tristemente—. Durante varios años han estado compilando listas. Listas kilométricas, incluso en microfilmes. Tienen computadoras y espías. Cualquiera puede ser un espía, cualquiera de los que conocemos o con los que hablamos. Oye, Appleton, la muerte de Cordon significa que no luchamos por la igualdad política, sino que luchamos por nuestras vidas. Lo entiendes, ¿verdad, Appleton? Tal vez yo no te soy simpático, ya que en realidad no congeniamos demasiado, pero ¿deseas que me asesinen?
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Nick—. No puedo enfrentarme con la Seguridad Pública.
Zeta levantó los brazos con el cuerpo rígido por la agonía de la desesperación.
—Podrías morir con nosotros —masculló.
—De acuerdo.
—¿De acuerdo? —Zeta le observó, tratando de comprenderle—. ¿Qué quieres decir?
—Que haré lo que sea —asintió Nick.
Se sentía bastante aturdido por lo que decía. Ahora todo había desaparecido; las posibilidades para Bobby eran prácticamente nulas, mientras que él seguiría siendo tallador de neumáticos toda la vida.
Sin embargo, yo habría esperado, pensó. Esto no me puede suceder a mí. No me lo esperaba… Y, en realidad, no lo entiendo. Debe de ser por el fracaso de Bobby. Y, no obstante, aquí estoy, diciéndole esto a Zeta. Comprometiéndome.
—Vamos a mi despacho —sugirió Zeta roncamente—, y tomaremos una pinta de cerveza.
—Pero ¿tiene alcohol? —No podía creérselo, el castigo era terrible.
—Beberemos por Eric Cordon —exclamó Zeta, adelantándose.