—¿CÓMO va la persecución de Provoni? —preguntó Willis Gram, Presidente del Consejo del Comité Extraordinario para la Seguridad Pública, cogiendo su fono de una línea—. ¿Alguna novedad?
Sonrió. Quién sabe dónde estaba Provoni. Probablemente, muerto hacía varios años en algún perdido planetoide.
—¿Se refiere a las noticias que dan los medios de comunicación, señor? —preguntó Lloyd Barnes, el Director de Policía.
Gram se echó a reír.
—Sí, dígame qué dicen los periódicos y la televisión.
Naturalmente, podía poner en marcha su propio televisor, sin tener siquiera que saltar de la cama. Pero le encantaba poner en ascuas al elegante Director de Policía acerca de la situación de Thors Provoni. El color de la tez de Barnes solía ser, de una manera morbosa, interesante. Y, como era un Inusual del grado más elevado, Gram podía disfrutar con el caos formado en la mente del otro cuando trataban del tema tan sobado de la fuga del traidor.
Al fin y al cabo, había sido el Director Barnes quien soltó a Thors Provoni de una Cárcel Federal diez años atrás, en calidad de rehabilitado.
—Provoni volverá a escurrírsenos de entre los dedos —se condolió Barnes.
—¿Por qué no dice que ha muerto?
La muerte de Provoni tendría unas enormes consecuencias psicológicas sobre la población…, y en las líneas que a él le gustaría ver.
—Si vuelve a presentarse, la base de nuestra situación se desequilibraría. Sólo con volver…
—¿Dónde está mi desayuno? —inquirió Gram—. Ordene que me lo traigan.
—Sí, señor —asintió Barnes, sorprendido—. ¿Qué quiere? ¿Tostadas y huevos? ¿Jamón frito?
—¿De veras hay jamón? —preguntó Gram—. Sí, jamón con tres huevos de gallina.
—Sí, señor —murmuró Barnes, al que no le agradaba aquel papel de criado. Interrumpió la comunicación.
Willis Gram volvió a apoyar la cabeza en la almohada; al momento se presentó uno de sus servidores personales, que le colocó la almohada exactamente tal como debía estar. Y ahora, ¿dónde estaba el maldito periódico? Alargó la mano para recibirlo; otro miembro de su servicio personal observó el gesto y al instante le entregó las tres ediciones del Times.
Durante algún tiempo, Gram hojeó las primeras secciones del antiguo y gran periódico…, ahora controlado por el Gobierno.
—Eric Cordon —exclamó Gram al fin, haciendo un ademán con la mano derecha para dar a entender que deseaba dictar algo.
Al momento apareció un escriba, con una transcriptora portátil.
—A todos los miembros del Consejo —dictó Gram—. No podemos anunciar la muerte de Provoni por los motivos que ha indicado el Director Barnes, pero podemos entregar a Eric Cordon. Quiero decir que podemos ejecutarle, lo cual será un gran alivio.
Casi, pensó, como atrapar a Thors Provoni. En la red de los Subhombres, Eric Cordon era el organizador y portavoz más admirado. Y, claro está, estaban sus numerosos libros.
Cordon era un verdadero Antiguo intelectual, un físico teórico que podía inspirar una gran respuesta de grupo entre los desilusionados Antiguos que añoraban los días pasados. Que, de haber podido, habrían hecho retrasar el reloj cincuenta años. A pesar de su gran capacidad leguleya, Cordon era un pensador, y no un hombre de acción como Provoni. Thors Provoni, el hombre de acción que había huido para obtener ayuda, como Cordon, su antiguo amigo, lo manifestó en una serie de discursos, libros y artículos espantosos. Cordon era popular, pero, al revés que Provoni, no era una amenaza pública. Con su ejecución, dejaría un vacío que, en realidad, nunca había llenado por completo. A pesar de su atractivo público, era un personaje menor.
Pero una gran parte de los Antiguos no entendía esto, y a Eric Cordon le rodeaba una especie de adoración al héroe. Provoni era una abstracción. Eric Cordon existía, trabajaba, escribía y hablaba en la Tierra.
—Que aparezca Cordon en la gran pantalla, señorita Knight —ordenó cogiendo su fono de dos líneas.
Colgó, volvió a hundirse en la almohada y paseó la vista por diversos artículos del periódico.
—¿Más dictado, Presidente del Consejo? —inquirió el escriba, tras un intervalo.
—Oh, sí —exclamó Gram, apartando de sí el periódico—. ¿Dónde estábamos?
—«Quiero decir que podemos ejecutarle. Lo cual será…».
—Continuemos —Gram se aclaró la garganta—. Quiero que todos los Jefes de Departamento, ¿lo entiende?, capten y comprendan los motivos que hay detrás de mi deseo de eliminar a ese… Bien, como se llame.
—Eric Cordon —le recordó el escriba.
—Sí —asintió Gram—. El motivo por el cual debemos destruir a Eric Cordon es el siguiente: Cordon es el enlace entre los Antiguos de la Tierra y Thors Provoni. Mientras Cordon viva, la gente sentirá la presencia de Thors Provoni. Sin Cordon, no tendrán ningún contacto, real o no, con esa bastarda rata espacial, allí donde quiera que esté. Hasta cierto punto, Cordon es la voz de Provoni, estando éste fuera. Admito que esto puede ser un tiro de rebote, ya que los Antiguos pueden amotinarse por algún tiempo… Pero, por otra parte, esto también serviría para hacer salir a los Antiguos de sus escondrijos, y sería más fácil atraparles. Es decir, pienso forzar deliberadamente una exhibición de fuerza por parte de los Antiguos, ya que habrá algaradas tan pronto como se anuncie la muerte de Cordon, pero al final…
Se interrumpió. En la pantalla grande, que abarcaba todo el muro de su inmenso dormitorio, empezaba a aparecer un rostro. Era una cara afilada, estética, con huecos en la mandíbula; una mandíbula debilitada, pensó Gram al ver que se movía al hablar. Unas gafas sin montura, un pelo ralo en forma de mechones cuidadosamente peinados en su pelado cráneo.
—Sonido —pidió Gram, mientras los labios de Cordon continuaban moviéndose inaudiblemente.
—… placer —decía Cordon cuando llegó el sonido demasiado elevado de volumen—. Ya sé que está usted muy ocupado, señor. Pero si desea hablarme… —Cordon esbozó un gesto elegante—, estoy dispuesto.
—¿Dónde diablos está ahora? —le preguntó Gram a uno de sus ayudantes.
—En la Prisión de Brightforth.
—¿Le dan bastante comida? —quiso saber Gram, dirigiéndose a la imagen de la pantalla.
—Mucha, sí —sonrió Cordon enseñando sus dientes blancos y regulares, probablemente postizos.
—¿Tiene libertad para escribir?
—Tengo los materiales necesarios.
—Dígame, Cordon —inquirió Gram con energía—, ¿por qué escribe y dice esas cosas tan horrorosas? Ya sabe que no son ciertas.
—La verdad está en el ojo del espectador. —Cordon sonrió sin humor.
—Usted ya está enterado del proceso que sufrió hace unos meses —observó Gram—, por el que fue sentenciado a dieciséis años de cárcel por traición. Bien, maldito sea, los jueces se han arrepentido y han tachado las especificaciones de su castigo. Ahora han decidido condenarle a la pena de muerte.
El rostro de Cordon no mostró ninguna expresión.
—¿Me oye? —se inquietó Gram.
—Oh, sí, señor. Le oigo muy bien.
—Vamos a ejecutarle, Cordon —continuó Gram—. Como sabe, puedo leer en su mente, y sé lo asustado que está.
Era verdad. Por dentro, Cordon temblaba. Aunque su contacto siguiese siendo puramente electrónico, estando Cordon a cuatro mil kilómetros de distancia, esa clase de capacidad psiónica era lo que asombraba a los Antiguos y, con frecuencia, también a los Nuevos Hombres.
Cordon no respondió, pero era obvio que Gram estaba leyendo en él telepáticamente.
—Interiormente —siguió Gram—, usted piensa: Tal vez debería largarme. Muerto Provoni…
—No creo que Provoni haya muerto —le interrumpió Cordon, con expresión ceñuda: su primera expresión facial.
—Subconscientemente —aclaró Gram—. Usted ni siquiera se halla enterado de ello.
—Aunque Thors hubiese muerto…
—Oh, vamos —dijo Gram—. Usted sabe tan bien como yo que si Provoni estuviese muerto, usted abandonaría su propaganda de agitación y saldría de la vista del público por el resto de su inútil existencia.
Un zumbador situado en el aparato de comunicaciones, a la derecha de Gram, cobró vida.
—Perdone —se disculpó éste, presionando un botón.
—Ha llegado el abogado de su esposa, Presidente del Consejo. Usted advirtió que le dejáramos pasar, pese a lo que estuviese haciendo. ¿Debo dejarle entrar o…?
—Que entre —ordenó Gram. A Cordon le dijo—: Probablemente, se lo comunicará el Director Barnes una hora antes de su ejecución. Y ahora adiós, estoy muy ocupado.
Hizo un movimiento y la pantalla del muro se tornó opaca.
La puerta central del dormitorio se abrió para dar paso a un caballero esbelto, alto y bien ataviado, con una barbita corta. Penetró vivamente en la estancia, cartera en mano. Era Horace Denfeld, que siempre vestía de la misma manera.
—¿Sabe qué acabo de leer ahora mismo en la mente de Eric Cordon? —le preguntó Gram—. Subconscientemente, está arrepentido de haberse unido a los Subhombres, y aquí lo tenemos, el jefe del grupo… Bueno, si se le puede llamar jefe de ese grupo, claro. Voy a liquidarlo, empezando por Cordon. ¿Aprueba que ordene la ejecución de Cordon?
Después de sentarse, Denfeld descorrió la cremallera de su cartera.
—Según las instrucciones de Irma y mi consejo profesional, hemos cambiado algunas cláusulas, de poca importancia, en el acuerdo de mantenimiento separado. Tome —le entregó unas hojas, un documento a Gram—. Tómese tiempo, Presidente del Consejo.
—¿Qué sucederá cuando desaparezca Cordon? —insistió Gram, desdoblando el documento legal y empezando a leerlo distraídamente, aunque fijándose especialmente en los párrafos marcados en rojo.
—Ni siquiera me atrevería a adivinarlo, señor —respondió Denfeld, pillado por sorpresa.
—¿Cláusulas sin importancia? —se burló Gram amargamente mientras leía—. Diantre, ha aumentado el mantenimiento del niño de dos pops al mes a cuatro. —Fue pasando las páginas, al tiempo que los lóbulos de sus orejas se ponían colorados por la cólera y el desaliento—. Y su pensión, de tres mil a cinco mil pops. Y… —llegó a la última página, llena de líneas coloradas y de sumas hechas con bolígrafo—, la mitad de mis gastos de desplazamiento. ¿También pide esto? Y todo lo que gane con mis discursos…
Tenía el cuello congestionado y perlado de sudor.
—De todos modos, le permite guardarse los beneficios procedentes de sus escritos y…
—No hay ningún material escrito. ¿Por quién me toma, por Eric Cordon?
Arrojó los papeles sobre la cama y durante algún tiempo se quedó sentado, rabiando… En parte, estaba enojado por lo que acababa de leer y, en parte, a causa del abogado, Horace Denfeld, que era un Nuevo Hombre y que, a pesar de su baja estatura incluso para la media de los Nuevos Hombres, consideraba a todos los Inusuales, incluyendo entre ellos al Presidente del Consejo, un simple desarrollo. Gram lo captaba en la mente de Denfeld: en ella había un nivel constante de superioridad y desprecio.
—Tengo que reflexionar sobre todo esto —masculló Gram. Enseñaré este documento a mis abogados, se dijo a sí mismo. Tengo los mejores abogados del gobierno, los del departamento de impuestos.
—Deseo que considere una cosa, señor —alegó Denfeld—. En cierto modo, a usted puede parecerle que es injusto que la señora Gram le pida… —buscó la palabra adecuada— una participación tan grande en sus bienes.
—La casa —asintió Gram—, y los edificios de cuatro apartamentos de Scranton. Todo eso… y ahora esto.
—Pero —objetó Denfeld melifluamente, paseando la lengua por los labios como una flámula de papel bailando al viento— es esencial que su separación conyugal se mantenga en secreto… Por su propio bien. Por el hecho de que un Presidente del Consejo del Comité Extraordinario de la Seguridad Pública no puede permitirse ni un soplo de… Bueno, de lo que califico de calumnia.
—¿Qué significa?
—Escándalo. Como sabe, ningún alto cargo de los Inusuales o los Nuevos Hombres puede dar un escándalo. Y esto, más su posición…
—Antes que firmar esto —concedió Gram—, dimitiré. Cinco mil pops de pensión al mes… Está loca. —Levantó la cabeza y escrutó a Denfeld—. ¿Qué le sucede a una mujer que consigue un divorcio o un mantenimiento por separación? Que lo quiere todo, a la fuerza o como sea. La casa, los apartamentos, el coche, todos los pops del mundo…
Dios mío, pensó, secándose la frente fatigadamente. Dirigiéndose a uno de sus criados le ordenó:
—Trae mi café.
—Sí, señor.
El ayudante se apresuró a preparar la cafetera y luego le dio una taza llena de un café negro, muy fuerte.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Gram a sus ayudantes y a cuantos se hallaban en el dormitorio, como suplicándoles—. Me tiene cogido. —Dejó el fajo de documentos en el cajón de su mesita de noche—. Bien, no hay nada más que discutir —le dijo a Denfeld—. Mis abogados le comunicarán mi decisión. —Miró a Denfeld con una expresión que al abogado no te gustó en absoluto—. Ahora he de atender otros asuntos.
Le hizo una seña a un ayudante, el cual colocó su firme mano sobre un hombro del abogado y lo condujo hacia una de las puertas del dormitorio.
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de Denfeld, Gram se tendió en la cama, meditando y sorbiendo el café. Si al menos Irma quebrantase una Ley… Aunque fuese una ley de tráfico, algo que la relacionase con la Policía. Si la pillasen saltándose algún reglamento de circulación, tal vez habría una posibilidad: podía resistirse al arresto, utilizar un lenguaje obsceno, sucio, ser una amenaza pública por el hecho de infringir deliberadamente la Ley… Si la gente de Barnes pudiese atraparla en un delito más importante, pensó Gram, como comprar y/o beber alcohol, entonces (esto se lo habían explicado sus abogados) podríamos entablar una demanda por madre inadecuada, cogerle los hijos, culparla por el divorcio… Lo cual, en las circunstancias actuales, haríamos público.
Pero, por el momento, Irma tenía muchas cosas contra él. Un divorcio objetado le daría muy mala imagen, con lo que Irma aún lograría más ventajas.
—Barnes —dijo, tras coger el fono de una línea—, quiero que busques a esa mujer policía, esa Alice Noyes, y me la envíes. Tal vez deberías venir tú también.
La occífera de Policía Noyes mandaba el equipo que, durante unos tres meses, había intentado encontrar algo en contra de Irma. Durante las veinticuatro horas del día, su esposa había sido seguida y espiada por los videos y los aparatos audiovisuales de la Policía, sin su conocimiento, claro está. En realidad, una cámara de video registraba todo lo que sucedía en el cuarto de baño de Irma, cosa que, por desgracia, no dio ningún resultado positivo. Todo lo que Irma decía o hacía, todos aquellos a los que veía, todos los sitios a los que iba, todo quedaba registrado en las cintas de la Central de la Seguridad Pública de Denver. Y el resultado era un cero absoluto.
Irma tenía su propia Policía, pensó Gram con amargura. Eran ex policías de la Seguridad Pública que rondaban a su alrededor cada vez que ella iba de compras, a una fiesta o al consultorio del doctor Radcliff, su dentista.
He de librarme de ella, pensó Gram. No debí casarme con una mujer Antigua.
Pero esto había sucedido mucho tiempo atrás, cuando él no ostentaba la elevada posición que tuvo más adelante. En privado, todos los Inusuales y todos los Nuevos Hombres se burlaban de él, y esto no le gustaba; él leía el pensamiento de todo el mundo y sabía que en todas las mentes había un gran desprecio hacia él.
Ese desprecio era sumamente grande entre los Nuevos Hombres.
Mientras esperaba al director Barnes y a la occífera Noyes, volvió a estudiar el Times, abriéndolo al azar por una de sus trescientas páginas.
De pronto, se enfrentó con un artículo sobre el proyecto del Gran Oído. Un artículo firmado por Amos Ild, un Nuevo Hombre muy bien situado, un individuo al que Gram no podía tocar.
Bien, el experimento del Gran Oído se desarrolla felizmente, pensó Gram sardónicamente mientras leía el artículo.
«Creemos que cae más allá del promedio normal de probabilidades, de manera que el trabajo emprendido en el aparato de escucha telepática, puramente electrónico, avanza a un ritmo tranquilizador, dijeron hoy los oficiales de la McMally Corporation, el diseñador y el constructor del Gran Oído, en una conferencia de prensa a la que asistieron muchos observadores escépticos. Cuando el Gran Oído entre en funcionamiento, opinó Munro Capp, será capaz de regular telepáticamente las ondas cerebrales de decenas de miles de personas, y poseerá la habilidad, que no tienen los Inusuales, de desentrañar esas enormes mareas de…».
Dejó el periódico a un lado, y cayó con un ruido sordo y formando un montón, sobre el alfombrado suelo.
Los Nuevos Hombres son unos bastardos, pensó apretando los dientes en su impotencia. Ahora gastan millones y millones de pops en ese proyecto, y después del Gran Oído construirán un aparato que sustituya a los Inusuales videntes, y más tarde a todos los demás, uno a uno. Habrá aparatos poltergeist rodando por las calles y zumbando en el aire. Y nosotros ya no seremos necesarios.
Y en lugar de un Gobierno fuerte y estable formado por dos partidos, que es lo que ahora tienen, habrá un sistema de un solo partido, un monstruo monolítico en el que los Nuevos Hombres poseerán todos los puestos clave de todos los niveles. Y adiós al Servicio Civil, excepto para realizar los exámenes de la actividad cortical de los Nuevos Hombres, esa neutrología de doble cúpula que postula cosas tales como que A es igual a su opuesto y que cuanto mayor es la discrepancia, mayor es la congruencia. ¡Cristo!
Tal vez, siguió meditando, toda la estructura del pensamiento de los Nuevos Hombres no sea más que un gigantesco engaño. Nosotros no podemos entenderlo; los Antiguos no pueden entenderlo; por otra parte, nosotros aceptamos su palabra de que es un nuevo paso hacia la evolución del funcionamiento del cerebro humano. De acuerdo, hay los nódulos Rogers, o como se llamen. Hay una estructura física, diferente en su corteza cerebral. Pero…
Se encendió uno de los interfonos.
—Han llegado el director Barnes y una occífera que…
—Que entren —ordenó Gram.
Se retrepó en la cama, se puso más cómodo, cruzó los brazos y esperó.
Esperó para contarles su nueva idea.