Capítulo 27

EN el centro del cuarto, sentado, estaba Amos Ild, con su cabezota sostenida por un cuello de varitas metálicas. Se hallaba rodeado por una gran variedad de objetos: clips, bolígrafos, pisapapeles, reglas, borradores, hojas de papel, cajitas, revistas, cosas abstractas… Había desgarrado las hojas de varias revistas, arrugándolas y arrojándolas lejos. En aquel momento pintaba en una hoja de papel.

Nick se aproximó. Estaba dibujando unos individuos rígidos y un gran círculo en el cielo que representaba el sol.

—¿Les gusta el sol a los hombres? —le preguntó a Amos Ild.

—Les calienta —respondió aquél.

—¿Y van hacia él?

—Sí.

Amos Ild cogió otra hoja, ya cansado de la anterior y trazó lo que parecía un animal.

—¿Un caballo? —indagó Nick—. ¿Un perro? Si tiene cuatro patas, ¿es un oso? ¿Un gato?

—Soy yo —murmuró Amos Ild.

El dolor comprimió el corazón de Nick.

—Esto es una madriguera —dijo Ild, trazando un círculo irregular con un lápiz color marrón—. Aquí —indicó con un dedo el círculo marrón— me meto cuando llueve, y me caliento.

—Le haremos a usted una madriguera exactamente como ésa —respondió Nick.

Sonriendo, Amos Ild arrugó el dibujo.

—¿Qué quiere ser cuando sea mayor? —siguió preguntándole Nick.

—Ya soy mayor.

—Entonces, ¿qué es?

Ild vaciló.

—Construyo cosas —respondió al fin—. Mire.

Se levantó, mientras la cabeza enorme se balanceaba ominosamente.

Nick pensó que iba a quebrarse el espinazo. Luego, con orgullo, Ild le enseñó al joven el conjunto de pisapapeles y reglas con los que había construido algo parecido a un edificio.

—Muy bonito —ponderó Nick.

—Si quita un pisapapeles —explicó Ild—, esto se cae. —En su cara apareció una expresión maliciosa—. Voy a quitar una pieza.

—Pero usted no querrá que se derrumbe.

Amos Ild, dominando a Nick con su cabezota y su elaborado sostén, dijo:

—¿Qué es usted?

—Tallador de neumáticos.

—Un neumático es eso que gira y gira en un autocohete, ¿verdad?

—Exacto. El autocohete aterriza sobre los neumáticos.

—¿No podría yo construir alguno? Ser también un… —vaciló.

—Un tallador de neumáticos —repitió Nick con paciencia. Se sentía tranquilo—. Es un mal oficio, no creo que le guste.

—¿Por qué no?

—Porque hay muescas en los neumáticos y hay que tallarlas más profundamente para que parezca que tienen más caucho del que en realidad tienen. Por esta razón el que los compra puede tener un reventón, sufrir un accidente y quedar malherido.

—Usted está herido —observó Ild.

—Tengo el brazo roto.

—Entonces, debe dolerle.

—No mucho. Lo tengo paralizado. Todavía sufro el shock.

Se abrió la puerta y entró uno de los soldados negros, avizorando la escena con sus estrechos ojos.

—¿Podría traerme una tableta de morfina del dispensario? —le pidió Nick—. Mi brazo… —dijo, señalándolo.

—Está bien, amigo —asintió el soldado, marchándose.

—Debe de dolerle mucho —dijo Amos Ild.

—No mucho. No se preocupe, señor Ild.

—¿Cómo se llama usted?

—Appleton, Nick Appleton. Llámeme Nick y yo le llamaré Amos.

—No —rehusó Ild—. No nos conocemos aún lo bastante. Yo le llamaré señor Appleton y usted me llamará señor Ild. Tengo treinta y cuatro años, el próximo mes cumpliré los treinta y cinco.

—Y le harán muchos obsequios.

—Sólo deseo una cosa —exclamó—. Quiero… —Calló de repente. Luego, continuó—: Hay un lugar vacío en mi cerebro, quisiera que me lo quitaran. Ya no sirve para nada…

—El Gran Oído —nombró Nick—. ¿Se acuerda? ¿Se acuerda de estar construyéndolo?

—Oh, sí. Yo lo hice. Para oír los pensamientos de todo el mundo y… —Una pausa—. Llevar a la gente a los Campos de Reeducación.

—¿Era agradable hacerlo?

—No, no lo sé. —Ild se llevó las manos a las sienes y cerró los ojos—. ¿Qué son las demás personas? Tal vez ya no haya nadie más; tal vez sean creyentes forzados. Como usted… Tal vez yo le fabriqué a usted, y puedo lograr que haga lo que yo quiera.

—¿Qué le gustaría que hiciera? —se interesó Nick.

—Cogerme —dijo Ild al instante—. Cogerme en brazos y jugar: usted da vueltas, sujetándome por las manos. Y la fuerza cen… trífuga… —Tropezó con la palabra y casi no pudo pronunciarla—. Me hará volar sobre la horizon… —Volvió a tener dificultades con la nueva palabra—. ¿No podría levantarme? —suplicó, mirando a Nick.

—No puedo, señor Ild, por culpa de mi brazo roto.

—De todos modos, gracias.

Arrastrando los pies meditativamente, Ild se dirigió hacia el ventanal y se asomó a la noche estrellada.

—Ah, las estrellas… —suspiró—. La gente va hacia ellas. El señor Provoni también fue.

—Sí, estuvo allí.

—¿Es un hombre amable el señor Provoni? —preguntó Ild.

—Es un hombre que ha hecho lo que tenía que hacer —replicó Nick—. No, no es un hombre amable, es un hombre inflexible; pero quería ayudarnos.

—¿Su ayuda es buena?

—Mucha gente así lo cree.

—Señor Appleton, ¿tiene usted madre?

—No, ya no vive.

—Tampoco la mía. ¿Tiene esposa?

—En realidad, ya no.

—Señor Appleton, ¿tiene novia?

—No —respondió él, con tristeza.

—¿Murió?

—Sí.

—¿Hace poco?

—Sí.

—Debe buscar otra —le aconsejó Amos Ild.

—¿De verdad? —se asombró Nick—. No creo que… No creo que desee volver a salir con una chica.

—Necesita una que le cuide.

—Ésa se ocupaba de mí, la que mataron ellos.

—¡Es maravilloso! —exclamó Amos Ild.

—¿Por qué? —Nick estaba estupefacto.

—Por lo mucho que la amaba. Imagínese a alguien amándole así. Me gustaría que alguien me amase de esa manera.

—¿Es tan importante? —preguntó Nick—. Sí, realmente eso es lo que importa, y no la invasión de la Tierra por unos seres extraños, la destrucción de diez millones de cerebros superlativos, la transferencia del poder político, de todo el poder, a unos grupos elegidos.

—No comprendo esas cosas —confesó Amos Ild—. Sólo sé que es maravilloso que alguien te ame tanto. Y si alguien te ama tanto, uno debe valer ese amor, de manera que también a usted pronto alguien le amará. ¿No lo entiende?

—Seguramente sí.

—No hay nada mejor que eso: que un hombre dé la vida por un amigo —declaró Amos Ild—. Ojalá yo pudiera hacerlo —se sentó en un sillón giratorio—. Señor Appleton, ¿todos los adultos son como yo?

—¿En qué sentido?

—En el de no poder pensar; en el de tener este sitio vacío —dijo, llevándose una mano a la frente.

—Sí.

—¿Me amará alguna joven adulta?

—Sí.

Se abrió la puerta y apareció el soldado negro con un vaso de plástico lleno de agua y una tableta de morfina.

—Cinco minutos más, amigo —le dijo el soldado—, y le llevaré a la enfermería.

—Gracias —dijo Nick, tragándose la píldora.

—Hermano, verdaderamente le duele —añadió el soldado—. Parece a punto de caer. No creo que le gustase a ese chico… —Se corrigió al momento—. Al señor Ild observarlo. Le inquietaría y el señor Gram no quiere que se le inquiete por nada.

—Harán Campos para ellos —razonó Nick—. Donde podrán recobrar el nivel anterior, en vez de intentar ser como nosotros.

El soldado soltó un gruñido y cerró la puerta a sus espaldas.

—¿No es negro el color de la muerte? —inquirió Ild.

—Sí.

—Entonces, ¿están muertos?

—Sí —asintió Nick—, pero no le harán daño.

—No temo que me hagan daño. Pensaba que usted tiene un brazo roto y tal vez fue por culpa de ellos.

—Fue por culpa de una chica —explicó Nick—. Una ratita de nariz respingona y baja de estatura. Una chica por la que daría la vida para que nada de esto hubiese ocurrido. Pero ya es tarde.

—¿Se trata de la que era su novia y murió?

Nick asintió.

Amos Ild cogió un lápiz negro y empezó a dibujar. Mientras Nick le contemplaba, fueron surgiendo una figuras de palo: un hombre, una mujer y un animal negro, de cuatro patas, con cabeza de oveja. Y un sol negro, un paisaje negro con casas y autocohetes negros.

—¿Todo negro? —preguntó Nick—. ¿Por qué?

—No lo sé.

—¿Es bueno que todo sea negro?

—Espere —murmuró Amos Ild, tras un corto silencio. Garabateó algo sobre el dibujo, rompió el papel a tiras, hizo una pelota y la tiró al suelo, lejos de él—. Ya no puedo pensar más —se quejó.

—Pero no todos somos negros, ¿verdad? —preguntó Nick—. Conteste y podrá dejar de pensar.

—Creo que la chica era negra. Y usted, en parte, es negro, como su brazo y algunas partes internas, aunque sospecho que el resto no lo es.

—Gracias —dijo Nick que se sentía mareado—. Será mejor que vaya a ver al doctor. Nos veremos más tarde.

—Oh, no, no.

—¿No? ¿Por qué no?

—Porque usted ya ha descubierto lo que deseaba. Deseaba que yo dibujara la Tierra y enseñarle cuál es su color, especialmente si es negra. —Cogió una hoja de papel y dibujó un gran círculo… verde—. Está viva —dijo, sonriéndole a Nick.

Nick dijo:

«Debo irme: Hay una tumba donde ondean los lirios y los narcisos, y yo complacería al desventurado fauno, enterrado bajo la tierra dormida, con canciones alegres antes del amanecer. Sus días alegres fueron coronados con júbilo; y aún sueña que pisa la tierra, como un fantasma al rocío, atravesado por mis cantos alegres».

—Gracias —murmuró Amos Ild.

—¿Por qué?

—Por haberlo explicado. —Amos Ild empezó otro dibujo. Con el lápiz negro trazó la figura de la mujer, una línea señalando bajo la tierra y otra horizontal—. Aquí está la tumba —explicó—. Adonde usted ha de ir, donde está ella.

—¿Me escuchará? —quiso saber Nick—. ¿Sabrá que estoy allí?

—Sí. Si canta. Tiene que cantar.

Se abrió la puerta y apareció el soldado negro.

—Vamos, señor, a la enfermería.

Nick se demoró.

—¿Debo plantar allí lirios y narcisos? —le preguntó a Amos Ild.

—Sí, y recuerde llamarla por su nombre.

—Charlotte.

—Sí —asintió Amos Ild.

—Vamos —repitió el soldado, cogiéndole por el hombro y sacándole fuera de la habitación—. No sirve de nada charlar con los críos.

—¿Críos? —se extrañó—. ¿Así es como van a llamarles?

—Bueno, ahora son como niños.

—No, no son como niños —objetó Nick—. Son como santos y profetas.

Sí, pensó, son como videntes, como sabios ancianos… Pero hemos de cuidarles, pues no podrán hacerlo por sí mismos. Ni siquiera sabrán lavarse.

—¿Le dijo algo que valiera la pena oír? —se interesó el soldado.

—Dijo que ella me oirá.

Habían llegado a la enfermería.

—Entre ahí —le indicó el soldado—. Por aquella puerta.

—Gracias.

Nick se unió a la fila de hombres y mujeres que aguardaban.

—Pues no fue mucho lo que le dijo —observó el soldado.

—Fue bastante.

—Son patéticos, ¿verdad? Siempre deseé ser un Nuevo Hombre, pero ahora…

—Váyase —le ordenó Nick—. Deseo poder pensar.

El soldado se alejó.

—¿Su nombre, señor? —inquirió la enfermera, con un bolígrafo en la mano.

—Nick Appleton. Soy tallador de neumáticos —añadió—. Y quiero meditar. Tal vez si pudiera tenderme…

—No quedan camas libres, señor —replicó la enfermera—. Además, su brazo… —lo tocó ligeramente—. Se lo arreglaremos.

—De acuerdo —asintió él.

Se recostó contra la pared y esperó. Y mientras esperaba, pensó.

El abogado Horace Denfeld entró jovialmente en el despacho exterior del Presidente del Consejo Willis Gram. Llevaba la cartera de mano, y su expresión demostraba un desarrollo de su sentido de negociar desde su posición de fuerza.

—Dígale al señor Gram que traigo más documentos relativos a su pensión de divorcio y a los bienes que…

La señorita Knight le miró desde su escritorio.

—Llega tarde, abogado.

—¿Cómo? ¿Está ocupado? ¿Tengo que esperar? —Denfeld examinó su reloj de pulsera rodeado de diamantes—. Como mucho puedo esperar quince minutos. Por favor, avísele inmediatamente.

—Se ha ido —explicó la señorita Knight, doblando los dedos bajo su barbilla, gesto que no pasó inadvertido para Denfeld—. Todos sus problemas personales, usted e Irma en particular, ya han terminado.

—¿Por la invasión? —Denfeld se frotó un lado de la nariz con irritación—. Bien, le perseguiremos con un mandamiento judicial —amenazó, frunciendo el ceño y con su más terrible mirada—. Adonde haya ido.

—Willis Gram se ha ido adonde ninguna demanda podrá seguirle.

—¿Ha muerto?

—No, está fuera de nuestras vidas. Más allá de la Tierra en que vivimos. Con un enemigo, un viejo enemigo, y con lo que puede ser un nuevo amigo. Al menos, eso esperamos.

—Le encontraremos —decidió Denfeld.

—¿Quiere apostar algo? ¿Cincuenta pops?

—Yo… —vaciló el abogado.

—Buenos días, señor Denfeld —le despidió la señorita Knight, volviendo a su máquina de escribir.

Denfeld permaneció junto al escritorio, ya que había visto algo… Se agachó a cogerlo: era una estatuita de plástico, de un hombre con una túnica. La sostuvo unos segundos en su mano, mientras la secretaria fingía ignorar su presencia. Denfeld palpó la estatuita, atentamente, solemnemente. Había aparecido en su rostro una expresión de estupefacción como si, a cada momento, viese algo más en la estatuita de plástico.

—¿Quién es? —le preguntó a la señorita Knight.

—Una estatua de Dios —fue la respuesta, dejando de teclear para estudiar al abogado—. Todo el mundo tiene una, es un capricho. ¿No había visto ninguna?

—¿Así es Dios?

—No, claro que no. Esto es sólo…

—Pero es Dios —sentenció Denfeld.

—Pues sí.

Ella le contempló, captó el asombro en sus pupilas y cómo su conciencia se estrechaba ante aquel artefacto… De pronto, lo comprendió. Está claro: Denfeld es un Nuevo Hombre. Y ahora veía el proceso. Se estaba convirtiendo en un chiquillo.

La señorita Knight dejó la butaca y dijo:

—Siéntese, señor Denfeld —le condujo al sofá y le obligó a sentarse, dejando olvidada la cartera. Olvidada ya para siempre—. ¿Puedo traerle algo? ¿Una Coca Cola?

—¿No podría quedarme con esto? —preguntó él, sosteniendo la estatuita.

—Pues claro —asintió ella, que ahora sentía compasión por él.

Uno de los más inferiores y el último de los Nuevos Hombres en desaparecer, pensó ella. ¿Dónde está ahora su arrogancia? ¿Dónde está la de todo el mundo?

—¿Puede volar Dios? —preguntó Denfeld—. ¿Puede extender los brazos y volar?

—Sí.

—Algún día… —se interrumpió—. Creo que todas las cosas vivas volarán algún día, o al menos lo intentarán; algunas irán muy de prisa, como ya lo hacemos en esta vida, pero la mayoría volará o correrá. Arriba… arriba… Eternamente. Incluso las babosas y los caracoles volarán, más lentamente, pero volarán. Al final todos volarán, aunque vayan muy lentos. Dejando muchas cosas detrás… Sí, esto será así. ¿No lo cree?

—Sí —asintió ella—. Dejarán muchas cosas detrás.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por regalarme a Dios.

—De acuerdo —concedió ella.

Estoicamente, reemprendió su tecleo. Mientras Horace Denfeld jugaba sin descanso con la estatuita de plástico, con la grandeza de Dios.

FIN