Capítulo 25

LA luz destelló en los ojos de Nick. Oyó, o sintió, movimiento a sus espaldas. La luz le dolía y levantó una mano para proteger sus ojos, pero la mano no se movió. No sentía nada. En cambio, sí se sentía completamente racional. Sabía que estaban en tierra. Un occífero de la Seguridad Pública hacía destellar su linterna ante sus ojos, tratando de averiguar si estaba inconsciente o muerto.

—¿Cómo está ella? —preguntó Nick.

—¿La que iba con usted?

La voz sonaba tranquila, demasiado tranquila, sin temor alguno.

Nick abrió los ojos. Un occífero de la Seguridad Pública, con su uniforme verde, estaba junto a él, con una linterna y una pistola. Por todas partes habían restos esparcidos del transporte de municiones. Nick divisó una ambulancia, con los sanitarios trabajando.

—La chica ha muerto —murmuró el occífero.

—¿Puedo verla? Debo verla.

Trató de levantarse y el occífero le ayudó. Luego, sacó una libreta y un bolígrafo.

—¿Su nombre?

—Déjeme verla.

—Tiene muy mal aspecto.

—Quiero verla —insistió Nick.

—De acuerdo, camarada —el occífero le acompañó, usando la linterna, a través de los montones de restos de chatarra—. Está allí.

Era el autocohete. Charlotte todavía estaba dentro. Por su aspecto, no cabía la menor duda: el cráneo estaba partido por el choque contra el timón, sobre el que había caído con enorme fuerza cuando la Morsa hizo impacto contra el tubo de escape del vehículo de transporte de municiones.

Sin embargo, alguien había separado el timón de su cabeza, dejando al descubierto la herida. Podía verse la corteza cerebral, llena de sangre, como replegada y partida por la mitad. Partida, pensó él, como en el poema de Yeats; atravesada por mi canto.

—Tenía que suceder —le confió al occífero—. Si no de este modo, de otro. Iba demasiado deprisa. Tal vez estaba alcoholizada.

—Su marbete de identidad —gruñó el occífero— dice que sólo tenía dieciséis años.

—Exacto.

Se oyó un tremendo trueno, que estremeció el suelo.

—El cañón de cabeza-H —dijo el policía, atareado con la libreta y el bolígrafo—. Disparan contra esa cosa Frolikan —braceó un poco—. No servirá de nada. Esa cosa ya está en las mentes de todo el planeta. ¿Su nombre…?

—Denny Strong.

—Enséñeme su marbete de identidad.

Nick dio media vuelta y echó a correr a gran velocidad.

—¡No corra! —le gritó el policía—. ¡No le mataré! ¿Qué me importa ya nada? Siento lo de la chica…

Nick se detuvo y miró hacia atrás.

—¿Por qué? —exclamó—. ¿Por qué lo siente por ella? No la conocía… ¿Por qué no lo siente por mí? Estoy en la lista negra… ¿No le importa esto?

—En realidad, no. No desde que eché una ojeada a mi jefe por el v-fono. Desde que le vi no me importa nada. Era un Nuevo Hombre. Ahora es como un niño. Juega en su escritorio, apilando los objetos de escribir, creo que según el color.

Nick retrocedió hacia el policía.

—¿No puede llevarme? —le preguntó.

—¿Adónde?

—Al Edificio Federal.

—Oh, ahora es una casa de locos. Con todos los Nuevos Hombres en sus cubículos…

—Deseo ver al Presidente del Consejo.

—Probablemente ya está como los otros Inusuales y los Nuevos Hombres —añadió el occífero pensativamente—. Sin embargo, no sé si les han hecho algo a los Inusuales. Sólo a los Nuevos Hombres.

—Lléveme allí.

—Está bien, camarada, pero está herido… Tiene un brazo roto y posiblemente, muy posiblemente, heridas internas. ¿No prefiere ir al Hospital de la Ciudad?

—Quiero ver al Presidente del Consejo.

—De acuerdo. Iremos allí volando. Pero le dejaré en el aeródromo del tejado, no deseo verme mezclado en lo que ocurre allí… No quiero que empiece a afectarme.

—¿Es usted un Antiguo?

—Sí, como usted. Como la mayoría. Me gusta esta ciudad, exceptuando los lugares como el Edificio Federal, donde los Nuevos Hombres…

—No empezará a afectarle —objetó Nick.

Anduvo con paso incierto, pero sin ayuda, hacia el coche-mofeta de la Seguridad Pública. Caminaba, tratando de no perder el conocimiento. Ahora no podía permitírselo. Gram tenía prioridad; después, ya nada importaría. Tal vez no le hubiesen hecho nada a Gram, ya que, como dijo el policía, el ataque iba dirigido principalmente contra los Nuevos Hombres, no contra los Inusuales.

El policía subió al autocohete, esperó a Nick y luego ascendieron hacia el cielo.

—Lo de la chica es una verdadera vergüenza —comentó el occífero—. Pero me fijé en su maquillaje, como el de una loca, ¿verdad?

Nick no respondió, sosteniéndose el brazo derecho, y el cerebro desprovisto de pensamientos. Vagamente distinguía los edificios por encima de los que iban volando en dirección al Edificio Federal, a unos sesenta kilómetros fuera de la ciudad de Nueva York, en la satrapía de Washington DC.

—¿Por qué volaba tan deprisa? —interrogó el policía.

—Por mí —fue la respuesta—. Por eso volaba tan de prisa. Y eso fue lo que la mató.

El autocohete rechinó, dejando oír el familiar ruido de la aspiradora.