Capítulo 24

TENDRÁN que atenderles —murmuró Elka Woodman. Les había sonsacado todo lo referente a Marshall—. Bien, nosotros sumamos varios millardos y podremos cuidarlos. Pueden instalar centros, como zonas deportivas, dormitorios y comedores.

Charley estaba sentada en el sofá, sacando en silencio los pespuntes de una falda. Tenía una expresión petulante, de reprobación; Nick ignoraba el motivo y, en aquel momento, no le importaba.

—Si ha de hacerlo —observó Ed—, ¿no podría ser lentamente? Para que pudiésemos disponer los cuidados a la gente. Tal como quedan, lo mismo podrían dejarse morir de hambre o subir a los autocohetes sin mirar. Quedan como niños pequeños.

—Es la gran venganza —murmuró Nick.

—Sí —asintió Elka—. Pero no podemos dejarles indefensos y… retrasados.

—Retrasados —repitió Nick—. Sí, esto es lo que son, no como niños sino como niños con el cerebro dañado. De ahí la frustración de Marshall cuando quisimos interrogarle.

Era un cerebro dañado. El sondeo dañaba el cerebelo.

El televisor les traía la voz del locutor de las noticias.

«… hace exactamente doce horas que el famoso físico Amos Ild, nombrado por el Presidente del Consejo Willis Gram como consejero suyo en esta crisis, pronosticó por todos los canales de televisión que no existía la menor posibilidad, repetimos: la menor posibilidad, de que Thors Provoni hubiera traído consigo a un ser alienígena —por primera vez, Nick detectó verdadera cólera en la voz del locutor—. Por lo visto, el Presidente del Consejo confió en… ¿Cuál es la palabra?… Un personal compuesto por juerguistas, o algo por el estilo, no lo sé… —En la pantalla, el locutor agachó la cabeza—. A todos nos pareció una buena idea el sistema láser de Baltimore apuntando a la escotilla del Dinosaurio. Ahora supongo que era un plan demasiado sencillo. Después de diez años de estar en el espacio, Provoni no iba a dejarse aniquilar de ese modo. Morgo Rahn Wilc, éste es el nombre o el título del alienígena. —Apartó la cara del micrófono y se dirigió a una persona invisible—. Por primera vez en mi vida me alegro de no ser un Nuevo Hombre».

No pareció darse cuenta de que sus palabras llegaban al mundo entero, o bien no le importaba: estaba sentado, frotándose los ojos, meneando la cabeza sin decir nada. Luego su imagen desapareció y otro locutor, evidentemente sustituyéndole, apareció en pantalla. Tenía una expresión grave.

«Los daños al tejido neurológico parecen ser deliberados y…» —empezó a decir, pero en aquel instante Charley le cogió una mano a Nick y se lo llevó lejos del aparato.

—¡Quiero escuchar! —se quejó él.

—Nos vamos a dar una vuelta —anunció Charley.

—¿Por qué?

—En lugar de estar aquí sentados, como pegados al sofá. Iremos de prisa. Quiero coger el autocohete de Denny.

—¿Quieres volver al lugar en el que mataron a Denny? —Nick la miró incrédulamente—. Es posible que aquellos meones negros hayan dispuesto alguna vigilancia, un sistema de alarma…

—Ya no les importa nada —rechazó Charley quedamente—. Primero, los llamaron para controlar a la multitud y, en segundo lugar, si no estoy volando muy de prisa dentro de la Morsa Púrpura dentro de unos minutos, creo que me suicidaré. Y lo digo en serio, Nick.

—Está bien.

En cierto aspecto, Charley tenía razón; de nada servía estar pegado al televisor.

—Pero ¿cómo llegaremos allí? —quiso saber, preocupado.

—En el autocohete de Ed. Oye, Ed, ¿puedes dejarnos tu autocohete? Es para recorrer un trayecto corto.

—Sí, claro. —Ed le entregó las llaves—. Aunque, tal vez, te haga falta gasolina.

Juntos, Nick y Charley subieron por la escalera hasta el tejado; aunque no había más que dos pisos, necesitaban el ascensor. Durante algún tiempo, ninguno de los dos habló, dedicados a localizar el autocohete de Ed.

Ya sentado en el aparato, frente al timón, Nick dijo:

—Debiste decirle adónde íbamos, y hablarle de la Morsa.

—¿Por qué preocuparle? —fue la única respuesta de Charley.

Nick elevó el autocohete al cielo, virtualmente libre de tráfico. Por fin, planearon por encima del edificio de apartamentos de Charley. Allí, en el tejado, se hallaba el autocohete de Denny.

—¿Debo aterrizar allí? —preguntó Nick.

—Sí —dijo ella mirando—. No veo a nadie. Claro, a ellos ya no les importa nada. Es el final de todo, Nick. El final de la Seguridad Pública, el final de Willis Gram o de Amos Ild… ¿Te imaginas lo que les hará la cosa cuando llegue a ellos?

Nick apagó el motor, y el autocohete se deslizó silenciosamente hasta llegar al lado de la Morsa, sin incidentes.

Charley saltó rápidamente al suelo, con las llaves en la mano; fue corriendo hacia el otro autocohete e insertó la llave en la cerradura. Se abrió la puerta; al instante, la joven se instaló ante el timón, y le indicó a Nick que abriera la portezuela.

—De prisa, oigo una alarma, probablemente en el piso de abajo. Vaya, ¿qué ocurre ahora?

Aplastaba salvajemente el pedal de la gasolina y, de pronto, el autocohete ascendió raudamente, como un disco plano.

—Mira si alguien nos sigue —le ordenó ella a Nick.

—Nadie a la vista —replicó él después de echar un vistazo.

—Efectuaré maniobras evasivas —explicó ella—, como las llamaba Denny. Haremos una serie de espirales y de piruetas. Algo realmente escalofriante. —El autocohete descendió casi en picado y pasó por entre unos rascacielos muy altos, casi juntos—. Escucha esos tubos… —añadió Charley, presionando aún más el pedal del gas.

—Si conduces así —le advirtió Nick—, nos detendrá un occífero.

—¿No lo entiendes? Ahora ya no les importa nada. Todo el Gobierno, todas las Organizaciones de Protección al Ciudadano…, han desaparecido. Sus jefes están como el hombre que Ed y tú encontrasteis antes.

—Has cambiado mucho —observó Nick—, desde que te conocí.

Sólo hacía un par de días, pensó. Charley ya no poseía aquella vitalidad burbujeante, sino que era dura de una forma casi basta. Todavía iba muy maquillada, pero el maquillaje era ya una máscara inanimada. Nick ya lo había observado antes, pero ahora se daba perfecta cuenta de ello. Todo lo de la joven, hasta su manera de hablar y moverse, parecía inanimado, como si ya no sintiera nada. Claro que había que tener en cuenta todo lo ocurrido: primero, el ataque a la Imprenta, después, su horrible encuentro con Willis Gram y, finalmente, la muerte de Denny. Y ahora esto. No le quedaba ya nada por lo que emocionarse.

—No sé conducir como lo hacía Denny —dijo Charley, como adivinando sus pensamientos—. Él era un piloto estupendo, y podía llegar a los 200…

—¿En la ciudad? —se asombró Nick—. ¿Entre el tráfico?

—En las autopistas —explicó Charley.

—Vamos, los dos estaríais ya muertos…

La manera de conducir de la muchacha le ponía enfermo; iba aumentando gradualmente la velocidad. El velocímetro marcaba 200. Era ya demasiado.

—Denny era un intelectual —explicó Charley, asiendo el timón con ambas manos y mirando al frente—, un verdadero intelectual. Leía todos los folletos y libros de Cordon, todos sus escritos. Y estaba orgulloso de ello, ya que le hacía sentirse superior a los demás. ¿Sabes qué decía? Que él, Denny, nunca se equivocaba, y que una vez que tenía una premisa podía deducir la verdad de la misma sin fallo alguno.

Charley aflojó un poco la marcha y se enfiló por entre los edificios de una calle lateral. Parecía tener un destino fijo, como si antes sólo hubiese conducido el autocohete por el placer de volar, pero ahora iba reduciendo la velocidad. Nick miró hacia abajo y divisó una plaza sin casas.

Central Park —señaló Charley—. ¿No estuviste nunca ahí?

—No, ni sabía que aún existiese.

—Casi nadie lo sabe. Lo recortaron a un solo acre, pero aún tiene hierba y plantas; todavía es un parque —añadió sombríamente—. Denny y yo lo descubrimos un día cuando íbamos volando por la noche, hacia las cuatro de la madrugada. Nos asombró, de veras. Bien, aterrizaremos aquí.

El autocohete descendió, redujo la velocidad y luego ella dejó que los neumáticos tocaran el suelo. El autocohete, con las alas plegadas, se convirtió en un vehículo de superficie.

Charley salió por la portezuela de su lado y lo mismo hizo Nick por la del suyo. Se quedó atónito ante la textura de la hierba que pisaba. Nunca había caminado sobre hierba.

—¿Cómo están los neumáticos? —preguntó.

—¿Qué dices?

—Recuerda que soy tallador. Si me das una linterna, los inspeccionaré y veré si hay alguno tallado de nuevo. Llevar un neumático tallado de nuevo sin saberlo podría costarte la vida.

Charley se tendió sobre el césped con los brazos cruzados en la nuca.

—Los neumáticos son perfectos —explicó—. Sólo usábamos la Morsa por la noche, cuando hay espacio para volar. Durante el día, nunca la usábamos como vehículo de superficie salvo en casos de emergencia. Como aquél en que murió Denny.

Durante largo tiempo permaneció callada, tendida simplemente sobre el césped húmedo y frío, contemplando las estrellas.

—Nadie viene por aquí —comentó Nick.

—Nunca. Lo han olvidado por completo, pero a Gram sí le gusta. Por lo visto, jugaba aquí de pequeño —levantó la cabeza y exclamó—: ¿Te imaginas a Willis Gram de bebé? O a Provoni. ¿Sabes por qué te he traído aquí? Para hacer el amor.

—Ah…

—¿No te sorprende?

—Desde que te conocí es algo que estaba en nuestras mentes —respondió Nick.

Era verdad en lo que a él atañía y suponía que también en cuanto a ella, aunque, claro está, ella pudiera negarlo.

—¿Puedo quitarte la ropa? —le preguntó ella, indagando en los bolsillos de la chaqueta de Nick por si tenía algo de valor que pudiera caer entre la hierba—. ¿Las llaves del coche? —se interesó—. ¿Los marbetes de identidad? Oh, diablos, siéntate. —Él obedeció y ella le quitó la chaqueta que, cuidadosamente dobló en el suelo, cerca de la cabeza de Nick—. Ahora la camisa —continuó Charley.

Hasta que al fin empezó con su propia ropa.

—¡Qué pechitos más pequeños tienes! —comentó él, mirándola a la mortecina luz de las estrellas.

—Oye —exclamó ella bruscamente—, esto no te costará nada.

Estas palabras fundieron el corazón de Nick.

—No, claro que no… —Le puso una mano en la espalda—. No quiero que lo hagas… porque aquí lo hiciste con Denny.

Para ti puede ser sólo como otras veces, pero para mí, pensó, es como un espectro flotando a mi alrededor: la cara dionisiaca de un muchacho, tanta vitalidad y ser aniquilado de aquella manera.

—Esto me recuerda un poema de Yeats —agregó.

La ayudó a quitarse el suéter alliforgict; eran fáciles de poner y difíciles de sacar una vez se habían moldeado siguiendo las curvas del cuerpo.

—¡Debería pintarme con spray! —exclamó ella, una vez se hubo desprendido del suéter.

—De ese modo no se te pega la tela, claro —observó Nick. Hizo una pausa y preguntó—: ¿Te gusta Yeats?

—¿Fue anterior a Bob Dylan?

—Sí.

—Entonces no quiero saber nada de él. Por lo que a mí concierne, la poesía empezó con Dylan y fue declinando a partir de entonces.

Juntos se desprendieron del resto de sus ropas; por unos instantes, estuvieron desnudos sobre el húmedo y frío césped, y después, rodaron uno hacia el otro. Nick la abrazó mirándola a la cara.

—Soy fea, ¿verdad? —musitó ella.

—¿Eso piensas? —Nick estaba asombrado—. Eres una de las jóvenes más atractivas que he conocido.

—No soy una mujer —opuso ella—. No puedo dar, sólo puedo aceptar, no dar. Por tanto, no esperes nada de mí, aparte de estar aquí contigo.

—Es una violación estatutaria —comentó él.

—Oye, ha llegado el fin del mundo; estamos presos de una cosa que no se puede aniquilar, ni puede ser destruida neurológicamente. De manera que en momentos como éstos, ¿qué meón va a fastidiarte? Además, tendrían que presentar una denuncia y ¿quién la formulará? ¿Qué testigos tenemos?

—Testigos… —repitió él como un eco, manteniéndola junto a él un breve momento. Probablemente, tenían instalado un sistema de vigilancia en Central Park…, seguramente ya olvidado. Se apartó de ella y se puso de pie—. Vamos, de prisa, vístete —ordenó a la joven, cogiendo sus propias ropas.

—Si piensas que vigilan este parque…

—Lo pienso.

—Créeme, sólo vigilan Times Square. Excepto los Nuevos Hombres, como el director Barnes. Todos estarán cuidándose de los que tienen ya el cerebro dañado —de golpe, la asaltó una idea—. Lo cual se refiere a Willis Gram —se sentó sobre la hierba y enterró sus manos en su rizada y húmeda cabellera—. Lo siento, pero casi me gustaba.

Empezó a coger sus ropas y, repentinamente, volvió a dejarlas caer al suelo.

—Oye, Nick —añadió en tono suplicante—, los de la Seguridad Pública no nos cogerán. Te diré lo que puedes hacer: me tomas un poquito y, mientras tanto, me lees o recitas ese poema.

—No tengo el libro aquí y no lo sé de memoria.

—¿No lo sabes?

—Bueno, un poco solamente. —El miedo, como una marea ascendente en su corazón, le hizo temblar mientras volvía a soltar sus prendas de vestir y se acercaba a la chica, tendida de nuevo en tierra—. Es un poema triste —comentó, rodeándola con los brazos—. Estaba pensando en Denny y en este sitio, donde solíais venir con el autocohete. Es como si su espíritu estuviese enterrado aquí.

—Me haces daño —se quejó Charley—. Hazlo más lentamente…

Una vez más, él se puso de pie. Y empezó metódicamente a vestirse.

—No quiero correr el riesgo de ser sorprendido —explicó—, con esos asesinos, los Policías Especiales, detrás de mí.

Ella no se movió.

—Recita el poema —le volvió a pedir.

—¿Te vestirás mientras lo recito?

—No —negó ella, con los brazos en la nuca y mirando a las estrellas—. Provoni vino de allí. Ah, cuánto me alegro ahora de no ser de la raza de los Nuevos Hombres… —Apretó los puños y pronunció las palabras espaciadamente—. Hace lo que debe, pero lo lamento por los otros, por los Nuevos Hombres. Lobotomizados. Sin sus nódulos de Roger y Dios sabe qué más. Cirugía espacial —se echó a reír—. Lo escribiremos y lo titularemos «El cirujano cósmico de una estrella distante». ¿De acuerdo?

Nick se inclinó y fue recogiendo las ropas de Charley. Suéter, bolso, ropa interior…

—Te recitaré el poema y comprenderás por qué no puedo ir a los mismos sitios a los que ibais tú y Denny. No puedo sustituirle, no puedo ser otro Denny. De lo contrario, me regalarías su cartera, que probablemente es de piel de avestruz, su reloj, un Criterion, sus gemelos de puño de agitita… —se calló—. Debo estar loco:

«Hay una tumba sobre la que se balancean los lirios y los narcisos…».

Calló.

—Sigue, te estoy escuchando…

«… y yo complacería al desventurado fauno, enterrado bajo la tierra dormida, con canciones alegres antes del amanecer…».

—¿Alegres has dicho? —le interrumpió ella.

Nick no le hizo caso y continuó recitando.

«Sus días de gritos alegres terminaron, y todavía sueña que pisa la tierra, y camina como un fantasma por el rocío».

Atravesado, pensó Nick, por mi canto. Pero estaba demasiado afectado como para decirlo en voz alta.

—¿Te gusta eso? —preguntó Charley—. ¿Te gusta esa clase de vieja poesía?

—Éste es mi poema favorito.

—¿No te gusta Dylan?

—No.

—Recita otra poesía.

Charley, ya vestida, estaba al lado de Nick, con las rodillas dobladas, la cabeza inclinada.

—No sé otras de memoria. Ni siquiera recuerdo el final de ésta, pese a haberla leído miles de veces.

—¿Fue Beethoven un poeta? —quiso saber ella.

—Un compositor. De música.

—Como Bob Dylan.

—El mundo empezó antes de Dylan.

—No discutamos —observó Charley—. Creo que me estoy enfriando. ¿Te ha gustado?

—No.

—¿Por qué no?

—Estabas demasiado tensa.

—Si hubieses pasado por todo lo que he pasado yo…

—Tal vez sea verdad. Conoces demasiadas cosas. Demasiadas cosas y demasiado pronto. Pero te amo.

La atrajo hacia él, la abrazó y la besó en la sien.

—¿De verdad?

Había vuelto parte de su antigua vitalidad; dio un salto y extendió los brazos, dando una vuelta sobre sí misma.

Detrás de ellos sonó la sirena de un coche patrulla que, con la luz roja extinguida, aterrizó cerca.

—¡La Morsa! —gritó la joven, y corrió hacia el autocohete.

Subieron los dos al aparato, y Charley se instaló detrás del timón. Se abrieron las alas del autocohete y empezó a ascender.

Se encendió la luz roja del coche de la Seguridad Pública, y también se reanudó la sirena. De repente, sonaron unas voces procedentes del coche, que no lograron descifrar. Y las palabras se propagaron por el eco hasta que Charley hizo rechinar los dientes a causa de su tensión.

—Los despistaré —aseguró—. Denny lo hizo miles de veces. Lo aprendí de él.

Pisó el acelerador. El ruido de los tubos de escape resonaba detrás de Nick y, al mismo tiempo, su cabeza fue echada hacia atrás, cuando la Morsa ganó velocidad.

—En otra ocasión te enseñaré este motor —murmuró Charley, mirando a uno y otro lado.

El autocohete continuaba ganando velocidad. Nick nunca había ido en un aparato tan saltarín, a pesar de haber visto muchos medio destrozados por culpa de la velocidad, listos para ser vendidos de segunda mano. Sin embargo, ninguno era como éste.

—Denny se gastó hasta su último pop en este aparato —explicó Charley—. Lo construyó así para esquivar a los meones. Fíjate.

Tocó un interruptor y se retrepó en el asiento, apartando las manos de los mandos. El autocohete descendió bruscamente, casi rozando el suelo. Nick estaba tenso, ya que el choque parecía inevitable. Luego, mediante algún sistema de piloto automático con el que no estaba familiarizado, el aparato empezó a deslizarse entre las casas, por estrechas callejas, a unos tres palmos del suelo.

—No podemos ir tan bajo —observó Nick—. Es como si estuviésemos a punto de aterrizar.

—Fíjate —repitió Charley.

Volvió la cabeza, miró hacia el coche patrulla que los seguía, volando a su mismo nivel y, de pronto, puso la palanca de elevación en la posición de noventa grados.

Subieron como el rayo entre las tinieblas, con el coche patrulla detrás.

Por el sur apareció otro autocohete-coche patrulla.

—Tendremos que rendirnos —gruñó Nick, cuando los dos coches se encontraron—. Pueden abrir fuego y alcanzarnos. Si no obedecemos sus señales lo harán dentro de un momento.

—Y si nos atrapan nos eliminarán —objetó Charley.

Aumentó su ángulo de vuelo y, detrás de ellos, los dos coches hicieron sonar las sirenas y destellar sus luces rojas.

La Morsa volvió a bajar en picado, hasta que el sistema automático la paró a varios palmos de la acera. Los coches de la Policía no abandonaron la persecución, y también descendieron.

—¡También poseen el sistema de control Reeves-Fairfax! —exclamó Charley—. Veamos. —Su rostro se movía descompasadamente—. Denny, Denny, ¿qué hago?

Dobló por una esquina, rozando un farol. De pronto, al frente, se produjo una nube de fuego.

—Lanzagranadas o misiles termotrópicos —gritó Nick—. Un disparo de aviso. Pon la radio en la banda de la Policía.

Alargó la mano hacia los mandos, pero ella, salvajemente, se la apartó.

—No pienso hablar con ellos —gritó Charley—. Ni pienso escucharles.

—Nos destruirán con el próximo disparo. Tienen autoridad para hacerlo y lo harán.

—No —negó Charley—. No abatirán a la Morsa. Te lo prometo, Denny.

La Morsa subió, efectuó una pirueta, después otra, y rodó sobre sí misma, siempre con la Policía a su alcance.

—Voy a… ¿Sabes adónde voy? A Times Square.

Nick ya lo suponía.

—¡No! —gritó—. No dejan que ningún autocohete entre en esa zona. La han cercado. Caeríamos en una sólida falange de blancos y negros.

Pero Charley no cambió el rumbo marcado. Nick distinguió las linternas y varios vehículos Militares dando vueltas. Ya casi habían llegado.

—Iré donde está Provoni —anunció la muchacha—, y le pediré asilo. Para los dos.

—Para mí, querrás decir.

—Le pediré francamente que nos permita entrar en su capa protectora —decidió Charley—. Sé que nos lo permitirá.

—Tal vez sí —concedió Nick.

Bruscamente, enfrente surgió una forma oscura. Era un lento vehículo del Ejército que llevaba municiones para el cañón que disparaba cabezas de proyectil de hidrógeno. Todas sus luces de aviso estaban encendidas.

—¡Dios mío…! —exclamó Charley—. No puedo…

De pronto, los otros dispararon.