LA notificación llegó sin demora a manos de Willis Gram. A los miembros del Comité Extraordinario para la Seguridad Pública, reunido en torno a su lecho del despacho-dormitorio, les dijo, apoyándose con los codos en las almohadas.
—Oigan esto:
«Tejón tiene a Dinosaurio Gris a la vista. Dinosaurio ha iniciado maniobras evasivas. Nos estamos aproximando rápidamente».
—No puedo creerlo —exclamó Gram muy alegre. A los miembros del Comité les comunicó—: Les he convocado a causa de este tercer mensaje de Provoni. Llegará dentro de seis días. —Se estiró, bostezó y les sonrió—. Deseaba decirles que debemos actuar muy de prisa para abrir los Campos de Reeducación, así como para detener nuestras redadas contra los Subhombres que aún gozan de libertad, y el bloqueo o destrucción de sus Transmisores y sus Imprentas. Pero si el Tejón pulveriza al Dinosaurio… ¡Todo solucionado! Podremos continuar como si no hubiese ocurrido nada, como si Provoni no hubiese estado a punto de regresar.
—Pero las dos primeras notas fueron telerradiadas —objetó el Ministro del Interior, Fred Rayner.
—Bueno, no vamos a difundir el tercer mensaje. Ése que habla de su regreso para dentro de seis días y de apoderarse del gobierno.
—Señor Presidente del Consejo —intervino el Ministro de Asuntos Exteriores, Duke Bostrich—, el tercer mensaje ha llegado por la banda de cuarenta metros, por lo que se capta aquí y allá, en el mundo entero. Mañana, a esta hora, lo sabrá toda la Humanidad.
—Si el Tejón alcanza al Dinosaurio, esto carecerá de importancia. —Gram inhaló aire y cogió una cápsula de anfetamina para planear aún más alto en este súbito e inesperado momento de grandeza—. Como saben —les dijo a todos, pero más especialmente a Patty Platt, el Ministro de Defensa, al que nunca había apreciado ni respetado—, mi idea fue la de estacionar naves como el Tejón en el espacio, hace ya cinco años; una serie de naves vigía, no demasiado armadas. Sabemos que el Dinosaurio Gris no está armado. Por lo tanto, una de nuestras naves de vigilancia puede destruirla.
—Señor —terció el General Hefele—, estoy familiarizado con las naves vigía de la clase T-144, entre las que se encuentra el Tejón. Debido a los largos períodos que deben permanecer en el espacio y a las distancias que necesitan recorrer, están construidas de manera bastante zafia para maniobrarlas y resultar eficaces con sus disparos…
—¿Quiere decir —se enojó Gram— que mis naves de vigilancia están anticuadas? Entonces, ¿por qué no me lo advirtió antes?
—Porque —replicó el General Rayburn, que lucía un bigotito negro bien arreglado— no se nos ocurrió que Provoni pudiese volver, ni que una nave vigía estacionada en el vasto espacio vacío pudiese descubrir a Provoni si, o tal vez debería decir cuando, regresara. —Hizo un gesto expresivo con la mano—. El número de pársecs que…
—Generales Rayburn y Hefele —interrumpió Gram al primero—, pueden empezar a redactar sus notas de dimisión. Espero que estén listas dentro de una hora.
Se tendió en la cama y, bruscamente, volvió a incorporarse; pulsó un botón que hizo funcionar la pantalla verde del fono general. Se iluminó una vista de la computadora de Wyoming, o de una sección de la misma.
—Un técnico —pidió.
Apareció un programador algo difuminado en blanco.
—Sí, Presidente del Consejo.
—Deseo un pronóstico de la siguiente situación: una nave vigía ha encontrado al Dinosaurio Gris en… —Buscó en su escritorio, palpando, tanteando y gruñendo—. Estas coordenadas. —Se las leyó al técnico que, naturalmente, grababa las instrucciones—. Considerando todos esos datos, quiero saber cuáles son las probabilidades de que una nave del tipo T-144 pueda destruir al Dinosaurio Gris.
El técnico desenrolló la cinta, después la insertó en el alimentador de la computadora y giró el interruptor de marcha. Detrás de los marcos de plástico, giraron las ruedecillas, y las cintas se enrollaron y desenrollaron una vez.
—¿Por qué no esperamos hasta ver el resultado de la batalla? —sugirió Mary Scourby, Ministro de Agricultura.
—Porque —respondió Willis Gram— ese maldito Dinosaurio y esa condenada máquina que lleva Provoni, sin contar con su amigo extraterrestre, pueden estar repletos de armas. Y seguirles toda una flota… —Se volvió hacia el General Hefele, que estaba ya redactando penosamente su dimisión—. ¿Han descubierto nuestros aparatos de radar algo más en esa zona? Pregúntele al Tejón.
El General Hefele sacó del bolsillo un transmisor-receptor.
—¿Recibe el Tejón otros blips? —Hizo una pausa—. No.
Continuó con su escrito de dimisión.
—Señor Presidente del Consejo —intervino el técnico de Wyoming—, tenemos la respuesta de la computadora D-996 a su pregunta. Cree que el tercer mensaje de Thors Provoni, el captado en la frecuencia de cuarenta metros, es el dato crítico. La computadora analiza que la declaración que empieza: «Llegaremos dentro de seis días» implica que uno de los alienígenas está con Provoni. Como no conoce el poder del alienígena, no puede computarlo, aunque da una respuesta correlativa: el Dinosaurio Gris no podrá distanciarse durante mucho tiempo de una nave vigía T-144. Por eso, la incógnita variable, o sea, la presencia del alienígena, es demasiado grande. No puede computar esta situación.
—Estoy recibiendo un mensaje del Tejón —anunció súbitamente el General Rayburn—. Callen…
Inclinó la cabeza a un lado, hacia donde llevaba el fono insertado al oído.
Silencio.
—El Tejón ha desaparecido —murmuró el General Rayburn.
—¿Desaparecido? —repitieron al unísono una docena de voces—. ¿Desaparecido?
—Desaparecido, ¿dónde? —quiso saber Gram.
—En el hiperespacio. Pronto sabremos la causa, puesto que, como se ha demostrado repetidas veces, una nave puede permanecer en el hiperespacio durante diez, doce, quince minutos a lo sumo. No tendremos que esperar mucho.
—Y el Dinosaurio, ¿ha entrado en el hiperespacio? —preguntó el General Hefele, incrédulo—. Esto sólo se hace como último recurso, es la medida más extrema de evasión. Bien, entonces habrán arrastrado detrás al Tejón. Tal vez hayan reconstruido al Dinosaurio; tal vez sus superficies exteriores sean ahora de una aleación que no se descompone rápidamente en el hiperespacio. Quizá sólo necesitan esperar, mientras el Tejón explota o regresa al paraespacio o al espacio mutuo. Como saben, el Dinosaurio que salió de este Sistema hace diez años puede no ser el mismo que regresará.
—El Tejón lo reconoció —intervino el General Hefele—. Es el mismo aparato y, si ha sido modificado, al menos esa modificación no ha sido exterior. Antes de penetrar en el hiperespacio, el Capitán Greco del Tejón dijo que era exactamente igual a la foto que le hicieron hace unos quince años, excepto…
—¿Excepto…? —intercaló Gram, apretando sus muelas.
Debo dejar de apretar las muelas, pensó. Una vez me rompí la corona de una, y eso debe servirme de lección.
Se retrepó entre sus almohadas.
—Excepto —continuó el General Hefele—, algunos sensores exteriores que faltan o han cambiado visiblemente, o que posiblemente han sufrido daños. Y, naturalmente, el casco se halla bastante abollado.
—¿Todo esto pudo divisar el Tejón? —se admiró Gram.
—Los nuevos aparatos de radar Knewdsen, los modelos de objetivos y lentes, pueden…
—Cállese —rugió Gram, consultando su reloj—. Voy a cronometrar —añadió vivamente—. Ya han pasado unos tres minutos, ¿verdad? Pondremos cinco, para estar más seguros.
Se sentó en silencio, contemplando fijamente su Omega.
Los demás se dedicaron a estudiar cada cual el suyo.
Transcurrieron cinco minutos.
Diez.
Quince.
En un rincón, Camelia Grimes, Ministro de oportunidades de Empleo y Educación, empezó a resoplar quedamente en su pañuelo de encaje.
—Los ha atraído a su muerte —dijo medio en voz alta, medio en un susurro—. Dios mío, es tan triste…, tan triste. Todos esos hombres perdidos…
—Sí, es triste —corroboró Gram—, y aún más triste que a Provoni lo haya divisado y seguido una nave de vigilancia. Una posibilidad entre… ¿Cuánto, un billón? En primer lugar, ya es triste que Provoni haya arrastrado tras de sí a una nave vigía. En realidad, al principio pareció como si fuésemos nosotros los que le habíamos atrapado a él. Bien acorralado; aniquilado, para que lo viesen sus amigos alienígenas. —Hizo una breve pausa y miró a los generales Hefele y Rayburn—. ¿Hay algunas otras naves que puedan seguir al Dinosaurio Gris cuando salga del hiperespacio?
—No —negó el General Hefele.
—O sea, que no sabremos si ha surgido ya —razonó Gram—. Tal vez haya quedado destruido junto con el Tejón.
—Lo sabremos cuando y si sale del hiperespacio —sentenció el General Hefele—, porque tan pronto como salga empezará a transmitir nuevamente por la frecuencia de cuarenta metros. —Se volvió a un ayudante—. Ten a punto mi monitor de red comercial para una transmisión renovada de su transmisión. —A Gram le dijo—: Supongo que…
—Suponga lo que quiera —le cortó el General Rayburn—. Ninguna señal de radio puede pasar del hiperespacio al paraespacio.
—Descubre —le ordenó el General Hefele a su ayudante— si la señal de Provoni se cortó hace unos minutos.
Un momento después, a través del equipo intercomunicador que llevaba sujeto con varias correas al cuello, el alto y joven ayudante había recibido ya el mensaje.
—La señal quedó cortada hace veinte minutos y no se ha captado ninguna más.
—Todavía están en el hiperespacio —calculó el General Hefele—. Y es posible que ya nunca vuelvan a emitir señal alguna. Tal vez todo ha terminado.
—Sigo queriendo su dimisión —le recordó Gram.
Se encendió una luz roja en la consola del escritorio. Gram cogió uno de los fonos.
—¿Sí? ¿La tiene consigo?
—La señorita Charlotte Boyer —anunció la recepcionista de la aduana del tercer nivel—. La han traído dos agentes de la Seguridad Pública, que tuvieron que arrastrarla por todo el camino. ¡Qué barbaridad! Mañana tendrá las piernas casi negras, además, ella le mordió la mano a un agente; sí, le arrancó un buen pedazo de carne, y el agente ha de ir inmediatamente a la enfermería.
—Que cuatro militares de la Policía Militar sustituyan a los agentes de la Seguridad Pública. Una vez hecho esto, que vigilen bien a esa joven, avísenme y la recibiré.
—Sí, señor.
—Si un individuo llamado Denny Strong viene aquí en su busca —prosiguió Gram—, quiero que le arresten por violación de la propiedad ajena y que inmediatamente le metan en un calabozo. Si trata de llegar por la fuerza hasta mi despacho, quiero que los guardias no duden en eliminarlo. En el sitio, tan pronto como su mano toque el pomo de la puerta.
Esto podría hacerlo yo mismo, pensó, pero ya soy demasiado viejo y mis reflejos son más lentos.
Sin embargo, levantó la tapa de la esquina de su escritorio y apareció la culata de una pistola Magnum 3.8 al alcance de su mano. Si la imagen mental de Nicholas Appleton, y su conocimiento propio del hombre eran correctos, Gram quería estar bien preparado. También debía estarlo para Appleton, porque éste había salido del edificio voluntariamente, sin signos de violencia, pese a lo cual no había garantías de que no continuase luchando por conseguir a la muchacha.
Esto era lo malo de la edad. Uno idealiza a una mujer, a su yo, a su personalidad… Pero a la edad de Gram sólo se quiere gozar de ella, nada más.
Sí, gozaré de ella, pensó Gram, la utilizaré, le enseñaré algunas cosas que probablemente ignora respecto a las relaciones sexuales, aunque ya esté al corriente de muchas cosas. Le enseñaré cosas que ni siquiera ha soñado. Por ejemplo, puede ser mi pececito. Y una vez lo haya aprendido todo, lo haya hecho todo, lo recordará durante el resto de su vida. Esos recuerdos la acosarán, pero al mismo tiempo los adorará, puesto que son verdaderamente agradables. Y ya veremos lo que pueden hacer para complacerla Nicholas Appleton, Denny Strong o cualquier otro después de mí. Y esa chica no será capaz de explicarles lo que deberían hacer para complacerla como yo.
Se echó a reír.
—Presidente del Consejo —intervino el General Hefele—, tengo noticias de mi ayudante. —Éste se inclinó hacia él y le susurró unas palabras al oído—: Lamento decir que se ha reanudado la señal en la frecuencia de los cuarenta metros.
—De acuerdo —asintió estoicamente Gram—. Estaba seguro de que así sería. No se habrían interrumpido en el hiperespacio si no hubieran estado seguros de poder volver, y el Tejón no pudo hacerlo.
Con cierta dificultad consiguió incorporarse hasta la postura de sentado, luego dio casi media vuelta, extendió una de sus macizas piernas y acabó por levantarse.
—Mi batín —pidió, mirando a su alrededor.
—Lo tengo yo, señor. —Camelia Grimes lo sostuvo para que él se lo pusiera—. Ahora las zapatillas.
—Le sientan muy bien —ponderó el General Hefele, fríamente.
¿Necesita que alguien le vista, Presidente del Consejo?, pensó acto seguido. Una gigantesca seta a la que hay que vigilar de día y de noche, que está en cama como un niño enfermo que no quiere ir a la escuela, que esquiva las realidades de la vida adulta. Ése es nuestro gobernante. La persona responsable de la destrucción de los invasores.
—Usted siempre olvida —le recordó Gram al General Hefele— que soy telépata. De haber dicho lo que estaba pensando, ahora ya estaría delante de un pelotón de ejecución con granadas de gas. Lo sabe de sobras. —Estaba francamente enojado, cosa rara, ya que los pensamientos de los demás solían dejarle indiferente. Pero esta vez el General Hefele había ido demasiado lejos—. ¿Desean votar? —preguntó a toda la Asamblea del Comité Extraordinario de la Seguridad Pública, más dos Consejeros Militares de la Tierra.
—¿Una votación? —preguntó Dake Bostrich, reflexivamente, con su distinguido cabello blanco—. ¿Para qué?
—Para la dimisión forzosa del señor Gram como Presidente del Consejo —aclaró Fred Rayner, Ministro del Interior—, y de alguien más de entre los que estamos aquí.
Sonrió envaradamente, pensando que era preciso deletrearles las cosas como a los niños. También pensó que aquélla era la única oportunidad de librarse de aquel cerdo lleno de grasa; de dejar que pasara el resto de su existencia dedicado a sus asuntos personales, como por ejemplo, la chica Boyer.
—Sí, quisiera una votación —manifestó Gram, tras una pausa, durante la cual escuchó los diversos pensamientos de los reunidos y supo que obtendría un voto de apoyo, por lo que no se mostró inquieto—. ¡Vamos a votar!
—Ha leído en nuestros cerebros y sabe cuál será el resultado —dijo Rayner.
—O se está tirando un farol —opinó Mary Scourby, Ministro de Agricultura—. Sabe que podemos echarle, por haber leído nuestros pensamientos, y sabe también que le echaremos.
—Bien —terció Camelia Grimes—, lo mejor será votar.
Mediante el alzamiento de manos, seis votos decidieron que continuase Gram, y cuatro estuvieron en contra.
—Buena votación, amigo —le dijo Gram a Fred Rayner—. Vamos, coge una mujer, si puedes; y, si no puedes, coge un hombre, un viejo sano.
—Y el viejo sano —replicó Rayner—, es usted.
Echando atrás la cabeza, Gram rió entusiasmado. Después, metiendo los pies en las zapatillas, se dirigió hacia la puerta principal de la estancia.
—Presidente del Consejo —le espetó rápidamente el General Hefele—, tal vez podamos contactar con el Dinosaurio y tener una idea aproximada de las exigencias que formulará Provoni, de cuántos son los alienígenas que le ayudan y de si…
—Hablaré más tarde con usted —le interrumpió Gram, abriendo la puerta. Se detuvo un instante y añadió—: Rompan sus dimisiones, Generales. Estuve momentáneamente trastornado.
Pero a ti, Rayner, ya te pillaré, monstruosidad de doble cúpula. Lo que has pensado de mí será tu aniquilación.
En el tercer nivel, Willis Gram, con batín, pijama y zapatillas, se dirigió hacia el escritorio de la recepcionista de la aduana A, puesto que le permitía saber y tratar con la mayoría de los problemas y las actividades personales de Gram. En otros tiempos, cuando tenía dieciocho años, Margaret Plow había sido su amante. Ahora tenía cuarenta y habían desaparecido la energía y el fuego, no quedaba en ella más que una máscara de brío y eficiencia.
Las paredes de su cubículo eran opacas, así que nadie podía observar su conversación. Sólo un telépata habría podido captar algo. Pero ya habían aprendido a vivir con esta amenaza.
—¿Has llamado a los cuatro hombres de la Policía Militar? —le preguntó a Margaret Plow.
—La tienen en la habitación de al lado. Ha mordido ya a uno de ellos.
—¿Qué le hizo él?
—Hizo que rodase por la habitación y esto la enfureció. Se puso como un animal salvaje, y no es una metáfora; como si pensara que iban a matarla.
—Hablaré con ella —decidió Gram, pasando desde el cubículo a la estancia contigua.
Allí estaba Charlotte, con los ojos destellando odio y miedo, como una secuestradora secuestrada. Gram pensó que tenía ojos de halcón, a los que era mejor no mirar. Era una cosa que había aprendido tiempo atrás: no mirar nunca a los ojos de un halcón o un águila, porque jamás se olvida el odio que en ellos se retrata, ni la insaciable ansia de ser libre, de volar. Además, aquellas alturas… Y las caídas en picado de las aves sobre su presa, sobre el conejo asustado, como nosotros. Una imagen graciosa: un águila prisionera de cuatro conejos.
Los agentes de la Policía Militar, no obstante, no eran conejos. Gram vio al momento de qué manera sujetaban a la joven, de qué manera y con qué fuerza. Charlotte no podía moverse.
Y durarían más que ella.
—Podría hacer que te dieran un tranquilizante —le dijo Gram a Charlotte—, pero ya sé cuánto los odias.
—¡Maldito canalla…! —le espetó ella. Y añadió—. ¡Maldito canalla blanco!
—¿Blanco? —Gram no lo entendía—. Ya no hay blancos ni negros ni amarillos… ¿Por qué dices blanco?
—Porque pertenece a la especie de los polis.
—Entiendo —asintió él.
Ahora captaba los pensamientos de la joven y le estaba asombrando. Por fuera, se hallaba tensa, furiosa, pero sólo porque estaba sujeta por cuatro miembros de la Policía Militar.
Pero por dentro…
Era una chica pequeña y asustada que luchaba como una niña aterrorizada a la que llevan al dentista. Un retorno irracional y superactivo de los procesos mentales prerracionales. No nos considera humanos, pensó Gram. Nos distingue como unas formas vagas que tan pronto la arrastran hacia un lado como hacia otro, y que la obligan, que la fuerzan… Sí, que la fuerzan cuatro hombres profesionales, que la tienen sujeta en un rincón por un tiempo indefinido.
Calculó que sus procesos mentales se hallaban a nivel de los tres años de edad. Sin embargo, tal vez lograse algo razonando con ella. Tal vez lograría desterrar, al menos parte, de sus temores, permitiendo que sus pensamientos adquiriesen una cualidad más madura.
—Me llamo Willis Gram —le notificó—. ¿Sabes lo que he hecho? —Le sonrió, levantó una mano y la señaló, ensanchando la sonrisa—. Seguro que ni lo sospechas.
Ella negó con la cabeza. Una sola vez. Muy brevemente.
—He hecho abrir los Campos de Reeducación de la Luna y de Utah —explicó él—, y de ellos saldrá toda la gente.
Los ojos de Charlotte eran grandes y luminosos, y continuó mirándole fijamente. Pero en sus pensamientos, según registró él, había asombrosos destellos de energía psíquica viajando por la corteza cerebral, mientras intentaba entender sus palabras.
—Y ya no arrestaremos a nadie más —prosiguió Gram—. Así que estás en libertad.
Al oír estas palabras, una oleada de alivio inundó la mente de la muchacha, sus ojos se estrecharon y de pronto cayó de ellos una lágrima en su mejilla.
—¿Puedo…? —Tragó saliva con dificultad y le tembló la voz—. ¿Puedo ver al señor Appleton?
—Puedes ver a quien quieras. Nick Appleton también está libre, hace dos horas quedó en libertad. Probablemente, se marchó a su casa. Tiene una esposa y un hijo a los que quiere mucho. No cabe duda de que se ha ido con ellos.
—Sí —asintió ella desdeñosamente—, los conocí. La mujer es una zorra.
—Pero él no lo cree así. Hoy, cuando leí sus pensamientos, pude ver que la ama de verdad; solamente deseaba tener un poco de diversión. Ya sabes que soy telépata. Sé cosas de la gente que otros no…
—Pero también puede mentir —le atajó ella, por entre sus apretados dientes.
—No miento —declaró en voz alta, aun sabiendo que sí mentía.
—Bien —preguntó Charlotte, completamente tranquila—, ¿soy libre de irme?
—Hay un asunto… —Gram pisaba el terreno con cuidado, tratando de leer los pensamientos de la joven antes de que se convirtiesen en frases o en acción—. Comprenderás que tenemos que someterte a un chequeo médico después de que los de la Seguridad Pública te sacaran de entre las ruinas de la Imprenta de la avenida Decimosexta. Supongo que no lo habrás olvidado.
—¿Un… chequeo médico? —le miró con incertidumbre—. No, no me acuerdo. Lo único que recuerdo es haber sido arrastrada por aquel edificio, mientras mi cabeza iba chocando contra el suelo, y que ya fuera…
—De ahí la necesidad del chequeo —asintió Gram—. Se lo hemos hecho a todos los que capturamos en la Imprenta. También los hemos sometido a exámenes psicológicos. Tú te portaste bastante mal, estabas totalmente traumatizada, casi en un estado de estupor catatónico.
—¿De verdad? —Charlotte le miraba despiadadamente. Con su mirada de halcón, mirada que jamás abandonaba sus pupilas.
—Necesitas un buen descanso.
—¿Y aquí lo tendré?
—En este edificio se encuentran las mejores instalaciones psiquiátricas del mundo. Después de unos cuantos días de reposo y terapia…
Los ojos de halcón llamearon, y los pensamientos de su cerebro fueron como emanaciones del hipotálamo que él no podía seguir y, de repente, en un santiamén, al sonido del último clarín, como quien dice, ella se contorsionó, cojeó un poco, se puso rígida, y al final giró sobre sí misma. ¡Giró sobre sí misma! Los cuatro miembros de la Policía Militar perdieron su presa; alargaron las manos hacia ella, y uno de ellos exhibió una porra de plástico muy pesada.
Charlotte retrocedió como el rayo, siempre girando, abrió la puerta que tenía detrás y echó a correr por el pasillo. Al verla y al ver a Willis Gram y a los otros agentes, un occífero de la Seguridad Pública fue tras ella e intentó atraparla. Consiguió hacer presa en su muñeca derecha, pero ella giró en redondo y le propinó un puntapié en los testículos. El agente la soltó. Charlotte siguió corriendo a toda velocidad, hacia la gran portalada del edificio. Nadie intentó detenerla, menos aún después de haber visto cómo el occífero de la Seguridad Pública se retorcía en el suelo.
Uno de los de la Policía Militar sacó una pistola de rayos láser, una Richardson del 2.56, la levantó y apuntó al techo.
—¿Le disparo, señor? —le preguntó a Willis Gram—. Ahora mismo la puedo alcanzar.
—No sé qué decir… —musitó Gram.
—Si no es ahora será demasiado tarde, señor.
—Está bien, no dispare.
Willis Gram retrocedió hacia el despacho, se sentó pesadamente en la cama y se inclinó hacia adelante, como para estudiar los dibujos del suelo.
—Está chiflada, señor —rezongó uno de los agentes de la Policía Militar—. Quiero decir que está majareta, loca.
—Yo le diré lo que es… —gritó roncamente Gram—. ¡Es una rata de alcantarilla! —Era una frase que había captado en la mente de Nick Appleton—. Una verdadera rata de alcantarilla.
Ah, los cogeré a los dos, se dijo Gram. Claro que los cogeré…, a él también. Appleton juró que volvería a verla. Y así será porque ella le localizará. Appleton jamás volverá con su esposa.
Se levantó y volvió al cubículo de Margaret Plow.
—¿Puedo usar el fono? —le preguntó.
—Puedes usar mi fono y, en realidad, puedes usar mi…
—Sólo el fono —le interrumpió él.
Marcó el número de la línea de prioridades del Director Barnes, que localizaba a éste allí donde estuviese: en el cuarto de baño tomando una ducha, en una autopista, o incluso en su despacho.
—¿Sí, Presidente del Consejo?
—Necesito a uno de sus soldados especiales. Tal vez dos.
—¿A quién? —Barnes cambió de tono—. Bueno, me refiero a quién desea matar.
—Al ciudadano 3XX24J.
—¿De verdad? ¿No será esto un capricho, un arrebato de malhumor? Recuerde, Presidente del Consejo, que acaba de conceder una amnistía absoluta a todo el mundo y que él también está afectado por esta medida.
—Ha apartado de mí a Charlotte —gritó Gram—. Oh, ya entiendo… La joven ha desaparecido. Cuatro miembros de la Policía Militar no lograron sujetarla; es una maníaca y resultará peligrosa cuando la cacen. Capté algo en su mente sobre un ascensor que no se abrió cuando era pequeña; estaba sola dentro. Creo que tenía ocho años. Padece cierto tipo de claustrofobia. La cosa es que no puede verse acorralada.
—Lo cual no es culpa de 3XX24J —objetó Barnes.
—Pero ella irá a verle a él.
—¿No podría hacerse sin alboroto? —sugirió Barnes—. Como si fuese un accidente. ¿O desea simplemente que los dos soldados especiales le cojan y le liquiden, sin importar que alguien los vea?
—Exacto —asintió Gram—. Como una ejecución ritualista. Y la libertad de que goza ahora será como la última comida servida a los condenados a muerte.
—Esto ya no se estila, Presidente del Consejo.
—Creo que añadiré una recompensa para sus soldados —continuó Gram—. Quiero que le maten estando ella con él. Deseo que ella lo presencie.
—Está bien, está bien —accedió Barnes, enojado—. ¿Algo más? ¿Cuál es la última noticia sobre Provoni? Una estación de televisión anunció que una nave vigía detectó al Dinosaurio Gris. ¿Es cierto?
—Ya hablaremos de eso cuando sea oportuno.
—Eso no tiene sentido, Presidente del Consejo.
—Está bien, trataremos de eso cuando resulte conveniente.
—Cuando mi agente haya cumplido su orden, se lo haré saber —concluyó Barnes—. Con su permiso, enviaré a tres hombres. Uno llevará una pistola tranquilizante para ella si, como usted dice, a veces es una maníaca.
—Si lucha con ellos —advirtió Gram—, que no le hagan daño. Contemplar cómo matan a ese Appleton será suficiente. Adiós.
Colgó.
—Pensé que ibas a matarlos después —comentó Margaret Plow.
—A las chicas sí. Pero antes a sus novios.
—¡Qué cándido estás hoy, Presidente del Consejo! ¡Ese asunto de Provoni te mantiene en tensión! El tercer mensaje: dentro de seis días ¿eh? ¡Sólo seis días! Y abres los Campos de Concentración y concedes una Amnistía General. Lástima que Eric Cordon no esté vivo para verlo. Lástima que sus riñones o su hígado, o lo que fuese, le matara unas horas antes de… —Calló bruscamente.
—… de que su victoria estuviese a la vista —concluyó la frase Gram, leyendo el resto del pensamiento en directo, como si fuese una cinta de óxido de hierro, en la mente de Margaret. Bien, Cordon era un místico. Y tal vez lo supiese.
Sí, se dijo, tal vez lo supiese. Era un ser extraño. Quizá se levantaría de entre los muertos. Pero al diablo, diremos que no murió, que eso fue una historia falsa, que deseábamos que Provoni creyese que… ¡Dios santo! ¿Qué estoy pensando? Hace 2100 años que nadie se ha levantado de entre los muertos. Y no vamos a empezar ahora.
Después de la muerte de Appleton, se preguntó, ¿querré realizar una prueba final con Charlotte Boyer? Si pudiera hacer que mis psiquiatras se ocupasen de ella, tal vez lograrían dominar su rasgo de ferocidad, harían que se tornase pasiva, como debe ser una mujer.
Y, no obstante, le gustaba su fuego. Tal vez fuese esto lo que la hacía más atractiva a sus ojos, ese rasgo de rata de alcantarilla, como dijera Appleton. A muchos hombres les gustan las mujeres violentas. Y, ¿por qué no? No las mujeres fuertes, testarudas u obstinadas, sino simplemente salvajes.
He de pensar en Provoni, se dijo, y no en esto.
Veinticuatro horas más tarde llegó un cuarto mensaje del Dinosaurio Gris, captado y transmitido a la Tierra por el gran telescopio de radio de Marte.
«Sabemos que han abierto los Campos y concedido una Amnistía General. No es suficiente».
Tremendamente conciso, pensó Willis Gram, estudiando el mensaje en forma escrita.
—¿No hemos sido capaces de transmitirles nada a ellos? —le preguntó al General Hefele, que fue quien le llevó el mensaje.
—Creo que lo hemos alcanzado, pero no lo escuchó, ya sea a causa de un fallo en el circuito de su aparato receptor o por su poca voluntad de negociar con nosotros.
—Cuando se acerque a un centenar de unidades astronómicas —inquirió Gram—, ¿podrán alcanzarlo con un enjambre misil? Uno de esos que… —esbozó un gesto expresivo.
—Tenemos sesenta y cuatro tipos de misiles para probar; ya he ordenado que las naves de transporte se desplieguen por la zona general en la que creemos que se encuentra la nave de Provoni.
—No sé nada de una zona general en la que creamos que se encuentra la nave de Provoni. Puede haber salido del hiperespacio en cualquier zona.
—Se puede decir que tenemos todas nuestras armas a punto de utilizarlas tan pronto como descubramos al Dinosaurio. Tal vez Provoni se haya tirado un farol. A lo mejor vuelve solo, tal y como hace unos diez años se fue.
—No —denegó Gram—. Tengamos en cuenta su capacidad para resistir en el hiperespacio con ese viejo cacharro del año 2198. No, la nave ha sido reconstruida, y no por alguna de las tecnologías que conocemos. —De pronto, tuvo otra idea—. Pero él y su Dinosaurio pueden estar dentro de ese extraño ser; éste puede haber envuelto a la nave. Y, naturalmente, el casco no se ha desintegrado. Como cualquier parásito, Provoni puede estar interno en la entidad humanoide o no humanoide, y mantener excelentes relaciones con ella. Una simbiosis.
Aquella idea era posible. Nadie, humanoide o no, hacía algo por nada; esto lo sabía como una de las pocas verdades de la vida, con tanta seguridad como sabía su nombre.
—Probablemente —continuó— quieren a toda nuestra raza, a los seis mil millones de Antiguos y a nosotros, para fusionarlos con dicha entidad en una especie de gelatina poliencefálica. Piénselo, ¿eso le gustaría?
—Todos nosotros, incluso los Antiguos, combatiríamos contra tal cosa —exclamó el General Hefele.
—Pues a mí no me parece tan mal —opinó Gram—. Y sé, mucho mejor que usted, lo que es una fusión cerebral. Se mezclan las mentes en una sola mente compuesta, muy grande, en un organismo mental único que piensa con el poder de quinientos o seiscientos hombres y mujeres. Y eso resulta muy divertido para todo el mundo, incluyéndome a mí.
Sólo de esta manera, de la manera de Provoni, todo el mundo estaría dentro de la red.
Claro que no era ésta la idea de Provoni. Y, no obstante, Gram había captado algo en los cuatro mensajes de Provoni: el uso del pronombre «nosotros». Una especie de concurrencia entre él y dicho pronombre parecía indicarlo. Y en armonía, se dijo Gram. Los mensajes, tan escuetos, resultan fríos, como dicen los niños.
Y esa entidad que él traerá será la vanguardia de otros miles, añadió Gram para sí mismo. La primera víctima había sido la tripulación del Tejón. En algún lugar deberían colocar una placa con sus nombres, para honrarlos en un recuerdo póstumo. No había temido apoderarse de Provoni; habían perseguido al Dinosaurio y murieron en el intento. Tal vez podrían luchar con hombres tan valerosos y, al fin y al cabo, vencer. Además, como había leído en alguna parte, resulta difícil sostener una guerra interestelar. Al pensar esto, se sintió mucho mejor.
Después de varias horas de abrirse camino entre la multitud, Nicholas Appleton logró localizar el edificio de apartamentos de Denny Strong. Entró en el ascensor y subió al piso cincuenta.
Llamó a la puerta. Silencio. De pronto, llegó a sus oídos la vocecita de Charley.
—¿Quién diablos es?
Si Willis Gram no hubiese querido que ellos dos se viesen, no los habría dejado en libertad.
Se abrió la puerta. Allí estaba Charley con una blusa a rayas rojas y negras, pantalones anchos, sandalias abiertas, y con una buena capa de maquillaje en la cara, con pestañas postizas. Aunque sabía que eran postizas, aquellas pestañas le gustaron.
—¿Sí…? —preguntó ella.