—LO sabía —exclamó Morgo—. Insinuaciones, atisbos, se han filtrado en su mente consciente. Especialmente cuando duerme.
—Por eso soy un renegado doble —asintió Provoni, rígidamente.
—¿Por qué rompió con sus compatriotas?
—En la Tierra hay seis mil Nuevos Hombres, que gobiernan con la ayuda de cuatro mil Inusuales. Diez mil en una jerarquía del Servicio Civil que separan a todos de… cinco millardos de Antiguos sin forma de…
Calló y después hizo una cosa sorprendente: levantó la mano y un vaso de agua de plástico flotó directamente hacia él, depositándose en el hueco de su mano.
—Usted también es un Inusual —estableció Morgo—. Un t-k —añadió—. No lo sospechaba.
—Por lo que sé —continuó Provoni—, yo soy la única fusión de Nuevo Hombre e Inusual. Soy un fenómeno, surgido de otros fenómenos.
—¿Hasta dónde llegó en el Servicio Civil, qué promedio consiguió?
—Oh, diablos… Yo fui un Doble-03. No abiertamente, pero en los exámenes conseguí un sub rosa. Hubiese podido desafiar a Gram. Hubiese podido desafiarles a todos.
—Señor Provoni, no comprendo por qué no logró trabajar desde dentro —dijo el Frolikan.
—No conseguí eliminar diez mil servidores civiles, desde los G-1 a los Doble-03, pasando por el Comité Extraordinario de la Seguridad Pública y el Presidente del Consejo Gram. —Mas éste no era el verdadero motivo, y lo sabía—. Temí —añadió— que si descubrían lo que era me mataran. Mis padres lo temieron cuando yo era un niño. Todos ellos, Nuevos Hombres, Inusuales, y también los Antiguos y los Subhombres. Yo pude ser el principio de una raza de superhombres máximos; pero de hacerse esto público, el alboroto hubiese sido mayúsculo… y yo… —Esbozó un gesto expresivo con la mano—. Yo habría desaparecido. Y empezarían a buscar a los que fuesen como yo.
—A nadie se le podía ocurrir —observó el Frolikan— que pudiese surgir una persona con ambos tipos. Es decir, teóricamente, antes de los exámenes.
—Como dije, mis exámenes fueron privados, subrosa. Mi padre tenía un promedio de G-4, como Nuevo Hombre, y dispuso los exámenes en secreto, cuando conoció mi capacidad t-k y supo, además, que yo tenía nódulos Roger, que sobresalían de mi cerebro como puntas de lápiz. Fue mi padre quien me convirtió en luchador, Dios bendiga su alma. Estallaron las Guerras Internacionales y Planetarias y todo el mundo pensaba solamente en las ideologías que se jugaban en ellas… Aunque, en realidad, lo que todo el mundo quería era dormir una noche con plena tranquilidad y a salvo. Leí una declaración —añadió—, era literatura en una píldora. Decía que las personas inclinadas al suicidio deseaban realmente una buena noche de sueño y creían que la hallarían en la muerte.
¿Adónde me llevan mis pensamientos?, se preguntó. Hace años que no pensaba en el suicidio. No, desde que dejé la Tierra.
—Necesita dormir —le propuso Morgo.
—Lo que necesito es saber si mi tercer mensaje ha llegado a la Tierra —replicó Provoni roncamente—. ¿Será posible llegar allí en sólo seis días?
Los fantasmas empezaban a acosarle: campos, prados y pastizales, las grandes ciudades flotantes sobre los océanos azules de la Tierra, las cúpulas de la Luna y Marte, Nueva York, el reino de Los Ángeles. Y, especialmente, San Francisco, con su fabuloso, atractivo y antiguo BART o «Sistema de transporte rápido», construido en 1972 y que, por razones sentimentales, todavía estaba en uso.
Pensó en la comida. Un bistec con setas, caracoles, ancas de rana muy tiernas y congeladas anticipadamente, cosa que mucha gente ignoraba, incluyendo muchos restaurantes caros.
—¿Sabes lo que deseo? —le preguntó al Frolikan—. Un vaso de leche bien fría. Leche con cubitos de hielo. Unos cinco litros de leche helada. Y quiero estar aquí sentado y beber leche.
—Como ya indicó usted, señor Provoni —comentó Morgo—, el interés real del hombre reside en lo inmediato y lo pequeño. Estamos realizando un viaje que afectará a las vidas y esperanzas de seis mil millones de personas y, no obstante, usted se ve a sí mismo sentado a una mesa donde hay una botella de leche.
—Sí —replicó Provoni—, pero esto es lo mismo. Porque todo el mundo es igual. Habrá una invasión de la Tierra efectuada por seres extraterrestres y todo el mundo, ¡todo el mundo! lo único que querrá es seguir viviendo. El mito de la masa inarticulado, hirviente, en busca de un líder, de un portavoz, que en este caso sería Cordon, no es más que eso: un mito. Pero ¿a cuántas personas les importa eso realmente? Tal vez ni siquiera a Cordon, al menos, no mucho. ¿Sabes qué temía la gente en la época de la Revolución Francesa? Temía que alguien les destrozara los pianos… Era una visión muy estrecha y mezquina, claro… —se interrumpió—. Cosa que también yo comparto —exclamó—, hasta cierto punto.
—Sufre usted de añoranza. Lo veo en sus sueños; por la noche, se pasea por los senderos de los bosques de la Tierra, y se eleva en majestuosos ascensores hasta los restaurantes y drugbares situados en lo alto de los rascacielos.
—Sí, los drugbares… —repitió Provoni.
Hacía mucho tiempo que había abandonado toda medicación, toda diversión, incluyendo, claro está, todas las pastillas que afectan al cerebro.
Me sentaré en un drugbar, pensó, y me tomaré una cápsula, una píldora, una tableta, y una espánsula, una tras otra. Me haré invisible. Volaré como un cuervo. Cacarearé y gorjearé volando por los invernaderos y los prados, bajo la luz del sol, y en las sombras. Dentro de seis días.
—Hay un asunto que todavía no hemos puesto en claro, señor Provoni —le despertó de su ensueño el Frolikan—. ¿Efectuaremos una aparición pública, con pompa y platillo, o nos apartaremos de la gente a fin de no ser vistos? Y tal vez empecemos de esa manera las operaciones, ¿verdad? En este último caso, usted podría moverse con entera libertad. Podría ver y disfrutar de los trigales, de los maizales de Kansas; podría descansar, tomar sus píldoras y, si no le molesta que se lo diga, afeitarse, bañarse y cambiarse de ropa; en fin, refrescarse por completo. Mientras que si descendemos en medio de Times Square…
—No importa que descendamos en medio de Times Square o en los prados de Kansas —objetó Provoni—. Estarán en constante alerta, buscándonos por radar. Incluso pueden atacarnos, o intentarlo al menos, con las naves de la línea fronteriza antes de que lleguemos a la Tierra. No podemos pasar inadvertidos, no pesando tú noventa o más toneladas. Nuestros retrocohetes iluminarán el cielo como cirios romanos.
—No podrán destruir la nave, ya que yo la envuelvo por completo.
—Lo entiendo, pero ellos no lo saben y pueden intentar destruirnos.
¿Qué aspecto tendré cuando salga de aquí?, pensó. Sucio, repulsivo, inclinado ya a costumbres ingratas. Pero ¿acaso no es esto lo que esperan? ¿No es esto lo que comprenderá la gente? Tal vez sea así como apareceré ante sus ojos…
—Times Square —dijo en voz alta.
—En medio de la noche.
—No; incluso entonces habría demasiada gente, demasiado bullicio.
—Dispararemos con los retrocohetes para avisarles. Cuando vean que aterrizamos, retrocederán.
—Y un obús con la cabeza de proyectil de hidrógeno, procedente de un cañón T-40 nos hará pedazos —replicó Provoni, que se sentía sarcástico y exaltado.
—Señor Provoni, recuerde que yo soy semimateria y puedo absorberlo todo. Yo envolveré por completo esta nave, lo mismo que a usted, por todo el tiempo que sea necesario.
—Tal vez se vuelvan locos cuando me vean.
—¿De entusiasmo?
—No lo sé. De lo que vuelva loca a la gente. Tal vez de miedo a lo desconocido. Quizá se aparten de mí todo lo que sea posible físicamente. Pueden huir a Denver, a Colorado, y agruparse allí como gatos asustados. ¿No has visto nunca unos gatos asustados? Yo siempre tenía gatas y gatos, inalterados, y mi gato siempre era un perdedor. Siempre era el que volvía hecho jirones. ¿Sabes cómo se sabe que el gato propio es un perdedor? Cuando él y otro gato pelean, y tú acudes a salvar al tuyo; si es el vencedor, al momento salta sobre el contrincante, y si es el perdedor, deja que lo cojas y lo lleves a casa.
—Pronto volverá a ver gatos…
—Igual que tú.
—Descríbame un gato —pidió Morgo—. Fórmelo en su mente. Con todo lo que recuerde y asocie con los gatos.
Thors Provoni pensó en los gatos. Le parecía una cosa inútil aunque entretenida mientras iban pasando los seis días que faltaban para llegar a la Tierra.
—Obstinado —murmuró Morgo.
—¿Yo? ¿Te refieres a mí? ¿Por ese tema?
—No, me refiero a los gatos. Y por ser autocentrado.
—Un gato es leal a su amo —explicó Provoni, irritado—. Pero lo demuestra de un modo sutil. La verdad es que un gato no se entrega a nadie, y esto es así desde hace millones de años; pero de pronto consigues agujerear su armadura y se frota contra ti y se sienta en tus rodillas y ronronea. Y esto lo hace porque te ama, y por eso rompe la norma de conducta genética que han seguido los gatos desde hace millones de años. Una verdadera victoria.
—Suponiendo que el gato sea sincero —objetó Morgo—, y no pretenda sólo conseguir más comida.
—¿Piensas que un gato puede ser hipócrita? —inquirió Provoni—. Nunca he oído una insinuación de hipocresía referida a los gatos. En realidad, gran parte de las críticas proceden de su total honradez; si no les agrada una persona, la abandonan y se largan con otra.
—Creo —opinó Morgo—, que cuando lleguemos a la Tierra me gustará tener un perro.
—¡Un perro! Después de mis palabras acerca de la naturaleza y carácter de los gatos… Después de todo el gran material que has obtenido de mí al pensar en los gatos… Todavía me acuerdo de uno llamado «Asherbanopol», al que llamábamos «Ralf». «Asherbanopol» es egipcio.
—Sí —asintió el Frolikan—. Todavía gimes en tu corazón por «Asherbanopol». Pero cuando mueras, como en el cuento de Mark Twain…
—Sí —murmuró Provoni—, todos estarán allí, en dos filas, aguardándome.
—Un animal se niega a entrar en el Paraíso sin su amo. Y le esperan años y años.
—Y tú crees en ello fervorosamente.
—¿Creerlo? Sé que es verdad. Dios está vivo; ese cadáver que encontraron en el espacio hace varios años no era Dios. No es posible encontrar a Dios en esas circunstancias. Esa es una idea medieval. ¿Sabes dónde está el Espíritu Santo? No está en el espacio, sino que Él crea espacio. Está aquí —indicó su pecho—. O sea, que nosotros tenemos una parte del Espíritu Santo en nosotros mismos. Piensa en tu decisión de ayudarnos. Con ello no obtendrás nada salvo una herida o alguna clase de destrucción. Es posible que los Militares hayan inventado algo mortal de lo que no estoy enterado.
—Por ir a su planeta sí obtendré algo —objetó Morgo—. Recogeré y conservaré pequeñas formas de vida: gatos, perros, una hoja de árbol, un caracol, una ardilla… Debe entender y tener en cuenta que en Frolik 8 esterilizaron todas las formas de vida, excepto la nuestra y que, por lo tanto, desaparecieron por completo. Pero al poder ver sus imágenes grabadas en tres dimensiones, parecen completamente reales. Están unidos directamente a los ganglios que rigen nuestro sistema nervioso central.
El temor se apoderó de Provoni.
—Esto le molesta —observó Morgo—. Que crezcamos, nos dividamos y sigamos creciendo le molesta. Necesitamos urbanizar cada palmo de nuestro planeta; los animales se morirían de hambre, y por eso preferimos usar un gas esterilizante, completamente indoloro. No podrían haber seguido viviendo con nosotros en el planeta.
—Vuestra población ha disminuido, ¿verdad?
El miedo aún anidaba en su interior, como una serpiente enrollada, aguardando para desenrollarse, para enseñar sus venenosos colmillos.
—Siempre necesitamos más sitio —prosiguió Morgo.
Como en la Tierra, pensó Provoni.
—Bueno, allí tenemos una especie consciente que domina. Los círculos rectores nos han prohibido ser… —Morgo vaciló.
—… ser Militares —concluyó Provoni por él.
—Yo soy un Comando. Por eso me escogieron para ir con usted a Sol 3. Tengo fama de saber solucionar las disputas mezclando el razonamiento y la fuerza. La amenaza de la fuerza les obliga a escucharme; y el conocimiento, mi conocimiento, indica cuál es el mejor camino para que una determinada sociedad triunfe.
—¿Ya lo has hecho antes?
Estaba claro que sí.
—Tengo más de un millón de años —respondió Morgo—. Apoyado por la contingencia de fuerzas, he solucionado guerras tan enormes, con tan gran número de contendientes, que usted no podría siquiera imaginar. He resuelto problemas político-económicos, a veces introduciendo maquinaria nueva o los documentos teóricos por medio de los cuales podían lograrse tales maquinarias. Después, me he marchado, dejando que ellos solucionasen el resto del problema.
—¿Has intervenido sólo cuando te llamaban? —quiso saber Provoni.
—Sí.
—O sea que, en esencia, sólo ayudas a las civilizaciones que han sido capaces de inventar impulsos transestelares. Has hallado a sus mensajeros, donde al fin lo has visto. Pero las sociedades medievales, con sus cascos y sus lanzas…
—Nuestra teoría al respecto es muy interesante —le interrumpió Morgo—. El nivel de espadas y lanzas, también el nivel del cañón, de las naves aéreas, los barcos y las bombas…, ese nivel no es cosa nuestra. No queremos que lo sea, porque nuestra teoría nos indica que no pueden destruir ni a su raza ni a su planeta. Pero cuando construyen bombas de hidrógeno y su tecnología les permite construir naves interestelares…
—No lo creo —declaró llanamente Provoni.
—¿Por qué? —El Frolikan exploró su cerebro, hábilmente, si bien con su acostumbrada reverencia—. Ah, ya entiendo —exclamó—. Usted sabe que crearon las bombas de hidrógeno mucho antes de que desarrollaran el impulso interestelar. Tiene razón. —Hizo una pausa—. De acuerdo. Sí, nosotros sólo intervenimos cuando llega una nave capaz de volar entre las estrellas, porque en ese punto, la civilización, sea cual sea, es peligrosa para nosotros. Nos han descubierto. Y está indicada una respuesta por nuestra parte como, por ejemplo, en la historia de su mundo, cuando el Almirante Perry abrió una brecha en el muro que rodeaba a Japón. Todo el país se vio obligado a modernizarse en unos cuantos años. Tenga en cuenta esto: nosotros nos podíamos haber limitado a matar a todos los astronautas interestelares, en vez de preguntarles cómo podíamos ayudarles a estabilizar su cultura. Seguramente no creería cuántas culturas se hallan inmersas en las guerras, las luchas por el poder y la tiranía. Pese a esto, algunas están mucho más avanzadas que la de usted. No obstante, usted nos ha proporcionado nuestro criterio: ha venido a nosotros, y yo estoy aquí, señor Provoni.
—No me gusta que los animales hayan sido exterminados —dijo Provoni.
Pensaba en los seis mil millones de Antiguos de la Tierra. ¿Cómo les tratarían? ¿Les tratarían a todos por igual, Nuevos Hombres, Inusuales, Antiguos, Subhombres? ¿Les matarían a todos y heredarían el planeta con todas sus obras?
—Señor Provoni —Morgo interrumpió sus pensamientos—, permita que le aclare dos puntos que servirán para aquietar el torbellino de su cerebro. Primero: hace siglos que conocemos la civilización. Nuestras naves han penetrado y salido de su atmósfera ya en la época de sus barcos balleneros. De haberlo deseado, hubiésemos podido apoderamos entonces de la Tierra. ¿No cree que hubiese sido mucho más sencillo romper la «débil línea roja», a los Chaquetas Rojas, que enfrentarnos con los misiles tácticos de hidrógeno y cobalto, como tendríamos que hacer ahora? Yo he estado a la escucha. Ustedes tienen varias naves de guardia en la zona cercana al punto donde el campo gravitacional del Sol empieza a afectarnos.
—¿Y segundo…?
—Robaremos.
—Robar ¿qué? —Provoni estaba estupefacto.
—Innumerables aparatos de ustedes: aspiradoras, máquinas de escribir, sistemas de video 3-D, baterías para veinte años, computadoras. A cambio de poner fin a la tiranía, estaremos algún tiempo en el planeta para obtener modelos de trabajo, si es posible, o descripciones de todo lo que podamos: árboles, plantas, embarcaciones, instrumentos de fuerza… Todo lo que sea factible.
—Pero tecnológicamente vosotros estáis más avanzados que nosotros.
—No importa —refutó Morgo con tono amable—. Cada civilización, cada planeta, desarrolla unos instrumentos únicos, idiosincrásicos, unas costumbres, unas teorías, unos juguetes, unos tanques resistentes a ciertos ácidos, y así sucesivamente. Permita que le haga una pregunta: supongamos que usted pudiera trasladarse a la Inglaterra del siglo dieciocho, y que pudiera llevarse consigo lo que más le gustase. ¿No se llevaría muchas cosas? Sólo en pinturas… Ah, veo que lo comprende.
—¡Nosotros somos muy raros! —estalló Provoni.
—Ah, esto lo expresa muy bien. La rareza es uno de los grandes constituyentes del Universo, señor Provoni. Es una subdivisión del principio de la unicidad, que su sabio Bernhad explicó en su «Teoría de la Acausalidad Medida por dos Ejes». La unicidad es única, pero hay asimismo lo que Bernhad denominó la cuasi-unicidad, de la que muchos…
—Yo formulé esa teoría para Bernhad —confesó Provoni—. Yo fui uno de los chicos más listos en la universidad, uno de los ayudantes de Bernhad. Y le ayudé a preparar los datos, las citas y todo lo que publicó en Nature, aunque luego lo firmara sólo Bernhad. En 2103 yo tenía dieciocho años. Ahora, tengo ciento cinco —sonrió tristemente—. Soy un Antiguo, en un sentido diferente. Pero sigo activo y vivo. Todavía puedo orinar, apestar, comer, dormir y hacer el amor. Bueno, ya habrás leído acerca de personas que han vivido doscientos años, nacidos en 1985, cuando aislaron el virus del envejecimiento, y fueron inyectados los compuestos antigerontológicos a un cuarenta por ciento de la población.
Se acordaba de los animales, de los seis mil millones de seres que no iban a ninguna parte, a no ser a los tremendamente gigantescos Campos de Reeducación de la Luna, con sus tanques opacos a los lados; a los prisioneros no les permitían siquiera contemplar el paisaje que les rodeaba. En esos Campos debía de haber de doce a veinte millones de Antiguos. Un Ejército. ¿Qué podían hacer en la Tierra? ¿Veinte millones…? ¿Diez millones de apartamentos? Veinte millones de puestos de trabajo, y ninguno con un nivel G. Ni Servicio Civil.
Gram podría darnos una patata caliente, se dijo Provoni. Si nosotros nos apoderamos, aunque sea por un breve espacio de tiempo, de las funciones del gobierno, será preciso que les procesemos a todos. Aunque parezca increíble, podríamos vernos obligados a enviarlos a los Campos sobre una base «temporal». Y eso sí que sería irónico.
—En la parte de babor hay un hombre de guerra —anunció de repente Morgo.
—¿Un qué en dónde?
—Mira en tu pantalla de radar. Verás un blip. Es una nave muy grande que avanza muy deprisa, demasiado deprisa para que sea una nave comercial. Viene directamente hacia nosotros. —Hizo una pausa—. En un rumbo de choque. Van a morir todos para detenemos.
—¿Pueden hacerlo?
—No, señor Provoni —le explicó Morgo con paciencia—. Aunque hayan montado cabezas de proyectil de hidrógeno de 88 o cuatro torpedos de hidrógeno.
Tenemos que esperar, pensó Provoni inclinándose sobre su pantalla de radar, hasta que lo vea. Porque, obviamente, se trata de uno de esos nuevos LR-82 tan veloces. Se frotó la frente en un gesto de cansancio. No, esto fue en el pasado. Hace ya diez años. Oh, sí, vivo en otros tiempos…
—Sí —exclamó—, es una nave muy veloz —comentó.
—No tanto como la nuestra, señor Provoni —dijo Morgo.
Al ser disparados los cohetes, el Dinosaurio Gris traqueteaba y parecía encabritarse y, de pronto, se oyó el sonido característico de la entrada en el hiperespacio.
La nave siguió adelante, seguida por la otra. Estaba en la pantalla una vez más, flotando en el espacio, y a cada segundo se aproximaba más, mientras todas sus máquinas disparaban un brillante nimbo de luz amarillenta, destellante, zigzagueante.
—Creo que esto termina aquí mismo —sentenció Provoni.