Capítulo 16

EN una oficina pequeña y moderna, con una de las nuevas arañas móviles danzando por encima de él, Nick Appleton escuchaba distraídamente la música. En aquel instante se podía escuchar una selección de piezas de Victor Herbert. Nick estaba agotado, en cuclillas, con la cabeza entre las manos. Ignoraba si Charley estaba viva o herida… O tal vez, bien…

Decidió que estaba bien. Nadie podía matar a Charley. Viviría una larga existencia; más de ciento doce años, que era el término medio de la población de la Tierra.

Tal vez le fuese posible salir de allí… Nick se hallaba delante de dos puertas, una era por la que había entrado y la otra daba a otros despachos interiores, más esotéricos. Precavidamente, probó el pomo de la primera puerta. Cerrada. Luego, sigilosamente, se acercó a la puerta que daba a los despachos interiores; respiró hondo y probó el pomo: esa puerta también estaba cerrada.

No sólo estaba cerrada, sino que también se soltó la alarma. Oía el interminable sonido. Se maldijo en voz baja.

Se abrió la puerta interior y apareció el Director de Policía, Barnes, impresionante con su uniforme verde, lleno de condecoraciones, con un color verde en el traje un poco más claro que el que lucían los policías.

Se contemplaron mutuamente.

—¿3XX24J? —inquirió Barnes.

—Nick Appleton. 3XX24J es la dirección de un apartamento, ni siquiera es el mío —le corrigió Nick—. O el que era mío. Probablemente, sus hombres ya lo habrán asaltado, buscando material cordonita. —Por primera vez se acordó de Kleo—. ¿Dónde está mi esposa? ¿La han herido o matado? ¿Puedo verla?

También se acordó de su hijo. Especialmente de él.

Barnes giró la cabeza para llamar por encima del hombro.

—Investiguen el 7Y3ZRR y vean si la mujer y el chico se encuentran bien. Y comuníquenmelo inmediatamente —se volvió hacia Nick—. Naturalmente, no se refería a la chica que estaba con usted en aquella habitación de la planta impresora, ¿verdad? Se refiere a su esposa legal.

—Quiero tener noticias de las dos.

—La joven que estaba con usted en la Imprenta está bien.

Bueno, Charley vivía. Le dio las gracias a Dios por esto.

—¿Desea formularme alguna otra pregunta antes de ser conducido ante el Presidente del Consejo?

—Quiero un abogado —pidió Nick.

—A causa de la legislación votada el año pasado que prohíbe una representación legal a los detenidos, no podemos permitirlo. Ahora un abogado ya no podría ayudarle, ni aunque le hubiese visto antes de su arresto, porque su delito es de carácter político.

—¿Cuál es mi delito? —quiso saber Nick.

—Tener literatura de Cordon. Diez años en un Campo de Reeducación. Por estar en presencia de otros cordonitas conocidos, cinco años. Por ser hallado en un edificio donde había material escrito ilegal…

—Ya he oído bastante —le interrumpió Nick—. En total unos cuarenta años.

—Todo eso está en los códigos. Pero si nos ayuda a mí y al Presidente del Consejo, tal vez pueda cumplir simultáneamente las condenas. Vamos, adentro.

Le indicó la puerta abierta y Nick, sin hablar, la cruzó, entrando en un despacho gloriosamente decorado… ¿O no era un despacho? Un lecho monumental ocupaba la mitad de la estancia, y en el mismo, bien sostenido por las almohadas, yacía Willis Gram, el supremo gobernante del planeta, con la bandeja del almuerzo sobre sus rodillas. Esparcido por la cama había toda clase de material escrito, con las claves de color pertenecientes a una docena de Departamentos gubernamentales. Aquel material no parecía haber sido leído, ya que se hallaba en perfectas condiciones: nuevo.

—Señorita Knight —dijo Willis Gram por el micrófono adherido a su fláccida mejilla—, venga para llevarse ese plato de pollo a la rey. No tengo apetito.

Una joven esbelta, casi sin busto, entró en la estancia y se llevó la bandeja.

—¿Le gustaría un poco de…? —empezó a preguntar, pero Gram la atajó con un brusco gesto de la mano.

La joven calló al momento y salió del cuarto llevándose la bandeja.

—¿Sabe de dónde procede mi comida? —le preguntó Gram a Nick—. De la cafetería de este edificio, de ahí. ¿Por qué diablos…? —Ahora se dirigió a Barnes—. ¿Por qué diablos no hice construir una cocina especial para mí solo? Debo de estar chiflado. Creo que dimitiré. Vosotros, los Nuevos Hombres, tenéis razón: los Inusuales somos unos fantasmones. No estamos hechos con el material adecuado para gobernar.

—Yo podría coger un taxi e ir a un buen restaurante como el Flores y pedir… —se ofreció Nick.

—No, no —se opuso Barnes al instante.

Gram se volvió para mirarle, con curiosidad.

—Este hombre está aquí por un motivo importante —explicó Barnes acaloradamente—. No es un sirviente. Si usted quiere un almuerzo más sabroso, envíe a alguien del personal. Éste es el individuo del que le hablé.

—Ah, sí —asintió Gram—. Adelante, interróguele.

Barnes se instaló en una silla de respaldo recto, del período del 1800, probablemente francesa. Luego, sacó una grabadora y tocó un botón.

—Su identidad —le pidió Barnes a Nick.

Nick, sentándose también en una butaca mullida, miró a Barnes.

—Creí que me habían traído para ver al Presidente del Consejo —dijo.

—Así es —corroboró Barnes—. El Presidente del Consejo intervendrá de vez en cuando para preguntarle algo acerca del asunto a tratar. ¿No es así, Presidente del Consejo?

—Sí —asintió Gram, aunque no estaba demasiado seguro de ello.

Nick intuyó que todos, incluido Gram, estaban cansados. Especialmente Gram. La causa era la espera que les estaba minando. Ahora que el enemigo estaba aquí, se hallaban demasiado nerviosos para responder al desafío. Excepto, pensó, el buen trabajo que hicieron con la Imprenta de la avenida Decimosexta. Tal vez el agotamiento no se extendía hasta los niveles inferiores de la jerarquía policíaca, sino sólo a los mandos, conocedores de la verdadera situación… De pronto, dejó de pensar.

—Un material interesante el que circula por su mente —exclamó Gram, el telépata.

—Oh, sí, lo había olvidado —se disculpó Nick.

—Y tiene razón —concedió Gram—. Estoy agotado. Pero, aun estando agotado, puedo resistir mucho tiempo, porque la labor la llevan a cabo los jefes departamentales en los que confío plenamente.

—Su identidad —repitió Barnes.

—7Y3ZRR, pero más recientemente 3XX24J —dijo Nick, cediendo al fin.

—A primeras horas de esta mañana le han arrestado en una planta impresora cordonita. ¿Es usted un Subhombre?

—Sí.

Un momento de silencio.

—¿Cuándo —quiso saber Barnes— se convirtió en un Subhombre, en un seguidor del demagogo Cordon y de sus malvadas publicaciones que…?

—Me convertí en Subhombre cuando obtuvimos los resultados del examen del Servicio Civil para nuestro hijo. Cuando vi cómo habían manipulado el examen sobre la base de preguntas que jamás podía saber ni comprender; cuando comprendí que habían sido inútiles todos los años en que confié en el Gobierno. Cuando recordé a todas las personas que habían intentado despertarme, sin conseguirlo. Hasta que llegó el resultado del examen; entonces, al leer la xerocopia del examen, comprendí que Bobby no tenía ninguna posibilidad.

«¿Cuáles son los componentes, anticipados por la Fórmula de Black, que darán como resultado un apresamiento reticular en una superficie de una sola molécula si las entidades originales en acción operan todavía, o si las entidades originales operan, vivas o en estado letárgico, en Eingenwelts que sólo se sobreponen a…?».

La Fórmula de Black sólo era comprensible para los Nuevos Hombres. Y le pedían a un chiquillo que formulase un pari passu resultante, basado en los postulados del insondable sistema.

—Sus pensamientos tienen interés —concedió Gram—. ¿Puede decirme quién se encargó del examen de su hijo?

—Norbert Weiss —respondió Nick. Le resultaba bastante difícil olvidar aquel nombre—. Y en el documento había otro nombre también, Jerome no sé qué… Sí, Jerome Pikeman.

—Bien —intervino Barnes—, el efecto que Earl Zeta produjo en usted sólo apareció después del episodio de su hijo. Hasta entonces, los discursos de Zeta no…

—Zeta jamás me dijo nada —afirmó Nick—. Fue la noticia de la ejecución de Cordon. Vi el efecto causado en Zeta y entonces comprendí que… —Calló unos instantes—. Tenía que protestar de alguna manera. Y Earl Zeta me abrió la puerta. Bebimos…

Se interrumpió, sacudió la cabeza para despejarla, ya que el tranquilizante actuaba dentro de su sistema.

—¿Alcohol? —indagó Barnes.

Tomó una nota holográfica de esas palabras, usando una libreta de plástico y un bolígrafo que sostuvo delante de sus ojos miopes.

—Bueno —exclamó Gram—, como decían los romanos: In vino veritas. ¿Sabe qué significa, señor Appleton?

En el vino está la verdad.

—También se dice: «La botella habla» —objetó Barnes, con sarcasmo.

—Yo creo en lo de In vino veritas —adujo Gram, soltando un eructo—. Tengo que comer —exclamó quejosamente—. Señorita Knight, envíe a… —Dejó de hablar por el micrófono de la mejilla y miró a Nick—. ¿Dónde dijo usted, Appleton, a qué restaurante?

Flores —le recordó Nick—. Su salmón ahumado a la Alaska es una auténtica delicia.

—¿De dónde sacaba el dinero —le preguntó Barnes, alertado, a Nick—, para poder comer en un lugar como el Flores? ¿De su sueldo como tallador de neumáticos?

—Kleo y yo estuvimos allí una vez —replicó Nick—. En nuestro primer aniversario. Me costó el salario de una semana, incluyendo las propinas, pero valió la pena.

Nunca lo había olvidado, nunca lo olvidaría.

Tras un tajante ademán, Barnes reanudó el interrogatorio.

—Bien, hubo resentimientos ocultos que jamás debieron surgir a nivel de actuación. Y esos resentimientos se tomaron en acción cuando Earl Zeta le ofreció la forma de unirse al Movimiento rebelde. De no ser él un Subhombre, sus propios resentimientos no habrían aflorado nunca a la superficie.

—¿Qué intenta demostrar, Barnes? —quiso saber Gram.

—Una vez que se haya destruido el eje de los Subhombres, una vez que hayamos destruido a Cordon y a hombres como él…

—Ya se hizo —le interrumpió Gram. Se volvió hacia Nick—. ¿No lo sabe? Cordon falleció de una dolencia muy larga, una enfermedad del hígado, irreversible, antes de que pudiéramos transplantarle otro. ¿No lo oyó por radio o televisión?

—Ya lo oí —afirmó Nick—. Oí que un asesino enviado a su calabozo le había matado.

—¡No es verdad! —tronó Gram—. Murió fuera de su celda, murió en la mesa de operaciones del hospital de la cárcel durante el intento de injertarle un órgano artificial. Hicimos todo lo posible por salvarle.

No, pensó Nick, no fue así.

—¿No me cree? —gritó Gram, leyendo en su mente. Se volvió hacia Barnes—. Esta es su estadística: la personificación del hombre natural, de los Antiguos, y no cree que Cordon falleciese de muerte natural. ¿Podemos extraer de esto que habrá una incredulidad general en todo el planeta?

—Seguro —concedió Barnes a regañadientes.

—¡Maldición! —rugió Gram—. No me importa lo que crean; para ellos todo ha terminado. No son más que ratas en la cloaca, esperando que les atrapemos uno a uno. ¿No le parece, Appleton? Los simpatizantes como usted ya no tienen un sitio adónde ir ni líderes a los que escuchar. —Le dijo a Barnes—: De modo que cuando llegue Provoni, no habrá nadie para recibirle. Ningún aplauso de sus fieles seguidores, que ya habrán desaparecido, como Appleton aquí presente. Sólo que si lo prefiere, puede ser enviado al sur de Utah o a la Luna. ¿Prefiere la Luna, señor Appleton, señor 3XX24J?

—Me han dicho —empezó a decir Nick, eligiendo cuidadosamente las palabras— que familias enteras han ido, intactas, a los Campos de Reeducación. ¿Es cierto?

—¿Desea ir allí con su esposa y su hijo? Ellos no están acusados de nada —apuntó Barnes—. Podríamos acusarles de…

—Hallarán un folleto de Cordon en nuestro apartamento —explicó Nick.

Tan pronto lo hubo dicho, se arrepintió de ello. Dios, cómo se arrepintió. ¿Por qué lo había dicho?, se preguntó. Pero era mejor estar juntos. De pronto, se acordó de la pequeña Charley, con sus grandes ojos negros y su nariz respingona. Su cuerpo pequeño, perfecto, casi sin pechos, y su eterna sonrisa, como una heroína de Dickens, pensó. Una limpiachimeneas. Un asesino indio de Soho. Saliendo de todos los problemas, hablando con alguien sobre algo. Y hablando. Siempre hablando. Y siempre con su especial sonrisa, como si todo el mundo fuese un enorme perro lanudo que ella ansiaba abrazar.

¿Podría ir con ella?, se preguntó. En lugar de ir con Kleo y Bobby. ¿Debo ir con ella? ¿Es legalmente posible?

—No —negó Gram desde su monumental lecho.

—No… ¿qué? —se interesó Barnes.

—Desea ir con esa chica que encontramos en la planta impresora de la avenida Decimosexta —explicó Gram—. ¿Se acuerda de ella?

—La joven por la que usted se interesa —asintió Barnes.

Un miedo ardiente recorrió el espinazo de Nick, su corazón le dio un vuelco y perdió un latido, mientras en sus brazos y sus piernas la sangre circulaba frenéticamente. Entonces, es cierto lo que se dice de Gram, pensó. Lo que dice la gente acerca de sus amoríos, de su matrimonio…

—Como el suyo —finalizó Gram.

—Tiene razón —concedió Nick.

—¿Cómo es ella?

—Desbordante y salvaje.

Pero comprendió que no lo había dicho en voz alta. Lo único que tenía que hacer era pensar en ella, imaginársela, revivir mentalmente todos los detalles de su corta unión. Y Gram lo leería y vería todo en su pensamiento.

—De modo que esa joven puede ser un problema —fue leyendo Gram—. Y ese Denny, su novio, es un psicópata, ¿verdad? Toda la interrelación entre ambos, si usted lo recuerda bien, es algo enfermiza… Ella es una joven enferma.

—En un ambiente sano —continuó Nick, pero Barnes le interrumpió.

—¿Puedo seguir con el interrogatorio?

—Adelante —asintió Gram, de malhumor.

Nick comprendió que el viejo se retiraba a su interior, a sus pensamientos.

—Si usted quedara en libertad —preguntó Barnes—, ¿cuál sería su reacción si, fíjese bien que digo si, si Thors Provoni regresara con una ayuda monstruosa? Una ayuda destinada a esclavizar la Tierra por…

—¡Dios mío! —gruñó Gram.

—¿Sí, Presidente del Consejo? —le apremió Barnes.

—Nada —masculló Gram.

Rodó de costado, con su cabello gris esparcido sobre las blancas almohadas. Un cabello descolorido como si la luz se hubiese abierto camino entre las hebras, dejando al descubierto la piel rugosa del cráneo.

—¿Reaccionaría de acuerdo con una de las maneras siguientes? —insistió Barnes—. Primero: ¿se mostraría histéricamente contento, sin reservas? Segundo: ¿estaría sumamente complacido? Tercero: ¿no le importaría? Cuarto: ¿se sentiría inquieto? Quinto: ¿se uniría a la Seguridad Pública o a una Organización Militar y se dispondría a combatir para rechazar la invasión? ¿Qué escogería, en el caso de que escogiera algo?

—¿No hay nada entre histéricamente contento, sin reservas, y sumamente complacido?

—No.

—¿Por qué no?

—Queremos saber quiénes son nuestros enemigos. Si usted se mostrara histéricamente contento, actuaría para ayudarles. Pero si sólo se mostrase complacido, probablemente no haría nada. Por eso debemos saber cuál es su reacción. ¿Actuaría como un enemigo declarado del gobierno y, en tal caso, en qué dirección y hasta qué punto?

—No lo sabe —musitó Gram, con la voz ahogada por las ropas de la cama—. ¡Dios mío, se ha convertido en Subhombre esta misma mañana! ¿Cómo diablos va a saber cómo actuaría?

—Pero —objetó Barnes—, ha tenido años para reflexionarlo, para pensar en la posible vuelta de Provoni. No lo olvide. Su reacción, sea la que sea, estará profundamente arraigada en él. —Dirigiéndose a Nick le dijo—: Escoja una respuesta.

—Depende de lo que le hagan a Charley —respondió Nick, tras una breve pausa.

—Intente sacar una conclusión de esto —rió Gram—. Bien, le diré qué vamos a hacer con Charley. La traerán aquí, donde estará a salvo de ese psicópata demencial, ese Denny o Benny, o como se llame. Así que usted se encargó de despistar a la Morsa Púrpura. Bien hecho. Pero ella podía estarle mintiendo cuando le dijo que nunca nadie había… Ah, usted no pensó en esto. En realidad, ella le enredó, ¿no es verdad? Y de repente, usted le espetó a su esposa: «Si ella se va, yo también me voy». Y su esposa respondió: «Pues vete». Cosa que usted hizo. Y todo sin previo aviso. Usted llevó a Charlotte a su apartamento, mintió respecto a la forma cómo la conoció y se enredó con ella, luego Kleo descubrió el folleto cordonita y, pam, éste fue el final. Porque esto le dio a ella lo que más le gusta a una esposa: una situación en la que el marido ha de elegir entre dos males, entre dos situaciones, ninguna de las cuales le resulta grata. A las esposas les encanta esto. Cuando uno está ante el tribunal por el divorcio, usted aún tiene la posibilidad de volver con su mujer o perder todos sus bienes, sus propiedades, todo lo que ha conseguido desde su época del bachillerato. Sí, a las esposas les entusiasma esto. —Se hundió más en las almohadas—. Ha terminado el interrogatorio —murmuró adormiladamente.

—¿Doy mis conclusiones? —quiso saber Barnes.

—De acuerdo —murmuró Gram.

—Este hombre, 3XX24J —empezó Barnes, señalando a Nick—, piensa de forma paralela a la de usted. Su principal preocupación atañe a su vida personal, no a una causa. Si se le asegura la posesión de la mujer que desea, cuando finalmente él decida, no se moverá cuando llegue Provoni.

—¿Y qué deduce usted de esto? —indagó Gram.

—Que ahora mismo vamos a anunciar —respondió Barnes vivamente— que todos los Campos de Reeducación de Utah y la Luna serán clausurados, y que los detenidos regresarán a sus hogares con sus familias, o adonde deseen ir —la voz de Barnes sonaba dura—. Antes de que llegue Provoni les concederemos lo que quiere 3XX24J, lo que anhelan todos. Los Antiguos viven en un nivel personal, no es una causa ni una ideología lo que les motiva. Si se alistan a una causa es para volver a sus vidas personales, a tener dignidad o un significado vital. Como un hogar mejor, un matrimonio interracial, ¿comprende?

Sacudiéndose como un perro mojado, Gram se incorporó en la cama y miró fijamente a Barnes, caídas las comisuras de la boca, casi desorbitados los ojos, como si, pensó Nick, fuese a sufrir un ataque.

—¡Soltarlos! —gritó—. ¿A todos? ¿También a los que cogimos hoy, vestidos con uniformes de tipo paramilitar?

—Sí —confirmó Barnes—. Sé que significa correr un riesgo, pero a partir de lo que ha dicho el ciudadano 3XX24J, resulta claro, al menos para mí, que no piensa: ¿Salvará Thors Provoni a la Tierra?, sino que piensa: Verdaderamente, me gustaría volver a ver a ese viejo zorro.

—Los Antiguos… —murmuró Gram. Su rostro se relajó y la carne le colgó como bolsas en las mejillas—. Si le diésemos a Appleton la oportunidad de escoger entre tener a Charlotte o ver triunfar a Provoni, escogería lo primero. —De repente, su expresión cambió, y se tornó furtiva, felina—. Pero no puede tener a Charlotte. Yo estoy fundido en ella —dijo, dirigiéndose a Nick—. No puede tenerla, de modo que ha de volver junto a Kleo y Bobby. Yo lo he decidido por usted.

—¿Cuál sería su reacción —le preguntó Barnes a Nick, manifiestamente enojado por la discusión— como Subhombre, si todos los Campos de Reeducación…, bueno, hablando claro, los Campos de Concentración fuesen clausurados y todos los allí internados fuesen enviados a casa, devueltos junto a sus familiares y amigos? ¿Cómo se sentiría si usted gozase asimismo de este privilegio?

—Creo que es la decisión más sensible, humana y razonable que puede adoptar un gobierno —respondió Nick—. Habría una oleada de alivio y felicidad que se extendería por todo el globo. —Aunque sabía que se expresaba mal, a partir de frases hechas, no podía decirlo de otro modo—. No puedo creerlo. En esos Campos de Concentración hay millones de seres humanos. Sería una de las decisiones más humanitarias llevadas a cabo por cualquier gobierno de la historia, y jamás sería olvidada.

—¿Lo ve? —le instó a Gram—. Está bien, 3XX24J, si lo hiciésemos, ¿aclamaría aún a Provoni?

—Yo… —Nick veía la lógica—. Provoni fue en busca de ayuda para destruir la tiranía —vaciló antes de seguir—. Pero si ustedes liberan a todo el mundo y presumiblemente acaban con la categoría de Subhombres, si no hubiese más arrestos…

—No habría más arrestos —afirmó Barnes—. Dejaríamos circular libremente la literatura cordonita.

Tras incorporarse, Gram rodó de lado en su lecho, jadeando y resoplando, hasta lograr sentarse.

—Lo tomarían como un signo de debilidad —blandió un dedo hacia Nick y después hacia Barnes—. Supondrían que es el resultado de ser conocedores de nuestra derrota. ¡Y Provoni se llevaría todo el mérito! —contempló a Barnes con emociones mezcladas, su cara abolsada, móvil y agitada—. ¿Sabe qué harían? Nos obligarían a… —miró nerviosamente a Nick— efectuar los exámenes del Servicio Civil honradamente. O lo que es lo mismo, cederíamos nuestro control absoluto sobre el que descansa el aparato gubernamental y lo que esto conlleva.

—Necesitamos ayuda cerebral —observó Barnes, mordisqueando la punta plana del bolígrafo.

—¿Quiere decir otro superhombre de doble cúpula como usted? —Gram escupió las palabras—. ¿Para derribarme? ¿Por qué no convocar una Asamblea Plenipotenciaria del Comité Extraordinario de la Seguridad Pública? Al menos así estarían representadas mi especie y la suya.

—Me gustaría mezclar en esto a Amos Ild —dijo Barnes pensativamente—. Para saber su opinión. Tardaríamos veinticuatro horas en reunir al Comité; Ild podría estar aquí dentro de media hora, ya que, como sabe, se halla en Nueva Jersey trabajando en el Gran Oído.

—¡Ese maldito enemigo de los Inusuales! Haga lo que quiera, Barnes, haga lo que quiera. Yo jamás me someteré a la opinión de una cabeza en forma de pera con Dios sabe qué tornillos y tuercas flotando en su interior.

—Actualmente, Ild es el primer intelectual del planeta —alegó Barnes—. Todo el mundo, incluido usted, lo reconoce.

—Intenta aislarme, intenta hacer que yo parezca anticuado —objetó Gram, enojado—. Trata de destruir el sistema de doble entidad que ha convertido este mundo en un paraíso, para…

—Entonces, seguiré adelante con mi plan y abriré los Campos —manifestó Barnes—. Sin opiniones unánimes o contradictorias de nadie.

Se puso de pie, metió el bloc y el bolígrafo en su cartera de mano, y la cerró.

—¿No es verdad? —gritó Gram—. ¿No es cierto que intenta destruir a los Inusuales? ¿Acaso no es éste el verdadero propósito del Gran Oído?

—Amos Ild —razonó Barnes— es uno de los pocos Nuevos Hombres que se preocupa por lo Antiguo. El Gran Oído les concederá unos poderes y unas capacidades semejantes a las de usted, y los atraerá hacia la red gubernamental. Ciudadano 3XX24J, su hijo podría pasar el examen de capacidad, la Sección de Logros Especiales, y usted estaría en el Gobierno desde hace varios años. Y mire hasta dónde ha llegado tan sólo. Óigame, Willis, hay que devolverles a los Antiguos sus franquicias, y de nada le servirán si les faltan, si simplemente les faltan las habilidades, los conocimientos, las aptitudes que nosotros tenemos. No estamos falsificando los resultados de los exámenes, bueno, sólo algunas veces, lo que hacemos es seleccionar, como hicieron Weiss y Pikeman con el hijo del ciudadano 3XX24J. Eso es un mal, pero no es el mal. El mal se halla en la formulación de un examen que usted y yo podemos aprobar, pero no él. No lo examinamos por lo que puede hacer, sino por lo que podemos hacer nosotros. Y por eso ha de responder a preguntas que se refieren a la «Teoría de la Acausalidad» de Bernhad, que ningún Antiguo puede comprender. No podemos darle una corteza cerebral más grande, no podemos darle un cerebro de Nuevo Hombre, pero sí podemos proporcionarle talentos extraordinarios que compensen esas faltas. Como en su caso, como en el caso de todos los Inusuales.

—Me está escudriñando, claro —se enojó Gram.

Barnes, aún de pie, suspiró, y se hundió en sí mismo.

—Bueno, ya he dicho lo que tenía que decir. Ha sido un día difícil. No llamaré a Amos Ild. Me limitaré a seguir adelante con mi plan y ordenaré que abran los Campos. Será mi decisión, sólo mía.

—Busque a Amos Ild y tráigalo —concedió Gram, y se revolvió tanto en la cama que incluso el suelo pareció vibrar.

—De acuerdo —dijo Barnes, consultando su reloj—. Con toda seguridad, estará aquí dentro de un par de días. Pero tardaremos un poco en conectar con él…

—Usted dijo media hora —le recordó Gram.

Barnes se inclinó hacía uno de los fondos del escritorio.

—¿Puedo…?

—Sí —se resignó Gram.

Mientras Barnes hacía su llamada, Nick se hallaba sumido en sus pensamientos, mirando por el inmenso ventanal que había en la estancia en que se hallaba, hacia la ciudad que se extendía kilómetros y kilómetros, cientos de kilómetros.

—Está usted pensando —le interrumpió Gram— en la forma de convencerme de que tiene usted prioridad sobre esa chica, Charlotte.

Nick asintió.

—De acuerdo —continuó Gram—, pero esto no importa porque yo soy quien soy y usted es quien es, un tallador de neumáticos. A propósito, he dictado una ley contra ese oficio. El próximo lunes habrá perdido su empleo.

—Gracias.

—Usted siempre se sentía culpable por ello —indicó Gram—. He leído ese sentimiento de culpa en su mente. Le preocupa que la gente conduzca esos autocohetes con la talla falsificada. Se preocupa por el aterrizaje, especialmente por el aterrizaje. Por ese primer choque.

—Cierto —asintió Nick.

—Ahora vuelve a pensar en Charlotte —prosiguió Gram—, y está meditando planes para quedarse con ella. Y, al mismo tiempo, se pregunta por enésima vez qué es lo que éticamente debería hacer. Bien, puede cambiar de idea y volver junto a Kleo y a Bobby, y hacer que su hijo pase otro examen…

—Volveré a ver a Charley —afirmó Nick.