EL correo especial saludó a Willis Gram.
—Esto ha llegado señalado como Código Uno, para que usted lo lea inmediatamente, si quiere, con todos los respetos, Presidente del Consejo.
Gruñendo, Willis Gram rasgó el sobre. Era una sola hoja escrita a máquina, en un papel ordinario del dieciséis. Sólo contenía una frase:
«Nuestro agente de la planta impresora de la avenida Decimosexta informa sobre una segunda llamada de Provoni afirmando que ha tenido éxito».
Maldito sea yo y toda mi parentela, se dijo Gram a sí mismo. Éxito…
—Tráeme inmediatamente metanfetamina hidroclórica —le ordenó al correo—. La tomaré oralmente en una cápsula; asegúrate de que sea en cápsula.
Un poco sorprendido, el correo volvió a saludar.
—Sí, Presidente del Consejo —dijo, saliendo del despacho-dormitorio y dejando solo a Gram.
Me suicidaré, pensó éste. Se sentía completamente deprimido, a punto de estallar hasta quedar tan vacío como un globo deshinchado. Incluso antes de que maten a Cordon, pensó. Bueno, a ver qué hay de Cordon.
Apretó un botón del interfono.
—Envíen un occífero comisionado. Cualquiera, no importa.
—Sí, señor.
—Que traiga su arma.
Cinco minutos más tarde, un Mayor de uniforme penetró en la estancia y ejecutó un profesional y, al mismo tiempo, cortés saludo.
—Sí, Presidente del Consejo.
—Quiero que vaya usted a la celda de Eric Cordon, en la Cárcel de Long Beach —le ordenó Gram—, y deseo que usted, en persona, y con su arma, el arma que lleva al cinto, dispare contra Cordon hasta que muera. —Exhibió un papel y añadió—: Esto le concede mi autorización.
—¿Está seguro…? —empezó a decir el occífero.
—Lo estoy.
—Quiero decir, si está seguro de que…
—Si no va usted, iré yo mismo —le interrumpió Gram—. Vaya.
Con la mano le indicó bruscamente la puerta de su despacho.
El Mayor se marchó.
Sin televisión, se dijo Gram. Sin público. Sólo dos hombres en la celda. Bien, Provoni me obliga a obrar de este modo. No puedo tener aquí a esos dos hombres al mismo tiempo. Realmente, hasta cierto punto, es Provoni el que mata a Cordon.
¿Qué formas de vida serán ésas?, siguió meditando. Las que ha encontrado Provoni…
¡El muy canalla!, se dijo.
Tocó varios interruptores, maldijo y, por fin, consiguió dar con el que iluminaba la cámara que encuadraba la celda de Cordon. Gram distinguió la cara delgada, ascética, los grises cabellos, más grises y más ralos. El profesor estaba escribiendo. Bien, vería personalmente cómo el Mayor, fuera quien fuese, le mataba.
En la pantalla, Cordon parecía dormir, pero obviamente estaba dictando, seguramente a la planta impresora de la avenida Decimosexta. Emana tus sentencias, pensó Gram, y esperó.
Transcurrió un cuarto de hora. No sucedía nada, y Cordon continuaba dictando. De repente, improvisadamente, sorprendiendo tanto a Cordon como a Gram, se deslizó a un lado la puerta de la celda. Y entró vivamente el Mayor, muy elegante con su flamante uniforme.
—¿Eres tú Eric Cordon? —preguntó.
—Sí —asintió Cordon, poniéndose en pie.
El Mayor, que realmente era muy joven y poseía unos rasgos afilados, se llevó la mano a su arma. La levantó y dijo:
—Con autorización del Presidente del Consejo me han ordenado venir a este lugar y eliminarte. ¿Deseas leer la autorización?
Buscó en su bolsillo.
—No —negó Cordon.
El Mayor disparó. Cordon cayó hacia atrás, impulsado por el rayo de poder destructor, con un movimiento resbaladizo que le llevó a la pared opuesta del calabozo. Después, gradualmente, se fue deslizando hasta quedar sentado en el suelo como una muñeca destrozada y abandonada, con las piernas separadas, la cabeza inclinada, los brazos inertes.
—Gracias, Mayor —dijo Gram, por el micrófono que tenía delante—. Ya puede irse. No tiene nada más que hacer. A propósito, ¿cómo se llama?
—Wade Ellis.
—No tardará en ser citado en el boletín —le aseguró Gram.
Cortó el circuito. Wade Ellis, repitió Gram para sí. Qué sencillo ha sido todo… Se sentía… ¿cómo? ¿Aliviado? Naturalmente. Y qué sencillo… Se le ordena a un soldado, al que no conoces, del que ignoras incluso su nombre, que vaya a matar a uno de los tipos más influyentes de la Tierra, ¡y lo hace!
En su cerebro se formó, de manera asombrosa, una conversación imaginaria. Más o menos, así:
Persona A: Hola, me llamo Willis Gram.
Persona B: Yo me llamo Jack Kvetck.
Persona A: Veo que es usted Mayor del Ejército.
Persona B: Así es.
Persona A: Oiga, Mayor Kvetck, ¿quiere matar a alguien en mi nombre? Olvidé cómo se llama… Aguarde, lo miraré en esos papeles.
Se abrió la puerta de la habitación y entró apresuradamente el Director de Policía, Lloyd Barnes, rojo de cólera e incredulidad.
—¡Acaban de…!
—Lo sé —asintió Gram—. ¿Tiene que decírmelo? ¿Cree que lo ignoro?
—Entonces, fue por orden suya, tal como aseguró el Comandante del Cuartel de la Prisión.
—Sí.
—¿Cómo se siente?
—Muy bien —sonrió Gram—. Llegó un segundo mensaje de Provoni. Asegura específicamente que trae consigo una forma de vida a la Tierra. Esto no es una especulación, sino una realidad.
—Y usted pensó que no podría manejar a Cordon y Provoni al mismo tiempo, ¿eh? —estalló Barnes, loco de furor.
—¡Puede estar seguro de ello! —rugió Gram—. ¡Exacto! —Blandió un dedo hacia Barnes—. Lo cierto es que como ya está hecho, no vale al pena que me venga ahora con recriminaciones. Era necesario. ¿Podían ustedes, todos los Nuevos Hombres superdesarrollados, de doble cúpula, contender con los de la Tierra, trabajando al unísono? La respuesta es «no».
—La respuesta —rebatió Barnes— habría sido una ejecución digna, con todos los protocolos respetados.
—Y mientras le dábamos su última comida y todo lo demás, alguna entidad radiante, gigantesca, en forma de pez, aterrizaría en Cleveland, atraparía a todos los Nuevos Hombres y a los Inusuales, y los liquidaría. ¿No es así?
—¿Piensa declarar una Emergencia de todo el planeta? —inquirió Barnes al cabo de un momento.
—¿La señal de Socorro Internacional?
—Sí. En el sentido más extremo.
—No —respondió Gram, tras una breve meditación—. Alertaremos a la Policía y a los Militares, y después también a los Nuevos y a los Inusuales, ya que tienen derecho a saber cuál es la situación actual. Pero no les diremos nada a esos estúpidos de Antiguos y Subhombres.
Claro, pensó, que los de la planta impresora de la avenida Decimosexta ya darán la noticia, por mucho que nos apresuremos a atacarlos. Todo lo que han de hacer es enviar los mensajes de Provoni por los Transmisores esclavos y las plantas impresoras menores, cosa que, no cabe duda, ya deben de haber hecho.
—El Comando Green A, apoyado por los Comandos B y C, van ya camino de la planta impresora de la avenida Decimosexta —manifestó Barnes—. Pensé que le gustaría saberlo —añadió, consultando su reloj de pulsera—. Dentro de una media hora asaltarán la primera línea de defensa de la planta. Hemos dispuesto un circuito cerrado de televisión, de modo que podrá usted contemplarlo.
—Gracias.
—¿Lo dice con ironía?
—No, no —negó Gram—. Lo he dicho en serio. He dicho «gracias» y he querido decir «gracias» —elevó la voz—. ¿Acaso todo tiene un significado oculto? ¿Somos un puñado de terroristas que se arrastran de noche y emplean palabras clave? ¿Somos eso? ¿O somos un gobierno?
—Somos un Gobierno legal que funciona bien —asintió Barnes—. Enfrentados con la sedición de dentro y la invasión de fuera. Por ejemplo, podemos situar estaciones-naves de línea profunda en el espacio, donde puedan alcanzar la nave de Provoni con sus misiles cuando regrese al Sistema del Sol. Podemos…
—Ésa es una cuestión de decisión militar, no de usted —observó Gram—. Reuniré al Consejo de Jefes para la Paz en el Salón Rojo… —consultó su reloj, un Omega—, para las tres de esta tarde.
Presionó un botón del escritorio.
—Sí, señor.
—Quiero que se reúnan todos los Jefes en el Salón Rojo a las tres de esta tarde —ordenó Gram—. Prioridad de Clase A.
Devolvió su atención a Barnes.
—Atraparemos a tantos Subhombres como podamos —manifestó Barnes.
—Magnífico.
—Sigue pareciendo sarcástico…
—Estoy terriblemente asqueado —concedió Gram—. ¿Cómo puede un ser humano instigar una situación en la que unas formas no humanas…? ¡Oh, al diablo con ello!
Calló y Barnes esperó unos instantes. Después, puso en marcha uno de los televisores que Gram tenía delante.
En la pantalla se vieron unas armas de la Policía disparando misiles miniaturizados contra una puerta rexeroide. El humo y los policías armados estaban en todas partes.
—Todavía no han entrado —anunció Gram—. El rexeroide es una sustancia muy dura.
—Acaban de empezar el asalto.
La puerta de rexeroide se desintegró en una serie de ríos como de lava, que saltaron al aire en forma de proyectiles flamígeros, como aves marcianas. Clac, clac, clac… hacía el ruido de los disparos a cargo de la Policía, y también a cargo de los soldados del interior. La Policía, cogida por sorpresa, corrió a refugiarse, y después lanzaron granadas de gas paralizante. El humo tendía a oscurecerlo todo, pero gradualmente se vio que la Policía avanzaba muy despacio.
—¡Atrapad a esos granujas! —gritó Gram, cuando un Equipo de Bazucas, compuesto por dos individuos, disparaba directamente contra la línea de soldados del interior.
El obús bazuca pasó más allá de la línea de soldados y estalló dentro del coágulo de la maquinaria de imprimir.
—¡Abajo las prensas! —exclamó Gram, contento—. Bien, eso ya está liquidado.
La Policía ya se había infiltrado en la Cámara Central de la misma planta. La cámara de televisión les seguía, y enfocó la batalla desencadenada entre dos policías vestidos de verde y tres soldados ataviados de gris.
El ruido fue aminorando. Disparaban menos armas y se movían menos individuos. La policía estaba ya acordonando al personal impresor, mientras aún disparaban con las pistolas contra los escasos soldados Subhombres que vivían y estaban armados.