—ESO pone una luz nueva en el asunto —exclamó Willis Gram—. Vuelve a leer el mensaje interceptado.
El director Barnes leyó la copia que tenía delante.
«Hemos encontrado… quien hará… su ayuda… y yo estoy…».
—Esto fue todo lo que pudo transcribirse. Lo demás se lo tragó la interferencia atmosférica.
—Pero todas las respuestas están ahí —reflexionó Gram—. Vive y regresa. Ha encontrado a algunos. No algo, sino algunos, porque emplea la palabra quien. Dice su ayuda, y lo que falta seguramente completaría la frase: Su ayuda será suficiente, o algo por el estilo.
—Creo que es usted demasiado pesimista —opinó Barnes.
—Es preciso. En realidad, poseo la prueba que me obliga a serlo. Hemos estado aguardando noticias de Provoni durante mucho tiempo y por fin ahora han llegado. Antes de que transcurran seis horas, y sin que podamos impedirlo, sus plantas de impresión transmitirán la noticia por todo el planeta.
—Podríamos bombardear su principal planta impresora de la avenida Decimosexta —dijo el Director Barnes.
Estaba decidido a hacerlo. Llevaba meses esperando el permiso para destruir aquella enorme planta de los Subhombres.
—Lo intercalarán en el circuito de televisión —rezongó Gram—. Dos minutos, después descubriremos su transmisor y eso será el fin, pero ya habrán conseguido radiar el mensaje.
—Bien, podemos rendirnos —sugirió Barnes.
—No pienso rendirme. Nunca lo haré. Provoni morirá una hora después de aterrizar en la Tierra, y lo mismo les ocurrirá a los que traiga con él. Sí, también los aniquilaremos. Probablemente se trate de unos organismos no humanos, con seis piernas y una cola como un aguijón, igual que los escorpiones.
—Y nos aguijonearán hasta matarnos —se quejó Barnes.
—Es posible —con su batín y sus zapatillas, Gram, malhumorado, se paseaba por su despacho-dormitorio, con los brazos cruzados a la espalda y muy prominente su estómago—. ¿No le parece esto una traición a la raza humana, a los Antiguos, los Subhombres, los Nuevos Hombres y los Inusuales? ¿A todo el mundo? Traer aquí una forma de vida humanoide que, probablemente, querrá colonizar la Tierra cuando nos hayan destruido.
—Si no fuera porque —indicó Barnes— no nos destruirán ellos a nosotros, sino nosotros a ellos.
—Estas cosas nunca se saben —masculló Gram—. Pueden conseguir un sostén, un apoyo. Y eso es lo que debemos impedir.
—Por el cálculo de la distancia desde la que llegó el mensaje —observó Barnes—, se ha computado que no llegarán, que no llegará, antes de dos meses.
—Pueden poseer un impulso de velocidad más rápido que la luz —objetó Gram astutamente—. Es posible que Provoni no esté a bordo de su Dinosaurio Gris, sino de una de sus naves. Además, el Dinosaurio Gris es sumamente veloz; recuerde que fue el modelo de toda una flota de naves de transporte interestelar; Provoni se apoderó del primero y se marchó en él.
—Lo admito —asintió Barnes—. Es posible que Provoni haya modificado la velocidad de la nave; puede haberla aumentado. Siempre fue un manitas. No descartaría esa posibilidad por completo.
—Ejecutaremos a Cordon inmediatamente —decidió Gram—. Ahora mismo. Comuníqueselo a los medios de información para que estén presentes. Y reúna a los simpatizantes.
—¿A los nuestros o a los suyos?
—¡A los nuestros! —casi escupió Gram.
—Además —preguntó Barnes, garabateando unas notas en un bloc—, ¿puedo pedir permiso para bombardear la planta impresora de la avenida Decimosexta?
—Es a prueba de bombas —le recordó Gram.
—No del todo. Está dividida como una colmena y…
—Lo sé. Durante meses he leído sus memorandos tan aburridos. Usted tiene alguna antipatía particular hacia esa planta de la avenida Decimosexta, ¿no es cierto?
—¿Yo? ¿Acaso no debimos destruirla hace mucho tiempo?
—Algo me impidió hacerlo.
—¿Por qué? —inquirió Barnes.
—Había trabajado allí —confesó Gram—. Antes de entrar en el Servicio Civil. Yo era espía. Conozco a casi todos los de allí; eran mis amigos. Y jamás me descubrieron. Claro que mi aspecto era muy distinto al de ahora. Llevaba una cabeza artificial…
—¡Caramba! —exclamó Barnes.
—¿Qué hay de malo en ello?
—Es que…, parece absurdo. Ya no las fabricamos. Al menos, desde que yo desempeño este cargo.
—Bueno, esto fue mucho antes.
—De manera que ellos siguen ignorándolo.
—Le concedo permiso para derribar el muro del establecimiento y para que arreste a todos —le autorizó Gram—, pero no para bombardearlo. Estará de acuerdo conmigo en que eso no serviría de nada. Pondrán la noticia de la vuelta de Provoni en el aire. En dos minutos dará la vuelta a la Tierra, en dos minutos.
—Tan pronto como la transmisión salte a las ondas…
—Dos minutos tan sólo.
Barnes asintió.
—Ya sabe que tengo razón —prosiguió Gram—. Bien, adelante con la ejecución de Cordon. Según nuestro horario, tendrá lugar a la seis de esta tarde.
—Y lo del francotirador y su esposa…
—Olvídelo. Dedíquese sólo a Cordon. A ella ya la eliminaremos más adelante. Tal vez una de las formas de vida humanoide la ahogará con su cuerpo protoplásmico, como un saco.
Barnes rió.
—Hablo en serio —se enojó Gram.
—Tiene usted una idea muy especial de los humanoides.
—Submarinos —musitó Gram—. Parecen submarinos. Eso es. Sólo que con cola. Son las colas lo que habrá que vigilar, porque en ellas se halla el veneno.
Barnes se puso de pie.
—¿Puedo irme ya para empezar a ocuparme de la ejecución de Cordon y del ataque a la planta impresora de la avenida Decimosexta?
—Sí —asintió Gram.
—¿Le gustaría asistir a la ejecución? —inquirió de pronto Barnes, yendo hacia la puerta.
—No.
—Podría construir un palco especial para usted y nadie le…
—Lo veré por el circuito cerrado de televisión.
—Entonces —parpadeó Barnes—, no desea que el acto sea teleportado por el sistema regular de la red planetaria.
—Oh, sí —exclamó Gram, asintiendo pesadamente—. Por supuesto, en esto reside la mitad del espectáculo, ¿verdad? Está bien, lo veré como todo el mundo. Ya será suficiente para mí.
—Y respecto a la planta impresora, estableceré una lista de todos los que arrestemos allí y usted podrá revisarla…
—… para ver a cuántos amigos han apresado —concluyó la frase Gram.
—Tal vez desee visitarlos en la cárcel.
—¿En la cárcel? ¿Es que todos han de acabar en Prisión, o ejecutados? ¿Es esto razonable?
—Si quiere decir que si es esto lo que ha sucedido hasta ahora, la respuesta es sí. Pero si se refiere a…
—Ya sabe a qué me refiero.
—Estamos librando una Guerra Civil —reflexionó Barnes—. En su época, Abraham Lincoln encarceló a centenares de hombres sin ningún proceso y, a pesar de eso, es recordado como uno de los mejores Presidentes de los Estados Unidos.
—Pero siempre perdonaba a individuos…
—Cosa que también puede hacer usted.
—Está bien —asintió Gram rígidamente—. Liberaré a todos los que conozca de la planta impresora de la avenida Decimosexta; y nunca sabrán el motivo.
—Usted es un buen hombre, Presidente del Consejo —murmuró Barnes—. Y extiende su bondad incluso a aquellos que le combaten.
—Soy un maldito bastardo —admitió Gram—. Usted y yo lo sabemos. Pero es que esos muchachos y yo hemos pasado juntos muy buenos ratos; nos reíamos mucho con lo que imprimíamos. Nos reíamos porque en los escritos intercalábamos cosas divertidas. —Y ahora todo es solemne, rígido. Pero cuando yo estuve allí… En fin, al diablo con ello.
Calló. Y se preguntó qué hacía allí… ¿Cómo había alcanzado la posición que ahora sostenía, teniendo tanta autoridad? Jamás lo había deseado.
Por otra parte, concluyó, tal vez sí lo había deseado.
Thors Provoni se despertó. Y no vio nada, sólo la profunda negrura que le rodeaba. Comprendió que estaba dentro de esa negrura.
—Esto es verdad —asintió el Frolikan—. Me trastorna cuando se duerme… como tú lo llamas.
—Morgo Rahn Wilc —dijo Provoni, en la oscuridad—. Siempre estás preocupado. Nosotros dormimos cada veinticuatro horas; dormimos de ocho a…
—Lo sé —dijo Morgo—. Pero considera esto: gradualmente pierdes la personalidad, tu corazón late más despacio, lo mismo hace el pulso… Pareces un muerto.
—Pero uno sabe que no lo está —objetó Provoni.
—Es el funcionamiento mental lo que más cambia, y eso nos pone nerviosos. Tú no te das cuenta, pero mientras duermes tiene lugar una actividad mental violenta, inusitada. Primero, penetras en un mundo que, hasta cierto punto, te resulta familiar y, en tu mente, hay amigos personales, enemigos y seres a los que has conocido socialmente…
—En otras palabras —le atajó Provoni—, sueños.
—Esta clase de sueño forma una especie de recapitulación de la jornada, de lo que has hecho, de las personas en las que pensaste, con las que hablaste. Y eso no nos alarma. Es la siguiente fase. Entonces, caes en un nivel mucho más inferior; encuentras seres a los que no conoces, situaciones en las que jamás has estado. Y se inicia una desintegración de tu propio yo; te fundes con entidades primordiales de un tipo semejante a Dios, poseyendo una fuerza enorme; y mientras tanto corres el peligro…
—El inconsciente colectivo —le interrumpió Provoni—. Esto es lo que descubrió el más grande de los pensadores humanos, Carl Jung. Retroceder hasta antes del momento de nacer, retroceder a vidas anteriores, a otros lugares poblados por arquetipos, como Jung.
—¿Subrayó Jung el hecho de que uno de esos arquetipos podía, en un momento dado, absorberse? ¿Y que jamás tendría lugar una reforma de tu yo? ¿Que podrías llegar a ser sólo una extensión móvil y parlante del arquetipo?
—Por supuesto que lo subrayó. Pero el arquetipo no surge durante el sueño nocturno, sino durante el día. Cuando aparece de día es precisamente cuando uno queda destruido.
—O sea, cuando sueñas despierto.
—Exacto —asintió Provoni, casi gruñendo.
—Por eso, cuando duermes tenemos que protegerte. ¿Por qué te opones a que te envuelva durante ese período? Estoy preocupado por tu vida; estás constituido de tal manera que quedarías eliminado en una sola jugada. Tu viaje a nuestro mundo fue una terrible jugada que, hablando estadísticamente, no debieras haber efectuado.
—Pero la llevé a cabo —destacó Provoni.
La oscuridad empezaba a retirarse cuando el Frolikan le dejó. Provoni tanteó la pared metálica de la nave, la gran canasta que usaba como litera, la escotilla semicerrada para el control del camarote. Su nave, el Dinosaurio Gris; su mundo durante tanto tiempo. Su capullo, dentro del cual dormía gran parte de la jornada.
Se admirarían ante este fanático, pensó, si pudieran verle tumbado en su litera, con la barba de una semana, y sus ropas raídas y pasadas de moda. Y aquí estaba él, el salvador del hombre. O, más bien, de una parte de la Humanidad. La parte que no había sido suprimida. Se preguntó qué habría pasado. ¿Habrían obtenido algún apoyo los Subhombres? ¿O se habrían resignado los Antiguos a su endeble condición? Se acordaba también de Cordon. ¿Y si el gran orador y escritor hubiese muerto? En tal caso, lo más probable es que todos hubiesen muerto con él.
Pero ahora ya lo saben, al menos mis amigos saben que he encontrado la ayuda que necesitábamos y que vuelvo a la Tierra. Suponiendo que hayan captado mi mensaje. Y suponiendo que sepan descifrarlo.
Yo, el traidor, siguió pensando. El que he buscado ayuda entre los no humanos, dejando abierta la Tierra a una invasión realizada por unos seres que, en caso contrario, jamás se habrían fijado en nuestro planeta. ¿Seré, ante la Historia, el más vil de los hombres, o su salvador? O tal vez algo menos extremado, algo intermedio. Por ejemplo, el tema de un cuarto de página en la Enciclopedia Británica.
—¿Cómo puede motejarse a sí mismo de traidor, señor Provoni? —inquirió Morgo.
—Sí, cómo…
—Le han llamado traidor. Le han llamado salvador. Yo he examinado cada partícula de su yo consciente, y no hay anhelos más allá de la vanagloria de la grandeza. Usted ha realizado un viaje peligroso, sin tener apenas esperanzas de éxito, y lo ha hecho por un solo motivo: ayudar a sus amigos. Lo dice en uno de sus libros de sabiduría: «Si un hombre da su vida por sus amigos…».
—No es posible completar la cita —dijo Provoni, divertido.
—No, porque usted no la conoce, y todo lo que nosotros sabemos es lo que tiene usted en la mente; precisamente, es este contenido, a nivel colectivo, lo que tanto nos preocupa de noche.
—Pavor nocturno —murmuró Provoni—. Miedo de noche; vosotros sufrís una fobia.
Saltó de la litera, se balanceó adormiladamente, y luego se dirigió al compartimiento del suministro de alimentos. Presionó un botón pero no salió nada. Presionó otro botón. Nada tampoco. Entonces experimentó pánico; fue presionando botones al azar. Al final, se deslizó hacia el receptáculo un cubo de ración R.
—Hay bastante para su regreso a la Tierra, señor Provoni —aseguró el Frolikan.
—Pero —objetó Provoni, apretando salvajemente los dientes— justo lo bastante. Conozco los cálculos. A lo mejor, estaré los últimos días sin comida. Y tú te preocupas por mi sueño. Si tienes que preocupante, preocúpate por mi estómago.
—Pero sabemos que todo saldrá bien.
—De acuerdo —asintió Provoni.
Abrió el cubo de la comida, se comió su contenido, se tomó un vaso de agua redestilada, se estremeció y se preguntó si debía lavarse los dientes. Apesto, pensó. Todo yo. Se quedarán asombrados. Parezco un individuo atrapado en un submarino durante cuatro semanas.
—Ya comprenderán el porqué —estableció Morgo.
—Quiero tomar una ducha —dijo Provoni.
—No hay bastante agua.
—¿No puedes conseguir una poca? ¿De cualquier sitio?
Anteriormente, en varias ocasiones, el Frolikan le había proporcionado varios componentes químicos, construyendo bloques que él necesitaba para entidades más complicadas. Con toda seguridad, si podía hacer eso, también podría sintetizar agua… en el Dinosaurio Gris, donde se había instalado.
—Mi sistema somático tiene poca agua —adujo Morgo—. Pensaba pedirle a usted…
Provoni rió.
—¿Qué le hace reír? —inquirió el Frolikan.
—Que estamos aquí, entre Próxima y el Sol, dispuestos a salvar a la Tierra de la tiranía oligárquica de sus gobernantes, y nos ocupamos frenéticamente por conseguir unas gotas de agua. ¿Cómo podremos salvar a la Tierra si ni siquiera podemos sintetizar agua?
—Permita que le cuente una leyenda acerca de Dios —replicó Morgo—. Al principio, creó un huevo, un huevo enorme, con una criatura en su interior. Dios intentó romper la cáscara del huevo para que saliese la criatura, la primitiva criatura viva. Y no pudo. Pero el ser que Él había creado tenía un pico afilado, construido precisamente para aquella tarea, y consiguió salir del huevo. Y, a partir de entonces, todas las criaturas vivas poseen una voluntad propia.
—¿Por qué?
—Porque somos nosotros los que rompemos el huevo, y no Él.
—¿Y por qué esto nos concede una voluntad propia?
—Porque, maldición, podemos hacer lo que Él no pudo hacer.
—¡Ah! —asintió Provoni, sonriendo ante el inglés del Frolikan, aprendido, claro está, del mismo Provoni.
El Frolikan conocía el lenguaje de la Tierra sólo hasta donde él lo conocía: una razonable cantidad de inglés, aunque no tanta como la que poseía Cordon, más un poco de latín, alemán e italiano. Sabía decir «adiós» en italiano, y parecía que le gustase decirlo, y siempre se despedía con un solemne «ciao». Por otra parte, prefería un «hasta la vista», pero evidentemente consideraban esta despedida un poco inferior, igual que lo consideraba él. Era un idioma del Servicio, del que no lograba desprenderse. Era, como casi todo lo de su mente, un enjambre de pulgas, fragmentos desmenuzados de pensamientos e ideas, recuerdos y temores, que seguramente se habían apoderado de él para siempre. Los Frolikanos tenían que seleccionarlos, cosa que, al parecer, ya habían hecho.
—Cuando lleguemos a la Tierra —declaró Provoni—, buscaré donde sea una botella de coñac. Nos sentaremos en los escalones…
—¿En qué escalones?
—Veo un edificio público, gris, sin ventanas, como el Servicio de Ingresos Internos, algo realmente terrible, y me veo sentado en sus escalones, llevando una vieja chaqueta azul marino y bebiendo coñac. Al aire libre. Y acudirá la gente y murmurará: «Mira ese tipo que bebe alcohol en público». Y yo diré: «Soy Thors Provoni». Y ellos dirán: «Se lo merece. No vamos a denunciarle». Y no me denunciarán.
—No le arrestarán, señor Provoni —afirmó Morgo—. Ni entonces ni nunca. Desde el momento en que aterrice, nosotros estaremos a su lado. No sólo yo, como estamos aquí ahora, sino mis hermanos. Toda la hermandad. Y ellos…
—Se apoderarán de la Tierra. Y me enviarán a la muerte.
—¡No, no! Nos hemos estrechado la mano, ¿no se acuerda?
—Quizá era una mentira.
—No podemos mentir, señor Provoni, ya se lo expliqué, y lo mismo hizo mi supervisor, Gran Ce Wahn. Si no me cree ni le cree a él, a una entidad con más de seis millones de años…
El Frolikan estaba exasperado.
—Cuando lo vea, lo creeré —rezongó Provoni.
A pesar de que estaba encendida la luz roja encima de la fuente del agua, se tomó un segundo vaso de agua reconstituida. Aquella luz llevaba ya una semana encendida.