Capítulo 10

UN taxi que flotaba por entre el tráfico se detuvo en el bordillo de la acera, frente a ellos. La portezuela se deslizó a un lado y subieron en él.

—Al Emporio de Equipajes de Feller —le dijo Charley al taxista—. En la avenida Decimosexta.

—Hum… —rezongó el conductor.

Elevó su aparato una vez más hacia el denso tráfico, aunque esta vez en dirección contraria.

—Pero el Emporio de Feller… —balbuceó Nick, pero Charley le dio un codazo, y él, comprendiéndolo, calló.

Al cabo de diez minutos ya habían llegado al lugar indicado. Nick pagó el trayecto y el taxi se alejó flotando como un juguete pintado.

—El Emporio de Equipajes de Feller —exclamó Charley, contemplando el aristocrático edificio—. Uno de los establecimientos más antiguos y respetables de la ciudad. Creías que se trataba de un almacén situado detrás de una gasolinera en los límites de la ciudad y lleno de ratas, ¿no?

Le cogió de la mano, conduciéndole a través de las puertas automáticas, y luego hacia el suelo alfombrado de la famosa tienda mundial.

Se les acercó un dependiente elegantemente ataviado.

—Buenas tardes —les saludó melifluamente.

—Dejé un equipaje aquí —mintió Charley—. Cuatro maletas de piel de avestruz. Me llamo Barrows, Julie Barrows.

—Por aquí, por favor —dijo el dependiente, dirigiéndose con suma dignidad al fondo del local.

—Gracias —murmuró Charley.

Volvió a pegarle un codazo a Nick, esta vez gratuitamente. Y le sonrió.

Una pesada puerta metálica se deslizó a un lado, dejando ver una pequeña habitación en la que había una gran variedad de maletas y maletines colocados en estanterías de madera. La puerta por la que habían entrado se cerró quedamente. El dependiente esperó un momento, consultando su reloj, después le dio cuerda y, rápidamente, se separó todo un pedazo de pared, dejando al descubierto otra habitación más grande. A los oídos de Nick llegó un sordo golpeteo: la maquinaria de una imprenta en pleno rendimiento. Aunque sabía muy poco sobre el arte de imprimir, sí sabía una cosa: aquella maquinaria era totalmente moderna, la mejor que existía, también la más cara. Las Prensas de los Subhombres no eran máquinas para mecanografiar.

Cuatro soldados con uniforme gris y los rostros cubiertos con máscaras antigás les rodearon inmediatamente, sosteniendo mortales tubos de Hopp.

—¿Quiénes sois? —les gritó uno de ellos, un sargento. No lo preguntó, lo exigió.

—Soy la chica de Denny.

—¿Quién es Denny?

—Ya lo sabes —respondió Charley—. Denny Strong. Opera a gran escala en esta zona, a nivel de distribución.

Un scanner se movía en todas direcciones vigilándoles.

Los soldados hablaron por unos micrófonos a nivel de los labios, y escucharon por unos botones oidófonos situados en sus orejas derechas.

—Está bien —exclamó al fin el sargento. Concentró su atención en Nick y Charley—. ¿Qué buscáis aquí?

—Un sitio donde poder quedarnos algún tiempo —explicó ella.

—¿Quién es él? —quiso saber el occífero, señalando a Nick.

—Un converso. Hoy ha venido a nosotros.

—Debido al anuncio de la ejecución de Cordon —agregó Nick.

El soldado gruñó y reflexionó.

—Creo que hemos albergado ya a todo el mundo. No sé… —Se mordió el labio inferior y frunció el ceño—. ¿También quieres quedarte? —le preguntó a Nick.

—Sólo por un día, no más.

—Ya sabes que Denny sufre esas rabietas psicopáticas —intervino Charley—, aunque generalmente no le duran mucho…

—No conozco a Denny —negó el sargento—. ¿Podéis ocupar la misma habitación?

—Pues… creo que sí —asintió Charley.

—Sí —aseguró Nick.

—Podemos ofreceros asilo por setenta y dos horas —concedió el sargento—. Luego, tendréis que marchamos.

—¿Es muy grande este local? —se interesó Nick.

—Ocupa cuatro bloques de la ciudad.

—Entonces —opinó Nick, creyéndolo—, no se trata de una operación insignificante.

—Si lo fuese —arguyó uno de los soldados—, no tendríamos la menor posibilidad. Aquí imprimimos millones de folletos. La mayoría son confiscados por las autoridades, pero no todos. Usamos el principio del reparto por correo; y aunque sólo se lea una quincuagésima parte, y los demás sean arrojados a la basura, vale la pena. Al menos, sirve para algo.

—¿Qué envía ahora Cordon, tras saber que va a ser ejecutado? —inquirió Charley—. ¿O no lo sabe? ¿Se lo han comunicado?

—Lo saben en la Estación Receptora —confirmó el sargento—. Pero nosotros tardamos bastante en enterarnos gracias a ellos; por lo general, transcurre algún tiempo hasta que queda editado el material.

—Entonces, no imprimís las palabras exactas de Cordon —comentó Nick.

El sargento se echó a reír y no respondió.

—Cordon divaga —explicó Charley.

—¿No habrá una algarada por el intento de ejecución? —insistió Nick.

—Dudo que lo hayan decidido —respondió el sargento.

—No causaría ningún efecto —opinó un soldado—. Fracasaríamos. Le ejecutarían y nosotros iríamos a parar todos a los Campos de Concentración.

—O sea que le dejarán morir… —murmuró Nick.

—No tenemos el menor control sobre ello —dijo el soldado.

—Pero una vez que haya muerto —observó Nick—, ya no tendréis nada que imprimir. Y tendréis que cerrar esto.

Los soldados rieron.

—Habéis tenido noticias de Provoni, ¿verdad? —preguntó Charley.

Silencio.

—Un mensaje descifrado. Pero auténtico —afirmó el sargento.

—Thors Provoni —añadió el soldado que estaba junto al sargento— está de regreso.