Prólogo

Érase una vez un rey y una reina que tuvieron seis hijas y un hijo. Durante años fueron una familia feliz, unida y comprometida con el reino que protegían y amaban. Las mañanas en el palacio, atendiendo las clases de sus maestros, daban paso a las tardes repletas de juegos y a las noches a la luz de la hoguera escuchando cuentos. Sus padres gobernaban con mano firme, pero con extrema cordialidad, intentando escuchar a todos por igual sin importar su título o procedencia. Aquel reino no podía haber contado con unos soberanos mejores. Pero como siempre sucede en estas historias, la felicidad les abandonó antes de lo previsto y la muerte acudió a visitarlos por sorpresa para dar paso a tiempos grises, peligrosos y sangrientos.

A comienzos de la primavera, los soberanos recibieron una invitación para asistir a la boda de una joven reina del norte con un caballero de alta alcurnia. Como hacía tiempo que no visitaban los reinos vecinos y para no perder los lazos que habían existido entre ellos, aceptaron la invitación y dispusieron todo para el viaje.

La noche antes de partir, como era costumbre, la reina visitó la habitación de cada uno de sus hijos para desearles dulces sueños y alegrías. Cuando le llegó el turno a la mayor de todas, se sentó al borde de la cama y guiada por un presentimiento le advirtió que, cuando ella fuera reina, todo el peso de la responsabilidad recaería sobre sus hombros y que tendría que dejarse aconsejar por los sabios y aprender en quienes confiar.

Sin embargo, aquellos consejos llegaban tarde, ya que, aunque la joven tenía buen corazón, se había convertido en una muchacha holgazana y descuidada sin que se apercibieran de ello sus padres y cuya única meta era la de disfrutar de los placeres que le ofrecía su posición.

Días más tarde, la princesa despertó angustiada y con el corazón latiéndole desbocado. Lo primero que advirtió fue que no se encontraba entre sus sábanas de lino. Lo segundo, que había escrito una Poesía mientras soñaba.

Bajo la luz de una vela que no recordaba haber encendido y con una letra clara que no recordaba haber trazado, la princesita había compuesto cinco estrofas tan desoladoras y funestas como hermosas y proféticas. En ellas, las Musas le advertían que la ingenuidad y el orgullo no eran buenos consejeros, y la instaban a desconfiar de sus hermanos, pues el peligro le acechaba desde su propia familia.

Permaneció despierta el resto de la noche, llorando desconsolada por sus amados padres y por el futuro que le deparaban los Versos. Al amanecer, como ella esperaba, un mensajero se presentó con la terrible noticia de que sus padres, los reyes, habían sido asesinados.

Pero, para entonces, la joven princesa no era la única que lo sabía. Su hermano pequeño, el único varón vivo de la familia, también lo había descubierto de la manera más insospechada.

El príncipe, que por entonces contaba con ocho años, se había escapado de sus aposentos de madrugada con la intención de cazar el cuervo que todas las noches anidaba en el jardín.

Sin la vigilancia de sus padres y armado con un arco de juguete, el niño se perdió entre los árboles imitando el graznido del animal. Pero no hubo dado ni tres pasos cuando un viejo apareció de la nada, sentado sobre unas rocas y con el oscuro pájaro descansando en su hombro.

En un primer instante el príncipe se asustó, pero después se armó de valor y le preguntó al hombre si aquel cuervo le pertenecía. Este ignoró la pregunta y le pidió que se acercase y que prestase atención a lo que tenía que decirle.

Con voz pausada e hipnotizadora, el viejo le advirtió que, aunque él era bueno y noble de corazón, sus hermanas ocultaban sus verdaderas y crueles intenciones como el lobo que se disfraza con la piel del cordero para colarse en el rebaño y que tarde o temprano atacarían a su hermana para hacerse con la corona. El príncipe le suplicó que le dijese cómo detenerlas, asegurándole que estaría dispuesto a cualquier cosa por ayudar a su hermana y a quienes estuvieran en peligro. Por respuesta, el hombre, que en realidad era un poderoso sentomentalista, le advirtió que todo en la vida tenía un precio y le preguntó si estaba dispuesto a pagarlo. Cuando el muchacho le aseguró que sí, este le concedió el terrible don que le marcaría de por vida…

Los siguientes años transcurrieron sin incidencias y los hermanos ayudaron a la nueva reina a gobernar con diligencia y sabiduría hasta que, como el viejo había vaticinado tiempo atrás, las envidias comenzaron a aflorar en los corazones de sus hermanas.

La primera que quiso acabar con la reina fue la cuarta en edad. Por entonces, el príncipe tenía once años. Durante una cena, mientras la muchacha servía la bebida, el joven comenzó a oír una voz susurrándole al oído que aquel vino estaba envenenado y que debía impedir que la reina llegase a beberlo. Sin pensarlo dos veces, se levantó de un salto y lanzó la copa lejos de sus manos. Cuando su contenido cayó sobre el mantel, este se deshizo en humo negro ante el asombro de los presentes y el semblante aterrorizado de la fratricida.

Su hermana fue condenada a la horca por intento de asesinato y murió al amanecer. Esa vez la reina no hizo preguntas al príncipe. Se guardó para sí su desconcierto y tan solo se limitó a agradecérselo.

Tuvo que pasar todo un año hasta que la segunda hermana decidió actuar. Por su cumpleaños, le regaló a la reina un hermoso camisón esmeralda. Cuando lo sacó del papel que lo envolvía, el menor de los hermanos advirtió de nuevo aquellas voces sin procedencia que le aseguraron que la prenda estaba hilvanada con algodón emponzoñado. Al momento, y antes de que la reina se enfundase en él, el muchacho la cogió con un palo y la echó al fuego, donde ardió hasta que solo quedaron cenizas.

Su hermana murió a la mañana siguiente, ahogada en un pozo. En aquella ocasión la reina no vio con tan buenos ojos que hubiera sabido que el camisón estaba envenenado y comenzó a prestar atención a los rumores que se extendían por la corte acerca de la extraña forma de actuar que tenía su hermano y de la buena suerte que le acompañaba siempre que descubría los atentados cometidos contra la reina. Las habladurías fueron aumentando y creciendo hasta que un día el joven descubrió a la tercera hermana tramando un nuevo plan para asesinar a la reina.

Desesperado, y preocupado porque la reina llegase a desconfiar de él, en lugar de actuar fue a contarle lo que sucedería si aquella mañana salía a montar a caballo. La reina, instigada por los chismes y las mentiras, no le creyó y le acusó de formar parte de la trama para acabar con su vida.

La reina le preguntó una última vez cómo había sabido de las intenciones de sus hermanas en los anteriores intentos de asesinato. Cuando el príncipe comenzó a llorar implorando que le dejasen marchar sin revelarlo, ella decidió encerrarle en los calabozos hasta que confesase. Pero cuando los guardias se abalanzaron sobre él, el joven, aterrorizado, le habló a la reina de su don. Y mientras las palabras iban saliendo de su boca, su mano, su brazo y la mitad de su torso se fueron cubriendo de un plumaje negro como el carbón hasta dar forma a una lustrosa y aterradora ala.

La reina, al ver que todo cuanto le había contado su hermano era cierto y que ella había sido la culpable de su transformación al no confiar en él, le pidió perdón entre sollozos y le suplicó que la protegiera y que nunca la dejara sola. Pero él se negó.

Dos de las tres hermanas que aún quedaban con vida, al enterarse de lo sucedido, huyeron del palacio antes de que la magia de su hermano cayera sobre ellas y fueran descubiertos los planes que habían tramado.

El pobre muchacho, como castigo a la reina y por temor a que alguien le obligara a hablar de nuevo y se completara su transformación en cuervo, decidió alejarse de allí y vivir solo para así no tener que ayudar a nadie nunca más. Sin saber que su arrebato de cobardía estaba poniendo en marcha los engranajes de un futuro que sólo las musas conocían.