9
El rey condenado

Amaneció despejado, aunque se notaba que cada día hacía más frío. El invierno llegaría pronto, y con él las heladas y las nieves.

Duna se desperezó dentro del saco donde había pasado la noche antes de abrir los ojos. A continuación, salió de él y se estiró mientras observaba el campamento de avanzadilla. Todo el mundo parecía estar ya despierto y recogiendo sus pertenencias.

—¡Buenos días! —le saludó Divishleyt, apareciendo por un camino rocoso que descendía hasta la falda de la montaña— ¿Has dormido bien?

—Sí, gracias.

—Me alegro. Los muchachos están abajo terminando de guardar las cosas y ensillando los caballos. También ha llegado vuestro amigo.

—¿Nuestro…? ¡Adhárel! —exclamó cuando se dio cuenta de a quién se refería. Corrió a por el morral— Debería ir cuanto antes para darle su ropa…

—No te preocupes. Leda le ha dejado algunos trapos que había traído de sobra.

Duna asintió antes de bajar por donde la mujer había aparecido. Cuando llegó, Adhárel conversaba animadamente con Leda y Sírgeric.

—Buenos días —saludó Duna.

Adhárel se acercó a ella y le dio un beso.

—¿Has pasado buena noche? —le preguntó.

—Sí, ¿y tú?

El príncipe se palmeó la tripa.

—Me siento lleno, creo que voy a explotar —comentó.

—Pues yo te veo en plena forma —replicó la muchacha en un susurro, devolviéndole el beso.

Leda carraspeó tras ellos.

—Ya está todo listo —dijo, rascándose la cabeza—. Creo que nos pondremos en marcha pronto.

—¿Vamos a ir con ellos? —preguntó Adhárel a Sírgeric.

—Deberíamos. No llegaremos a Célinor hasta la noche, y si tenemos que dormir en el bosque, mejor que sea en un campamento amigo.

—¡Bien dicho! —exclamó Corpuskai, que llegaba en ese instante con varias mantas en los brazos— Id ensillando a vuestros caballos.

—¿Habéis visto a Wilhelm? —preguntó Duna, echando un vistazo a su alrededor.

—Se ha despertado antes de que amaneciese y ha ido a dar un paseo por la montaña —respondió Sírgeric—. Desde anoche le encuentro raro. Bueno, más raro de lo habitual, quiero decir.

Adhárel alzó la vista hacia las imponentes Carpianas, preocupado.

—Esperemos que vuelva pronto…

Duna se acordó entonces de la conversación que habían mantenido con el hombre cuervo cuando llegaron y le explicó a Adhárel en qué consistía el poder de Corpuskai.

—¿Y no se extrañó de que fuese un dragón?

—En absoluto. Ni del poder de Sírgeric ni del ala de Wilhelm.

—Por el Todopoderoso —masculló el príncipe—, ahora entiendo por qué decís que se muestra preocupado.

—¿Y por qué es, si puede saberse? —preguntó Sírgeric, cruzándose de brazos.

Adhárel hizo un gesto de impotencia.

—Es asunto suyo, lo siento.

El sentomentalista hizo un mohín y se dio media vuelta.

—Mientras no nos retrase, a mí me da lo mismo —comentó, dirigiéndose hacia su caballo.

Partieron media hora más tarde. Wilhelm llegó justo cuando abandonaban el campamento, aunque no le dijo a nadie dónde había estado ni qué había visto. Permaneció en silencio detrás de Sírgeric, con la mente en otro sitio.

Los cuatro se pusieron a la cabeza de la pequeña caravana, junto a Leda, su madre y Corpuskai.

—¿Cuándo vas a seguir contándonos la historia? —le preguntó Leda al Chamán.

—¿No queréis esperar a que lleguemos al campamento?

—¡No! —exclamaron los demás al unísono.

—¿De qué estáis hablando? —se interesó Adhárel.

Duna le contó por encima el principio de la historia de Corpuskai y después suplicó que siguiera la historia.

—Supongo que tenemos tiempo —dijo él—. Además, todavía queda mucho como para dejarlo todo hasta la noche. ¡Hoy me gustaría dormir algunas horas más! —bromeó.

—Bien, ¿por dónde iba? —Se rascó la oreja antes de chasquear los dedos— ¡Ah, sí! Ya me acuerdo…

… Ettore no siempre había sido rico ni poderoso, más bien todo lo contrario. Desde que nació había vivido junto a sus padres y su hermano pequeño en una humilde cabaña a orillas del mar del sur. Por desgracia para los dos muchachos, sus padres fallecieron cuando no eran más que unos críos y tuvieron que aprender a ganarse la vida como buenamente pudieron para sobrevivir en un Continente plagado de injusticias y guerras.

Al poco de abandonar el humilde hogar paterno, su hermano descubrió que poseía una endiablada facilidad para tocar la flauta sin que nadie le hubiera enseñado, mientras que él… bueno, él supo aprovechar aquella situación y sacarle el máximo partido.

Desde pequeños sobrevivieron con lo que su hermano lograba arrancar a las gentes que le escuchaban tocar el flautín en las calles. Con poco que hiciera, conseguía comida suficiente para él y para su hermano. Pero entonces eran pequeños y no necesitaban demasiado; algo que cambió cuando crecieron.

Con dieciséis años, Ettore comprendió que por muy bien que actuase su hermano no podrían seguir viviendo de ello los dos. Así, tras dejarle en manos de una familia que aceptó cuidar de Giacomo a cambio de escucharle tocar cada noche, se despidieron con vagas promesas de reencontrarse en el futuro y Ettore se alistó en el ejército de un anciano noble. Su trabajo, a diferencia de lo que creyó en un primer instante, consistía en proteger el ganado y la cosecha del viejo; fue allí donde conoció a los compañeros que en el futuro le ayudarían a conquistar el Continente entero.

Ninguno volvió a saber del otro hasta unos años después. Una noche en la que Ettore estaba descansando junto a sus compañeros en las barracas habilitadas para ellos, captó una conversación:

—¿Solo por tocar la flauta?

—El muchacho se está haciendo de oro, como te lo digo. Es como si le hubiera vendido su alma al diablo. ¿Y sabes qué es lo más curioso? Que no gasta ni un berón en algo que no sea lo justo para comer o para mantener en buenas condiciones su instrumento…

—¡Quién pudiera hacer lo mismo!

—Hay gente con estrella…

Ettore no durmió en las horas siguientes. Solo conocía a alguien que pudiera tocar la flauta como sus compañeros decían. Su hermano. Giacomo.

A la mañana siguiente, antes de que ninguno de sus compañeros hubiera despertado, Ettore se marchó de las tierras del noble en busca de su hermano perdido. Habían pasado cuatro años desde que le vio por última vez. Si las habladurías eran ciertas, y no dudaba de que lo fueran, podrían comenzar a vivir holgadamente con sus ganancias… y llevar a cabo el plan en el que había estado trabajando durante los últimos años.

Le encontró en una taberna cerca del bosque de Célinor. El muchacho estaba subido a un escenario interpretando una bonita canción con la flauta. Quienes le escuchaban no eran hombres y mujeres de alta alcurnia, sino gañanes y mendigos de todas partes del Continente, pero el silencio de la habitación era casi reverencial. Ettore se quedó al fondo de la sala admirando al adolescente de dieciséis años que estaba obrando tal milagro. Parecía cosa de magia.

Cuando el recital terminó y los hombres se marcharon, Ettore se acercó a su hermano. El reencuentro fue rápido y poco emotivo. Hablaron largo y tendido sobre los años pasados y después llegaron al punto clave: la inversión de aquel capital tan jugoso que había amasado.

Giacomo le confesó que no había gastado más que lo necesario, porque temía equivocase. Ettore le palmeó la espalda, orgulloso de su prudente actitud y a continuación pasó a explicarle su plan: con todo el dinero que había recaudado y que seguramente recaudaría en el futuro, pagarían a los mejores hombres para que luchasen junto a él en una guerra que no tendría precedentes.

Aquellos términos no le sonaron bien al muchacho. ¿Guerra? ¿Mercenarios? Pero Ettore le conminó a no pensar en aquello, sino en el resultado final: el dominio del Continente.

—¿Y para eso necesitas mi dinero? —preguntó Giacomo.

—Para pagar a los guerreros, sí. Con tus ganancias y mi destreza en la batalla será pan comido. Y después tú podrás reinar conmigo, hermano —le aseguró el otro.

—Pero yo lo único que quiero es tocar mi música…

—¡Pues eso también podrás hacerlo! ¿No te das cuenta? Seremos los amos del Continente.

—Y los hombres que nos ayuden…

Ettore se quedó en silencio y después replicó:

—Sí, pero bajo nuestras órdenes.

—De acuerdo, te ayudaré —le dijo—. Pero no quiero que nadie lo descubra jamás.

—Como desees.

Y fue de ese modo cómo el hermano mayor embaucó al pequeño para que subvencionara su empresa. De ahí en adelante, tres de cada cinco berones que el pequeño ganaba tocando el flautín iban a parar a las Arcas de la Guerra, como le gustaba llamarlas a Ettore. También obtuvieron subvenciones de muchas otras partes: nobles cansados de sus reyes, reyes engañados que codiciaban los reinos vecinos, ahorros de mercenarios que se unieron a la causa…

Durante aquellos largos años, los hermanos no volvieron a verse: mientras uno entretenía a las gentes con la música, el otro devastaba pueblos y ciudades enteras en busca de la sumisión absoluta del Continente. Con cada nueva batalla, se granjeaba nuevos enemigos, pero también conseguía más aliados. Y como los primeros luchaban en solitario mientras que los segundos avanzaban en grupo, los territorios quedaron conquistados mucho antes de lo que él pensaba.

A sus cuarenta años, Ettore había logrado cumplir su sueño: convertirse en el rey absoluto del Continente. Ahora podía reírse con petulancia recordando los años que pasó siendo un pobre mendigo; de hecho, en ese momento podía reírse de todo y de todos. Bueno, menos de las Musas, que hartas de soportar la arrogancia y la soberbia del ser humano decidieron tomar cartas en el asunto. Pero eso él, por entonces, no lo sabía.

Cuando sus hombres le trajeron la máquina que podía extraer la electricidad de las minas para después envasarla, vio en ella algo mucho más útil que un artilugio para crear bombillas: un arma. Durante meses obligó a sus hombres más inteligentes a trabajar de sol a sol para encontrar el modo de convertir aquella chatarra que solo iluminaba en un lanzarrayos perfecto para defender su nuevo territorio conquistado. Una vez lo lograron, Ettore hizo destruir los planos y matar al primer inventor, por si a caso se iba de la lengua. Repartió trece armas entre sus hombres más leales por todo el Continente. Él se quedó con otras tres, por si a alguno se le ocurría la descabellada idea de traicionarle. Si algo había aprendido en aquel tiempo, era que uno no podía fiarse de los humanos.

Los dragones llegaron semanas más tarde. Aparecieron de la nada, como si las nubes de tormenta los hubieran escupido junto a los truenos y a los relámpagos. Arrasaron en un primer ataque buena parte de la ciudad que Ettore había ordenado construir para el ejército.

El segundo asalto ya no estuvo tan desequilibrado. El rey se lo tomó como unas prácticas de tiro para probar sus recién creadas armas. Todos los que poseían una, recibieron la orden de disparar sin piedad a los monstruos que ahora asolaban las tierras de los humanos. Y la táctica dio sus frutos. Los dragones no dejaban de ser unos pobres animales que preferían seguir vivos a tener que morir en una guerra que no era la suya. Con todo, tardaron tanto en darse cuenta de que la batalla estaba perdida de antemano que, para cuando se retiraron, los ejemplares que quedaban vivos casi podían contarse con los dedos de una mano.

De todo aquello, Giacomo a duras penas fue consciente. Él y la Musa habían permanecido en el extremo sur del Continente disfrutando de una vida repleta de lujos, ajenos a las batallas que su hermano libraba contra los dragones. Durante los últimos años su carrera como músico se había disparado y ya no era él quien se movía por los lugares para dar conciertos, sino que era el mismo público quien se acercaba al sur para escucharle tocar.

La Musa vio con recelo cómo quien creía que era su único y verdadero amor se iba convirtiendo en un hombre adusto y vanidoso que, antes de pasar el tiempo con ella, prefería encerrarse en su límpido estudio para practicar. El cambio no fue ni mucho menos radical. Al principio pasaban días enteros juntos, hablando y disfrutando de su mutua compañía, sin apenas tiempo para la flauta. Pero según fue aumentando su riqueza, Giacomo fue olvidando la inocencia que hasta entonces le había caracterizado y también a la Musa que le había declarado amor eterno.

Meses después del ataque de los dragones, Giacomo decidió que era absurdo seguir enviándole dinero a su hermano cuando, claramente, ya no lo necesitaba.

Ettore no estuvo demasiado conforme con su decisión, pero dado que el trabajo duro ya había terminado y que ahora su reinado no necesitaba del apoyo financiero del Flautista, le permitió retirarse. De todo esto la Musa no se enteró hasta mucho tiempo después. Desde que llegó, pensó que cuanto le rodeaba y el poder que ostentaba lo había conseguido gracias a su música. Por desgracia, tuvo que descubrir de la peor de las maneras que su amado Flautista era también familia del emperador que había hecho enfurecer a sus hermanas… y que el castigo que le tenían preparado a este, terminaría golpeándole tarde o temprano.

Por descontado, las Musas podrían haberse olvidado del Continente como habían hecho durante los últimos años y haber perdonado el comportamiento de los humanos. Pero eran vanidosas y no soportaban que unas criaturas tan insignificantes como los hombres se hubieran burlado de ellas de aquella forma. Les harían pagar cara su osadía rompiendo el juramento de no entrometerse en sus vidas.

A partir de entonces, ellas dirigirían sus destinos. Y lo harían a través de algo tan personal para los hombres como la poesía.

Tendría que ser algo que afectase tanto a los hombres que ahora vivían como los que vendrían después; no podían arriesgarse a que, tras la muerte de Ettore, otro humano se hiciese con el control de miles de vidas inocentes.

Así pues, tras hablarlo detenidamente, se reunieron con el rey durante la noche. Él dormía y solo las escuchó en sueños, pero la memoria retendría sus palabras para siempre.

—Tu reinado ha llegado a su fin —le dijo la mayor, apareciendo ante él tan liviana como la brisa del mar y tan poderosa como el rayo del sol—. Tu avaricia e insolencia ha condenado a tu especie. Eres el ejemplo de que los hombres sin control son más peligrosos que los animales salvajes.

—Por ello —añadió la mediana—, cuando mañana despiertes, serás traicionado por tus hombres y tu territorio quedará fragmentado en diez partes que se repartirán entre ellos. Diez reinos que perdurarán tanto tiempo como sus gobernantes sean capaces de mantenerlos.

—Y para que nuestra justicia, y no la que vosotros os imponéis, permanezca intacta, regiremos vuestros destinos de aquí en adelante como juezas y jurado.

—Antes de su coronación, el rey o la reina que vaya a gobernar escribirá una Poesía que nosotros le dictaremos. Conocemos su pasado y su presente. Tenemos el poder de saber cuáles son sus miedos más ocultos y sus debilidades más latentes. Tenemos el don de imaginar sus Futuros. Y para que os deis cuenta de que no sois tan fuertes ni tan perfectos como creísteis en un principio, tendréis que aprender a lidiar con ellos ante los ojos de los demás.

—Y como misericordia tampoco nos falta, bastará con que aceptéis vuestros fallos y asumáis de la mejor manera los que puedan llegar en el futuro para que las Poesías se conviertan en armas y no en castigos.

—Ahora bien, si vuestra cobardía gana la baza y decidís destruir los Versos que nosotras os dictemos, vuestros reinos envejecerán sin remisión hasta desaparecer. Condenaréis a vuestros súbditos y a vuestra tierra al olvido.

—Y tú, codicioso Ettore, serás el encargado de que nuestras profecías se cumplan. No volverás a envejecer ni un segundo más. Te quedarás para siempre en el Continente comprobando con tus propios ojos cómo las ansias de poder del ser humano terminan irrevocablemente con todo lo bello. Tú, bajo nuestras órdenes, pondrás a prueba a los reyes que año tras año intentarán lograr lo que tú has conseguido con la sangre de miles de inocentes.

—No podrás huir ni podrás esconderte. No tendrás aliados ni enemigos. Estarás solo durante el resto de la eternidad. Condenado a vagar por estas tierras que una vez te pertenecieron y que no volverán a ser tuyas. Abre los ojos, Ettore. Abre los ojos para comprobar cómo se cumple nuestra palabra…

Y cuando el rey obedeció, pensando que no había sido más que una pesadilla, escuchó los gritos en el pasillo. Salió de sus aposentos a tiempo de ver cómo una doncella moría a manos de su mano derecha.

—Espero que hayas disfrutado de tu última noche como rey —le dijo, soltando a la criada con desprecio—. Porque se han terminado.

El hombre avanzó hasta él a paso rápido con la intención de matarle. Y lo habría logrado de no haber sido porque, aunque le atravesó con su espada en el estómago y su sangre bañó el filo, no sintió dolor. Su, hasta entonces, amigo le miró mientras su rostro iba cambiando de la ira al terror más absoluto.

—¿Qué… eres? —le preguntó, con voz temblorosa, alejándose de allí.

—No lo sé —respondió Ettore. Cayó de rodillas y se echó a llorar—. No lo sé…

No recordaba la última vez que probó sus lágrimas. Ver llorar a los demás durante las últimas décadas le había hecho más fuerte, más valiente. Y había calcificado las suyas. Pero ¿cómo podía seguir sintiéndose tan poderoso cuando lo había perdido todo y el miedo atenazaba su alma? No había sido un sueño, ni una pesadilla. Igual que sus hombres le habían traicionado, igual que aquel cuchillo no le había matado, viviría maldito para el resto de su vida cumpliendo las órdenes de las Musas.

Las revueltas se sucedieron a lo largo y ancho del Continente. Como habían vaticinado, diez fueron los reinos que se formaron a partir del primero, y diez los reyes que la noche antes de su coronación escribieron una Poesía en sueños. Ninguno entendió de qué se trataba. Algunos las quemaron, condenando sin darse cuenta a decenas de familias.

Pero las Musas no repararon hasta un tiempo después en que había algo con lo que no habían contado: los niños. Conforme los gobernantes iban destruyendo sus Poesías, acaso por cobardía, acaso por ignorancia, los adultos de su reino iban perdiendo las ganas de vivir hasta convertirse en poco más que almas en pena que vagaban de un lado a otro sin percatarse de nada ni de nadie. Ni siquiera de sus hijos.

Pero ¿qué podían hacer por ellos?, se preguntaron las hermanas. ¿Era aquel un castigo para los reyes o para los aldeanos? Era un castigo para la raza humana. Pero ¿y los niños? ¿Sin apenas conciencia merecían morir por los errores de los adultos? Y si no era así, ¿qué podían hacer con ellos?

La respuesta les llegó de la manera más inesperada…

Cuando Corpuskai se quedó en silencio Duna reparó en el bosque que tenían en frente. Habían pasado el día entero cabalgando, deteniéndose una sola vez a comer frugalmente a mitad de camino. Ahora la noche había vuelto a caer sobre el Continente y Célinor se presentaba ante ellos tan oscuro como enigmático.

Al llegar a los primeros árboles descabalgaron y siguieron a pie. Aunque a primera vista parecía un lugar infranqueable por los troncos y la foresta, existían multitud de caminos trazados durante años de peregrinaje que permitían el paso de los viajeros con facilidad. Los árboles, con todo, eran enormes; no solo de altura sino también de grosor. Para rodear los troncos de muchos de ellos se necesitarían a más de seis hombres extendiendo los brazos. Duna jamás había visto algo semejante.

Pasada la linde, descubrieron las altas llamas de varias hogueras que crepitaban en el suelo, rodeadas por numerosas tiendas de campaña.

—Bienvenidos a nuestro hogar… —dijo Corpuskai, permitiéndoles el paso al Campamento némade.